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LA OVEJA EXTRAVIADA
Sintiéndose aislada, oyó repetirse el viejo cántico que le guió, después de largos y penosos ambages, al calor del rebaño.
TERMINABA el otoño de 1978, la ciudad se aprestaba a otra época navideña y aparecían tras las ventanas de las casas los primeros arreglos que lo mostraban. ¡Cuánto dolor, cuánta tristeza me provocaban el ruido de la gente al pasar y la alegría de los niños al jugar!
«Eran cien ovejas que había en el
rebaño,
Eran cien ovejas…»
Había salido de mi sexto internamiento, el más doloroso, el más prolongado, debido a mi alcoholismo. En los hogares había calor, había hijos, madres, un esposo tal vez…
No tenía adónde ir. La caridad de buenas personas me había permitido estar recluida en un hospital gratuito para alcohólicos, donde había conseguido dejar de beber, y en un sanatorio donde mi vitalidad se había restablecido. Estaba viva, y no tenía adónde ir, ni qué comer, ni dónde dormir. Me detuve, alcé los ojos y murmuré: «Ya sabes Dios que no quiero vivir. Sabes que tengo hambre, que tengo frío…»
«… Pero en una tarde, al contarlas
todas,
le faltaba una y triste lloró…»
«¿Qué voy a hacer, Dios?», pregunté. Mi devoción religiosa me había fallado, yo había fallado a mi padre adoptivo, la medicina no me había servido… ni en A.A. había conseguido restablecerme.
Las estrofas de un himno conocido se repetían en mi mente; era un cántico que en mis delirios escuchaba y que acompañaba tercamente mis vagos impulsos místicos:
«… Las noventa y nueve dejó en el
aprisco
y por las montañas a buscarla fue…»
Creo que grité: «¡Tengo miedo! ¡Quiero volver a tomar!»
«… La encontró llorando, temblando
de frío.
La tomó en sus brazos, curó sus heridas
y al redil volvió…»
Estaba parada frente a un templo. Automáticamente entré. Los cánticos iban tras de mí. Me arrodillé y busqué a Dios. Lloré; vi las imágenes de mis hijos, esos tres pequeñitos a los que tanto había dañado, la de mi madre que no conocí, la de mi padre adoptivo que tanto había sufrido conmigo, la del bondadoso doctor que me había auxiliado una vez, y las puertas de A.A. abiertas, esperando mi regreso.
¿Valdría la pena un nuevo intento de regresar al redil?
Nací en un pueblecito muy hermoso. Era un bebé cuando murió mi madre, al nacer mi único hermano. Mi padre nos abandonó en casa de mi abuela materna donde un tío nos dio su afecto: fue siempre como mi verdadero padre.
Huérfana, busqué desde niña, insistente y desesperadamente, el amor. Al principio lo encontré en mi abuela que fue en ese tiempo la que más ternura me mostró; cuando murió sentí un total desamparo. Tenía sólo ocho años y bebí por primera vez. Tomé pulque y, cuando mis tíos vieron que me comportaba rara llamaron al doctor. Estaba borracha.
Pero a los 17 años fue cuando se inició mi «carrera alcohólica» que rápidamente se agravó. A esa edad fui nombrada reina del Club más aristocrático del rumbo. En esa fiesta de coronación se bailó y brindó, y yo bailé y brindé. Después bailé menos y brindé más. Al fin sólo brindé…; luego no sé qué pasó.
Al día siguiente desperté con el vestido de fiesta puesto. No recordaba qué había pasado. Me dio miedo; no quería preguntar qué había hecho.
La sirvienta al verme despierta se me acercó y me dijo: «¡Ay, señorita, todo lo que pasó ayer!» Fingí recordar y le pedí un jugo. Cuando me lo trajo, me dijo: «Con esto no se va a componer; voy a ponerle un poco de lo que estuvo tomando…»
Al tomarlo paulatinamente me sentí mejor y le pedí que me preparara otro «jugo» y le dije: Cuéntame lo que pasó anoche. Escuché el ridículo y boberías que había hecho, pero el calorcito que invadía mi cuerpo por el «jugo» era como un antídoto contra mi sentido de culpabilidad. A partir de ese día, beber se me hizo hábito; mediante el licor aligeraba mi disgusto interno; mi temor a no ser amada.
Pensé que debía encontrar el amor, que un noviazgo formal llenaría el vacío de mi vida y la responsabilidad del matrimonio sería una solución. Busqué un novio, lo conseguí, me comporté como quería la gente que debía comportarse una señorita casadera y, anhelando la seguridad, la comprensión y el amor, me casé. Tenía 18 años. ¡Qué sorpresa fue para mí el matrimonio! Nada de lo que había soñado se produjo y mi irresponsable manera de beber afloró; salía con mi marido a frecuentes reuniones y visitas que aprovechaba para tomar más de la cuenta. Mi esposo se molestaba y yo me las ingeniaba para seguir bebiendo, por lo que nuestra relación se transformó en vida de «perros y gatos».
Y perdí mi primer bebé. ¡Qué frustración y qué motivo para beber más!
Me embaracé de nuevo e ilusionada, pensé que el nacimiento de un hijo traería el amor a mi hogar; lo esperé con ansiedad. Nació, pero nuestro matrimonio continuaba desbarrancándose sin remedio. Volví a recurrir a la botella y desde entonces con escasos intervalos estuvo por muchos años junto a mí.
Ni el nacimiento de nuestro segundo hijo ni el del tercero me detuvo ya.
En ese tiempo tomaba vinos y licores, como brandis, ginebra, ron. Mi marido era propietario de un billar donde se permitía la ingestión de bebidas alcohólicas. Esto facilitaba mi suministro de alcohol. Tenía las llaves y con cien artilugios me las ingeniaba para sustraer botellas.
Mi tribulación empezó cuando me quitó las llaves y, una mañana, temblando por una gran necesidad de alcohol, me aventuré por las calles del pueblo hasta una cantina de suburbio y tomé aguardiente de ínfima calidad con los borrachos considerados ruines por la gente. Desde entonces ese aguardiente barato fue la bebida que más frecuentemente ingerí.
Las reclamaciones, los gritos, las amenazas, volvían nuestra vida infernal. A pesar de todo yo no entendía. Mi marido llegaba a la casa y la encontraba en total desorden, los niños desatendidos y yo abotagada y sucia por el alcohol; no aguantó más y me dejó, reclamando la patria potestad de nuestros hijos. Lloré, supliqué, prometí no beber; lo intenté y no pude lograrlo. Sin embargo me dieron una última oportunidad: me dejaron a mis hijos si dejaba de tomar. No lo conseguí: iba con ellos por la calle y me quedé tirada en la acera… Cuando recapacité, huí a la capital a buscar a mi padre y, cuando lo encontré, me rechazó. Esto fue el golpe final a mi esfuerzo por vivir, a mi necesidad de comprensión y ayuda.
Ya sin hijos volví a la casa de mi tío, que a partir de entonces traté como al padre que quería tener; él me acogió sin reproches y me trató con bondad. ¿Qué me estaba pasando? Había tenido fe, había rezado, había jurado… y había vuelto a «pecar». La gente del pueblo me veía como a la viciosa irremediable.
Por entonces llegó un primo que, al ver mi estado, con mucho tiento me dijo que quizás un tratamiento psiquiátrico podría ayudarme; me convenció y me fui con él a la capital. Estaba tan desvalida. Llegué sumamente agotada y, con mucho dolor, desesperanza y miedo, nos trasladamos al sanatorio donde el médico, del que me había hablado mi primo, prestaba sus servicios. Me aterroricé cuando vi un letrero: Higiene Mental. ¿Estoy loca?, pensé.
La presencia del doctor me tranquilizó; era sumamente bondadoso y con mucha calma me atendió e introdujo a un local donde se celebraba una extraña reunión. Todos los presentes eran hombres y el médico me dijo que eran alcohólicos en recuperación. Mi miedo era enorme, pero el dolor por la separación de mis hijos me dio valor para quedarme. Me sentí bien, comprendida por aquellos pacientes que intentaban lo mismo que yo, y protegida por aquel médico que en los meses que estuve con él me dio la ternura que tanto necesitaba. No bebí. Supe que era una enferma y no una viciosa o pecadora. Pero mi deseo ferviente de recuperar a mis hijos era el principal motivo para esforzarme en mi recuperación. No tenía medios de sostenimiento; nadie veía por mí, sólo el médico me ayudaba dándome la oportunidad de serle útil en la medida de mis posibilidades con trabajo en el hospital y en la terapia de grupo.
¡Cómo recuerdo la ocasión en que, al arreglar su escritorio encontré un folleto que me impactó: «Alcohólicos Anónimos»! Allí encontré una oración que, supe después, se atribuye a San Francisco de Asís.
«… Que no busque ser consolado
sino consolar,
… Que no busque ser amado sino amar…»
La mecanografié y se la mostré al doctor: «Haga muchas copias, repártalas y guárdese varias porque las va a necesitar», me dijo. Ya le había exteriorizado mi intención de partir a mi pueblo e intentar recuperar a mis hijos. El había tratado de disuadirme y, el día que decidí partir, me dijo: «Está usted en la cuerda floja; si se queda hay probabilidad de que se rehabilite; pero si se va hay toda seguridad de que reincidirá y caerá hasta el fondo del abismo…»
No le escuché. Tenía casi un año de abstinencia, deseos enormes de ver a mis hijos y de que me vieran sin beber para intentar recuperarlos. Me llevé las copias de la Oración y, por primera vez, la confianza en que había gente que me comprendía y ayudaba.
Regresé a mi pueblo y mis grandes proyectos (de que no sucedería nada de lo que el doctor me había dicho) duraron una semana. La nostalgia de la compañía de aquellos ex bebedores que había conocido, la falta del apoyo de aquel buen doctor, y la realidad de la incomprensión de mi ex marido, sin hijos, volví a beber.
Como el doctor pronosticara perdí la dignidad, ¡todo! ¡Caí hasta el fondo de la abyección! Bebí incesantemente; tuve períodos de trabajo en los intentos por dejar de beber. No volví a ver a mis hijos, avergonzada. Sufrí mis primeros internamientos. Fueron muchos años de locura y delirios interminables.
Nada daba resultado. Juraba a Vírgenes y a todos los Santos, ¡y nada! En una guarapeta me buscaron un hombre y tres mujeres que pidieron hablarme. Rebelde les exclamó: «¿Qué tienen que hablar conmigo?»
«Por favor…», me dijeron.
«¡Ah, sí! ¡Dénme veinte pesos para alcohol y los escucho!»
Viendo mi estado tan deprimente me dijeron: «Unicamente le diremos esto; recuérdelo: ¡Dios la ama!»
Solté la carcajada y les respondí: «Si me quisiera no me hubiera quitado a mi madre, a mis hijos, mi hogar. ¿Por qué me quitó todo amor y me dio este amor a la botella? ¿Por qué no me quita este amor?»
«¿No será porque no se lo ha pedido?», me dijeron.
Con los veinte pesos que me dieron seguí la borrachera, pero en mi mente distorsionada se había fijado la idea de un Dios que me amaba, así como era, sucia, borracha. Tal vez por ello soporté tantos años de demencia y ebriedad.
Una noche fui recluida en un hospital en tal estado que tuve que ser amarrada. Dos días después me quitaron las amarras. Era época de Navidad. Entonces empecé a oír los lamentos de otra borracha que agonizaba; al principio traté de sobrellevarlos pero no me era posible y me llené de miedo. Había un pino de navidad y unas muñecas en un rincón y vi cómo cobraban vida y tomaban formas grotescas y, cobrando movimiento, me atacaban. Pedí auxilio pero las enfermeras estaban ocupadas con la que había gemido y que había muerto ya. Clamé, exigí a Dios que me ayudara; me deslicé aterrorizada hasta la cama de la muerta y, tomando sus ropas, me las puse y huí.
Mi tío sufría tanto como yo por mi problema sin solución. Un día me dijo que me arreglara porque había encontrado la manera de ayudarme. Me llevó a la capital. Llegué con una cruda terrible. Fuimos a un grupo de A.A. Había hombres y mujeres, ¡mujeres también!, que narraban que habían padecido como yo padecía y se las veía sanas y alegres. Me tranquilicé; dije: «Este es mi lugar».
Desgraciadamente tuvimos que regresar a mi pueblo. La ilusión de que me llevarían a otra reunión me permitió permanecer sin beber durante unos días. No me llevaron y seguí bebiendo. Con la esperanza de asistir a A.A. y encontrarme, dejé mi pueblo y me trasladé a la capital. Localicé un grupo cercano a donde me alojaba, dejé de beber, conseguí un trabajo y, al fin, supe que había encontrado mi camino en la vida. Al poco tiempo pude volver a ver a mis hijos y, sin embargo, no me sostuve en mis propósitos y volví a lo mismo. Desesperada, me dije: «Ni religión, ni psiquiatría, ni A.A. ¿Qué onda, ahora, Señor?»
«… Las noventa y nueve dejó en el aprisco…»
Llevaba bebiendo cuarenta días con sus noches cuando, en un lapso de lucidez, llamé por teléfono a unos compañeros del grupo. Acudieron por mí y me internaron en un hospital gratuito para alcohólicos donde pude cortarme la borrachera; allí permanecí quince días pero mi estado físico era tan lamentable que me trasladaron a un sanatorio donde conseguí sobrevivir.
«… La encontró llorando, temblando de frío…»
¿Valdría la pena intentarlo de nuevo?
¡Sí, había que intentarlo!
Salí del templo donde había estado orando y recordando y me dirigí a un grupo de A.A. Cuando entré, sentí el refugio que permanecía esperándome, las palmadas de aliento. El café que me sirvieron. La sesión. La fortaleza y la esperanza. ¡A reempezar otra vez! Conseguí donde dormir (un cuartucho modesto sin luz eléctrica) y un trabajo. Subsistí, pero en la soledad de la noche lloraba y me rebelaba: «¿Por qué a mí, Señor?» Envidiaba a las mujeres que tenían hogar, familia y dignidad. Y fue en una noche, en que la vela que iluminaba el cuartucho se extinguía, en que me volvió el terror a la noche, al abandono, a la soledad, a la vuelta de las alucinaciones, al delirio, a la demencia, tomé un libro con desesperación y un papel cayó de su interior: «… Que no busque ser comprendido sino comprender; que no busque ser amado sino amar, porque dando es como recibimos; perdonando es como Tú nos perdonas…»
Era una de las viejas copias de la oración encontrada en uno de los folletos de A.A. La vela se extinguió pero ya había luz en mi interior…
Han pasado los años y mi vida ha cambiado. En el último invierno, al celebrar la Nochebuena, tuve el calor de mis hijos a mi lado, de mis nueras, de mis nietos, y el recuerdo y compañía espiritual de todos los que sufriendo como yo sufrí se han levantado a una nueva vida.
Dentro de mi querida Agrupación he aprendido a reír, a llorar, como fue en aquel día en que mi padre adoptivo (ese hombre que tanto me amó) se fue para siempre, pero viéndome renovada, luchando y feliz.