CAPÍTULO PRIMERO
Robin Dalton se miró en el espejo. Estaba orgulloso de sus orejas azules, su ojo semicerrado, y otras tumefacciones. Eran huellas gloriosas de su triunfo por «K. O.», en el séptimo «round» sobre el duro pegador negro que la noche anterior deliberó con él, entre cuerdas, para averiguar cuál de los dos hacía más méritos para ser el finalista del torneo cinturón de oro, aficionados, peso medio.
Robin Dalton, de ancho cogote, rostro chato y fornida anatomía, no aceptaba consejos de nadie. Era, por naturaleza, agresivo, aunque sin maldad.
Pidió con autoridad:
—Un doble de coñac, tú.
El camarero del bar central del «Concord» atendió la petición. Iba el pugilista a beber, cuando una mano flaca y blanda le cogió la muñeca.
—Tú no bebes aquí, ternero.
Realmente el perfil de Dalton evocaba la res citada. Robin Dalton soltó el vaso, y contrajo los poderosos hombros, dispuesto a dar la merecida respuesta al temerario que…
Pero al reconocer al que estaba en pie a su lado, Robin Dalton sonrió. Si había algo en el mundo que él admiraba era a la gente de letras.
—Bueno, juez. Lo que usted diga, pero yo no pienso que una copa de mes en mes, sea lo que no es, sino un tónico, si es que me sé explicar.
—Tú no naciste para pensar, Rob. A tu tierna edad, es perjudicial. Tienes veinte años, y un gran porvenir delante tuyo. Sí… Un gran porvenir. Ven conmigo, ternero.
Robin Dalton saltó del taburete, y siguió dócilmente a Gerry Masters. A la derecha de la entrada, había un corredor que conducía a las tres habitaciones muy privadas, con ingeniosos mecanismos que impedían el acceso al más hábil ratero. Pocos eran los que conocían su interior.
La primera sala, era un despacho biblioteca, la segunda un salón comedor, y, la tercera, una alcoba con cuarto de baño.
Sólo una puerta, la del despacho, permitía penetrar en las demás habitaciones.
Robin Dalton aguardó a que Masters se sentara, para hacerlo él.
—Como te decía, tienes un gran porvenir, Rob. Irás al hospital de resultas de un palizón legal.
—Salvo la mejor opinión, puedo también llegar a ser alguien. Zumbo que da gusto, dice Jeff, y en lo tocante a recibir no me amilano. También lo dice Jeff.
—Hace un año que empecé a estudiarte, Rob. Te mandé al cuerno cuando me pediste que te enseñara a leer y escribir, pero hoy ya sabes.
—Gracias a usted, juez. No está de más manejar la pluma, y poder leer lo que dice bajo los dibujos. Me reventaba no…
—Atiende, cernícalo, y contesta solamente a lo que yo hable. Por lo que sea, yo que no le tengo aprecio a nadie, te cogí afecto, porque eres un bruto noble y sencillo. Es un elogio, Rob. La gente que acude al «Concord» suele ser bruta, pero desleal y complicada. Me gustaría saber si tú me aprecias.
—Hombre, yo seré bruto, y no pienso discutirlo, porque si usted lo afirma, es que será así, pero vamos, no tanto, digo yo. ¿Hay alguien que le molesta? Señálemelo y va listo.
—Hace aproximadamente catorce años, unos individuos me jugaron la peor canallada que puede hacerse, Rob. Durante estos catorce años, hice cuanto pude por averiguar quiénes eran. Creo que tengo, por fin, una pista. Podría continuar a solas, pero contando contigo…
—¡Venga ya, juez! ¿A quién hay que despellejar? Ya me figuraba yo que usted tenía algo entre cejas. Eso que llaman un pasado trágico. No me acababa de rellenar el que usted fuera un patrón de bar, aunque éste valga.
—Puedo haberme equivocado, pero juraría sobre la Biblia, que si te pido silencio, te callarías.
—Me como yo la Biblia, si…
—Levántate, Robin Dalton.
El pugilista, sin saber por qué, se sintió impresionado. Gerald Masters, cogiendo un libro voluminoso, lo sostenía a plano sobre la palma de la zurda.
De un cajón había sacado una automática, que mantuvo en alto, casi contra la sien de patilla atufada y blanca.
—Vas a repetir, Robin Dalton: «Juro por mi eterna salvación no ser desleal en el cumplimiento de cuanto me ordene el juez Gerry».
—Juro por mi eterna salvación, que haré callando lo que mande el juez Gerry —dijo Dalton apoyando la diestra sobre el libro.
—Si fueras desleal, Robin Dalton, yo juro que quemaré tu seso.
—Puede arrinconar el petardo, juez. Yo a nadie le tengo ley, ni a nadie le he prometido lealtad. A usted, lo que sea, porque me da la gana, porque hay algo raro bajo su caletre, y que no es malo, aunque me mandase usted matar al mismísimo presidente de los Estados, pongo yo por ejemplo. Pero me ha impresionado usted con eso de la Biblia y el petardo.
—Puedes volver a sentarte. No se trata de matar… tú, a nadie. Concurren en ti ciertas cualidades. Nadie podría desconfiar de ti, porque eres la guapa imagen del bruto integral. Tienes éxito con las chicas, y los demás te creen con poco seso. Por ahora no entenderás de que va, pero en su día, si puedo llegar hasta el fin, lo sabrás.
—Cualquiera diría, que está usted muriéndose, juez.
Un rictus crispó los delgados labios. Pensó Masters que había frases vulgares y que inconscientemente atinaban…
—Antes hablaste de Jeff. ¿Es tu amigo, verdad?
—Mi entrenador, que no es lo mismo.
—Tampoco a él has de decirle nada de cuanto hablemos.
—Juré, ¿no? Ya le digo que nada me extrañará.
—El promotor de los combates de boxeo que tiene la exclusiva para la zona Sur y Oeste, ¿le conoces bien, Rob?
—Es Brian Dorset. Nació aquí, pero hará cosa de unos cuantos años, se fué a Europa, y debió de hacer dinero. El caso es que maneja, tres salas de deportes y se hincha. Tendrá cosa de unos cincuenta años a lo más, y vive por todo lo alto, aunque se le nota que no nació con clase, si es que me hago entender.
—¿Cuándo puedes verle a solas?
—A solas, no le he visto nunca, pero podría, por ejemplo, esperarle cuando sale de la «Sporting Box», donde suele ir a las siete.
—Es esencial que nadie os oiga. Le dirás tan sólo esto: «En Nochebuena del año 28 hacía mucho frío en Joliet, señor Williams».
El juez Gerry calló, y Robin Dalton, moviendo los labios, parecía, masticar. Por fin, dijo:
—Si le suelto esta frase así de buenas a primeras al señor Dorset, avisa a los loqueros. Me dirá que para acertijos… Perdón, juez… Soy un idiota. Mañana a las siete estoy esperando al señor Dorset, y cuando estemos bien solos, le espeto: «En Navidades del 28, helaba por Joliet, señor Williams». ¿Qué más?
—Nada más. Te limitas a mirarle, y esperar a que diga algo. Es natural que para nada a nadie has de citarme. Y desconfía, porque apenas le hayas dicho esta frase, me equivocaré mucho si él no intenta sonsacarte. Lo que debes hacer es venir a verme, procurando no ser seguido. Ahora, te vas a la cama, y no vuelvas por aquí hasta mañana después de haberle dicho a Dorset, y a solas, la frase.
—Se hará como quiere, juez. Buenas noches.
Cuando Robin Dalton se hubo marchado, y Gerald Masters cerró la puerta, quedándose en sus habitaciones privadas, adoptó una postura que le era familiar, cuando nadie podía verle.
Reclinada la cabeza contra los cruzados brazos, sobre la mesita cercana a la cama, pensaba en el largo camino de abyección por el que había transitado, hasta encontrar el primer indicio. Y la más complicada venganza no le quitaría todo el amargor que inundaba su alma…
* * *
Brian Dorset, terminando de abrocharse el abrigo, salió del «Sporting Box», para atravesar la ancha acera, hacia su coche. Se detuvo, reconociendo la mole humana que le cerraba el paso.
—Buenas noches, señor Dorset.
—Hola, Robin. Os tengo dicho a los muchachos, que si queréis hablarme de combates, lo hagáis por intermedio de Jeffrey.
—No se trata de combates, señor Dorset. Quiero sólo decirte que en la Nochebuena del año 28, hacía mucho frío en Joliet, señor Williams.
Robin Dalton soltó lenta y meticulosamente la última frase. Vió progresivamente los efectos. Primero, el rubicundo semblante de Dorset, adquirió un tono más obscuro, y sus labios temblaron, mientras, huidizos, sus ojos miraban en rededor, como si temiera que alguien pudiera haber oído.
Después, respiró fatigosamente, y forzó una sonrisa.
—No sé de qué me hablas, muchacho.
—Lo gracioso es que yo tampoco sé de que va, pero debe de tener castaña. Un poco más y le da a usted un patatús, señor Dorset.
—No es sitio éste… para hablar, Dalton. Si buscas billetes, llámame esta noche, hacia las diez, a casa. Tengo prisa.
Casi fué una huida, pensó Dalton, viendo a Dorset meterse en su coche. Esperó a que girase por la 43, y a paso elástico cruzó hasta internarse en la Avenida Jefferson.
A las siete y veinte, en el «Concord» buscó al dueño. Le vió en el principio del corredor a la derecha, y se dirigió sonriente hacia las habitaciones privadas.
Gerald Masters alzó la descarnada diestra, sentándose.
—Con mesura, Rob. Con detalle. Sin precipitarte. Esperabas a Dorset, ¿dónde?
—En la acera, y le corté el paso. Creyó que iba a hablarle de peleas, y le dije que no. Bueno, cuando cité el año 28, él se puso más colorado, y pestañeó. En un tris que no besa la lona. Era exactamente la cara del fulano que recibe en seco y sin aviso, una coz en el hígado. Casi puedo jurar que pasaron diez segundos antes de que le volviera el resuello, y va entonces y dándoselas de ignorante me dice que no sabía de qué le estaba yo hablando. Le dije la verdad. Le dije que yo tampoco sabía de lo que iba, pero que había gato encerrado, porque un poco más y se derrite. Entonces me dice que no era sitio para hablar. Miró en torno, pero sólo él pudo oírme. Me dijo que si yo buscaba billetes, que le llamara esta misma noche a las diez en su casa, y que tenía prisa. Entró en su coche, como si estuviera mareado. Le vi largarse, y aquí estoy, seguro de que nadie me ha seguido.
—Perfectamente, Rob. Dime, ¿tienes novia?
—Me rondan algunas, pero yo les digo que, por ahora, no estoy para majaderías.
—Habrá alguna que te será simpática.
—Está bastante aceptable la Myrna.
—Esta noche a las diez menos cuarto, tienes que estar cenando con Myrna en un sitio donde os vea mucha gente, y después de cenar, hacia las once, la llevas al baile más próximo del sitio donde cenes, y no la dejes hasta que no hayan tocado las dos de la madrugada. Es muy importante que lo hagas así.
—Usted lo manda, y basta. ¿Cuándo voy a por ella? Trabaja de «taxi» hasta las nueve.
—Vete a verla ahora mismo. Dile que esta noche te encuentras solo, y quieres invitarla por lo alto. Escucha, Rob… Yo no te pago, porque tan ofensivo sería para mí darte dinero, como para ti el aceptarlo. Pero con este billete de cien, que dirás haber ganado al «póker», convencerás a Myrna de que eres un chico que vale. Y vales, Rob, palabra. Pero has de prometerme que no beberás nada alcohólico, aunque ella insista.
—Que beba ella, pero yo ni hablar, juez. Bueno, y gracias por haberme dicho que valgo. ¿Cuándo le veo?
—Unos días sin vernos, será mejor. Vendrás aquí, pero no volveremos a hablarnos, hasta que yo te lo indique. Eres un buen chico, Rob.
—Me agrada, oírselo decir, juez. Hasta que usted mande, juez.
Robin Dalton, a las nueve, abandonó su palco, y le cerró el paso a una espigada pelirroja.
—Hola, nena. Aquí estoy, y me encuentro solo como una ostra. He ganado un pápiro al «póker», y me dije que lo mejor sería ir tú y yo a cenar, y después a mover los pies con arte. ¿Vale?
—Yo pensaba salir con aquel muchacho, que tiene un coche, y es hijo de un fabricante de conservas.
—Otra noche será, Myrna. Miraré a ver si encuentro a Leila.
—¿Leila, esta cursi? Parece mentira cómo sois los hombres…
A las diez en punto, Robin Dalton sorbía complacido un plato de crema con fresas. Sonreía… y Myrna comentó:
—Pareces un crío crecidito, feliz con el postre.
—El postre lo va a tomar quien yo me sé. Se está bien aquí, y hay que reposar la cena. Hacia las once iremos a bailar aquí al lado. Vamos al bar y echaremos una mano de dados, pero de veras.
A las diez en punto, Gerald Masters telefoneaba desde una cabina pública en la avenida subterránea del Grant Park.
Fue el propio Dorset quien contestó:
—Brian Dorset al habla. Me gusta la puntualidad, Robin.
—Soy su representante, señor Dorset. Robin no entiende de negocios. Rogándole la máxima discreción, le espero en el «Drink Texas» de la sub de Grant Park. Me reconocerá por el bastón de puño de plata que tiene la forma de una cabeza de lebrel. Le espero, señor Dorset.
A las diez y quince, Brian Dorset examinaba el largo local de la cafetería. Vió a un hombre, un viejo de patillas atufadas y blancas, que reclinaba las dos manos y la barbilla sobre un puño de bastón plateado.
Se aproximó, respirando respetabilidad y opulencia por todos los poros de su bien cuidada anatomía, realzada por un sastre selecto.
—Buenas noches. Supongo que es usted el que me ha telefoneado.
—Soy, señor Dorset. Podemos hablar tranquilamente aquí mismo.
—Preferiría en mi coche. Podríamos dar un paseo. Estoy solo, y soy un hombre de negocios. Usted me recuerda a alguien…, pero no acierto a recordar. ¿Es usted abogado?
—Casi. Le sigo, señor Dorset, o mejor dicho le acompaño.
Al exterior, señaló Dorset un «Hudson».
—Estaremos más cómodos.
En el interior, y al arrancar a moderada marcha, dijo Dorset:
—Esta tarde, Robin, que tendrá apenas veinte años, hizo una referencia a una época lejana, y citó un apellido. Podemos ir donde quiera, señor… A mi casa, o a la suya.
—Si no es molestia, paseemos confortablemente por el Humboldt y el Garfield, hasta llegar a un acuerdo, Robin se limitó a repetirle una fecha, una ciudad y un apellido, pero solamente yo puedo aquilatar todo el contenido de estas tres citas… y naturalmente usted.
—Ignoro cómo pudo usted averiguar lo que sucedió hace mucho tiempo, señor…
—Una paciente tarea, muy paciente, señor Williams.
—Bien… Es mi segundo apellido. Preferiría, acabar cuanto antes. ¿Qué desea en concreto?
—Está un poco nervioso, señor Williams. Trataré de puntualizar un dato. Consultando muy diversas noticias, orientándome con gran dificultad, porque una mujer anciana muerta a culatazos en una casa solitaria, dió origen a muchas suposiciones, pero nadie halló explicación, tuve que hacer una lista de posibles interesados en perjudicar a determinado individuo. Era una lista muy larga. Tampoco podía yo verificar preguntas directas. Necesitaba primero adquirir una fama adecuada. Mis preguntas eran muy entremezcladas, hasta que, hará cosa de un mes, oí que un hombre llamado Brian Williams, acompañado de un socio suyo, Bruce Talbot, fué visto en Nueva York, a punto de embarcar hacia Europa. Un espectáculo simpático, porque Brian Williams, llevaba de la mano una chiquilla rebelde, o al menos que se agitaba bastante. Sucedía a principios del 29.
Brian Williams detuvo el coche en lugar permitido del parque Garfield. Se pasó un pañuelo por la boca.
—Yo me limité a recoger la chiquilla aquélla, para llevarla a un pensionado de Londres.
—Mi cliente sólo desea saber el actual paradero de aquella chiquilla, señor Williams. A cambio de esta información, estaría dispuesto a olvidar que los asociados Williams y Talbot, en Nochebuena del 28…
—Puedo demostrar que en esta fecha, yo estaba muy lejos de Joliet.
—No lo pongo en duda. ¿En qué pensionado dejó a la chiquilla?
—En Londres; fué Talbot el que se encargó. Yo no sé nada en absoluto y además, tengo derecho a cambiar de apellido, pero naturalmente, ocupo ahora una posición…
—Y le disgustaría que le preguntaran con quién andaba usted allá por el año 28. Al regresar de Europa, se hizo promotor, y su asociado Bruce Talbot, acaparó el distrito Norte. Cuando aquella mujer de Joliet fué hallada muerta, la policía indagó, mal informada. La mujer era huraña, y no recibía visitas. Sabían que tenía a su cuidado una niña, y que la visitaba un hombre forastero, que seguramente sería el que se llevó a la chiquilla. Faltaba dinero, y habían registrado. No, no fueron los que mataron a la mujer. Fué un tal Gerald Masters el que colocó pistas falsas, después de leer cierto papel. Atribuyeron el asesinato a un vagabundo ladrón.
Brian Williams, sin saber por qué, no quería mirar al hombre que se sentaba al lado del volante. Dijo:
—¿Qué desea su cliente? ¿Y quién es?
—Simplemente hallar el paradero de la chiquilla. Nada más. Yo sugiero que sería preferible que mi cliente permaneciera silencioso como lo ha estado durante catorce años, por fuerza, porque no encontró pista alguna.
—Repito que yo no sé nada de la chiquilla aquélla, porque fué Talbot el que en Londres la llevó a un pensionado.
—Entonces, sería mejor tratar de este asunto con Talbot Pero discretamente. Yo quisiera convencer a mi cliente de que ambos actuaron por consejo ajeno, sin intervenir en nada delictivo.
—Así fué. Nosotros hicimos lo que nos dijo… el que nos entregó la chiquilla aquélla. Yo ni siquiera conocía a Masters.
—Talbot tal vez sí. Es desagradable el tema tras tantos años, señor Dorset. Consultemos al señor Talbot. Desde cualquier teléfono, cítele, y quedará todo arreglado a satisfacción de mi cliente. Que venga aquí mismo, y en este coche nos pondremos de acuerdo. Dígale que es algo urgente. Podemos acercarnos a aquella cabina.
Brian Williams puso en marcha el vehículo, y poco después, marcando un número, esperó, aplicando la boquilla contra su pecho.
—Dígale que lo espera en la plazoleta del Cisne, para presentarle a un promotor londinense.
—Habla Dorset. Avise al señor Talbot.
Aguardó unos momentos, y trató de dar una entonación jovial a sus palabras:
—Hola, Bruce. Estoy en el Garfield con un promotor de Londres. Ven al instante a la plazoleta del Cisne. Te esperamos. No preguntes ahora. Ven. Es asunto de la máxima importancia.
Colgó y contempló al que se daba golpecitos reflexivos en la barbilla con el puño de plata.
—Mientras aguardamos en el coche, Williams, podría ser que usted deseara recordar el pensionado, con el nombre del que le entregó la niña.
Caminando con prisas, Williams no contestó, hasta que, de nuevo al volante, dijo con sequedad:
—Talbot es más listo y tiene más memoria. Y tal vez él sepa tratar como corresponde a un chantajista.
—Tal vez. Pero sería necio, porque cuando se tienen dos hilos de la madeja se puede recomponer el ovillo entero. El año 28, usted y Talbot tenían participación directa en los negocios de un tal Melton.
Brian Williams crispó las manos en rededor del volante.
—Usted, en realidad, es un hilo frágil, un reptil de poca piel. En la banda de Melton eras el recadero, el soplón, el reclamo, y Melton no te hubiera confiado ningún secreto. Dices pues verdad, y ni tú ni Talbot sabréis lo que fué de aquélla, chiquilla. Trata de contestarme…
Pero Brian Williams, desorbitados los ojos, se reclinó a un lado, sin soltar el volante, sino aferrado a él.
Una delgadísima hoja de acero había penetrado muy limpiamente entre sus costillas, mientras en su sien chocaba el puño de plata del bastón.
Cuando iba a inclinarse sobre el volante, las enguantadas manos de Gerald Masters, lo volvieron a reclinar a un lado.
Gerald Masters estaba tras el respaldo, acurrucado, cuando un coche se detuvo delante del «Hudson» y saltó Bruce Talbot a la acera, aproximándose.
—¿Qué demonios te hizo citar el promotor de Londres, Brian? ¿Estás borracho o qué?… Contesta, Brian.
Abrió la portezuela. Algo chocó contra su sien, muy atinadamente, a la vez que era atraído al interior.
Un minuto después, Gerald Masters se alejaba del solitario rincón del Garfield. Sabía que el agente de ronda, benévolo, con los coches aparcados en sitio reglamentario, con sus luces, apagadas, no lo sería con aquellos dos coches, de faros encendidos.
A la mañana siguiente la Prensa publicaba la detención, inculpado de asesinato, del promotor de deportes Bruce Talbot.
Bruce Talbot, a las nueve de la mañana, repetía infatigablemente:
—Me telefoneó Brian, para que acudiera a la plazoleta del Cisne porque quería hablarme de un asunto, urgente. Fui y creí que dormía. Recibí un golpe en la cabeza, y cuando recuperé el sentido, el «Hudson» estaba rodeado de agentes. Quisiera un poco de café.
—Mantenerse en esta actitud no le favorece, Talbot. Tenía usted en la mano el cuchillo, y Dorset Williams tenía entre los dedos un mechón arrancado de sus cabellos, Talbot. Discutieron, y pese a los años transcurridos, volvió usted a ser el Talbot de la banda de Melton. Confiese de una vez y será mejor.
Bruce Talbot volvió a repetir la verdad. El policía que estaba a sus espaldas, tomó la palabra:
—Williams le asestó un buen puñetazo, sin darle tiempo a escapar. Una liquidación de cuentas antiguas. Pero ya no estamos en el Chicago del 28, Talbot.
—Un abogado… quiero un abogado.
—Lo tendrá, pero durante cuarenta y ocho horas, en los casos que no dejan lugar a dudas, la ley federal no atenderá la demanda de abogado. Y nos quedan aún treinta y siete horas. Nos hace perder el tiempo, Talbot. Pero nosotros podemos descansar. Hable ya, y apenas confiese, podrá dormir tranquilamente, y llamaremos, al abogado que usted elija.
—Yo recibí un golpe al intentar despertar a Brian, y cuando desperté el coche estaba rodeado de agentes. Por favor, no puedo más.
—Ha perdido facultades, Talbot. Hace años que fué usted muy listo, ya que se marchó a tiempo, sin que pudiera demostrársele nada. Los negocios le iban mal. ¿Se negaba Williams Dorset a prestarle ayuda financiera? Parece ser que estaba usted cerca de la quiebra. Propuso asociación a Dorset, pero éste no aceptaba, ¿verdad? Pelearon, y siempre es un atenuante el arrebato.
—Yo no maté a Brian. Yo…
Bruce Talbot dejó caer la cabeza sobre la mesa. Un policía le asió por los cabellos.
—El mechón que le falta se quedó en el volante bajo los dedos de Dorset. Usted apretaba el mango contra el costado de Dorset. Un puñalón de técnico. Las ropas desordenadas… ¿Por qué se citaron en sitio tan solitario? Hable ya, Talbot.
—Déjalo, Albert. Que duerma unas horas. Es un caso tan claro, que dudo que un abogado consciente de su renombre, lo acepte. Haremos el atestado y si el jefe insiste, volveremos a sudar.
A las ocho de la noche, Bruce Talbot seguía negando. El médico federal del distrito Norte, reputado por sus dotes de sugestión, hizo salir a los policías.
—Mañana por la mañana le visitará un abogado, Talbot. Hace bien en negar, aunque todo le acusa. Pero las leyes han experimentado modificaciones últimamente. Usted podrá negar, y constará en el atestado, lo cual anula la posible defensa invocando la atenuante de homicidio involuntario en reyerta impremeditada. El fiscal hará hincapié en la premeditación, y en su pasado turbio. Aludirá también a lo que llaman los juristas obcecación posterior, para entorpecer la acción judicial. Siga mi consejo, libremente. Si confiesa, se beneficiará con una condena máxima de veinte años. Si persiste en negar torpemente, me temo que el abogado defensor no podrá lucirse.
—¿Qué… quiere… que… yo confiese lo… que no hice?
—Está agotado, Talbot. Y sin querer se perjudica, sosteniendo una negativa absurda.
—No… me sacarán… de lo que sostengo. Yo…
El médico se levantó.
—Mañana le visitará un abogado de oficio, Talbot, porque los buenos criminalistas rechazarán su defensa. Ya no estamos en los tiempos…
Al día siguiente, un abogado de oficio, a media tarde, en el locutorio de la Central, recriminó:
—Fué usted muy torpe, Talbot. Podríamos ahora invocar que le aplicaron el tercer grado, y que usted firmó, para poder librarse de malos tratos. Ahora consta su reiterada negativa.
A través del enrejado metálico, Bruce Talbot imprecó:
—¡Yo no maté! ¡Yo…!
—Por favor, por favor, cálmese. Soy su defensor, no lo olvide. Trataré de hacer lo que pueda. Deme su versión de los hechos, y hablaré con el fiscal.
El fiscal, en su despacho, se encogió de hombros ante su colega.
—Premeditación, nocturnidad, alevosía, asesinato en primer grado… toda la retahíla. Y la fuga preparada con su coche en marcha, faros encendidos. No podía suponer que la víctima en su estertor último le golpeara tan acertadamente, que permitió llegar a los agentes. Un caso perdido, porque se obstinó en negar, incurriendo en la agravante del artículo 18, de la ley federal del 43, agosto. En fin, lo sabes mejor que yo. Y la Prensa, arreando clamorosa, que sería una vergüenza pública que antiguos malhechores, pudieran volver a creerse que Chicago seguía siendo un feudo propicio a sus fechorías. Bruce Talbot irá a la silla eléctrica, porque no tiene defensa, posible. Firmó y rubricó su propia muerte.
—Mi único asidero es pedir dictamen pericial de psiquiatra.
—Dos sesiones más, y será perder el tiempo. ¿Qué tal sigue tu madre política?
—Mejora, y pasó el peligro —dijo tristemente el abogado.
A la tercera sesión, rechazado pericialmente el alegato del defensor, Bruce Talbot fué sacado violentamente del estrado, porque increpaba al jurado, que acababa de condenarle a muerte.
Un jueves a las cinco menos cuarto, esposado, Bruce Talbot, recluso agresivo, se sentó en un taburete. Un funcionario de cabellos blancos, le desgarró la pernera izquierda del pantalón gris.
Bruce Talbot estaba como alelado, pero cuando el verdugo le asió del codo, gritó:
—¡No puede ser!… ¡Es Gerry Masters!
—Cállese —conminó el alcaide—. No haga más penosa la tarea que nos incumbe.
—Gerry Masters… —Iba repitiendo Talbot, como en letanía.
Y empezó a reír desaforadamente, cuando Gerald Masters le ajustó los electrodos, sin haber pronunciado una sola palabra. La tensión bajó…
A las cinco y cuarto, el alcaide preguntó:
—¿Conocía usted a Talbot, Masters?
—Yo a él, no, pero él por lo visto, sí me conocía. Por suerte, será discreto, y mi cargo vitalicio seguirá siendo secreto. Hasta otra, alcaide.