Capítulo II

 

El duende de Cliffe Royal

 

Basta por ahora del campeón Harrison. Deseo referir algo más sobre Jim, no sólo porque fue el camarada de mi juventud, sino porque según avancéis en la lectura de este libro hallaréis que en él refiero su historia más que la mía, y que llegó un tiempo en que su nombre y su fama fueron tema de conversación para todos los ingleses. Permitidme, pues, que os diga algo de su carácter y personalidad tal como era en aquellos días, refiriendo muy especialmente una singular aventura que ninguno de ambos hemos olvidado.
Jim, visto al lado de sus tíos, formaba extraño contraste con ellos; parecía ser de otra raza y de condición muy distinta. Muchas veces los observé entrando en la iglesia: primero, aquel hombre cuadrado, de facciones vigorosas; después, la mujer, pequeña, cansada, llena de ansiedad, y detrás aquel hermoso muchacho con su dulce semblante, sus negros rizos y un paso tan delicado y ligero como si el lazo que le unía a la Tierra fuera mucho más vaporoso que el de los pesados pies de los aldeanos que lo rodeaban.
No había alcanzado todavía su estatura completa, pero ningún juez de hombres (y cada mujer es uno) podía mirar sus anchos hombros, su esbelto talle y su altiva cabeza colocada sobre su cuello como un águila airosa y erguida, sin sentir ese gozo que nos produce todo lo que en la Naturaleza es bello; una alegría íntima que apenas discernimos, pero que sentimos hondamente.
Generalmente siempre relacionamos en el hombre la hermosura con la delicadeza. No sé por qué ha de ser así, y desde luego puedo asegurar que Jim no inspiraba esta idea. De cuantos hombres he conocido, ninguno ha sido más duro que él de cabeza y de cuerpo. Entre nosotros no había quien pudiera rivalizar con él paseando, corriendo ni nadando.
¿Quién sino Jim podía haber subido a la escarpadura de Wolstonbury y encaramarse a una altura de cien pies perseguido por un ave de presa que le azotaba las orejas con sus alas, intentando inútilmente alejarlo de su nido? No tenía más que diez y seis años cuando luchó con Gipsy Lee, de Burgess Hill, que se llamaba a sí mismo «el gallo de Down del Sur», y salió victorioso. Después de este suceso fue cuando el campeón Harrison decidió adiestrarle en el boxeo.
—Desearía que nunca te ocurriera repartir puñetazos, hijo mío —le dijo—; pero si tienes que hacerlo no será culpa mía que no puedas sostener muy alto tu pabellón en todo este territorio.
Y no pasó mucho tiempo, por cierto, antes de que hiciera honor a su promesa.
He dicho antes que Jim no era aficionado a los libros; pero debe entenderse que me refiero a los libros de estudio, pues si se trataba de novelas o de algo en que hubiera asomos de aventuras o de lances galantes no había medio de que lo dejara hasta terminarlo por completo.
Cuando caía en sus manos un libro así, Friar’s-Oak y la herrería se convertían para él en un sueño, y la verdadera vida consistía en atravesar el Océano o salvar bosques y penetrar en amplios continentes con sus héroes. En su entusiasmo me arrastraba de tal manera, que me consideré muy honrado actuando de Domingo cuando él se proclamó Robinsón, diciendo que el grupo de árboles de Clayton era una isla desierta, y que pasaríamos en ella una semana. Cuando supe que habíamos de dormir allí todas las noches sin colchones ni mantas, y que nuestra comida consistiría en cordero de los Downs (él decía que eran cabras montaraces) cocido en un fuego que deberíamos producir frotando dos astillas una con otra, me desanimé tanto que la primera noche me escapé y volví a casa de mi madre. Jim pasó en aquel sitio toda la semana, y por cierto que no cesó de llover. Una vez terminada volvió, mucho más sucio y desarrapado de lo que pintan a su héroe en las narraciones que de él tratan y en las láminas de los libros. Menos mal que sólo prometió estar allí una semana, porque si hubiera sido un mes, habría muerto de hambre y de frío antes que su orgullo le permitiera volver a casa.
¡Su orgullo! He ahí la nota más interesante del carácter de Jim. Yo lo considero cualidad mixta, mitad virtud, mitad vicio: virtud, en cuanto sostiene al hombre lejos de la bajeza y la degradación; vicio, haciendo que le sea duro levantarse una vez caído. Jim era orgulloso hasta la médula de los huesos.
¿Recordáis la guinea que el joven lord le arrojara desde el pescante del coche? Dos días después alguien la recogió entre el barro de la carretera. Jim era el único que la vio caer, y no se dignó siquiera señalarla a un mendigo ni dar explicación alguna del caso, y respondió a las preguntas que le hicieron con un gesto de sus labios y una mirada relampagueante de sus obscuros ojos. Estando en la escuela, ya era así, y tenía tanta conciencia de su propia dignidad, que obligaba a los demás a pensar en la suya. Ya podía decir, como lo dijo muchas veces, que un ángulo recto era un género particular de ángulos, y que Panamá estaba en Sicilia: Josué Allen se hallaba tan lejos de castigarle como de perdonarme a mí si hubiese dicho otro tanto; y así ocurrió que, aun cuando Jim era hijo de nadie y yo lo era de un oficial del rey, siempre consideré una condescendencia de su parte el que me hubiera escogido como amigo.
El orgullo de Jim fue causa de una aventura que todavía me hace temblar cuando pienso en ella.
Ocurrió en Agosto del 1799, o tal vez en los primeros días de Septiembre. Yo tenía a la sazón trece años, y asistía todavía a la escuela; Jim, cerca ya de los diez y seis, había dejado de ir. Era sábado; teníamos vacación por la tarde, y fuimos, como solíamos hacer generalmente, a dar un paseo por los Downs, a nuestro sitio favorito, un poco más allá de Wolstonbury, donde podíamos tendernos sobre el mullido césped entre las rollizas ovejas de Down del Sur, y charlar con los pastores que se detenían al pasar apoyándose en sus originales cayados de Pyecombe, hechos en tiempos en que sólo de Sussex salía más hierro que de todos los condados de Inglaterra juntos.
Allí fue donde nos dirigimos aquella tarde, viendo a la izquierda los bosques de Down del Norte prolongándose en amplios y extensos olivares, dejando ver de vez en cuando la blanquísima grieta de una cantera de greda, y a la izquierda, la ancha faja azul del canal. Aquel día recuerdo que vimos llegar una flota; primero, los mercantes que avanzaban con timidez, detrás, las fragatas, que como perros bien amaestrados se mantenían en los flancos, y detrás, dos filas apretadas de barcos de guerra rodeándolos a todos. Mi fantasía volaba sobre las aguas queriendo llegar hasta mi padre, cuando una frase de Jim la hizo volver a tierra y caer sobre el césped cual ave cuyas alas se hubieran roto.
—Rodney —exclamó—. ¿has oído decir que hay duendes en Cliffe Royal?
—¡No he de haberlo oído! ¿Hay alguien en toda la región de los Downs que no haya oído hablar del duende de Cliffe Royal?
—¿Y sabes la historia de todo ello?
—Debo saberla —repuse yo con cierto orgullo—: considerando que sir Carlos Tregellis, el mejor amigo de lord Avon, es hermano de mi madre, y que el suceso tuvo lugar cuando se habían reunido para jugar a las cartas, es natural que lo sepa. Oí que mi madre y el rector hablaban del caso hace una semana, y lo vi todo tan claro como si hubiera estado presente cuando ocurrió el asesinato.
—Es una historia muy extraña —dijo Jim pensativo—; pero cuando pedí a mi tía que me la contara no me respondió siquiera, y por lo que toca a mi tío me mandó callar apenas hice mención de ello.
—Tienen buenas razones para hacerlo así —repuse—, porque, según he oído decir, lord Avon era buen amigo de tu tío, y es natural que no desee hablar de su desdicha.
—Cuéntamelo tú, Rodney.
—Es una historia antigua —dije—. El caso ocurrió hace catorce años; pero todavía no han logrado aclararlo. Cuatro caballeros vinieron de Londres con objeto de pasar unos días en la casa solariega de lord Avon: él, su hermano menor, el capitán Barrington, su primo sir Lotario Hume y mi tío sir Carlos Tregellis. Esa gente grande juega siempre exponiendo su dinero, y jugaron, jugaron por espacio de dos días y una noche. Lord Avon perdió, perdieron también Sir Lotario y mi tío, ganándolo todo el capitán Barrington, de tal modo que ya no podía ganar más. No sólo ganó el dinero de su hermano mayor, sino también papeles que representaban mucho para éste. Terminaron de jugar un lunes por la noche a hora bastante avanzada, y el martes por la mañana hallaron al capitán Barrington muerto junto a su lecho, con una herida en el cuello.
—¿Y fue lord Avon quien lo mató?
—Sus papeles se hallaron quemados en la chimenea, la mano del muerto apretaba entre sus crispados dedos uno de los puños de su camisa, y en el suelo, al lado del cadáver, se encontró un puñal.
—¿Le ahorcarían, en ese caso?
—No anduvieron muy listos en echarle mano, y él por su parte esperó hasta que, oyendo que le consideraban autor del crimen, huyó, y nadie ha vuelto a saber nada de él, si bien hay quien afirma que está en América.
—¿Y ese duende se pasea?
—Hay muchos que le han visto andar.
—¿Por qué continúa vacía la casa?
—Porque está en manos de la justicia. Lord Avon no tenía hijos, y sir Lotario Hume, el mismo que estaba con ellos aquella noche, es su sobrino y único heredero; pero no puede entrar en posesión de los bienes mientras no se pruebe que su tío ha muerto realmente.
Jim guardó silencio por algún tiempo, entreteniéndose en arrancar las hierbecillas que estaban a su alcance.
—Rodney —dijo al fin—, ¿quieres que vayamos esta noche y tratemos de encontrar al duende?
La sola idea de tal aventura me hizo temblar de frío.
—Mi madre no me dejará —repuse.
—Escápate cuando esté acostada; yo te esperaré en la herrería.
—Pero Cliffe Royal está cerrado.
—Yo abriré una ventana con mucha facilidad.
—¡Tengo miedo, Jim!
—No debes tenerlo estando conmigo, Rodney. Te prometo que el duende no te molestará lo más mínimo.
Al fin consiguió que le diera palabra de ir, y durante el resto del día fui el muchacho más pacífico y tristón de todo Sussex. Con Jim, la cosa variaba: su orgullo le llevaba allí, sabiendo que no había nadie en aquellos contornos que se atreviera a hacer otro tanto; pero yo no sentía tal ambición, pensaba como todo el mundo, y jamás había acudido a mi mente la idea de pasar la noche en la casa solariega de Cliffe Royal, habitada a la sazón por los duendes. No podía, sin embargo, faltar a la palabra que acababa de dar a Jim, y pasé el día, como he dicho, tan mustio y cabizbajo, que mi madre dio por seguro que había comido manzanas verdes, y me envió a la cama muy tempranito dándome por toda cena una gran taza de manzanilla.
Los habitantes de Inglaterra se acostaban pronto en aquel tiempo, pues pocos eran los que podían soportar el gasto de las bujías. Cuando abrí la ventana de mi cuarto después de las diez, no había una luz en toda la aldea, excepto la que lucía en el parador. Como mi habitación estaba en piso bajo, a pocos pies del suelo, me apoyé en el alféizar y salté fuera. En seguida encontré a Jim, que me esperaba en la puerta de la herrería, y juntos recorrimos los prados comarcanos, no encontrando en el camino más que dos oficiales de carabineros, jinetes en sendos caballos.
Soplaba un vientecillo fresco, la Luna se dejaba ver de vez en cuando por entre compactos grupos de nubes, y nuestro camino, iluminado en ciertos momentos por sus argentinos rayos, quedaba en otras tan obscuro, que tropezábamos con las zarzas y matorrales que lo bordeaban. Al fin llegamos a la gran puerta de hierro con sus altos pilares de piedra, que daba al camino, y atisbando por entre la tupida verja vimos la prolongada avenida de robles formando un túnel, en cuyo extremo, a la pálida luz de la Luna, se veía brillar la fachada de la casa.
Para mí habría bastado aquella ojeada al edificio y oír los lúgubres gemidos del viento que suspiraba entre los arboles; pero Jim abrió la puerta de par en par, y ambos penetramos en la avenida, sintiendo crujir la arena bajo nuestros pies. El antiguo edificio se elevaba airoso entre los reflejos de la Luna que resbalaban en los cristales de sus innumerables ventanitas, rodeado por una faja de agua que bañaba tres de sus fachadas. En la cuarta, frente a nosotros, había una puerta que remataba en arco apuntado, y en uno de los lados vimos una ventana entreabierta.
—Estamos de suerte, Rodney —murmuró Jim—; podemos entrar por aquella ventana.
—¿No te parece que hemos hecho ya bastante con venir hasta aquí? —pregunté a Jim castañeteando los dientes.
—Súbete encima de mí, y entra primero —me dijo por toda respuesta.
—¡No, no; lo que es yo no entro solo!
—En ese caso, saltaré yo —dijo; y agarrándose al alféizar, se colocó de rodillas y dio un salto—. ¡Dame la mano, Rodney! —añadió; y tirando de mí con un vigoroso impulso, me subió al alféizar, y un momento después ambos penetramos en la casa encantada.
¡Qué sensación de vacío experimentamos al pisar aquel pavimento! Resonaron de tal modo nuestros pasos, que ambos enmudecimos, hasta que Jim rompió el silencio con una carcajada, exclamando después:
—¡Pues no está hecho mal tambor esto caserón viejo! Haremos luz, y veremos lo que es esto, Rodney,
Llevaba de propósito un eslabón y una bujía. Apenas la encendió, pudimos observar que nos hallábamos en una habitación de techo abovedado, con ancha estantería todo alrededor, llena de empolvada vajilla. Era la despensa.
—Voy a enseñarte la casa —dijo Jim con alegría abriendo la puerta y tomando el camino que conducía al comedor. Recuerdo perfectamente aquellas paredes altas, ensambladas con adornos formados por cabecitas de ciervo, y un busto blanco colocado en uno de los ángulos, que me produjo una impresión tan fuerte, que hubiera podido ahogárseme con un cabello. En aquella estancia había muchas puertas. Entrando por ellas, vagamos de una en otra habitación, las cocinas, la bodega y el salón, impregnadas todas de aquel ambiente mohoso y polvoriento.
—Aquí es donde jugaron a las cartas, Jim —dije con acento apagado—; en aquella misma mesa.
—Y allí están las cartas —agregó mi amigo quitando un paño obscuro que cubría el aparador, y dejando ver un montón de cartas, cuarenta barajas por lo menos, según me pareció entonces y que permanecían allí desde que tuvo lugar aquella trágica partida, antes de que yo naciera.
—¿Adonde conducirá esta escalera? —murmuro Jim cuando salimos al vestíbulo.
—¡No subas! —grité cogiéndole de un brazo—. Indudablemente, va a la habitación donde se cometió el asesinato.
—¿En qué te fundas para decir eso?
—El rector dijo que habían visto en el techo... ¡Jim, tú también puedes verlo ahora mismo!
Levantó en alto la bujía, y sobre el blanco yeso del techo vimos una mancha grande muy obscura.
—Creo que tienes razón —dijo mi amigo—; pero de todos modos, voy a subir.
—¡No, Jim; por Dios, no subas! —volví a exclamar.
—¡Calla Rodney! Tú puedes quedarte aquí, si tanto miedo tienes, no tardaré un minuto en bajar. De nada nos serviría venir para ver al duende si... ¡Gran Dios! ¡Algo suena en la escalera!

 

Yo lo habla oído también. Primero sentí pasos desiguales en la habitación que estaba sobre el vestíbulo; después crujió un escalón; luego, otro y otro... El semblante de Jim parecía una marfileña escultura con la boca entreabierta y los ojos fijos en la obscura abertura que daba acceso a la escalera. No había soltado la bujía; pero sus dedos temblaban de tal modo, que el reflejo oscilaba, y las sombras envolvían ya las paredes, ya el techo, según el movimiento de sus manos. De mí sólo diré que me flaquearon tanto las rodillas, que me encontré en el suelo, agachado detrás de Jim, queriendo gritar y sin poder articular un sonido. Los silenciosos pasos aún continuaban haciendo crujir los peldaños de la escalera.
No atreviéndome a mirar, y sin poder apartar los ojos de la pared donde empezaba la escalera, vi destacarse en la penumbra la figura de una persona, y en el profundo silencio de la estancia oí latir mi corazón que saltaba violentamente en mi pecho. Miré una vez más, la sombra había desaparecido y se percibía otra vez el tenue crujir de los peldaños. Jim echó a correr detrás de aquella figura, y yo quedé medio desmayado, sin más luz que el reflejo de la Luna.
Pero no estuve mucho tiempo solo. Jim bajó al instante, me cogió de un brazo y me sacó de la casa, guardando silencio hasta que nos hallamos otra vez en el jardín.
—¿Puedes tenerte en pie, Rodney? —me dijo entonces.
—Sí; pero estoy muy tembloroso.
—A mí me ocurre otro tanto —replicó mi amigo pasándose la mano por la frente—. Perdóname, Rodney: fui un necio haciéndote venir conmigo; pero no creía en semejantes duendes. Ahora es otra cosa.
—¿No puede haber sido un hombre, Jim? —pregunté recobrando el valor al sentir que ladraban los perros de los cortijos inmediatos.
—No, Rodney; era un espíritu.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque le seguí, y vi que se desvanecía penetrando por un muro con la misma facilidad que una anguila se escurre por la arena. ¿Qué es eso, Rodney; qué te para ahora?
Volvía a sentir miedo, y mis nervios se crispaban de horror. .
—¡Vámonos, Jim; vámonos! —grité, queriendo penetrar con los ojos en los árboles de la avenida, y observando que entre la penumbra de los robles se movía algo que se dirigía hacia nosotros.
—¡Quieto, Rodney; quieto! —murmuró Jim, que había visto tanto como yo—. Te aseguro que, sea lo que sea, esta vez no lo dejaré escapar.
Nos agachamos y permanecimos tan inmóviles como los troncos que quedaban detrás. A poco se sintieron pasos pesados rechinando sobre la arena, y una forma corpulenta apareció en la obscuridad delante de nosotros.
—¡Lo que es vos, no sois un espíritu! —exclamó Jim lanzándose sobre ella como un tigre.
El hombre, (pues hombre era), lanzó una exclamación de sorpresa, y después, un grito de coraje.
—¡Quién diablos...! —rugió, añadiendo después—: ¡Si no me sueltas, te abro la cabeza!
La amenaza tal vez no habría conseguido que Jim soltara su presa; pero lo consiguió la voz.
—¿Sois vos, tío? —preguntó mi amigo.
—¡Vamos! ¡Que me ahorquen ahora mismo si no es mi sobrino Jim! Pero ¿qué es esto? ¡Como soy un mortal pecador que ese otro es Rodney Stone! ¿Qué diablos venís a hacer los dos en Cliffe Royal a estas horas de la noche?
Anduvimos todos unos pasos, penetramos en el espacio iluminado por la luz de la Luna, y vimos al campeón Harrison con un gran envoltorio debajo del brazo y una expresión tal de asombro pintada en su rostro, que, a no estar dominado todavía por el terror, me hubiera reído, seguramente.
—Hemos venido a explorar —dijo Jim.
—¿Explorar vosotros? No creo que ninguno de los dos haya nacido para ser un capitán Cook, porque jamás he visto dos caras más pálidas por el miedo. Tú, Jim, ¿de qué te asustas?
—No estoy asustado, tío: ya sabéis que no soy propenso al miedo; pero jamás había visto un espíritu, y...
—¿Espíritus?
—He estado en Cliffe Royal, y hemos visto al fantasma.
El campeón dio un silbido.
—¡Ya! —murmuró—. ¡Eso es otra cosa! ¿Y no le hablaste?
—Se desvaneció sin darme tiempo para ello.
Harrison volvió a silbar.
—He oído decir que hay algo de eso allá arriba —dijo—; pero es un asunto en el cual desearía que no te mezclaras. Bastante nos molesta la gente de este mundo, Jim, para que aún queramos habérnoslas con la del otro. Y por lo que toca al señorito Rodney, si su buena madre pudiera verlo en esto momento, ten por seguro que no lo dejaría volver a la herrería. Idos despacito, que yo os alcanzaré antes de que lleguéis a Friar’s-Oak, y os acompañaré después.
Media milla o cosa así llevaríamos recorrida cuando nos alcanzó el campeón, y no pude menos de observar que no llevaba el envoltorio que antes mencioné. Cerca ya de la herrería, Jim hizo la pregunta que a la sazón preocupaba mi mente:
—¿A qué ibais a Cliffe Royal, tío?
—Cuando un hombre avanza en edad —repuso el campeón— tiene sobre sí deberes que no podríais comprender ahora: si llegáis a los cuarenta años, veréis que es verdad lo que os digo.
Nada más pudimos saber; pero joven, como yo era, había oído hablar ya de contrabando y de paquetes llevados de noche a lugares solitarios; así que desde entonces, cuando oía decir que los guardacostas habían cogido a alguien, no me sentía tranquilo hasta que volvía a ver el sonriente rostro del campeón Harrison en la puerta de la herrería.