LA PESADILLA DEL DOCTOR BOB
Co-fundador de Alcohólicos Anónimos. El nacimiento de nuestra Sociedad data del primer día de su sobriedad permanente: el 10 de junio de 1935.
Hasta 1950, año en que falleció, llevo el mensaje de A.A. a más de 5.000 hombres y mujeres alcohólicos, y prestó a todos ellos sus servicios sin pensar en cobrar.
En este prodigio de servicio contó con la eficaz ayuda de la Hermana Ignacia, en el Hospital Santo Tomás, de Akron, Ohio, una de las mejores amigas que podrá tener nuestra Comunidad.
NACÍ EN un pueblo de Nueva Inglaterra, de unas siete mil almas. La norma general de moral era, según recuerdo, muy superior a la prevaleciente en aquel tiempo. No se vendía cerveza ni licor en la vecindad; solamente en la agencia del Estado había la posibilidad de conseguir una pinta si se podía convencer al agente de que uno la necesitaba realmente. Sin una prueba a ese efecto, el comprador esperanzado se veía obligado a marcharse con las manos vacías, sin nada de aquello que llegué a creer más tarde era la panacea para todos los males. Aquellos que recibían sus pedidos de licor por correo expreso desde Nueva York o Boston, eran vistos con mucha desconfianza y desaprobación por la mayoría de los vecinos. El pueblo estaba bien dotado de iglesias y escuelas en las que desarrollé mis primeras actividades educacionales.
Mi padre fue un profesional de reconocida capacidad, y tanto él como mi madre participaban muy activamente en asuntos de la iglesia. Ambos tenían una inteligencia que estaba por encima de lo común.
Desgraciadamente para mí, fui hijo único; lo cual tal vez creó en mí el egoísmo que tuvo tanto que ver en que se presentara en mí el alcoholismo.
Desde mi niñez hasta que empecé a cursar estudios en la escuela secundaria, se me obligó más o menos a ir a la iglesia, a la doctrina y servicios dominicales nocturnos, a los servicios de los lunes y algunas veces a las oraciones de los miércoles por la noche. Por eso, decidí que, cuando estuviera libre del dominio de mis padres, nunca volvería a pisar la puerta de una iglesia. Cumplí con constancia esta resolución durante cuarenta años, excepto cuando las circunstancias parecían indicar que sería imprudente no presentarme.
Después de la escuela secundaria estudié dos años en una de las mejores universidades del país, en la que beber parecía ser la principal actividad al margen del plan de estudios. Parecía que casi todos participaban en ella. Yo lo hice más y más, y me divertía mucho sin sufrir ni física ni económicamente. A la mañana siguiente parecía recuperarme mejor que la mayoría de mis amigos que tenían la mala suerte (o tal vez la buena) de levantarse con fuertes náuseas. Nunca en la vida he tenido un dolor de cabeza, hecho que me hace creer que fui un alcohólico casi desde el principio. Toda mi vida parecía estar concentrada alrededor de hacer lo que yo quería hacer, sin tener en cuenta los derechos, deseos o prerrogativas de nadie más; un estado de ánimo que llegó a ser más y más predominante con el transcurso de los años. Me gradué con los máximos honores ante la fraternidad de los bebedores, pero no ante el decano de la universidad.
Los siguientes tres años los pasé en Boston, Chicago y Montreal como empleado de una importante compañía manufacturera, vendiendo repuestos para ferrocarriles, motores de gasolina de todas clases y muchos otros artículos de ferretería pesada. Durante esos años bebí todo lo que mi bolsillo me permitía, todavía sin pagar mucho por las consecuencias, a pesar de que a veces empezaba a estar tembloroso por las mañanas. Durante estos tres años sólo perdí medio día de trabajo.
Mi paso siguiente consistió en emprender el estudio de la medicina, ingresando en una de las universidades más grandes del país. Allí me dediqué a la bebida con mucho mayor empeño del que hasta entonces había demostrado. Debido a mi enorme capacidad para beber cerveza, fui elegido como miembro de una de las sociedades de bebedores y pronto llegué a ser uno de sus principales miembros. Muchas mañanas me encaminaba a las clases y, aunque iba completamente bien preparado, regresaba a la casa de la fraternidad porque, debido a los temblores que tenía, no me atrevía a entrar al aula por miedo a hacer una escena si se me pedía que diese la lección.
Esto fue de mal en peor hasta la primavera de mi segundo año de estudios en que, después de un largo tiempo de estar bebiendo, decidí que no podía terminar el curso; hice mi maleta y me fui al sur a pasar un mes en una gran hacienda de un amigo mío. Cuando se me despejó la mente, decidí que sería una gran tontería dejar la escuela y que era mejor regresar y continuar mis estudios. Cuando llegué a la escuela descubrí que el profesorado tenía otras ideas sobre el particular, Después de muchas discusiones me permitieron regresar y presentar mis exámenes, todos los cuales pasé honrosamente. Pero estaban muy disgustados y me dijeron que tratarían de arreglárselas sin mí. Después de muchas discusiones penosas, me dieron al fin mis créditos y me marché a otra de las principales universidades del país, entrando en ella ese otoño como estudiante del penúltimo año.
Allí empeoró tanto mi manera de beber, que los muchachos de la casa de la fraternidad donde vivía se vieron obligados a llamar a mi padre, el cual hizo un largo viaje con el inútil propósito de corregirme. Poco efecto surtió esto pues seguí bebiendo, y más licor que en años anteriores.
Al llegar a los exámenes finales, agarré una borrachera bastante grande. Cuando traté de escribir mis pruebas, me temblaban tanto las manos que no podía sostener el lápiz. Entregué tres libretas, por lo menos, completamente en blanco. Por supuesto, se me llamó a cuentas en seguida y el resultado fue que tuve que repetir dos trimestres y abstenerme completamente de beber para poder graduarme. Lo hice y tuve la aprobación del profesorado, tanto en conducta como en estudios.
Me porté tan honorablemente que pude conseguir un codiciado internado en una ciudad del oeste, en la que estuve dos años. Durante esos dos años me tuvieron tan ocupado que casi no salía del hospital para nada. Por lo tanto, no podía meterme en dificultades.
Al cabo de esos dos años puse un consultorio en el centro de la ciudad. Tenía algún dinero, disponía de mucho tiempo y padecía bastante del estómago. Pronto descubrí que un par de copas me aliviaban mis dolores gástricos por lo menos por unas horas y por lo tanto no me fue difícil volver a mis antiguos excesos.
Para entonces estaba empezando a pagarlo muy caro físicamente y, con la esperanza de encontrar alivio, me encerré voluntariamente en uno de los sanatorios locales al menos una docena de veces. Ahora estaba «entre Escila y Caribdis» porque si no bebía me torturaba mi estómago y si bebía, eran mis nervios los que me torturaban. Después de tres años de esto acabé en un hospital donde trataron de ayudarme; pero yo hacía que algún amigo me llevara licor a escondidas, o robaba el alcohol en el edificio; de manera que empeoré rápidamente.
Por fin, mi padre tuvo que mandar del pueblo a un médico que se las arregló para llevarme a casa, y estuve dos meses en cama antes de poder salir a la calle. Permanecí allí unos dos meses más y regresé a reanudar la práctica de mi profesión. Creo que debí de haber estado verdaderamente asustado de lo que había pasado, o del médico, o probablemente de las dos cosas, y por lo tanto no bebí una copa hasta que se decretó la ley seca en el país.
Con la promulgación de la «Ley Seca» me sentí bastante seguro. Sabía que todos comprarían botellas o cajas de licor, según sus posibilidades, y que pronto se acabaría. Por lo tanto no importaba mucho que yo bebiera algo. Entonces no me daba cuenta del abastecimiento casi ilimitado que el gobierno nos permitía a los médicos, ni tenía ninguna idea del contrabandista de licor que pronto apareció en escena. Al principio bebía con moderación, pero tardé relativamente poco tiempo en volver a esos hábitos que tan desastrosos resultados me habían dado antes.
Con el transcurso de unos cuantos años más, se desarrollaron en mí dos fobias: Una era el miedo a no dormir y la otra, el miedo a quedarme sin licor. Al no ser un hombre rico, sabía que si no estaba lo suficientemente sobrio para ganar dinero, se me acabaría el licor. Por eso no me tomaba ese trago que tanto ansiaba por la mañana, pero en vez de esto tomaba grandes dosis de sedantes para aplacar los temblores que tanto me angustiaban. De vez en cuando me rendía al trago de la mañana, pero cuando lo hacía, a las pocas horas ya no estaba en condiciones de trabajar. Esto disminuía las probabilidades que tenía de meter a escondidas en la casa algo de licor por la noche, lo que a la vez significaría una noche de dar vueltas en la cama en vano, seguida por una mañana de insoportables temblores. Durante los siguientes quince años tuve el suficiente sentido común para no ir nunca al hospital ni generalmente, recibir pacientes si había estado bebiendo. Por entonces adopté la costumbre de irme a veces a uno de los clubes a los que pertenecía, y a veces, acostumbraba a alojarme en algún hotel inscribiéndome con un nombre ficticio; pero generalmente mis amigos me encontraban y me iba a mi casa, si me prometían no regañarme.
Si mi esposa decidía salir por la tarde, yo compraba una buena provisión de licor, la metía a escondidas en la casa y la escondía en la carbonera, entre la ropa sucia, sobre los batientes de las puertas o en los resquicios del sótano. También me servían los baúles y cofres, el recipiente de las latas viejas e incluso el de la ceniza. Nunca usé el depósito de agua del excusado porque me parecía demasiado fácil. Después descubrí que mi esposa lo inspeccionaba frecuentemente. Cuando los días de invierno eran suficientemente oscuros, metía botellas chicas de alcohol en un guante y las tiraba al porche de atrás. El contrabandista que me surtía, escondía licor en la escalera de atrás para que yo lo tuviera a mano. Solía metérmelo en los bolsillos, pero me los registraban y esto se volvió muy arriesgado. También solía meterme botellas pequeñas en los calcetines; esto dio muy buen resultado hasta que mi esposa y yo fuimos al cine a ver una película y descubrió mi truco.
No voy a relatar todas mis experiencias en hospitales y sanatorios.
Durante todo este tiempo nuestros amigos nos condenaron más o menos al ostracismo. No podían invitamos porque era seguro que me emborracharía y mi esposa no se atrevía a invitar a nadie por la misma razón. Mi fobia por el insomnio imponía que me emborrachara cada noche, pero para poder conseguir licor para la siguiente tenía que estar sobrio por la mañana y abstenerme de beber hasta las cuatro de la tarde por lo menos. Proseguí con esta rutina durante diecisiete años con pocas interrupciones. En realidad era una pesadilla horrible ese ganar dinero, conseguir licor, meterlo a escondidas a la casa, emborracharme, temblar por las mañanas, tomar grandes dosis de sedantes para poder ganar más dinero y así ad nauseam. Les prometía que no volvería a beber a mi esposa, a mis hijos y a mis amigos, promesas que raramente me mantenían sobrio ni durante un día a pesar de haber sido muy sincero al hacerlas.
Para beneficio de los inclinados a los experimentos, debo mencionar el llamado experimento de la cerveza. Poco tiempo después de suspenderse la prohibición de vender cerveza, creí que estaba a salvo. La cerveza me parecía inocua; podía beber toda la que quisiera. Nadie se emborrachaba con cerveza. Con el consentimiento de mi buena esposa llené de cerveza el sótano hasta los topes. Al poco tiempo estaba consumiendo cuando menos una caja y media de botellas por día. Subí de peso treinta libras en unos dos meses, parecía un cerdo y me sentía incómodo por falta de respiración. Entonces se me ocurrió que, cuando todo uno olía a cerveza, nadie podía decir lo que había bebido, así que empecé a reforzar mi cerveza con puro alcohol. Desde luego, el resultado fue muy malo, y esto puso fin al experimento de la cerveza.
Más o menos en la época de este experimento fui a dar con un grupo de personas que me atraían por su aparente equilibrio, buena salud y felicidad. Hablaban sin ninguna turbación, cosa que yo nunca podía hacer, se les veía muy reposados en cualquier ocasión y parecían muy saludables. Por encima de estos atributos, parecían felices. Me sentía cohibido e intranquilo la mayor parte del tiempo, mi salud era precaria y me sentía completamente infeliz. Tuve la sensación de que ellos tenían algo que yo no tenía y que podría aprovechar de buena gana. Supe que se trataba de algo de índole espiritual, lo cual no me atraía mucho pero pensé que no podría hacerme ningún daño. Le dediqué mucho tiempo y estudié el asunto durante dos años y medio, pero a pesar de eso me emborrachaba todas las noches. Leí todo lo que pude encontrar y hablé con todo el que creía que sabía algo acerca de ello.
Mi esposa se interesó mucho y fue su interés el que sostuvo el mío a pesar de que entonces no veía que pudiera ser una solución para mi problema con el licor. Nunca sabré cómo mi esposa conservó su fe y su valor durante todos esos años, pero lo hizo. Si no hubiera sido así, sé que desde hace mucho yo estaría muerto. Quién sabe por qué, nosotros los alcohólicos parece que tenemos el don de escoger a las mujeres mejores del mundo. Por qué han de ser sometidas a las torturas que les infligimos es algo que no puedo explicarme.
Por aquellos días una señora llamó a mi esposa un sábado por la tarde para decirle que quería que yo fuese a su casa esa noche, a conocer a un amigo de ella que podría ayudarme. Era la víspera del Día de la Madre y había llegado a casa bien borracho llevando una planta en una maceta que puse en la mesa; acto seguido subí a mi cuarto y perdí el conocimiento. Al día siguiente volvió a llamar aquella señora. Queriendo ser cortés aunque me sentía muy mal, dije: «Vamos a hacer la visita» e hice a mi esposa prometerme que no nos quedaríamos más de quince minutos.
Llegamos a su casa a las cinco y eran las once y cuarto cuando salimos. Tuve posteriormente dos conversaciones más breves con este hombre y dejé de beber repentinamente. Este período seco duró como tres semanas. Entonces fui a Atlantic City para asistir a una reunión de una sociedad nacional de la que era miembro y que duró algunos días. Me bebí todo el whisky que llevaban en el tren y compré varias botellas de camino al hotel. Esto sucedió un domingo; me emborraché esa noche, estuve sin beber el lunes hasta después de la comida y procedí a embriagarme otra vez. Bebí todo lo que me atreví a beber en el bar y me fui a mi cuarto a terminar la borrachera. El martes empecé por la mañana y por la tarde ya estaba bien arreglado. No quise quedar mal y por eso pagué mí cuenta y me fui del hotel. En el camino a la estación del ferrocarril compré licor. Tuve que esperar algún tiempo la salida del tren. A partir de entonces no recuerdo nada sino hasta que desperté en la casa de un amigo que vivía en un pueblo cercano. Esas buenas personas avisaron a mi esposa y ella mandó a mi nuevo amigo para que me llevara a mi casa. Llegó, me llevó, me acostó, me dio unas copas esa noche y una botella de cerveza el día siguiente.
Eso fue el 10 de junio de 1935, y fue mi última copa. Al escribir esto han pasado casi cuatro años.
La pregunta que podría venirte a la mente sería: «¿Qué fue lo que dijo o hizo ese hombre que fue tan diferente de lo que otros habían dicho o hecho?» Debe recordarse que yo había leído mucho y hablado con todo aquel que sabía, o creía que sabía, algo acerca del alcoholismo. Pero este era un hombre que había pasado por años de beber espantosamente, que había tenido la mayoría de las experiencias de borracho conocidas por el hombre, pero que se había recuperado por los mismos medios que había yo estado tratando de emplear, o sea: el enfoque espiritual. Me dio información sobre el tema del alcoholismo que indudablemente fue de gran ayuda. Mucho más importante fue el hecho de que él era el primer ser humano con quien yo hablaba que sabía por experiencia personal de lo que estaba hablando cuando se refería al alcoholismo. En otras palabras, hablaba mi propio idioma. Sabía todas las respuestas y ciertamente, no porque las hubiese sacado de sus lecturas.
Es una maravillosa bendición estar liberado de la terrible maldición que pesaba sobre mí. Mi salud es buena y he recobrado el respeto de mí mismo y el de mis colegas. Mi vida hogareña es ideal y mis negocios todo lo bueno que pueda esperarse en estos tiempos inseguros. Dedico mucho tiempo a pasar lo que aprendí a otras personas que lo quieren y necesitan mucho. Los motivos que tengo para hacerlo son:
- Sentido del deber.
- Es un placer.
- Porque al hacerlo estoy pagando mi deuda al hombre que se tomó el tiempo para pasármela a mí.
- Porque cada vez que lo hago me aseguro un poco más contra una posible recaída.
A diferencia de la mayoría de nosotros, no me sobrepuse totalmente al ansia de licor durante los primeros dos años y medio. Casi siempre la sentía; pero nunca estuve ni siquiera próximo a ceder a ella. Me inquietaba terriblemente ver a mis amigos beber, sabiendo que yo no podía, pero me discipliné a creer que, aunque una vez había tenido ese mismo privilegio, había abusado de él tan espantosamente que me había sido retirado. Así que no me corresponde protestar porque, después de todo, nadie tuvo nunca que tirarme al suelo para echarme el licor por el gaznate.
Si crees que eres un ateo, un agnóstico, un escéptico, o tienes cualquiera otra forma de orgullo intelectual que te impida aceptar lo que hay en este libro, lo siento por ti. Si crees que todavía tienes fuerzas suficientes para ganar solo la partida, es cuestión tuya. Pero si verdaderamente quieres dejar de beber de una vez por todas, y sinceramente sientes que necesitas ayuda, sabemos que tenemos una solución para ti. Nunca falla, si uno se dedica a ello con la mitad del ahínco que tenía la costumbre de demostrar cuando estaba tratando de conseguir otra copa.
¡Tu Padre Celestial nunca te abandonará!