CAPÍTULO VII

Marianao, el barrio residencial de La Habana, se escalonaba en chalets cara al mar, en muchos de los cuales moraban europeos, a los que la guerra había hecho emigrar, y que podían permitirse el dispendioso placer de disfrutar del agradable clima y por explosiones, oír sólo las de canoas rápidas, fuera bordos y embarcaciones de recreo.

Una red metálica, con frecuencia revisada, protegía determinadas playas, y la tenía también la que daba frente a la casa de propiedad de Malcolm Tresham.

Los tiburones merodeaban a veces muy cerca de la costa, y era natural que un distinguido caballero británico, tan amante de su hija Evangelina, no quisiera exponerla, en sus baños de mar, a perecer entre las fauces de un escualo.

También fué considerada muy natural la petición que, a poco de llegar, procedente de Suiza, y tras haber adquirido la casa de Marianao, verificó Malcolm Tresham.

Visitó primero al comisario del distrito. Un funcionario elegido por su amable diplomacia.

Malcolm Tresham, alto, membrudo y de rostro enérgico, tenía prestancia natural y daba la sensación de todo un «gentleman», por la sobriedad de su vestir.

—He deseado una privada entrevista con usted, señor comisario, porque además de cumplir con ello una cortesía, he de solicitar un favor.

—Le agradezco su atención, míster Tresham —replicó, en correcto «yanqui», el comisario cubano.

—¿Es posible en esta ciudad conseguir legalmente la protección de tres individuos decididos?

—Para eso nos paga el contribuyente, míster Tresham. Y en la protección quedan también incluidos los súbditos de otras naciones.

—Mi riesgo no es de orden inminente, ni siquiera puedo determinar de dónde procede. Pero ya en Londres, y después en Suiza, hice proteger a mi hija Evangelina por la constante vigilancia, discreta, desde luego, de dos detectives privados, Un tercer colega conducía como chofer su coche. No pude traérmelos de Suiza, porque no les gustaba el viaje a esta maravillosa isla.

—Si pudiera insinuarme la clase de riesgo que usted teme, míster Tresham, podría recomendarle mejor la protección que solicita.

—Hace bastantes años, siendo aún mi hija una criatura, fué raptada. La recuperé dos años después. Por entonces, y debido a mis negocios, residía yo en Norteamérica. Han pasado muchos años, y sin embargo, nunca podré olvidar aquello. Estamos en otros tiempos, y el secuestro es raro, pero la obsesión es en mí permanente.

—Muy natural, y también reconozco que para ese empleo, no puedo recomendarle policías oficiales. Sin embargo, existen aquí algunos detectives privados, de nacionalidad norteamericana. Acuden esposas de ricos negociantes y sus joyas han tentado mucho. Hay algunos especializados en proteger a damas, y que puedo garantizar sirven tanto para apartar un ratero, como para emplear prudentemente, pero eficazmente, la misma arma que empleen. Y además, hombres ya fuera del peligro de enamorarse de sus propias clientes. Si tiene la bondad, esta misma tarde convocaré aquí a tres seleccionados privados, de antecedentes inmejorables.

Y así fue como, también en La Habana, Evangelina Tresham tuvo por chofer, y por lejanos, pero perspicaces acompañantes, a tres «pistoleros al servicio de la ley».

* * *

Kirk Miller, tras haber recorrido los pinares y las dependencias de la casa, en el poblado de La Socapa, casi un barrio de la capital, dió su opinión:

—Elegida a mecida de nuestros deseos, Gerry. Tu protegido boxeador y su cuidador, están de perlas en el pabellón, y aquí nosotros estaremos a cubierto de indiscreciones. Espero que no seas cáustico con Freddy Linkers.

—Fué un picapleitos asqueroso, y seguirá siendo una rata de cloaca, vieja en años y granujería. Pero es elemento necesario.

—Te darás cuenta de que él sabe enterarse de todo. Y también considera historia antigua aquel puntapié en el trasero que le largaste. Aceptará encantado tu hospitalidad.

—Que cuanto menos se prolongue mejor.

Al segundo día de estar en la aislada mansión, y haber ya publicado la prensa deportiva que el ganador del cinturón del campeonato de Chicago, tenía su «cuartel general» en La Socapa, el ex abogado Frederick Linkers hizo su aparición en el salón del segundo piso.

Grueso, con papada, calvo y de mirada astuta, Frederick Linkers miró por unos instantes con maligna intención al que, desde el ventanal, contemplaba el «footing» que, con grueso jersey y pantalón corto, verificaba Robin Dalton por entre los pinares.

Kirk Miller, sentado, dijo con banal ironía.

—Por sí no se conocen, tras el tiempo transcurrido, les presentaré. El señor Masters, inquilino propietario y anfitrión; el señor Linkers, gloria del foro.

Girando sobre sus tacones, Gerald Masters fué a sentarse, manifestando:

—Sólo te conozco una cualidad, Linkers, y es tu fiel devoción a Kirk Miller. Cualidad que al coincidir con un deseo mío de muchos años, nos hace volvernos a ver. Y al igual que Miller me soporta y tolera, a los dos os soporto y tolero, sin más.

Frederick Linkers no rió como hacía Miller, sino que adoptó el tono de su carrera.

—La sinceridad nunca ofende si es bien intencionada, Gerry. Te habrá dicho Kirk que una vez recupere a su hija…

—Un momento —atajó Masters, empleando su negro bastón de puño de plata como un maestro deteniendo el recital disonante de un discípulo—. No aludas a sentimientos, puesto que el mismo Kirk, que no me desmentirá, lo que pretende es obtener cien años de perdón.

—De acuerdo en que mi asesorado amigo, ha de resarcirse de modo material de la mala acción del que fué Jack Melton y es hoy un respetable y adinerado Malcolm Tresham. Fuiste, en cierto modo, un segundo padre para Evangelina, hasta que Melton se comportó indignamente.

—En esta ocasión admito que tienes fundamento en opinar sobre la indignidad ajena, Linkers. Vamos a lo práctico. Yo quiero volver a ver, libre de decidir sobre su destino, a Evangelina, y Kirk desea vaciar los cofres del que ahora se llama Tresham, cuyo cuerpo yo vaciaré de vida, ya que alma nunca tuvo. Demuestra tu capacidad.

—Malcolm Tresham reside en un chalet playero de Marianao. Tres guardaespaldas protegen constantemente los pasos de Eva, que es como la llama Tresham, o Melton, como prefieras.

—Tresham, para entendernos mejor. ¿Sabes, el motivo convincente que expone Tresham para mantener a tres guardaespaldas?

—Te haré primero un resumen del cambio que sufrió psicológicamente Tresham cuando aun era Melton. Le sucedió algo parecido a ti, Gerry. La niña que pensaba convertir en mujerzuela, o emplearla con fines de lucro, o tal vez convertiría en su fugaz pasatiempo, se fué apoderando de algo parecido a sentimientos que debía de mantener muy escondidos. Como tú, Gerry. Se encaprichó de Evangelina.

—No seas idiota, Freddy —corrigió sonriente Miller. Estás tan endurecido a nobles impulsos, que tu léxico falla al aludir a ellos. Gerry sintió nacer su instinto paternal ante la buena sonrisa de mi hija. Y en cuanto al canalla de Melton, sucumbió al encanto de mi hija, y se fué sintiendo padrazo.

—Y en efecto, es un padre verdaderamente encariñado con Eva. Le sirve de pretexto para mantener tres guardianes, por si algún día apareciera Gerald Masters, que por fin hubiera averiguado quién escribió aquella nota de Nochebuena. El ignora que es la hija de Miller, y tampoco debe de saber que estás obsesionado con recuperarla, Gerry.

—Bien. Pasemos a los hechos. ¿Tienes plano de su casa?

—No. La agencia que le vendió la finca, podría avisarle si yo pedía un plano, o sobornaba algún delineante.

—Es casi seguro que habrá colocado aparatos de alarma. Tú podrías entrar en la casa, Linkers.

—Me podría él reconocer, al igual que a Kirk.

Kirk Miller bostezó, levantándose.

—Los sentimientos refrenados durante años, y la cercanía de su renovación, te hacen ser poco psicólogo ahora, Gerry. Tienes un auxiliar ideal en Robin. Un guapo atleta, que por todos sus musculados poros respira lealtad y retrasada inteligencia. Ni el padre más receloso sería suspicaz ante un honrado brutote como Robin. Éste hace lo que le dices. Busca el medio de que conozca a Eva. Hay el truco del camorrista… En fin, tú diriges la operación de preparar el terreno, Gerry. Y tú, Freddy, puedes preparar, el programa más o menos aproximado de salidas de Eva, sola o con su postizo papaíto. Si Robin logra meterse en la casa de Melton, entraremos también nosotros, porque abordar en la calle y resolver definitivamente la suerte final de Melton, echaría por tierra tantos preparativos. Cabe también que vengan aquí, aunque sea con los tres abortos de polizonte. Del modo que sea, creo que Robin Dalton es el elemento de abordaje normal. Después, entraremos en acción, en el momento más adecuado. ¿Voy bien, Gerry?

—Sí. Hablaré con Robin. En cuanto a ti, Linkers, no ignorarás que hoy existe un organismo llamado F. B. I., con sucursales en el extranjero. Tus señas deben constar en la isla, aunque te crean por Canadá.

—Nado y guardo la ropa, Gerry. Las últimas huellas sobre las que husmean los federales, me localizan en un área de quinientas millas cuadradas, por las factorías peleteras del centro de Canadá. Aquí tengo unas notas acerca de los sitios que ayer frecuentó Eva Tresham.

—¿No te dije que era un talento ese hurón de Freddy?

* * *

Robin Dalton terminó su sesión de guantes con los tres diferentes pesos; un mulato ligero, un negro medio pesado, y un blanco que pesaba noventa kilos, y había sido una figura en el ring, antes de retirarse por su desmedida afición al espíritu de alcohol.

Después de ducharse, pasó a devorar con ansia, y masticar concienzudamente, escuchando los consejos técnicos y de toda clase de Jeffrey.

Los tres «sparring» llegaban a las ocho de la mañana, y regresaban a sus domicilios, a las tres de la tarde, después de haberse confortado gratuitamente en la misma mesa de Robin Dalton, y percibir su diaria paga por encajar y hacer «trabajar» al que iba a pasarse al campo profesional.

Jeffrey anunció al levantarse de la mesa:

—Me voy con estos chicos a dar un paseo por la capital. Tú, a dormir la siesta. A las seis te vienes al «Coca Cola», y nos iremos al cine.

Robin Dalton se quitaba el albornoz, disponiéndose a tenderse para una siesta que no necesitaba, cuando entró en el pabellón Gerald Masters.

—Hombre, viene usted de perilla, porque me aburre estar boca arriba, contando las moscas. Dice Jeffrey que eso es sano, pero él se va a tomar café en un teatrucho donde bailan la rumba… Bueno, usted habla, señor.

—¿Tienes un gran interés en conocer a Eva Tresham?

—Un enorme interés. ¿Y quién es esta damisela? —rió Dalton.

—Ella es… el fin de catorce años de sufrimiento, Rob. No tardarás en saber por qué me obedeces.

—Lo sé hace tiempo. Lo hago porque sé que usted lleva un buen propósito. O sea que yo tengo un enorme interés por conocer a Eva.

—Tanto es así, que si te descubrieran el truco, no lo negarás. Vas a darle cien dólares a Ramiro Márquez.

—Y se desmaya con todos sus noventa kilazos. Se me antoja que Ramirín no ha visto cien dólares juntos más que en película.

—Emplearéis el truco del borracho impertinente.

—Hombre, eso del borracho le sienta a Ramirín.

—Eva Tresham tiene la costumbre de ir a tomar té y escuchar buena música al «Almandares Club». Los dos hombres que la escoltan, la esperan en su coche, junto al chofer. He citado a Ramiro Márquez, para que venga a verte y hablar contigo antes de que os vayáis al «Almandares».

—Ya. Pero no entiendo ni papa, señor.

—Márquez y tú podéis efectuar, una pelea sincera, del modo siguiente…

* * *

A las cuatro y media, Ramiro Márquez, el cubano que había brillado por la dureza de su pegada y también por la férrea constitución de su cabeza, vino a sentarse sobre el reborde de la balaustrada en la terraza del pabellón.

—Hola, Bob. Tú tienes que explicarme por qué tu apoderado me ha dicho que viniera a verte, con mi mejor traje. Éste es el mejor. Estoy bien, ¿verdad?

—Estás superior, Ramirín. Oye, prepárate a encajar, un mazazo en plena calabaza. ¿Qué tal si te diera diez dólares? —insinuó Dalton, preparando la noticia como el médico que con rodeos cuida de los servicios ajenos.

Ramiro Márquez, se pasó la lengua por los labios. Cuando sonreía tenía una gran semejanza con un oso disponiéndose a morder.

—Diez dólares son diez dólares —replicó convencido—. ¿Y qué tengo que hacer?

—Vamos andando hacia la ciudad, y te iré explicando. Ante todo hay que ser discreto. Es decir, tomar la cosa en serio.

—¿Qué cosa?

—Yo quiero conocer a una chica que va a tomar té.

—Mira, Robin, tú me has sido simpático, porque no tienes malas ideas. Mira lo que te haces. Estas chicas remilgadas que toman té son mala cosa. A mí dame tú una buena cocinera que sepa remojar con jugo de uva un buen almuerzo, y no hay complicaciones. Estas que toman té traen disgustos. Cuando estuve en tu tierra, dándoles brea a cuantos me ponían delante, hubo una que tomaba té que quiso que yo la divirtiera. Bueno, estaba como una cabra, y me trajo loco.

—Tú me traes loco con todo este lío. El té es porque esta chica va al «Almandares Club».

—Peor que peor. En este perfumado local, lo qué pasa…

—Estoy hablando yo, Ramirín. ¿Quieres ganarte cincuenta dólares?

—¡Ay qué bien! Oye, cincuenta dólares son muchos.

—Eso digo yo. Al grano. Entras en el «Almandares». Bueno, entras… ¿o es que te han echado alguna vez de allí?

—Nunca entré. Yo no me hago con esta gentuza. Pero por cincuenta dólares y por ti, tomo té si es preciso.

—Entras, y buscas con la mirada a una chica de cabellos rubios, ojos azules, y que tiene siempre una mesita reservada, junto a unas columnas doradas que están en la sala de música, a la derecha de los que rascan el violín.

—Ya estoy dentro.

—Hay también un mostrador. Pides un doble de ron, y te enjuagas bien la boca.

—Esto es la gloria.

—Te lo soplas, y te diriges hacia la chica de ojos azules y cabello rubio. Oye, una sola cosa, ¿eh? Se trata de que la veas bien. Te llegas y le dices algo grosero. Hablas un inglés de cargador de puerto, y estarás muy apropiado.

—¿Qué le digo?

—Yo creo que no quedaría mal que, haciéndote el castigador, le digas por ejemplo: «Oiga, chata, ¿vamos a mover los piecitos?

—¿Es chata? —preguntó, intrigado, Márquez.

—¡Yo qué sé si es chata o narigona! Pero es que así estás grosero, ¿comprendes, borrico?

—Se aclara la cosa. Voy y le digo: «Oye, chata, ¿vamos a darle al betún?».

—Magnífico. Entonces, yo que estoy por allí, me acerco y te digo: «A escampar, Ramiro, y no molestes a la señorita».

—Hombre, esto es un follón. ¿Conque quieres que la llame chata, y ahora te metes a protestar?

Suspiró Robin Dalton. Andaban los dos por la larga avenida que unía el barrio exterior de la ciudad.

—Tenemos aún media hora de camino y una hora para la cosa, o sea, que espero acabarás por entenderlo. Yo quiero conocer a esta chica, y el mejor modo es hacer el guapo. Tú, haciéndote el borracho, me sirves de introductor, o sea de presentador, porque cuando yo te arree castaña, ya habrá medio de hablar con la chica.

—¿Castaña y todo?

—Me atizas un directo al estómago, que yo esquivo, y te arreo un gancho que tú encajas, sacudiéndome un jab al rostro, que yo encajo, y te largo un corto en la barbilla. Abres los brazos, y como ya habrán llegado camareros, te vas diciendo más o menos; «Ya volveremos a vernos, valiente». Entonces, la chica me felicita, y ya está. Te has ganado cien dólares.

—¡Ay que me va a dar el patatús!

—Te ha de dar dentro de una horita en el «Almandares». Te repetiré la cosa para que se te incruste en el cerebelo, que es la parte del seso con la que pensamos. Tú…

* * *

Evangelina Tresham se deleitaba oyendo la buena interpretación de una rapsodia de Rachmaninoff. Su cabello rubio obscuro enmarcaba el rostro que Malcolm Tresham definía como «prodigio de candor malicioso», donde los espléndidos ojos azules, tenían fulgor de adolescencia ilusionada.

En la amplia sala, otros amantes de la música escuchaban con deleite. Los del sexo masculino también miraban con deleite a Eva Tresham…

Al lado izquierdo de la sala había un mostrador, en el que tras apurar a sorbitos golosos su copa de ron, Ramiro Márquez, murmuró:

—¿Cuándo van a acabar con esta murga?

El barman interpelado, al ver que en el platillo de pago había una generosa propina, un tema muy discutido por Márquez, pero que Dalton le hizo aceptar, informó obsequioso, en voz baja:

—Es la Rapsodia de Rachmaninoff.

—Lo que me decía yo. ¿Qué se puede esperar de unos nombrecitos así? A mí que me den, el son «Cimbréate, Dorita». Eso es música, y lo demás, cuento.

Robin Dalton acababa de aparecer, y la orquesta escuchó aplausos distinguidos, pero aprobatorios.

Era el momento de actuar. Ramiro Márquez se dirigió rectamente a la mesa señalada, y masculló en su yanqui no aprendido en universidad:

—¿Qué tal, chata? Vamos a darnos un bailoteo a modo, ¿no, chata?

Evangelina Tresham, asustada al principio, no pudo impedirse el reír. La grosería de aquel individuo corpulento, después de oír melódicos arpegios, le parecía cómica.

La risa divertida desconcertó a Ramiro Márquez. Le había dicho Dalton que ella chillaría o se pondría en pie, furiosa. Rezongó:

—Ya lo dije yo. Esas remilgadas que toman té no responden como marca la tabla. ¿No se ha enterado, nena? He dicho…

—Oiga, amigo. Váyase, y no moleste a la señorita.

Giró sobre sus tacones Márquez, aliviado. Acudía el «maître», pero ya Márquez, gruñendo palabras malsonantes, atacaba concienzudamente. Fué espectacular y rápido.

—Ya, nos volveremos a ver, valiente —prometió Márquez, cogiéndose la cara con las manos, y aceptando ser conducido por el codo, entre dos camareros no muy tranquilizados.

Robin Dalton se ajustó la corbata, y mentalmente dedicó calificativos poco cariñosos a su cómplice, porque se había equivocado, y primero había conectado un gancho, cazando de lleno al desprevenido, que esperaba un directo al estómago.

Solícita, Eva Tresham, en pie, le tendía un pañuelo que acababa de empapar con lavanda, vertiéndola de un frasquito en miniatura.

Los espectadores volvieron a sentarse, y el «maître», aproximó una silla en la que se sentó Dalton, sin fingimientos. Le zumbaban los oídos…

—Fue un bruto y estaba bebido, señor. Me sabe, muy mal que por mi culpa haya, estado a punto de sufrir un percance.

«Inglés de escuela de pago» meditó Dalton, que aceptaba muy a gusto el toqueteo del pañuelo oloroso a espliego en su oreja derecha. Murmuró:

—No se preocupe, señorita. Ya me pasó.

—Gustavo, traiga para el señor un cordial. Un poco de coñac, ¿no, señor?

—Gracias. No vendría mal, no. Me llamo Dalton, y celebro haber llegado a tiempo para oír a este borrico. No es un mal chico. Le conozco, porque es de mi profesión.

Ella volvió a sentarse, y Dalton siguió pasándose el pañuelito por la oreja.

La miraba con satisfacción. Era como un cromo de los que venían en los calendarios del «Squire», anunciando el mes de mayo.

Ella sonrió, invitando con asentimientos a que él siguiera hablando. El «maître» colocó una gran copa, en cuyo interior había apenas un dedo de coñac.

Se retiró, y Dalton, mirando ahora la copa, comentó:

—Sobra copa o falta líquido. ¡Sopla, el cristal caliente! Ya oí que así se tomaba el buen «brandy». Pues sí, el caso es que este muchacho, con el que acabo de cambiar un par de tortas, no es malo. Estaría un poco bebido. Le vi entrar, y me dije: «¿Qué demonios irá a hacer Ramirín, en un sitio fino?

—¿Ramirín? —rió ella regocijada.

—Se llama Ramiro, pero cuando era campeón le dieron el diminutivo.

—Usted es boxeador. Debí adivinarlo al verle manejar los brazos, señor Dalton.

Miró en torno Dalton y sonrió:

—Oiga, será por el ambiente, pero es la primera vez que me llaman señor y me hace un efecto raro, como si tuviera sesenta años, o en vez de ser boxeador, fuese… pues, un hombre de estudios. Ramirín y yo no encajamos en este ambiente.

—No es el ambiente lo que importa, sino el modo de comportarse, y usted se ha comportado con ejemplar caballerosidad, puesto que aun dolorido por los golpes, defiende, a su agresor. Es «fair play», el juego limpio del caballero deportista, como dice mi padre.

—Bueno, pues, ya no molesto más —dijo Dalton iniciando el ademán de levantarse.

—No molesta ni mucho menos, señor Dalton. Por favor, siéntese, y oigamos esta música. Es una composición de Debussy, extraña, que remueve en nuestro interior sugerencias de ideales bellezas.

Robin Dalton trató también de apreciar la música, pero lo que se removía en su interior le susurraba que la ideal belleza le parecía emanar de cada rasgo de Eva Tresham.

Terminó la interpretación y ella, tras aplaudir, dijo:

—Es hermoso, ¿verdad, señor Dalton? Y emocionante. ¿Le ha gustado?

—No hace mucho ruido, ésta es la verdad. Y a ratos era como si lloviera sobre un charco. Yo no he tenido tiempo de aprender música buena, ¿sabe?

—Su llaneza es agradable, señor Dalton.

—Robin Dalton, y me quedaré más cómodo si me llama por el apellido o por el nombre.

Ella miró sonriente al que acababa de acercarse. Un hombre de elegante naturalidad, rostro enjuto, y ojos escrutadores, que, inclinándose, besó en la mejilla a Eva Tresham.

—Me han informado que hubo un incidente y he acudido. ¿Qué ha sido, nena?

—El señor Dalton, Robin Dalton.

En pie, el boxeador imitó la seca inclinación de cabeza del desconocido.

—Mi padre, Malcolm Tresham. No fué nada, papá. Un boxeador algo bebido, que me dijo no sé que tonterías, y entonces intervino el señor Dalton, en cuya oreja verás la huella de su caballerosa intervención.

Los grises ojos acerados de Malcolm Tresham se dulcificaron, porque el boxeador, llevándose dos dedos de la diestra a la frente, decía:

—Bueno, señorita. A seguir bien y adiós. No fué nada, señor Tresham. Es más, Ramirín es un conocido mío, y no hubo mala intención.

—No se vaya, señor Dalton —dijo Tresham sentándose—. Parecería como si yo le resultara desagradable, cuando en realidad le estoy agradecido. Al principio no me gustó ver a mi hija con un desconocido, pero le ruego se sirva perdonarme.

—No hay de qué. Es lo natural. Además que yo no soy de esta clase de moscones, ni tampoco frecuento estos ambientes.

—El señor Dalton vio entrar al boxeador que me dijo tonterías, y se intrigó. Entró también y evitó así que seguramente alguno de los camareros se llevara algún mal golpe. El señor Dalton es boxeador.

—Interesante —dijo con fría corrección el inglés.

—¿En viaje de placer o contrato?

—Las dos cosas a la vez. Bueno, tanto gusto, y me voy, porque a las seis tengo que ir al cine con mi entrenador. Sigan bien, y gracias por el coñac, señorita Tresham.

Ella tendió la diestra, diciendo:

—Espero verle alguno de estos días, Robin.

—Gracias. Bueno, adiós.

Se marchó el púgil con cierta torpeza. Malcolm Tresham comentó:

—Estuve preocupado por el camino, nena.

—Siempre piensas que me ha de ocurrir algo malo, papá. Y estuviste muy frío con este muchacho, que es muy simpático. Es gracioso hablando.

—Es de otra clase, nena.

—Pues es de una clase simpática. ¿Por qué no me llevas a verle boxear, o a su campo de entrenamiento? Recibió un par de malos golpes por mi culpa. Y nos considerará muy desagradecidos. A ti te gusta el deporte.

—Bien. Como siempre, será como quieres. Me enteraré de dónde tiene su gimnasio, y le llevaremos algún regalo.

—Gracias, papá. Eres el ángel de mi vida.

* * *

Ramiro Márquez fue discreto, porque nada comentó con sus compañeros de entrenamiento ni con Jeffrey. Pero a media tarde, fué a recoger sus cien dólares.

Tendido en la cama, Robin Dalton mostró el fajito de billetes de cinco sobre la mesita.

—¡Ay qué bien! Oye, Rob… Ya sabes, ¿eh?

—Lo que sé es que me diste en plena caracola. ¿No habíamos quedado que el primero era el estómago? Y me atizaste en la oreja.

—Es que me armé un taco, porque la del té, en vez de chillar como me prometiste, se puso a reír, y ya no recordé si era en la caja del pan o en el calabacín donde yo debía pegar primero. Bueno, para el caso, quedamos como dos cabales. Oye, ¿no hay otra chica que…?

—Ahueca, Ramirín. Quiero estar a solas con mis pensamientos.

—¡Ay, Dios! ¡Que té lo dije, Rob! Que te le dije, y luego no vengas con que no te lo dije.

—Acaba ya con el dije.

—Es una señorita de té, y cuando un hombre como nosotros, empieza a pensar y poner cara de cordero lejos del pesebre, la cosa está clara. Ya te has complicado la vida. Mira, Rob, lo que debes hacer es…

—Dormir. Sé sobradamente que la chica es de otra clase.

—Eso es. Vas en lo justo, Rob. Lo que debes hacer es venirte conmigo, y conocerás una muchacha que vende pasteles, y que está cremosa. Desconfía de las que toman té y además están delgadas.

—¿Delgadas? Pero si Eva tiene unas líneas perfectas.

—¿Ves, ves como ya te has complicado? Pero a lo que íbamos. Tengo una pastelera, así y así —fué dibujando en el aire con las manos Ramiro Márquez— que no toma té.

—¡Fuera, maldición! Con el té, la pastelera y tanta majadería, ya no puedo coordinar.

—Tú lo llamas coordinar, pero esto es que estás flechado, y que… Bueno, ya que voy, caray, porque si hablo es por tu bien, y para que luego no me digas que yo no te dije…

Robin Dalton se colocó la almohada sobre la cabeza. Y muy dignamente, Ramiro Márquez se retiró despidiéndose:

—Hasta mañana, Rob. Por si acaso iré preparando a la pastelera, y nos tomaremos, con su hermana, unos buenos copazos.

Al cabo de unos instantes, ya a solas, sentado en la cama, Robin Dalton meditó que en el fondo tenía razón Márquez. Enamorándose de una señorita que «tomaba té», era complicarse la existencia. Para él, sólo las Myrnas y las pasteleras no le complicarían el entendimiento. De todos modos, consideraba injusto que Eva Tresham no fuera cocinera o tanguista.

A las cinco, abandonó el pabellón, y se disponía a salir cuando le sisearon. Era la llamada de Gerald Masters, que en la galería de la planta baja, paseaba con reprimida nerviosidad.

—Han telefoneado hace unos instantes, preguntando por ti, Rob.

—¿Por mí?

—Eva Tresham.

Sonrió extasiado Dalton, pero al instante frunció el ceño.

—Al diablo con ella. No es de mi clase. ¿Qué quería?

—Saber si podía visitar tu campo de entrenamiento.

—Cuanto más lejos esté, mejor.

—Le dije que a las siete tenías hoy la sesión de guantes.

—Pero si bien sabe usted que voy al cine. Me espera Jeff, que echan una de recia, algo sobre La Selva de Cemento… No, la «Jungla de asfalto». No quiero ver más a esta señorita.

—Vendrá a las siete, Rob. Parece ser que su padre quiere verte entrenar.

—Pues que su papá se alquile un títere. Es un tío de esos estirados, ¿comprende, juez? No es de nuestra clase. No es un hombre fino porque estudió por sí mismo, como usted, sino uno que se lo encontró todo hecho. Y en cuanto a la señorita, pues eso… Es una señorita.

—Ven conmigo, Rob.

Intrigado, el boxeador siguió a Masters, al interior, hasta entrar en un salón, donde Masters fue a sentarse, señalando frente a él una silla.

—Ha llegado el momento de que sepas quién soy, Rob, y no me interrumpas, salvo si te pregunto. Hace dieciséis años, yo acababa de ser ascendido a comisario.

—¿A… a qué? —Se atragantó Dalton.

—A comisario de policía. No me interrumpas: Ya sé que desprecias a los policías, porque desde pequeño te inculcaron la estúpida idea de que los policías son gente indeseable. Si no hubiera delincuentes…

Robin Dalton, crispados los puños, refunfuñó:

—¿Confidente, usted?

—Era antes del 30, una época en que Chicago era casi el reino de los «gangsters». Yo era un policía honrado, y cara a cara, detuve a varios «gangsters» de renombre. Alguno quiso defenderse y escapar, para lo cual tenía que matarme. Tuve yo que disparar antes. Maté a un inglés, sin saber que era amigo de un «gángster» llamado Jack Melton, al que apodaban «Lord Penique», y que sabía esconder la cara. No podía, pues, imaginar que el sádico Melton deseara vengarse. Lo hizo, indirectamente, y como más me podía doler.

Robin Dalton respiraba con fogosidad contenida, pero había algo infinitamente triste en la voz del que evocaba:

—Una noche, al entrar en mi domicilio, encontré un fardo de ropa. Una niña, que una carta prendida en su ropa me decía cuidase. Era la hija de un «gángster» al que yo había, mandado a la cárcel. Durante dos años, me fui transformando, porque sabía por vez primera lo que era un cariño puro. Para mí aquella niña era un manantial de molestias. Y cierta Nochebuena…

Gerald Masters apretó más fuertemente el puño de plata del bastón.

—La niña había desaparecido. La buena mujer que la cuidaba estaba muerta y otra carta me decía que la niña se convertiría en una mujerzuela. No había firma. Empecé a odiar mi profesión, que me apareció como culpable de la muerte de la buena mujer, y del destino de la niña. La odié también porque no me servía para averiguar dónde estaba ella. Fui expulsado del cuerpo, y sufrí una condena. Mis antiguos compañeros me despreciaban, y yo iba ganándome el aprecio de los que antes fueron mis adversarios. Pacientemente, acumulé desprecios. Quería que, tomándome por confidente, algún maleante me descubriera indicios. Yo no podía hacer preguntas, que harían recelar. Y cuando los años iban pasando sin hallar ninguna pista, cada muchachita caída en la degradación que yo veía, me daba miedo de que fuera ella. Por fin, cogí el primer hilo. Brian Dorset Williams. Yo lo apuñalé, y dejé las huellas para que Bruce Talbot fuera a parar a manos del verdugo. Ejecutan a las cinco de la madrugada de un jueves. Y por eso me ofrecí para este cargo. Para ver sudar de miedo a cobardes asesinos.

—Usted, algunos miércoles por la noche… —susurró Dalton, estremecido.

—Eso es. Del mismo modo como muchos creían que era viciosa mi búsqueda de pobres infelices menores de edad. Hice saltar con dinamita a Slop Douglas y Albert Morrison, porque ellos dos fueron los que mataron a la buena mujer que cuidaba de la niña, y se llevaron a ésta, que se salvó del destino que me ha torturado porque Melton, incapaz de ningún impulso noble, se encariñó con la niña, hasta el extremo de que no sólo la hizo pasar por su hija, sino que la trata como a tal. Jack Melton se llama hoy Malcolm Tresham.

—¡Eva es la chica que usted quiere de nuevo tener a su lado! Y es la hija de un «gángster». Entonces… para mí… Bueno, juez Gerry, olvide lo que antes dije. Ya está claro. Usted tendrá a las siete a Jack Melton, y apriétele las clavijas. Merece lo que sea.

—Pero hay un punto que aún no he acabado de aclarar con un aliado mío en ésta justiciera ejecución. ¿Qué se dispone a hacer de su hija Kirk Miller, apodado «Dalias»?

—¡El que se escapó de Marion!

—Es el padre de Evangelina, pero le juzgo netamente incapacitado de sentimientos paternos. Además, tanto él como Linkers, no me aprecian. Quiero pues, que una vez terminado lo referente a Melton, pueda discutir con Miller el mejor destino para Evangelina. He dicho a Miller que tú te harás cargo de encerrar a Eva en el garaje. No lo harás. Vas a llevarla dónde te diré, y esperarás mis noticias. A nadie, salvo a mí, dejarás que se acerque a Evangelina. Y a ella, para no martirizarla, porque puede haberle cogido cariño a Melton, le dirás que él y tu apoderado van a discutir asuntos comerciales. Te creerá, y después… sabrá recordarme y comprender que me asiste toda la justicia de este mundo. Tanto el chofer como dos individuos que siempre la siguen en coche, quedarán a buen recaudo. Son asalariados, y nos limitaremos a impedir que estorben. Después… nos iremos de Cuba. Yo creo que Eva me recordará, y con el tiempo, encontrará un hombre que sabrá protegerla. Al parecer, Melton quiere casarla con alguien de elevada categoría, y afirmó en un reportaje de esos que aparecen en revistas de sociedad, que hasta los veinte años quería librar a Evangelina de desilusiones. Es un inteligente canalla. Y si realmente, como parece, quiere a Eva, sufrirá en horas, lo que yo he sufrido años…

* * *

—Todo en orden, Kirk. Pero tanto tú como Linkers, habéis de recordar que matar a tres detectives sería delito absurdo, que nos echaría encima a toda la policía hispano americana.

—Descuida. Freddy y yo conocemos trucos, sin necesidad de recurrir a gatillos. Pero recuerda que Melton es capaz de engañar con sus cuentos al propio diablo.

—Soy más listo que el diablo, pensando en Jack Melton.

—Creo que sí —murmuró Linkers—. Te has endemoniado, Gerry.

* * *

Los dos coches se detuvieron ante el pabellón desde el que Robin Dalton, en albornoz, hacía señas.

Permanecieron en el segundo coche dos individuos. Bajaron Malcolm Tresham y su hija.

—Buenas noches, Robin. Me dijo papá que las sesiones de entrenamiento las verificaban con preferencia a estas horas, porque dedicaban la primera hora de la mañana a correr, y el mediodía a gimnasia. Papá, quiso traerle un pequeño obsequio.

Malcolm Tresham, cordial, tendió un paquetito, diciendo:

—Estuve ayer casi incorrecto, Robin. Prevenciones paternas.

—Olvídelo, señor Tresham. Mi apoderado, hombre de cierta edad y algo enfermizo, quiere proponerle no sé qué. Le espera en el salón, y yo puedo enseñarle el gimnasio a la señorita Eva, mientras.

La presencia de los tres detectives, hizo que Tresham asintiera, y se encaminó hacia la casa.

Entró, dirigiéndose hacia el salón del que brotaba luz. Miró al individuo que, sentado en una silla, apoyada la barbilla sobre la cabeza de plata del puño de su bastón, saludó:

—Buenas noches, señor Tresham. Me llamo Gerald Masters.