Capítulo 8

Después de que Sonia se marchara de la enfermería, Lucía se quedó terminando de ordenar los instrumentos, y no pudo evitar que su cabeza volviera sobre lo que su amiga le acababa de contar sobre Álvaro. Y ahora, a solas, todavía podía creerlo menos. No, debía haber algún error, ella sabía de lo que estaba hablando.

Cuando terminó su trabajo, cerró la enfermería y se dirigió a su cabaña para ducharse y vestirse para la cena. Ya Sonia había terminado y se estaba peinando. El vestido blanco muy corto y muy escotado que llevaba le hizo levantar las cejas en cuanto la vio.

—¿Vas a algún sitio? —le preguntó.

—Sí, y tú también. Vamos a ir todos al pueblo a tomar unas copas después de la cena.

—¿Quiénes son todos?

—Pues todos… Sergio, Quique, Carolina, tú y yo.

—Yo no. Antonio me ha dicho que a la excursión de senderismo de mañana se ha apuntado un señor bastante mayor y que al parecer tiene problemas cardíacos, y me ha pedido que vaya por si hubiera algún problema. Así que tengo trabajo temprano, no puedo permitirme estar de juerga hasta las tantas.

—Todos trabajamos mañana, no podemos quedarnos mucho rato. No seas tonta y ven, nos divertiremos un poco.

—No sé…

—Claro que vienes. No querrás quedarte a ligar con ese cincuentón divorciado de la cabaña 6, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

—Pues aparte de él, Antonio y Álvaro serán los únicos que se quedarán esta noche en el centro de ocio, la oferta no es muy atractiva que digamos.

—Bueno, ya veré.

Se duchó también y se puso una falda negra y una camiseta de tirantes verde claro, por si al final se decidía a ir al pueblo, y salieron juntas en dirección al comedor.

Ya quedaba poca gente en el mismo, la mayoría de los huéspedes extranjeros había cenado ya, y solo faltaban algunos españoles y los miembros de la familia, que al igual que ellas, se resistían a cenar a las siete de la tarde.

En esta ocasión, todos se habían sentado juntos en una mesa grande para ocho personas, y aún quedaban dos sillas libres. Sonia se dirigió hacia ellas.

—¿Dónde vas?

—A sentarme con ellos, por supuesto. La silla que está junto a Sergio está vacía, por si no te has dado cuenta.

—Sonia, están cenando en familia. Vamos a sentarnos en otra mesa.

—Ni hablar. La mayoría de las veces él está cenando con alguna tía en una mesa para dos, no voy a desaprovechar una ocasión como esta.

Resignada, Lucía la siguió. Sentarse sola a una mesa haría todavía más evidente el descaro de su amiga. Sonia ocupó la silla junto a Sergio y ella se sentó al lado de Quique.

—Hola, Lucía —la saludó Berta, sentada frente a ella.

—Hola.

Álvaro le estaba limpiando y troceando una pieza de pescado a su hija mientras ella terminaba el primer plato. Y no pudo evitar recordar de nuevo todo lo que Sonia le había contado un rato antes, y su convicción se afianzó aún más viendo cómo quitaba cuidadosamente las espinas, hasta la más pequeña, y cómo la niña le dijo cuando terminó:

—Gracias, papi. —Y le sonrió.

—Cómetelo todo. Vas a necesitar mucho pescado ahora que vas a ir al cole. Te ayudará a aprender más deprisa.

Los ojos de Lucía se cruzaron por un momento con los de Álvaro, y se sintió un poco turbada por lo que estaba pensando. La mirada de él, como si lo hubiera adivinado, se volvió más dura y desafiante, y ella tuvo que desviar la vista incapaz de seguir sosteniéndola. Nerviosa, se volvió hacia Quique.

—Dice Sonia que vais a ir al pueblo.

—Tú también vendrás, ¿no?

—No lo sé, tengo que hacer la ruta mañana con Álvaro. Al parecer hay un paciente de riesgo que se ha empeñado en apuntarse.

—Volveremos temprano, no más de la una. Carolina también tiene que abrir la recepción pronto.

—Si es así, iré encantada.

La conversación se hizo general y apenas Berta hubo terminado, Carolina se la llevó para acostarla, mientras los demás permanecían charlando y esperándola. La niña se había levantado y besó primero a su padre, echándole los brazos al cuello.

—Buenas noches, papá.

—Buenas noches, cariño. Que tengas bonitos sueños.

Después, continuó besando uno por uno a todos los presentes, incluidas Lucía y Sonia, y se marchó con su tía. Lucía volvió a pensar que era imposible, que un hombre capaz de abrazar así a su hija, de ser tan dulce con ella, aunque con el resto del mundo fuera un resentido, no podía haber hecho las cosas tan espantosas que iban contando de él.

Pensaba todo esto mientras pelaba una manzana, y absorta en su tarea no se dio cuenta de que Álvaro estaba mirándola de nuevo. Cuando levantó la vista se encontró con sus ojos.

—¿Te animas a venir con nosotros, Álvaro? —le preguntó Sergio.

—No, yo no. Como ya ha dicho Lucía, tengo una ruta mañana temprano, y es dura. Debo estar con todas mis facultades al cien por cien, sobre todo porque pueden presentarse problemas.

—Ya ha dicho Quique que volveremos temprano, como muy tarde la una.

—Son casi las diez. Mientras Carolina acaba de acostar a Berta y salís, serán por lo menos y media. No me merece la pena ir a pueblo para tan poco rato, y menos para tomarme un refresco. Ya sabes que no puedo beber —dijo esta última frase después de una corta pausa, y en un tono un poco más alto que las demás.

—Como quieras.

—Además, así vais en parejas. Yo sobro.

—No vamos en parejas, tío. Somos cinco.

—Sabes que Carolina se reunirá con Jorge en cuanto llegue. Están medio enrollados. ¿Por qué crees que va si no?

—Bueno, pero nosotros no vamos de pareja, ¿verdad, Lucía?

—Por supuesto que no. Si pensáis así, mejor me quedo.

—¡No seas tonta! —intervino Sergio—. Somos compañeros tomando una copa, y aunque Álvaro no venga, no va a ser otra cosa.

Lucía sonrió. No estaba ella tan segura después de ver el vestido que se había puesto Sonia, de que aquella pensara así, y podía darse el caso de que su amiga acaparase a Sergio y ella tuviera que pasarse la noche medio emparejada con Quique. No le importaba, era un chaval inteligente y amable con el que se podía mantener una conversación.

—Ya estoy aquí. —Carolina llegó apresurada—. Se ha dormido enseguida.

Todos se levantaron.

—Bueno, pues nos vamos.

—¿A quién le toca conducir y no beber esta noche?

—A Sergio.

Se dirigieron hacia el aparcamiento y entraron en el coche, un modelo deportivo negro, que Lucía no pudo identificar en la oscuridad.

—¿Te importa si me siento delante contigo? —preguntó Sonia—. Me mareo si me siento detrás en las carreteras de curvas.

—Encantado.

Lucía subió detrás, y se colocó entre Carolina y Quique. Se sentía alegre y feliz, viviendo algo que nunca había tenido la oportunidad de hacer. Nunca había salido con un grupo de amigos a tomar copas; como mucho, y antes de conocer a Roberto, salía con Sonia y siempre cerca de su casa. La mayor parte de su tiempo libre tenía que repartirlo entre el trabajo y los estudios, y pocas veces podía permitirse perder horas y dinero en una noche de juerga.

En los últimos tiempos, sí disponía de ambas cosas, pero conoció a Roberto y los fines de semana, que era el único tiempo que tenía libre, solía ir con él a cenar y tomar una copa después. Había perdido el contacto con sus, más que amigos, compañeros de carrera y la alegría sana y divertida que llenaba aquel coche era algo nuevo para ella.

Llegaron al pueblo en apenas veinte minutos. Este no era muy grande, ni tampoco estaba muy animado, aunque no eran más que las once de la noche.

Sergio condujo con pericia por las estrechas y empinadas calles, y detuvo el coche ante un local con el aspecto de una casa corriente. Pero en cuanto traspasaron el umbral, la música les llegó con nitidez. Cruzaron un patio lleno de mesas, de las cuales apenas estaban ocupadas la mitad, y entraron en una habitación rectangular, evidentemente más animada que la anterior.

Un banco corrido rodeaba las paredes y unas cuantas mesas desperdigadas delante del mismo, a todas luces insuficientes, permitían colocar vasos y copas.

Las escasas mesas estaban ocupadas, y por mucho que miraron a su alrededor, no encontraron sitio donde sentarse más que en los huecos formados entre unas mesas y otras.

—Bueno, de momento tendremos que tener los vasos en la mano —dijo Quique.

—¿Qué vais a tomar?

—Malibú con piña —dijo Sonia.

—Ron miel —añadió Carolina.

—Naranja con un chorrito de vodka —pidió Lucía.

—Yo Legendario con cola y tú tónica, ¿no, Sergio?

—En efecto.

—Sentaos mientras nosotros traemos las copas.

—Toma dinero… —ofreció Lucía.

—Luego hacemos cuentas, aquí nos fían.

Las tres mujeres se sentaron en el sitio que les pareció mejor situado y apenas lo hubieron hecho un chico alto y moreno, se les acercó. Besó efusivamente a Carolina.

—¡Qué sorpresa! No os esperaba hoy.

—No sabíamos si íbamos a poder venir. Hasta última hora que ha quedado claro que mis hermanos no tenían trabajo temprano. Salvo Álvaro, pero él nunca viene al pueblo.

Se volvió hacia ellas y las presentó:

—Estas son Lucía y Sonia, trabajan en el centro este verano. Este es Jorge, un amigo.

El chico se sentó junto a ellas, y poco después vieron a Quique y Sergio que se abrían paso entre las parejas que bailaban con las manos llenas de vasos. Se sentaron con ellas y la conversación se hizo general y animada.

Media hora más tarde, Jorge divisó un mesa que acababa de quedar vacía y se instalaron ante ella pudiendo por fin soltar los vasos.

—¿Quién baila? —preguntó Sergio levantándose.

—Id vosotros, yo me quedo —se ofreció Quique.

—De acuerdo, dentro de un rato cambiamos. Alguien tiene que quedarse cuidando la mesa, si no, la perdemos en un minuto.

—Yo me quedo contigo —decidió Lucía—. Es aburridísimo quedarse sentado solo a una mesa viendo cómo bailan los demás.

—Gracias.

—No hay de qué.

Lucía contempló cómo las otras dos parejas salían a la pista y empezaban a moverse al ritmo de la música. A pesar de tratarse de música rápida, Jorge agarró a Carolina por la cintura.

—¿Jorge es el novio de tu hermana?

—Aún no, pero están en ello. De momento son amigos con derecho a roce. No creo que la cosa pase a mayores hasta que termine el verano. Lo de esta noche no lo podemos repetir con mucha frecuencia, y casi nunca es posible durante el mes de agosto. Ahora la ocupación del centro de ocio es relativamente baja, pero llegará el momento en que todos tengamos que trabajar mañana y tarde, si no en las actividades propiamente dichas, sí en su preparación y reparando desperfectos, revisando el material y cosas así. Y Carolina, no lleva la mejor parte. Entre la recepción y las rutas a caballo acaba agotada. Menos mal que este año está Sonia con nosotros, mi padre le ha pedido que aprenda también el manejo de la recepción para que pueda sustituir a mi hermana algunos ratos. Además está Berta; no puede dejarla sola con mucha frecuencia. No, lo de esta noche no lo podremos repetir muy a menudo. Además, creo que Jorge se marcha casi todo el mes de agosto, tiene una casa en la playa. Supongo que acabarán por enrollarse en el mes de octubre, cuando cojamos las vacaciones.

—¿Tomáis las vacaciones en octubre?

—Sí, entonces cerramos el centro al público. Unas veces nos vamos fuera y otras nos quedamos. Solemos turnarnos para supervisar los trabajos de conservación y mejoras, aunque Álvaro y mi padre se suelen quedar siempre.

—¿Tu hermano nunca sale del centro de ocio?

—Rara vez. Para él las vacaciones consisten en coger una tienda de campaña, una mochila, y como mucho una bicicleta, y perderse en la montaña unos días. Nunca muchos porque no quiere estar lejos de Berta.

—¿No se la lleva? A los críos les encanta ir de acampada.

—No puede. Como ya sabrás, está separado, y la custodia de la niña la tienen mi padre y mi hermana. Él no puede estar solo con la pequeña, supongo que ya alguien te habrá contado la historia.

—Algo he oído. Debe ser terrible para él.

—Curiosa respuesta.

—¿Por qué curiosa?

—Porque creo que eres la primera persona que demuestra compasión por mi hermano.

—Yo no siento compasión por Álvaro, pero comprendo que debe ser dura esa situación.

—¿No piensas que se lo merece por lo que hizo?

—Yo no sé lo que hizo, solo lo que cuentan.

—¿No crees lo que cuentan?

—Hace mucho aprendí que lo que se cuenta no siempre se corresponde con la realidad, por eso prefiero no creer ciertas cosas hasta que las he comprobado por mí misma. Me fío más de mi intuición que de lo que me dicen.

—¿Y qué te dice tu intuición?

—Que tu hermano sufre mucho y que una persona que sufre no puede ser tan mala.

—Quizás deberías decírselo a él.

Lucía hizo una mueca.

—No creo que me diera la oportunidad. Mejor me guardo mi opinión para mí.

Carolina y Jorge se acercaron a la mesa.

—Id a bailar vosotros ahora, Jorge y yo nos quedaremos aquí. Tengo mucha sed y me apetece beber un poco.

Se levantaron y se unieron a Sergio y Sonia. Un rato después fueron estos los que se sentaron, y así se fueron turnando hasta que pasadas las doce y media se decidieron a regresar.

Carolina se despidió de Jorge con dos besos en la cara y quedaron en que se llamarían en cuanto ella tuviera un rato libre. Después, todos volvieron al coche de nuevo.

Al llegar al centro de ocio, las luces del salón del albergue estaban encendidas y se escuchaban voces y risas.

—Aún hay marcha en el salón —dijo Sergio—. Me apetece una copa, ¿alguien me acompaña?

—Yo abro la recepción a las siete de la mañana, ya lo sabes.

—Y yo debo estar a las nueve desayunada y preparada para la excursión.

—Y yo ya he bebido bastante por esta noche —se excusó también su hermano. Él se volvió hacia Sonia.

—¿No irás a rajarte tú también, verdad? Estoy harto de tónicas, me apetece tomar otra cosa. Y no tienes que trabajar hasta las cuatro de la tarde, igual que yo. ¡No me dejes tirado!

Sonia sonrió encantada.

—No pensaba hacerlo; a mí también me apetece tomar otra copa.

Lucía sonrió.

—Buenas noches entonces; yo me voy a la cama.

—Hasta luego.

Se dirigió a su cabaña mientras su amiga seguía a Sergio hasta el salón del albergue. El ruido y el humo llenaron sus oídos y sus ojos apenas entraron, y Sonia se echó ligeramente hacia atrás. Él lo advirtió.

—Esto está muy lleno, ¿verdad?

—Sí, eso parece. No queda un solo asiento libre.

—Arriba, entre las escaleras y las habitaciones, hay un pequeño salón que suele estar vacío casi siempre. Si lo prefieres podemos ir allí a tomar nuestra copa. Por lo menos podremos charlar sin dar gritos.

—Sí, lo prefiero. Ya he forzado la voz bastante esta noche.

Sergio la precedió hasta la segunda planta. Tras empujar una puerta situada al lado de las escaleras, entró en un pequeño salón amueblado con un gran sofá y varios sillones y una mesa en el centro.

—¿Qué vas a tomar? —preguntó el chico.

—Sigo con lo mismo.

—Bien, pues ponte cómoda y espérame. Enseguida vuelvo. Si alguien asoma la cabeza y pregunta si el salón está ocupado, le dices que sí.

—¿Pero no es público? ¿No puede usarlo todo el mundo?

—Sí, pero esta noche tengo ganas de un poco de tranquilidad. ¿Y tú?

Sonia se echó a reír.

—Yo también.

Sergio salió y ella se sentó cómodamente en el sofá, recostándose contra el respaldo. Estaba un poco cansada, tenía que reconocerlo, porque había estado remando con Quique casi toda la tarde, pero no se perdería este rato a solas con Sergio por nada del mundo. Hasta esta noche, y ya llevaban quince días en el centro de ocio, no se le había presentado la oportunidad de estar a solas con él, y su relación se había limitado al trabajo.

La puerta se abrió y lo vio entrar llevando una bandeja con una botella de Malibú y otra de whisky, un brick con zumo de piña y un par de vasos con hielo. Lo colocó todo sobre la mesa y se dejó caer a su lado.

—Ya está todo aquí. Sírvete a tu gusto.

Sonia se inclinó y se preparó una copa generosa, mientras él hacía lo mismo. Después, levantó el vaso.

—Chin chin.

Sonia chocó su vaso con el de él.

—Chin chin.

—Bueno, ¿qué me cuentas de tu estancia aquí, en el centro de ocio?

—No sé… ¿Qué quieres que te cuente?

—Si te agrada esto, si te sientes a gusto con nosotros. Todo lo que se te ocurra.

—Por supuesto que estoy a gusto con vosotros, eso es lo más importante. Y todo esto me ha sorprendido, es una forma de vacaciones que nunca me había planteado. Cuando estudié turismo no pensaba en hacer las prácticas en un sitio como este, pero me alegro de haberlo hecho. Aunque tengo que reconocer que hay actividades que me gustan más que otras.

—¿Cómo cuáles?

—Como la escalada y el lanzarme en tirolina; también las excursiones en bici y a caballo. Pero hoy me he aburrido como una ostra remando. Y además tengo la espalda hecha polvo.

—¿Es la primera vez que haces remo?

—Es la primera vez que hago todo esto. Mi ejercicio físico se ha limitado a la gimnasia del instituto y como mucho correr por la playa en verano. Pero el remo me gustaría que fuera la última.

—No creo que lo consigas. Mi padre quiere que rotes en todas las actividades.

—Ya…

—Pero mañana tenemos tirolina, una de tus favoritas.

—Mañana me divertiré. El marrón le toca a Lucía.

—Sí, me temo que no es agradable tener que vigilar a un viejo cabezota.

—¿Y qué me dices de tu hermano? Tampoco es agradable tenerle a él dirigiendo una excursión. Me tocó el otro día acompañarle.

Sergio frunció el ceño.

—¿Ha sido desagradable contigo?

—No me dirigió la palabra, pero me miró todo el rato como esperando que metiera la pata en algo. Sin embargo, yo puse buen cuidado en todo lo que hice y no pudo reprocharme nada. Pero no disfruté a pesar de que me gusta mucho montar en bici. Si hubiera ido con Quique o contigo me habría podido relajar más y me lo habría pasado mejor. Tú sobre todo, haces de cualquier actividad, por muy difícil que sea, una diversión.

—Gracias.

—Es la verdad.

—Si quieres mañana podemos quedar un rato antes de la hora, me ayudas a revisar los aparejos y te tiras unas cuantas veces antes de que lleguen los demás.

—No me lo vas a tener que repetir dos veces.

Él observó que el vaso de Sonia estaba vacío.

—¿Otro?

—Ya llevo tres; no sé si voy a bajar las escaleras rodando.

—No te preocupes por eso, si no puedes bajar yo te llevo. Y estoy fuerte, no te dejaré caer.

—Entonces échalo; no todos los días se tiene la oportunidad de que un armario empotrado te lleve en brazos.

Sergio se rio con fuerza.

—Yo no soy ningún armario empotrado… ¡Si hubieras visto a mi padre en sus tiempos…! Y Quique, a fuerza de hacer remo acabará igual.

—Tú estás bien, tienes los músculos justos.

—Gracias. Yo por mi parte, tengo que confesar que no todos los días se me presenta la oportunidad de llevar en brazos a una mujer tan bonita como tú.

Sonia se dio cuenta de que le había entrado la risa tonta y se recriminó mentalmente.

«Cállate, estás haciendo el ridículo. Lo vas a estropear todo.»

Pero continuó bebiendo sorbo a sorbo su cuarta copa a pesar de notar que se le estaba subiendo a la cabeza de verdad. Su risa se iba volviendo cada vez más fácil y se daba cuenta de que estaba diciendo algunas tonterías.

—Creo que deberíamos irnos a la cama —dijo antes de hacer o decir algo de lo que pudiera arrepentirse.

—¿Te llevo?

Se levantó con cuidado y las paredes se movieron un poco a su alrededor.

—Creo que sí; pero no hace falta que me bajes en brazos, solo que me agarres un poco.

Sergio le rodeó la cintura con un brazo y Sonia se recostó contra él.

—Dios mío… me da vueltas todo menos tú.

—¿De verdad puedes bajar?

—De verdad. ¿Ves?

Levantó la cabeza y se encontró con su cara muy cerca y antes de que se diera cuenta de lo que ocurría, se estaban besando. Los brazos de Sergio rodearon su espalda y Sonia le echó los suyos al cuello y se apretó contra él.

—¿Por qué no te ahorras bajarme las escaleras y me llevas a tu habitación? Está en esta planta, ¿no?

—Porque te pondrás malísima en cuanto te agites un poco y porque además no quiero que mañana me eches en cara que me aproveché de ti estando borracha. Mejor lo dejamos para cuando estés sobria. ¿Te parece?

—Vale.

Sergio la levantó casi en vilo por la cintura y empezaron a bajar las escaleras. Luego la llevó por el camino hasta la cabaña que compartía con Lucía, algo alejada del centro donde estaba el albergue y la recepción, y llamó.

—Me temo que vamos a despertarla.

—A lo mejor no abre… —dijo Sonia esperanzada.

Pero a los pocos segundos se encendió la luz y la puerta se abrió.

—Aquí te la traigo; me temo que está un poquito trompa.

—Ya lo veo. Anda, entra…

—No me he dado cuenta de que estaba así hasta que se ha levantado.

—No te preocupes, no es la primera vez. Ya me ocupo yo.

Lucía cogió a su amiga por debajo de los brazos y la hizo entrar; pero antes de que cerrara la puerta, esta se volvió hacia Sergio y le dijo:

—Me debes una…

Sergio le guiñó un ojo.

—Por supuesto… Te veré mañana.

Sonia entró en la cabaña y se dejó caer en la cama.

—¡Mierda, lo he estropeado!

—¿Qué has estropeado?

—Nos hemos besado y todo ha quedado ahí porque dice que estoy borracha.

—Lo estás.

—Pero sé lo que quiero. No he perdido el control. ¿Tú crees que no le gusto?

—No sé si le gustas; supongo que si te ha besado es porque sí. ¿O quizás le has besado tú?

—No estoy muy segura…

—Entonces ha hecho bien en no intentar nada esta noche. ¿No ves cómo estás? Si te mueves un poco empezarás a vomitar, y eso no sería muy romántico, ¿verdad?

—Yo quería acostarme con él.

—Todavía te queda mucho verano, mujer. No querrás arriesgarte a vomitarle encima, ¿no? Sería una asquerosidad.

—Tienes razón. No volveré a beber en todo el verano.

—Me parece estupendo, tu hígado te lo agradecerá. Y ahora duérmete, yo tengo que madrugar mañana.

—¡Qué bueno está…! Tiene toda la espalda dura y fuerte… y no te imaginas cómo besa.

—Sonia, si no te callas y me dejas dormir mañana no podré con la excursión y Álvaro me echará la bronca por haberme ido de juerga. Anda, bonita, duérmete.

Sonia se abrazó a la almohada.

—Sergio… guapísimo… te adoro…

—¡Pobre chico! No sabe dónde ha caído. Y tú, si no te callas te pondré una inyección de Valium.

Por fin Sonia se quedó callada y Lucía pudo recuperar el sueño interrumpido.