CAPÍTULO V

El «Concord» estaba ya desierto, y el cajero, tras entregar la hoja de liquidaciones, se despidió.

Gerald Masters cerró la puerta metálica, y fué apagando las luces. Iba ya a apagar la central, antes de penetrar en el corredor de sus habitaciones, cuando llamaron con insistencia en la puerta.

No era un bebedor sediento. Una llamada perentoria, de quien sabe que acudirán, porque tiene autoridad para llamar a cualquier hora.

Fué Masters a abrir la portezuela lateral.

Un desconocido entró, y fuera quedaron otros dos. Mostró un carnet:

—Inspector Adams.

Había desprecio en su mirada y en su voz. Y expuso la razón:

—Usted se ha creado un renombre poco digno entre los delincuentes, Masters. No le hemos cogido en ninguna acción punible, pero no ignorará que disfruta de pocas simpatías entre nosotros. Fué usted uno de los nuestros, y se degradó.

—Una hora un poco intempestiva para sermones, inspector.

—¡De acuerdo! ¿Ha leído usted la Prensa de esta noche?

—Echo siempre un vistazo cenando.

—Kirk Miller se ha escapado.

—He leído muy por encima este asunto.

—Usted, cuando todavía era un hombre decente envió a Miller a la cárcel, y liquidó legalmente a tres de sus pistoleros.

—Historia antigua, inspector Adams.

—Lo será para quien como usted… Bien, no es historia antigua para Kirk Miller. Tratará de averiguar qué ha sido de usted, aunque en las cárceles hay buen servicio informativo. No me interesa proteger su vida, Masters, como capturar a Miller, que fatalmente más tarde o más temprano, vendrá a por usted. De momento, las huellas señalan que el coche en que huyó, remontó hacia la frontera canadiense. Es indudable que le facilitó la fuga un abogado, que parecía ya alejado de toda ilegalidad. Un tal Frederick Linkers. Está ausente del Estado, y el coche era de su propiedad. Me envía el comisario, para decirte que tiene usted derecho a dos agentes de escolta.

—Un derecho al que renuncio con el mismo placer que ellos dos renunciarán.

—Hay otras vidas más valiosas que proteger. Se mantendrá una vigilancia por los alrededores, porque Miller tiene la psicología muy definida, y algún día vendrá a liquidarle. Creo que tiene usted licencia para uso de arma corta. No he podido comprender cómo la posee, pero así es.

No podía explicar, ni quería, Gerald Masters, que constaba en nómina muy privada, como «funcionario» estatal, con actuaciones muy espaciadas en madrugadas de jueves.

—Si puede usarla antes que Miller, será ventajoso para usted. Es preferible que todas las noches, al cerrar el local, compruebe los cerrojos, y tanto mejor si instala aparato de alarma. Buenas noches, Masters.

Sin replicar, Gerald Masters acompañó hasta la portezuela al inspector, cerrando al salir éste. Se dirigió al corredor, tras apagar la luz central.

De la cabina telefónica que hacía esquina. Una voz surgió amable:

—Hola, Gerry.

Gerald Masters contrajo el cuello… A su espalda, la misma voz risueña, incisiva, pero cordial, añadió:

—Dieciséis años y tres meses, con ocho días, desde que te vi por última vez, Gerry. Has cambiado mucho… Asombroso. El ínclito Gerry, el juez del hampa, el pistolero legal, desapreciado por un inspectorcillo de la nueva generación.

Gerald Masters mantenía las manos a media altura ante el pecho. No miraba atrás. Reconocía perfectamente la voz.

Casi en su nuca, la voz de Kirk Miller, «Dalias», prosiguió:

—Historia antigua, como has dicho muy bien, Gerry. Pero recuerdo el truco del sombrero que arrojaste a la cama, y de donde sacaste la herramienta que mandó al infierno a mis dos amigos.

—No llevo arma alguna, Miller.

—Levanta las manos muy abiertas, y colócalas sobre la pared. Abre las piernas, separando las puntas medio metro poco más o menos, de la pared. Una postura excelente para cachear. La aprendí en Marion.

Gerald Masters atendió la indicación. La diestra de Kirk Miller recorrió con habilidad el cuerpo inclinado.

—Tenemos que hablar larga y calmosamente, Gerry. Pero sin trucos, sin juegos de manos, Gerry.

—Estamos a solas, y aquella puerta conduce a mis habitaciones.

—Echa a andar, sin encender luz, hasta que a tus espaldas, cierre yo. Y lo que te hinco en los riñones es una «Luger». No quieras comprobar si es el tubo de una pipa, o mi índice. Saldríamos perdiendo.

Gerald Masters, poco después, encendió la luz, porque, casi pegado a su espalda, Kirk Miller cerraba la puerta de un empujón suave, con el pie.

—Al sillón del centro, y le das vuelta, para que nos veamos, Gerry.

Gerald Masters fué al centro, y dió vuelta al sillón, sentándose. Miró entonces hacia la puerta.

Un sonriente rubio cenizoso, con sombrero negro, echado hacia atrás y gabardina azul cerrada hasta el cuello, apretado el cinto. Pantalón gris y zapatos marrones de suela de crepé.

No había cambiado mucho en su aspecto físico Kirk Miller. Quizá estuviera algo más flaco, más marcadas las comisuras de los labios, y arrugados los párpados.

Pero la simpática luz azul en los ojos rientes, y la irónica sonrisa en los labios, complementada por el hoyuelo de la barbilla, seguían igual.

—La cárcel conserva bien, Gerry, si es lo que piensas. En cambio, tú, pareces el doble de tu edad.

Las dos manos hundidas en los bolsillos de la gabardina, avanzó Miller dos pasos, para sentarse sobre una mesita.

—Hay algo que parece inquietarte, Gerry.

—Pensé que tardarías más en venir a visitarme, Miller.

—Aquí está el golpe de vista de los veteranos, Gerry. Me ayudó Linkers. Lo recordarás. Es el abogado al que le diste un puntapié cuando vino a traerte de mi parte una caja de habanos. Lo preparó bien, pero en ello invertimos él y yo nuestros ahorros. Dicen que has prosperado mucho y que este local te produce millares.

—Unos cinco por mes, Miller.

—Excelente noticia. Linkers está ya bien escondido, y me esperará. Yo no te tengo mucho rencor, Gerry. En la cárcel uno medita mucho, ¿sabes? Entonces éramos jóvenes y arrebatados. Hoy tengo ya cuarenta y tres tacos de calendario, y fui reflexionando que si yo vine a cribarte, estabas en tu derecho en defenderte. Y no me tiraste a dar.

Sonrió ampliamente Miller, al añadir:

—Cuando supe que te habías librado, pasé unos días muy amargos. Pero poco a poco me consolé. Otro te pillaría. Oye, Gerry… tú nunca fuiste un cobarde, y ahora te veo temblón.

—James Donlevy.

—Mi buen compadre Jimmy. Sí, el que enviaste a la silla. ¿Qué pasa con Jimmy?

—No finjas que lo ignoras. Tú sabes, por Linkers, la rata astuta, por qué siempre estuve convencido que él anduvo en el envío de la criatura, que con diez mil dólares, recibí a la hija de Jimmy Donlevy.

—Error, Gerry. ¿Evangelina? —Y el «gángster» sonrió, aún más cordialmente—. Es mi hija.

Gerald Masters dilató los ojos, exclamando:

—¡No estabas casado, y en cambio Donlevy tenía una hija, me dijeron en el «Stars»!…

—Reflexiona un poco, Gerry. Yo nunca le tuve mucho respeto a la ley. Hubiera terminado por casarme, pero ella se murió dando a luz a Evangelina. No tenía por qué propagarlo a voces. Una nodriza se cuidó de Evangelina, pero pensé que era una asalariada, y cuando me visitó Linkers, para preguntarme qué decidía con respecto a la criatura, pensé en tu honradez. Si recibías diez mil en el paquetito de carne, te harías cargo de la chiquilla. Mira mis ojos. De un hermoso azul. Mi cabello, de un precioso oro, algo blanquecino ahora, pero muy dorado entonces. Dice Linkers que le perdió la pista a la niña, desde que en Joliet mataron a cierta mujer…, precisamente a partir de la fecha en que iniciaste un cambio rotundo de tu vivir. En la cárcel se comentó tu cambio. Casi me indignó…

—¿A qué has venido, Miller?

—Eso después, Gerry. No te diré que soy un padre ansioso de abrazar a su queridísima hija, pero me voy haciendo viejo, y no me vendría mal tener a mi lado quien me cuide.

Cerrando los ojos, Gerald Masters empezó a evocar:

—Le cogí cariño a la niña que creí hija de Donlevy. Pensé que Linkers cumplía instrucciones tuyas, y que tú mandabas el dinero. Era muy propio de ti, porque le tenías afecto a Donlevy. La Nochebuena del 28, encontré a la que había sido mi nodriza, muerta de un culatazo. No había rastro de Evangelina, y solo, un papel en la cuna. Nada dije, y la versión oficial fué…

—La versión oficial me la comunicó Linkers, Gerry. Sigue.

—Achaqué la canallada a algún enemigo mío, y empecé por mi cuenta a indagar. No podía averiguar siguiendo en mi profesión, y en cambio podía ganarme la confianza del hampa, haciéndome uno más de ellos. Pasaban los años, y no obtenía pista, porque… nunca tuve rozamientos ni siquiera conocía a Jack Melton.

—Jack Melton era y sigue siendo un cerebral complicado. ¿No recuerdas a un inglés llamado Algernon Brook? Le apodaban «Cara de Bebé».

—Trabajaba solo, y asaltó la caja de un restaurante.

—Y tú le cogiste cuando intentaba repetir el golpe. No se dejó coger, y le abrochaste un chaleco de varias balas. Algernon Brook era un íntimo amigo de Jack Melton, Gerry. Ni era de su banda, ni en público se mostraban juntos.

—Ahora comprendo… Cuatro de la banda de Melton juraron que no le conocían, ni sabían el paradero de Evangelina.

—¿Le cogiste aprecio a la chiquilla, Gerry? En este melodrama enternecedor, Linkers aseguraba en sus visitas, que fué espaciando, que te volverías loco de melancolía. Claro, él y yo sabíamos lo que tus colegas ignoraban. A propósito, en la cárcel oí hablar de que Talbot…

—¡Tu hija, Miller! ¿Es que no te interesa saber lo que ha sido de ella?

—Lo sabremos y pronto. Pero ya te he dicho que Linkers y yo acabamos con los fondos. Tú tienes dinero y yo tengo muy frescas noticias de Jack Melton.

—¿No te interesa saber lo que decía Melton?

—Supongo que te anunciaría que Evangelina, tu cariñito, pagaría tus muchas culpas de polizonte. Es propio de Melton; un cerebro sádico. Hoy, un honrado y rico terrateniente londinense, que al estallar la guerra, pudo trasladarse a Suiza. Un tipo listo. Se trasladó con sus fondos. El viaje a Suiza es muy caro, Gerry.

—Tu cinismo no me choca, Miller. Casi estoy por creer que no te importa volver a ver a Evangelina, sino tratar de quitarle los fondos que en Suiza posee Melton.

—Deben crisparle los nervios los lejanos ecos de las bombas. El caso es que ha conseguido trasladarse a sitio más asequible. Cuba. Has de comprender que mis sentimientos paternos no están muy despiertos, pero sí mis instintos de pundonor. Melton ha de pagarme esta sucia acción, aunque ignorase que Evangelina poseía el relativo privilegio de llevar mí sangre.

—Dime lo que te propones, Miller.

—Como te he dicho, es historia antigua lo nuestro. Tú has buscado afanosamente la pista de Evangelina, y yo puedo conducirte hasta Jack Melton, que, muy inteligente, ha cambiado de identidad. Se llama… Bien, te lo diré en Cuba. Debo añadir que confío en que tú sabrás proporcionarme un pasaje seguro. Puedes decir que te vas porque temes mi visita. En fin, a un veterano como tú, lecciones no le hacen falta.

—¿Sabes que Melton me hizo saber que depravaría a Evangelina?

—Lo pensé así, cuando la envió a Londres, donde ya pensaba retirarse de los negocios agitados. Pero Evangelina debe de haber heredado todo mi encanto. No me mires así, Gerry… Quiero decirte qué tanto en Londres, como en Suiza, como en Cuba, Melton, con sus nuevos nombres, lleve siempre consigo a la que todos creen, documentalmente, su hija. Sí, su hija que lleva por nombre el muy dulce de Evangelina. La trate en la intimidad como su hija o no, eso lo averiguaremos allá. ¿Hacemos pacto, Gerry?

—Melton… ha de pagarme lo que hizo. Aquí, en estas habitaciones, salvo yo, nadie entra. No guardo dinero aquí, Miller, por si pensaras irte solo a Cuba.

—Has perdido facultades, Gerry. Tu dinero no me bastaría. Además, tienes conmigo una paternidad compartida. Yo fui dos años un padre muy atareado, y tú otros dos, un padre concienzudo. Si vendes este negocio, podemos montar una asociación en otra comarca, allá por el Sur del continente, y no me opondré a que mimes a Evangelina. Cuando esta noche me colé en un armario de los lavabos, y esperé el momento del cierre, pensé que el momento duro sería cuando te colocara en la espalda la «Luger». No apreté el gatillo. Ya pasó el momento duro.

Gerald Masters se levantó, y hubo un rictus sarcástico en sus delgados labios al decir:

—Tienes mucha vida por delante, Kirk Miller. En cambio yo… estoy muy estropeado.

—Los abusos y la mala vida —rió Miller.

—O algún plomo mal colocado. Ya hablaremos también de esto. ¿Qué hay de Linkers?

—Se las compondrá para esperarnos en Cuba. Ya sabía que tú aceptarías el pacto. ¿Has pensado ya en el medio de sacarme de aquí?

—Hay un muchacho, boxeador, al que aprecio. Le diré que si vence a Kid Iron, nos podríamos dar una excursión deportiva por Centro América, y que he decidido vender este negocio, y dedicarme a ser su apoderado. La Prensa que lo propague. Me obedece en todo. Lo llevaré hasta Nueva York, sacándole pasaje para La Habana. Tú le sustituirás a bordo del avión, y él que vaya por otro conducto. Lo arreglaré de un modo convincente. Me urge… más que a ti verme ante Jack Melton, pero hemos de esperar que Robin Dalton tome una revancha de Kid Iron.

—Sea, viejo. Casi vamos a terminar, tu y yo, de socios.

—Ya lo somos ahora. No saldrás para nada de aquí.

—Superflua recomendación.

—Iré remitiendo mi dinero a un banco mejicano, desde el cual me será fácil hacerlo transferir donde sea. Este local no pienso venderlo, sino efectuar una supuesta venta en vida a nombre de Robin Dalton, Es un muchacho muy distinto a nosotros dos, Miller.

—Ya. Quieres decir que es un fulano decente. Por mí, eres muy libre de seguir sentimental. Lo que me importaba era asegurarme la llegada a La Habana, a seguro, y con dinero. Dos cosas que tú me proporcionas, y a cambio de las cuales, podrás oír a Evangelina que recuerda muy bien a su papaíto Gerry, de Joliet. Pero, Jack Melton se cuida mucho, y es endiabladamente listo.

—Tú y yo lo somos también… desgraciadamente. Aunque en esta ocasión nos sea útil. Por si recibiera visita de antiguos colegas míos, no salgas nunca de mi alcoba. Yo dormiré aquí.

—En La Habana habremos de buscar un sitio tranquilo… Un campamento de entreno para tu protegido boxeador.

—Hasta allí, llevo el mando, Miller. Una vez tú en sitio seguro, entonces ya planearemos rescatar a Evangelina, y para ti los fondos de Melton, y para mí… ajusticiarle.

—Tienes arrebatos lúgubres, casi de verdugo… ¿Por qué respingas, Gerry? Es indudable que tienes la salud floja. No te vendrá mal un veraneo en la Perla de las Antillas. Voy a dormir. He tenido un día muy agitado. Buenas noches, Gerry. Felices sueños. Supongo que por allí se llega a tu alcoba.

En el despacho, a solas, Gerald Masters era, por fin, un hombre deslastrado de un horrible combate contra el tiempo. Ya no tenía que temer la implacable marcha del reloj. Pronto volvería a ver a Evangelina, y sabría hacer agonizar a Jack Melton.

Se palpó el hoyo, cicatriz del balazo de Kirk Miller. El impacto que, insidioso, fué creando tumor, que desarrolló en carcinoma… El cáncer que le roía, lenta pero inexorablemente.