Capítulo XVII

 

Junto a la pista

 

Entre aquella inmensa muchedumbre, yo era uno de los pocos que había observado el sitio de donde saliera aquel sombrero negro tan oportunamente arrojado al aire. Ya he dicho que cuando íbamos por el camino oímos una calesa que subía con mucha prisa por la carretera del Mediodía. Mi tío fijó la atención en ella por un instante; pero la discusión entre sir Lotario Hume y Berkeley Craven sobre el tiempo concedido distrajo su atención y no volvió a pensar en aquel vehículo,
Yo, por mi parte, sorprendido, preocupado con la furia que llevaban en su marcha aquellos viajeros rezagados, continué observándolos, y concebí una vaga esperanza que no quise comunicar a mi tío por temor de aumentar sus contratiempos.
Acababa de ver que dentro de la calesa iban un hombre y una mujer, cuando de repente vi que salían de la carretera y se dirigían a galope tendido hacia la explanada, sin cuidarse de los matorrales que destrozaban a su paso, ni de los saltos que daba la calesa al tropezar en los baches y ondulaciones del terreno. Cuando el hombre detuvo el caballo jadeante y sudoroso, arrojó las riendas a su compañera, saltó del asiento, se internó a toda prisa entre la multitud, y un instante después voló por los aires el sombrero en señal de reto y desafío.
—Supongo, Craven, que no habrá ya prisa para empezar —dijo mi tío con la misma serenidad que si aquel efecto súbito hubiera sido dispuesto por él.
—Una vez que vuestro campeón ha arrojado su sombrero a la pista, podemos tomarnos todo el tiempo que gustéis, sir Carlos.
—Tu amigo ha tenido muy buena ocurrencia, sobrino.
—Si no es Jim —murmuré—, es otro.
—¡Otro! —exclamó mi tío con tal asombro que arqueó las cejas.
—¡Y bien bueno por cierto! —añadió Belcher dándose en el muslo una palmada, que resonó como un pistoletazo—. ¡Que me aspen si no es Jack Harrison en persona!
Mirando a la muchedumbre, vimos la cabeza y hombros de un hombre alto y corpulento que avanzaba hacia la pista cortando aquel mar humano. Al llegar al anillo levantó la cabeza, y nos miró. Iba envuelto en un sobretodo, y llevaba al cuello un pañuelo azul; pero al penetrar en la pista se despojó del abrigo, y pudimos apreciar que iba vestido con el equipo de lucha: pantalón negro, medias color de chocolate y zapatos blancos.
—Siento mucho haber llegado tan tarde, sir Carlos —gritó—. Hubiera venido antes, pero tuve que perder mucho tiempo procurando convencer a mi mujer. Aun así, no pudiendo conseguirlo, la he traído conmigo a fin de acabar de convencerla por el camino.
Mirando a la calesa, vimos, en efecto, a la mujer de Harrison sentada dentro. Sir Carlos hizo señas al herrero a fin de que se acercara a nuestro coche, y, una vez en el estribo, le dijo a media voz:
—¿Qué diablos es lo que os trae aquí, Harrison? Me alegro muchísimo de veros, más que a nadie en el mundo; pero bien sabe Dios que estaba muy lejos de esperaros.
—Pero sabíais al menos que venía —dijo el herrero.
—Os aseguro que no.
—¿No os lo dijo un hombre llamado Cummings, posadero de Friar’s-Oak? El señorito Rodney le conoce muy bien.
—Le vimos en casa de Jorge; pero estaba completamente borracho.
—¡Ocurrió lo que me figuraba! —exclamó Harrison furioso—. Siempre se pone así cuando se excita, y nunca he visto un hombre más frenético que él cuando supo que yo iba a luchar hoy. Trajo una bolsa de soberanos para apostar en mi favor.
—Así consiguió poner las apuestas a la par —dijo mi tío—: parece ser que encontró gentes que siguieran su ejemplo.
—Temía tanto que se embriagara, que le hice prometer que iría a veros apenas llegara y os entregaría una esquela.
—Según tengo entendido, llegó a la hostería a las seis, y yo no volví de Reigate hasta después de las siete. En ese tiempo la bebida le haría olvidar la esquela. Pero ¿dónde está vuestro sobrino Jim, y cómo es que vos sabíais que os necesitábamos aquí?
—Os aseguro, señor, que no es culpa suya lo ocurrido. Por lo que a mí toca, he recibido órdenes para ocupar su lugar del único hombre en el mundo a quien nunca he desobedecido.
—Sí, sir Carlos —añadió la mujer de Harrison, que para este tiempo había bajado de la calesa viniendo hacia nosotros—: aprovechaos ahora de la ocasión, porque jamás podréis disponer de mi marido otra vez, aun cuando lo pidieseis de rodillas.
—Nunca fue aficionada al deporte, ya lo sabéis —dijo el herrero—, y eso la obliga a hablar así.
—¡Deporte! —exclamó la mujer con ira y desprecio—. ¡Ya me lo dirás cuando termine esto!
La pobre mujer se alejó corriendo, y después la vi sentada entre los helechos, de espaldas a la multitud, tapándose las orejas y ocultando la cabeza: sufría una verdadera agonía. En tanto que tenía lugar la escena que acabo de referir, la muchedumbre empezó a agitarse, a causa en parte de la impaciencia que los consumía por aquella dilación, y en parte por la alegría que sintieron ante la inesperada ocasión de ver a un boxeador tan célebre como Harrison. Su identidad trascendió en un momento hasta las últimas filas, y muchos inteligentes y aficionados viejos sacaron la bolsa de mallas de las profundidades de sus bolsillos, y arriesgaron algunas monedas en favor del hombre que representaba la escuela antigua en contra de la moderna. Los jóvenes continuaban aún en favor del desconocido Wilson, y se suscitaron algunas pujas de poca importancia, tanto en favor de uno como de otro, proporcionadas al número de partidarios de ambos en los diversos grupos de la multitud de espectadores.
Sir Lotario se había acercado con mucha prisa al honorable Berkeley Craven, que continuaba cerca de nuestro carruaje.
—¡Pido que se haga una protesta formal contra este procedimiento! —dijo.
—¿Con qué derecho, señor?
—Porque el campeón que se presenta ahora no es el que sir Carlos eligió de antemano.
—No di nombre alguno, como sabéis muy bien —dijo mi tío.
—Las apuestas se han hecho todas en la inteligencia de que el adversarlo de Wilson era el joven Jim Harrison, que en estos momentos se retira, y otro luchador más temible ocupa su lugar.
—Sir Carlos Tregellis está en su derecho —dijo Craven con firmeza—. Aseguró que encontraría un hombre dentro de la edad que se estipulaba en la apuesta, y entiendo que Harrison está dentro de talos condiciones. ¿Tenéis más de treinta y cinco años, Harrison?
—Cuarenta y uno cumpliré el mes que viene, señor.
—Perfectamente. Dispongo que empiece la lucha.
Pero ¡ay! que había una autoridad mayor que la del árbitro y estábamos destinados a pasar por una experiencia que era el preludio, y en ciertas ocasiones hasta la terminación de muchas luchas de otros tiempos. Atravesando el páramo había llegado un caballero vestido de negro, con altas botas de montar, seguido de dos alguaciles. Aquel grupo de jinetes había pasado por la eminencia inmediata, viéndosele unas veces sobre las cumbres y desapareciendo otras en las hondonadas. Algunos observadores miraron con recelo aquel grupo; pero la mayoría no se había dado cuenta siquiera de él hasta que bajó del caballo en un altozano desde el cual podía dominarse el anfiteatro, y con voz estentórea anunció que él representaba al Custos rotulorum de Su Majestad, en el condado de Sussex, y que, habiéndose reunido allí aquella muchedumbre con un propósito ilegal, tenía el encargo de dispersarla, aun cuando tuviera que emplear la fuerza.
Jamás había podido comprender hasta entonces el profundo temor y saludable respeto que habían inspirado en los altivos y turbulentos naturales de estas islas los muchos siglos transcurridos en lucha con las leyes.
Allí había, de un lado, un magistrado con dos alguaciles, y de otro treinta mil hombres enojados y chasqueados, luchadores muchos de ellos y rufianes de la peor especie. Y, sin embargo, aquel hombre era el que hablaba con confianza y seguridad, y la multitud entera la que se inclinaba acatando sus disposiciones, aunque murmuraba como un ser feroz y turbulento que se encuentra frente a frente de un poder contra el cual no valen argumentos ni resistencia. Mi tío, Berkeley Craven, sir Juan Lade y una docena más de caballeros se acercaron al que así interrumpía la fiesta.
—Supongo que traeréis la debida autorización —dijo Craven.
—Sí, señor; traigo una orden escrita.
—En ese caso, tengo legalmente el derecho de inspeccionarla.
El magistrado sacó un documento azul y lo entregó al árbitro: todos los caballeros del grupo que se habían acercado a él, magistrados también en su mayoría, estiraron la cabeza procurando estudiar el documento, a fin de ver si podían hallar en él algo que no estuviera dentro de los términos de la ley. Al fin, Craven lo entregó después de revisarlo, y encogiéndose de hombres añadió:
—Parece que es legal.
—En todas sus partes, señores —dijo el magistrado con afabilidad— y a fin de no haceros perder un tiempo precioso para vosotros, os diré de una vez que tengo el propósito determinado de que por ningún concepto se verifique esa lucha en terreno de mi jurisdicción, os seguiré con objeto de impedirlo aunque tenga que ir detrás de vosotros todo el día.
En mi inexperiencia creí que el asunto terminaría allí; pero ignoraba la previsión de los que disponían tales partidos y la razón de que Crawley Downs fuera uno de los sitios preferidos para las luchas. Hubo un breve consejo entre los principales señores, los patronos, el árbitro y los que debían dar la señal.
—De aquí a Hampshire hay unas siete millas, y dos a Surrey —dijo Jackson.
El famoso señor de la pista vestía en honor de la ocasión una casaca roja bordada de oro, corbata blanca, sombrero de copa con ancha cinta negra, calzones de ante, medias de seda blanca y hebillas de pasta; traje que hacía justicia a la magnífica figura del mejor corredor de Inglaterra y más afamado pugilista. Su larga nariz, sus penetrantes ojos y su arrogante figura hacían de él un jefe digno de aquel Cuerpo turbulento y brutal que le había nombrado general en jefe.
—Si puedo atreverme a aconsejaros —dijo el amable magistrado—, os diría que fueseis al límite de Hampshire, porque en Surrey, sir James Ford tiene la misma aversión que tengo yo a estas reuniones, en tanto que Merridew de Long Hall, que es el magistrado de Hampshire, siente menos escrúpulos.
—Os doy las gracias, caballero —dijo mi tío quitándose cortésmente el sombrero—, y comprendo que no nos queda más recurso que levantar el campo con permiso del árbitro.
Sucedióse una escena muy animada. Tom Owen y su ayudante Fogo soltaron las estacas y cuerdas, llevándolas con el auxilio de otros compañeros a través de la explanada. Wilson el Cangrejo, cubierto con un sobretodo fue en el cabriolé, y el campeón Harrison ocupó en nuestro carruaje el lugar de Craven. La gran multitud se puso en movimiento, y jinetes, carruajes, peatones, todos avanzaron con lentitud sobre aquella quebrada superficie. Los carruajes oscilaron bamboleándose cual barcos agitados por la corriente, y emprendieron la marcha unos tras otros más de cincuenta, tropezando con una porción de obstáculos y saltando sobre ellos. A veces se rompía un eje que caía al suelo hecho pedazos, y la rueda se hundía en un charco pantanoso o entre un matorral. Una carcajada de los más inmediatos saludaba a sus dueños, mientras contemplaban cariacontecidos tamaño desastre. Apenas fueron desapareciendo las sinuosidades del terreno y los matorrales y el césped, apareció todo al mismo nivel; los que iban a pie echaron a correr, los jinetes picaron espuelas, los que iban en coche chasquearon el látigo, y todos a una emprendieron una carrera frenética, vertiginosa a través de la campiña, llevando a vanguardia el cabriolé amarillo y el carruaje encarnado que conducían a ambos campeones.
—¿Qué pensáis de vuestras probabilidades, Harrison? —oí que preguntaba mí tío cuando las dos yeguas emprendieron la carrera sobre el césped.
—Será mi última lucha, sir Carlos —repuso el herrero—. Ya habéis oído a la vieja: dice que sólo me permite luchar hoy, a condición de que jamás volveré a hacerlo; así que procuraré portarme todo lo bien que pueda.
—Pero ¿y los ejercicios preliminares?
—Yo estoy en ejercicio continuo. Desde la mañana a la noche trabajo sin descansar, y jamás bebo cosa alguna que no sea agua. No creo que tengan más éxito las reglas del capitán Barclay.
—Ese no puede compararse con vos.
—Combatí y vencí a los que vivieron en otro tiempo, y si hay que parapetarse, sabré componérmelas y lo tendré a raya.
—Es una lucha de la juventud contra la experiencia, y no retiraría una sola guinea de lo que he arriesgado; pero, eso no obstante, no puedo perdonar a Jim que me haya abandonado, a menos que lo hiciera por fuerza mayor.
—Le obligaba fuerza mayor, sir Carlos.
—¿Le habéis visto?
—No, señor, no le he visto.

 

—¿Sabéis donde está?
—Señor, no puedo responder afirmativa ni negativamente; lo único que puedo deciros es que no ha podido evitarlo. Ahí tenéis a esa ave de mal agüero que viene otra vez hacia acá.
La siniestra figura del magistrado se acercó de nuevo a nuestro coche; pero en esta ocasión su mensaje fue más amistoso.
—Mi jurisdicción termina en esa zanja, señores —dijo—, y creo que no podréis hallar sitio más a propósito para vuestra empresa que esa explanada en pendiente que se extiende más allá de ella. Tengo la seguridad de que ahí no os molestará nadie.
Su ansiedad por que se verificara el encuentro ofrecía tal contraste con el celo desplegado anteriormente para que abandonásemos el sitio que habíamos escogido, que mi tío no pudo menos de llamarle la atención sobro ello.
—No es un magistrado el que debe menospreciar la ley —repuso—; pero si mi colega de Hampshire no tiene escrúpulo alguno de que se verifique el partido dentro de su jurisdicción, me alegraré mucho de ser uno de los espectadores.
Al hablar así espoleó su caballo, y se dirigió a un altozano inmediato, desde el cual podía contemplar perfectamente la lucha.
Entonces presencié una serie de etiquetas y costumbres tan curiosas, tan recientes todavía, que no podemos darnos cuenta exacta de que algún día serán tan interesantes para la historia social como lo eran entonces para los sportmen. Dábase a la contienda carácter de dignidad mediante un rígido ceremonial, a semejanza del que se empleaba en las justas y torneos, donde el encuentro de los caballeros cubiertos de acero iba precedido de un clamoreo de los heraldos agitando escudos blasonados. En aquellos tiempos antiguos, el torneo podría parecer a muchos una prueba sangrienta y brutal; pero para nosotros, que la consideramos desde otro punto de vista amplio y noble, es sólo una preparación, ruda sí, peto también valerosa, que era necesaria, dadas las condiciones de vida en aquella edad de hierro.
Cuando el boxeo sea sólo asunto de historia, como lo son hoy las justas, una filosofía amplia y razonada demostrará que todas las cosas que brotan tan natural y espontáneamente vienen a llevar a cabo una función, y que es menos punible que dos hombres luchen por su propia voluntad hasta que no puedan más, que no que el valor y el sufrimiento corran el riesgo de ser menospreciados en una nación que depende principalmente para su defensa de las cualidades individuales de sus ciudadanos. Suprimid la guerra, si hay ingenio humano que pueda llegar a conseguirlo; pero mientras no podáis llegar a ello, guardaos bien de mezclaros en aquellas cualidades primitivas que puedan seros necesarias cuando menos lo penséis para vuestra propia protección.
Tom Owen y su auxiliar Fogo, que ejercía a la vez de luchador y de poeta, aun cuando, afortunadamente para él, podía emplear los puños con más utilidad que la pluma, arreglaron en un momento la pista según las reglas de la época. Colocábanse cuatro postes de madera blanca pertenecientes a la Sociedad pugilística, con las letras S. P. grabadas en ellos, y de uno a otro pasaban una cuerda, limitando así la pista en un espacio de 24 pies cuadrados, en la cual se colocaban los combatientes y sus padrinos. Fuera de esta cuerda se colocaba otra en igual forma, dejando un espacio intermedio de 8 pies, al cual daban el nombre de anillo, y en él ocupaban sitio preferente los más interesados, tales como el árbitro, el que daba las señales, los dos patronos de los que combatían en el partido, y unos cuantos amigos de éstos, individuos afortunados, entre los cuales, estando en compañía de mi tío, tuve yo la suerte de contarme en aquella ocasión. Una veintena de luchadores tan famosos como mi amigo Bill Warr, Black Richmond, Maddox El Orgullo de Westminster, Tom Belcher, Paddington Jones, Tom Blake, Simonds el rufián, Tyrie el sastre y otros semejantes se situaron también allí en concepto de apaleadores. Vestían el traje de la época y el sombrero de copa blanco usado en aquel tiempo por los elegantes y aficionados a deportes, e iba provisto cada uno de ellos de un látigo con puño de plata en el cual aparecía grabado el monograma S. P. Si alguno que no estuviera invitado para ello penetraba en aquel recinto, ya fuera patricio del West End, ya rufián del East End, aquel Cuerpo de apaleadores se arrojaba sobre él, azotándole hasta que lograba salir del terreno vedado. A pesar de tan enérgicas medidas, los espectadores procuraban invadir por todos los medios aquel recinto; de tal modo, que al terminar el partido los que pegaban solían estar tan cansados como los mismos combatientes. Al empezar formaban una fila de centinelas, pudiendo verse bajo sus blancos sombreros los semblantes característicos de toda una generación de luchadores, desde las frescas mejillas de Tom Belcher, Jones y otros novatos, hasta las mutiladas y deformes facciones de los boxeadores veteranos...
Mientras se procedía a la formación del doble anillo, yo, colocado en un sitio ventajoso, pude oír la conversación que sostenían los espectadores situados detrás de mí.
Las dos primeras filas se habían tendido sobre el césped, las otras dos estaban arrodilladas, y las demás en pie, ocupaban la vertiente de la colina, de tal modo que cada fila podía ver sobre las cabezas de la anterior lo que ocurría delante. Había muchas personas, y precisamente de las que más experiencia tenían, que no auguraban un triunfo para Harrison: al oírlas sentí que mi corazón se despedazaba.
—¡Lo de siempre! —decía uno—. No quieren tener en cuenta que la juventud triunfa por regla general. Sólo lograrán ser prudentes a fuerza de golpes.
—¡Sí, sí! —repuso otro—. Así concluyó Jack Slack en Boughton, y yo mismo vi a Hooper, el hojalatero, despedazando a aquel boxeador que vendía aceite. A todos les ocurro otro tanto, y ahora llega el turno de Harrison.
—¡No lo aseguréis mucho! —dijo un tercero interviniendo—. He visto luchar a Harrison cinco veces lo menos, y jamás le vi perder. Acaba con todo el que se le pone delante: no tengáis la menor duda.
—Acabaría, querréis decir.
—Por mi parte, no tengo motivos para creer que no pueda hacer hoy lo que tantas veces ha hecho; y la prueba es que he arriesgado diez guineas a su favor.
—Pues, por lo que yo he visto de ese jovencito de Gloucester —dijo un hombre grueso que estaba detrás de mí en primera fila—, no creo que Harrison habría podido salir airoso si siendo joven se hubiera encontrado con él. Ayer vine en el coche de Bristol, y el cartero me dijo que allí apostaban mil quinientas libras a favor de nuestro hombre.
—Si ven en sus arcas ese dinero, ya pueden contarse como afortunados —dijo otro—. Harrison no es una señorita delicada sino un valiente hasta la médula de los huesos; y aunque su antagonista fuera tan grandón como Carlton House, no le inspiraría temor alguno.
—¡Callad, callad! —dijo un campesino de las provincias del Oeste—. A los de Bristol y Gloucester sólo pueden vencerlos sus paisanos.
—Sois bastante imprudente hablando así —exclamó una voz más lejana en tono enojado—. En Londres hay, por lo menos, seis hombres que no tendrían inconveniente alguno en comprometerse a pisotear a los doce mejores que hayan salido de esa parte.
Semejantes observaciones habrían dado lugar a alguna reyerta improvisada entre el enojado aldeano y el caballero de Bristol, a no haber puesto término a su altercado una salva de aplausos que saludaba a Wilson, el Cangrejo, que se presentó en la pista seguido de Sam, el Holandés y Mendoza, llevando la palangana, esponjas, toallas y demás distintivos de su oficio.
Apenas entró Wilson en el recinto, se dirigió a uno de los postes, y quitándose de la cintura el pañuelo amarillo, lo ató al extremo superior y allí quedó agitado por la brisa. Tomó después de manos de sus padrinos un manojo de cintas del mismo color, y paseando en torno de la pista, las ofreció a los nobles y corintios que se hallaban cerca, como recuerdo del espectáculo, mediante el estipendio de media guinea por cada una. La llegada de Harrison saltando tranquilamente por las cuerdas como convenía a su edad y categoría, puso término a aquel comercio. La aclamación con que le recibieron fue más entusiasta si cabe que la tributada a Wilson; la admiración entró en ella en gran parte, porque todos habían podido apreciar antes las condiciones físicas del joven, en tanto que las de Harrison fueron una sorpresa.
Yo había podido ver en muchas ocasiones los fuertes brazos y el bien modelado cuello del herrero; pero jamás le había visto desnudo hasta la cintura: ignoraba, por lo tanto, que la maravillosa proporción en el desarrollo de su cuerpo le había hecho ser en su juventud el modelo predilecto de los escultores de Londres. No tenía la piel blanca y lustrosa ni los tendones brillantes que hermoseaban la figura de Wilson; pero en cambio, presentaba una grandeza de músculos desiguales, apretados y mezclados unos con otros .como si las raíces de un árbol secular se dibujaran en su cuerpo. Estando en reposo brillaban al Sol ciertas curvas, proyectando una sombra sobre la piel; pero al moverse, los músculos se marcaban distintamente dejando ver formas admirables. Su piel, tanto en el rostro como en el cuerpo, era algo más dura y tostada que la de su joven antagonista, efecto al cual contribuía mucho el color de sus calzones y medias. Entró en la pista chupando un limón, acompañado de Jem Belcher y Caleb Baldwin el Frutero, y acercándose al poste, ató su pañuelo azul un poco más alto que el de Wilson; después, con el brazo extendido, se dirigió a éste, diciéndole al mismo tiempo:
—Espero que os halléis bien, Wilson.
—Perfectamente; muchas gracias —repuso aquél—. Creo que nos hablaremos en situación muy distinta cuando nos separemos.
—Pero sin abrigar ningún sentimiento rencoroso —dijo el herrero; y los dos luchadores se miraron con un gesto al separarse para ocupar sus respectivos puestos.
—¿Puedo preguntaros, señor árbitro —dijo sir Lotario Hume—, si se han pesado esos hombres?
—Precisamente se ha llevado a efecto esa operación en mi presencia hace unos momentos —repuso Craven—. Vuestro campeón hizo bajar la balanza a trece stones con tres, y Harrison, a trece con ocho.
—A juzgar por su cuerpo, podríamos creer que pesa quince stones —observó Sam el Holandés.
—Ya nos dará algo antes de terminar.
—Y tanto como os dará; mucho más de lo que podéis creer —repuso Jem Belcher.
La concurrencia rompió en carcajadas al oír esta agudeza.