1. El «caso» Heidegger

Heidegger es el objeto o el motivo, muy especialmente en Francia, de una polémica permanente, cuyo centro de gravedad es, por supuesto, la relación que puede suponerse entre sus trabajos filosóficos, que hicieron del nombre propio «Heidegger» una referencia fundamental de todo el siglo XX intelectual, y sus compromisos ideológicos e institucionales, que al menos a comienzos de la década de 1930, e incluso hasta el fin de la guerra, acoplaron ese mismo nombre propio a la política nacionalsocialista y/o al Estado nazi, sin que el filósofo, por otra parte, haya ofrecido una explicación valiente respecto de la cuestión, cualquiera que fuese su convicción secreta, en los años posteriores.

Esta polémica se habría mantenido en un nivel elemental, como ocurrió durante mucho tiempo, si se hubiera limitado a comprobar que un filósofo, por grande que sea, puede equivocarse completamente en ámbitos en los que bien se sabe que lo real no es reducible al concepto que ese mismo filósofo propone de él. No es difícil señalar en toda la historia de la filosofía una suerte de disparatorio de las certezas falsables y los compromisos dudosos. Cuando recordamos lo que dicen Rousseau, Kant o Auguste Comte de las mujeres; Hegel y tantos otros de los africanos; Leibniz o Fichte de los alemanes; Descartes o Malebranche de la física de los sólidos; Aristóteles de los esclavos; Platón de la poesía épica o lírica, o Schopenhauer o Santo Tomás de Aquino de la sexualidad, ya no exigimos a ningún filósofo que sea presentable en todas las materias. Lo cual significa únicamente que la filosofía es una actividad singular, cuya relación inevitable con una especie de deseo enciclopédico es también el lugar privilegiado de una errancia.

La mencionada polémica también habría podido quedar circunscripta, en cierto modo, por consideraciones metapolíticas cuyo núcleo es la relación ardua entre la acción política y la categoría filosófica de verdad o de absoluto. La filosofía, en su derrotero principal, al construir su concepto de verdad como antinómico de las opiniones, no admite con facilidad que la política quiera moverse en la completa libertad de estas últimas y pretenda así sustraerse a la autoridad de lo Verdadero y, por lo tanto, a la de la propia filosofía. Esto nos conduce a la conocida observación efectuada por Hannah Arendt en 1969, en el momento mismo en que expresa públicamente su enorme admiración por Heidegger: «La inclinación a lo tiránico puede verificarse en las teorías de casi todos los grandes pensadores». Esta observación pone a Heidegger en la misma bolsa que Platón, lo cual dista, aun a juicio de Arendt, de ser una mera condena: «Tanto Platón como Heidegger, a la vez que se comprometían en los asuntos humanos, recurrían a los tiranos y los dictadores», sigue escribiendo, y estima con justa razón «escandalosos» esos recursos, pero por eso mismo ve en ellos la confirmación, por la vía negativa, de que Heidegger pertenece sin duda a la sucesión de los «grandes pensadores». Esos grandes pensadores, afirma en sustancia Hannah Arendt —a excepción de los escépticos y de Kant, ese escéptico sutilmente disfrazado—, harían mejor en abstenerse de todo compromiso «en los asuntos humanos», en los que impera no la verdad absoluta, sino el juicio, siempre relativo a la diversidad del ser-juntos. En todo caso, si a Heidegger puede declarárselo culpable de algo, no es de su retiro en el pensar y de la obra capital resultante de ello, de su «vida contemplativa», sino únicamente del hecho de haberse creído en la necesidad de envolver en cierta fraseología, en la que arriesgaba algunos de sus conceptos, su fascinación circunstancial por la acción y el poder, aunque la oportunidad de ese compromiso fuera notoriamente criminal.