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LAS MUJERES TAMBIÉN SUFREN

A pesar de tener grandes oportunidades, el alcohol casi terminó con su vida. Pionera en A.A., difundió la palabra entre las mujeres de nuestra etapa primera.

¿QUÉ ESTABA diciendo?… De lejos, como en un delirio, oí mi propia voz llamando a alguien, «Dorotea», hablando de tiendas de ropa, de trabajos… las palabras se fueron haciendo más claras… el sonido de mi propia voz me asustaba al irse acercando… y de repente, allí estaba, hablando no sé de qué, con alguien a quien no había visto nunca antes de aquel momento. De golpe, paré de hablar. ¿Dónde me encontraba?

Había despertado antes en habitaciones extrañas, completamente vestida, sobre una cama o un sofá; había despertado en mi propia habitación, dentro o sobre mi propia cama, sin saber qué hora del día era, con miedo a preguntar… pero esto era diferente. Esta vez parecía estar ya despierta, sentada derecha en una silla grande y cómoda, en el medio de una animada conversación con una mujer joven, que no parecía extrañarse de la situación. Ella estaba charlando, cómoda y agradablemente.

Aterrorizada, miré a mi alrededor. Estaba en una habitación grande, oscura, y amueblada de una manera bastante pobre, la sala de estar de un apartamento en el sótano de la casa. Escalofríos empezaron a recorrer mi espalda; me empezaron a castañear los dientes; mis manos empezaron a temblar y las metí debajo de mí para evitar que salieran volando. Mi miedo era real, pero no era el responsable de esas violentas reacciones. Yo sabía muy bien lo que eran, un trago lo arreglaría todo. Debía de haber pasado mucho tiempo desde mi última copa, pero no me atrevía a pedirle una a esta extraña. Tengo que salir de aquí. De cualquier forma, tengo que salir de aquí antes de que se descubra mi abismal ignorancia de cómo llegué aquí, y ella se dé cuenta de que yo estoy totalmente loca. Estaba loca, debía de estarlo.

Los temblores empeoraron y yo miré mi reloj, las seis en punto. La última vez que recuerdo mirar la hora era la una. Había estado sentada cómodamente en un restaurante con Rita, bebiendo mi sexto martini y esperando que el camarero se olvidara de nuestra comida o, por lo menos, lo suficiente como para tomarme un par de ellos más. Me había tomado sólo dos con ella, pero había conseguido tomarme cuatro en los quince minutos que la estuve esperando, y, naturalmente, los incontados tragos de la botella según me levantaba dolorosamente y me vestía de manera lenta y espasmódica. De hecho, a la una me encontraba muy bien, sin sentir dolor alguno. ¿Qué podía haber pasado? Aquello ocurrió en el centro de Nueva York, en la ruidosa calle 42… esto era obviamente una tranquila zona residencial. ¿Por qué me había traído aquí Dorotea? ¿Quién era esta mujer? ¿Cómo la había conocido? No tenía respuestas y no osaba preguntar. Ella no daba señal de que nada estuviera mal. Pero, ¿qué había estado haciendo en esas cinco horas perdidas? Mi cerebro daba vueltas. Podía haber hecho cosas terribles. ¡Y ni siquiera lo sabía!

De alguna forma, salí de allí y caminé cinco manzanas. No había ningún bar a la vista, pero encontré la estación del Metro. El nombre no me era familiar y tuve que preguntar por la línea de Grand Central. Me llevó tres cuartos de hora y dos trasbordos llegar allí, de vuelta en mi punto de partida. Había estado en las remotas zonas de Brooklyn.

Esa noche me puse muy borracha, lo cual era normal, pero recordé todo, lo que era muy extraño. Me acordé de estar en lo que, mi hermana me aseguró, era mi proceso de todas las noches, de tratar de buscar el nombre de Willie Seabrook en la guía de teléfonos. Recordé mi firme decisión de encontrarle y pedirle que me ayudara a entrar en esa «casa de recuperación», de la que había escrito. Recordé que aseguraba que iba a hacer algo al respecto, que no podía seguir… Recordé el haber mirado con ansia a la ventana como una solución más fácil, y me estremecía con el recuerdo de esa otra ventana, tres años antes, y los seis agonizantes meses en una sala de un hospital de Londres. Recordé cuando llenaba de ginebra la botella del agua oxigenada que guardaba en mi armarito de las medicinas, en caso de que mi hermana descubriera la que escondía debajo del colchón. Y recordé el pavoroso horror de aquella interminable noche en que dormí a ratos y me desperté goteando sudor frío y temblando con una total desesperación, para terminar bebiendo apresuradamente de mi botella y desmayándome de nuevo. «Estás loca, estás loca, estás loca» martilleaba mi cerebro en cada rayo de conocimiento, para ahogar el estribillo con un trago.

Todo siguió así hasta que dos meses más tarde aterricé en un hospital y empezó mi lucha por la vuelta a la normalidad. Había estado así durante más de un año. Tenía treinta y dos años de edad.

Cuando miro hacia atrás y veo ese horrible último año de constante beber, me pregunto cómo pude sobrevivir tanto física como mentalmente. Había habido, naturalmente, períodos en los que existía una clara comprensión de lo que había llegado a ser, acompañada por recuerdos de lo que había sido, y de lo que había esperado ser. El contraste era bastante impresionante. Sentada en un bar de la Segunda Avenida, aceptando tragos de cualquiera que los ofreciese, después de gastar lo poco que tenía; o sentada en casa sola, con el inevitable vaso en la mano, me ponía a recordar y, al hacerlo, bebía más de prisa, buscando caer rápidamente en el olvido. Era difícil reconciliar este horroroso presente con los simples hechos del pasado.

Mi familia tenía dinero, nunca había sido privada de ningún deseo material. Los mejores internados, y una escuela privada de educación social en Europa me había preparado para el convencional papel de debutante y joven matrona. La época en la que crecí (la era de la Prohibición inmortalizada por Scott Fitzgerald y John Held, Jr.) me había enseñado a ser alegre con los más alegres; mis propios deseos internos me llevaron a superarles a todos. El año después de mi presentación en la sociedad, me casé. Hasta aquel momento, todo iba bien, todo de acuerdo al plan indicado, como otros tantos miles. Entonces la historia empezó a ser la mía propia. Mi marido era alcohólico, yo sólo sentía desprecio por aquellos que no tenían para la bebida la misma asombrosa capacidad que yo, el resultado era inevitable. Mi divorcio coincidió con la bancarrota de mi padre, y me puse a trabajar, deshaciéndome de todo tipo de lealtades y responsabilidades hacia cualquiera que no fuera yo misma. Para mí, el trabajo era un medio para llegar al mismo fin, poder hacer aquello que quisiera.

Los siguientes diez años, hice sólo eso. Buscando más libertad y emoción me fui a vivir a ultramar. Tenía mi propio negocio, de suficiente éxito como para permitirme la mayoría de mis deseos. Conocía a toda la gente que quería conocer. Veía todos los lugares que quería ver. Hacía todas las cosas que quería hacer, y era cada vez más desgraciada. Testaruda, obstinada, corría de placer en placer y encontraba que las compensaciones iban disminuyendo hasta desvanecerse. Las resacas empezaron a tener proporciones monstruosas, y el trago de por la mañana llegó a ser de urgente necesidad. Las lagunas mentales eran cada vez más frecuentes, y rara vez me acordaba de cómo había llegado a casa. Cuando mis amigos insinuaban que estaba bebiendo demasiado, dejaban de ser mis amigos. Iba de grupo en grupo, de lugar en lugar, y seguía bebiendo. Con sigilosa insidia, la bebida había llegado a ser más importante que cualquier otra cosa. Ya no me proporcionaba placer, simplemente aliviaba el dolor; pero tenía que tenerla. Era amargamente infeliz. Sin duda había estado demasiado tiempo en el exilio; debía volver a América. Lo hice y, para sorpresa mía, mi problema empeoró.

Cuando ingresé en un hospital psiquiátrico para un tratamiento intensivo, estaba convencida de que tenía una seria depresión mental. Quería ayuda y traté de cooperar. Al ir progresando el tratamiento, empecé a formarme una idea más clara de mí misma, y de ese temperamento que me había causado tantos problemas. Había sido hipersensible, tímida, idealista. Mi incapacidad para aceptar las duras realidades de la vida me había convertido en una escéptica desilusionada, revestida de una armadura que me protegía contra la incomprensión del mundo. Esa armadura se había convertido en los muros de una prisión, encerrándome en ella con mi miedo y mi soledad. Todo lo que me quedaba era una voluntad de hierro para vivir mi propia vida a pesar del mundo exterior. Y allí me encontraba yo: una mujer aterrorizada por dentro y desafiante por fuera, que necesitaba desesperadamente un apoyo para continuar.

El alcohol era ese apoyo, y yo no veía cómo podía vivir sin él. Cuando el doctor me decía que no debía de beber nunca más, no pude permitirme el creerle. Tenía que insistir en mis intentos por enderezarme, tomando los tragos que necesitara, sin que se volvieran en mi contra. Además, ¿cómo podía él entender? No era bebedor, no sabía lo que era necesitar un trago, ni lo que un trago podía hacer por uno en un apuro. Yo quería vivir, no en un desierto, sino en un mundo normal. Y mi idea de un mundo normal era estar rodeada de gente que bebía; los abstemios no estaban incluidos. Estaba segura de que no podía estar con gente que bebía, sin beber. En esto tenía razón; no me sentía a gusto con ningún tipo de persona sin estar bebiendo. Nunca lo había estado.

Naturalmente, a pesar de mis buenas intenciones y de mi vida protegida tras de los muros del hospital, me emborraché varias veces y quedé asombrada, y muy trastornada.

Fue en aquel momento cuando mi doctor me dio el libro Alcohólicos Anónimos para que lo leyera. Los primeros capítulos fueron una revelación para mí. ¡Yo no era la única persona en el mundo que se sentía y comportaba de esa manera! No estaba loca, ni era una depravada; era una persona enferma. Padecía una enfermedad real que tenía un nombre y unos síntomas, como los de la diabetes o el cáncer. ¡Y una enfermedad era algo respetable, no un estigma moral! Pero entonces encontré un obstáculo. No tragaba la religión y no me gustaba la mención de Dios o de cualquiera de las otras mayúsculas. Si aquella era la salida, no era para mí. Yo era una intelectual y necesitaba una respuesta intelectual, no emocional. Así de claro se lo dije a mi doctor. Quería aprender a valerme por mí misma, no cambiar un apoyo por otro, y mucho menos por uno tan intangible y dudoso como aquél era. Así continué varias semanas, abriéndome camino a regañadientes a través del ofensivo libro y sintiéndome cada vez más desesperada.

Entonces, ocurrió el milagro. ¡A mí! A todo el mundo no le ocurre tan de repente, pero tuve una crisis personal que me llenó de cólera justificada e incontenible. Mientras bufaba desesperadamente de la cólera y planeaba coger una buena borrachera para enseñarles, mis ojos captaron una frase del libro que estaba abierto sobre la cama, «No podemos vivir con cólera». Los muros se derrumbaron y la luz apareció. No estaba atrapada; no estaba desesperada. Era libre, y no tenía que beber para enseñarles. Esto no era la «religión» ¡era libertad! Libertad de la cólera y del miedo, libertad para conocer la felicidad y el amor.

Fui a una reunión para conocer por mí misma al grupo de locos y vagabundos que habían realizado esta obra. Ir a una reunión de gente era una de esas cosas que toda mi vida —desde el día en que dejé mi mundo privado de libros y sueños para encontrarme en el mundo real de la gente, las fiestas, y el trabajo— me había hecho sentir como una intrusa, y para ser parte de ellas necesitaba el estímulo animador de la bebida. Me fui temblando a una casa en Brooklyn llena de gente de mi clase. Hay otro significado de la palabra hebrea que se traduce como «salvación» en la Biblia, y éste es: «volver a casa». Había encontrado mi «salvación». Ya no estaba sola.

Aquel fue el principio de una nueva vida, una vida más completa y feliz de lo que nunca había conocido o creído posible. Había encontrado amigos, amigos comprensivos que a menudo sabían mejor que yo misma, lo que pensaba y sentía y que no me permitían refugiarme en una prisión de miedo y soledad por una ofensa o insulto imaginarios. Comentando las cosas con ellos, grandes torrentes de iluminación me mostraban a mí misma como en realidad yo era, y era como ellos. Todos nosotros teníamos en común cientos de rasgos característicos, de miedos y fobias, gustos y aversiones. De repente pude aceptarme a mí misma, con defectos y todo, como yo era, después de todo, ¿no éramos todos así? Y, aceptando, sentí una nueva paz interior, y la voluntad y la fuerza para enfrentarme a las características de una personalidad con las que no había podido vivir.

La cosa no paró allí. Ellos sabían lo que hacer con esos abismos negros que bostezaban, listos para tragarme cuando me sentía deprimida o nerviosa. Había un programa concreto, diseñado para asegurarnos a nosotros, los evasivos de siempre, la mayor seguridad interior posible. Según iba poniendo en práctica los Doce Pasos, se iba disolviendo la sensación de desastre inminente que me había perseguido durante años. ¡Funcionó!

Miembro en activo de A.A. desde 1939, al fin me siento un miembro útil de la raza humana. Tengo algo con lo que puedo contribuir a la humanidad, ya que estoy peculiarmente cualificada, como compañera de fatigas, para prestar ayuda y consuelo a aquellos que han tropezado y caído en este asunto de enfrentarse con la vida. Tengo mi mayor sensación de logro al saber que he tomado parte en la nueva felicidad que han conseguido otros muchos como yo. El hecho de poder trabajar y ganarme la vida de nuevo, es importante, pero secundario. Creo que mi fuerza de voluntad, una vez exagerada, ha encontrado su justo lugar, porque puedo decir muchas veces al día, «Hágase Tu voluntad, no la mía»… y ser sincera al decirlo.