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HASTA LA FLOR MÁS BELLA SE MARCHITA CON EL ALCOHOL

Frustrada en sus aspiraciones intelectuales, esta mujer se fue en busca de la libertad, sólo para encontrar la esclavitud de una borrach A. le quitó las cadenas.

ESCRIBIR MI HISTORIA no me resulta sencillo. Narrarla ante los grupos de compañeros Alcohólicos Anónimos no ha sido difícil, puesto que he tenido facilidad de palabra y, al fin y al cabo «las palabras se las lleva el viento», pero escribir lo que fui, lo que me sucedió y lo que ahora soy, es algo que por un lado me da miedo y por el otro me fascina.

Creo que dos problemas en mi edad infantil fueron determinantes para crearme un tipo de personalidad insegura, origen de muchos de mis defectos de carácter.

El primero se originó a la edad de cuatro años cuando mi madre trajo al mundo a mis hermanos gemelos (niño y niña) y yo sentí que vinieron a quitarme el lugar de «reina del hogar». A partir de aquel momento busqué de mil formas agradar a los demás para sentirme aceptada.

El segundo, basado en mi inseguridad, originó una dependencia emocional casi patológica hacia mis padres, y como el carácter de ellos nunca fue estable, yo viví con mis emociones a la deriva y de acuerdo a sus variantes estados de ánimo.

Por lo demás, viví una vida de pequeña-burguesa, cimentada en una educación católica y con algo que siempre me ha ayudado muchísimo: la práctica constante de algún deporte. De niña fui una buena nadadora, pero el temor a no llegar a ser «la mejor» me hizo abandonar un equipo donde empezaba a realizarme bien. Esa ha sido una característica de personalidad que me acompañó hasta hace muy poco: fui de «o todo, o nada».

Mi paso de la niñez a la pubertad sucedió a la edad de once años. En aquel entonces tuve mi primer contacto con el alcohol; mi madre preparaba tés de canela con ron para aliviar los cólicos mensuales y yo me aficioné a tomar varios cada período, hasta que me dormía. Recuerdo que me encantaba esa sensación de «dejadez» que sobrevenía.

Por esa época fue cuando ingresé en las «Guías», donde fui realmente feliz: Conocí a un Dios bondadoso que me llenaba de paz espiritual: supe que «dando es como recibimos»; y conocí el sentimiento de amor a la naturaleza, que afortunadamente nunca perdí.

A los 14 años me convertí en una jovencita físicamente atractiva; terminé la secundaria con un buen promedio en una escuela pública que me encantó. También a esa edad cambié mis actividades de fin de semana por las de ir a tomar café con muchachos de mi edad y asistir a mis primeras fiestas. Fue mi época del despertar del sexo y la sublimación del amor. Me consideraba una chica muy profunda y sin intereses materiales, por lo que buscaba muchachos que estuvieran de acuerdo con mi forma de pensar. Para mí, el amor era lo más importante del mundo.

En aquel tiempo, mis principios morales eran muy fuertes y sentía un gran miedo al castigo, tanto de Dios como de mis padres, lo que me permitió vivir la adolescencia tranquila y de acuerdo a los intereses de mis mayores, aunque de ninguna manera significaba que yo estuviera de acuerdo con todo lo que se me decía: me paralizaba el miedo, más que la convicción de esta forma de ser, pensar y vivir.

Al terminar la secundaria, me frustré porque mi padre no me permitió ingresar en una preparatoria pública, lo que me ocasionó una serie de resentimientos hacia él. Ingresé a una escuela de monjas, donde empecé a decepcionarme de la religión debido a ciertas actitudes mezquinas que observé: La directora (madre superiora), era la antítesis de la humildad. Poco antes de terminar el primer año, renuncié a seguir estudiando allí: el ambiente de niñas ricas y monjas hipócritas me era insoportable. Me cambié a una academia de secretarias en inglés-español, donde cursé una carrera brillante con muchachas de mi clase social.

A la edad de 18 años y con mi título de Secretaria, entré a trabajar en la Universidad Nacional en uno de sus institutos de investigación científica.

Considero que en ese momento se inició un proceso de cambio tanto en mi ideología como en mi filosofía de la vida: la mayoría de los científicos tenían a la Ciencia por Dios y, como yo los admiraba y respetaba, su influencia me fue penetrando lentamente. Al mismo tiempo me nació la afición por las lecturas feministas y tomé un curso en la Carrera de Letras donde analizamos varias novelas de crítica social Latinoamericana. Todas estas influencias gestaron en mí a una mujer diferente; empezaba a vivir crisis existenciales y a tener serios problemas con mi padre, al que consideraba clásico «macho hispano».

Históricamente, el país vivía el movimiento estudiantil de 1968. En el ambiente en que yo me movía, había conferencias, mesas redondas, películas, etc., sobre la situación social, económica y política del país, desde el punto de vista de los intelectuales de izquierda. Mi natural inclinación hacia los desposeídos (basada en mi filosofía cristiana), favoreció que, poco a poco, mi estructura mental fuera cambiando hasta convertirme en marxista… de café. Me fascinaba ir a una cafetería donde se reunían bohemios y comunistas, ¡ese era mi lugar preferido de toda la ciudad!

Entonces viví un noviazgo que yo considero largo (cuatro años) con un muchacho que estudiaba la carrera de Física. Al principio fui muy feliz con él, pero al cabo, nuestra relación empezó a deteriorarse. Discutíamos mucho; era muy posesivo y celoso; me prohibió ingresar a estudiar la preparatoria (lo que para mí era muy importante, porque yo soñaba ser algún día estudiante universitaria y me sentía frustrada por no haberlo logrado con anterioridad). Al fin vino la ruptura inevitable.

Mi crisis existencial se agravó. Vi cómo a dos de mis hermanas les iba muy mal en sus matrimonios y la infelicidad de la mayoría de los matrimonios que conocía. Mi acentuado «feminismo» se agravó cuando me percaté de la infidelidad masculina general, situación que nunca vi en casa de mis padres.

Pensé: «¡A mí eso nunca me pasará!» Creí que la «relación perfecta», debería ser para mí la unión libre. Realmente estaba muy influenciada por autoras como Simone de Beauvoir y Rosario Castellanos, también por una maestra feminista de la Facultad de Letras Españolas.

Decidí «cambiar de aires». Viajé durante mes y medio por el extranjero. Llevaba la esperanza de encontrar una respuesta a todas mis inquietudes al salirme de un ambiente que me agobiaba.

Cuando subí al avión tuve una sensación de libertad. Por primera vez manejaría las riendas de mi carreta. Me sentía optimista, hermosa y tenía fe en mí misma y, de una u otra forma intuía que mi vida cambiaría a partir de ese momento. ¡Efectivamente cambió: empezó la debacle!

En España aprendí que vivir con un poco de vino «entre pecho y espalda», era agradable.

Allá todo el mundo bebía durante la comida y en la cena; en el internado en donde me alojé nos ponían en la mesa todas las botellas de vino que quisiéramos consumir. Por las tardes acostumbrábamos ir a tomar un «chato de manzanilla con pinchos», y por las noches después de la cena, íbamos a las «peñas» a beber en «porrón», en lo que me volví una campeona. Pensé: «esto es felicidad: Al fin me liberé de miedos, angustias, complejos, represiones, prejuicios y perfeccionismos…» ¡Se había iniciado mi carrera alcohólica!

Hubo un síntoma alarmante que no capté en todo su significado: Una tarde se me «apagó el switch» en el comedor y desperté al otro día, en mi habitación; sentí complejo de culpa, ese sentimiento que se volvería tan característico después de mis borracheras.

Cuando regresé a mi país, venía decidida a ser una mujer diferente: Ingresé a estudiar la preparatoria, por las tardes; en las mañanas seguí trabajando en la universidad, e inicié una relación liberal con un científico que había conocido en mi trabajo y con el cual me sentía plenamente identificada: me enamoré de él profundamente.

Por supuesto mi nueva vida vino acompañada de grandes conflictos familiares, (mi padre nunca aceptó mi situación y mi madre, al principio tampoco) pero el vino y el amor me daban valor y confianza.

Así viví casi toda mi actividad alcohólica. Él era un bebedor fuerte; no recuerdo que pasáramos juntos tiempos libres sin beber.

Al principio fue muy excitante. Ambos trabajábamos en la universidad. Él me alentaba en mis estudios; me había propuesto llegar a ser universitaria y, con su ayuda, sin duda lo conseguiría. Sin embargo los fines de semana bebíamos muchísimo; las lagunas mentales se volvieron rutina, aunque todavía no las identificaba como tales y me decía: «me quedé dormida, ¡eso es todo!» Pero, en un viaje después de una borrachera, él se enojó conmigo y fue así como descubrí que, dentro de mis borracheras, había períodos en los que yo seguía actuando maquinalmente pero luego no recordaba lo que había sucedido.

En aquella época ingresé a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, y me volví de izquierda radical; ahí pertenecí a un Grupo Estudiantil donde estudiábamos El Capital, de Marx, y, con mi pareja, éramos sindicalistas de nuestro trabajo y como tales, participamos en varios movimientos huelguísticos.

Sin embargo toda mi vitalidad de esos años, decayó cuando él realizó un viaje largo al extranjero y me di cuenta de la dependencia emocional tan enorme que tenía hacia su persona. En su ausencia tuve la peor laguna mental hasta ese momento; perdí mi coche en el aeropuerto al irlo a recibir y tuve que vivir experiencias muy desagradables que me hicieron reflexionar: «tal vez soy una alcohólica…» me dije.

En ese tiempo, mi hermana la mayor, regresó de Estados Unidos en donde había conocido el programa de Alcohólicos Anónimos, aunque ella casi no bebe; tenía amigos que asistían a los grupos y me dio un «autodiagnóstico» para que decidiera por mí misma si era alcohólica o no. Lo contesté honestamente, ¡y supe que era una alcohólica!; sin embargo no acepté asistir a los grupos por miedo a dejar de beber… para siempre. Y empecé un largo peregrinar de cerca de dos años donde traté de aprender a beber: dejé las bebidas fuertes y sólo tomé vino; me reprimía y no bebía hasta el fin de semana; trataba de dosificarme las copas… pero irremediablemente llegaba a la pérdida del control y la borrachera terminaba en una laguna mental y la consecuente resaca moral.

Mi inseguridad se acentuó. Envidiaba el prestigio profesional de mi pareja. Cada día me volvía más posesiva y celosa. Me estaba amargando y busqué una salida equivocada: quise adquirir seguridad en la coquetería.

Sé que todas esas fueron manifestaciones del avance de mi alcoholismo y consecuentemente de mi locura.

Por supuesto la relación con mi pareja se deterioró y a mis veintiocho años de edad, derrotada ante mí misma y consciente de mi principal problema, mi alcoholismo, me separé de él.

Viví nueve meses de infierno. Traté de no beber a base de fuerza de voluntad, con la práctica del yoga, con ejercicio… ¡pero no lo logré! Llevaba dos meses nuestra separación cuando llegué a mi fondo alcohólico. Vivía con una amiga y supe que él saldría de viaje; me comuniqué con él y me propuso que en su ausencia ocupara el apartamento si lo creía conveniente. Y así lo hice. Allí, en la soledad, sin él, bebí muchísimo, autoagrediéndome, lacerándome y con la idea del suicidio como única salida. Al amanecer, ebria, quise trasladarme a mi trabajo en mi auto y perdí el control… Cuando volví en mí estaba en el fondo de un pequeño barranco, ilesa físicamente, pero totalmente destruida mental y espiritualmente. ¡Había llegado al fondo de mi sufrimiento!

Anímicamente estaba tristísima; el sentimiento de soledad me aislaba; sentía lástima de mí misma, ¡estaba completamente derrotada por el alcohol!

Algunos meses después, en noviembre de 1979, le supliqué a mi hermana: «¡Llévame a un grupo de Alcohólicos Anónimos!» Con gran esfuerzo había acumulado un mes sin beber, lo que me permitió entender algunas de las experiencias que oí, y pude identificarme con ellas.

En el grupo, la mayoría de la gente estaba contenta y tranquila. Me felicitaron por haber tenido el valor de cruzar la puerta de un grupo de Alcohólicos Anónimos y algunos me contaron sus historiales. Me agradó. Sentí un puente de comunicación con ellos; por primera vez en mi vida sentí que había llegado al lugar al cual pertenecía: ellos también habían llegado sintiéndose completamente solos y fracasados. Supe que esos son sentimientos comunes entre las personas que tenemos problemas con nuestra forma de beber.

Salí del grupo con la esperanza de cambiar. ¡Un nuevo cambio! Quería darme una oportunidad. Sin concienciarlo me había derrotado ante el alcohol y había decidido dejar mi problema en manos de un Poder Superior amoroso, que para mí, en aquél entonces, era el grupo de hombres y mujeres que habían logrado algo que yo no podía: vivir contentos y tranquilos sin beber.

El grupo al que llegué, sesionaba martes, jueves y sábados. A partir de ese momento empecé a asistir con regularidad y a tratar de seguir humildemente las sugerencias de mis compañeros; yo sabía que para mí no había alternativa posible, debería de actuar como me dijeran aunque mi razón, muchas veces, no estaba de acuerdo con su filosofía, y otras veces ni siquiera entendía el lenguaje que utilizaban.

Han transcurrido cuatro años desde aquel día y gracias a Dios y al programa de Alcohólicos Anónimos no he vuelto a beber. Cambios trascendentales en mi personalidad se han ido sucediendo atribuibles al programa de A.A., por lo que lo conceptúo como un programa de vida nueva.

Llegué y ya no bebí. Esto fue vital y aunque aceptaba de corazón mi alcoholismo, no podía aceptar que mi vida había sido ingobernable. Durante mi primer año en A.A. persistí en mis actitudes y me conformaba con no beber y cumplir con mis obligaciones cotidianas, que como perfeccionista que soy, había incrementado de tal manera que no me dejaban tiempo ni para respirar. Vivía compulsivamente: trabajaba, estudiaba, hacía yoga, asistía a mis juntas de A.A., corría de madrugada… pero también me alejaba de la gente, tenía miedo de ser agredida, me sentía marginada e inferior. Ya sin el anestésico del alcohol, resurgieron todos mis complejos e inseguridad. Los fines de semana comía y dormía también exageradamente.

Por otro lado, durante ese primer año sin beber me llené de resentimientos hacia mis padres: los culpaba por mi alcoholismo. Parecía que nunca podríamos volver a vivir en armonía.

El segundo año conocí al compañero que habría de ser mi padrino en A.A. Con su orientación descubrí que mi principal problema era el espiritual: ¡Había enterrado a mi espiritualidad en lo más profundo de mi inconsciente y eso me hacía estar profundamente amargada y resentida con todo lo que me rodeaba! Aprendí a perdonarme y a perdonar a mis padres: regresé a vivir con ellos, porque, como me dijo mi padrino: «Tienes que aceptar tu origen y necesitas reparar los daños que has ocasionado. Sin esas dos cosas, no podrás empezar a progresar dentro del programa de Alcohólicos Anónimos».

Le hice caso, pedí perdón a mis padres y regresé a vivir con ellos; sin embargo, mis resentimientos no me permitían vivir armónicamente. En la tribuna del grupo acepté en voz alta todo lo que me molestaba y poco a poco el malestar fue desapareciendo.

Mi padrino desempeñaba un servicio dentro de A.A., y yo andaba con él «de la Ceca a la Meca»; trabajé en instituciones que atienden a alcohólicos, en reuniones de información al público en la capital y en el interior, lo acompañé a pasar el mensaje a otros alcohólicos, visité cárceles… En fin, viví por primera vez el placer de servir al prójimo y de ser útil.

Sin embargo la experiencia más importante en ese año fue la de sentir que la idea de Dios no era incompatible con mi nueva manera de pensar y vivir. Tuve esperanza y fe en un cambio profundo que me ofreciera la tranquilidad interior.

Considero que en ese año aterricé de un largo viaje: volvía del mundo de la locura.

Un Poder Superior me devolvía el sano juicio y conocí al fin una existencia equilibrada. Al tercer año de mi nueva vida, la relación con mis padres y mis parientes en general, mejoró muchísimo.

Terminé la carrera de Sociología. Y empecé a disfrutar mi trabajo como técnico académico en una dependencia del gobierno. Liberada de ciertos complejos de inferioridad, emprendí el viaje hacia el conocimiento de mí misma, paralelamente a la aceptación de mis carencias: Trabajé defectos tales como la envidia, la ira, la gula, la lujuria, el perfeccionismo, la autoconmiseración y los resentimientos, con los medios que nos brinda el programa de A.A.

Mi cuarto año en A.A. fue bellísimo: ¡encontré el amor! Un compañero de la comunidad me ha hecho inmensamente feliz. El amor me ha permitido un equilibrio emocional y un crecimiento espiritual como nunca hubiera soñado alcanzar.

El día de nuestra boda sentí que Dios me entregaba un libro en blanco y me daba la oportunidad de escribir nuevamente mi historia en base a todo un pasado de errores, sufrimientos y algunos aciertos.

Hoy mi marido y yo disfrutamos de la alegría de vivir. Creo que hacemos una buena mancuerna dentro de los grupos de Alcohólicos Anónimos. Esperamos un bebé.

Las viejas ideas de que el matrimonio y la maternidad no eran para mí, se han ido.

Hoy me amo y me respeto, amo y respeto a mi marido y empiezo a amar y respetar a mi prójimo.

Vivo… ¡muy sabroso!