6. Maquinaciones y carrera
En todas esas relaciones, lo que discurre, según los términos del propio Heidegger, desde la limitación pecadora de la pequeña vida hasta la grandeza de la obra pensante, desde el material sentimental y sexual hasta las invenciones conceptuales y lingüísticas de las que ese material es un importante medio vital, acompaña otra dialéctica: la de la carrera, el lazo que se establece entre la función profesoral y sus avatares y el progreso de la obra escrita.
Las inquietudes maniobreras para la obtención de un cargo docente, un ascenso en la jerarquía, la superioridad institucional sobre los mediocres y los rivales, la concesión de un «honor» (como el de ser el único candidato a un puesto): todo esto ocupa en las cartas un lugar verdaderamente extraordinario. Y tanto más cuanto que, en definitiva, Heidegger no dejará casi nunca su provincia de origen, rechazando, por razones protocolares a menudo transformadas a posteriori en razones nobles, las otras posibilidades, en especial las relacionadas con Berlín. Es importante recordar aquí que Heidegger no disfruta de una fortuna hereditaria y que para vivir depende efectivamente de la situación que tiene en la universidad. Atraviesa períodos difíciles en el aspecto material y tiene en los círculos académicos, incluso en tiempos de Hitler, numerosos enemigos. Su inquietud sobre la reforma de la universidad alemana, muy antigua, también se origina en una experiencia personal hecha de aprietos, limitaciones arbitrarias, decisiones absurdas de las que a veces es víctima. Ese es un aspecto de la cuestión. El otro es una evidente adhesión a las reglas vinculantes de la vida social en la provincia alemana, una participación en esa mezcla de conformismo y amargura que caracteriza a la pequeña burguesía de esas regiones donde, por aquellos años, las religiones, los rangos, las familias y las instituciones imperaban sin disputa. También en este caso, Heidegger transmuta ese material particularmente ingrato en discurso posromántico sobre la habitación, el lugar, el camino, el origen… Y para hacerlo sabe elevar a la categoría de disciplina de la abnegación y el desdén altanero las componendas y las intrigas a las que se entrega, por otra parte, sin verdadera limitación. Digamos que lo que se lee en las cartas es una construcción en tres etapas: una experiencia frecuente en el plano de la vida convencional y sus agitaciones sin grandeza; una postura subjetiva, a menudo retroactiva, que presenta la chatura de esa vida como entorno planetario devastado y exceptúa de ella el puro pensar, y una producción lingüística genial, que circunda a la excepción y la hace brillar en el cielo de la filosofía. Elfride, la «almita querida», es la confidente designada y, sin duda, la consejera sagaz de todo eso.