CAPÍTULO VIII

Malcolm Tresham avanzó, impasible.

—Buenas noches, señor Masters. Su protegido, como sabrá, libró ayer a mi hija de un contratiempo. Con su permiso —y sentándose añadió el británico—: Creo que deseaba hablarme.

—Admiro su serenidad, señor Tresham. Parece como si mis nombres nada le recordase.

—Habrá de excusarme si he sido incorrecto, pero he conocido a muchas personas, y mi memoria falla.

—¿Un poco de Oporto, o prefiere vermut, señor Tresham?

—Oporto, gracias. ¿En qué ciudad y qué año nos conocimos?

Gerald Masters escanció en una copa, y cuando el británico iba a cogerla, se sobresaltó. El bastón, en golpe leve, pero atinado, acababa de quebrar, entre los dedos de Tresham, la copa.

Suavemente, silabeó Masters:

—Habrá de excusarme si he sido incorrecto.

En pie, sacudiéndose el pantalón, lívido, Malcolm Tresham miraba al que le encañonaba con una automática.

—En espera de que lleguen dos que posiblemente reconocerás, y que están acabando de sujetar a tus tres guardianes, he de advertirte, Jack Melton, que tuve muy buena puntería. Vuelve a sentarte.

—¡Usted… usted está loco! Es lo menos que puedo manifestar ante su improcedente… ¡Eva!

En el umbral, uno a cada lado, se reclinaron Linkers y Miller. Éste, hizo oscilar una automática de arriba a abajo.

—Ya oíste al juez Gerry, y es mejor que te sientes, Tresham.

—¿Gerry? —Y, abatido, se desplomó en su asiento el británico.

«Gerry» era el nombre del secuestrador que por dos años retuvo a Evangelina. El hombre que ella recordaba, no como el de un «gángster», sino como el de un cariñoso amigo…

—Iré deprisa por lo que me atañe, Tresham. Eres rico, y creo que como el juez Gerry desea disfrutar de tu compañía muchas horas, si quieres que no le suceda nada a Evangelina, dime dónde puedo recoger hasta mañana a las diez, una cantidad aceptable. En tu Banco, o en tu cofre casero. Nos bastarán a Freddy y a mí, doscientos mil dólares. Somos modestos, como podrás apreciar. Dale un poco de coñac, Freddy, al señor Tresham. Está realmente abatido.

Como un felino que se refocila, Gerald Masters asistía al desplome moral de un hombre, al borde del ataque histérico. Hubiera creído más en Jack Melton una reacción más viril.

El británico bebía ansiosamente, cercana de su nuca la pistola sostenida por Frederick Linkers. Cayó la copa de sus manos, y dijo:

—En mi casa, tras un cuadro que representa… Tengo el dinero que me pedís por el rescate, pero necesito que me deis las mismas garantías que supo darme Jack Melton.

Kirk Miller rió, aproximándose:

—¿Te das cuenta, Gerry? Enredaría al propio diablo. ¿Qué garantías quieres, Tresham?

—Yo no os denunciaré, pero he de cerciorarme de que mi hija…

Gerald Masters, levantóse, aplicó repetidamente, en reveses y manotazos, rápidos bofetones a Malcolm Tresham, silabeando:

—¡No vuelvas a llamarla tu hija! ¡No vuelvas a llamar hija a Evangelina!

Se retiró un paso, mientras Tresham, sacando un pañuelo, se lo aplica en los hinchados labios.

—Tienes todas las garantías —dijo Miller—. Pero, pronto, ultimemos el negocio. ¿Qué cuadro es, y qué trampas hay?

—El cuadro representa una escena de cacería, y está sobre la chimenea de la tercera habitación de la planta baja. Apartándolo se encuentra una caja fuerte que se abre con esta llave. En su interior, hay francos suizos, libras esterlinas, y dólares, por una cantidad cercana a los cien mil. El resto y más, en la misma caja, en acciones al portador. Ésta es la llave.

La cogió Linkers y Kirk dijo:

—Tus criados pueden sentirse serviles.

—Escribiré una nota para que mi propio mayordomo os acompañe a la sala, pero necesito garantías de que Evangelina…

—Nos interesan sólo los doscientos mil. Después que los tengamos, hasta con esta casa te puedes quedar, ¿verdad, Gerry? El juez Gerry te vigilará hasta nuestro regreso con el dinero. Vamos, Freddy, lee lo que va a escribir nuestro filántropo.

Malcolm Tresham sacó de su cartera una tarjeta, y en el dorso escribió:

«Acompañe al portador hasta el estudio, donde tienen que recoger documentos para una operación urgente. Lleva la llave. Volveremos a cenar a las nueve».

Firmó, y al recoger la tarjeta, aprobó Linkers:

—Perfecto, Kirk. ¿Cómo se llama su mayordomo?

—Antonio Guiteras.

—Cuestión de media hora, Gerry —dijo Miller antes de salir con Linkers.

Reinó un largo silencio. Por fin, inquieto, dijo Tresham:

—Usted se comportó raramente, Gerry. No tenía por qué maltratarme, puesto que yo estaba dispuesto a pagar lo que fuera preciso. Nunca pude sospechar que el boxeador…

—He estado dieciséis años esperando este momento, y sigo sin hallarle explicación a tu vesanía. ¿Si querías vengarte de mí por la muerte de Archibald Brooks, apodado «Cara de Bebé», por qué no le hiciste a lo hombre?

Malcolm Tresham, sorprendido, murmuró:

—Tiene forzosamente que existir un mal entendido… Pero dígame, ¿y Evangelina?

—Está tranquila y sin peligro con Robin Dalton. Pero nunca más la has de ver, Jack Melton. Nunca más… Te adiviné sincero al decir dónde tenías dinero para Kirk Miller…

—¡Kirk Miller! —gritó Tresham—. ¡Este fué el hombre que… en Chicago, secuestró a mi hija! ¡Este fué el «gángster» que, con un hombre llamado Gerry, retuvo por más de dos años a mi hija! ¡Es para volverse loco! ¿Por qué me llamas Melton, si éste hace tiempo dejó de existir?

—Bajo las manos de un cirujano estético, que lo transformó en Malcolm Tresham. Mientes con sincera efusión, canalla.

—Usted… es un pobre viejo loco. Comprendo que le tenga rencor a Jack Melton que le impidió cobrar el secuestro.

—Interesante historia. Cuéntamela.

—Considero superfluo relatarle lo que forzosamente no puede haber olvidado.

—No importa, te escucho, y quiero apreciar tus dotes de inventor. Podrás engañar a muchos, pero la única verdad que hay en ti, es que quieres a Evangelina como a tu hija.

En el umbral, tras la cortina, Kirk Miller escuchaba, torcidos los labios en sarcástica sonrisa…

—En octubre del 1926, y alojándome en el «Drake», de Chicago, con mi esposa y mi hija, que tenía apenas dos años, Evangelina fué secuestrada. No quise que la Prensa lo publicara, porque estaba dispuesto a pagar lo que me pidieran. Se encargaron en secreto muchos policías de buscar a los «kidnapper», pero el tiempo fué transcurriendo, hasta que, un año después, regresé a Londres, desesperado. La pena mató a mi esposa… En enero de 1929, me visitó un hombre que me dijo llamarse Jack Melton.

Gerald Masters escuchaba, tenso el busto.

—Me explicó que Evangelina había sido raptada por Kirk Miller y sus pistoleros. Pero que Kirk Miller, dos días después, pasó a la cárcel por haber disparado contra un policía. Y Jack Melton me dijo que, tras laboriosas indagaciones, había averiguado, que Miller envió a la niña a un hombre llamado Gerry, para que éste la cuidase, hasta que él pudiera escapar.

Gerald Masters fué ahora entreviendo la verdad…

—Jack Melton me dijo que había vuelto a secuestrar a Evangelina, y que para despistar a Miller y su banda, fingió una venganza… Me pidió una cantidad, que yo entregué. Desde entonces, siempre tres hombres han vigilado a mi hija. Supe que Jack Melton pereció en Londres, en un accidente de coche, al despeñarse.

Gerald Masters se levantó, rígido.

—Quédese aquí, Tresham. Si he cometido un error, sabré repararlo. Volveré con Evangelina. Quisiera tan sólo hablarle a ella unos momentos… para que no siga creyendo que «Gerry» era un canalla. Yo fui… Bien, dentro de unos instantes lo sabrá.

Ya en el umbral, Gerald Masters se abatió de bruces, al culatazo certero que Kirk Miller le aplicó.

Y cuando recuperó el sentido fué para verse atado frente a Tresham, también atado y con una ceja que manaba sangre.

La voz risueña, cordial, campechana, explicó:

—Tuve que perjudicar un poco el rostro del señor Malcolm Tresham, Gerry. Cuando regrese Linkers con el dinero, usted quedará vivo, señor Tresham. En cuanto a su hija, me garantizará la salida de la isla, y cuando llegué a buen lugar, bastará que me remita otros doscientos mil, señor Tresham, y no venderé a Evangelina en el mercado de blancas de Montevideo. El idiota del boxeador me considera un gran amigo de Gerry. ¿Por qué estás tan callado, Gerry?

—No existen palabras para calificar tu inmunda alma, Miller. Hacerme creer que Evangelina era tu hija… y que este hombre era Melton… Te ha de bastar lo que traiga Linkers. Deja en paz a Evangelina.

Kirk Miller se sentó en el brazo del sillón donde estaba atado Gerald Masters.

Miró al atónito Tresham.

—Éste es el policía que mató a Jimmy y que me hizo pasar más años de los que podía imaginar en la cárcel. Sí, si… Tal como le ve, señor Tresham, fué un león forrando corazón de hiena. Sólo emitió balidos ante la pobrecita niña abandonada, y cuando le dije que yo sabía dónde estaba Melton, se echó casi en mis brazos. Te toca a ti hablar, Gerry, mi apreciado y queridísimo cómplice.

—Cuando Linkers vuelva, vete, porque si te llevas a Evangelina, lo perderás todo. Déjala a ella… Yo sé que vas a matarme, pero he de hacerte una revelación. Ya me mataste, Kirk Miller.

Rió con estridencias, malignos los azules ojos el pistolero.

—Estás chocho, Gerry. Siempre pensé que los sentimientos entontecen. ¿Qué te mate, querido?

—La bala que me alojaste un poco alto, en el esternón, formó tumor, que ya es cáncer. Poco me quedaba por vivir…

—Una historia triste la del inspector Gerry, ¿verdad, señor Tresham? Soltaría lágrimas si supiera de donde salen. Esta vez te prometo que, tan pronto Freddy traiga el género, no te fallaré. Por si acaso, el segundo plomo te lo barrenaré en la sien. No tiemble, señor Tresham. La hiena va a morir y…

—Entonces, reza, Kirk Miller. Has citado una hiena, y lo eres. Te supuse un nombre, y eres un cerebro enfermizo. Es lógico que en tu mentalidad, te sea placentero matarme, pero… ¿es que Evangelina ha de ser por segunda, vez víctima de seres como Melton y como tú? Melton y los suyos mataron a la esposa de Tresham, sin tocarla, y a culatazos a la pobre buena mujer de Joliet. Pero tú…

—Viene Linkers… Vete rezando, Gerry. La hiena va a morir.

Los pasos se acercaban, y Kirk Miller encañonó a Masters, que de pronto acababa de liberarse un brazo. Miller habló mientras, estremecido de horror, cerraba los ojos Malcolm Tresham:

—Suéltate el otro brazo, Gerry. Debí pensar que tienes recursos de tu antiguo oficio. Cuando te pongas en pie, entonces…

Giró rápido sobre los tacones porque los pasos no eran los de un obeso abogado, sino el ágil correr de un atleta.

De lado, disparó contra Gerald Masters, y fué el momento en que con todo su peso, Robin Dalton descargó una serie de puñetazos, con la furiosa precisión de un martillo demoledor.