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MALO SI BEBÍA Y MALO SI NO…

«A los 21 años de edad […] después de llevar seis años yendo a cuantos médicos me enviaban, después de buscarme enfermedades como VIH, lupus, metales en la sangre, lepra, una costilla flotante, cáncer y un mundo de cosas raras, fui sincera por primera vez en mi vida con un médico y le dije que consumía mucho licor…»

MI HISTORIA es igual a la de muchas mujeres alcohólicas, que no sabíamos que sufríamos de alcoholismo y cuando supimos que era una enfermedad, pensábamos que sólo les daba a los hombres.

Comencé a ingerir licor desde muy temprana edad. Más o menos cuando tenía seis años, en unas fiestas de fin de año, junto con mi hermano mayor me robé una bandeja que estaba lista para ser repartida con muchas copas de aguardiente y desde aquí comenzó mi carrera alcohólica. Solo que lo vine a saber cuando había entrado al programa de Alcohólicos Anónimos 20 años más tarde.

Yo iba aumentando en edad y en mi manera de consumir licor. Mientras estudiaba la primaria sólo consumía licor en las fiestas de fin de año, luego ya en la secundaria, veía con normalidad tomar vino y cerveza en los fines de semana, pero cada vez eran más frecuentes las ansias que mantenía por la bebida, se me iba despertando lo que llamamos la «tripa aguardentera». Éstas se recrudecieron más cuando salí de la universidad, allí pasé a tragos más fuertes. Cuando terminé mis estudios me salió la práctica en otra ciudad; era mucho más grande; tenía tres veces el número de habitantes de aquella pequeña ciudad en la que yo había nacido.

El mundo se abrió ante mis pies y me deslumbró, me había dado el permiso de tomar y hacer todo lo que se me antojara. Fui bebiendo cada día más y cada vez más cantidad, pero menos calidad. Pasé de tragos finos a tragos fuertes y baratos. Los fines de semana eran una fiesta para seguir con el elixir de la vida, la fórmula secreta de la alegría y el derroche. El rey alcohol fue ganando cada vez más la partida, me enlagunaba siempre que ingería alcohol, eran escasos los días en que recordaba todo lo que había hecho, los amigos ya no me invitaban a sus fiestas porque siempre formaba algún problema, me volví agresiva y violenta. Si alguien me hacía algún reclamo por mi forma de beber, lo agredía físicamente. Pero siempre encontré el ángel de la guarda que no me dejaba ni de noche, ni de día. Para este tiempo ya no sabía dónde estaba mi problema, porque con cinco cervezas ya estaba borracha, la lengua se me enredaba y todos mis movimientos se volvían lentos; para la sexta cerveza no recordaba nada. Aquí llegué al punto que mi vida se convirtió en un verdadero problema: Malo si bebía y malo si no lo hacía.

Antes de ingresar a Alcohólicos Anónimos, fui a un supermercado a comprarme una cadena y cuatro candados para amarrarme a la cama, todo el fin de semana, porque si lo lograba estaba segura de que no tomaría por lo menos en quince días o saldría victoriosa ese fin de semana. Pero no encontré lo que buscaba, porque las cadenas no las vendían soldadas como las necesitaba.

Luego llegó el fin de semana más desastroso del mundo porque me enloquecí de tanto beber y le rompí la cabeza a una amiga con la tapa de una olla a presión, le fracturé un dedo a otra, al amigo lo insulté porque era gay y al otro porque estaba metido en malos negocios. Pensé al otro día que ésta sería mi última borrachera y tomé el directorio telefónico y llamé a A.A., pero me dio miedo que fueran por mí a la casa de mi abuelita que era con quien vivía en esta ciudad, me llené de pánico y colgué, pero luego recapacité y me dije si vienen por mí digo que nos vemos allá. Yo no tenía ni idea cómo funcionaba Alcohólicos Anónimos.

Estuve entrando y saliendo de los grupos de A.A. por espacio de tres años, cuando empecé a sentir que mi cuerpo estaba saturado por el licor y empecé a ver que no me respondían los brazos y las piernas. Para este momento ya tenía 21 años de vida, tuve que ir al médico, y me remitió al neurólogo. Después de pasar por tres neurólogos más, me remitieron a un equipo médico. Eran siete especialistas: un médico general, un psiquiatra, un neurólogo, un ortopedista y otros tres más que no recuerdo su especialización. A todas esas y después de llevar seis años yendo a cuanto médico me enviaban, después de buscarme enfermedades como VIH, lupus, metales en la sangre, lepra, una costilla flotante, cáncer y un mundo de cosas raras, fui sincera por primera vez en mi vida con un médico y le dije que consumía mucho licor, que había empezado a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, pero que el programa me parecía muy difícil. La verdad es que no lo había comenzado en serio hasta ese día.

Este buen hombre me dijo que tenía una polineuropatía alcohólica, y que lo mejor que podía hacer por mi salud era dejar de consumir licor, porque si seguía así, podría quedar en una silla de ruedas, si es que no me moría antes. Con esta sentencia decidí hacer algo por mi vida, seguí asistiendo a las reuniones de Alcohólicos Anónimos como si fueran mi única medicina, que me estaban regalando y que esta vez tenía que aceptarla porque me estaba suicidando lentamente.

Los primeros días no fueron sencillos, no podía conciliar el sueño, me levantaba de madrugada y tenía que ir a trabajar temprano. Se me descuadró el reloj biológico. Mi nueva enfermedad era igual al alcoholismo que se detiene pero no se cura; tenía que aprender a convivir con estas dos enfermedades.

Hoy después de muchos años todavía no he recuperado del todo mi salud, es más, me volví una paciente de problemática, porque cuando necesito una cirugía, por sencilla que sea, debo estar en un hospital especializado, porque dicen que la anestesia es muy arriesgada… secuelas de mi desorden de beber.

Después de saber esto y de haber desorganizado mi vida de esta manera, Alcohólicos Anónimos era lo único que podía ayudarme y me dispuse para acoger esos Doce Pasos y empecé a caminar al lado de los verdaderos amigos. En esos días una vieja amiga de tragos me dijo que yo no era buena compañía porque no bebía, que esos alcohólicos me habían frustrado, que me había vuelto muy aburridora. Días después ella se suicidó de un tiro al corazón. No pudo entender que la vida no era sólo licor, paseo y fiesta.

Seguí pues con mi programa. Seguí leyendo y llegué a las Doce Tradiciones; le encontré sentido a cada una de ellas y entendí para qué fueron diseñadas; que no podemos quedarnos en nuestra recuperación, que tenemos que empezar a llevar este mensaje a quien lo necesite, que debemos ayudar al grupo a mantener esas puertas abiertas para cuando llegue alguien más así como un día llegué yo, que debemos ser dadivosos con nuestro grupo y nuestras oficinas, que todos somos los «socios de ellas», que debemos compartir cuando tenemos, no sólo cuando nos sobra. Y por último empecé a leer los Doce Conceptos; que por cierto me parecían muy complicados y aburridores, pero me di cuenta de que allí es dónde está escrita la inmensidad de la Comunidad, que no estamos solos y que somos muchos, en muchas partes del mundo, alcohólicos y no alcohólicos, sin importarnos la clase, raza, sexo, religión, costumbres, idioma. Todos hablamos el mismo lenguaje del corazón.

Somos muchos los alcohólicos recuperados con este milagro. Son muchos los dolores que me ha ahorrado Alcohólicos Anónimos, hasta el día de hoy. Sólo por 24 horas, y con la ayuda de todos estoy segura de que seguiré por este camino, grande, ancho, espacioso y feliz, que me obsequió Alcohólicos Anónimos, con la ayuda infinita de ese Poder Superior como yo lo concibo.

Gracias a todos los Alcohólicos Anónimos por ser mis hermanos en donde quieran que estén.