Capítulo 18
Unos golpes fuertes y apresurados en la puerta de la cabaña sacudieron a Lucía de un profundo sueño. Saltó de la cama y corrió hacia la entrada. La cama de Sonia estaba vacía como casi siempre, debía ser ella; aun así preguntó:
—¿Quién es?
—Antonio… Abre, por favor, te necesitamos.
Giró la llave y le franqueó la entrada. El aspecto del hombre era alterado.
—Es Berta… está muy mal. Date prisa.
Tal como estaba, con un simple camisón de tirantes corrió tras él hacia el edificio de recepción. Nada más entrar se hizo cargo de la situación. Berta, inconsciente y con los ojos en blanco se agitaba en fuertes convulsiones mientras Álvaro la sostenía en los brazos gritando histérico su nombre.
—¡Berta, Berta!
La niña no respiraba. Lucía se abalanzó hacia ellos comprendiendo que la fuerza del abrazo nervioso de su padre le impedía respirar casi tanto como su propia crisis.
—¡Suéltala, Álvaro! Dámela.
—¡Déjame, es mi hija! ¡Berta!
—Antonio, ayúdame… la niña no puede respirar bien. Quítasela.
El hombre se acercó a su hijo y trató de quitarle a la niña de los brazos, pero este seguía aferrándola con fuerza. Lucía, impotente, le agarró del pelo y le dio un fuerte tirón aprovechando el momento de dolor e indecisión de Álvaro para agarrar a la niña y dándose cuenta de que ardía de fiebre la cogió en brazos sin oprimirla y preguntó:
—¿Dónde está el baño?
Carolina abrió una puerta y Lucía se precipitó hasta la ducha donde abrió el grifo y dejó que el agua cayera helada sobre sus cabezas empapándolas al instante. Se sentó en el suelo de la misma y tendió a Berta sobre su falda y agachándose sobre ella le hizo la respiración boca a boca hasta que reaccionó.
La pequeña abrió los ojos, visiblemente más calmada y la miró.
—Lucía… tengo frío.
—Ya lo sé, cariño; pero tienes que seguir aquí un poco más. Hasta que te baje la fiebre.
Sintió que el cuerpo tembloroso se recostaba contra su pecho y la besó en el pelo mientras el agua caía sobre ellas. Alzó los ojos y vio a Antonio, Álvaro y Carolina que la habían seguido y la observaban en silencio. Se dirigió a Álvaro.
—Puedes cogerla ahora si quieres, ya respira mejor.
—No… sigue tú. Está bien contigo.
La temperatura bajaba lentamente y cuando Lucía creyó que era suficiente para que las convulsiones no se volvieran a repetir cerró la ducha y tendió la mano para que la ayudaran a levantarse, sin soltar a la niña. Tanto Antonio como Álvaro se acercaron hacia ellas y agarrándola cada uno por un brazo las alzaron a las dos a la vez y las envolvieron en una toalla.
—Carolina, ponle ropa seca y tráela a la enfermería. Quiero tomarle la temperatura y la tensión.
—Cámbiate tú también —le dijo Antonio—. Se te han puesto los labios morados.
—El agua está helada.
Envuelta en la toalla recorrió el sendero hasta su cabaña y tras secarse se puso un pantalón y una camiseta de manga corta y se dirigió a la enfermería. Al momento entraron Carolina y Álvaro que llevaba a la niña en brazos. Lucía le indicó la habitación interior con las dos camas.
—Acuéstala ahí, estará mejor que en la camilla.
Le puso el termómetro y le tomó la tensión. La temperatura era alta, pero no preocupante, y la tensión ligeramente baja.
—Abre la boca, Berta —le pidió.
Comprobó que toda la garganta, tanto las amígdalas como la faringe y la laringe estaban muy inflamadas por eso había tenido dificultades para respirar cuando la había abrazado con fuerza. Llevaba con fiebre toda la mañana y Antonio y Carolina la había llevado al médico que había diagnosticado una fuerte infección de garganta; pero nadie había imaginado una reacción como la que se había producido aquella noche.
—¿Qué le ha pasado? —le preguntó Álvaro con voz temblorosa aún.
—Como ya dijo el médico esta mañana tiene una tremenda infección de garganta y eso suele producir una fiebre muy alta. La fiebre ha debido subirle muy rápidamente y le ha producido convulsiones. ¿Le había pasado antes alguna vez?
—No, nunca —respondió Carolina, pero su hermano intervino.
—Yo creo que sí le pasó en otra ocasión, aunque me parece que lo superó sola. Cuando la encontré aquel día tenía el mismo temblor que en los brazos de Lucía en la ducha, hace un rato. —Se dirigió a esta—. ¿Crees que debemos llevarla al hospital?
—No… Esta vez ya ha pasado y yo me encargaré de que no le vuelva a suceder. El hospital está lejos y si le repite por el camino no tenemos una ducha helada donde meterla. Voy a dejarla aquí en la enfermería donde podré vigilarle la fiebre y la tensión continuamente. Y el antibiótico que le ha mandado el médico en jarabe se lo voy a administrar en inyección; es mucho más rápido. ¿Te parece? —le preguntó a Álvaro.
—No soy yo quien decide sobre Berta.
Lucía se enfadó.
—¡No seas gilipollas, Álvaro! La ley dirá lo que quiera, pero tú eres su padre. No lo haré si no me autorizas.
—¿Crees que es mejor?
—Sí. No voy a cambiarle ni el medicamento ni la dosis, solo la forma de administrarla. La inyección es mucho más rápida y notará la mejoría antes. Me preocupa mucho el poco espacio que tiene para respirar con las amígdalas tan inflamadas.
—¿Crees que puede asfixiarse?
—Espero que no sea para tanto. La mantendremos incorporada, eso la ayudará a mantener libre la faringe. Lo ideal sería que la tuviéramos en brazos.
—Yo la cogeré.
—Bien, pero antes voy a ponerle la inyección. Berta… —llamó.
Esa abrió los ojos brillantes de fiebre.
—Mira, nena, escucha lo que voy a decirte. Tengo que ponerte una inyección. Seguramente te va a doler un poquito, pero si te mueves te dolerá mucho más, así que vas a quedarte muy quieta mientras yo te pincho. Te prometo que te voy a poner una aguja muy pequeñita para hacerte el menor daño posible. Y tú vas a ser muy buena y no te moverás, ¿verdad?
—¿Si me quedo quieta se lo dirás a Susana?
—Claro que sí. Y además te llevaremos papá y yo de excursión otra vez a la catarata. ¿Verdad, Álvaro?
—Por supuesto.
—Ya verás lo bien que lo pasamos.
La niña obedeció. Lucía sabía que la inyección era bastante dolorosa y las lágrimas asomaron a los ojos de Berta, pero cumplió su palabra y no se movió.
—Ya está. Eres una campeona. Ahora como premio vas a dormir en brazos de papá. ¿Te gustaría?
—¿Sí, papá? ¿De verdad?
—Sí, cariño… ven —dijo él cogiéndola—. Ven conmigo.
Se sentó en la cama con la espalda apoyada en la pared y cogió a Berta en brazos, que se recostó contra su pecho y volvió a dormirse casi inmediatamente. La besó en el pelo y Lucía pudo ver en sus ojos un brillo demasiado intenso. Se volvió hacia Carolina.
—Puedes acostarte, si quieres. Ya está mejor; Álvaro y yo nos ocuparemos de ella.
—De acuerdo. Si hay algún problema, avisadnos.
—No te preocupes. Aunque hay algo que me gustaría que hicieras. Dile a tu padre o a alguno de tus hermanos que se acerque hasta el eucaliptal que hay cerca del rocódromo y me traiga unas hojas para hervirlas. Los vapores le ayudarán a respirar y le aliviarán la garganta.
—Enseguida te las traerán.
Lucía empezó a preparar un cacharro donde poder hervirlas y lo llenó de agua. En un cuarto de hora, Antonio llevó una bolsa con hojas y después se marchó de nuevo.
Lucía echó un puñado de hojas dentro del recipiente, que ya comenzaba a hervir y casi inmediatamente un olor intenso inundó la habitación.
—Me temo que nos va a tocar sudar —dijo—, pero le aliviará mucho. Además, el sudor ayudará a mantener la fiebre controlada.
Se volvió hacia la cama.
—Y ahora voy a ocuparme de ti.
—¿De mí?
—Me temo que te he debido hacer bastante daño al arrancarte un mechón de pelo de forma brutal. Lo siento, pero fue lo primero que se me ocurrió para que soltaras a la niña. Ya se le estaban poniendo los labios azulados.
—Estaba bastante alterado; cuando la vi, supe que era lo mismo que le había ocurrido en aquella ocasión. Cuando vi que no reaccionaba… creí que se me iba. Gracias por intervenir.
Lucía se acercó a él con un algodón empapado.
—A ver, gira un poco la cabeza para que pueda curarte. En efecto, te he hecho una pequeña calva. Te va a escocer —dijo aplicándolo sobre la cabeza.
—Seré valiente. Si mi hija no ha gritado con la inyección yo no voy a ser menos.
—Ya está.
Le revolvió un poco el pelo tapándole la calva.
—Ahora ni siquiera se te ve.
Berta se removió un poco y Lucía le puso una mano sobre el cuello tomándole el pulso.
—¿Cómo está?
—Sigue con fiebre, pero no es demasiado alta.
Tanto padre como hija habían empezado a sudar profusamente. Álvaro rodeaba a la niña con ambos brazos manteniéndola ligeramente erguida y la respiración se le había hecho menos fatigosa. Álvaro parpadeó tratando de que el sudor que le goteaba por la frente no le entrase en los ojos. Lucía se acercó hasta él y le limpió la cara con un pañuelo.
—Gracias.
—De nada. Mi trabajo es atender a los enfermos.
—Pero no a los padres de los enfermos.
—También a los padres. Y ahora voy a darte algo para que te tranquilices.
—Estoy bien. No quiero nada que me dé sueño.
—Una tila no te dará sueño… y a mí también me sentará bien.
Salió de la habitación y volvió poco después con dos tazas.
—Las he enfriado un poco. Lo que menos necesitamos es algo que nos dé más calor —dijo alargándole la bebida. Álvaro hizo intención de soltar a Berta con un brazo, pero la niña se tambaleó ligeramente.
—No la sueltes… ha cogido una buena postura para respirar. Yo te la daré.
Alargó la taza hasta la boca y Álvaro bebió. Luego la soltó sobre una repisa y se tomó la suya. Él la contemplaba en silencio, la ropa empapada y pegada al cuerpo, el rostro brillante de sudor, el flequillo pegado a la frente.
—Si quieres puedes salir a la otra habitación; allí hará menos calor.
—No, es importante que vigile la respiración de Berta. Al menor cambio hay que actuar. No quiero que se vuelvan a repetir las convulsiones.
—¿Vas a quedarte despierta toda la noche?
—Por supuesto.
—Mañana tienes que trabajar.
—No es la primera vez que paso varias noches sin dormir. Estoy acostumbrada. He hecho guardias de hasta setenta y dos horas.
Se sentó en un sillón y se puso a leer, aunque no pudo concentrarse. No dejaba de adivinar sobre ella la mirada de Álvaro, fija y enigmática, y en un par de ocasiones en que lo miró le pareció adivinar que el rictus de su boca era menos tenso y un brillo extraño en sus ojos, que no sabía si era debido al sudor.
Dos horas más tarde se levantó y apagó el fuego que mantenía hirviendo las hojas de eucalipto.
—Se acabó la sauna por hoy.
—¿Crees que será suficiente?
—Sí; tampoco es cosa de que se deshidrate. Cuando se despierte la bañaremos para que se sienta más cómoda, pero mientras esté dormida, la dejaremos descansar. Las convulsiones resultan agotadoras. Si no te importa, voy a darme una ducha y cambiarme de ropa. Después puedo cogerla yo para que tú hagas lo mismo.
—Déjame estar con ella. No tengo muchas ocasiones de tenerla así… para mí solo.
—¿No hay forma de que revisen tu caso? Susana podría testificar en tu favor, y yo también.
—¿Lo harías?
—Claro.
—Si testificas a mi favor y luego no me comporto como debiera, tú saldrías perjudicada.
—¿Qué quieres decir con no comportarte como debieras?
—Podría volver a beber.
—No lo harías, si supieras que me perjudicarías con eso.
—Tienes razón, no lo haría. Anda, ve a darte esa ducha; tienes un aspecto espantoso.
Lucía sonrió.
—Ya sé que no puedo esperar cumplidos de ti, pero ¿tanto como espantoso?
Él se puso más serio de repente.
—Pero también te digo que nunca una mujer me ha parecido más hermosa que tú en este momento.
Lucía captó un matiz extraño en su voz y se sintió azorada ante sus palabras, pero reaccionó tomándolo a broma.
—No seas pelota; voy a seguir cuidando de Berta de todas formas. —Y salió de la habitación entrando en el cuarto de baño contiguo. Desde la cama, Álvaro escuchó el ruido de la ducha y no pudo evitar recordar la imagen de Lucía un rato antes cuando había mantenido a Berta bajo el agua con el fino camisón pegado al cuerpo, con los pechos transparentándosele bajo la fina tela, y se la imaginó ahora, desnuda bajo los chorros, quizás enjabonándose con la mano para quitarse el sudor. Y sintió un acuciante deseo sexual que hacía dos años no sentía. Desde la terrible mañana que cambió su vida y la de Berta, no había deseado a una mujer, ni siquiera había padecido las habituales erecciones matinales producidas durante el sueño. Pero ahora estas habían vuelto y afortunadamente Berta estaba sentada sobre él de forma que Lucía no pudiera advertir nada al salir de la ducha.
Trató de calmarse, de pensar en otra cosa, temeroso de hacer o decir algo de lo que más tarde se arrepintiera.
Apenas diez minutos después, Lucía salió vestida con una bata blanca, limpia y seca, con el pelo rubio aún húmedo goteando sobre los hombros, y se acercó a él.
—¿De verdad no quieres ducharte tú también? Puedo cogerla con cuidado para que no se despierte.
—No, ahora no.
—De acuerdo. Espera un momento.
Volvió al cuarto de baño y salió con una toalla húmeda que le pasó por la cara y el cuello.
—Al menos esto te quitará el pegajoso del sudor hasta que puedas ducharte.
Álvaro no contestó. Ni siquiera fue capaz de darle las gracias. Solo pensó: «Estate quieta, por favor… estate quieta».
Cuando acabó su tarea se echó en la cama contigua y trató de descansar un poco la espalda y las piernas mientras Álvaro había cerrado los ojos incapaz de dormir, pero también haciendo esfuerzos por no volver la cara y mirarla. Y así trascurrió lo que quedaba de noche, que no era mucho.
Por la mañana, Álvaro y Carolina llevaron a la niña al hospital situado en un pueblo cercano a unos cincuenta kilómetros, para que le hicieran un reconocimiento. Estuvieron fuera casi todo el día, y Lucía hizo su turno en la enfermería ligeramente angustiada sin tener noticias. A mediodía le preguntó a Antonio, que se había hecho cargo de la recepción si sabía algo, pero este solo pudo decirle que había recibido una llamada de su hijo comunicándole que le estaban haciendo unas pruebas.
Regresó a su trabajo, y cuando estaba a punto de cerrar, Álvaro entró en la enfermería.
—Ya estamos aquí —dijo—. Me ha dicho mi padre que has preguntado un par de veces.
—Sí, estaba preocupada. Aunque ya sé lo que pasa en los hospitales, se sabe a la hora en que se entra, pero nunca a la que se va a salir. ¿Qué os han dicho?
—Efectivamente se trata de convulsiones, y sospechan al igual que yo que lo que le ocurrió la otra vez era lo mismo.
—¿Van a ponerle tratamiento?
—Sí, tenemos que llevarla cuando se recupere. Y le han cambiado el antibiótico oral por uno inyectable. Me han dicho que probablemente el hecho de que tú se lo administraras así anoche evitó que volviera a repetirse la crisis y hace que se esté recuperando más rápidamente.
Lucía asintió. Álvaro dio un paso y se acercó hasta ella.
—También me han dicho que te arriesgaste mucho profesionalmente al hacer una cosa así, al tomar una simple enfermera una decisión de ese tipo sin prescripción médica.
Lucía no contestó. Ella sabía perfectamente el riesgo que había corrido. Sabía que podía costarle la inhabilitación por haberse excedido en sus facultades. Pero también sabía que si Berta hubiera vuelto a sufrir otro ataque de convulsiones aquella noche sin poderla llevar al hospital podría haber sufrido daños cerebrales irreversibles. Álvaro la miraba profundamente a los ojos, parado a pocos pasos de ella.
—No te estoy diciendo nada que no sepas, ¿verdad?
—No, claro que no. Una de las primeras cosas que nos enseñan a las enfermeras es hasta dónde podemos llegar y lo que nos puede ocurrir si nos pasamos de listas.
—¿Tan grave era para que te arriesgaras de esa forma?
—Podría haberlo sido. Si las convulsiones se repiten muy seguidas puede ser muy peligroso.
—No voy a darte las gracias de nuevo porque resultaría muy pesado, pero si alguna vez necesitas algo de mí… lo que sea, incluso mi vida, puedes contar con ella. Y aun así seguiré estando en deuda contigo por lo que has hecho por mi hija esta noche.
—No es para tanto.
—Claro que lo es. Dime, ¿hay algo que pueda hacer por ti?
La mente de Lucía formuló un deseo que la paralizó de asombro «bésame». Después, reaccionando, le pidió otra de las cosas que deseaba de él.
—Sonríeme… a mí. No a Berta ni a tus hermanos, sonríe para mí. Así me demostrarás que me he ganado tu confianza y tu aprecio. Solo eso.
Él avanzó otro paso más, su expresión se dulcificó y por un momento Lucía pensó que su otro deseo iba a cumplirse también. Pero él se quedó a pocos centímetros de ella, sonriéndole no solo con la boca, sino también con los ojos.
—Ojalá te hubiera conocido hace diez años… —dijo.
—Hace diez años yo era una chiquilla larguirucha y canija, y además no era enfermera. He ganado con los años.
—Yo en cambio era un muchacho alegre y divertido; he empeorado, ahora mi vida está llena de sombras, Lucía.
—Estoy segura de que todavía lo eres, solo necesitas tiempo. Y las luces disipan las sombras.
—Tiempo e ilusiones… y de eso no tengo muchas.
—Volverás a tenerlas, estoy segura. Gracias por la sonrisa —añadió.
—De nada. Ha sido un placer sonreír para ti. Y ahora me temo que tengo que dejarte. Berta quiere que le cuente un cuento antes de dormir; ella y mi hermana me están esperando en la habitación. Hasta luego.
—Adiós, Álvaro.
—No olvides lo que te he dicho. Continúo en deuda contigo.
—Claro que no, estamos en paz.
Él dio media vuelta y se marchó y Lucía se sintió de pronto sola y vacía. Se dejó caer en la silla y ocultó la cara entre las manos y aceptó por fin lo que desde hacía semanas se negaba a admitir. No podía luchar, no podía evitarlo; estaba enamorada de Álvaro como no lo había estado nunca de Roberto. Realmente había querido que la besara más de lo que había deseado nada en mucho tiempo. Hubiera dado cualquier cosa porque él la hubiera abrazado y la hubiera besado. Aunque solo hubiera sido eso, aunque no hubiera pronunciado ninguna palabra de amor. Sabía que las palabras de amor no llegarían, al menos no para ella. Álvaro estaba empezando a recuperarse de eso, estaba segura. No era el mismo que había conocido dos meses antes; pero de ahí a que estuviera preparado para iniciar una relación… ni siquiera una aventura. Sabía que solo era cuestión de tiempo, pero precisamente eso era lo que ella no tenía. Solo tenía dos semanas.
Por primera vez fue consciente de que agosto estaba finalizando y que a mediados de septiembre ella y Sonia terminarían el contrato y regresarían a Madrid. Y una opresión sorda se apoderó de ella y le estrujó el corazón.
La puerta de la enfermería se abrió de golpe y Sonia entró en ella.
—¿Todavía estás aquí? Hace rato que deberías haber cerrado. He ido a la cabaña y me ha extrañado no verte allí.
Lucía levantó bruscamente la cabeza. La expresión de Sonia se volvió ceñuda.
—Chica, ¿estás bien? ¿Qué te pasa?
—Nada… me estaba quedando dormida. Me siento muy cansada.
—Sí, ya me han contado la movida de anoche. Lo siento mucho, pero ni Sergio ni yo nos enteramos de nada. Como dormimos en otro edificio…
—Ya. No te preocupes, lo controlamos.
—Anda, será mejor que nos vayamos o nos cerrarán el comedor.
—Sí, ya voy —dijo cansadamente, aunque no era físico el cansancio que sentía. Más bien era como si una losa muy grande y muy pesada hubiera caído sobre su ánimo. A pesar de que él le había dedicado la sonrisa más encantadora que le había visto desde que llegó. Ni siquiera a Berta le sonreía así.
Cuando entraron en el comedor Carolina comía en una de las mesas con su padre. Lucía se acercó a ellos.
—¿Cómo está Berta?
—Mucho mejor. Ahora tiene poca fiebre.
—¿Quién está con ella?
—Álvaro y Sergio.
—¿Está dormida?
—¡Qué va! Y no creo que se duerma pronto. En el hospital le han dado una cama mientras esperábamos los resultados de las pruebas y ha dormido todo el día. Y también venía dormida por el camino. Ahora me temo que se ha desvelado y nos va a costar Dios y ayuda hacerla conciliar el sueño.
—Me gustaría pasar a verla cuando termine de comer.
—Por supuesto. Y a ver si convences a mi hermano para que baje a tomar algo él también. No quiere separarse de su lado, aunque no ha comido nada en todo el día salvo un par de cafés esta mañana. A ti te hace caso.
—No creas.
Comió rápidamente y recorrió el camino hasta la habitación que Berta compartía con Carolina. Sentado en la cama de su hermana un Álvaro con aspecto agotado trataba de mantener los ojos abiertos, mientras Sergio, sentado en la cama de su sobrina contemplaba un dibujo que esta le estaba mostrando.
—Hola. ¿Es muy tarde para visitas?
—¡Lucía! —exclamó la niña al verla.
—Hola, tesoro —respondió esta acercándose a la cama y besándola—. Perdona que no haya venido antes a verte, pero estaba un poco ocupada.
—Yo no he estado aquí, he ido al hospital.
—Sí, ya lo sé.
—Mira, he hecho un dibujo para enseñárselo a todo el mundo. Seguro que tú sí sabes lo que son todas las cosas, no como el tío Sergio que no conoce nada.
—Por supuesto que lo sé, yo he trabajado en un hospital antes.
Sergio se levantó de la cama y le cedió su sitio. Álvaro no se movió.
—¿Por qué no vais a comer algo? Yo me quedaré con ella.
—No tengo hambre. Pero Sergio sí puede ir si tú te quedas aquí con nosotros el tiempo suficiente. Aunque estarás deseando coger la cama.
—Ya te dije anoche que estoy acostumbrada. El que parece a punto de desmayarse eres tú. Anda, ve a comer o te dará una lipotimia y entonces no serás de mucha ayuda si la niña te necesita. Además —dijo mirando a Berta—. Esta señorita y yo tenemos que hablar de lo simpáticos y lo guapos que son los médicos de los hospitales. Una conversación de mujeres, y no queremos chicos por aquí, ¿verdad, Berta?
—Sí, sí… solo mujeres —palmoteó la pequeña.
—¿Veis? Aquí sobráis los dos. Id a comer.
Álvaro se levantó de la cama dispuesto a obedecerla.
—De acuerdo, pero no habléis mal de nosotros, ¿eh? No estaremos aquí para defendernos —advirtió a su hija.
—No, papá. Solo vamos a hablar del hospital y de los médicos guapos.
—Bien. Enseguida volvemos.
Al pasar junto a Lucía su expresión de cansancio se evaporó y le dedicó una sonrisa que la conmovió, porque en esta ocasión ella no se la había pedido. Se volvió hacia la niña.
—Bien, veamos ese dibujo.