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Distraído taloneé el caballo que encrespó sus orejas, semejantes a las de un inmenso gato amarillo, y comenzó ligero trote; sentí mis nalgas golpear contra el cuero reluciente de la montura inglesa. Entre las risas sofocadas de la familia, cuando la Pancha contaba llena de aspavientos la catástrofe del milord, tía Elvira había conseguido que me levantaran la prohibición de andar a caballo durante dos días.
En la curva de la Avenida Thevenet, frente a la casa de abuela, el sifón del canal rezongaba acompasadamente, como si calafateara un ventrudo barril descuadernado por el sol. Desde el cruce del canal, doble hilera de carolinos formaba sobre el camino una bóveda de impenetrable verdura, que alcanzaba el puente del río Diamante.
Sentí vivo escozor en la pantorrilla; con un movimiento de riendas detuve el caballo que volvió la cabeza como para averiguar la causa. Retiré el pie derecho del estribo, que al quedar libre golpeó con sonido metálico en la cincha y, afirmándome sobre el cabezal de la montura, crucé la pierna sobre el lomo del animal.
Entre la baraúnda de baúles aún no había encontrado mis pantalones de montar, y los correajes de la cincha me habían llagado el comienzo de la pantorrilla. Junto a esa curva de mi cuerpo que gustaba contemplar, corría un hilillo de sangre entremezclada con pelos bayos y sudor del animal.
Limpié la herida con el pañuelo, mientras me mordía el labio inferior. El caballo continuó su marcha a paso lento; me hamacaba como si llevara una «bolsa de papas».
Sonreí al recordar la frase de tía Elvira, que se burlaba de mis menguados intentos de jinete: «Te zamarreas como una bolsa de papas». «Te zamarreas…».
Hacía de esto ocho años.
Tía Elvira, con un temo azul cuya amplia falda caía como gualdrapa, montaba su hermosa yegua alazana, cuyas líneas, de sin par finura, me embelesaban. Creo que ese animal tenía conciencia de mi admiración; al verme solía caracolear sobre las patas traseras. Mi arrobo llegó al colmo cuando supe que era de pura raza anglonormanda.
Hojeando un número antiguo de la Illustration Française, había visto una estampa semejante: era el mismo caballo, la misma apostura de la jinete; ansioso leí la leyenda; fue una desilusión, ¡no era tía Elvira! Sólo Eugenia de Montijo, Emperatriz de los Franceses. Cuando la veía, así montada, me asentaba en la conclusión de que ella era más elegante, más fina que la Emperatriz. Tío Ignacio destruyó nuestro encanto diciendo: «Todas las mujeres que uno admira se parecen a una reina o a una actriz de su época».
Yo contemplaba la escena —recordaba los mínimos detalles— desde la galería. Aparecía, por el callejón de entrada, parte de la cabalgata a la cual debía incorporarse; se saludaban alegremente; tía ensayaba un coqueto ademán con la fusta; la yegua marcaba los músculos bajo la pelambre reluciente y alzaba la cabeza tascando el freno, cuyas hebillas de plata brillaban al sol.
Partían. Quedaba lleno de esperanza; un día, «cuando tuviera pantalones largos», abandonaría mi montura chilena y sus pellones, para unirme a la cabalgata de tía Elvira y de esas señoritas tan rubias, que hablaban siempre en francés. La más alta llevaba pendiente por una cadena, y recogido sobre el costado izquierdo del pecho, un reloj de oro que en la tapita lucía una centelleante flor de lys.
La señorita de Courtenay se me antojaba uno de esos esmirriados escaparates de los joyeros elegantes que, sobre terciopelo, muestran una sola joya. Cuando hablaban castellano me hacían sonreír indiscretamente, hasta merecer una reprensión de mi madre que aducía: «Son unas señoritas muy distinguidas y, además, sus padres fueron amigos de tu abuelo».
La amistad del abuelo Thevenet me parecía de mucha importancia, casi tanto como la raza de la yegua alazana.
Regresaban al oscurecer, e invariablemente desmontaban para saludar a abuela, quien las recibía con toda su hidalga prosopopeya, como para demostrarles que los «criollos también saben hacer las cosas».
La corta visita me proporcionaba el esperado refresco de guindas, la mermelada de frambuesas y el bizcochuelo. Recibía caricias y besos musitantes; abundaban los joli y charmant, palabras cuyo exacto significado no conocía, pero que adivinaba elogios ante la cumplida sonrisa de mi madre. Acodado en la silla, quedaba a la expectativa contemplando la puerta del comedor. A cada instante creía ver la aparición de la sirvienta, trayendo, en la bandeja de plata martillada, las codiciadas copas. Por fin, la puerta se entreabría, escuchaba un instante las risas sofocadas de mis hermanos; mi madre ensayaba un mohín de disculpa que nadie parecía advertir, y las puertas se cerraban como por arte de magia.
Crujían las polainas de cuero, tintineaban las espuelas de mi padre, cuando los caballeros se ponían en pie para alcanzar una copa a la abuela o a las otras damas de la tertulia. Ruborizándome, por la peregrina importancia que otorgaba a mi papel, colocaba en las faldas de las señoras minúsculas servilletas de encaje, que, al comienzo de la temporada, aún olían a lavanda o espliego. La criada ubicaba la bandeja con las restantes copas sobre una mesa, que ostentaba un centro de porcelana de Sèvres repleto de magnolias. Titubeaba un momento, pero al fin, quedaba en mis manos la más colmada.
Bebía, mientras, en vano, mi madre trataba de llamar mi atención. Era inevitable, nunca como entonces encontraba más atrayentes las flores del ceibo que, visto desde la terraza, ocupaba el lugar más oblicuo del parque. No variaba la visual, hasta dar fin a la copa. Nuevamente se abrían las puertas del comedor y otra criada traía la mermelada de frambuesas, preparada bajo el cuidado personal de abuela: muestra de hacendosa habilidad que guardaba en botijos lacrados y bajo llave en el esquinero de la dulcería.
La mermelada de frambuesa, «¡el dulce de las visitas y de los cumpleaños!».
Aún saboreaba su agridulce sabor, su color de sangre coagulada. Allí zozobraba todo el ceremonial, con su prescripción de que debía ofrecer trozos de bizcochuelo, mientras la primera criada retiraba las copas yacías.
El sonido a hueco que producían los cascos del caballo sobre el largo puente de hierro del río Diamante, me arrancó de los recuerdos. Abajo, el agua se deslizaba a jirones entre las cortaderas, como una capa marrón flotando al viento. Las piedras entrechocaban, con ese sonido sordo de las bochas al tocar en las maderas laterales de la cancha, en la pulpería del «Pobre diablo». Instintivamente descrucé la pierna, temeroso de que alguien me hubiera visto en postura tan poco masculina; sin desearlo, me ruboricé al pensar en Osvaldo Sierra. ¡Lo sabía! Riéndose hubiera soltado uno de sus: «¡Mirá al marica!», y continuaría con una ristra de palabras y ademanes obscenos, porque para eso «era bien macho».
Estaba cansado, molido por aquel segundo día de San Rafael. El sol quemaba el costado derecho de mi cara; la tierra, que levantaban los coches al pasar, blanqueaba mis cabellos, resecaba los labios, dejando en las muñecas transpiradas hilillos de barró, que marcaban también las líneas de las palmas, se metían entre los dedos y ganaban las coyunturas que la adolescencia daba formas acusadas.
Casi un año sin montar dolería mis muslos. Sentía deseos de arrojarme al agua, pero estaba solo. En seguida acudieron a mi memoria historias cien veces oídas del río y sus traidores remansos. Tuve miedo, pero me hubiera guardado bien de confesarlo. Eulogio, el cochero, decía que «los criollos jamás tienen miedo, ¡aunque se les aparezca el diablo!». ¡Y yo me sentía furiosamente criollo!
Llegué al extremo del puente, mecánicamente endilgué el caballo cuesta abajo por el terraplén; al llegar a la orilla se abalanzó sobre el agua y bebió resoplando. Desmonté para ajustarle la cincha a fin de que no bebiera demasiado y, desanudando el cabestro, lo até a un pie de gallo. Un poco más arriba, en contra de la corriente, me eché de bruces en la orilla y empapé la cabeza con el agua turbia.
La tarde era sofocante. Con la cabeza chorreando agua me despojé de la chaqueta; el sol dio de lleno sobre mi torso desnudo. Mientras con pueril vanidad forzaba los incipientes músculos, con brusco movimiento de pies arrojé ios zapatos, dejando que la arena caliente cosquilleara mis plantas. De nuevo sentía esa desazón, que hormigueaba todo mi cuerpo cuando me encontraba solo; tenía deseos de algo que no podía precisar; fastidiado me arrojé nuevamente al suelo. Esta vez la arena me produjo sensación de cataplasma en la espalda; cerré los ojos y quedé escuchando un trueno cada vez que pasaba un vehículo sobre el puente.
De pronto, muy cerca de mí, oí chapotear. Molesto por el sol, vislumbré apenas a un muchacho que salía del agua. Me incorporé de un salto: dos grandes ojos negros me miraban entre sonrientes y sorprendidos.
—¿Viene a bañarse, joven Alberto? —preguntó Cirilo con timidez.
Hice un gesto de fastidio y contesté con desgano:
—No, hay muchos remansos —temeroso de que pudiera creerme «un gallina», agregué—: Además, no tengo traje de baño. —Sonrió asombrado; entonces me di cuenta de que estaba completamente desnudo. Me estremecí; ya no me cabía duda, según mi costumbre debía estar ruborizado.
Cirilo rio con todas sus ganas y, sentándose en cuclillas a mi lado, dijo con naturalidad:
—¡Y d’iay, se baña en cueros! Si quiere vamos donde es pandito…
—¿Te creés que tengo miedo? —respondí desafiante.
Sin saber lo que hacía, porque en realidad tenía miedo, me quité el pantalón y quedé tan desnudo como lo estaba él. Su cuerpo moreno brillaba al sol, como un pedazo del río. A pesar de que le llevaba algunos meses, él parecía mayor; era fuerte como esos álamos que chicotean al viento del amanecer. Debía sentirme seguro a su lado.
—Vamos —dijo, al tiempo que con movimiento decidido me tomaba de la mano.
Me pareció que su voz se había quebrado. Con desesperación, como si quisiera borrar algo de mi mente, miré el paisaje; en vano traté de interesarme en el ancho río con su cauce lleno de piedras multicolores; en el largo puente dividido en dos tramos por una isla casi cubierta de sauces; en vano las cortaderas agitaban sus engolados penachos y las largas, interminables, trincheras de álamos se abanicaban en la barranca de piedras y ripio de la orilla contraria.
El agua helada, al mojar el bajo vientre, me hizo recuperar. Cirilo me tenía de la mano con el cuidado con que se lleva a un niño; tuve ganas de gritarle: ¡Te creés que soy un chico!, pero no dije nada, le seguía dócilmente. El fondo de arena cedía bajo mis pies. Avanzamos así por el remanso que se formaba atrás de un pie de gallo, cuyos troncos habían brotado hasta convertirlo en un pequeño sauce. El agua nos llegaba a la altura del pecho; decidido largué la mano de Cirilo y, apoyándome en su hombro, me adelanté cautelosamente hacia donde la corriente del río, desviada por el pie de gallo, se deslizaba velozmente.
—¡No si’arrime, joven! ¡La correntada es muy traidora! —gritó Cirilo asustado; luego, casi cantando la frase, agregó socarrón—: ¡Se me pone que nu’ai ser muy baquiano pal’agua!
—¡Eso te creés vos! —exclamé jactancioso—. Ya sé, ¡estás pensando que tengo miedo!
—No, joven, es que conozco este brazo’el río mejor qui’al canal de la finca, pues…
Molesto por el tono protector con que me hablaba, avancé resueltamente. El fondo de arena terminaba bruscamente; con dificultad logré acomodar un pie sobre las piedras que, al afirmarme para avanzar, cedieron. Intenté dar un brinco para comenzar a nadar, como lo hacía en la piscina del colegio, pero la correntada me tomó de lleno por el pecho, me trabó las piernas y, con desesperación, sentí que perdía el equilibrio, que el agua me arrastraba. Manoteé sin control, quise gritar; el agua turbia me llenó la boca y la nariz. Rodeándome, corría vertiginosamente hasta chocar contra las bolsas de alambre llenas de piedras, que defendían la toma de un canal. Ya no pude ver más. El agua me cubrió la cabeza, sentí arremolinarse mi pelo como en un día de viento. Mi cuerpo arrastrado flameaba como una bandera. Desesperado agité los brazos; el agua se deslizaba entre mis dedos como flexibles cuchillos helados. Me faltaba el aire; todo se volvía rojo con resplandor de horno o con ese rojo de las láminas del sistema circulatorio que, puntero en mano, señalaba el profesor de Anatomía. Me deslizaba sin remedio, con horror de pesadilla. Pensé que iba a morir en el agua turbia del río de abuela.
Quedaría abotagado, los ojos hinchados como habas partidas. ¡La cara de espanto que pondría mi madre! Igual a la que tuvo el día en que me creyó raptado por unos gitanos, mientras yo dormía en uno de los sillones del escritorio de mi padre, entre sus libros de tapas rojas y canto dorado, bajo la mirada de Schiller que, en su busto de bronce, tenía, con su cabello partido en dos jopos levantados, algo de anunciador de circo. Jugando un día en el jardín hice caer a María Mercedes y se hundió la tijera de cortar rosas en la mejilla, la sangre brotó muy roja. La yegua alazana, espantada, arrastró a tía Elvira pendiente del estribo, con el amplio temo azul revuelto en lluvia de puntillas sobre la tierra fofa. ¿Por qué ese maldito de Osvaldo Sierra me había preguntado esas cosas en el patio de recreo? ¡Cómo giraba de alegre aquel trencito a vapor que me regaló mi padre cuando tenía siete años; subían y bajaban las señales rojas, tan rojas como yemas de dedos ensangrentados! Eulogio hundió un día el cuchillo en el cogote de un lechón y la sangre borboteó roja. Mi madre había colocado un ramo de flores blancas, moradas y rojas, sobre la tumba de mi padre; luego, bajó su crespón para llorar, mientras yo apretaba los dientes. ¿Por qué el triste de Luis Olivera me había escrito aquella carta? Las garzas rosadas volaban en bandada sobre la laguna Picaza, cuando pasaba el tren resoplando sobre el terraplén de piedras amontonadas como azúcar en terrones. Yo había mirado, una vez, una boca muy roja, sentí deseos de entrar en esa gruta roja. ¡Cuántas grutas rojas que sólo podía imaginar! Las flores rojas del ceibo de abuela… rojas…, rojas…
Ya debía surgir en la pantalla, orlada de luces rojas de neón, el «Continuará en el próximo episodio». Veía las letras nítidamente; de pronto, comenzaron a esfumarse, se alargaban, bailoteaban, se entremezclaban como lombrices de una pesca.
Algo me tocaba el pecho prensado, se corría hasta encajarse como dos ganchos en las axilas. Me alzaban. ¡Pero con qué desesperante lentitud! El incienso subía así cuando colgaba el incensario en la sacristía del colegio; se retorcía enhebrando las argollas de plata de sus tres cadenas y subía lentamente hasta desaparecer, alto, fláccido, escurridizo, huidizo, lentamente…
Cuando abrí los ojos, el sol rodeaba con halo rojizo la Cabeza chorreante de Cirilo. Un acceso de tos me sacudió el cuerpo; dos hilillos de sangre surgieron de mi nariz y se mezclaron con greda, entre la pelusilla del labio superior. Respiraba con dificultad. Nunca me había sentido tan aplastado sobre la tierra, tan pegado a ella, con ese abandono de trapo mojado que ha caído de la batea y queda hecho montón, destilando agua. Una plasta inmóvil.
Cirilo friccionaba con fuerza mi pecho y estómago.
—Gracias, Cirilo, ya estoy bien —pude balbucir al fin. Había visto en el cine que, en parecidas circunstancias, era casi obligado decir: «Te debo la vida». Yo le debía la vida a Cirilo. Tuve vergüenza y callé la frase.
Con su mano áspera, apartó de mi frente los cabellos mojados. Tenía sus ojos de conejo agrandados por el miedo. Quiso sonreír para darme ánimos, pero no pudo; los labios amoratados se le entreabrieron y respiró profundamente, como si allí terminara su esfuerzo.
Miré de nuevo el cielo, con asombro, tal si nunca hubiera visto su purísimo añil. Lo repasaba con golosería, como si estudiara el mapa de un país lejano. Respiré casi con temor; escuchaba mi alentar, y el aire, suave vellón de guanaco, me llenaba el pecho de gozo.
Altos, con sus hojas agitadas como alas de pájaros, lenguas en candorosa burlería, los álamos me miraban desde la barranca. Lejos, la cordillera, gris y morada en los valles, alzaba sus cumbres nevadas trizando al sol poniente en orgía de colores. Lentamente, descendía sobre ella el vaho del crepúsculo; la encerraba en fantasmagórica hornacina de cristal.
Este oscurecer nuevo, que sentí perdido en rojez, se me adentraba en el cuerpo. Con lento crecer se anudaba a mi garganta.
Cirilo me había rescatado del agua. Y esto tenía, para mí, algo del mirar de los perros, del correr del agua mansa pero caudalosa; era sentir lúcidamente cómo, desde el muy adentro, se enturbian los ojos con calma de niebla que se alza del rastrojo.
—Gracias, Cirilo… —dije, otra vez, con mansedumbre.
—No… ¡Nadita me debés! —gritó y, estallando sus nervios en un sollozo, se dejó caer sobre mí. Me apretó con desesperación, como si de nuevo hubiera de escurrirse mi cuerpo en el agua turbia.