Controversia local 4
—Barbara Cassin se acuerda entonces… Recuerdo de tren: yendo al entierro de Chat; encuentro con Vidal-Naquet, quien decía que lo único que no entendía ni le gustaba era la relación de aquél con un Heidegger sin retractación. Le respondí en ese momento que el no renegar era, para mí, el único gesto verdaderamente «bello y bueno» de Heidegger. En su pensamiento no había cambiado nada (la Kehre no es un viraje de ese orden o sobre ese punto, sino todo lo contrario) que le permitiera cambiar de posición política, y era eso lo que reconocía al no arrepentirse. Si su pensamiento era nazi, podía seguir siéndolo aún en el futuro. En ese aspecto, no es más inconsecuente que Platón o Nietzsche, y muestra mucha consecuencia en su desestimación de Celan.
Como un recuerdo llama a otro, ella evoca además este: la comparación de las estructuras, voces y palabras de Char y Heidegger, como grandezas (e hinchazones) inversas. Char, colosal y sonoro; Heidegger, de pequeña solemnidad fascinante, con semantemas de temblor tanto más considerable al ser traducidos. En cada uno, una relación distinta de lo grande y lo pequeño, que debía captarse en sus metáforas para describir su común división poesíalpensamiento. Dos alpinistas que se hacen grandes señales desde cumbres enfrentadas, decía Heidegger. Dos prisioneros en sendas mazmorras, separados por un calabozo ocupado, que se transmiten señales mediante golpeteos a través de gruesas paredes, agujeros minúsculos y un intermediario adormecido, replicaba Char.
No segregar entendiéndolos, nazismo y resistencia, alemán y francés. ¿No segregar? ¡No segregar!
Pensar en esto: las traducciones de Heidegger. ¿Qué alemán habla y qué francés se le hace hablar? ¿Cómo es que para Heidegger el estilo es el hombre, pero el estilo traducido, en francés, es mucho más opaco y profético que el alemán, sin la bonhomía de un posible tonelero? Heidegger dista mucho de hablar la «gran lengua alemana», aunque sólo sea por su voluntad de inventar un afuera de la lengua académica, la de un Cassirer por ejemplo, que la hereda. Empero, ¿cómo separar la lengua que él habla, historialmente reivindicada, de la posibilidad del nazismo? ¿A diferencia de las disecciones de Klemperer, de la lengua despistada y torpona de una Arendt refugiada políglota («Yo me decía: ¿no es, pese a todo, la lengua alemana la que ha enloquecido»), de las «Strette» de Celan, y de Adorno? Es muy difícil saber lo que suena nazi en el alemán, en el de Heidegger, y muy difícil saber lo que proviene de la traducción francesa, una traducción de discípulo, y no de germanista; una traducción con afán de emulación, comprometida con la tesis heideggeriana respecto de la lengua y la traducción, como si el alemán fuera heideggeriano. ¿La traducción de Heidegger no es una reparación no nazi, para nosotros (el Faye que dormita en cada uno de nosotros) aún más nazi que los nazis, como el alemán es para Heidegger aún más griego que el griego? Ocultad ese nazismo que yo no podría ver, y se hará patente a plena luz del día. Ligada al privilegio de la edición de última mano, voluntariamente carente de todo aparato crítico, la traducción piadosa, la misma que propone para el discurso rectoral «L’Université allemande envers et contre tout elle-même»,[3] no puede sino obligar al francés lector o no de La Fontaine a hacer coincidir Führer y Führer.
—Alain Badiou está en completo desacuerdo con esta visión de las cosas. Cree que jamás hubo, salvo retrospectivamente, una ligazón orgánica entre la «gran lengua» alemana y el nazismo. Se cae en una ficción, objetivista y de lenguaje a la vez, cuando se inscribe el nazismo como efecto intrínseco de la lengua perfeccionada por el romanticismo alemán. No hablemos siquiera de Hegel, cuyo destino natural fue la dialéctica de la emancipación. Puede demostrarse que nada se distingue más de la concepción política del nacionalsocialismo que las sentencias y los poemas de Nietzsche. Se advertirá asimismo que Husserl, en la Krisis, habla esa lengua, es dos veces «historial», sin que nada, ni en su pensamiento ni en su vida, mantenga la más mínima relación con el nazismo. Como siempre, la lengua no determina gran cosa, y, como dice Platón en el Crátilo: «Nosotros, los filósofos, partimos de lo que existe, y no de lo que se dice». Difícilmente sea posible contentarse con decir que la traducción francesa de esta lengua a la que se supone culpable es no nazi y, por lo tanto, también hipernazi. En lo fundamental, los auténticos[4] heideggerianos franceses estuvieron del lado de la emancipación universal, de la Resistencia, del comunismo antiestalinista y de Mayo del 68, ya se tratara de Blanchot, Chat; Lacoue-Labarthe, Nancy o de muchos otros. Es que la retroacción de una gran filosofía sobre sus condiciones, en particular su condición política, depende en esencia de la manera en que ella ha reconfigurado el concepto de verdad en la dirección de lo que imponía su tiempo. Y esto supone que, en definitiva, una gran filosofía sea apropiada a aquello que, de ese tiempo, construido con las singularidades de ese tiempo, no deja por ello de tener un valor universal. Mas en el nazismo no hay explícitamente rastros de la universalidad. Por eso el destino fundamental de Heidegger ha sido su adaptación, no en modo alguno a las doctrinas políticas de la particularidad, la sangre y la raza, sino a las de la universalidad y la igualdad. Es probable que él casi no se haya reconocido en esa adaptación, pero esto no tiene ninguna importancia filosófica.
En todo caso, es en el marco de esa larga y paciente defensa, de esa reconstrucción, tras la prueba y el juicio oficial, de sí mismo y del juicio de los otros sobre sí, donde debemos interrumpir nuestras suposiciones en cuanto a la desaparición de muchas cartas de la década de 1930. Sólo los inquisidores hacen hablar a los silencios y los muertos. Lo cierto es que, en las cartas con que contamos, las apariciones de la palabra «judío» son muy poco numerosas, muy poco singulares, una escansión no desmentida hasta 1933. Un antisemitismo común y corriente (comunistas, acaparadores, tramposos) con su reverso de respeto intelectual (más inteligentes que los universitarios a carta cabal, más cultos que los nazis): nada demasiado complicado. Todo ello, contra el telón de fondo de un odio-enamoramiento por Husserl, evidente pero nunca explícitamente ligado a la cuestión. Desde 1916: «la judaización de nuestra cultura y nuestras universidades es sin duda espantosa» (pág. 82), por lo cual —concluye en líneas generales el pensador— la raza alemana necesita fuerza interior para llegar a la cima. En agosto de 1920, en Messkirch, tal vez haya que hacer acopio de provisiones: se dice una y otra vez que los judíos compran grandes cantidades de ganado y «todo está inundado de judíos y mercachifles» (pág. 157). En octubre, frente a la lectura de las necedades universitarias sobre Hölderlin, «hay momentos en que uno sería de buena gana un antisemita de la inteligencia» (pág. 162). En 1924, cuando se refiere a la astucia de Jakobsthal para conseguirle un mejor salario a su asistente, un paréntesis: «(¡estos judíos!)» (pág. 188). En 1928, durante las grandes maquinaciones para obtener un puesto, acerca del brillante peritaje realizado por W. Bauer: «Es indudable: los mejores son los judíos» (pág. 211). En septiembre de 1932, tiempos sombríos: entre los nazis «limitados para la cultura y las cosas del espíritu» y el comunismo «mal reprimido», a punto tal que «si aparece un hombre y se hace cargo de la situación, representará un poder terrible: toda la intelligentsia judía está incorporándose a él» (pág. 236); y la Jüdische Rundschau está tan bien hecha y orientada que él envía los ejemplares a Elfride, quien comparte su opinión. En octubre de 1933, Heidegger se subleva contra la permanente invocación al Buen Dios: «Tenemos empero una reacción sana y todos los judíos están haciéndose cristianos» (pág. 246). En marzo, Jaspers, por bien que esté, sigue «obstaculizado por su mujer» (pág. 248).
Luego, nada más en las cartas conservadas; apenas una postrera mención indirecta recogida en 1961, cuando Heidegger escucha en la radio suiza el último curso de Jaspers sobre el «judío Jesús» (pág. 440), fundador de la historia de Occidente.
Reiterémoslo: no se puede advertir la falta de lo que se desconoce, ni pueden extraerse argumentos de un silencio. Efecto de silencio, sin embargo, en vista de lo que se conoce.
Sabemos de la existencia de Hannah Arendt y de las cartas que Heidegger le escribe desde 1925 hasta la última de ese período, en 1932-1933 (en la que responde, puntilloso, a la acusación de «antisemitismo furioso»);[5] nada puede sospecharse de ello en las cartas a la esposa, ni siquiera en negativo, a través de los celos de Elfride. Esa ausencia, es cierto, no tiene probablemente nada que ver con el hecho de que Hannah Arendt sea judía. Este motivo no interviene de ninguna manera en la correspondencia amorosa que comienza en febrero de 1925 («Querida señorita Arendt») y se sella tres meses después («desde el día en que todo se derritió sobre mí, a saber, tú»). No, en la ocultación flagrante de Arendt no hay trazas de antisemitismo, sino de un rasgo al que volveremos: el control de la correspondencia de un hombre, cuando se trata de hacerla pública, por su mujer legítima, sea cual fuere por otra parte la fuente, evidente, oficial o más oscura, de esa «legitimidad».
Se sabe lo que los nazis les hicieron a los judíos, pero al leer esta correspondencia jamás puede sospecharse nada de eso. Un silencio de importancia. Que habría de persistir, sin embargo, hasta el final. ¿Con qué comparar, además, el objeto de ese silencio? ¿Cómo evaluarlo? Para Heidegger el pensador, lo sabemos, nada es Grande, en la historia de la persona o en la historia del mundo, salvo la tarea del pensar, la Aufgabe, la única que da la medida, la medida única: «no pido nada para mí, todo para la tarea» (pág. 260).
Si se supusiera, por añadidura, que Heidegger, sea en esta correspondencia o en otra parte, hubiese deseado romper ese silencio y verse frente a frente con el crimen —cuestión que, después de haber sido juzgado por su afiliación al partido nazi, estimaba poder evitar—, ¿qué palabras, qué atenuantes, habría podido o debido aducir para mitigar la vindicta de sus actuales fiscales? El estilo general de su pensamiento, que incluye una buena dosis de retórica profética, ¿podía integrar, sin desintegrarse, la confesión pública o —digámoslo— la renegación que tantos partidarios violentos del comunismo, en Francia, creían adecuado exhibir en público, hacia fines de la década de 1970, y relanzar así con golpes en el pecho, el propio o el de los otros, la moda de la moral y la religión? Lo cual, entre paréntesis, nos ha enseñado que además de sus «dos fuentes», señaladas por Bergson, la moral y la religión tienen una tercera: el cambio de chaqueta de los «revolucionarios» cuando perciben que, en ausencia de revolución, ser revolucionario no acarrea más que molestias.
El muy lamentado Lacoue-Labarthe, insospechable de antiheideggerianismo estúpido, pero que en varios textos de vasto alcance filosófico propone una visión vigorosa y completa de la cuestión, limitaba en definitiva su crítica al hecho de que el Pensador no hubiera considerado en ningún momento que su deber fuera pedir perdón. El punto de vista de Chirac, Gordon Brown u Obama cuando lo piden, uno a los judíos, otro a los homosexuales y otro a los africanos, tal vez lo habría convencido de que, bien mirado, más valía, en vista de los crímenes cometidos, no recurrir a ese tipo de actitud paternalista, vana y sin costo alguno. La cuestión histórica nunca es la del perdón o el arrepentimiento, sino la de saber qué se está decidido a falsear después de haber obrado mal. De todos modos, no vemos cómo habría podido Heidegger transformar lo que nos ha legado —cuyo soporte estilístico obligado es la altivez, y hasta la arrogancia— en confesionario new look. Ahora bien, lo único que nos importa es ese legado.