7

Nerón levantó su cabezota, me miró con la expresión bovina que tenía en aquel retrato de diez años atrás y en el cual yo aparecía montado en su lomo; bostezó, para luego dejarse caer desganadamente. El gato, echado en un almohadón, abrió un ojo y ronroneó.

Al día siguiente de la partida de tío Ignacio, cuando nadie me lo exigía, era el primero en levantarme. De puntillas abandoné el catre de hierro, que nos servía para dormir en la galería, y fui a sentarme en las gradas de la escalinata principal.

El cielo comenzaba a enrojecer hacia el naciente. Cuando comían demasiado maíz las gallinas, sus huevos, una vez fritos, daban el mismo color. Escurriéndome entre los árboles del jardín, los gorriones chiaban agitando con sus brincos las hojas del magnoliero, cuyas ramas altas rozaban el techo de la casa, llenándola con el perfume de sus flores blancas. El airecillo fresco abanicaba dos espigadas palmeras, que se alzaban frente a frente, separadas por el camino central, bordeado de lirios. Se abanicaban con la señorial compostura de aquellas dos hermanas, las Pereyra, amigas de abuela, y, como ellas, parecían decir: «¡Ah, en mis tiempos…, mucho después del terremoto del 61!».

Llegó el mugido de las vacas que arreaban al corral.

Victorio despertó sobresaltado, vistióse con rapidez y, cargando al hombro su colchón, desapareció caminando somnoliento por el pasillo que comunicaba con la galería del sur.

No me vio; era una lástima, perdía su expresión de asombro ilimitado. ¡Yo madrugando, cuando siempre esperaba que el sol me viniera a cosquillear los ojos, o la tierra que él levantaba al barrer me hiciera estornudar! Y es que era necesario «sacar el jugo» a ese permiso, tan laboriosamente obtenido, de dormir afuera, que concedía abuela, luego de consultar el cielo desde las galerías. Seguíamos en silencio sus pasos menudos. Por el norte todo iba bien, temblábamos al atravesar el comedor. El sur, con sus nubes parduscas, resultaba nuestra pesadilla; para colmo, allí se unía a la comitiva doña Pancha, con su bagaje de experiencias sobre color y tamaño de nubes.

Por más que la Cruz del Sur brillara con ese esplendor que sólo veía yo en San Rafael, ella encontraba un pero.

—Ves; me parece qui’está rejusilando por el Atuel… ¡esas nuberías no son buenas!

Fui el primero en tomar el desayuno. En el patio del sur, doña Pancha, la Chischica y otra sirvienta de facciones aindiadas mondaban duraznos para hacer dulce, mientras el almíbar bullía en pailas de cobre que se alineaban bajo el parral en otras tantas hornallas de adobes. Tomé un durazno al pasar; la Pancha se puso a rezongar.

¡Dej’eso…; le va’hacer daño sobr’el chocolate!… ¡Sabandija!

Chacoteando, le di un mordisco y lo arrojé con fuerza hacia la bandada de gansos que paseaban con parsimonia cerca de los hornos del pan y —entre el alboroto producido por estos predestinados a convertirse en el paté de foie especial de abuela— corrí hacia el galpón. Al doblar la saliente choqué con Cirilo; rodamos por el suelo. Sin dejar de reír me levanté y, ante su asombro, le solté:

—Esperame en el puente a las once. ¡Vamos a bañamos!

Sin atender respuesta, seguí hasta el palenque del apeadero donde estaban los caballos, ensillados por Victorio durante la ausencia de tío Ignacio.

Galopar solo. Sentir que el viento me alborotaba el pelo. Gustar el sabor picante del sol en los labios entreabiertos, y que el pecho se me llenara con el aíre fresco de los alfalfares, de las alamedas, para que mi camisa se abullonara a las espaldas tironeando locamente.

Corrí largo rato. El bayo ametrallaba el carril con sus herraduras, los álamos se deslizaban recortando sus enhiestos penachos sobre el cielo azul; chicuelos morenos y rubios —en cuyas caras el jugo de los duraznos, mezclado al polvo de la tierra, formaba inverosímiles bigoteras— saludaban agitando los brazos, los ojos iluminados de gozo. Todos hubieran dado cualquier cosa para ocupar mi lugar sobre el caballo de finas patas castañas, y esto aumentaba mi placer de montarlo. Al enfrentar la tranquera de la viña, torció bruscamente. Sin darme cuenta, me encontré sobre el pescuezo del animal, que se detuvo piafando, los flancos brillantes de sudor.

Junto a la tranquera, un hombre arreglaba los bordos de la acequia regadora. Al verme en tan desairada situación, se acercó de prisa. La camisa arremangada mostraba sus brazos musculosos. Sus ojillos azules e inquietos me contemplaron un momento con aire interrogante, que cambió al notar mi cabalgadura. Quien montaba ese caballo, con silla inglesa y breeches, debía ser pariente de la señora.

—¡Don Batista! ¿No se acuerda de mí? —grité sonriente, mientras volvía a la montura.

El contratista de la viña, famoso por su flaca memoria, miraba lleno de obsequiosa desesperación, como si a través de mi cuerpo buscara a otra persona.

—¡Soy Alberto!

—¿El hijo de doña María Mercedes? ¡Como para conocerlo…, si está hecho un fortachone! —exclamó alzando los brazos. De un salto desmonté y me tomó la mano entre sus dos callosas (un estrecho cajón de madera sin cepillar), luego, dando rienda suelta a su entusiasmo de calabrés, me golpeó pecho y espaldas para cerciorarse de la calidad de mí desarrollo.

Batista —su apellido me resultaba cómico y no pude aprenderlo nunca— había llegado de Italia cuando era muchacho, treinta años atrás. Varios cuarteles de la viña se habían plantado bajo su vigilancia y la dirección de un cura, el padre Camurri, que, amén de sus misas, calzaba botas y salía a dirigir el trazado de viñedos.

—Siento mucho que il dottore si fuera a Mendoza, sin verlo. Yo estaba en mi viñita del Atuel.

—¡Ya me han dicho que compró terreno! ¡Progresamos!

—¡Eh! Hay que hacer algo per los hicos… ¡Ya tenemo dieci! —sin disimular su orgullo recalcaba el número con ambas manos—. ¡Eh, la viña necesita gente pa trabacarla!

Lleno de cumplimientos, me invitó a pasar.

La casa, blanqueada a la cal, tenía un patio de tierra apisonada que alfombraba la sombra de un alto parral, donde los racimos de uva negra, ya pintones, colgaban a manera de dormidos murciélagos. Dos chiquillos rubios, trepados en una mesa de pinotea, hacían sopas de pan en una escudilla; el menor tendría poco más de dos años y una camisita le cubría apenas la espalda, dejando al aire fresco de la mañana el resto del cuerpo.

Me acerqué para acariciarlo, esas caricias de cumplido a las que me creía obligado delante de un niño, pero me contuvo el asombro: ¡ambos embebían el pan en vino!

Don Batista rio de buena gana y con presteza se dirigió al interior de la casa, para regresar trayendo una damajuana y dos vasos que me hicieron temblar por el tamaño.

—Vino con azúcar, es su desayuno —dijo, señalando a los hijos—. ¿Los ha visto más fortachones?

Hice un movimiento con la cabeza por todo comentario. Satisfecho, llenó los vasos y me ofreció uno.

—Clarete, de la viña de la Señora.

Estuve a punto de confesarle que sólo bebía, y mezclado con agua, durante las comidas; pero los chiquillos me contemplaban codiciosos. Tomé el vaso y, cerrando los ojos, bebí el contenido de un trago. Debí de hacer muecas estrafalarias; los chicuelos ahora sonreían; me pareció que repetían mis muecas. Un calorcillo inquieto comenzó a recorrer mis brazos y piernas, por momentos se detenía en las rodillas.

El contratista, entre asombrado y temeroso, llenó nuevamente el vaso que le tendía con mano insegura. Bebí, ya con más calma. Tenía deseos de chapotear la lengua, hacerla cloquear en el vino.

Tan alegre, liviano y volandero como el lucerillo del cardo. Cerrar los ojos y dormirme sobre la tierra, que se empeñaba en girar variando de planos, como lo hacían las ruedas del milord.

Al pensar en la cara que pondría tío Ignacio, reí taimadamente. Muy lejana, escuchaba la voz del contratista, interminable cháchara: que su mujer y los demás hijos estaban en la viña…; que era época de «envolver» los pámpanos y atarlos a los alambres…; que había tenido necesidad de tomar más gente…, mujeres casi todas, porque los criollos despreciaban esa tarea… Le dejaba hablar, conteniendo los deseos de prenderme a sus grandes bigotes y balancearme en ellos, como en el columpio que estaba junto a la represa del lavadero…

Caminábamos por los camellones cubiertos de alfalfa, que bordeaban la viña con sus florecillas moradas. Don Batista continuaba hablando; era como la Chischica que se dormía revolviendo la paila. Llevaba de la brida a mi caballo, mientras yo marchaba lo más repantigado posible, con ese, ahora explicable andar, que a menudo usaba mister Thomas Holden, al salir del Bar Americano, de San Rafael.

A medida que llegábamos hasta ellos, los hijos del italiano venían a saludarme y mi mano era estrujada con mayor o menor fuerza. ¿A cuántos había saludado? No tenía la menor idea: muchachas rubias o morenas; muchachos atezados, torunos, también de pelos rubios o negros.

Los álamos, alineados a la vera de la acequia, también se inclinaban ceremoniosamente, mientras la viña se transformaba en inacabables pentagramas llenos de notas musicales; como las de aquella «Suite» del Cascanueces, de Tchaikowsky, que tía Elvira gustaba tocar en aquel su piano con los candelabros de bronce y cuyas velas no se prendían por temor de que la estearina ensuciara el teclado.

Cubiertas de transpiración, las sienes me golpeteaban rítmicamente —¿cómo recordaba cosas tan sin atadero?— con la vibración del órgano de la capilla del Colegio, que estremecía, a la par de mis oídos, los vidrios de sus litografías, cuya fealdad sólo era perdonable porque representaban el Vía Crucis.

La ropa me ceñía el cuerpo con desacostumbrada molestia. Hubiera deseado quitármela y revolearme con frenesí en el pasto. Pero mister Holden jamás haría tal cosa. Riendo pensé que toda su dignidad parsimoniosa, alabada por tío Ignacio, le venía de ser un cumplido y encantador borracho… Tenía razón abuela: debía ser el «buey corneta» de la familia.

Sin saber cómo, me hallé montado; Batista se despedía con grandes ademanes. Sus brazos eran las aspas de aquel molino holandés, pintado en una postal, que me envió desde Europa Luis Olivera…

Prendido al cabezal de la montura, como un gallina, galopé largo rato, hasta que mi caballo se detuvo ante la trinchera de álamos, que marcaba el límite sur de la viña. Sin darme cuenta, había recorrido el largo de las sesenta hectáreas que ella cubría.

El aire me había despejado un poco; largué los estribos y, abrazándome al pescuezo del animal, rodé a tierra lentamente, con indecible placer.

Até el cabestro a un cabezal de la viña. Espesa modorra me fue dominando hasta tenderme de espaldas en un surco, a la sombra menguada de una cepa que cubría apenas mi cara librándola del sol reverberante. Con una mano agarré el grueso tronco, que abría en abanico sus sarmientos amarrados con totoras a las tres hileras de alambres.

Me hallé más seguro. Cerré los ojos y de nuevo el suelo balanceábase quedamente. El olor indefinible de la tierra arada llenaba mi nariz. Aspiré con fuerza, como hacía el bayo al beber en un charco de agua turbia.

De súbito, en la hilera vecina, cuya separación no era mayor de metro y medio, escuché rumor de hojas removidas. Regodonamente, abrí los ojos. Alcancé a ver los brazos de una mujer, que envolvía los sarmientos… como si los abrazara sensualmente; distinguí, apenas, las estrechas caderas ceñidas por un vestido azul oscuro.

Me estremecí; angustiado me pareció ocupar el lugar de la planta y que sus brazos abarcaban mi cuerpo… Alcé la mirada. En un claro que dejaba el follaje, vi su cara arrebatada por el sol; el cabello negro retinto, peinado al medio, le ajustaba las sienes; el cutis moreno enrojecíase en la tensión de los pómulos, entre los cuales la nariz arremangada brincaba sobre la boca de labios carnosos, brillantes y húmedos como un trozo de jalea de frambuesa, que hubiera caído sobre la mesa de caoba del comedor de abuela.

Quedamos inmóviles. La miraba con asombro. Sus facciones parecían desdibujarse; su cara alargábase como el humo del cigarrillo que arrojaba tío Ignacio contra el vidrio de la ventana en los días de lluvia. Sin poderlo evitar caí en sus ojos. Yo había visto esos calderos rebosantes de alquitrán.

Afirmándome en los codos, con mecánico movimiento, me incorporé a medias. ¡No era posible! ¡Debía de estar borracho como Modón, porque allí, al alcance de mi mano, estaba la mujer del sulqui!

—¡Usted!… ¿Qué hace aquí? —balbucí.

Sin contestar una palabra se puso en pie. La hilera de parras cubríale ahora la mitad-inferior del cuerpo para destacar más aún la carnadura del pecho; incitante presencia que siempre me desazonaba.

—Buenos días, señor… —la voz suave, alargando con mimo las sílabas, se prendía a mis oídos. Me había llamado señor; era, quizás, la primera mujer que me daba tal tratamiento.

—Buenos días —contesté apocado, incorporándome.

Quedamos tan cerca que hubiera bastado adelantar los brazos para tocarla.

—El Batista me llamó pa envolver las viñas…

Las palabras, de nuevo, no podían salir de mi boca. Un temblor recorrió mi cuerpo. Pareció notar mi turbación y bajó la vista. Experimenté entonces ese alivio que produce una nube cuando oculta el sol de la siesta. Sensación que, poco a poco, fue trocándose en ansiedad, deseo de algo desconocido, cuando mi mirada rodó por su cuello. —¡Oh, ese infantil rodar por las barrancas de Belgrano!

El vino, debía de ser el vino, se agolpaba en mi cabeza, me ahogaba. Con esfuerzo doloroso logré articular:

—Yo la he visto… dos veces…

—Yo, también… —sonrió—. Tiene un caballo muy lindo…

—Es de tía Elvira —sin poderme contener, con voz apagada, proseguí—: Usted, también es muy linda.

Corté la frase y la miré aterrorizado. Seguía con la vista baja; sus manos, apoyadas sobre el alambre, temblaban.

Atraído por algo que no lograba comprender y menos dominar, avancé un paso; la tierra arada se hundió bajo mis pies; para no caer me apoyé sobre el mismo alambre. Nuestras manos quedaron casi juntas; sentía el calor de ellas. Alcé la cabeza y me encontré con su mirada. Quedamos así un momento interminable, durante el cual su aliento golpeó espaciadamente mi boca.

Sin darme cuenta, adelanté la cabeza con esa impresión de alivio que produce el ceder a un vértigo, dejarse caer. Unos labios secos y calientes se aplastaron contra mi boca cerrada. Mi cuerpo se agolpaba en los labios —noches de hundir la cabeza en la almohada tibia—, chocaba con fuerza de acequia contra la compuerta estremeciéndola. Era caer dando volteretas en el espacio. Caer… Inesperadamente, invencible sensación de vergüenza se apoderó de mí. Sin atreverme a mirarla, escapé trastabillando entre los cascotes removidos del surco, monté a caballo y huí.

Áspera voluptuosidad me recorría; el aire raspaba mi piel, la sentía como una llaga expuesta al sol. Los labios me temblaban y balbucían palabras y más palabras ignoradas. Corrí sin ver nada, el bayo parecía desbocado; por primera vez taconeaba sus ijares.

Ya en la calle, lo contuve. Crecía en mí la espantosa vergüenza: ¡había besado a una mujer!, ¡a una desconocida! Con repulsión refregué mis labios resecos con el dorso de la mano; en la furia desesperada mordí con fuerza y un hilillo de sangre fue a anudarse en la muñeca, en el mismo lugar donde escurría el jugo de los duraznos maduros.

Sin embargo, el recuerdo tibio se pegaba en mi boca como una babosa. Recordé los mansos ojos de mi madre, la imponente figura de tío Ignacio. Una tras otras venían a mi memoria las imágenes, se entremezclaban y esfumaban.

¡Había sido capaz de besar a una mujer y en la finca de la abuela! ¡Debía de estar borracho!

Azucé al bayo, que caracoleaba echando espuma por el hocico mientras tascaba el freno. De nuevo emprendimos la huida, que duró el largo de media legua, hasta el puente del río.

Sentado a la sombra, Cirilo mordisqueaba un cogoyo de sauce.

—Creí que no venía…

Comenzamos a desvestimos; no me había atrevido a mirarle.

—Me demoré en la viña… Ya sabés como es Batista…

Sentí que me observaba.

—Alberto, está muy arrebatado por el sol, ¿no le hará daño bañarse?

—Ya estás con tus cosas. ¡No tengo nada! —contesté tajante.

En silencio se inclinó para ayudarme a quitar las botas; luego, reuniendo mis ropas y las suyas en un solo atado las escondió entre unas cortaderas. Le dejé hacer, sentía deseos incontenibles de contarle todo, pero, no me atreví.

—Perdoname, Cirilo… Batista me dio un montón de vino… —Estoy muy borracho… ¡mucho! ¡Casi tanto como Modón!

De nuevo sentí que me contemplaba indeciso; luego, tomándome de la mano como acostumbraba hacerlo, entramos en el río. Cuando el agua nos llegaba a la cintura, le toqué un hombro al tiempo que hundía la mano para arrojarle agua. Asombrado, me contuve. Cirilo exclamó con desesperación:

—No, joven, no chancee con eso… Usted no puede ser como el Modón… ¡Usted no puede ser así! No, pues, usted no sabe…

Con movimiento brusco volvió la cabeza y, largando mi mano que apretaba convulsivamente, se zambulló. Vi un instante sus piernas morenas, tensos los músculos de las pantorrillas.

Unas gotas de agua brillaron al sol del mediodía, como cuentas del rosario de cristal de abuela y cayeron en el agua turbia del río.