13
Al salir de misa, había visto a Dolores sólo el tiempo necesario para, al pasar cerca de su coche, suplicarle. Necesito verte esta tarde. Ya sabes, en el Fortín. Ella no había contestado. El chiquillo que la acompañaba me saludó con la mano. Eso fue todo.
Durante el almuerzo, Isabel Pereyra hizo gala de locuacidad; charló hasta por los codos, según afirmaba la Pancha. Quería dejarnos una impresión amable, o agradecer por anticipado el préstamo del break. Tiburcia parecía contagiada y aprovechaba los descansos de su hermana.
Les escuchaba sin prestar mayor atención a lo que decían; de vez en cuando, ensayaba una artificial sonrisa. Aquel día, hasta Isabel me parecía simpática; el vino tenía nuevo sabor; todas las personas se me antojaban amables y encantadoras y, como siempre, las empanadas de la Pancha me resultaron sabrosísimas.
Fue muy corta la sobrecomida; las viajeras debían preparar sus bártulos antes de la siesta y estar listas para las cinco.
Ya en el dormitorio, la impaciencia me ahuyentó el sueño, a pesar de que había regresado del carolino cuando comenzaba a clarear. El cansancio de la velada anterior y el acostumbrado madrugón para la misa de los domingos, pronto sumió a la casa en silencio. Esperé unos momentos antes de salir.
Traspuse dos alambrados y me hallé en el potrero de las lecheras. El sol me quemaba la cara; me quité el sombrero de corcho de tío Ignacio, que gustaba ponerme durante sus ausencias, y revolví el pelo para refrescarme con el aire que llegaba desde los sauces del canal. Frente al rancho, encontré a Cirilo dormido: la chaqueta doblada servía de apoyo a la cabeza; muy cerca suyo había un azadón con el mango lustrado por el uso. Desde el alambrado que nos separaba, le miré dormir plácidamente, luego recogí algunas piedritas y comencé a tirárselas; una de ellas golpeó en la hoja de acero del azadón. Cirilo dio un salto y, restregándose los ojos, se puso en pie:
—¡Ah!…, era usted…
—¿Quién había de ser? —contesté riendo.
Cachacientamente sentóse en el mango del azadón y, como si de antemano conociera mi respuesta, interrogó con tono agrio:
—¿Qui’hace levantao a estas horas? Siempre anda andando como las lagartijas…
—¡Ya estoy harto de oír la misma cosa! ¡Salgo porque se me da la real gana!
Dobló el saco y lo colocó sobre el hombro izquierdo; luego, sin mirarme, murmuró:
—Ya todos sabemos adonde va…
—¡Cirilo! —grité fuera de mí.
Se detuvo sin chistar y ni siquiera volvió la cabeza.
—¡Cirilo! —volví a gritar hasta que me miró—. ¿Qué te importa a vos y a cualquiera, donde vaya yo? Chismoso como una vieja. ¡Vos, tan luego vos! ¿Te olvidás lo que sos?…
Le vi empuñar con fiereza el mango del azadón; una gruesa arteria le golpeteaba en el cuello. Fue como una centella que cortara en dos el cielo. Luego, sus músculos se distendieron y, de nuevo, me miró con la acostumbrada mansedumbre. Inclinando la cabeza, dijo, por fin, con voz apagada y amarga:
—Nada, nada debe importarme, joven Alberto, pero no necesita recordarme que soy un guacho… y nada más qu’eso… —y, volviéndose, echó a caminar hacia el rancho.
—¡Cirilo, Cirilo!…, ¡por favor, escuchame! —supliqué avergonzado.
Sin detenerse, le oí decir:
—No puedo, joven Alberto, tengo que desembancar l’acequia del camellón’e los guindos —la voz se le estranguló y entonces echó a correr.
Tuve intención de seguirle, pero no pude. Debía tener mi cara semejante a la de Osvaldo Sierra.
Quedé colgado por las axilas en el alambrado, como ropa extendida al sol. Me odié. Sentía asco de mí. Era un bruto perverso, inflado de orgullo.
Abatido y jurando pedirle perdón, de rodillas si fuera necesario, tomé el caminito del Fortín.
La idea de humillarme ante Cirilo me fue devolviendo la calma. Mientras caminaba imaginé la escena de la expiación en el marco solemne del patio del Fortín; al fondo, arrendatarios y peones alineados respetuosamente, me verían bajar del caballo, al que antes habría hecho caracolear sobre las patas traseras. Humilde, hincaría rodilla en tierra, como Cristóbal Colón, como aquel emperador de florida barba que vistió ropas de penitente y fue a postrarse ante el Papa. Ya no me creí tan perverso, sonreí apenas, engallé el pecho y me estuve remirando, montando en el «brioso corcel de fulgurantes gualdrapas», como decía, a troche y moche, una novela de caballería que leía tía Joaquina.
Caminaba ahora con agilidad; con alegría de cabritillo que brincara en el aire, las cuatro patas recogidas graciosamente, la cabeza pegada al pescuezo, comeando con su blanco y rizado vellón a una mariposa imaginaria. Tomé una varilla y me entretuve en fustigar las matas de hinojo que bordeaban el canal; aspiraba el perfume que me disgustaba en la medida necesaria para, sin embargo, tener deseos de sentirlo.
Llegué así hasta la compuerta; con ligero estremecimiento recordé la escena de días atrás; traspuse el tronco del árbol exagerando los ademanes de un equilibrista de circo.
Me detuve sorprendido.
Bajo un sauce, echada de espaldas, la cabeza vuelta hacia la izquierda, los brazos recogidos a la altura de la cabeza, con la gracia de esos gatos que juegan con ovillos de lana en las instantáneas que adornan las vidrieras de las casas de fotografía, dormía Dolores.
Llevaba la pollera azul de todos los días, que se le ajustaba en el pecho.
No quise ver sus piernas entreabiertas como las de un borracho caído.
Sentado en el marco de la compuerta, estuve contemplándola en silencio. Igual miraba aquellas porcelanas de Saxe ubicadas sobre la chimenea del comedor: no me atrevía a tocarlas por temor a la torpeza de mis manos.
Las pestañas, negras y sedosas, daban sombra desazonante a la tersura de las mejillas. Había visto surcos volcados por el arado que, al día siguiente, la escarcha ennegrecía.
Lentamente, andando sobre pies y manos, me acerqué. Hubiera bastado bajar la cabeza para besar las trenzas recogidas en la nuca, pero tuve miedo de despertarla; hasta hubiera querido espantar los gorriones que, en interminable greguería, jugueteaban ensuciando sus alas en el polvo suelto de las champas.
Es igual a Julieta —me dije, quedamente—. Dos de las más resplandecientes estrellas, teniendo…
Dolores abrió los ojos, apenas tuvo un ligero sobresalto. De pronto, incorporándose sobre los codos, me preguntó con tono seco:
—¿Qui’haces aquí?
Sentí deseos de besarla, pero me contuve. Durante un momento no supe articular palabra. La contemplaba como deseando envolverla con mi ternura.
—Te miraba dormir, es la primera vez que… te miro, amor mío…
La palabra que fluyó armoniosa, con facilidad que me asombró, le pareció a ella extraña; creí notar un movimiento de defensa, quizás de repulsa.
—Te miraba, Dolores… Nada más que mirarte… Te parecerá tonto, pero era así. Tenía miedo de tocarte, como si hubiera de hacerte daño en cada caricia. Cuando atas la viña para que el sol caiga sobre los racimos, ¿nunca has tenido miedo de tocar un brote chiquito, tan chiquito que apenas es verde a la luz del sol?
Dolores me contemplaba asombrada. Con mi alma deseaba transmitirle la respuesta que borboteaba en mí. La veía acorralada, como animal chúcaro que busca el momento de escapar. De pronto, dijo sueltamente:
—¿Los brotos? ¿Los brotos, decís?… ¡Bien haiga con la ocurrencia! Si’esos hay que arrancarlos…, nunca han de ser sarmientos cargadores y sólo li’hacen daño a las cepas… ¡Pucha qui’habías sido pueblero! —y echó a reír locamente…
Tuve ganas de taparle la boca. Desesperado exclamé:
—Es que no me comprendes, Dolores, yo no quise decir eso…
Me contuvo su mirada pensativa y asustada. La tomé por los hombros, estábamos tan cerca que de nuevo su aliento golpeaba mi boca.
—No me comprendes, Dolores… yo, yo… ¡te amo, te amo, te quiero!
Gritaba, casi, como en la noche anterior bajo el carolino. Con desesperación la vi, más aún, la sentí, replegarse sobre sí con el terror de los quirquinchos que ocultan su cogote bajo el caparazón, ante el cuchillo que va a degollarlos; luego, miró en todas direcciones.
—Alberto, ¡por Dios!, no se ponga a gritar, nos pueden oír… Acuérdese qui’hoy es domingo y la señora da permiso para qui’hagan pinis en el Fortín…
—¡Que nos oigan, que escuche quien quiera! ¡Al primero que aparezca le hago echar los perros! —grité fuera de mí; luego, bajando el tono agregué—: No me importa, Dolores… quisiera que todos lo supieran… aun en casa de la…
La palabra se negó a salir de mis labios. Dolores, tomando mi cabeza entre sus manos, comenzó a besarme con prisa, como si fuera un niño al que es necesario acallar.
Sólo se escuchaba el ruido del agua al caer tras la compuerta. Sus labios apretaron mí boca entreabierta, me apoderé de ellos como sí hubiera de arrancarlos.
Lentamente olvidé mis palabras; se ocultaron tras nubes de fuego que se agolpaban en mi garganta, luego de apretarme el pecho como ráfagas de viento zonda… De nuevo, se entremezclaron nuestros cuerpos.
Dolores se levantó componiendo el vestido.
—Ya es muy tarde, tengo qu’irme…
—No te vayas, Dolores, quedate un rato más…, quiero que hablemos.
—¡No puedo, pues! —contestó cortante, mientras sacudía su ropa.
—Jamás puedes hablar conmigo… ¡Siempre sales disparando, como si tuvieras miedo, como si tuvieras vergüenza de estar conmigo! Dolores, nunca sé nada tuyo, ni siquiera dónde vives. ¿Es lejos?
—Al otro lau del puente.
Su respuesta fue breve, como si le fastidiara mi insistencia. Desvió su vista y, sin esperar más, comenzó a caminar a través del potrero; cuando estaba a unos pasos y ante mí asombro, se dio vuelta para decirme con sonrisa forzada:
—Adiós, Alberto…
Anonadado corrí tras de ella y la detuve tomándola por los hombros. Se desasió con brusco movimiento.
—Déjeme, nos pueden ver… Ya le’i dicho, es tarde y me esperan. Déjeme por favor… ¡no sea tan cargoso, pues!
Me resistía a creer lo que escuchaba.
—Dolores, ¿qué te he hecho yo?, ¿no sabes que te quiero? ¿Por qué sos así? —exclamé lleno de angustia, atropellando las palabras y sin comprender nada.
Me miró con frialdad, casi con repulsión, y echó a correr entre la alfalfa, que se abría a la altura de sus caderas para darle paso.
La seguía trastabillando, las piernas apenas me obedecían. Corrí como si me acosara ese miedo a los lugares solitarios que aterraba el largo de mi infancia. El sol, ya inclinándose sobre la Cordillera, nublaba mis ojos. Corrí desatinadamente. Dolores me precedía siempre. Llegamos así hasta la puerta del callejón del Fortín; se detuvo un instante para abrirla; en un esfuerzo, que me pareció sobrehumano, logré alcanzarla. La abracé con fuerza, la respiración entrecortada me impedía hablar, a duras penas farfullé:
—¡Dolores! ¡Dolores! ¿Qué te pasa? ¡Decímelo, por favor!… Ahora, ya no puedes irte así…
Su cara transpirada brillaba a la luz del sol. Sin poderme contener, la besé en los ojos, las mejillas y la boca. Quedó en mis labios el sabor salobre de la transpiración.
Me abrazaba a ella como si quisiera injertarme en su pecho.
Llegado desde un mundo remoto, escuché ruido de arneses y el golpear apagado de cascos de caballos sobre la tierra fofa de la calle de los Sauces.
Un estremecimiento recorrió mi cuerpo.
Aquel ruido me era harto conocido. Levanté la vista y quedé alelado. A diez pasos, en la huella polvorienta, pasaba el coche de abuela.
Con movimiento mecánico y sin poder alejar la vista del carruaje, aparté a Dolores. Era tarde: el coche ya había disminuido su marcha para cruzar el talud cubierto de ripio, que salvaba el desnivel entre la calle y la entrada del Fortín. Clavados por el asombro, mis ojos no pudieron apartarse de los de Isabel Pereyra. ¡Había visto, sin la menor duda!
El coche siguió la marcha y una nube de polvo me hizo cerrar los ojos un instante.
—¡Ves lo qui’has sacao! ¡Todo por meterme con guaguas! —exclamó Dolores con ferocidad que ya no se molestaba en ocultar.
Nuevamente echó a correr por la calle de los Sauces, en dirección del río.
Ya no intenté seguirla. Me dejé caer sobre una gran piedra castaña veteada de gris, que protegía el quicio de la puerta desvencijada. Sentado, los brazos colgantes, quedé con la vista fija en las alpargatas que Dolores agitaba al correr. Una pequeña nube de tierra, como la que levanta el trote de los perros, quedó balanceando en el aire cuando ella desapareció entre los chilcales.
Me pareció que tía Elvira habría de tocarme el hombro diciendo: «¡Alberto, cambia la placa!». Estuve allí, encogido, esperando en vano.
De pronto, un mugido ahogado salió desde el corral e hizo eco en las paredes derruidas del Fortín. Por sobre el tapial alcancé a divisar el testuz, lleno de motas rojas y blancas, de un toro; las patas delanteras en alto, apoyados los cuadriles bamboleantes sobre otro lomo… Di vuelta la cabeza. Solamente Cirilo sabía decir, con su cara mansa: «¡Ojalá salga rocillo el ternero!».
Todo había pasado en una noche y en un pedazo grande del día.
La Pancha nos había contado que, en las noches de luna llena, aparecía en la cresta del Pum-Mahuida un guanaco dorado, «¡Si viesen cómo relumbra!, parece toditito de oro…». Se detiene un momento en la cumbre, con el suave vellón al viento, y se esfuma en cuanto ve a un cristiano malo; por eso muy pocos lo han visto… ¡Yo había soñado muchos veranos con ver, algún día, el guanaco encantado!
Cansado, las pantorrillas flojas, como si hubiera galopado leguas de leguas, la cabeza colgante sobre el pecho con pesadez de aldabón, emprendí el camino de las casas. Instintivamente seguí las huellas de Dolores, hasta que desaparecieron mezcladas con otras del sendero.
Un hombre joven surgió tras de unas chilcas; hubiera jurado que estaba en acecho. Se apartó para dejarme paso, al tiempo que saludaba con turbación:
—Buenas tardes, joven…
Contesté el saludo maquinalmente. Sin explicarme el motivo, deseé seguir tras el desconocido, con esa inconsciencia de los perros que han perdido a su amo y corren atarantados husmeando a uno y otro viandante.
Pasó a mi lado, y en dirección a San Rafael, un camión que acababa de salir de los higuerales del Fortín. Hombres, mujeres y niños, cantaban alegremente. De haberles pedido, me hubieran hecho lugar entre ellos: «Donde hay muchos, siempre caben unos más», responderían. Hubiera sido lindo cantar cualquier cosa, sentir cerca el calor de otros cuerpos, abrazarme a otras gentes, oír sus voces alegres cuando se dirigieran a mí. Cualquier cosa, pero no estar solo, de golpe, sin que nadie me hubiera dicho: «Esta tarde has de quedarte solo».
El aire —¿de dónde salía ese aire tan fresco?— me rodeaba y ponía carne de gallina en las espaldas, en los muslos bajo los pantalones de hilo. Apretaba los carrillos sin saber por qué.
De nuevo, me pareció escuchar la marcha del break de abuela.
Sin embargo, no era posible. La finca de las Pereyra quedaba a dos leguas.
Una idea terrible sacudió mi cabeza. Apenas tuve tiempo de esconderme tras de unas chilcas y jarillas. Desde mi escondrijo vi pasar, al trote largo de los caballos alazanes, el coche. Isabel vociferaba con ademanes de empanadera.
Reinicié la marcha. Los sauces columpiaban modosamente las ramas, apantallando las aguas turbias del canal. El sol, tocando apenas las cumbres nevadas de la Cordillera, parecía una fantástica custodia de oro y plata… ¡Cómo se hubiera reído Osvaldo Sierra de mi cinta de la Congregación! Él se reía siempre de todo en forma tan repugnante que me helaba. Cuando estábamos en cuarto grado, me dio una trompada en el pecho y se puso a reír; recordaba perfectamente sus labios delgados muy tensos. No supe qué hacer, quedé allí, apretado en el rincón del patio de recreo, los puños crispados, mirando su cara taimada. Sentí retumbar mi pecho, no tosí —tenía razón tío Ignacio al hacernos tomar sol—, tampoco dije palabra; por fin, él bajó la vista y se fue en silencio. Entonces, desde mi rincón, vi pasar en el cielo una nube enrojecida por el sol.
Serían las seis. Isabel ya habría contado a abuela y a mi madre cuanto había visto e imaginado en la tranquera del Fortín.
Estaba seguro, ya no vería más a Dolores. No quiero verla más, dije con asombrosa serenidad. No me importaba nada de nada, sólo deseaba que todo terminara pronto. Otra vez me había sentido igual, cuando una rueda de gandules del patio de los mayores me pescó en él, y estuvieron dándome empujones. Botaba como un muñeco en medio del círculo de muchachones, y ellos reían jactanciosamente, hasta que vino a sacarme de allí el Prefecto. Esa tarde ya no vendría el Prefecto, tampoco deseaba verlo con su cara abotagada y sus cejas canosas muy espesas.
El Fortín había desaparecido tras la doble hilera de sauces y álamos. No sé cuanto tiempo tardé en recorrer las pocas cuadras. De vez en cuando había mirado mis zapatos, ludidos y cortajeados por las piedras, hundirse en el polvo de la calle terregosa. Me encontraba ahora frente a la huerta de Cirilo.
El sol poniente iluminaba el ranchito. Bajo el corredor, Filomena, con su falda azul de los domingos, regaba, balde en mano, las macetas de geranios amontonadas sin concierto al pie de los pilares de adobles. El sol amarillento —con luz de reflector para «cuadros vivos»— rebrillaba en colores netos y me envolvía en atmósfera de paz, de abandono, que acentuaba el murmullo monocorde, interminable de las aguas del río.
Aquella litografía en colores de la «Oración», de Millet, que adornaba una pared de mi dormitorio, se me ocurrió inútil, descolorida; ¿es que, acaso, habría tanto sol en Francia como junto al río Diamante? Me prometí alojar el cuadro, con su marco dorado a fuego, en un rincón de la despensa. Si es que volvía a pisarla, porque algún terrible castigo caería sobre mí… Quizá llamaran a tío Ignacio… Era muy probable. Vendría él con su porte inmutable; pensaba, a veces, si tío habría llorado en su vida. No. No debía haber llorado nunca. Tío era como esos quebrachos centenarios cuyas ramas pueden resquebrajarse y caer, pero el tronco queda enhiesto en medio del campo reseco.
Estaba seguro de que —sin elevar en lo más mínimo el tono de su voz grave y clavándome esos ojos pardos de párpados abolsados, que, tras los anteojos con su medialuna para leer, descompaginaban por anticipado todas mis excusas— hubiera dicho pocas y terribles palabras, nada más que palabras justas y cabales, que yo escuchaba encontrándoles sabor de Biblia, de catecismo. Tío Ignacio tendría razón en lo que dijera y su castigo sería justo. Siempre tenía razón y llegué a creer que jamás pudiera equivocarse; por esto lo sentía como mi mordaza, y su presencia me acosquillaba como la montura a un potro.
Sumido en estos pensamientos me senté a la orilla del canal. Brotaba de él un frescor que calmaba mis nervios.
Largo rato contemplé el juego de una ramita de chilca que el agua arrastraba un palmo y, luego, irguiéndose rescatada por el tallo de la planta, daba un salto y volvía a sumergirse en el sitio de partida. El agua no podía arrancarla de las champas; debía de ser muy feliz. Así hacía yo todos los veranos. Me dejaba arrastrar olvidando estudios, obligaciones, mandamientos y me hundía en el agua turbia; saltaba, luego, hacia arriba durante todo el año y, quizás, me alzaba un poco más como lo haría la ramita al crecer.
Desde el carril del puente, donde a una cuadra de distancia desembocaba la calle de los Sauces, escuché una vez más el ruido del coche de abuela. Rápidamente traspuse el canal por la compuerta junto al poste que, entremezclado con las trincheras de álamos y sauces, sostenía el alambrado de separación entre la huerta de Cirilo y el potrero de las lecheras.
Isabel había ganado. ¡Pobre Tiburcia, la cara dolorida que debía llevar en aquel regreso!
Caminé pegado al cerco.
Desesperanza sorda, mezcla de vergüenza, se iba apoderando de mí. Estaba solo. Mis ojos no encontraban asidero en las rectas hileras de álamos, que se alejaban como trenes de alzada humareda verde.
Llegué al sitio donde había discutido con Cirilo. Sobre la tierra arada se notaban, aún, las formas del cuerpo de mi amigo —¿acaso lo era el pobre Cirilo?— mientras la sombra del árbol se había alargado oblicuamente, hasta alcanzar el alambrado. De nuevo me apoyé sobre él, cimbraron los brillantes hilos con igual sonido.
Sentí escozor en la garganta. Estaba solo. Yo tampoco tenía a nadie. La palabra guardó la misma vibración dolorosa con que la había pronunciado Cirilo bajo el carolino.
«Nadie… ¡Soy un guacho!… un guacho, nomás…».
Se aflojaron mis piernas, uno a uno pasaron ante mis ojos los cinco alambres; el tercero, de púas, arañó mi muñeca derecha. Un rasguño rojo y blanco levantó mi piel, como hacían las madres del agua, aquellos extraños bichos semejantes a los escarabajos, con la arena húmeda de las acequias.
Nadie. La tarde se iba.
Dolores. Cirilo. Madre. Abuela, Río turbio. Cielo opaco. Tío Ignacio.
Quedé, allí, como una traba que se hubiera desprendido del alambrado; lloré amargamente con la cara pegada a la tierra.