11
Tía Joaquina no quiso casarse. Prefirió un par de lentes para ver de lejos y otro para leer los contratos de arrendamiento y el libro grande, de tapas negras, donde anotaba las cuentas en páginas llenas de esmero. Entre la última y la contratapa, guardaba un secante festoneado con cinta de seda roja. Siempre se me antojó que, como don Ramón Osuna, era dueña de un romántico secreto. Algunas veces oía mencionar a uno de los Courtenay, dos veces, primo de las amigas de tía Elvira, que había sido su invariable compañero de tenis. Murió en la guerra de 1914, en esa guerra a la que fue, quizás, para completar mi romántica imagen.
Tía Joaquina mojó con pulcritud la punta de los dedos en la palangana que le presentaba la Chischica; luego, con parsimonia, usó un extremo de la inmaculada toalla.
—Parece que la viña ha cargado mucho este año —dijo, volviendo el lienzo al brazo de la criada.
—Si Dios quiere, tendremos buena cosecha; don Benito cree que serán alrededor de diez mil quintales —agregó abuela.
Isabel estuvo a punto de hacer rodar la palangana que, a su tumo, le era ofrecida:
—¡Diez mil quintales! ¡Quién lo diría! —exclamó, como si esperara que alguien pusiera en duda la cifra, Al ver que su exclamación no surtía efecto, agregó melindrosa—: ¡Siempre que no caiga una manga de piedra! ¡Sí, pues, cuesta tanto mantener una viña! Todo se va en contratistas y cosechadores, sulfatos y la mar en coche… ¡Créanme, a las mujeres nos comen vivas! ¡Estos gobiernos siempre viven de las pobres viudas!
Los ojos negros de abuela brillaron de disgusto en la cuenca de las ojeras, que le daban aire de cansancio beatífico, bajo la frente amplia y alabeada que terminaba en los cabellos peinados en dos bandas abullonadas.
—¡Dios da para todos! —sentenció Tiburcia; luego, miró a abuela y al resto de los comensales, con sonrisa que imploraba aprobación.
—¡Como vos no tienes ni una vara de tierra, puedes andarte con esos dengues y perendengues! —apuntó Isabel, recalcando las palabras.
Se produjo silencio embarazoso. Tiburcia agachó la cabeza, mientras colocaba la servilleta en el aro.
—Los chicos pueden retirarse —dijo mi madre, para evitarnos la escena.
Ya en el corredor, respiré con tranquilidad. Mis hermanas se empeñaron en que jugáramos una partida de damas. Excusándome como pude, fui a encerrarme en el dormitorio.
Intenté dormir, como lo había hecho durante tres siestas. Trataba en vaho de apartar las imágenes de aquella tarde en el canal. Dolores con la camisa ajustada por el agua; sentía el contacto de su cuerpo húmedo. Sin darme cuenta, ahuecaba las manos para llenarlas con el recuerdo de sus pechos.
Cuando Luis entró en la habitación, simulé dormir. No quería hablar con él; éramos dos extraños bajo el techo de una casa cualquiera, tenía la conciencia de ser el peor.
Tres días de rondar por los senderos apartados del jardín, tres días escurriéndorne a la hora de la bendición.
Mi madre, como era de esperar, lo había notado y me preguntaba en cada ocasión y con insistencia que me irritaba:
—Alberto, ¿qué te pasa?
—Nada mamita, nada… —bajando la vista, me alejaba de su lado. Por momentos deseaba contarle todo; luego, la sola idea de hacerlo me parecía infame. Permanecía callado largo tiempo, mirando mis manos, como si hubiera de encontrar en ellas rastros del cuerpo que habían tocado; cuando creía sentir su aliento junto a mi oreja, un estremecimiento, que ya no sabía si era de placer o de asco, me torcía en una mueca. Fuego de sarmientos secos, crepitantes, enardecía mis entrañas. Había visto bramar así el homo del pan al ser caldeado por la Pancha.
Luis no tardó en dormir profundamente. Escapé por la ventana, una vez más; ya en el jardín, permanecí largo rato echado de espaldas, a la sombra de las enredaderas del cerco de la huertecita, en un tiempo cancha de tenis. El sol apachurraba las plantas. Me parecía ser una persona diferente de la que había llegado a comienzos del verano, una especie de animalito urgido, únicamente, por los deseos… Miraba de nuevo, pero ahora con repulsión y desprecio, mis manos, mis brazos y mi cuerpo; hasta los álamos que brillaban en sus hojas de abalorios, se me antojaban distintos. Quietud pegajosa envolvía la tarde. Dolores —¿por qué aquella mujer había de ser ahijada de abuela y llevar su nombre?— me esperaba en el higueral del Fortín; pero no iría, era necesario que no fuese.
Recordé el arcón de la despensa cuyo contenido me había intrigado. Apretando las mandíbulas, como si entre ellas llevara la decisión de no ir al Fortín, me allegué a la cocina. La Pancha tomaba mate sentada en un rincón; sin mirarla, como si me importara muy poco lo que pudiera decir, tomé las llaves y salí dando un portazo. Escuché el ruido de un cacharro que rodaba por el suelo. La Pancha se habría dormido con el mate en la mano.
El aire fresco de la despensa, con su añejo perfume a vino, aquietó mis nervios. La Pancha la había ordenado nuevamente. Sobre el cajón estaba una de las petacas de cuero, baúl que antaño transportaban las muías a través de las setenta leguas que separaban el Fortín de la ciudad de Mendoza. A duras penas logré retirarla y, al caer, hizo rodar en sus carriles de madera un viejo barril, que, al chocar contra la reja de un arado, llenó la despensa con sonido a hueco.
Traté de levantar la tapa, de nuevo se interpuso el candado. Nerviosamente formé la palabra «amor», di un tirón y la oreja del candado cedió.
Lentamente, como los héroes de Julio Verne, levanté la tapa. Debajo del paño de hule, cubierta de polvo, apareció una caja grande de madera lustrada; en una de sus caras tenía empotrado un grueso tubo de bronce que sostenía un lente. En un costado del cajón se apilaban estuches de cuero; abrí uno de ellos: sobre el fondo de terciopelo verde desvaído vi unas lucientes placas de proyección. El simple hallazgo me decepcionó.
Alguien removía la gruesa puerta de la despensa, rápidamente guardé el estuche. Crujió nuevamente la puerta, estremeciéndose como si pasara un carro cargado de bordelesas. La tierra comenzaba a balancearse bajo mis pies, al tiempo que del techo de jarilla y barro se desprendían pequeños cascotes.
Eché a correr en dirección a la salida, mientras escuchaba los gritos de la Pancha:
—¡Tiembla! ¡Tiembla! ¡San Antonio bendito!
Al correr, las rodillas me flaqueaban. Con fuerte empellón abrí una hoja de la puerta —creí empujar un carro de bueyes— y traspuse el umbral de un salto. La tierra parecía escabullirse, se agitaba como un cernidor. Puertas y ventanas entrechocaban en sus marcos. Traté de alejarme en lo posible de los edificios, como nos recomendaba abuela. Recordé, entonces, con desesperación, a mi madre y hermanos; quise correr hacia la escalinata pero me fue imposible dar un paso; casi arrojado, me apoyé en el estribo del apeadero para no caer. El viejo pimiento se sacudía, como un duraznero al que remeciéramos para bajar los frutos maduros.
Brotó de la tierra algo semejante al estallido de un trueno lejano, y Nerón escapó aullando desaforadamente, Por fin, cesó el movimiento. Había durado unos segundos que se me antojaron horas.
Entre la algarabía, escuché la voz de mi madre que me llamaba a gritos. Temblándome las piernas, corrí hacia el grupo que se había guarecido en el jardín, junto a las altas palmeras que aún balanceaban sus hojas.
—Estaba en la despensa —balbucí.
—Me asustaste… ¡Creí que estabas dormido!
Mi madre iba a continuar en son de reproche, cuando, sin poderlo evitar, solté una carcajada.
Todos estaban en ropas de cama; tía Elvira, en el apresuramiento, había sacado a su hijito junto con el colchón de la cuna; pero la risa incontenible me vino de ver a Isabel luciendo unos escuálidos cabellos canos, en lugar de la abundosa cabellera negra con rodete.
—¡Isabel tiene peluca! —exclamé, ahogando la risa.
Convergieron sobre ella las miradas; roja de indignación, afectando un señorío que colmaba lo grotesco de la escena, ascendió las graderías de la terraza, que nadie recordaba haber bajado, y entró en su cuarto.
Conteniendo a duras penas las risotadas, regresamos a los dormitorios. A poco, todos reaparecieron correctamente vestidos. Doña Pancha, con gestos excesivos, narraba el acontecimiento como si hubiera sido la única en presenciarlo.
—Verdad Pancha, ¿este fue un terremoto? —pregunté, encantado de asistir, por fin, a uno.
—¡Sus con el desajerado! Llamarle terremoto a este temblorcito… —contestó, elevando sus brazos—. ¡Si parecís porteño!
Abuela sonrió buenamente.
—El del 61, en Mendoza, sí que fue terremoto… El Señor no permita que tengamos otro parecido.
Grandes y chicos nos acercamos con la intuición de que escucharíamos el famoso relato, que, por cierto, abuela no prodigaba. Permaneció callada un momento. Temí que alguien pudiera interrumpir, apartándola del tema. Nadie chistó.
—¡Ese fue un terremoto! —continuó, repantigándose en el sillón, mientras acariciaba la cadena de oro del relojito, que pendía de su cuello sobre el costado izquierdo del pecho.
—Era la noche del Jueves Santo…, entonces tenía tu edad, más bien menos que más —prosiguió, indicándome con leve ademán—. Tatita Nicasio y mamita Dolores se habían ido a la Iglesia, yo quedé cuidando a mi hermano Nicasio, que estaba con calenturas. Me acuerdo que aquella noche no corría ni pizca de viento y la luna llena tenía una aureola como la de los santos —hizo una pausa como si ordenara los pensamientos—. Desde la oración, los perros andaban molestos y sin razón aullaban dando lástima, las gallinas cacareaban a deshora… Francisca, la cocinera, que como ya saben era la madre de la Pancha, tenía atado en uno de los pilares del último patio, donde comenzaban los parrales y la huerta de frutales, a un guanaco que también lo notábamos inquieto.
—Entonces, ¿los animales adivinan cuando va a temblar? —interrumpió María Inés, mientras todos nos volvíamos para sisearla.
—Así parece —cerró los ojos un momento y continuó—. Nuestra casa daba frente a la Plaza Mayor, era de las contadas que tenía piso alto, ya verán por qué les digo esto. Mi hermano dormía en su cuna en el corredor de la planta baja y yo le cantaba. De repente, oí fragor semejante al de una centella que hubiera caído en el tercer patio. La casa se estremeció, tal si cedieran los cimientos, y la tierra se puso a brincar como si tuviera baile de San Vito. Cuando me agaché para tomar a Nicasio, los pilares de la galería se derrumbaron, igual que si fueran de alfeñique; el ala de la galería, que era muy capaz, se desplomó, pero, gracias a Dios, el lienzo de pared que la sostenía por el otro costado resistió el sacudón. Caí, envuelta en una nube de tierra que apenas me dejaba respirar, junto a la cuna que se tumbó. Y, entonces, sobre el techo del corredor que nos guarecía, cayó todo el primer piso, causando un ruido de cien demonios. Sin saber cómo, atiné a recoger a Nicasio que lloraba y, encomendándome a Nuestra Señora del Carmen, me arrastré con el chico en brazos (aún no sé de dónde saqué fuerzas) hacia una claridad que se colaba por un boquete abierto entre dos tirantes del techo; salimos al patio que se había llenado de escombros, pero, como era tan grande, en el centro había quedado una suerte de callejón. En menos del tiempo para contarlo, respirando apenas entre la polvareda, recorrí los otros patios que también estaban cubiertos de ruinas. Al llegar a la huerta, salió a recogerme Francisca, rodeada por las otras criadas. El polvo levantado por las casas al derrumbarse ocultaba casi por completo a la luna. Las gentes y las cosas parecían fantasmas. Francisca corría de un lado para otro…
—Era mi mama, ¡que Dios la tenga en la gloria! —musitó la Pancha, entre asustada y orgullosa.
—Sí —dijo abuela—, lo bueno fue que, luego de pasado el primer susto, se puso a llorar como una Magdalena, mientras gritaba: «¡Mi’han matado el guanaquito!…» —sonreía con dulzura al remedar la voz y los gestos exagerados.
—¿Y no murió nadie de los de la casa? —pregunté con ansiedad.
—De casa nadie; pero en la ciudad murieron ocho mil personas…
—¡Ocho mil! —exclamamos a coro.
—Así fue…, muchos estaban rezando en las iglesias. Mamita y tatita estaban en la calle, camino de casa, y por eso se salvaron.
Nos miramos; luego miré a abuela tratando de imaginar cómo sería a mis años. Era imposible; me parecía que ella había tenido siempre el pelo blanco y que siempre había sido «la abuelita».
—¿Y usted no tuvo miedo, abuelita? —exclamó Eduardo, con sus grandes ojos verdes muy abiertos.
—Mucho, m’hijito —contestó atrayéndolo con ternura; luego prosiguió—: Mis padres llegaron desesperados y difícil les resultó dar con la casa a pesar de hallarse bien cerca de la Iglesia. Pasamos toda la noche en la huerta y a cada momento se repetían los sacudones. De todas partes llegaban lamentaciones terribles y, a poco más, se prendieron fuego las casas. Unas fogatas que iluminaban cosas espantosas; y las gentes corrían entre las ruinas, gritando, llorando y llamando a sus parientes… Fue muy triste, no lo puedo olvidar…, si cierro los ojos me parece que estoy viendo todo —terminó emocionada.
—Dios salvó a tu abuelita porque era obediente y cariñosa con sus padres —sentenció tía Nicolasa, aprovechando la coyuntura. ¿Acaso el terremoto no era excelente motivo para una moraleja?
Impensadamente, miré los fuertes pilares de la galería.
—Pero abuelita —insistió mi hermano—, y usted ¿no tiene miedo de seguir viviendo en Mendoza?
—Con las casas de ahora, que parecen jaulas de fierro, ya no hay peligro que se vengan abajo —luego, sonriendo con orgullosa dulzura, agregó—: El domador prefiere el caballo que como potro le costó más para domarlo. Así pasa con todas las cosas de la vida.
Isabel, que hasta ese momento había permanecido encerrada en el dormitorio, abrió pomposamente ambas hojas de la puerta. De nuevo, lucía su cabellera negra. Hice un esfuerzo sobrehumano para conservar la seriedad; a todos les sucedió cosa parecida. Avanzó, asentando con fuerza los tacones hasta plantarse frente a abuela; luego de fulminarme con una mirada, exclamó:
—¡Dolores! Hemos decidido irnos mañana.
—¿Mañana? —comenzó a decir Tiburcia; luego, arrepentida de su atrevimiento, guardó silencio.
—¿Mañana? —repitió abuela, sorprendida.
—¡Mañana mismo! Ya sabes Dolores que no queremos cargosear a nadie… Además, es necesario prepararse para la cosecha, y como todo debo hacerlo yo —concluyó, mirando en son de reproche a su hermana, quien no pudo, sin embargo, contener un:
—¿La cosecha? ¡Si todavía falta más de un mes!
No supe ocultar la alegría que me causaba la noticia, porque, de nuevo, Isabel me dirigió una mirada rencorosa.
Mi madre, que hasta entonces había permanecido en silencio, dijo en tono de voz tan afectuoso que resultaba fingido:
—¡Pero Isabel! No puedes molestar nunca, ya sabes que te consideramos como de la familia…
Tuve la certeza de que su cumplido campeaba en defensa de mi actitud.
—Gracias María Mercedes, tú sabes que igual las consideramos nosotras —y, dirigiéndose a abuela, continuó—: Si te fuera cómodo, mañana, después de misa, ¿podrías prestarme el coche?
—Será mejor a la tarde, luego de la siesta; los caballos estarán más descansados. Hasta la finca de ustedes hay un buen tirón.
—Como tú lo resuelvas, no quiero incomodar… Ya hemos mortificado bastante.
Estaba fula y trataba de mostrarlo, haciendo caer sobre mí sus miradas, a las cuales la inminencia de la partida les quitaba importancia. El león que va a morir deja de ser león, y yo la veía como viejo león de circo que tuviera melena postiza. Tuve ganas de reír haciendo pantomimas.
—¿Verdad abuelita que muchas personas se enloquecen con los temblores —hice una pausa de comedia y agregué con tono mordaz—, y que otras, del susto, se ponen blancas de canas?
Tomada por sorpresa abuela no supo qué contestar. El resultado fue inmediato. Isabel dejó escapar un mugido semejante al de un toro que enreda sus astas en el alambrado y, girando sobre los tacones, fue a encerrarse en su habitación, entre un coro de risas mal disimuladas. Tiburcia la siguió con docilidad.