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Allí estaba la cara de Victorio, la boca abierta en un bostezo. Di un brinco que casi echa a rodar la bandeja que me tendía.
—¡Arriba, dormilón! Todos si’han levantado, ¡tome la leche!
Sus palabras mosconeaban en mis oídos.
—¿La leche?… —abrí los brazos desperezándome y, de nuevo, me hubiese tendido en la cama si Victorio no me hubiera zamarreado con la tosquedad que pudiera hacerlo Nerón.
—La leche cruda… ¡Ya’stán ordeñando!
Sentí en las manos el vaso tibio; con modales calmos de sonámbulo lo acerqué a la boca y bebí a grandes sorbos. Era como beber interminables mugidos de terneros de pelambre colorada y blanca. La espuma cosquilleaba la pelusilla de mi labio superior; debió dejar aquellos graciosos bigotes blancos, porque escuché muy remota la risa de Victorio. Debía zangolotearse como un pavo curado.
Sin duda quedó hablando, según su costumbre, mientras ya dormía abrazado a la almohada.
Un parloteo que llegaba desde la galería me despertó nuevamente. El sol se filtraba por el postigo de la ventana. Me puse los pantalones, eché agua en la palangana de loza y metí la cabeza conteniendo la respiración; abrí los ojos y, durante un momento, quedé mirando las florecillas azules pintadas en el fondo. Un museo oceanográfico con mi nariz por único pez. El peine tuvo poco trabajo con aquel corte veraniego que imponía tío Ignacio, para tener la cabeza despejada. De puntillas, me acerqué hasta la puerta que daba sobre la galería y, por una rendija, miré sigilosamente. Abuela Dolores conversaba con un numeroso grupo de criollos. Intrigado cerré rápidamente el postigo, gozoso de atrapar unas moscas que se paseaban por el visillo de tul. Luego de saltar por la ventana, hice mi campante aparición en la galería del sur. Estaba desierta. En el comedor, el reloj de la chimenea señalaba las nueve y veinte minutos. El mantel recogido en un extremo, destacaba en impresionante soledad una taza del desayuno. La puerta de comunicación chirrió al abrirse —no había forma de que la Chischica se acordara de ponerle aceite en los goznes—, y tía Elvira entró en el comedor. Ya no era necesario mentir. Contesté a su saludo con un suspiro de alivio y ocupé el asiento frente a la taza.
—Mercedes cree que has salido a caballo con Ignacio —dijo en tono de reproche.
Victorio, cómplice obligado de mis secretos, trajo el desayuno y desapareció.
Quedamos solos. No sabía qué contestarle; estaba arrepentido de mi flojera, que creí castigar bebiendo de un sorbo la taza de chocolate.
—¡Te vas a quemar!
Efectivamente, me había quemado. Hice lo posible por disimular, preguntando con parsimonia:
—Tía, ¿quiénes están con la abuelita?
—Los arrendatarios, contratistas y puesteros. Vienen a saludarla, como todos los años.
Comprendí que interiormente se reía de mi bravata o, quizás… me admiraba; preferí creer esto último. Tuve deseos de correr hasta ella y besarla, pero me contuve. Desde chico, sin palabras y sólo con el ejemplo, me habían enseñado a esconder esas manifestaciones que se antojaban excesivas. Sólo besaba a mi madre en contadas oportunidades. Era un beso respetuoso, como si cada vez me preguntara a mí mismo si era digno de hacerlo. Tenía miedo de mi boca, tal si ella se hubiera hecho para un menester que sólo a medias había descubierto.
—¿Puedo ir a mirar a la gente? —dije, por hablar algo, casi con temor de que ella adivinara mis pensamientos.
—No sé… Siempre que no te vean Mercedes o mamá.
Dudé si ella era más bonita que mi madre. Tenía los mismos ojos negros, grandes y dulces, la boca de labios ajustados y en ellos ese gesto casi imperceptible de altanero cansancio que, con el secreto de llevar las cabezas erguidas, sin traslucir la menor afectación, habían heredado de abuela.
Sin agradecer aquel desayuno, que sin lugar a dudas ella había hecho preparar, salí a prisa del comedor.
El patio del apeadero estaba casi repleto de sulquis, carretelas y caballos que lucían los más variados aperos. Rodeándolos, me interné en el jardín y me fui acercando hasta quedar agazapado tras una mata de achiras. Desde allí podía ver cuanto ocurría en la galería principal.
Abuela ocupaba su sillón de alto respaldo, ubicado frente a la escalinata central. Tía Joaquina, sentada a su derecha, posaba las manos en ese libro grande de tapas negras donde llevaba las cuentas y que para nosotros había resultado durante mucho tiempo un enigma. A la izquierda la Pancha, en pie, rezongaba con la Chischica. Sentadas al fondo del corredor, mi madre y mis tías completaban en silencio la audiencia.
Por momentos, abuela arreglaba parsimoniosamente los pliegues de su vestido negro, que caían sobre el almohadón de raso granate en el cual, a manera de escabel, reposaban sus botinas de fieltro negro. Desde mi escondite, la escena resultaba solemne: la galería con sus esbeltos pilares, unida a la escalinata del estrado, le daba ambiente cortesano, que destruía el abigarrado montón de campesinos esperando turno para acercarse a la señora. Ella tendía su mano de venas azuladas con tan graciosa aquiescencia, que dejaba en quienes la recibían sentimiento de gratitud por el gesto benévolo.
Muchas veces había escuchado: «¡Tu abuelita es de esas señoras de antes que ya no van quedando!». La miraba tratando de fijar su imagen en la memoria, la contemplaba con admiración y me decía: «Mírala bien, es algo que cuando ella se vaya… ya no podrás ver jamás».
Al pie de la escalinata estaba don Zoilo, el tomero del canal del fundo, y autoridad en cuestiones de riego, pues a su cargo estaba el distribuir los turnos de agua. Criollo de pura cepa, talla más bien menguada pero fuerte y musculoso, como esos troncos de algarrobo que servían de cabezales en los alambrados de la viña. El facón, atravesado en el cinto enchapado con monedas de plata, mostraba el mango, también de plata repujada, en cuanto levantaba la trasera de su chaqueta.
A una indicación suya, el señalado se adelantaba y subía la escalinata seguido por su mujer, la cual invariablemente cargaba un pesado canasto.
—Señora, este es… —comenzaba don Zoilo Contreras. Abuela interrumpía; de sobra conocía ella «su gente» y, sin jamás equivocarse, les preguntaba por el hijo que estaba en la conscripción, por la hija que se había casado o por el que se había ido para las cosechas de Santa Fe o las cremerías del Sur.
La mujer depositaba sus presentes: los tempraneros duraznos americanos, los chatos cuyo perfume se mezclaba al de las magnolias del jardín, los zapallos de cáscara rugosa, aquellos melones amarillos de inigualado sabor. Otros dejaban una bolsa con un lechón, o unas gallinas con sus picos abiertos. A cada uno les agradecía el obsequio; y todos se obligaban en disculpas por lo mermado del presente. Ella, en cambio, aseguraba que no había visto cosas mejores.
Desfilaron todos los criollos, ahora les tocaba el tumo a los extranjeros. Estaba seguro de que este orgulloso orden de prelación lo había establecido don Zoilo, con la anuencia de abuela.
Una mujer, baja y rozagante, llevando un canasto de duraznos y en el otro brazo a un chiquillo, trepó a saltos y se plantó frente a la abuela.
—¡Que Su Mercé tenga muchos años de salud y pesetas! —exclamó, mientras colocaba sobre el piso de grandes baldosas al chiquillo y el cesto. Don Zoilo le echó una mirada fulminante. El crío se puso a gatear en dirección a abuela, su camisita muy corta dejaba al aire las nalgas regordetas.
—Verá Su Mercé, este año ha sido bastante malico… —soslayando a don Zoilo, agregó—, no nos ha sobrado el agua, que digamos… Mi Jesús no puée venir, pues qui’anda por las cremerías del río Grande.
—¿El último? —preguntó abuela, alzando al pequeño.
—¡Pues, qué rediez!… De la última cosecha y para servir a usted… grandote y fuerte como un toro… ¡Son los aires de las Américas!
Luego, tomó al chico en brazos y, levantando la camisita, exclamó jactanciosa:
—¡Mi’usted qué poto!… Toque Su Mercé… ¡Toque! ¡Mi’usted qué poto!
Una carcajada general, sofocada respetuosamente, al pronto cubrió la mía.
Aprovechando la oportunidad me deslicé hasta el galpón y, apretada la cincha del caballo, monté de un salto. Victorio, que ajustaba el mango de un azadón, dejó escapar un «¡Bravo por el pueblero!», que me llenó de satisfacción. Esperé hasta que saliera uno de los coches, a fin de pasar inadvertido con el ruido de los arneses.
Ya en la calle, endilgué hacia el puente del río. Tenía la intuición de que tío Ignacio, mi primo y mi hermano Eduardo habían salido en dirección opuesta. Apenas hice un movimiento con las riendas y el bayo, dando un salto hacia adelante, comenzó a galopar; sus herraduras repiqueteaban sobre el pavimento y el aire zumbaba en mis oídos.
Inclinado sobre el cuello del animal atravesé, como centella, los dos tramos del puente, largos de doscientos metros. Al final, el carril se bifurcaba: al Norte en dirección al Cuadro Blanco y al Sur hacia Cañada Seca.
Rayó con las cuatro patas y se detuvo; las herraduras debieron echar chispas. Dudé un momento; luego, con leve movimiento de riendas, le hice doblar hacia el Sur. Marchaba al paso, bandeándose en incontables cabriolas; mientras alzaba sus manos marcando el paso, recogía la cabeza de orejas tensas y enarcaba el cuello con gracia tan armoniosa que los criollos, brillantes de admiración los ojos, se volvían para contemplarlo. Orgulloso de mi cabalgadura, no me atrevía a mirarles; en cambio, con qué empaque me hubiera paseado ante mis compañeros de colegio. Me hubiese gustado ver la cara cetrina de Osvaldo Sierra, mordiéndose de rabia el labio inferior como cuando yo daba una lección excelente. Estuve a punto de rozar la rueda de un sulqui detenido a un costado de la calle. Con aquella cómica idea de mi importancia, levanté la vista para fulminar al descuidado cochero.
Sin poderlo remediar me ruboricé, como acostumbraba hacerlo cuando en una reunión me dirigían la palabra. Sentada en el único asiento del coche, estaba una mujer. ¿Pero qué tenía aquella mujer? ¿Era, acaso, la primera vez que miraba a una? Me parecía ridículo; conocía a las amigas de mi hermana mayor, a las de mi madre, a todas las mujeres que conmigo se cruzaban en las calles de Buenos Aires. A todas las había mirado, ¿pero qué extraña sensación despertaba, en esa mañana llena de sol, esta mujer que jamás había visto y, sin embargo, me sonreía desde el asiento de un sulqui? Era la primera vez, tenía la certeza, que las sentía de esa manera. Clavados los ojos, no lograba desviar mi mirada, que se había encajado en la suya como sable desnudo en su vaina oscura. No recordaba cómo ni cuándo detuve el caballo. No lograba comparar su cara con cualquier otra cara de mujer, ni siquiera con la de aquella artista francesa, Michèle Morgan, cuya mirada me había perturbado durante toda una cinta. Ahora nos mirábamos y no la veía. El pecho se me oprimía, dolor semejante al que me había producido una congestión pulmonar y, sin embargo, no era dolor. Me hubiera quedado allí, no sabía cuánto tiempo porque la noción de él se esfumaba, sin atreverme a desviar la mirada por temor de que algo tan impreciso y dulce se rompiera. Instintivamente mis piernas se ajustaron a la montura; apreté con fuerza, y el roce suave del cuero, lustrado por los galopes, enervó mi piel y se me trepó, conejo del monte, por el vientre hasta el pecho.
¿Qué era yo montado en ese caballo? No lo sabía. Deslumbrado, como si ante mis ojos un rayo hubiera descuajado un álamo; luego necesitaría calma para rehacer su zigzagueante trayectoria. ¿Acaso mi máquina fotográfica no guardaba las imágenes en el negativo para luego entregarlas en la calma del cuarto oscuro? Nada sabía en ese instante y, sin embargo, los álamos miraban el mismo cielo azul y el río corría con la misma voz turbia entre las piedras grises, blancas y rojas. Hacia el poniente, la Cordillera miraba con la agobiadora pesadez de siempre. Tampoco supe en qué momento hice girar en redondo al caballo. El aire me faltaba; afirmándome en los estribos, eché a correr sin atreverme a volver la cabeza. Corría y el golpear de los cascos me retumbaba en el pecho.