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DESPERTÓ A PUNTO DE MORIR

Oficial de Marina, descubrió que no era «capitán de su alma». La bebida le hizo perder su brújula y le pilotó al naufragio. En A.A. recuperó su norte.

EN ESTA FECHA, hace 12 años, un día desperté en una sala extraña. Abrí los ojos y el fuerte olor a desinfectante más el sinnúmero de aparatos médicos que me rodeaban, hicieron que me diera cuenta de dónde estaba. Me toqué la cara y noté que dos tubos de plástico salían de mis orificios nasales. Mis antebrazos estaban pinchados con agujas también conectadas a tubos de plástico y uno de ellos venía de una botella de suero que colgaba de un gancho.

De repente me llegó un poco de claridad mental por haberse despejado la nube que obstruía mi cerebro y mis pensamientos comenzaron a tener sentido.

Estaba en una sala de cuidado intensivo en una clínica de Guayaquil. Había estado al borde de la muerte. Los susurros del personal médico y las caras atemorizadas de los pocos familiares que me visitaban, me indicaron que mi estado era crítico. Concentré mis pensamientos tratando de encontrar una razón y de pronto, vino a mi mente la escena del día anterior cuando en desesperación había tomado una sobredosis de barbitúricos con la intención deliberada de poner fin a mi trágica vida.

Cerré los ojos otra vez e hice un recuento mental de los sucesos que me habían llevado hasta el borde de la muerte.

Nací en un pequeño puerto de un pintoresco país en la costa del Océano Pacífico de Sudamérica, el Ecuador. Pueblo tan pequeño como era, toda la gente se conocía y especialmente se conocía a mi familia debido a que mi padre era el gerente de la única sucursal bancaria de la población. Mi padre, hombre de muy buena educación y de reconocido buen comportamiento moral, cristiano en principios y acción, respetado y apreciado. Mi madre, una mujer bella procedente de una familia prominente de la provincia, educada en los Estados Unidos, dominaba tanto el idioma inglés como el español. Era muy querida y festejada por su franqueza de carácter y dones sociales.

Irónico, pero como era natural en nuestro medio, fui extremadamente mimado por mis padres y demás familiares, de tal manera que me convertí en un niño muy mal educado durante ese período de tiempo. Algo terrible, a mi parecer, me sucedió a esa edad; un cuarto hijo fue agregado a la familia y justamente desde que nació empecé a odiar a mi hermanito menor. Imaginé que solamente había venido a quitarme el lugar que ya yo tenía en la familia. Me había despojado de esa corona imaginaria que yo creía haber llevado como el príncipe de la familia.

Mi padre acostumbraba a tomar un vaso de vino de mesa con todas sus comidas. Un buen vino que importaba de Francia ya que se creía era el mejor vino del mundo. A mi hermana y hermano mayores y a mí, se nos permitía tomar un vaso de sangría que consistía en medio vaso de vino con medio vaso de limonada dulce y hielo. ¡Cómo me gustaba esa bebida! Me gustaba no solamente el aroma sino también ese sentimiento de bienestar que me causaba. Yo siempre pedía un segundo vaso para el cual mi padre nunca dio su consentimiento. Un buen día, a la edad de ocho años, muy secretamente tomé una jarra de limonada, suficiente hielo y armado con la llave del sótano donde se guardaba el generoso vino, bajé y empecé a prepararme y beber la suficiente sangría hasta que experimenté la primera laguna mental de mi vida.

Todo lo que recuerdo es que cuando volví en mí, mi madre estaba parada al frente mío con un látigo en la mano. Así es que fui castigado, no solamente con el látigo sino que además fui confinado al dormitorio por una semana y no me fue permitido ir a un gran encuentro de box que se realizaba ese fin de semana. Todos esos castigos me dolieron mucho pero no fueron de ningún beneficio porque a mí me continuó gustando el sabor del vino y principalmente el efecto que me producía.

Yo tenía diez años de edad cuando se levantó una revolución militar en el país que causó la quiebra del banco para el cual trabajaba mi padre. Se vio precisado a vender la magnífica residencia que teníamos y nos mudamos a la capital. Yo ocupaba el tercer lugar en una familia de cuatro, una hermana y hermano mayores y mi hermanito menor. Ya no era el benjamín de la familia pero yo nunca acepté ese hecho. Siempre seguí tratando de reconquistar el puesto de predilecto que tuve por siete años. Ya no se me mimaba ni se me consentía pero yo seguía siendo un engreído de mí mismo. En mis años de adolescente, cada vez que tenía la oportunidad de beber alcohol, lo hacía con mucho agrado porque la bebida me hacía sentir como si fuera el «rey de todo el mundo».

Era yo ya un joven de catorce años cuando se celebraba haber logrado el primer envase de un primer cocimiento de cerveza en una fábrica en la que mi padre tenía participación. La cerveza corría entre los empleados quienes bebían alegremente. Naturalmente, yo también me uní al júbilo y bebí cerveza hasta sentirme ya «todo un hombre». De regreso a la casa, sintiéndome un «super macho» empecé a molestar con intenciones sexuales a una empleada joven que había sido criada con nosotros más como un miembro de la familia que como una sirvienta. Esto causó graves disgustos a mis padres quienes me reprendieron enérgicamente, pero a mí me siguió gustando el efecto que me producía cualquier bebida alcohólica.

Durante mi niñez fui considerado como un muchacho de conducta desordenada, sin embargo pude terminar mi escuela. Como adolescente mi vida continuó siendo la misma, agravada por esporádicos episodios de bebida excesiva. Esto continuó hasta que ingresé a la Escuela Naval donde los cadetes no teníamos permiso para beber, así es que no tomé ni un solo trago durante los cuatro años siguientes. Pero llegó el día de la graduación y después de la ceremonia, durante el baile de promoción, un oficial más antiguo, brindándome un cóctel, me dijo que un miembro de la Armada tenía que tomar y consecuentemente tenía que aprender a beber. Desde ese día en adelante empecé a tratar de aprender a tomar sin que jamás pudiera lograrlo.

Siendo ya adulto, un oficial y una persona de muchas habilidades, pues tenía don de gentes, humor muy fino, alegría innata, inclinaciones artísticas musicales, dibujo y pintura, bailarín, siempre fui considerado buen compañero en los deportes y mi amistad era codiciada. Se pensaba que mi éxito en la vida era una cosa asegurada. Sin embargo, desde algunos años atrás, ya minaba en mí la base misma de la existencia de una enfermedad que en esa época no se reconocía como tal.

Tratando de escapar de mi vida licenciosa, contraje matrimonio creyendo que así tomaría menos. Pero no fue ese el caso. Me retiré del servicio en las fuerzas armadas, ingresé en la marina mercante, fui capitán de un barco, pero esos cambios no dejaban de ser nada más que escapes. En el año 1950, cuando ya tenía 33 años, sentí la necesidad de escapar otra vez. El estado cada vez más agravado de mi vicio me hizo emprender la más fácil huida a mis propias flaquezas. Con una amante y digna esposa y dos hijos pequeños emigré a los Estados Unidos. Me radiqué en Los Ángeles. El cambio en mi vida fue dramático. Trabajé como jefe de ventas y diseñador, estudié y practiqué la ingeniería mecánica. La familia creció con la llegada de dos hijos más, y con el amor de mi esposa los criamos a todos ellos en una casa que compré dentro de un típico barrio residencial norteamericano.

Pero siempre llevaba clavadas en mis espaldas las despiadadas y agobiantes garras de la dolencia alcohólica. El aplastante peso de mi enfermedad fue demasiado y desmoronó la unidad familiar. Perdí toda la fe que alguna vez tuve en Dios y me burlaba irónicamente de los principios religiosos y morales que se me habían dado desde niño. El divorcio se hizo inevitable. Perdí buenas oportunidades de trabajo y me transformé en un paria.

Sacando fuerzas de donde ya no había casi ninguna, después de vivir veintitrés años en los Estados Unidos, decidí escapar nuevamente. Vendí la casa y me fugué geográficamente a mi país de origen. Siempre llevando a cuestas mi tristeza, mis fracasos y mi incurable enfermedad. Poco me duró el capital que llevé. Cuando me vi sin un centavo, sin un amigo, sin una salida, sin Dios ni ley, creí que para mí había una sola fuente de paz: el suicidio.

Después de un mes de permanecer entre la vida y la muerte en el hospital, me recuperé en algo físicamente y regresé a casa de uno de mis hijos en California. Mi alcoholismo se hizo más agudo entonces, estaba ya en la última etapa de la fatal enfermedad. Borracho, un «wino» completo, me quedaba dormido en los callejones de la ciudad. Unos dos o tres tragos del vino más barato que pudiera conseguir, era lo único que necesitaba para entrar en la inconsciencia de la borrachera. La única manera de no darme cuenta de que todavía existía. Mi vida había quedado reducida a un ensayo de vergüenza y dolor.

Fue de ahí, de ese estado de postración y desgracia, de donde me sacó la mano de ayuda de Alcohólicos Anónimos. Mi hijo había hablado previamente y había sido informado que irían a verme solamente si era yo quien lo pedía.

La angustia era inmensa, mi desesperación era indescriptible, pero justamente esa situación en que me hallaba en esos momentos, hizo que aceptara el consejo de mi hijo y le pidiera que llamara a A.A.

Los A.A. no se hicieron esperar. Una llamada telefónica y 30 minutos después llegaron en mi ayuda. Me saludaron como si fuéramos viejos amigos, pidieron café —algo inusitado para mí, ¿alcohólicos que beben café?— y se sentaron cómodamente a conversar conmigo. ¿Qué me dijeron? No lo sé, pero sí recuerdo que después de una hora se despidieron dejando en mí un pequeño rayo de esperanza. Sí, pequeñísimo, pero aún así pude distinguirlo a distancia. Al día siguiente me llevaron a una reunión de grupo. Tembloroso y desaseado como estaba, fui recibido muy cariñosamente. Se trataba de una reunión de aniversario. De uno en uno fueron pasando a la tribuna. Primero el miembro que cumplía su aniversario seguido por otro que había sido su padrino.

Los pasajes de sus vidas que narraban iban dejando huellas un poco más profundas en mí y así empezó mi proceso de identificación. Me parecía que hablaban única y exclusivamente para mí. Lo que más me gustó fue la franqueza y sinceridad que vi en todos ellos.

Todos me decían «Keep coming back» y yo seguía yendo. Me divertía mucho el ambiente de sana camaradería que existía. Había días en que me desanimaba porque creía que necesitaría mucha fuerza de voluntad que yo no tenía, pero todos me decían que lo que yo necesitaba era buena voluntad. Empecé a ver que yo no tendría que emprender una fuerte y encarnizada batalla contra quien yo creía era mi peor enemigo, el alcohol. Comencé a darme cuenta de que mi verdadero enemigo era yo mismo. Estos A.A. me hacían ver que mi adversario era mi propio ego. Me hacían comprender con claridad que para luchar contra este enemigo necesitaría la ayuda de un Poder Superior.

La herencia que yo había recibido de mi mal comprendida religión era que yo había nacido equivocado. Que sin reglamentos y sin guardianes que vigilaran al demonio que había en mí, torrentes de veneno y de maldad se desencadenarían naturalmente de mi ser para devastar y destruir todo lo bueno que había en mi camino. Vi que se había presentado un conflicto en mi larga vida. La pregunta había sido, ¿yo o Dios? Yo me había escogido a mí, a mi propio y querido ego. Pero esto lo había hecho muy secretamente. Durante mi juventud había sido un agradable y aceptable hipócrita. Que Dios, siendo el espía cósmico que yo creía que era para mí, y que yo, sabiendo que estaba equivocado, me había convertido en un normal, moderno y culpable alcohólico-neurótico.

Por estos doce años pasados, todo parece haberse transformado de una jornada de ser «debido a» en otra jornada de ser «a pesar de», y el responsable de esto es el milagro de Alcohólicos Anónimos. Lo que yo creía ser solamente una comedia de desobediencia moral, de sexo y de alcohol, ha sido transformada por el programa de los Doce Pasos, en una lección de despertar al conocimiento consciente. No eran pecados los que había, era solamente la separación de Dios, la falta de unidad. Antes había existido una separación consciente de un Poder Superior, separación consciente de los demás seres humanos y eventualmente, una desintegración de mí mismo. A.A. y su programa de los Doce Pasos han hecho que yo pueda unificar a mi ego, mi mente y mi espíritu.

Hoy en día tengo el convencimiento en lo más profundo de mi ser, de que en la vida existe solamente un peligro para que todo se convierta en problemas. El peligro de la separación. Permitir que el ego gobierne la vida separado de la mente y del espíritu. Pero también estoy convencido de que hay una sola salvaguardia para ese peligro. El convencimiento de la existencia de un Poder Superior, sinónimo de Vida, Bondad, Dios. En A.A. empecé a unificar mi vida de separación con el programa de los Doce Pasos. Admisión, convicción y liberación. Limpieza de casa y mantenimiento. Todo esto es una nueva vida para mí, pero no solamente nueva, también es la vida más maravillosa que yo jamás haya vivido. Vivo en una total espera de guía y dirección, y la obtengo. Y si alguien me pregunta: «¿Cómo lo sabes?» Tengo la más simple de las reglas en el mundo para contestar. Nunca lo he pasado tan bien. Mi vida en A.A. es la única buena vida que he conocido. La única vida que ha sido fácil y sencilla durante mis largos años de existencia. Estoy viviendo los mejores años de mi vida. Vivo una vida de gratitud porque no he bebido licor desde hace doce años, porque vivo en paz conmigo, con mis semejantes y con Dios.

Desde el invierno de 1976 cambié totalmente la trayectoria de mi conducta. «Dejé de beber de una vez por todas», mi manera de vivir y de beber me estaba destrozando. Por la gracia de Dios he podido rehacer mi vida. Ahora vivo feliz en medio del cariño de una nueva familia.