8. La transfiguración lingüística

Se habrá comprendido que de la experiencia de lo Pequeño a la proferición de lo Grande se pasa por la lengua.

«Comienzo como un titán y termino con conceptos» (pág. 68), escribe muy tempranamente Heidegger a Elfride, en 1916. Las cartas (Elfride también funciona en ese ámbito como un vaso o un cuenco) son el reflejo del teatro del pensamiento, con la aparición de los personajes conceptuales en el orden de su invención, de acuerdo con una escansión paralela a la de los cursos, las conferencias y los trabajos filosóficos. En 1930, por ejemplo, el diagnóstico sobre Berlín, un lugar que muestra una carencia absoluta de suelo («die absolute Bodenlosigkeit dieses Orts»), y que a pesar de ello no es un auténtico abismo para la filosofía («kein wirklicher Abgrund für die Philosophie»), transmuta lo cotidiano en los términos de «Vom Wesen des Grundes», escrito en 1929. De ahí la verdadera dificultad de traducción, porque la novedad filosofal se reinserta, se juega, en la prosa de todos los días, entre abreviaturas y dialecto, de donde ha sido extraída; hay incluso algo así como una connivencia de idiolectos entre los «Mi qu. a.» (pág. 357) y los Gestell («dispositivo», 1952 [pág. 365]), Ge-stell (1958 [pág. 408]) o Ereignis (pág. 386). Artillería pesada, muy pesada, a no dudar, cuando se traducen los Ur por «originales» y el muy simple Dasein por «ser-ahí», porque «debe», con todo, contrastar con Existenz, Eksistenz, Sein, Hiersein (pág. 370), Für-uns-Sein (pág. 86), Wesen (pág. 292) y Seyn (pág. 275).

En algún sentido, nunca se trata de otra cosa que de la lengua. Para Heidegger, todo se juega en ella, con el rectorado vivido como una «aridez» que lleva a aprehender una sequedad más prolongada y experimentar la necesidad de una «lengua nueva» (1934, pág. 251). Él lo repite una y otra vez: «Siento como una necesidad creciente la posibilidad del decir simple; pero es difícil, habida cuenta de que nuestra lengua sólo vale para das Bisherige, lo que ha sido hasta ahora» (1945, pág. 300). Negociar la creación entre banalidad e hinchazón, inventar sin reparo por nada (Hölderlin, Parménides y Heráclito, Humboldt) y hasta «camuflar» la omnipresencia de la lengua («El título [“El principio de razón”] es escogido a manera de “camuflaje” con el fin de que la temática de la lengua no cause sensación de inmediato» [1955, pág. 397]). Grass en Años de perro y Adorno con La ideología como lenguaje no pueden dar más en el clavo, como lo revela la seca mención de un complot (1964).

Entonces, ¿qué pensar, a fin de cuentas, de la significación filosófica de esas cartas?

El problema prácticamente no se plantea si uno es nietzscheano, lo cual implica además que se prefiera el desorden filosófico a su orden. Para quien, como Nietzsche, está convencido de que una filosofía es, en definitiva, un relato de vida, el retrato de sí mismo que Heidegger, carta tras carta, dibuja para su esposa, aun cuando sea también una pose y una mentira, como cualquier retrato, no deja de ser descifrable con claridad como una iluminación involuntaria de los procedimientos de su pensar. Hay un pasaje de lo Pequeño a lo Grande, como para Platón lo hubo de las estructuras del alma a las de la Ciudad, y ese pasaje es viable. Lo original, la patria, la acogida o el lugar deben ser representados, sin duda alguna, a imagen de una provincia católica alemana y una casa de montaña. Y la santidad latente del otro, la complicidad un poco obtusa del pueblo y la obra, el valor del perdón, la duración tenaz y hasta la decisión resuelta de aferrarse a sus ideas deben representarse, desde luego, a imagen de Elfride. Son las artimañas de los colegas, las historias de editores y conferencistas y los ataques de los periódicos los que nos presentan el mundo separado del Ser por la gravitación de la técnica y el poderío del «uno» [«on»] sin valor. Bajo los rasgos de una estudiante se presenta el llamado dionisíaco de la naturaleza, y bajo las especies de un descenso en esquí por la nieve virgen desaparece por un instante la falsificación de lo que debemos dejar salir a la luz. De igual modo, la función redentora del Führer se muestra bajo los rasgos de un profesor embargado por el desenfreno rectoral. Y, a la inversa, en el lector excitado podemos muy bien leer las jactancias del paseante en la montaña, del sospechoso enamorado de cualquier falda que pasa, del intrigante de las comisiones académicas, del marido cuyas infidelidades traman su fidelidad, del sedentario de provincia, algo que excede por completo su apariencia, que las enlaza de manera íntima y vigorosa a un pensamiento nuevo: algo, depositado por Heidegger en las cajas de papeles y los libros reeditados, que nos conmueve no sólo por la sublimación de su material existencial latente, sino por un señalamiento inédito del hecho de que, en nuestro mundo aparentemente acelerado, pero también estancado y deletéreo, ese filósofo supo, en la torsión misma que inflige a la lengua, expresar la certeza de que existía el recurso a una salvación, en el lugar mismo donde él se situaba, con la escasa grandeza, el escaso coraje, la obstinación en sobrevivir y la diversión común y corriente; sí, ahí mismo contaba con este recurso que había sabido descubrir: una paciencia de existir más esencial que sus avatares, y que él sabía transformar, como lo hacía Mallarmé con la consola de un pequeño salón parisino, en la más insólita estrella.