Capítulo XIV

 

En el camino

 

El día de la gran lucha empezaba a aproximarse. El inminente estallido de la guerra y las continuas amenazas de Napoleón eran cosas secundarias para aquellos sportmen, los cuales eran tantos en aquella época, que componían la mitad de la población. En el casino de los patricios, en la taberna de los plebeyos, en el café de los mercaderes, en la barraca de los soldados, en Londres y en las provincias, se hablaba constantemente del mismo asunto, del que interesaba a toda la nación. Cada coche que llegaba de Poniente, llevaba noticias de Wilson, el Cangrejo, que había vuelto a su aldea natal a fin de prepararse para la lucha bajo el inmediato cuidado del experto capitán Barclay. Por otra parte, aun cuando mi tío no había designado todavía a su favorecido, nadie abrigaba la menor duda de que nombraría a Jim, y el relato de sus condiciones físicas y su comportamiento en la batalla con Berks, hizo que muchos apostaran por él, aun cuando, a decir verdad, la mayoría lo hicieron en favor de Wilson, porque los de Bristol y todo el territorio occidental se pusieron de parte suya como un solo hombre, en tanto que en Londres se dividió la opinión. Dos o tres días antes de la batalla, aún se hacían apuestas en favor de Wilson en los casinos del West End.
Yo estuve dos veces en Crawley para ver a Jim, encontrándolo sujeto al régimen que era de rigor. Desde el amanecer hasta que caía la noche, pasaba el día corriendo, saltando, descargando golpes sobre una vejiga que pendía de una barra de hierro, o boxeando con su formidable director.
Tenía los ojos brillantes, relucía su piel, estaba exuberante de salud, y tan confiado en el éxito, que mis temores se desvanecieron al ver su valentía y escuchar sus tranquilas y joviales palabras.
—Me sorprende mucho que hayas venido a verme, Rodney —me dijo procurando sonreír cuando nos separábamos—. Yo he venido a ser pugilista, y pagado por tu tío además, en tanto que tú eres uno de los corintios de la ciudad. Si no hubieras sido el mejor y más noble de los caballeros jóvenes del mundo entero, habrías sido antes de ahora mi patrono, en vez de ser mi amigo.
Al mirar a aquel hombre tan hermoso, con su rostro noble y perfecto y pensar en sus admirables cualidades y generosos impulsos, pensé que era absurdo oírle hablar como si mi amistad por él fuera una condescendencia de mi parte y solté una carcajada.
—Perfectamente Rodney —dijo mirándome con atención—; pero ¿qué dice de esto tu tío?
Era adivino, con cierta torpeza por cierto, repuse que a pesar de lo mucho que debía a mi tío, le había conocido a él primero y tenía edad suficiente para escoger mis propios amigos.
La sospecha de Jim era muy cierta; mi tío se oponía decididamente a que existiera intimidad entro nosotros; pero como desaprobaba mi conducta en otros muchos puntos, uno más o menos no hacía al caso. En realidad no llegué nunca a colmar sus aspiraciones, porque ni logré cultivar una excentricidad aun cuando llevó su longanimidad hasta el extremo de indicarme varias, entre las cuales una sola me habría «sacado del montón» como él decía, ni llegué a llamar la atención del mundo extraño en que él se desenvolvía.
—Eres muy activo, sobrino —me decía—. ¿No te parece que podrías saltar sobre los muebles de una habitación de regulares dimensiones sin tocar al suelo? Un pequeño tour de force de esa clase sería de excelente gusto. Hubo un capitán de guardias que obtuvo un éxito enorme haciendo algo menos importante. Lady Lieven, que es excesivamente exigente, solía invitarle todas las noches sólo para que le vieran sus contertulios.
Me vi obligado a asegurarle que era empresa superior a mis fuerzas.
—Eres un poco difficile —me decía encogiéndose de hombros—. Siempre, sobrino mío, debías tener interés en perpetuar la delicadeza de mis aficiones. Si hubieras considerado al mal gusto como un enemigo, la sociedad a la moda llegaría a considerarte como un árbitro aun cuando sólo fuera por seguir la tradición de la familia, y sin ningún trabajo llegarías a ocupar la posición a que aspira ese advenedizo de Brummell. Pero tus instintos no te llevan por ese camino. Eres incapaz de cuidarle de los detalles. ¡Mira los zapatos! ¡Mira esa corbata! ¡Mira la cadena del reloj! Basta con enseñar dos eslabones, pues aunque yo enseñé tres en una ocasión, no dejó de ser una indiscreción. En este momento veo cinco de los de la tuya, así que lo siento mucho, sobrino, pero no creo que estás destinado para llegar a la posición que yo tenía derecho a esperar en una persona de mi familia.
—Yo también siento defraudar vuestras esperanzas, tío —repuse.
—Tu desgracia está en no haber venido a ponerte bajo mi influencia siendo más joven —añadió—. Sólo así habría podido formarte de un modo que hubiera satisfecho mis propias aspiraciones, Con mi hermano menor me ocurrió otro tanto; hice todo cuanto pude por él, pero se empeñó en llevar cintas en los zapatos y confundió públicamente el vino blanco de Burgundy con el del Rhin. El pobre muchacho se decidió por los libros y vivió y murió en una parroquia de provincias. Era un hombre muy bueno, pero muy vulgar, y la gente vulgar no tiene sitio en la sociedad.
—En ese caso, temo que tampoco lo habrá para mí, tío —repuse yo—; pero mi padre tiene esperanzas de que lord Nelson me busque una plaza en la escuadra. Si he fracasado en sociedad, no por eso estimo menos vuestras bondades procurando hacer algo de mí, y espero que si me colocan, en efecto, aún podré ser digno de vos.
—Es posible que llegues al puesto que yo ambicionaba para ti; pero, desde luego, será por otro camino —dijo mi tío—. En la buena sociedad hay muchos hombres que, como lord San Vicente, lord Hood y otros muchos, ocupan puestos muy respetables sin haber hecho nada que los recomiende fuera de sus servicios en la armada.
Esta conversación entre mi tío y yo tenía lugar la mañana del día antes de la lucha, en el exquisito santuario de su casa de Jeremyn Street. Recuerdo que vestía una bata floja de brocatel, según tenía por costumbre antes de marcharse al casino y tenía la pierna extendida sobre un taburete, porque Abernethy quería curarle un ataque incipiente de gota. Sería tal vez causado por el dolor que sufría o quizá por el disgusto que yo lo había proporcionado, pero lo cierto es que sus maneras eran menos amables que de costumbre, y hasta creo que su sonrisa tenía algo de burlona cuando hablaba de mis deficiencias. Por lo que a mí toca, sentí un gran alivio después de aquella explicación, porque mi padre había salido de Londres plenamente convencido de que pronto habían de encontrar dos vacantes para ambos, y lo único que turbaba mi mente era la idea de que me sería duro dejar a mi tío sin que llegara a ver realizados los planes que se había propuesto.
Estaba realmente cansado de aquella vida inútil, para la cual estaba tan poco preparado; me molestaban mucho aquellas conversaciones insustanciales, en que currutacos, frívolos y necios hacían de un corro de mujeres el punto central del Universo. Algo del desprecio de mi tío vagó también por mis labios cuando le oí aludir con expresión desdeñosa a la presencia de los hombres que habían contribuido a la salvación de la patria en aquellos sacrosantos círculos aristocráticos.
—Y a propósito, sobrino —añadió—: con gota o sin ella, le guste o no le guste a Abernethy, tenemos que ir a Crawley esta noche. El combate se librará en Crawley Downs: sir Lotario y su protegido están en Reigate y yo di orden de que nos reservaran camas para ambos en la hostería de Jorge.
»El choque, según tengo entendido, superará a todo lo conocido hasta aquí. A mí no me agrada mucho el olorcillo que hay en esos paradores de provincias; pero hay que sufrirlo. Berkeley Craven decía anoche en el casino que en veinte millas a la redonda, desde Crawley, no hay una sola cama que no esté tomada, y que piden tres guineas por pasar la noche. Espero que tu amigo, si debo designarle con ese nombre, realizará la esperanza que nos hizo concebir, porque he expuesto en el asunto mucho más de lo que querría perder. Sir Lotario también se ha excedido: ayer mismo hizo otra apuesta de 5.000 libras contra 3.000. Según tengo entendido, el asunto sería grave para él si perdiera. ¿Qué ocurre, Lorimer?
—Una persona que desea veros, sir Carlos —dijo el nuevo criado, que acababa de presentarse en la estancia.
—Ya sabéis que no recibo a nadie hasta que me visto del todo.
—Insiste en veros, señor. Abrió la puerta de par en par...
—¿Que abrió la puerta? ¿Qué queréis decir, Lorimer? ¿Por qué no le arrojasteis a la calle?
Una sonrisa entreabrió los labios del criado, y al mismo tiempo se oyó en el corredor una voz gruesa.
—¡Joven, anunciadme al instante; quiero ver a vuestro amo! ¡De lo contrario, no lo pasaréis muy bien!
Me pareció haber oído aquella voz en otro sitio, y, en efecto, apenas vi aparecer sobre los hombros del criado un rostro grande, carnoso, con una nariz a lo Miguel Ángel en el centro, comprendí al instante que era mi vecino de mesa en la cena de los boxeadores.
—¡Es Warr, el luchador, tío! —dije yo.
—¡Sí, señor! —dijo nuestro visitante penetrando en la estancia—. Soy Bill Warr, dueño de la cervecería de Jeremyn Street, y el hombre más valiente de las filas. Sólo hay una cosa que pueda vencerme sir Carlos, mi propia carne, que cada día aumenta más, aun cuando todavía podría entrar en batalla. Al verme, difícilmente podríais creer que cuando luché con Mendoza pude saltar por las cuerdas de la pista con la misma ligereza que un cabrito. Lo que es ahora, no podría hacer otro tanto. Os saludo, caballero —me dijo a mí—, y espero os halléis bien.
Mi tío manifestó gran disgusto al ver invadida así su casa; pero como parte de su posición consistía en sus buenas relaciones con los boxeadores se contentó con preguntarle cortésmente lo que deseaba. El gran boxeador miró al criado, diciendo al mismo tiempo:
—Es muy importante, sir Carlos, y asunto de hombre a hombre que debe tratarse en privado.
—Marchaos Lorimer —dijo mi tío al criado, añadiendo después—: Podéis hablar, Warr. ¿Qué ocurre?
El boxeador se había sentado tranquilamente a caballo sobre una silla, colocando los brazos en el respaldo.
—Tengo una noticia, sir Carlos —dijo.
—Bien; ¿qué es ello? —preguntó mi tío impaciente.
—Una noticia de mucho valor.
—¡Venga, pues!
—Es una noticia que vale dinero —dijo Warr haciendo un gesto.
—Comprendo: queréis que os pague para saberla.
El boxeador sonrió afirmativamente.
—Pero yo no pago nada adelantado: deberíais conocerme mejor.
—Os conozco, sir Carlos, y sé que sois un corintio noble y espléndido; pero si yo empleara en contra vuestra lo que sé, me produciría algunos centenares de libras. Bill Warr no puede hacer eso, porque siempre le ha gustado ponerse del lado de los que juegan limpio: por eso vengo a decíroslo a vos y espero que no querréis que pierda en el negocio.
—Podéis hacer lo que gustéis —dijo mi tío—, si vuestra noticia es útil para mí, yo sabré lo que debo hacer.
—Habéis hablado perfectamente, señor, y basta con eso. Sé que obraréis correctamente como habéis hecho siempre. ¡Vamos con ello! Vuestro hombre Jim Harrison luchará con Wilson el Cangrejo, de Gloucester, mañana por la mañana en Crawley Down.
—¿Hay algo nuevo en eso?
—¿Sabéis cuál era ayer el tipo de las apuestas?
—Tres contra dos a favor de Wilson.
—Hasta ahí tenéis razón. A tres contra dos se ofrecía en mi propia casa. ¿Sabéis a cuánto ha subido hoy el tipo?
—Todavía no he salido.
—Entonces os lo diré yo. Siete por uno, contra vuestro hombre.
—¿Qué?
—Siete contra uno; nada menos.
—¡No sabéis lo que decís Warr! ¿Cómo podía haber cambiado el tipo de tres contra dos hasta siete contra uno?
—He ido a casa de Tom Owen, a «El agujero en la pared», a «El Carro y los Caballos», y en todas partes he oído lo mismo; siete contra uno. Se han apostado toneladas de plata contra vuestro elegido y en todas las tabernas y mesones de aquí a Stepney hay gente moviendo el asunto.
La expresión que se dibujó en el semblante de mi tío me dejó comprender que aquel partido era muy serio para él; pero un momento después se encogió de hombros y sonrió con incredulidad.
—¡Tanto peor para los necios que han aceptado esa diferencia! —añadió:
—Mi hombre está perfectamente. Le viste ayer; ¿verdad sobrino?
—Ayer estaba bien, señor.
—Si le hubiera ocurrido algo, ya lo sabríamos.
—Es que quizás no le habrá ocurrido nada todavía —dijo Warr.
—¿Qué queréis decir?
—Voy a decíroslo. ¿Os acordáis de Berks? Ya sabéis que nunca se puede confiar mucho en él y que aborrece a vuestro hombre desde que luchó con él, perdiendo el partido, en la cochera. Pues bien; anoche, a eso de las diez, entró en mi establecimiento y detrás de él, pisándole los talones, los tres bribones más sanguinarios de Londres: Red Ike, que fue arrojado de la pista porque hizo trampas con Bittoon, Jussuf el Boxeador, que es capaz de vender a su propia madre por una pieza de siete chelines, y Cris McCarthy, matón de oficio, que tiene una trampa en los alrededores del Teatro de Haymarkett. Pocas veces se ven juntos cuatro alhajas semejantes; todos tan borrachos como podían estarlo, excepto Cris, que es demasiado astuto para beber cuando tiene que trabajar. Los introduje en el reservado, no porque fueran dignos de ello, sino para que no los oyeran los parroquianos no fuera cosa que me quitaran la licencia. Les serví vino y me quedé allí para ver lo que hacían, por temor de que tocaran los cuadros o el loro embalsamado que tengo en la sala.
»Para no cansaros, señor, diré que empezaron a hablar de la lucha, y que todos se echaron a reír sólo de pensar que pudiera ganar Jim Harrison; todos excepto Cris, que se entretenía tirando pellizcos a los demás y dándoles golpecitos con los nudillos, hasta que Joe Berks lo dio un mojicón. Pude comprender que había algo en el aire; algo que no era difícil de averiguar, especialmente cuando Red Ike se manifestó dispuesto a apostar cinco chelines a que Jim Harrison no tomaría parte en la lucha. Les serví otra botella de ginebra, y me deslicé detrás del postigo por donde pasamos el vino desde la tienda al reservado. Corrí la celosía un poquito, y pude oír cada una de sus palabras con la misma claridad que si hubiera estado entre ellos.
»McCarthy gruñía riñéndolos, porque no podían callar, y Joe Berks aseguraba que volvería a pegarle si no los dejaba hablar. Como Cris le tenía miedo cesó de gruñir, y Berks preguntó si se hallaban dispuestos para la tarea del día siguiente y si el amo les pagaría lo prometido cuando supiera que habían bebido, o no tendría confianza en ellos. Ante tal idea dejaron de beber, y Jussuf el Boxeador preguntó a qué hora era la marcha. Cris repuso que a cualquiera con tal que llegasen a Crawley antes de que se cerraran las puertas del parador de Jorge. —«Poco pagan para emplear la cuerda» —dijo Red Ike. —«¡Qué condenada cuerda!» —exclamó Cris sacando del bolsillo una cachiporra muy pesada—. Si le sostenéis entre los tres y yo le rompo un brazo con esto, habremos ganado bien nuestro dinero y no tendremos que pasar a la sombra más que seis meses.
»—Procurará defenderse luchando con nosotros —dijo Berks, a lo que Cris repuso que sería la última lucha en que podría tomar parte. No oí más, y esta mañana salí de casa oyendo por todas partes que la puja alzaba y que nadie se asustaba de la diferencia. Ya sabéis lo que hay, señor, y comprendéis su sentido mejor de lo que pudiera explicároslo Bill Warr.
—Está bien, Warr —dijo mi tío levantándose—; os agradezco mucho que hayáis venido a decírmelo, y procuraré que no perdáis nada en ello. Creo que es meramente una conversación de rufianes borrachos; pero no por eso habéis dejado de servirme haciendo que lo sepa. ¿Supongo que mañana os veré en Crawley Downs?
—Jackson me ha pedido que sea uno de los que den la señal.
—Perfectamente. Espero que la lucha será buena. Adiós, y muchas gracias.
Mi tío conservó la serenidad mientras Warr estuvo presente; pero apenas se cerró la puerta detrás del cervecero, volvióse a mí con una inquietud que jamás hubiera podido sospechar en él.
—¡Tenemos que ir inmediatamente a Crawley, sobrino! —dijo tocando la campanilla al mismo tiempo—. No hay que perder un momento. Lorimer, que enganchen las yeguas tordas en el coche; colocad en él el estuche de tocador y que lo tenga Guillermo en la puerta lo antes posible.
—Voy a dar prisa yo mismo, señor —dije echando a correr hacia la caballeriza donde estaban los caballos de mi tío. El groom no estaba allí, y envié un mozo en su busca; pero entretanto, auxiliado por uno de los criados de la caballeriza, saqué el carruaje de la cochera y las dos yeguas del establo. Pasó más de media hora antes de que todo estuviera dispuesto; Lorimer esperaba ya en la puerta de casa con las indispensables cestas de viaje, y mi tío a su lado ataviado con su levitón color habana, sin dejar ver en su pálido y tranquilo rostro señal alguna de la impaciencia que seguramente le consumía.
—Os dejamos aquí, Lorimer —dijo al criado—, porque sería difícil encontrar cama para vos. ¡Aprisa, Guillermo! ¡Sube, sobrino! ¡Hola, Warr! ¿Qué novedad ocurre?
El boxeador iba hacia nosotros con toda la prisa que le permitían sus carnes.
—Una palabra antes de que os marchéis, sir Carlos —dijo jadeante—. Acabo de oír en mi establecimiento que los cuatro hombres de que os hablé salieron a la una para Crawley.
—Está bien, Warr —dijo mi tío poniendo el pie en el estribo.
—Las apuestas han llegado ya a diez contra uno.
—¡Dame las riendas, Guillermo!
—¡Una palabra más, señor! Dispensadme la libertad; pero yo que vos, llevaría un par de pistolas.
—Muchas gracias; ya las llevo.
Chasqueó la fusta entre las orejas de la yegua delantera, el groom saltó al suelo y Jeremyn Street quedó atrás; nos pusimos en San James y después en Whitehall, con una velocidad que demostraba tanta impaciencia en las yeguas como en su amo. Cuando pasábamos por el puente de Westminster daban las cuatro y media en el reloj del Parlamento. Vimos brillar el agua debajo de nosotros, y un segundo después nos internamos entre las dos líneas de casas pardas que constituían la avenida por donde habíamos ido antes a Londres. Mi tío sentado, con los labios apretados y la frente arrugada, no habló una palabra hasta que pasamos de Streathan.
—¡Arriesgo mucho, sobrino! —me dijo.
—Y yo también —repuse.
—¡Tú! —exclamó sorprendido.
—Un amigo, tío.
—¡Ah, sí; es verdad: lo había olvidado! Después de todo tienes alguna excentricidad, sobrino. Eres un amigo fiel, cosa bastante rara en nuestro círculo. Sólo he tenido un amigo de mi clase, y ése... ya me has oído contar su historia. Temo que será de noche antes de que lleguemos a Crawley.
—Yo también lo temo, señor.
—Y en ese caso, tal vez llegaremos tarde.
—¡Dios no lo quiera!
—Llevamos el mejor ganado de Inglaterra; pero temo que antes de llegar ya estén llenas de gente las carreteras. ¿Notaste, sobrino, que Warr oyó hablar a esos villanos de un amo que les guardaba la espalda y les pagaba su infamia? ¿No comprendiste que se habían comprometido con alguien para inutilizar a mi hombre? ¿Quién podrá haberlos alquilado? ¿Quién tendrá interés, a no ser...? Sé que sir Lotario Hume está desesperado; sé que ha tenido mala suerte en el juego en los casinos de Watier y de White. También sé que arriesga mucho en esta ocasión, y que ha obrado con tanta precipitación, que ha dado motivo para que sus amigos crean que tiene razones particulares para desear que el resultado le sea favorable. Todo se reúne para... ¡Dios mío, si fuera lo que presumo!
Volvió a quedar silencioso, y pude observar en su rostro la misma expresión de ferocidad que le animaba el día en que él y sir Juan Lade pasaron a escape por la carretera de Godstone.
El Sol desapareció poco a poco detrás de las colinas de Surrey, y las sombras crepusculares fueron extendiéndose por el Oriente; pero el ruido de las ruedas y el resonar de los cascos de los caballos no cesó ni un momento. Un viento fresco azotó nuestro semblante; las hojas tiernecillas de los arbustos que bordeaban el camino caían silenciosamente. El áureo nimbo del Sol acababa de ocultarse por completo entre las encinas de la colina de Reigate, cuando las yeguas se detuvieron jadeantes en el parador de «La Corona», en Redhill. El mesonero, un anciano, boxeador antiguo, corrió a saludar a un corintio tan conocido como sir Carlos Tregellis.
—¿Conocéis a Berks, el boxeador? —preguntó mi tío.
—Sí, sir Carlos.
—¿Ha pasado por aquí?
—Sí, señor: creo que serían las cuatro; aunque, a decir verdad, con tanto gentío y tanto coche, no me atrevería a jurarlo. Iba con Red Ike, Jussuf el judío y otro, y llevaban un buen caballo tirando del coche. Debían de venir muy aprisa, porque el animal iba sudando.
—¡La cosa se pone fea sobrino! —dijo mi tío cuando salimos volando hacia Reigate—. Si iban tan ligeros, debía de ser porque tenían prisa de desempeñar la comisión que los llevaba a Crawley.
—Jim y Belcher valen tanto como ellos cuatro, y habrán sabido defenderse —repuse.
—¡Ah! Si Belcher estaba con él, no temo nada; pero no sabemos qué diablura intentarían. Que le encontremos sano y salvo, y te aseguro que no le perderé de vista un instante hasta que se presente en el anillo. Permaneceremos despiertos, en guardia, con las pistolas preparadas, y Dios quiera que esos villanos sean tan indiscretos que se atrevan a hacer algo. Pero antes de hacer que las apuestas subieran tanto, debían de estar seguros del éxito, y eso es lo que me tiene con cuidado.
—Seguramente, no ganarán nada con esa villanía, porque si perjudican a Jim Harrison, no se verificará el combate y las apuestas quedarán sin efecto.
—Eso ocurriría en una lucha ordinaria, sobrino: y es una suerte que sea así, porque de otro modo, esos bribones que infestan la pista harían imposible tal deporte; pero en ésta es diferente. Las condiciones son tales, que perderé si no presento un hombre que esté dentro de la edad convenida y que pueda vencer a Wilson el Cangrejo. Según recordarás, no he designado todavía a mi favorecido. ¡C’est dommage!; pero así es. Nosotros sabemos quién es, y lo mismo lo saben nuestros contrarios; pero los árbitros y los postores no lo tendrían en cuenta. Si nos quejáramos de que habían inutilizado a Jim Harrison, responderían que no sabían oficialmente que ése era mi hombre. Que haya lucha o no, arriesgo mi dinero, y esos malditos se aprovechan de la ocasión.
Los temores de mi tío suponiendo que hallaríamos interceptados los caminos, no eran infundados, porque apenas pasamos el Reigate vimos una larga fila de vehículos tan heterogénea, que, a mi entender, en un espacio de ocho millas largas no había un caballo que no tuviera la nariz pegada al coche o cabriolé que iba delante. Todos los caminos que iban de Londres, como los procedentes de Guildford a Poniente y de Tunbridge a Levante, contribuían con su contingente de carruajes, calesas y jinetes, llenando la ancha carretera de Brighton de gente que reía, cantaba y gritaba, yendo todos en la misma dirección.
Nadie que contemplase aquel abigarrado conjunto podía negar que, buena o mala, la afición al boxeo no estaba circunscrita a una clase determinada, sino que era una peculiaridad nacional propia de la naturaleza británica, una herencia común, tanto del aristócrata joven que iba en su lujoso carruaje como de los rudos aldeanos que se agrupaban de seis en seis en un carrillo. Allí vi políticos y soldados, nobles y abogados, señores y labriegos, rufianes del East End y hacendados de las provincias; todos recorriendo la ruta con la perspectiva de pasar una mala noche, sólo por presenciar una lucha que podía quedar decidida al primer asalto. Era imposible imaginar un conjunto de gente más alegre y animada, tan divertida como si fuera de baile o romería, riendo y bromeando. A ambos lados del camino, los posaderos y mercaderes de las inmediaciones salían con bandejas llenas de vasos de espumosa cerveza, a fin de refrescar aquellas gargantas secas. El beber, la conversación ruidosa y jovial, la animación de la compañía, las risas que producían las indirectas sobre la noche que les esperaba, el deseo de tener buen sitio para presenciar el combate, cosas son todas que podrían ser tachadas de vulgares y triviales por aquellos a quienes no agradan; pero para mí, que escucho ahora los lejanos o inciertos ecos de un pasado distante, parecen ser los verdaderos huesos donde ha ido modelándose todo lo más sólido y viril de nuestra antigua raza.
Pero ¡ay! que nuestra prisa era inútil. Toda la destreza de mi tío fue impotente para abrirse paso entre la circulante masa. Preciso fue ocupar un puesto en ella y conformarse con ir a paso de caracol desde Reigate a Horley, a Povey Cross y hasta pasado Lowfield Heath, mientras el luminar del día, después de pasar por el crepúsculo, se hundía en las sombras de la noche. En el puente de Kimberham se encendieron todos los faroles de los coches, y como el camino hacía allí una curva, fue un espectáculo admirable presenciar el desfile de aquella ondulante serpiente de escamas de oro arrastrándose en la obscuridad.
Al fin, dibujándose en la penumbra, vimos la informe masa de los grandes olmos de Crawley, y no tardamos en llegar a la ancha calle de la aldea entro los titilantes resplandores de las ventanas, que en ambos lados aparecían iluminados, hallándonos poco después cerca de la hostería de Jorge, resplandeciente de luces por puertas y ventanas, en honor de la noble concurrencia que había de dormir aquella noche dentro de su recinto.