14
No se cuánto tiempo estuve tirado, boca abajo, sobre la tierra, sintiendo su olor mezclado al de la roseta, alfalfa y chilquilla. Aquel día no lograba medir el tiempo de las cosas, ni de los hechos, ese tiempo que en el colegio se jalonaba lúcidamente por el campaneo del horario.
El sol había desaparecido tras la Cordillera, que recortaba sus crestas como si fueran de cartón rojo. Lejos escuché a Victorio gritando espaciadamente mientras apartaba los terneros. Caminé tropezando en los bordos.
En el silencio del oscurecer, el casón de abuela se agrandaba al confundirse con las sombras de la arboleda.
Divisé al mensual que aseguraba la puertecita del corral de los terneros; simuló no verme y continuó en su tarea que bien poco tiempo demandaba. Su actitud fue suficiente para comprender.
Con la cabeza entre los brazos y apoyada en los adobes del estribo de montar, María Inés contaba con inusitada prisa. Jugaban a las escondidas; de pronto, gritó:
—¡Ya está! —al darse vuelta y encontrarme quedó cohibida; acercándose, me dijo en voz muy baja:
—Alberto, ¿por qué sos tan malo? Has hecho llorar a la mamita…
Sin atinar a contestarle, me dirigí hacia la pieza de mi madre. Me detuve ante la puerta entornada; no había luz. Escuché su respiración ahogada, como si sollozara. Entré en el cuarto y en la penumbra divisé el bulto de su cuerpo, tendido sobre la cama de bronce con alto dosel de tul y encajes.
De nuevo, me fue imposible articular palabra. Permanecí en pie esperando y temiendo que ella notara mi presencia.
—¿Cómo has podido hacer eso, Alberto?
Me acerqué a su cama, hubiera deseado abrazarla, quedarme entre sus brazos como cuando era chico y las langostas voladoras me aterrorizaban. Adelanté las manos, rocé apenas sus hombros. Un estremecimiento me hizo retirarlas. Cerré con fuerza los puños y los escondí a mis espaldas. Mis manos habían tocado, por entero, el cuerpo de Dolores.
—Alberto, contéstame… —agregó con voz entrecortada—. Mamá está muy disgustada… ¡tan luego en su casa!
—Mamita, yo no hice nada malo…, no creía hacer nada malo… —balbucí apenas, al tiempo que escapaba avergonzado de la habitación. Crucé el largo de la galería; me pareció descubrir en la oscuridad la hierática figura de abuela. ¿Por qué no habían encendido aún las luces de la galería?
Tía Nicolasa gritó en ese momento y en dirección del parque:
—¡Chicos…, vuelvan a las casas, ya es muy tarde para jugar a las escondidas! ¡A esta hora salen las arañas!
Pero ellos ya no jugaban. Sentados en un escaño del parque se miraban en silencio. Entré en el dormitorio, busqué a tientas la cama y me arrojé en ella.
Permanecí largo rato sin moverme, mi cabeza bullía en los proyectos más descabellados. Tenía deseos de escapar muy lejos, internarme entre las serranías donde nadie pudiera saber de mí, huir hasta esas quebradas remotas, que se abrían a pique entre dos cerros, más allá del Cerro Bola, del Agua de los Terneros, del Sosneado; escapar hasta el Pum-Mahuida de la leyenda de la Pancha, o endilgar mi caballo hacia el sur, perderme en aquellos médanos amarillentos, cuya arena se partía en dos por la cuenca de rocas, que formaba, con su desnivel, las cataratas del Nihuil. Las había visto en un día de paseo; el polvillo del agua, semejante a la garúa, surgía desde el abismo de las aguas revueltas para refrescar mi cara quemada por el sol, mientras la tierra trepidaba sordamente; había sentido, entonces, loco deseo de mezclarme con sus aguas y caer dócilmente, guardando en mis oídos su imponente bramar; recibir, luego, allá abajo, como las piedras pulidas, el torrente sobre mi pecho.
Bien lo sabía, sólo era capaz de imaginar bellas muertes. Estuve a punto de gritar cuando la puerta se abrió y la lámpara de la galería iluminó un gran rectángulo en el piso de pinotea.
Entraron Victorio y la Chischica. Sin decir palabra, se dirigieron hacia la cama de mi primo. La criada enrolló el colchón y, con ágil movimiento, lo colocó sobre el hombro izquierdo, mientras con la mano derecha lo sujetaba por sobre la cabeza de trenzas desaliñadas. Luego de arrojarlo con fuerza en un sofá del corredor, regresó para ayudar a Victorio a retirar el armazón metálico de la cama.
Tía Joaquina hizo de muda sombra chinesca en el marco iluminado de la puerta que cerró, luego, sin el menor ruido.
Experimenté alivio, la compañía de alguien me hubiera resultado insoportable.
Deseaba estar solo; una mirada hubiera bastado para producirme escozor, semejante al que me daban los trajes de alpaca cuando tenía cinco años.
Paulatinamente fui ubicando los muebles de la habitación; una rendija de luz se colaba por el postigo cuyo pestillo estaba falseado. Sin desearlo, me puse a repasar los acontecimientos, tratando de ordenarlos, de verlos, porque hasta ese momento sólo los había sentido, uno tras otro, atropellándose como una manada de potros despavoridos.
Aún me resistía a creer en lo visto con mis propios ojos. Dolores no podía ser mala, como lo había sido la hija de Modón; no podía ser como la vitrolera de que hablaba Osvaldo Sierra. Era distinta: no tenía la cara pintada, ni sabía mirar como esas mujeres de la calle Corrientes.
Esta idea estuvo largo rato dando vueltas en mi cabeza; luego, vencido, caí en profundo sopor. Me pareció escuchar entre la bruma las campanadas del reloj del comedor. El ruido de los cubiertos me despabiló. Debían de ser las diez de la noche; servían la comida. Tenía hambre; recordé que desde el almuerzo no había probado ni una miaja.
Unos golpecitos en el vidrio de la ventana me sacaron de cavilaciones.
—Alberto, abrí, soy yo…
Reconocí la voz de María Inés.
Con precaución abrí una hoja de la ventana y por el hueco apareció una bandeja con sándwiches de pavo y lechón, acompañados por uno de esos grandes vasos de leche en los cuales nos traían el «apoyo» por las mañanas, y que nosotros llamábamos «potrillos».
Con entonación de espía cinematográfico agregó:
—No hagas ruido. La mamita no quiere que sepas que es ella la que te lo manda… Cuando terminés, dejá la bandeja afuera. La Pancha vendrá a buscarla.
—¿Cómo está la mamita?
—Bien, pero no ha querido ir al comedor…
La escuché marcharse de puntillas en las sandalias de cuero. Después de comer esperé en vano la reunión de todas las noches, pero nadie apareció o, al menos, no se hizo oír en la galería del norte; hasta la luz fue apagada antes de lo acostumbrado.
Isabel Pereyra tenía la culpa de todo. ¡Era tan repugnante como Osvaldo Sierra! La odiaba ferozmente; sin embargo, me quedaba observando en la memoria su figura de caderas grasosas que temblaban como un flan al andar. Tenía la nariz aguileña y todas las narices aguileñas me producían inexplicable desazón, instintiva repulsa y, sin embargo, me atraían hasta impedirme quitar la vista de ellas. Un cuchillo de aguzada punta me producía sensación semejante: quería esconderlo de mi vista pero no atinaba a tomarlo, aquella punta brillante me parecía hecha para hundirse en una carne muy suave y tersa. Quedaba contemplando el cuchillo desnudo, en lucha contra algo interior que me ordenaba insinuante: «¡Toma ese cuchillo y húndelo!». Hundirlo despaciosamente, como si atravesara un pan de manteca; hundirlo en ese hueco natural que forma el cuello al unirse a la clavícula y parece ubicado para tal objeto.
Al principio, el castigo, que en parte había elegido yo, me pareció leve para tamaña falta y me causaba placer aumentarlo apartándome de mis hermanos, quienes me contemplaban a prudente distancia, como a la espera de un solo gesto.
Una mañana, pasados tres días, apareció el bayo ensillado en el palenque. Vi montar a mis hermanos. María Mercedes me hizo un guiño y, luego de un instante de indecisión, arrancaron.
Abuela, mi madre y las tías conversaban sentadas en un grupo de sillas, desde el cual se divisaba el patio del apeadero. ¿Era aquello tentación o simplemente una de las maneras diplomáticas con que mi madre gustaba dar por terminado un castigo?
Ella tejía un pulóver azul que, por el tamaño, sólo podía ser para mí, y la nerviosidad hacíale escapar, a cada momento, un punto.
Apenas, como bisbiseo, escuché a tía Elvira que, dirigiéndose a abuela, decía:
—Ya les digo, yo creo que el pobre chico no tiene la culpa… Es esa… Acordate mamá de que Ignacio también… —luego no pude escuchar más; pero mi madre miraba ansiosamente a abuela.
Estuve tentado de correr hacia el grupo y pedir perdón. Desde aquella noche no había cambiado palabra con abuela; nos mirábamos de lejos, como si estuviéramos en la Iglesia, salvo que ella afectaba no verme.
Dudé un instante; luego, con decisión, me dirigí hacia el apeadero; adiviné un movimiento de expectativa en el grupo; adrede pisaba con fuerza para atraer las miradas. Llegué hasta el caballo, hice teatral ademán de montar, y luego, sin cambiar de expresión, desanudé los tientos de la cincha que cayó balanceándose bajo la panza del animal; crucé los estribos sobre el asiento de la montura y, con ágil movimiento, la quité del lomo junto con mandiles y peleros, y subiendo los escalones fui a colocarla en el caballete.
Esa tarde, el calor crispaba mis nervios impidiéndome permanecer tranquilo. A zancadas recorrí la galería del sur. Doña Pancha tomaba su mate sentada, como de costumbre, a la puerta de la cocina. Al pasar junto a ella, le oí murmurar:
—¡Hay mujeres que se llaman Isabeles y que el mandinga debía meterlas al rescoldo hasta que se les chamuscara la lengua!
Sonreí apenas y seguí, pensando que la Pancha tenía razón. Ya comenzaba a creerme mártir de la maledicencia. Después de todo ¿qué mal había hecho? Volvieron a mi cabeza los pensamientos que había rumiado en aquellos días de encierro, sin encontrar solución y ni siquiera estar seguro de que planteaba bien el problema. Tenía razón mi profesor de matemáticas: no sabía plantear hipótesis ni pensar con calma, ordenadamente; acorralado, atropellaba ciegamente.
¿Qué haría abuela con Dolores? Pero ¿por qué habría de preocuparme por ella?
Se estaría riendo de mí, de mis palabras junto a la compuerta del canal, de esas palabras que yo le había dicho con un temblor en la voz que sólo recordaba haber experimentado el día de mi primera confesión. A veces sentía que un rencor sordo se iba formando en mí; había hecho llorar en vano a mi madre; había desafiado a abuela, sin pensarlo, y mancillado el campo de su Fortín —debía ser esto lo que ella no podía perdonar—, ¡todo por nada! Dolores se había ido con esa sensación de alivio que yo experimentaba al tirar mi libro de matemáticas una vez aprobado el curso.
Bajé al patio de tierra que rodeaba el estrado de la casa y fui a sentarme sobre los troncos de leña, apilados bajo un sauce.
¡Nada le debía! De pronto recordé su cara morena, su cuerpo húmedo tendido sobre la alfalfa y temblando bajo mi mano, que lo recorría con ese goloso afán que ponía al seguir los ríos, ciudades y montañas en un mapa de alguna región lejana, de algún país remoto que ansiaba conocer, que ansiaba poseer con mis ojos, con mis manos, con mi cuerpo entero… ¡Ah, las montañas de su cuerpo moreno y viviente!
—Dolores, ¡te debo mucho! —murmuré con la garganta seca, la voz ahogada.
Mis manos se crisparon en movimientos convulsivos. Estaba tirada a mis pies el hacha, brillaba su mango sobado por el uso. Con brusquedad me quité el saco.
Haché con furia; las astillas saltaban y la casa hacía eco de cada hachazo. El sudor mojó por completo mi frente, las mejillas, y se escurrió por el cuello viboreándome el pecho. Una y otra vez alzaba el hacha para dejarla caer con renovado brío; poco a poco, sensación de calma, de laxitud, fue invadiendo mi cuerpo; sentía el gozoso golpear de venas y arterias, volvía a ser ese motor silencioso y siempre alerta del cual me enorgullecía.
El sol desapareció bruscamente; nubes oscuras, plomizas, lo ocultaban avanzando con rapidez de ovejas asustadas. Los árboles comenzaron a mover sus hojas, luego sus ramas, hasta que, de improviso, una tolvanera arremolinó, en el patio los papeles viejos y aventó la ceniza de hornos y hornallas. Oí el entrechocar de puertas y ventanas, mientras la tierra me hacía cerrar los ojos irritados. La casa se animó; de un lado a otro corría la servidumbre ajustando puertas y ventanas. Llegaba olor de jarilla mojada, y de pájaro bobo, desde las ciénagas del Atuel. Respiré gozosamente. El cielo desaparecía por completo tras las nubes, que convertían la plena tarde en el anochecer. Los gansos, graznando, corrieron a guarecerse en la ramada del lavadero, mientras los patos agitaban sus alas sucias, como si aplaudieran.
La tierra sorbía con avidez los goterones de lluvia que comenzaban a caer. Cerrando los ojos levanté la cara hacia el cielo. La lluvia, mezclándose al sudor, picoteó con fuerza mi cara: águila fantástica de helado pico.
Un relámpago vivísimo iluminó hasta el interior de los hornos ubicados bis a bis, como esas viejas sillas de conversación que aparecían arrumbadas en un rincón de la sala. Retumbó, estremeciéndose con el estruendo de un trueno, toda la casa; fue como el rodar de cientos de toneles vacíos. Por un segundo, la lluvia pareció detenerse para tomar aliento. Gesticulando, corrió la Pancha y, arrebatándome el hacha de las manos, clamó en ese tono ritual que ella reservaba para los grandes, acontecimientos: tormentas, muertes y temblores: —¡Animas benditas! ¡Dios nos asista!… Estu’es una manga’e «piegra» que se nos viene viniendo del Atuel…
Sofocada se detuvo un momento, luego corrió hasta el centro del patio, marcó una cruz con la cabecera orientada hacia el sur, y en el centro de ella hundió con fuerza la hoja del hacha al tiempo que invocaba fervorosamente:
—San Antonio bendito, ¡tené piedad de nosotros!
Luego, ya con ese tono de rezongo que se permitía dada su intimidad con el santo, agregó:
—¡Vaya, pues…, parece qu’este año vamos a tener todas las desgracias juntas! —masculló otras palabras y, con agilidad desconocida, corrió esta vez en dirección a la cocina y reapareció, trayendo en una palita un buen montón de ceniza que esparció presurosa sobre la cruz.
Tío Ignacio, al ver a la Pancha en igual menester, solía sonreír:
—No se puede creer en semejantes paparruchas, pero sería interesante averiguar el origen de esta tradición que debe de ser muy antigua —afirmaba, dando el tono científico como para tener un poco a raya a la familia.
—Que se ría el dotor —argüía la Pancha—, más pior le fue al gringo’e las Paredes, el que s’hizo una torre altaza, toditita llena de palarrayos pa’espantar el granizo y, no bien la terminó, la misma tarde, la pedrea le taló las viñas… ¡Ai tienen lo que sacó ese descreido con su torre de Davel!
Muy donosamente, la Pancha confundía la bíblica torre con el nombre del modista de mi madre, estampado en grandes letras inglesas en la tapa de las cajas que, ahora llenas con moldes de dulce, se apilaban en los estantes de la dulcería.
De nuevo retumbó un trueno, con ese retumbar que llenaba de alegría mi cuerpo. Corrí hasta guarecerme en la galería en el preciso instante en que un ruido seco, como el chasquido de una bala, llegaba desde el techo de zinc. Pronto, baraúnda infernal atronó la casa. Caía piedra. Persignándose, la Pancha arrojó una rama de olivo bendito en el brasero del mate —el humo azulado se escurrió bajo la galería y fue a perderse tironeado de aquí y de allá por la escasa lluvia—, luego recorrió el largo de la galería, abrió la puerta del dormitorio de abuela y entró como tromba, mascullando sus jaculatorias predilectas.
Por la puerta entreabierta, llegó el murmullo solemne de un trisagio rezado con fervorosa devoción. La luz amarillenta de un cirio encabado en alto candelero de bronce, iluminaba apenas el espejo de marco barroco y un Cristo tallado en madera policromada, que había rescatado abuela entre los escombros del terremoto de 1861. Se vislumbraba, también, la maciza cómoda de jacarandá, los pitones de marfil y plata de esos amplios cajones superpuestos, donde ella guardaba su ropa blanca perfumada a la albahaca.
Caía con mayor fuerza el granizo. Las piedras rebotaban o se partían en brillantes pedazos, algunas se incrustaban en el suelo y, al disolverse, dejaban pocitos semejantes a cicatrices de viruela. Pronto comenzó a blanquear el piso; mirando de un lado a otro, trataba de descubrir las más grandes. Un pedrusco de tamaño mayor que un huevo de paloma cayó sobre unos mandiles, recogidos a último momento junto a un pilar de la galería; lo tomé y mi primera intención fue correr para mostrarlo a mis hermanos. Me contuve pensando que podría tomarse como pretexto.
El granizo se amontonaba contra el desnivel de la terraza; los árboles y las plantas se desgajaban poco a poco. Al caer el follaje, mi visión se extendía cada vez más lejos entre los troncos y las ramas lastimadas.
Una rosa que sin explicación permanecía indemne, de pronto saltó como volada por un petardo; sus pétalos rojos cayeron sobre la capa de granizo que ya comenzaba a cubrir el suelo. En el potrero de las lecheras, las vacas se guarecían bajo los sauces mugiendo lastimeramente.
Más lejos, los penachos de los álamos se resquebrajaban. Cerca de la escalinata principal alcancé a percibir, en una pausa de la tormenta, el ruido sordo de un cuerpo; me pareció el de una paloma que cae con el buche destrozado por una perdigonada. Sólo vi dos magnolias unidas en una misma rama tronchada. El olor entremezclado de las flores, hojas y frutas que caían trituradas, me penetraba a borbotones por la nariz; aspiraba con fuerza, casi con delectación. Dominado por el espectáculo no pensaba en consecuencias; de pronto, recordé la viña de abuela. Estaba lejos de las casas, aún quedaba esperanza de que se hubiera librado de la pedrea; luego, sin darme cuenta, me encontré deseando ocultamente, como debían hacer todos los viñateros, que la piedra se contentara con destruir las propiedades vecinas. ¡Faltaba tan poco para la cosecha! ¡Abuela era buena y tenía puestas en su viña tantas esperanzas! A menudo, decía:
—Bien, bien, todo se arreglará, si Dios quiere, después de la cosecha —y tía Joaquina guardaba esos papelotes del Banco Hipotecario, que por primera vez habían llegado a su valija, cuando una helada fuera de tiempo hizo necesario replantar gran parte de la viña, hacía de esto varios años.
Dios debía de tener en cuenta a toda la buena gente que dependía de la cosecha de abuela. Además, estaba la huerta de Dolores, porque ella también debía de tener, rodeada por un cerco de cañas, una huertecita de melones, sandías, zapallos y tomates, y, quizás, tuviera una viñita, no más que un «pañuelito»; pero, con cuánto amor debía de cuidarla todos los días del año y, acaso, por las noches se habría levantado con su padre, para ayudarle a regar y vigilar el turno de agua, porque ¡vaya a saber a qué horas les tocaría! No, Dios no podía quitarle así nomás, en una tarde, el trabajo de todo un año… Y a Cirilo menos, porque Cirilo era más bueno que yo, era mucho mejor…, y nadie del pueblo merecía tampoco perder su trabajo, de días y noches llenas de escarcha.
Como a una señal, el ruido atronador cesó por completo; las nubes se revolvían semejantes al humo de la chimenea de una fábrica. La transición fue tan brusca, que mis oídos repetían aún el furioso golpetear en el zinc.
—Bueno, ya pasó, lástima que vino con tan poca agua…
Al escuchar la voz de Victorio me di vuelta sorprendido. Sonreía apoyado en la pared del dormitorio de tía Nicolasa.
—¿Qué hacés aquí? —pregunté fastidiado.
—¡Vaya, con el jovencito…, había sido’e pocas pulgas! La señora me mandó tapar el ceibo, pues…
Siempre arrepentido del primer impulso, me acerqué sonriendo. En verdad, ya estaba cansado de mi alejamiento. Me miró un rato; luego, vi brillar una pizca de picardía en sus ojos. Comprendí perfectamente lo que deseaba preguntar, dudó un instante, y con el tono más embelequero exclamó:
—¡Vaya, vaya… con este jovencito!… Parece que le gusta andar hachando leña en el cerco ajeno…
—¿Qué querés decir con eso?
Se rio otro poco y, bajando la cabeza, dijo:
—Sí, pues… ¿Conque quería hacerle otr’hijo a la Dolores?…
La torpeza de las palabras me hizo saltar; con rabia me tiré sobre él, gritando:
—¿Qué has dicho? ¡Repetí lo que has dicho!
Le tenía sujeto por el cuello; se encogió sin intentar desasirse, aunque le hubiera sobrado con la mitad de sus fuerzas.
—¿Por qué has dicho eso? Dolores es una muchacha decente —grité con furia.
Levantó la cabeza y, con voz apagada, farfulló:
—Y bueno… lo dije… —tomando decisión, agregó—, porque ya tiene un hijo y ¡no hai’ser del aire!
Aflojé las manos y retrocedí asombrado. Recordé entonces al chico que la acompañaba en el sulqui. Con desesperación me volví hacia Victorio.
—¡Pero si nunca me dijo que fuera casada!…
De nuevo miró con temor al contestar:
—Yo tampoco lo hi’dicho, pues… Dicen que vivía con uno que se le jué…
Apenas escuché las palabras. Nada de lo que me rodeaba era comprensible. El sol, todavía alto, se filtró entre las nubes y en el naciente apareció un arco iris, cuyas puntas desaparecían entre el palerío de las trincheras de álamos.
Remota escuché la voz de la Pancha que llamaba al mensual. Le vi alejarse.
El sol comenzaba a derretir la pedrisca amontonada trazando en la tierra largas estrías, donde el agua se deslizaba con movimientos de culebra. Experimenté, de nuevo, la misma sensación de aquella tarde en que Isabel me vio besar a Dolores. El paisaje desolado entraba por mis ojos y quedábase inmóvil, como si me acechara; con esa inmovilidad de las placas de Romeo y Julieta proyectadas sobre la sábana blanca.
—¡Dolores… tampoco es buena! —murmuré, con igual tono que si deletreara la frase escrita con tiza en el pizarrón de un primer grado lejano en mis recuerdos. Luego, con aquella letra cursiva inglesa que encantaba a mi maestra, vi escrito distintamente: «Alberto Aldecua es un niño malo». ¡Tenía razón Adalcinda Herrera, aquella maestra de la que sólo recordaba un rodete alto y negro!
Era tonto, era ridículo; pero allí, sobre el cielo azul donde de trecho en trecho aparecían nubecillas de gasa, semejantes a esas manchas blancas y deformes que deja el borrador en el pizarrón, aparecían nítidas las palabras, como proyectadas por una verdadera linterna mágica; sólo que la pizarra, ya lo había visto, era azul, de un intenso azul de lavar, mucho más linda que las del colegio picoteadas por el puntero.
Junto a la escalinata principal, Victorio, ayudado por mis hermanos, juntaba granizo en un balde. Los chicos saltaban de gozo cantando:
—¡Que llueva, que llueva… la vieja está en la cueva!… ¡Que caiga piedra, haremos helados!
Despaciosamente fui entrando en la escena de mis hermanos, vi sus caras alegres, atraído me acerqué. Abuela, sentada en el sillón de alto respaldo, sonreía apenas, casi en mueca de espantosa tristeza. Jamás había visto esa sonrisa en su cara. Más atrás, casi de perfil, divisé a mi madre, quien tenía sobre las faldas el libro preferido: Reina y Mártir, del Padre Coloma —libro que un día olvidé en el parque y la lluvia apergaminó sus páginas hasta darle apariencia de antiguo—, sus manos largas y finas descansaban sobre las tapas rojas. Tía Elvira, con el bebé en brazos, arreglaba las dos magnolias en un florero isabelino. Avancé un poco más, casi ya entre ellos. Sentados en las sillas del fondo, también en silencio, estaban tía Nicolasa y mi primo.
Mi madre giró la cabeza y, al verme, sus ojos se llenaron de lágrimas. Movido por no sé qué fuerza llegué hasta su silla; con levísimo movimiento de cabeza me indicó a abuela.
En pie, quedé ante ella, sentía deseos de arrodillarme, inclinar la cabeza. Permanecí en silencio, sin saber qué decir.
—Que Dios te bendiga, m’hijito… y acuérdate que ya eres un hombre, el más grande de tu casa. No olvides nunca que debes respeto a tu madre y hermanas… y a ti mismo, por el nombre que llevas.
Escuché un sollozo de mi madre, la vi abandonar la silla y dirigirse a su dormitorio.
Incliné la cabeza y, sin decir palabra, caminando con firmeza, fui hasta mi pieza. Desde el callejón escuché el galopar de un caballo. A poco el vozarrón de Benito llenaba los ámbitos de la casa:
—¡Signora!… ¡Signora!… ¡La piedra se ha llevado la mitad de la viña!…
Luego, durante un momento, sólo escuché el chirrido de la máquina de fabricar helados.