Epílogo

En la cama de la clínica, Gerald Masters se arrellanó mejor en el respaldo de almohadas. Iba a recibir la primera visita de la que podía tener conocimiento.

Y Robin Dalton entró, graciosamente grotesco con un ramo de flores:

—Hola, hijo.

—Bueno, esto sí que me da gusto, señor. Oiga, el ramo es de Eva, que se empeñó, y que no viene, porque su padre se la ha llevado a Chicago, pero volverá, y antes de marcharse me dijo que le trajera flores en su nombre. También le falló otra vez a la hiena. Claro que usted tiene siete vidas, como los gatos.

Sonriendo, Masters señaló el pie de la cama.

—Siéntate, y explica por orden las cosas, Rob. ¿Cómo viniste tan a punto?

—Eva, cuando apenas empezó a ver las cosas raras, y me preguntó, pues la vi tan inquieta, que le hablé de Gerry. Me contó cosas también raras, y decidí dejarla en sitio seguro, y venir a ver… Un poco más y llego tarde.

—Llegaste muy bien. ¿Qué pasó con Miller?

—Lo dejé fuera de combate, y cuando llegó Linkers, se hundió al primer impacto. Están los dos en Chicago, pero en la cárcel, y los veo en globo, han ido a declarar Tresham y Eva. Yo no tragaba, pero Tresham se empeñó en que yo me había infiltrado para salvar a Eva. No sé qué lío, para sacarme toda responsabilidad. Claro que me dijo que sería mejor que usted… no volviera a Chicago, y que apenas… Bueno, que nos vamos donde usted diga, juez.

—Iré donde debo ir.

—Dice Tresham que le meterían en la cárcel porque ayudó al fugado, y Miller y Linkers le van a usted a complicar con declaraciones, y que el F. B. I. mandará una orden de arresto contra usted.

—Hay también una ley que no ha sido derogada, y es la que me obliga a acudir algún que otro jueves por la madrugada.

—Olvídese de todo esto, hombre. Nos vamos a Bolivia o al Paraguay, y allí ríase usted de los peces de colores y de todo el F. B. I. Y más tarde, Eva viene a verle.

—Tienes razón. ¿Y tú, qué?

—Tengo, dentro de tres días, un combate con un negro. A lo mejor, la noche del combate está usted ya para andar, y viene a verme.

—Vendré.

Pero la noche del combate, Gerald Masters tomaba asiento en el avión que transbordaba, en Nueva York, pasajeros para las diversas capitales.

* * *

El comisario federal opinó:

—Conozco cuánto ha sucedido, Masters, pero ante la ley es usted culpable de haber facilitado la fuga de Kirk Miller. Se ha constituido usted voluntariamente detenido, y esto acredita su antiguo buen nombre.

—Me he restituido a las funciones de mi cargo señor, de las que no puedo ser relevado, salvo ser condenado a pena superior a seis años.

—Es usted un ser extraño, Gerry Masters. Pudo huir y… si todo lo que sacrificó fué por la hija de Tresham… y podía volver a verla, ¿por qué ahora se ha presentado?

—Es la hija de un hombre honorable y que la quiere. Sufrí mucho cuando la perdí… No quiero volver a verla, y no sufriré. Perderla por segunda vez… puedo resistirlo sin haberla visto, señor.

—Creo comprenderle, Masters. Tiene usted razón por lo que afecta a la ley que reglamenta su cargo. No será condenado a pena superior a los seis años. Y… por lo tanto, será ejecutor de sentencias de muerte. No tendrá que declarar ni ser citado como testigo en la causa seguida contra Kirk Miller y Frederick. Linkers. Hemos detenido a Paolo Zucco y hay un joven agente, John Roberts, que intenta demostrar que usted participó directa o indirectamente en las muertes de… Una situación complicada, que cuando usted quiera podrá ser aclarada. Mientras, sigue usted en su cargo, y saldrá de su celda, cuando sea requerido como funcionario estatal. El agente Roberts no tiene pruebas contra usted; aunque sus razonamientos son muy sensatos, si bien no puede valerse de las declaraciones de Miller y Linkers, que también juran que usted participó directamente en la muerte de Williams, Douglas y Morrison.

—En su día, señor, el jueves en que Kirk Miller sea electrocutado, daré toda clase de satisfacciones en su deber de policía, al joven Roberts. Por escrito, en mi celda.

Un jueves, a las cinco menos cuarto, Kirk Miller tampoco miró al funcionario que, arrodillado, le desgarraba la pernera izquierda.

Estaba aturdido, porque quiso buscar en el alcohol, al que tenía derecho, el falso valor que no encontraba para enfrentarse con el verdugo.

Rió con estridencias de demente, al reconocer de pronto al que, asiéndole un codo, le conducía a la sala tétrica.

—¡Gerry Masters! No puede ser que hasta en este momento te vea. ¿Cómo te llamas, verdugo?

—Gerry Masters.

La puerta se cerró, y ajustados los electrodos, seguía riendo Kirk Miller en relinchos incontenibles, infrahumanos.

Y en la celda, abandonada momentáneamente por el funcionario de las madrugadas del jueves, había una declaración escrita dando, la razón al joven agente Roberts.

No se mencionaba para nada a Robin Dalton. Ni pudo ser interrogado Gerald Masters, porque permaneció en secreto, que la misma descarga que mató a Kirk Miller, ocasionó la muerte del verdugo… y no podía calificarse de accidente.

* * *

Robin Dalton sacudió la cabeza, contristado.

—Desapareció sin esperarme. No quiso llevarme consigo, porque se figuraría que me perjudicaba. Y tanto como te quiere, Eva… Bueno, verás como viene el día en que lea que tú y yo hemos convencido a tu padre. Hay cosas que saltan a la vista. Apenas te la eché encima quedé técnicamente «groggy». La próxima bolsa que gane, la guardo entera para publicar en los periódicos de todo Sud y Centro América, la gran noticia de nuestra boda, y verás como viene el juez Gerry.

El juez Gerry no acudió a la boda. Pero hizo acto de presencia, mucho antes, cuando un notario citó en su despacho al púgil «prometedor», la esperanza de Chicago.

Su exordio fué breve:

—El testamento que voy a leerle, señor Dalton, fué redactado antes de que Gerald Masters emprendiera un viaje a Cuba. Tiene plena, validez y le hace a usted heredero de sus bienes. Voy a leerle la última voluntad de Gerald Masters, muerto recientemente, según comunicado oficial, que no cita causas de la muerte ni lugar. El testamento dice de puño y letra del finado… —Y tras emitir unas tosecitas, leyó el notario:

«Pobres bienes materiales, que te darán independencia, Rob. Las cláusulas legales y comprobantes de venta e ingresos, adjuntos, es lectura para el señor notario. A ti sólo quiero decirte que fuiste mi única amistad, y es mi deseo que, al encontrar a Evangelina, sepas protegerla, si yo no puedo hacerlo. Ésta es mi postrera ilusión, y sé que Dios me la concederá. Él bendiga vuestra unión, hijo».

El notario murmuró, molesto de ver llorar en silencio a aquel grandullón, temible en el ring, y apodado, «Búfalo Arrollador»:

—No se apene si perdió un buen amigo, señor Dalton. Murió con la creencia de que usted cumpliría… Y usted cumplirá.

Robin Dalton cumplió.

FIN