9

Sentado en las gradas de la escalinata principal, miraba una magnolia, que parecía más blanca sobre el fondo de la noche. La veía balancearse con el ventecillo fresco; a veces, lo hacía con la gracia turbadora de Dolores. Dos siestas se habían escurrido a la sombra de las higueras entre sus brazos morenos. Tenía de su boca la añoranza del sabor lechoso, de su cabello el olor de campo; luego, poca cosa más. Ignoraba toda su vida, porque ignoraba que una cepa pudiera ocultar algo más que racimos de uvas.

Si un día hubiera faltado a nuestra cita, podría desaparecer para siempre y yo no me atrevería a preguntar. Había visto el agua desaparecer así entre los pastos.

—¿Vendrás pasado mañana? —le preguntaba a cada instante.

Sonriendo acercaba su cara. Siempre, al besamos, chocaban su nariz y la mía.

—¿Sabes, Dolores?: ¡parecemos dos lombrices ensartadas en una pesca!

Reía de nuevo, mientras yo acuciaba mi cerebro para decirle simples naderías. A lo lejos, de cuando en cuando, tintineaban los cascabeles de las carretelas de los carniceros que iban al Matadero. El viento traía el polvo suelto de la calle que se aquietaba sobre las hojas de las higueras.

Dolores tenía entonces más húmedos los labios.

—Mercedes, me parece que Alberto debe de estar enfermo de los riñones, tiene muchas ojeras.

Me estremecí al escuchar, a mis espaldas, la voz carraspienta de Isabel Pereyra; voz de esas que, instintivamente, hacen componer el pecho a quienes la escuchan.

—Pero Isabel, ¡vaya con las ocurrencias! Sucede que tiene ojos soñadores… —interrumpió su hermana Tiburcia.

Mi madre sonrió agradecida.

Isabel Pereyra de Varela era viuda, como mi madre, como tía Nicolasa, como abuela; pero con la diferencia que, al decir de todos, «había matado a disgustos al pobre Serafín Varela». Estaba dispuesto a creerlo, a pesar de la miniatura del «finado» que siempre usaba sobre la gargantilla de encaje negro.

En cambio, Tiburcia Pereyra era gorda, buena, y quizá por llevarle la contraria sólo descubría el lado amable de las cosas.

Cuando Isabel hablaba, nunca estábamos seguros de poder quedarnos en rueda; de pronto, mi madre hacía una señal y nos veíamos obligados a retiramos.

Un día le alcancé a oír que había sido necesario casar a una de las «chinitas» de su finca,

—¡Son unas perdidas! —vociferó, y se contuvo ante la mirada de abuela.

Tiburcia, con su cara redonda de pan casero, comentó con timidez:

—Créanme, lo hacen sin malicia… Son inocentes como los gorriones.

—¡Gorriones! ¡Los gorriones también se comen las uvas! —apuntó Isabel, molesta por lo que llamaba la tilinguería de su hermana—. Además, vos no entiendes de esto, ¡al fin no te has podido casar!

Este era el invariable latiguillo con qué la apullaba, ante el desconcierto de la audiencia, que no sabía cómo salir del paso.

¿Cómo permanecía Isabel entre las amistades de abuela? Creo que la Pancha había encontrado la explicación: ¡Se prende al pescuezo como una garrapata! ¡Es mejor tenerla di’a buenas!

Al morir su marido decidió llevar consigo a Tiburcia, que hasta entonces vivía en un pensionado de Hermanas. Ella resistió cuanto pudo.

—Pero Tiburcia, ¡qué va a decir la gente! ¡Yo sola en el mundo! Está bien que yo no sea una ricacha, pero tengo mi pasar. No, Tiburcia. ¡No lo puedo permitir!

La hermana gorda cedió. Al día siguiente, Isabel salió a contar entre aspavientos:

—He tenido que recogerla… ¡La pobre no tenía qué llevarse a la boca! No soy rica, pero, aunque me prive de algo, es mi desventurada hermana. ¡Qué otra cosa podía hacer ante sus ruegos! Ya saben, ¡es tan pobre!

Desde entonces, Tiburcia fue su víctima preferida.

Refiriéndose a mi madre solía decir:

—¡Ah, la pobre María Mercedes! Tan buena; porque si de alguien no se puede decir nada, es de ella. ¡Ah! ¡Sí! ¡Pero los hijos que tiene! ¡Válgame Dios!

—¡Son los riñones! Vos no entiendes, Tiburcia —insistió aquella noche.

Al darme vuelta, vi que los ojos de Tiburcia se humedecían, mientras nerviosamente movía sus manecitas rollizas. Sentí deseos de lanzarme sobre Isabel y torcerle el cogote, como hacía la Pancha con las gallinas.

Como un farol de romería, y entre dos álamos, subía muy roja la luna llena.

—Lo llevaré al médico —terció mí madre; sabía que era peligroso para una mujer joven no tomar en serio una sugestión de Isabel.

—Por supuesto que al doctor Shestacow…, más cuando no está Ignacio…

—Descontado —contestó mi madre.

Me asombraba su admiración y respeto por el doctor Teodoro Shestacow; no la creía capaz de admirar o reconocer nada. Era que, en cien leguas a la redonda, este médico contaba con la unánime devoción de las gentes.

Don Ramón Osuna relataba que, allá por los años en que el río Diamante no tenía puente, lo cruzó a nado una noche de creciente, prendido de la cola del caballo, para atender a la hija de un enemigo suyo. Don Ramón le endilgaba al mencionarlo lo que, a su entender y el mío, era el mejor elogio: «Este gringo, merecería ser criollo».

Por el lado del apeadero, vi llegar a Cirilo.

—¿Vos aquí? —le dije, saliendo a su encuentro.

—Esta noche empieza la novena, pues. Dormiré aquí también. Mañana, a primera hora, tengo de llevar el carro’e bueyes a la viña p’acarriar sarmientos.

—¡Me alegro! ¿Sabés? Esta noche dormimos afuera.

En la puerta del pasillo apareció doña Pancha, con un candelabro de bronce en la mano y, esquivando el humillo que desprendía la vela, anunció:

—Ya estamos, señora.

Hubo un movimiento general de sillas. Tía Joaquina sé dirigió hacia el dormitorio y regresó trayendo un devocionario, mientras la Pancha, con parsimonia de sacristán, fue a colocar el candelabro sobre una pequeña repisa en la que descansaba un cuadro de la Virgen. La bujía iluminó el bordado en hilo de oro y plata, prolija labor de la tatarabuela en su época de las Monjas de María.

Mientras llegaba el resto de la servidumbre, la Chischica, ayudada por la Pancha, distribuía las sillas y los almohadones para hincarse. Cada cual tomó su ubicación, mientras en la parte baja adoptaban piadosa compostura Victorio, Eulogio y los dos peones de la casa.

—¿Comenzamos, Dolores? —preguntó Isabel, arrogándose privilegios de los que carecía, fiel a su afán perruno de ubicarse en el centro de todos los grupos.

Abuela, sin contestarle, se persignó y todos la imitaron.

Mi madre hacía cabeza del rosario. Su voz sonaba distintamente en la espaciosa galería; el coro respondía con solemnidad, en tono bajo, que semejaba un trueno escuchado a la distancia; en contraste, brincaban las voces claras de mis hermanas.

Revoloteaban golpeteando, ora en el tubo de la lámpara ora en el cielo raso, cucarachos y mariposas nocturnas de los más variados tamaños; mientras los sapos, cerca de las escalinatas, acechaban a los que caían atontados por la fuerza del impacto.

Al llegar las letanías, zozobraba invariablemente la solemnidad del acto; no faltaba quien contestara un ora pro nobis cuando correspondía un miserere nobis. Una vez más, lo esperado ocurrió. No pude contener la risa, por más que Cirilo me miraba asustado.

—¡Alberto! Vaya a sentarse en un banco del jardín —ordenó abuela con tono imperioso.

Obedecí; sin embargo, me pareció que mi madre y tía Elvira hacían esfuerzos desesperados para no reír. A poco vinieron a hacerme compañía, y por semejantes razones, María Inés y Eduardo.

Cesó el coro; las letanías habían terminado. Desde nuestro banco, donde mi hermana permanecía acurrucada por temor a los sapos, vimos cómo tía Joaquina tomaba de su estuche de níquel los lentes de leer.

Tía Elvira se acercó a abuela.

La Chischica, balanceando al caminar sus trenzas, como el espantamoscas de un arnés, vino a comunicamos el perdón.

Compungidos regresamos a nuestros puestos, mientras comenzaba la lectura de la Novena. Terminada, los nietos fuimos a hincamos uno tras otro en el almohadón de abuela para solicitar su bendición.

María Mercedes fue la primera en hacerlo; abuela imponiendo la mano le dijo: «Dios te haga una santa, m’hijita». Al llegar mi tumo escuché nervioso: «Que Dios te haga bueno para que ayudes a tu madre y hermanas».

—¡Me parece que buena tarea va a tener Dios! —exclamé en tono hiriente Isabel Pereyra.

Esforzándome para no contestarle, me aparté del grupo.

Cuando llegó el turno a la Chischica, abuela respondió:

—Que Dios te haga menos remolona… ¡para servir el mate!

Todos rieron, coyuntura que aproveché:

—Abuelita, ¿sacamos los catres? Cirilo puede acompañarnos…

Nos miró con seriedad; pensé que mi conducta durante las letanías había estropeado la autorización anterior.

—Bueno, ¡a sacarlos antes de que vengan más cucarachos!

Las luces se fueron apagando lentamente; el caserón guardaba el silencio de los días fatigosos. Mi hermano y mi primo dormían ya con las frazadas criollas de lana, tejida, que al amanecer resultaban necesarias, enrolladas a los pies de la cama.

Sentados en la escalinata, Cirilo y yo contemplábamos la sombra de los árboles recortada por la luna.

—Vamos hasta el carolino —dije, levantándome.

Cirilo me siguió.

La copa del árbol, cuyo tronco apenas podíamos abarcar entrambos, proyectaba un vasto círculo de sombra en el recodo del callejón. La brisa muy suave agitaba sólo las hojas, que indistintamente ofrecían a la luna su cara brillante o la opaca y blanquecina.

Nos tumbamos al pie del carolino, a poca distancia el uno del otro. Mi cara rozó la arena aún tibia. La piel de Dolores. Sin pensarlo, estiré la mano, fue a caer sobre la cabeza de Cirilo; inconscientemente, me puse a enmarañarle el pelo, como si jugara con la cabeza de Nerón.

M’está enllenando di’arena el pelo… ¡Bienhaiga con l’ocurrencia, pues! —refunfuñó con gracia.

A veces, se me antojaba que era un niño y hasta me extrañaba no oírle pedir una estrella, como hacía mi hermano. Él, no la pediría, estaba seguro; son cosas que sólo se les ocurre a los niños de la ciudad.

—¿Es triste todo esto en invierno?

—Y d’iay, pues… ¡Hace muy mucho frío!

—¡Por supuesto, pedazo de tonto! —exclamé, riendo ante la simpleza de su respuesta. Se estremeció, al tiempo que retiraba la cabeza sin decir palabra.

—¿Qué te sucede?

—Nada…, el padrino Eulogio, dice, también, que soy medio caido di’arriba’el horno…

—¡Pero si te lo dije en broma!

—Es que me dolió que lo dijera usted, joven Alberto. Es como el granizo: a según di’ande venga daña más.

—¡Hombre! ¿Acaso te importo tanto? —pregunté.

—¡Más que naides! —fue su instantánea respuesta; luego, como avergonzado agregó—: Ia sabe que no tengo mama —se detuvo un momento—, ni tata, ni perro que me ladre… Soy un guacho, nomás. Un guacho…

Recalcó dolorosamente la palabra; me pareció que ella corría, alargándose como un lastimero aullido, por los alambres que brillaban bajo la luna. Las hojas del carolino la repetían en mis oídos. Imaginé que su áspera mano apretaba mi garganta. Lo abracé con fuerza, como gustaba apretar contra mi pecho, mientras le palmeaba, el pescuezo reluciente de mi caballo. Sentir que toda su fuerza y brío estaban en mis manos.

—¡Cirilo! —grité dolorido—. No seas así… ¡No digas esas cosas! Yo… yo también te quiero. ¡Más que a ningún amigo! Creelo…

Los ojos me cosquillearon de ternura. Apoyándome contra el tronco del árbol, me incorporé hasta quedar sentado. Hundí las manos en la arena tibia.

No sé cómo vino a mi memoria una canción que mi madre solía cantar, cuando Eduardo era pequeño. Hacía tiempo que no la escuchaba; no sé si la tarareé, pero la sentí en los labios:

Señora Santa Ana

¿por qué llora el niño?

Por una manzana

que se le ha perdido.

Yo le daré una,

yo le daré dos,

una para el Niño

y otra para vos.

Quise reír, un poco turbado, pero me contuvo la voz de Cirilo:

—Alberto, usted es muy bueno conmigo. Naide ha sido tan bueno, naide es como usted…

—Es que, en serio, te quiero mucho… ¡Cirilo!, para que veas, te voy a contar algo que nadie sabe. Ya ves si tengo confianza en vos, pero ¿me prometés no decirlo a nadie? —concluí, casi arrepentido del primer impulso.

—¡Te lo prometo!

—Cirilo…, sabés, conozco a una muchacha… No te rías… Nos hemos besado… y ¡muchas veces! Una muchacha que tiene los ojos negros. Es gracioso, pero tiene los ojos negros como los tuyos… Sólo sé que se llama Dolores…

A duras penas lograba escoger las palabras que nunca había pronunciado; palabras de mi terrible secreto que, al fin, podía confiar a otra persona.

Por un momento, permanecimos callados. De pronto, con tono de voz medido, humilde, con ese tono que hacía mucho no empleaba al dirigirse a mí, preguntó:

—¿Tiene los ojos y el pelo negro?

—¿La conoces? Decime, Cirilo —interrumpí con ansiedad.

Permaneció de nuevo en silencio. Luego, como si apretara los dientes, entrecortando las palabras, contestó:

—Sí, la conozco, ¡pero muy poco!

Entonces, sin poderme contener, con la fuerza del agua embalsada a la que abren una compuerta, hablé atropelladamente, sin preocuparme de si era escuchado o no. Al recordar las palabras de Eulogio, cuando regresábamos de la Iglesia, exclamé:

—¿De dónde la conoces?

Ante mi asombro, Cirilo se puso en pie.

—¿Qué te pasa?

—¡Nada! No tengo nada. Discúlpeme, joven, mañana tengo que madrugar —soltó con tono seco.

—¡Cirilo!, ¿estás chiflado?, de pronto me tuteas, luego, me tratas de usted… Ahora te vas, sin decir nada. ¿Eso es lo que te importo?

—Así nomás hai’ser… —replicó con voz descompuesta, mientras echaba a caminar en dirección de la casa.