CAPÍTULO II
Robin Dalton esperó durante tres semanas una señal del dueño del «Concord». Sonrió cuando Gerald Masters le tocó, en el hombro.
—Así me gusta, Rob. Naranjada. ¿Es mañana cuando boxeas con el energúmeno de Kid Iron?
—Y que lo haré fosfatina, juez.
—Vamos a discutir la cosa. La táctica no me es desconocida, y te leeré las memorias de Bob Fritzimons, referentes a su combate con Joe Jeanette. Te serán provechosas.
En el despacho, Robin Dalton contempló como Masters, sentándose tras la mesa, se alisaba las patillas.
—Si tienes algo pensado, dímelo, muchacho. Me disgustaría que me callaras lo que piensas.
—La noche que saqué a cenar y a bailar a Myrna, lo pasamos bien. Hasta, le gané doce pavos a los dados. Al día siguiente eché un vistazo a mi periódico. Yo no me a turullo con las primeras planas, sino que voy a la página central, de los chistes, y a la de deportes. Pero se me metió por los ojos el nombre de Brian Williams Dorset, que estaba en primera plana. Lo leí todo. Y ¡qué caray! No cabía ni chispa de duda. Talbot apuñaló a Williams, y hasta le dejó parte de La cabellera como prueba. He pensado que usted supo hacer que los dos se pelearan, pero ya le he jurado que le tengo por muy sabedor, de lo que persigue, así vayan muriéndose los que sean, a la que oigan hablar de la Nochebuena del 28 en Joliet.
—Talbot, y Williams eran dos alimañas sin importancia, Rob.
—Satanás proteja a los gusanos, juez.
—En el año 28 formaban parte de la banda de Jack Melton, con otros seis, de los que murieron dos de mala manera. No sé dónde están Melton ni los otros cuatro, pero Slop Douglas, que cumplió condena de ocho años, a partir del 30, tiene un negocio floreciente en los Yards. Dos camiones y un almacén de mayorista en carne fresca. Es más sucio, pero rinde más que la frigorífica. Me gustaría que te hicieras amigo de Slop Douglas, que presume de fuerte, y almuerza entre diez y diez y media de la mañana, en la cantina de los ganaderos. Hay un medio fácil de halagarle. Te asombras ante sus bíceps, y aludirás a que un médico te recomendó comer bistés crudos de buena clase y comprobada frescura.
—Lo veo fácil, juez.
—Puede ser que más tarde, alguien te relacione con Slop Douglas, y resulte más difícil lo que quede por hacer.
—Usted manda, juez.
—No creo que Douglas sospeche de ti, pero me repetirás detalladamente lo que habéis, y le irás diciendo lo que yo te indique. De momento, que os conozcáis como por casualidad. Tienes derecho a unas entradas gratis para el combate de mañana noche. Dale dos, pero ten bien presente que Slop Douglas es un bruto desleal.
—Mejor que mejor.
A la diez y cuarto del día siguiente, Robin Dalton entraba en la cabina del Mercado ganadero, y recorrió las mesas, buscando sitio.
Choferes, tratantes, almacenistas, detallistas, almorzaban con apetito, acostumbrados al acre olor que infestaba dos millas cuadradas.
Robin Dalton llevaba en la cara la marca de su afición. Un chofer le interpeló:
—¡Eh, muchacho! ¿Buscas, banco para sentarte, o alguien a quien romperle la cara?
Robin Dalton agitó la diestra, riendo.
—El médico me ha recomendado bistés crudos de carne bien fresca. Y esta noche tengo que zumbarle a Kid Iron.
—Siéntate aquí mismo, campeón. ¡Carne cruda para Tarzán, Mary! ¿En qué sala te recogerán con pinzas?
—En el «Sporting Box». La final del peso medio. Soy Rob Dalton.
Parecía un refectorio, con mesas largas y bancos adecuados. Desde la mesa vecina, uno comentó:
—Te conozco, Dalton. Estuviste bueno la noche que noqueaste al negro presumido en el octavo.
—En el séptimo, pero da lo mismo. Lo que no acabo de comprender es que la carne cruda y fresca sirva para otra cosa que para atraer moscas.
—Tienes razón, muchacho. ¿O no la tiene, señor Douglas?
Un individuo corpulento, de americana chillona y delantal de cuero, dos mesas más allá, apuró su taza de café, y levantándose, se acercó al chofer que, junto a Dalton, le había interpelado.
—¿Qué te pasa a ti?
—Este chico es Rob Dalton un púgil de mérito. Y está dudoso, porque su médico le ha recomendado que coma carne fresca y cruda.
Slop Douglas miró desdeñosamente al joven boxeador.
—Los hay que aunque comieran toneladas de carne no aguantarían dos tortas bien dadas. ¿Dalton, Rob? Me suena…
—Boxeé para el cinturón de los medios con el negro Samson, señor Douglas —dijo respetuosamente Dalton—. Lo tumbé al séptimo, y las apuestas iban a siete cinco por el negro. Y esta noche van a ocho tres por Kid Iron, pero yo…
—Te lo comerás crudo, inocentón. Ven acá, y te invito a un trago de leche con vitaminas.
Rieron algunos, y Robin Dalton, siempre respetuoso, siguió hasta un mostrador poco concurrido al ex componente de la banda de Jack Melton.
—Tú eres un inocentón, al hablar de apuestas delante de esta masa de jugadores. A mí me gusta el boxeo.
—Y es usted fuerte de veras, señor Douglas.
—Tengo ya mis años, pero aun me veo capaz de hacer sudar a los pimpollos. ¿Apuestan ocho a tres por Kid Iron?
—Claro que de aquí a la noche, puede estar más o menos siete a cinco, señor Douglas.
—Ven conmigo, muchacho. Pensaba ir a un asunto al centro, y puedo llevarte en mi coche.
—Sí, señor Douglas.
Al exterior de la cantina, quitándose el delantal de cuero mientras andaba, lo arrojó Douglas casi a la cara de un matarife que pasaba.
Siguió andando hasta los toldos donde se alineaban coches de todas clases, y subió a una furgoneta. Robin Dalton se sentó a su lado.
—¿Cuántos combates llevas?
—Veintisiete. He ganado once por «K. O.», ocho por puntos, y he perdido el resto, con sólo un «groggy» técnico, pero porque el árbitro era un mantequilla.
—El mundo pertenece a los listos, Robin. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, señor Douglas.
—¿Qué tal es el Iron ése?
—De los científicos, y encaja, pero es incapaz de hacerme besar la lona, si no esconde un martillo en el guante.
—Pero a los puntos puede ganarte, ¿no?
Conducía ya por la avenida exterior, y el olor a establo iba disminuyendo.
—Jeff, mi entrenador, dice que si logro meterme en el cuerpo a cuerpo, Iron no asimila los cortos en el hígado. Claro que tiene la guardia cambiada, y es difícil despegarle el codo.
—Mírame bien, muchacho, y dime si tengo perfil de bobo. Nos acabamos de conocer, pero como no hay testigos, si me denuncias a la Comisión, me buscarías un disgusto.
—Yo no sé por qué voy a denunciarlo a usted, señor Douglas. Me es usted simpático.
Mentalmente, Robin Dalton se acusó de embustero hipócrita. Pero Slop Douglas replicó:
—También me agradas, y puedes hacer carrera conmigo. No te vendrían mal unos cuantos cientos esta misma noche. Lo difícil es dar con un amigo de confianza. Yo tengo buena fama, y me conocen como apostador. He perdido lo suficiente para que no asombre a nadie si gano. Iríamos al cincuenta por cien.
—No acabo de captar la onda, señor Douglas.
—Perder por abandono, no es una deshonra, si te quejas de dolor en la muñeca. Hacia la mitad del cuarto asalto, puedes pegar un golpe en mala postura, y torcer la cara en mueca dolorida. ¿Vas captando?
—Esto es… poco deportivo, señor Douglas.
—Pero productivo. Yo apuesto, unos miles a favor de Kid Iron, y mañana por la mañana, pasas a recoger la mitad. Pides la revancha con bolsa al ganador, y entonces sales a pegar de firme: Piénsalo, Rob. Yo esta tarde, a las cinco, estaré tomando café en el «Warrior» de la 47. No me contestes ahora. ¿Dónde quieres que te deje?
—Allí mismo, señor Douglas. Lo pensaré, y no niego, que usted me está poniendo en un compromiso. Yo pensaba ganarme el cinturón, y pasar al profesionalismo.
—Perder por lesión, no quita cartel, y no hay médico que pueda discutir una distensión ligamentosa, que viene a ser como un calambre. A las cinco estoy en el «Warrior», Rob.
A las cinco, Robin Dalton se repetía mentalmente:
«Un verdadero sacrificio, Rob. Yo no puedo honradamente pedírtelo. Sería un medio de meterte en el bolsillo a Slop Douglas, pero tienes veinte años y muchas ilusiones. Claro que una distensión es un accidente que en nada perjudica tu categoría».
Slop Douglas trataba de ser elegante con su traje azul. Sonrió, y le fue definitivamente antipático a Robin Dalton, que al sentarse dijo:
—A otro le hubiese partido la cara, señor Douglas, pero usted debe tener eso que llaman dotes de gente.
—Don de gentes, muchacho, don de gentes. ¿Qué es esto?
—Dos entradas de fila de ring para esta noche.
—No seas inocentón. Los acomodadores sabrían que eran entradas de amigo. Atiéndeme bien, Rob: No se te escape la dinamita y estropees nuestro primer negocio. Haremos dinero largo, si me haces caso. Dejas a Jeff, y yo me ocupo de la Prensa y de tus contratos, colocándote como segundo a un antiguo amigo mío, que sería el hombre de paja, para que no me localicen a mí. Pero esta noche, no estropees nuestro primer negocio.
—Descuida. Además, Iron encaja todo lo que manden en los primeros asaltos.
—Mañana cobrarás tus buenos dos mil, y empezarás tu carrera de rico. A las diez en la cantina, y esta noche no vayas a saludarme.
Jeffrey, el cuidador, mientras vendaba las manos de Dalton, en el vestuario, gruñó:
—Estás mustio. No hay para tanto. Le puedes si le apartas el codo.
—Me duele la muñeca, Jeff. Fallé un directo al saco esta tarde.
—¡Maldito seas! Eres un bruto acabado. Te he dicho que el día del combate, reposo completo. Si pierdes, búscate a otro nodrizón.
Un pateo ruidoso acogió los saltitos con que saludó Kid Iron, desde el centro del ring. Un científico con las apuestas nueve a cinco a su favor, suscitaba la repulsa de las localidades baratas.
Robin Dalton, cogiéndose la muñeca derecha, saludó sonriente. El primer asalto, demostró que Kid Iron se reservaba, con la preconcebida táctica de agotar a su impulsivo adversario.
En el segundo asalto, Dalton demostró que tenía intención de buscar como fuera el hígado de su contrincante.
En el tercer asalto, resbaló llevado de una furia íntima. Su adversario capeaba el temporal, con su hábil esquiva, y prodigando los largos directos en evitación del cuerpo a cuerpo.
En el cuarto asalto, además de sudor había lágrimas en el rostro de Robin Dalton. Quería, que el juez Gerry le sonriera, reconociendo el sacrificio.
Pegó un directo, y notó como Kid Iron se tambaleaba… Bajó el brazo derecho, crispando el rastro, Kid Iron tuvo tiempo de rehacerse, y terminó el asalto, defendiéndose difícilmente Dalton con una sola mano.
—No puedo más, Jeff. Tengo la muñeca partida.
Frenéticamente Jeffrey masajeó con embrocación el antebrazo derecho. En ronco sollozo, Robin Dalton, cuando, sonó el gongo, se levantó, para alzar el brazo izquierdo.
Era tan evidente su desconsuelo, que los que empezaban a gritar, fueron acallados. Y el propio Kid Iron, deportivamente, palmeó el hombro izquierdo de su vencido por abandono…
—Mala suerte, Rob. Me tuviste un poco tocado, y debió ser entonces…
El locutor anunció que el púgil Dalton retaba con bolsa al ganador, al flamante campeón.
Robin Dalton, al salir del local, con su maletín, se abrió paso malhumorado entre las filas de curiosos, que le dedicaban frases de consuelo.
Iba a llamar un «taxi», cuando en la otra acera reconoció al que le siseaba.
Gerald Masters, al volante de su dos plazas, no dijo nada, hasta que aminoró la marcha en la Jefferson, casi desierta.
—Me has dado la mayor prueba de amistad que un hombre puede dar, Rob. Yo sé lo que cuesta ser desleal a una profesión que amamos, muchacho. Y casi me arrepiento, porque no debí pedirte este sacrificio. Yo sé el desgarrador combate que contigo mismo has sostenido.
—Ya está hecho, juez. Y nos consta que sólo por usted lo hubiera hecho. Y ya ahora a seguir con su intención.
—¿Te dijo Douglas el nombre de este amigo que se iba a hacer cargo de tus contratos?
—No. Pero mañana seguro que me lo dice. Afirmó que era un antiguo amigo suyo.
—Es mi deber explicarte…
—Cuando termine con todos ellos, juez. Ya le dije que usted tiene la razón, aunque, no tengo la menor idea de lo que se trata. ¿No cree que puede haber fallo en el asunto, si Douglas sabe que me entrevisto con usted?
—Por esto, mismo, iba a decirte que a partir de esta noche, no vuelvas a mi local. Irás al «Ginger», desde donde me telefonearás, cuando sepas el nombre de este antiguo amigo de Douglas, y dónde yo te llamaré, cuando… tenga algún proyecto bien madurado. De todos modos, dudo que Douglas me relacione con el dueño del «Concord», pero las precauciones son pocas. Y volverás a luchar con Iron, pero al que mejor pueda, y le ganarás, Rob. No tomes a mal una cosa que voy a confesarte. Por lo que sea, le tengo muy poco aprecio a la Humanidad, pero si hubiera más buenos muchachos como tú, yo no sería como soy. Gracias, Rob.
Robin Dalton se consideró compensado de su reciente derrota, y le gustó la cordial sonrisa con la que Gerald Masters le estrechó la mano, dejándole cerca de su alojamiento.
Dos días después, Robin Dalton, desde el «Ginger» telefoneaba el nombre de su nuevo «manager», y antiguo amigo de Slop Douglas: Albert Morrison.
Gerald Masters contestó:
—Es satisfactorio saberlo, Rob. Ya te llamaré a esta misma hora, uno de estos días.
Y «uno de esos días», Robin Dalton escuchó atentamente las instrucciones de Gerald Masters. Escuchaba con la misma atención que cuando en el entrenamiento le asesoraban. Y la parte que debía realizar le complacía sobremanera. Intuyó obscuramente que era «su coartada», pero a la vez, le serviría de desahogo, porque sin poderlo razonar, le era tan repelente Albert Morrison como Slop Douglas, dos engreídos de mal fondo, que se suponían seres superiores, tratándole a él como a un pobre de espíritu.
Y a la mañana siguiente, a las doce, cuando Albert Morrison acudió al gimnasio de los «Yards», donde varios pugilistas profesionales efectuaban su entreno, Robin Dalton, desempeñó muy sinceramente su papel.
Morrison, ex pugilista, era técnicamente un gato viejo en los secretos del ring.
En su primer asalto de entrenamiento, Robin Dalton, exprofeso, actuó torpemente. Morrison, imprecando, y poseído de razón, arguyó en el descanso:
—A veces, eres más torpe que un elefante. —No sé por qué demonios dejé mi negocio para venir a la ciudad, y hacerme cargo de un mulo tan incapacitado como tú.
Robin Dalton se quitó los guantes de catorce onzas, tirándolos fuera de las cuerdas. Masculló mientras empezaba a quitarse las vendas:
—Ya no le aguanto más, Morrison. Por mí ya puede volver a escape a su pueblo.
El «sparring» aguardó con paciencia. Los otros púgiles se acercaron para escuchar más de cerca.
Era una cuestión de prestigio para Albert Morrison, ex «gángster» de la pandilla de Jack Melton.
—Te paga el entreno Douglas, y tienes contrato con él. Vuelve a vendarte y a ponerte los guantes, o te pesará.
—¡A cuerno con Douglas y contigo, negrero!
Fué un doble «uppercut» demoledor y preciso, que hizo encogerse hacia delante primero, y después salir disparado hacia atrás, a Morrison. El primer impacto al estómago era suficiente para un fuera de combate prolongado.
Cuando Albert Morrison recuperó el sentido, y se palpó la hinchada mandíbula, relucieron sus ojos con fulgor asesino.
Le informó con cierta sorna, el masajista, que Robin Dalton se había ido «a cantarle las cuarenta» a Slop Douglas.
Albert Morrison apreció la diplomacia con la que Slop Douglas había escuchado las «cuarenta». Se lo explicó mientras comían juntos:
—Vino a verme, apenas te zumbó. Me cogió aparte, y me dijo que se había acabado, y que no quería ser un títere. Que iba a boxear por su cuenta, como independiente. Que ha alquilado una casa en el monte, junto a la cantera Bakerfield. La casa que tenía Kid Chocolate. Y que yo le dejara en paz, o contaría lo que pasó en el combate con Iron. Que esta tarde iba a celebrar su independencia, para, después de una buena noche de reposo en su casa del monte, empezar a sacudir libremente. Le dejé explayarse. Esta noche le haremos una visita, y lo vamos a «blandear». Te juro que se le acabarán los humos, y quedará cómo un corderito. Entre los dos lo convenceremos, ¿verdad, Morrison?
—Pasará días y noches reposando y meditando, el muy idiota. No sabe con quién se las juega, y va a saberlo.
Robin Dalton, siguiendo las instrucciones, se hizo muy visible toda la tarde con Myrna y después de cenar, un chofer de «taxi» con su novia, hizo una tarifa especial, de amigo, para efectuar una excursión realmente romántica, según insistía Dalton, con terquedad de embriagado.
Ir a contemplar el amanecer sobre el lago, desde la cumbre del Kankaee. Una excursión muy romántica, aunque larga, y de la que regresaron al día siguiente por la tarde, fatigados, pero contentos.
Como dijo el chofer, al despedirse de Dalton:
—A veces hay que darle gusto al alma.
Una observación que también oyó un individuo, que, reclinado contra un farol, parecía aguantar a alguien.
El «taxi» arrancó, ondeando cansinamente las manos, Myrna, y la novia del chofer. Y Robin Dalton se disponía a encaminarse hacia su alojamiento, cuando el individuo que parecía aguardar, se colocó a su lado.
Hizo un gesto elocuente. Mostrar abierta una carterita, que le acreditaba como policía.
—¿Es usted Robin Dalton?
—El mismo. Y pago mis impuestos.
—Es simple comprobación, aunque está bien demostrado que ha sido un accidente. ¿Usted se peleó con Albert Morrison ayer al mediodía?
—Sí. Lo mandé al cuerno, dándole los dos puñetazos que se merecía.
—Eso parece. Y también parece que anoche, después de cenar en el «Babylonia’s», declararon sus tres acompañantes que iban al Kankaee, a ver salir el sol sobre el lago.
—Y allá fuimos. Pero ¿a qué viene todo eso?
—Vulgar rutina, campeón. Es natural que si, por el mediodía, usted le atiza dos puñetazos a Morrison, y por la noche éste, con un amigo suyo, un tal Slop Douglas, saltan en pedazos con la furgoneta, cerca de una cantera, donde no hicieron caso de una barrera que les advertía el peligro, en Comisaría me mande el jefe a ver si usted se dedicó por la noche a tirar barrenos bajo una furgoneta. No se encrespe, campeón. Simple rutina. Usted es de los que pegan de cara, y Slop Douglas y Albert Morrison han quedado hechos pedacitos, por imprudencia. Descanse a gusto, Dalton. Todo está en orden. Con leer la Prensa ya se enterará. Buenas tardes, campeón.
Pero lo que decía la Prensa, era reiterar avisos a los conductores imprudentes que, para cortar camino, desdeñaban las señales de peligro.
La versión real sólo hubiera podido darla Gerald Masters.