Prólogo
Las plantillas del cuerpo de Policía, eran renovadas con gran frecuencia en los distritos de Chicago, en la tormentosa década que se inició el año 1925.
El mayor porcentaje de bajas, eran definitivas, y pasaban a hacer más tupidas las páginas del libro de «fallecidos en acto de servicio».
Las demás bajas, con relevo, se debían al fundamentado récelo de que fueran víctimas voluntarias del soborno.
Era el imperio del gangsterismo en todo su cínico esplendor, con su cortejo de venales politicastros, industriales dóciles, y ciudadanos aterrorizados.
También se renovaban con frecuencia las bandas de pistoleros, que casi superaban en organización a la propia policía, y que como ellos, se repartían el dominio de parcelas de distritos.
Pocos eran los policías que duraban largo tiempo en su empleo, de no gozar de la secreta protección de un importante jefe de banda.
Ésta era la razón por la que corrían rumores contradictorios acerca del joven inspector Gerald Masters. Algunos, muy confidencialmente, afirmaban que Masters, en apariencia ínclito, honorable y de implacable temeridad, era en realidad un «protegido» del famoso Kirk Miller, «Dalias».
Se quedaron bastante asombrados los que así opinaban, cuando la prensa publicó que en la penitenciaría de Marion, sería ejecutado James Donlevy, el jueves, a las cinco de la madrugada, en presencia reglamentaria del alcaide y dos funcionarios del Estado, uno de ellos, el inspector Gerald Masters, que personalmente había capturado al peligroso lugarteniente de Kirk Miller, «Dalias».
Un periódico se extendía en elogios del más joven inspector de la policía metropolitana, y sin proponérselo, el redactor, seguramente pensando en Kirk Miller, «Dalias», al tributar toda clase de alabanzas a Gerald Masters, empleaba un estilo vagamente elegiaco, casi más apropiado para la esquela, o el panegírico póstumo.
El jueves, a las cinco menos cuarto de la madrugada, el alcaide de la penitenciaría de Marion, fue a despertar a James Donlevy.
Amodorrado por la copiosa cena y la última botella de coñac, James Donlevy tardó en darse cuenta de la próxima realidad. Dominó un temblor, y escoltado por dos guardianes, pasó a la sala, que en jerga de maleantes, era llamada «instituto de belleza».
En ella, un hombre vestido como otro cualquier guardián, pero en cuya gorra, en vez de galón, había un círculo negro, procedió a afeitar la pierna izquierda de James Donlevy, desde la parte inferior de la rótula hasta media pantorrilla.
Era el lugar donde debía ajustar perfectamente uno de los electrodos de la silla.
James Donlevy aceptó el cigarrillo que le ofrecía el alcaide. Quería dar ejemplo de serena valentía.
El verdugo, pasó la maquinilla peluquera por la nuca del que, sentado, manifestó:
—Un sucio oficio el tuyo, verdugo.
—Es un funcionario más, Donlevy, como yo mismo.
James Donlevy volvió a estremecerse porque acababa de ver al extremo del pasillo, cerca de la puerta de acceso a la sala de ejecución, al joven inspector Gerald Masters.
—Otro funcionario, más, ¿no, alcaide? Vaya… Casi comprendo a este rapador de pelos, pero aquel cochino cobarde, ¿qué pinta aquí?
—El inspector Masters ha sido designado de turno.
—Quisiera yo decirle unas cuantas palabras.
La voz de Donlevy resonaba amplificada en el recinto, donde el metal predominaba. El inspector Masters avanzó. Su rostro de líneas afiladas, plasmaba siempre una severidad no fingida.
—Hola, inspector Gerry —murmuró, temblorosa, la voz de Donlevy. Y de pronto, saltando en pie, escupió.
El verdugo y el alcaide, lograron asirle a tiempo, forzándole de nuevo a sentarse. El alcaide aconsejó:
—Trata de portarte como un hombre, Donlevy. No me obligues a que te esposen.
Gerald Masters, lentamente, fué pasándose un pañuelo por la cara. Retenido en su asiento, dejó de forcejear Donlevy. Gruñó:
—Me consuela pensar que no vas a durar mucho, Gerry Masters. Ya se encargarán de asarte a tiros, cuervo. Te alegra verme en la pepitoria, ¿eh? Pues a mí me alegra saber que eres un cadáver en pie, y que hueles ya a muerto. El mismo verdugo tiene perdón, porque ni me conoce, pero tú bebiste conmigo, jugaste al póker conmigo…
Tajante, desagradable, la voz del inspector Masters resonó tan metálica como el decorado.
—Y repetidamente te advertí que no descansaría hasta llevarte a la eléctrica. No es hora de reproches, sino de afrontar como hombre tu lógico final. Me has escupido en la cara, Donlevy, pero también la sociedad te escupe…
—Inspector Masters, por favor —intervino secamente el alcaide—. Este hombre ya ha sido juzgado.
Gerald Masters volvió la espalda. El alcaide miró la esfera que señalaba las cinco menos dos. Tocó en el hombro a Donlevy.
—Vamos, muchacho.
El ejecutor asió por un codo al sentenciado. Al término del pasillo y mientras un guardián abría la puerta, James Donlevy perdió ya el control de sus nervios.
Su boca derramó un torrente de obscenas injurias. Impasible, Gerald Masters le miraba fijamente.
El ejecutor precisó de dos ayudantes para ajustar el casquete y electrodos.
El reloj marcaba las cinco y un minuto, cuando hubo un descenso en el voltaje…
El alcaide pronunció la frase ritual, y acompañó hasta el rastrillo exterior a Gerald Masters. No pudo impedirse de advertir:
—Aunque sé que usted no es imprudente, desconfíe de Miller, inspector. Quería mucho a, Donlevy.
—Siga usted bien —se limitó a decir Masters.
Y a larga zancada, alzando el cuello de su abrigo, se alejó hacia el aparcamiento donde le esperaba el coche oficial.
Poco después, descendía ante su domicilio particular. Una, planta baja, casi subterránea. Dos habitaciones y un cuarto de baño. Le traían las comidas del restaurante vecino.
Bajó los peldaños, y con su llavín abrió. Quedaba su cabeza a ras de la acera.
No encendió la luz del vestíbulo-comedor, sino que se encaminó directamente a su alcoba.
Aplicaba la mano en el interruptor, cuando sintió contra su espalda la presión de un objeto duro, fácilmente identificable, como lo era también la voz agradable, rica en matices, que saludó:
—Hola, Gerry. Es preferible tomar las medidas oportunas contigo.
Gerald Masters encendió, y quitándose el sombrero lo tiró sobre la cama. No miró hacia atrás, ni levantó los brazos.
—No hagas tonterías, Miller. Dile a éstos, que si me tocan un solo pelo vamos a terminar todos mal.
—Tengo que hablar contigo, Gerry, y es preferible te quites las prendas superfluas. Tu abrigo, tu americana, y el cinturón, con su complemento.
Caminó Masters hacia la cama. Tras él, dos hombres, ceñudos, rencorosos… pistola en mano. Y cerrando la puerta de la alcoba, se adosó en ella, un risueño individuo, de rubio cabello ondulado, hoyuelo en el enérgico mentón, y sonrientes ojos azules.
Kirk Miller debía su apodo a una extraña costumbre. Se decía que llevaba en el interior de su americana, una dalia artificial, que colocaba sobre el cuerpo que él mismo acribillaba.
Gerald Masters, dando media vuelta, se quitó el abrigo. Los dos pistoleros, atendiendo a una señal de Miller, se colocaron uno a cada lado de la alcoba.
—Esto es estúpido, Miller. Te cogerán apenas me quede tieso…
—Esto es lo que he venido a discutir contigo, Gerry —replicó amablemente Miller. Tenía la diestra abultando el bolsillo exterior de su bien cortada americana azul—. Estos dos chicos están enfadados, muy enfadados. Apreciaban mucho a Jimmy, y hasta el último instante, creyeron que no lo ejecutarían.
Gerald Masters se quitó la americana. La colgó, como había hecho con el abrigo, en la percha, se sentó en el borde de la cama.
Su pantalón se sostenía con doble apoyo. Unos tirantes, y un cinturón. La correa del cinturón pasaba por el ojal de una funda, de la que sobresalía, cerca de la cadera, la culata negra de una automática «Smith».
—Yo le advertí a Donlevy que no fuera a visitar a Mac Cormick. Lo hizo. Liquidó a Mac Cormick, y en el tiroteo entre ellos dos, murió la mujer de la guardarropía del «Stars». Yo llegué dos minutos tarde para Mac Cormick y la empleada del guardarropía, pero a tiempo para atrapar a Donlevy cuando saltaba por la ventana de los lavabos. ¿Qué creías que debía hacer? ¿Felicitarle? Acabo de verle morir. Me ha escupido en la cara, y me ha maldecido. ¿Por qué?
Kirk Miller, brillantes los ojos, miró alternativamente a sus dos pistoleros. Anunció:
—Ojito con lo que hacemos. Aquí no mueve un dedo nadie, hasta que yo no lo quiera. Estamos hablando el inspector Gerry y yo, no lo olvidéis. Soy joven, Gerry, pero bastante desilusionado. Te cogí afecto, porque te creía un amigo mío. Aceptaba tus consejos, y por nada del mundo hubiera deseado que me cogieras con las manos en la masa. Hasta llegué a coger por mi cuenta a Rinaldi, y en plan amistoso, acompañado por mis chicos, le insinué que si te encontraban tieso en una esquina, él y su orquesta, deberían buscar un hoyo, o volver a su tierra natal. Y… esta madrugada, hace apenas media hora, Jimmy se ha quemado, no porque el verdugo haya bajado la palanca, sino porque tú, cochinamente, lo atrapaste.
—Hace bastante tiempo que sabía él, como sabes tú, que pertenezco a la policía. Yo no me metí en vuestro bar dándomelas de otra cosa. Y cada vez que quisiste pagarme la cena o una copa, no acepté. Cuando me enviaste una caja de cigarros, el mismo que me la traía, este sucio abogadillo de Linkers, se la volvió a llevar, y también llevaba en el fondillo de los pantalones la marca de mi suela. Yo no pretendo ser juez, pero sí quiero hacer honor a lo que juré.
—Hasta hoy no te han relevado, porque yo no quise, Gerry. Y muy posiblemente sigues vivo, porque había algunos buenos mozos, que teniéndote muchas ganas, se las aguantaban. Ellos sabían que si tú caías, yo les pediría cuentas. Y como agradecimiento, esta madrugada has hecho quemar a Jimmy.
—Ignoraba que me protegieras, Miller. Yo no te pago cuota. Tengo sueño, y quiero darte mi último consejo. Si uno de estos bestias aprieta el gatillo, aparte de que yo no soy manco, el que quede para contarlo, irá a hacerle compañía a Donlevy. Vete, Miller… y no nos confundamos. Si pisas en falso, haré contigo lo que hice con Donlevy.
Kirk Miller, con la mano izquierda, desabrochó su americana, apartando la solapa. En el forro gris, destacó la blancura de una dalia artificial.
—Hay muchos de tus colegas que darían un año de paga para cogerme con este adorno. Pero sólo lo llevo cuando voy a matar…
Con las dos manos hacia atrás, como reclinándose en la blandura de la cama, una de ellas próxima al sombrero que había arrojado sobre el embozo al entrar, dijo ásperamente Masters:
—Comprendo que estés un poco alterado, ya que Donlevy era tu amigo. Pero en tu propio interés, cuidado con lo que vas a hacer, Miller. No te salvarían ni cien Linkers de la silla, si me encuentran tieso, en la misma madrugada que ha muerto Donlevy. Olvidaré que habéis entrado en plan amenazador.
—¿Oís? El inspector Gerry nos perdona la vida. Siempre dije que eras valiente, pero no te creí tan seguro de ti mismo. No sería yo quien soy, si dejara sin vengar la muerte de Jimmy.
—Pídele cuentas a quien debes… Al que legisló que los asesinos deben pagar lo que realizan contra la sociedad.
—Jimmy tenía esposa y una hija, inspector.
—También Mac Cormick tendría familia, y la empleada del «Stars». No acudas a falsos sentimentalismos, Miller.
—Vosotros, saliendo —silabeó, encorvado, Miller.
Los dos pistoleros retrocedieron, con la vista alerta. Pero Gerald Masters seguía reclinado hacia atrás. Su diestra rozaba el ala negra de su fieltro.
Kirk Miller avanzó un paso, y a sus espaldas, los dos pistoleros siguieron retrocediendo hacia el vestíbulo en penumbra.
—Muévete, Gerry… Aun al mismo Judas le daría yo una probabilidad…
Gerald Masters, ceñudo, apretó más la delgada línea de sus labios. Kirk Miller empezó a desprender el alfiler que sostenía la dalia, y súbitamente extrajo su arma.
Simultáneamente, restallaron dos disparos, mientras sobre la cama, Gerald Masters describía una vuelta lateral, empuñando la pequeña y chata automática que estaba enfundada bajo el sombrero, y que humeaba…
Tambaleándose, con cara de infinita sorpresa, Kirk Miller, inerte el brazo derecho, cogió con rabia su mano diestra, atravesada. Apretó, y Gerald Masters disparó de nuevo, confundiéndose los dos disparos.
En el umbral, resplandecieron dos fogonazos, mientras el otro pistolero, arrodillado, atraía hacia sí al inerte Miller.
Gerald Masters, de bruces, vació el cargador, antes de quedar inmóvil. Ya lo que siguió después no lo supo, hasta que en la cama de la clínica, una enfermera, con admiración, le hizo un resumen.
Los disparos habían atraído a un coche patrulla. Encontraron un pistolero muerto, otro agonizante, que había fallecido en la ambulancia, y Kirk Miller, con la dalia delatora de anteriores visitas a otros maleantes, era el que mejor librado salió.
Una bala en la mano derecha, otra en el hombro izquierdo, que le extrajeron en la enfermería de la Penitenciaría Central.
En cuanto a Masters, sólo una bala le había alcanzado, Peligrosa, porque se había alojado en una vértebra del esternón, por suerte un poco alta, por milímetros no perforando el estómago.
Estaría fuera de peligro antes de quince días, si no se presentaban complicaciones.
No se presentaron. Pero tardó veintidós días en abandonar la clínica. Le molestaba la aureola de héroe con que le gratificaba la prensa, donde también leyó el proceso de Kirk Miller, defendido por el hábil Linkers.
El fiscal declaró, como término a su filípica, que en su larga carrera no había pedido nunca, con tanta serenidad y justicia, una pena de muerte.
El defensor arguyó que una dalia artificial no era prueba, ya que otros pudieron valerse de la leyenda, para que fueran achacados a Kirk Millar delitos que nunca cometió.
El jurado deliberó largamente. En grandes titulares, la Prensa consideró un triunfo cívico, la sentencia de muerte contra Kirk Miller, que sería ejecutado el jueves, 21, a las cinco de la madrugada, tres semanas después de la ejecución de su lugarteniente James Donlevy.
El inspector Masters, obtuvo un permiso de quince días por convalecencia. Le dolía de vez en cuando, con agudo alfilerazo intermitente, el hoyo cicatrizado, «por milímetros un poco más alto», en el esternón.
Leyó, impasible, que el Supremo había atendido la petición de indulto, trocando por perpetua la condena a muerte.
Gerald Masters andaba prevenido, y cuando cierta noche, penetraba en el vestíbulo, saltó de costado, sin encender la luz. Oía perfectamente un resollar, una respiración próxima.
Trató de identificar al visitante, sospechoso de mala intención, y la más absurda, sorpresa le invadió. Acababa de ver al fondo, sobre un sillón, un pequeño bulto blanco, del que brotaba un vagido.
Encendió la luz, y aproximándose, miró con asombro el fardo que ocupaba el sillón.
Un gorrito de lana blanca, una capa esponjosa… Un óvalo redondo, sonrosado, de una criatura durmiendo, y emitiendo de vez en cuando, un suspiro. Prendido en la capa con un alfiler, había un sobre.
Cogió Masters el sobre abultado. Extrajo un papel que se arrugaba en rededor de una flor artificial; una dalia.
«Cuida de ella porque su madre murió. No es falso sentimentalismo. Es una niña cuyos dos años no tienen culpa de que seamos lo que somos. Su madre tuvo el capricho de llamarla Evangelina. Lleva el pan bajo el sobaco».
No había firma, y estaba escrito con mayúsculas. Bajó la capa, otro sobre contenía diez billetes de mil dólares.
Gerald Masters tenía el pleno convencimiento de que los críos eran fuentes de agua, y energúmenos llorones. Miró con severidad a la que, durmiendo, sonreía.
Se acercó al teléfono, y cogiendo el listín, buscó la columna, de orfanatos. Se sobresaltó porque desde el sillón, una voz ceceante exigía:
—¡«Bayo quero»!
Sentada, Evangelina dilatando los azules ojos, contempló al desconocido. Repitió, pero tímidamente:
—¡«Bayo quero»!
Echándose atrás el sombrero, en cuyo interior se enfundaba una automática casi de juguete, Gerald Masters se rascó ceñudo el inicio del negro cabello.
—¿Qué voy a hacer contigo? Es ridículo meterme en este lío, a mí. La niña abandonada, el policía cariñoso, todo eso es filfa.
Se había aproximado, y de pronto, pestañeó. La chiquilla había agarrado su dedo anular, y sonreía.
—No eres fea, Evangelina.
—Lina «quere bayou».
—Mira, voy a llevarte a quien sepa entenderte. ¿Sabes andar o qué?
El crío tendió los brazos, y el inspector Masters miró en rededor, como si alguien le pudiera ver sosteniendo aquel rorro, cogido de su cuello.
—Vamos a coger un «taxi», y nos iremos a un pueblo, donde vive una mujer que me sirvió de niñera, cuando mis padres tenían dinero. Y por lo que más quieras, no chilles ni te muevas, ¿estamos?
Evangelina apoyó la cabeza en un hombro del que la sostenía, y se durmió. El traqueteo del «taxi» la acunó, y dormida, pasó a los brazos de una mujer, que en su casa de Joliet comentó:
—Es una preciosidad de criatura, Gerry. Yo no sabía que te habías casado, y pudiste venir con tu esposa, y…
—Sigo soltero, y por favor, no me haga preguntas, «mum». En este sobre van diez mil dólares, y usted le da al crío lo que necesite, y cuando se acabe el dinero, pues me escribe. Si tengo tiempo libre, me asomaré. ¡No me haga preguntas, «mum»!, o meto al crío ése en un orfanato, y asunto concluido.
—Siempre tan salvaje, Gerry. Dime al menos cómo se llama.
—Evangelina, tiene dos años, y no le meta cuentos. Si pregunta por sus padres, le habla del cielo. Adiós, «mum».
—Quédale al menos hasta que yo la desvista y…
—Adiós, «mum».
Un mes después, Gerald Masters «se asomó». Parecía avergonzado…
—Un asunto me llevó a Evanston, y de paso me he acercado. ¿Dónde está el crío?
—Lina —llamó la mujer.
Apareció Evangelina, que vino directamente a apoyarse contra las rodillas del visitante. Anunció:
—«Mum» y tú «benos».
Gerald Masters pasó los dedos por los ensortijados cabellos rubios.
—Éste crió revienta de salud.
—Se llama Evangelina, señorito Gerald. Y en este mundo, por más endurecidos que sean los hombres como usted, han de admitir que lo único bueno y sincero es…
—¡Oh, bueno, déjese de bobadas! La próxima vez que venga, le traeré algo al crío. ¿Qué significa «bayo»?
—Caballo, caballo —hizo saber Evangelina.
El inspector Gerald Masters empezó a ausentarse de Chicago con bastante regularidad, en sus turnos libres. Nadie sabía que el «piel roja», el «cuervo pistolero de la ley», el «chacal asqueroso», se revolcaba muy gustoso en cierta casita de Joliet.
«Mum» pretextaba labores, para dejar a solas al que era aún más pueril que la propia Evangelina en aquellos instantes. Ella le llamaba Gerry, y le hacía confidencias muy profundas.
Cuando Evangelina tenía cuatro años, el inspector Masters fue ascendido a comisario, como premio a su incesante «buena fortuna» en la persecución de delincuentes.
Decidió que la Nochebuena de aquel año 1928, sería espléndida, porque anunciaría a «mum» su intención de residir en Joliet, pues adquiriría un coche, y así podría trasladarse a diario a Chicago.
Llegó con euforia, repletos los brazos de paquetes. Empujó con el pie la puerta, atravesó el comedor, y… dejó caer todos los paquetes.
En el suelo, «mum» mostraba en los blancos cabellos estrías rojas. Tenía la base del cráneo rota a culatazos.
Convulso, con los rasgos faciales crispados en mueca salvaje, Gerald Masters recorrió las habitaciones y el jardín repetidamente, hasta que pudo ver un papel colgando de la cama infantil.
Tardó en captar el sentido de las líneas escritas a máquina.
«Tú único punto sensible se llamaba Evangelina. Si progresas en tu carrera, no seas juez de las pobres mujerzuelas, porque alguna de ellas podría ser Evangelina, si vives los años suficientes para comprobarlo. Matarla a ella, o intentarlo conmigo, será misericordioso. Felices Navidades, comisario Gerry Masters».
El 8 de enero de 1929, el superintendente del distrito oeste, llamó al comisario Masters. Le miró críticamente. En efecto, el rumor era cierto. Se veían en el rostro afilado huellas de «intemperancia».
—Hasta su ascenso, era usted un funcionario ejemplar, Masters. No quise prestar crédito a ciertos rumores, que pretenden que usted demuestra síntomas de querer hacer amistad con los que hasta hoy perseguía. Parece ser que le han visto bebiendo en prolongada estancia con notorios fichados. ¿Ha cambiado de táctica? ¿Cree que ellos van a ser tan necios como para confiar en usted? Le van a despreciar si sigue así. La otra noche, salió usted borracho del «Stars», en el mismo cabaret donde detuvo a Jimmy Donlevy. Me limito a llamarle la atención, Masters.
En febrero de 1929, fué recogido el comisario Masters, magullado y tundido a golpes. No quiso recordar o realmente estaba demasiado bebido para recordarlo, quiénes le habían agredido.
En el hampa hubo quien insinuó que «Gerry Masters pretendía congraciarse», y «que sería pronto uno más de los que comían a dos mesas».
En julio de 1929, un abogado denunció al comisario Masters, demostrando que había recibido mil dólares de John Varzio. Estaba entonces ocupando la Fiscalía policial de depuración, un joven funcionario ansioso de demostrar su rigidez.
Gerald Masters fué degradado, y condenado a cinco años de cárcel, por encubridor.
En septiembre de 1934, un liberto envejecido prematuramente, fué conducido a presencia de un alto funcionario policial.
—Usted fué un policía honrado antes de contraer malas costumbres, Masters. Podría intentar convencer al gobernador, y conseguirle a usted un empleo.
Gerald Masters, flaco, estriados de blanco sus negros cabellos, dijo ásperamente:
—Sabré componérmelas. Y en secreto, le diré que sólo hay una vacante de funcionario que muy en secreto me gustaría ocupar.
Estaba en pie, y se inclinó para murmurar una sola palabra casi al oído del prohombre, que tardó unos instantes en responder:
—Bien. Ya le avisaré en el momento oportuno. Recuerde que si comete un nuevo error, seremos doblemente severos con usted. Nos comunicará mensualmente sus cambios de dirección. Procure redimirse, y olvidar el pasado.
En el mostrador de un bar del distrito oeste, Gerald Masters, apurando su tercera copita, de whisky de contrabando, murmuraba:
—«Procure olvidar el pasado», idiota. No va contigo, muchacho. He oído decir que van a suprimir la Ley Seca. No está mal. Pero habrá otros negocios. ¿Cuánto me cobrarías por una cama en tu espléndido desván?
—Depende de donde salga usted. No le conocemos por aquí.
—Vamos, vamos…
Y Gerald Masters, por encima del hombro, sacudió el pulgar hacia atrás.
—Aquel caballerete, llamado Abe Jackson, te dirá quién soy, si se acerca. Me llamo Gerry Masters, y he cumplido cinco años enteros. ¡Abe, muchacho, dile a éste quién soy yo!
Abe Jackson se aproximó, y escupiendo al suelo, torvamente, dijo:
—Es Masters, un cuervo al que expulsaron por doblemente vendido. Un borrachín asustado, que se «rajó». Oye, Soapy, ¿no se dió de baja tu friega suelos? La comida y la bebida asegurada, Masters, y a lo mejor te dejan vaciar los fondos de vaso.
—Trago —dijo solemnemente Masters.
—Está muy endeble este fulano —opinó Soapy.
—Hierro puro, patrón, soy hierro puro. Póngame a prueba.
Así fué cómo Gerald Masters ingresó de fregachín en el bar «Concord».
—Un triste payaso —comentaban unos.
El año 1936, ascendió Masters. Era socio de Soapy, y el local se amplió. Había también evolucionado la situación. Muchos notorios maleantes cambiaron sus nombres, para instalarse en legales negocios.
Las bandas que dominaban Chicago iban desapareciendo. El delito ya no podía exhibirse escandalosamente.
Pero continuaban existiendo individuos para quienes el trabajar era un oprobio. Recibían atinados consejos del «juez Gerry», que era un viejo zorro que se las sabía todas.
Pocos quedaban ya que supieran que aquel individuo flaco, de blanco cabello, y nariz rojiza, había sido un policía, y que tenía apenas cuarenta años, cuando el «Concord» era ya un local falsamente elegante, en 1940.
Le llamaban «juez Gerry», porque se sabía de memoria las leyes vigentes, y en conflictos surgidos entre maleantes, daba su opinión, que era o no seguida, pero siempre reconocida como acertada.
Se ausentaba raramente. Sólo algún que otro miércoles por la noche, y regresaba el jueves por el mediodía. Se rumoreaba que debía tener alguna esposa secreta, seguramente muy jovencita, porque demostraba mucho interés por todas las jovencitas que acudían al «Concord», aunque ninguna de ellas podía comprender por qué les hacía preguntas acerca de su edad y pasado, ya que después se apartaba de ellas, siempre severo el semblante de borrachín.
El año 1942, murió de pulmonía Soapy. Quedó de dueño del próspero «Concord», el juez Gerry, que tenía la fama secreta de ser el mejor consejero para los aprendices del delito.
Para la nueva generación, el juez Gerry representaba ser un veterano de la época heroica del Chicago libre y turbulento de la década 1925 − 1935.