4. Prosa planetaria en la provincia alemana

La correspondencia entre Martin y Elfride resulta apasionante porque extiende aquella matriz (lo Pequeño como soporte existencial de lo Grande) a muchos otros aspectos de la existencia del pensador. Lo que posibilitó que éste pudiera ser un rector nacionalsocialista en el momento mismo del asombroso destape moderno del idealismo alemán se ve también en acción en la relación que mantiene con el lugar (la provincia profunda y lo destinal planetario), las mujeres (el cazador de estudiantes y la santa espiritualidad del matrimonio), la universidad (las incesantes intrigas de gabinete y el desinterés profético del pensamiento solitario) y, por último, la existencia concreta en todas sus dimensiones. El material existencial sublimado en el «decir» heideggeriano es, hay que reconocerlo, de una calidad bastante pobre. Lo apasionante es seguir las operaciones de su inyección en la lengua especulativa, de las cuales daremos algunos ejemplos.

Es menester partir del comienzo: el cortejo de Elfride por Martin durante la Primera Guerra Mundial. La propia Elfride señala que las cartas de esa época son el modelo de todas las otras, innumerables, que él enviaría a continuación a sus sucesivas queridas («el Tú de tu alma amante me ha encontrado» [pág. 406]).[6] Ahora bien, ¿qué es lo que lo mueve? Quizás el maquillaje del deseo de seducir y de la vigorosa sensualidad, metafóricamente campesina, del pensador, en una elevación espiritual que hace de cada mujer el recurso escogido de la obra y el trabajo. En cada una de las ocasiones, la singularidad del encuentro se presenta como una nueva oportunidad por fin brindada a la aplastante tarea que el destino o los dioses han asignado en esta tierra al filósofo: conservar lo que pueda conservarse del pensar en el entorno nihilista de la técnica. Nos inscribimos, sin duda, en la lógica de la Musa, tan bien descripta por Étienne Gilson. Sin embargo, seamos cautos: en este punto, como en otros, Heidegger no es «platónico» en el sentido dóxico del término. El amor se manifiesta en el plano de los cuerpos, se presenta bajo la apariencia de una joven y bella estudiante o de una aristócrata culta; no es en modo alguno «platónico». Sin embargo, da pábulo a una prosa que lo integra a la misión del filósofo, de tal manera que ésta, por cierto, se inflame y se reactive en virtud de la satisfacción seductora, pero también quede protegida, resguardada, en cuanto es lo que perdura en el cambio, lo que impide que el amor sea su propio fin. De suerte que el texto sobre Platón que Martin ambiciona escribir sin cesar debe dedicarse obstinadamente a Elfride.[7]

En el caso de esta última, cuando Martin tiene veintiséis años, el pathos no es todavía aquel que conocemos en su potencia y su originalidad. La religión ocupa el primer plano lingüístico de los impulsos espirituales con que se adorna el deseo. Por lo demás, es sorprendente esa importancia extrema de las pertenencias clericales en la historia de las conjugaciones sexuales. Martin, nunca heroico, tiembla literalmente ante la perspectiva de confesarle a su familia católica que quiere comprometerse con una protestante. Estamos aquí frente a una vieja novela de la preguerra, en la que familias y religiones aún marcan de cerca el devenir social de los amores. Este dato religioso fija también el horizonte sublimado en que los amantes (¿lo son ya, esto es, antes del matrimonio?; sí, probablemente, y veremos todo el alcance que tiene esta cuestión empírica) expresan su devenir en el lenguaje de la salvación espiritual, la construcción de una patria mental, el léxico manido de la Heimat eterna apta para albergar la disciplina de los éxtasis.

Entre los intereses de las grandes correspondencias (sesenta años, en este caso) se halla el de hacer ver los lentos efectos del tiempo. Se advierte con claridad que la evidencia religiosa del amor inicial, y también final, se deforma y desgasta con lentitud. Tras la Segunda Guerra Mundial en particular, tras la cesura nazi, las confesiones (católica, protestante) ya no se tocan sino de manera anecdótica. Sin embargo, Dios permanece. Esta historia conyugal es también la de una depuración del elemento de creencia que la envuelve, a punto tal que Martin da a entender que les corresponde a ellos, su mujer y él, crear las condiciones para el retorno del Dios de quien hablan. Así, la trayectoria de las cartas de amor se desplegaría entre la celebración mística, por parte de los amantes, de un más allá espiritual de la carne, que opone la verdadera religión al rumbo profano y degradante del mundo moderno, y la invención retirada y solitaria, lanzada hacia el porvenir como una profecía de boato holderliniano, del Dios que nos falta.

Es por eso, sin duda, que las mujeres requeridas para esta misión ya no son exactamente piadosas muchachas consagradas al universo familiar, sino que tienen, de Hannah Arendt a Marielene, una pincelada de aventureras intelectuales, o bien de princesas hastiadas.