Para la señora Suzanne Césaire
Las campanas de la escuela dispersan por los cuatro costados las pequeñas mestizas risueñas, a menudo más claras de cabellos que de tez. Uno busca, entre las esencias nativas, con qué madera se entibian esas bellas carnes de sombra prismada: cacao, café, vainilla, cuyos follajes impresos adornan con un misterio persistente el papel de las bolsas de café donde va a acurrucarse el deseo desconocido de la infancia. ¿Con vistas a qué dosificación última, a qué equilibrio duradero entre el día y la noche —como se sueña con retener el segundo exacto en que el sol hundiéndose en el mar, con el tiempo muy calmo, realiza el fenómeno del «diamante verde[30]»— esa búsqueda, en el fondo del crisol, de la belleza femenina consumada aquí más a menudo que en otra parte y que nunca se me apareció tan resplandeciente como en un rostro de ceniza blanca y de brasas?