Capítulo 16

Había sido un día especialmente tranquilo en la enfermería. En realidad, toda la semana. El grupo de huéspedes que estaba en el centro de ocio era en su totalidad gente joven y bien preparada físicamente y apenas había habido lesiones ni habían acudido a solicitar sus servicios.

Lucía estaba bastante aburrida, y pasaba mucho tiempo con Berta. Le ayudaba a practicar los números y le enseñaba a dibujar. La pequeña figura se había hecho familiar en la enfermería y tenía que reconocer que cuando no estaba allí le echaba de menos. Su llamada habitual y tímida a la puerta, le hizo sonreír.

—Pasa…

La niña entró y le mostró una carta que llevaba en la mano.

—Toma, mi tía me ha dado esta carta para ti.

—Gracias —dijo cogiéndola. La verdad era que hacía bastantes días que no recibía noticias de Roberto, pero había estado tan ocupada que apenas se había dado cuenta.

—Tengo que volver a recepción, mi tía me necesita.

—De acuerdo, cariño; ya nos vemos luego.

—¿Puedo cenar en tu mesa?

—Por supuesto, si papá no tiene inconveniente.

—Hasta luego.

Berta se marchó y Lucía se sentó en la banqueta dispuesta a leer la carta con tranquilidad. Rasgó el sobre y sacó el papel.

«Hola, cariño. ¿Cómo estás? ¿Cómo va todo por tu paraíso particular? Espero que sea tan fantástico como esto. Por aquí todo va muy bien, a pesar de que el tiempo sigue lluvioso. Pero ya sabes que a mí eso no me importa. La amante del sol eres tú.

Te estarás preguntando por qué he tardado tanto en escribirte, pero he estado muy ocupado, con trabajo ¿eh? No pienses mal. Y además quería esperar para darte una noticia que estaba esperando, y al fin se ha producido. Ya me avisaron que estaban muy contentos con mi trabajo y me han ofrecido un contrato para cuando termine el cursillo, dentro de una semana. Y he decidido aceptarlo. Me encanta Londres y su gente, el ambiente cosmopolita de la ciudad. A ti también te gustará, estoy seguro, si excluimos al clima; porque te vendrás conmigo, ¿verdad? Si no ahora, más adelante. La enfermeras están aquí muy cotizadas y encontrarías trabajo rápido; incluso podrías elegir. Estoy deseando verte, pero seguramente no podrá ser hasta Navidad, salvo que te tomes unos días y vengas antes de empezar el curso, o que decidas venirte definitivamente…»

Lucía apartó la carta por un momento y se quedó pensativa. Trató de asimilar el contenido de lo que estaba leyendo, y le costó trabajo. Luego, continuó la lectura, y solo encontró Londres, Londres, Londres… Era evidente que Roberto estaba impresionado tanto por la ciudad como por todo lo que la rodeaba. No podía pensar con claridad y mirando el reloj comprobó que aún tenía una hora antes de la cena. La tarde estaba tranquila, la única actividad que se estaba desarrollando era la del tiro con arco, y también Álvaro estaba haciendo una ruta corta, casi un paseo, por lo que no era probable que nadie necesitara sus servicios, así que cerró la enfermería, se dirigió a recepción y le dijo a Carolina que iba a dar un paseo por los alrededores y que si había alguna urgencia la localizase por el móvil. Y se encaminó a un rincón apartado cerca del lago que rodeaba su cabaña, entre los árboles que rodeaban el paint-ball, donde le encantaba sentarse cuando tenía un rato libre. Allí podía disfrutar casi a cualquier hora de un poco de intimidad, además de sentirse tranquila y relajada, cosa que en aquel momento necesitaba mucho.

Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en uno de los árboles y volvió a releer la carta. Sí, no se había equivocado en su primera impresión. Roberto le decía que se quedaba en Londres… y le pedía que se fuera con él, si no ahora, más adelante. Pero si una cosa tenía clara era que no quería irse a Londres; quería seguir en España, en su colegio, trabajando con niños. Y eso planteaba otro problema, porque si Roberto se quedaba y ella no quería irse lo más probable fuera que su relación acabara por irse al garete. Y se sorprendió al comprobar que no le importaba demasiado.

Analizó el mes largo que llevaban separados y se dio cuenta de que no le había echado tanto de menos como esperaba, que echaba más en falta a Berta cuando alguna tarde no pasaba por la enfermería, que a él. Que le daba igual que Roberto regresara a España o se quedara en Londres, que le daba igual volver a verlo o no. Y supo que una etapa de su vida había terminado.

Permaneció allí sentada analizando su relación con Roberto y recordando las palabras que Sonia le había repetido tantas veces de que la suya era una relación muy rara. Su amiga siempre había dudado de que ella estuviera enamorada de Roberto y Lucía estaba empezando a pensar que había tenido razón.

Unos pasos apagados a su espalda, por el camino que llevaba hasta el paint-ball, le hicieron volver la cabeza. Álvaro avanzaba hacia ella, y no parecía sorprendido de verla allí.

—¿Me buscabas?

—Sí.

—¿Hay algún problema en la enfermería?

—En la enfermería, no. ¿Lo tienes tú?

—¿Por qué preguntas eso?

—Porque he vuelto de mi ruta y me ha extrañado encontrar a Berta en recepción con mi hermana. Normalmente por las tardes suele estar en la enfermería contigo. Carolina me ha dicho que habías recibido una carta y que habías cerrado antes de tiempo y te habías marchado. Y que ibas muy seria.

—No se le escapa nada, ¿eh?

—Es difícil. ¿Puedo sentarme?

—Sí, claro.

—¿O tal vez prefieres estar sola? Si es así, no quisiera molestarte. Es solo que me ha resultado extraño y he querido asegurarme de que estás bien.

—Estoy bien… solo necesitaba pensar. Voy a terminar con mi novio —añadió.

Álvaro la miró fijamente a los ojos, cosa que raramente hacía, y susurró:

—Si te sirve de consuelo, sé cómo te sientes.

—Probablemente no.

—¿Ha conocido a otra en Londres? ¿Te deja por ella?

—¿Qué te hace pensar que es él quien ha cortado la relación?

—Bueno, tú viniste aquí enamorada, y no has conocido a otro; eso puedo afirmarlo. Vives exclusivamente para la enfermería y para mi hija. Y no vas a dejar a tu novio por ella, ni por el paracetamol…

—A pesar de eso, soy yo la que va a cortar. Le han ofrecido trabajo y va a quedarse en Londres; en realidad me ha pedido que me vaya con él, pero no quiero hacerlo.

—¿Prefieres terminar?

—Sí. ¿Te parece raro?

—Un poco.

—Me he dado cuenta de que no estoy tan enamorada de Roberto como para dejarlo todo y seguirle. De que quizás no estoy enamorada en absoluto. Quizás es que yo no soy capaz de amar a un hombre de una forma total. Sonia siempre decía que la nuestra era una relación muy rara… sin sexo. Para ella el sexo es lo segundo; lo primero es conocer a alguien.

—¿No te gusta el sexo?

—No lo sé. Nunca he sentido deseos de mantener relaciones sexuales con nadie; ni siquiera con Roberto, a pesar de que llevábamos saliendo juntos bastantes meses. No me importa que te rías de mí como hace ella, pero a mis veintitrés años aún soy virgen; y no tengo ninguna prisa por cambiarlo.

—¿Quieres llegar virgen al matrimonio?

—No es eso… solo quiero que sea algo especial. Para hacer el amor con alguien tengo que desearlo, y hasta ahora no me ha sucedido con nadie. Ni siquiera con Roberto.

—Haces bien; nunca hagas algo que no deseas con mucha intensidad, luego siempre te acabas arrepintiendo —dijo él con voz extraña.

Se hizo un breve silencio, que Álvaro rompió.

—¿Por qué me has contado todo esto? Son cosas muy personales.

—Quizás porque sé que no vas a poner una pancarta en recepción anunciando mi virginidad.

—No me refiero solo a eso, sino a lo de tu novio y todo lo demás.

—Tal vez porque has venido hasta aquí para preguntarme qué me pasaba. Si lo has hecho es porque te importaba, tú no eres una persona precisamente amable, ni hipócrita. No haces las cosas por compromiso ni por quedar bien.

Álvaro esbozó una mueca, casi una sonrisa, pero sin llegar a serlo del todo. Lucía pensó que eso era mejor que nada.

—Debí parecerte el tío más borde del mundo cuando hablamos por primera vez.

—La verdad es que sí. Alucinaba cuando me dijiste que no te ibas a acostar conmigo.

—Ahora que te conozco imagino cómo debiste sentirte. Lo siento.

—No importa. Ahora que yo también te conozco imagino cómo debes sentirte tú para soltarle una cosa así a alguien que acabas de conocer.

Álvaro no contestó sino que se puso a jugar con una ramita haciendo surcos en el suelo.

—¿Todavía la quieres? —preguntó Lucía casi sin darse cuenta de que había formulado una pregunta. Se arrepintió al contemplar como el rictus de la boca de Álvaro, ya habitualmente amargo, se hacía más rígido y sus ojos centelleaban no sabía con qué tipo de sentimientos.

—Perdona, no he debido preguntarte eso… no es asunto mío.

—Olvídalo. ¿Aún sigues creyendo que yo no la maltrataba?

—Más que nunca.

—Pues lo hice… Aquel día lo hice. Yo la quería, la quería mucho. Nos conocimos aquí, en el centro de ocio un año que ella vino de vacaciones y empezamos a salir. Ella vivía en un pueblo cercano, nos veíamos siempre que yo tenía tiempo libre. Llevábamos un año juntos cuando se quedó embarazada. Yo tenía veintiún años y ella diecinueve. Bárbara quiso abortar, pero yo la convencí para casarnos y tener la niña; tenía trabajo y nos queríamos… o al menos yo. Pero desde el mismo momento en que nació Berta empezó a cambiar, se sentía frustrada por tener que cuidar de un bebé, y eso que la niña era muy buena, no daba ruido. Vivíamos en el pueblo, ella no quería estar aquí, en el centro, alejada de todo. Yo iba a casa por las tardes, cuando terminaba la jornada; ya sabes que en verano son muy largas, pero volvía ilusionado por estar con ella y con Berta. Me recibía casi siempre con mala cara, reprochándome que pasaba el día sola cuidando de la niña. Quería que dejara esto y que me fuera al pueblo con ella, pero yo no sabía hacer otro tipo de trabajo, y además intuía que aunque lo hiciera, eso no arreglaría las cosas. Aun así busqué otro empleo, pero resultó difícil porque en el pueblo no hay mucho donde elegir. Al ver que lo había intentado pareció conformarse y las cosas empezaron a ir un poco mejor. Pero cuando Berta tenía casi tres años observé que empezaba a dormir mal por las noches a pesar de que siempre había sido una niña muy tranquila y nunca había tenido problemas con el sueño. Como la cosa empeoraba consulté con un psicólogo y me dijo que no me preocupase, que había entrado en una edad en que los niños empiezan a padecer terrores nocturnos, que se le pasaría con el tiempo, y no le di más importancia.

Un día pilló una fuerte amigdalitis, llevaba un par de noches con fiebre alta y me fui al trabajo muy preocupado. El grupo que debía ir de excursión conmigo había ido al pueblo la noche anterior y empezaron a sufrir trastornos estomacales, por lo que decidimos suspender la ruta y yo aproveché para irme a casa…

Álvaro hizo una pausa y tragó saliva, como si le costara trabajo seguir. Lucía colocó una mano sobre su brazo.

—No hace falta que sigas…

—Quiero que tú lo sepas… solo dame un minuto. Nunca he hablado de esto más que con Susana; ni siquiera mi familia conoce todos los detalles, solo los hechos más escuetos. Pero han pasado dos años largos y creo que ya es hora de que lo afronte hasta en sus últimos detalles. Y nadie se merece la confidencia más que tú, que has creído en mí sin siquiera conocerme.

Respiró hondo y continuó.

—Cuando aquella mañana abrí la puerta de mi casa lo primero que oí fue el llanto alterado de Berta. Era un llanto histérico, con la voz rota de llevar mucho tiempo así. Me dirigí hasta su habitación y la encontré atrancada por fuera para que no pudiera abrirla. La desbloqueé y me quedé aterrado. La niña estaba tirada en el suelo, las mejillas enrojecidas, respirando entrecortadamente, los ojos desorbitados, agitándose todo su cuerpo como si fuera presa de un ataque de histeria. Se había hecho sus necesidades encima a pesar de que ya las hacía en el baño. Me acerqué a cogerla y ardía de fiebre… la abracé y conseguí calmarla un poco, y con ella en brazos me dirigí a buscar a mi mujer, que no me había oído llegar, enfadado como nunca lo había estado en mi vida. Al salir al pasillo me di cuenta de que salía música de nuestra habitación, y entré furioso.

Álvaro se paró otra vez y Lucía pudo notar cómo los músculos del brazo se tensaban bajo su mano. Unos minutos después, él continuó.

—Estaba en la cama con un tío al que yo conocía del pueblo. Te juro que en aquel momento me importaba mucho menos el que me estuviera poniendo los cuernos que el estado en que estaba la niña, sin que ella la hubiera atendido. Solté a Berta en el suelo y sin decir palabra me fui hacia ellos. Estaba encima de aquel tío, la agarré del brazo y de un tirón la saqué de la cama. Nunca antes me había sentido tan enfadado como en aquel momento… Al pisar el suelo perdió el equilibrio y cayó sobre el respaldo. Se rompió dos costillas. Estuvo en el hospital… Yo sabía que después de aquello si nos separábamos perdería la custodia de Berta y lo último a lo que estaba dispuesto era a que Bárbara se quedara con ella. Y mucho menos después de lo que me había encontrado aquella mañana. Fui a verla al hospital, me tragué mi orgullo, mi dolor y mis celos y le dije que estaba dispuesto a declararme culpable de malos tratos y de todo lo que quisiera. Que le pagaría una pensión a cambio de que se marchara de mi vida y de la de Berta y renunciara para siempre a la custodia de la niña. Aceptó; sabía que si yo la denunciaba a ella por adulterio, tendría a la niña, pero no pensión alimenticia alguna, y tampoco le entusiasmaba la idea de cuidar de Berta ella sola el resto de su vida. Pero yo también sabía que si no le daba la oportunidad de vivir a mi costa, si la hacía quedar como culpable exigiría a la niña solo por hacerme daño. Aceptó, pero de alguna forma tenía que vengarse de mí, según decía ella, de los tres años espantosos que le había hecho pasar encerrada en casa, haciendo de niñera. Ella me culpaba a mí de haberse quedado embarazada, y en cierto modo tenía razón. La muy perra me denunció no solo por malos tratos sino también por violación. Estuve ocho meses en la cárcel, el juez fue benévolo.

—¿No pediste una prueba de ADN?

—Eso hubiera significado un juicio que podría haber acabado con el acuerdo que ella y yo habíamos hecho. Solo quería que saliera de mi vida y sobre todo de la de Berta lo antes posible. Pero me costó la custodia de la niña. Cuando salí de la cárcel el juez se la había dado a mi hermana y a mi padre, a los que nunca podré agradecerles lo bastante que la solicitaran y se hicieran responsables de ella en mi lugar. Como ya sabes yo no puedo estar con mi hija sin que haya algún otro adulto presente que se comprometa a defenderla de mí en caso necesario. De mí, que me dejaría matar antes de levantarle una mano —comentó con amargura.

Lucía sintió el dolor en las palabras de Álvaro.

—Debe ser terrible para ti… —susurró.

—Al menos la protejo de su madre.

Él había agachado la cabeza.

—Ya sabes toda la historia. Es cierto que fui muy brusco con ella…, que tuve la culpa de que se partiera las costillas. Yo nunca antes le había puesto una mano encima más que para acariciarla, al parecer no con mucho acierto, puesto que se buscó a otro. Y jamás la violé…, jamás la toqué sin que ella quisiera, por mucho que sabía que se fingía dormida con frecuencia.

Lucía miró su mano que seguía jugando con la ramita y pensó que a pesar de su fuerza debía ser tierno y suave haciendo el amor, que cualquier mujer debía ser idiota para fingirse dormida en su cama. Le acarició el brazo sin pensar y él lo retiró rápidamente, como si le quemara. Parecía no haberse dado cuenta hasta ese momento de la mano de ella. Se volvió a medias.

—Respecto a tu pregunta de antes, ya no la quiero… dejé de hacerlo aquella noche. El amor se esfuma muy rápidamente cuando te hacen daño. Durante un tiempo la he odiado, pero creo que eso también va pasando. Susana dice que no lo superaré del todo hasta que la vea con indiferencia, y hasta que pueda acercarme a cualquier otra mujer con naturalidad y acepte que no todas son como Bárbara, pero aún no es así. Como comprenderás no voy a burlarme de ti porque a los veintidós años sigas virgen… yo llevo dos sin acostarme con una mujer y tampoco tengo intención de que las cosas cambien. Ni siquiera lo deseo.

—Eso es fantástico. Podemos tratarnos sin problemas… ninguno de los dos tiene el menor deseo de acostarse con el otro. Podemos ser colegas, incluso tú puedes olvidar que soy una mujer y verme como a uno de tus hermanos.

Él esbozó la mueca con la que intentaba simular una sonrisa y exclamó:

—Tampoco te pases, habría que estar ciego para confundirte a ti con un hombre.

—Tú me has entendido.

—Sí.

—Y ahora será mejor que nos marchemos o nos perderemos la cena. Le prometí a Berta que cenaría en mi mesa y me estará esperando.

—Gracias por lo que estás haciendo por ella.

—Deja de dar las gracias o perderás la fama de «ogro del centro de ocio».

—¡No, por favor! Tengo que mantener mi reputación, esto se cotiza mucho más con ogro incluido.

Acostada en la cama con la vista clavada en el techo, Lucía rememoró todo lo ocurrido aquella tarde desde la carta de Roberto hasta la confesión de Álvaro. Había sido una tarde extraña, y ella se sentía más extraña aún. No dejaba de repetirse que iba a cortar con su novio, con alguien con quien llevaba varios meses y no sentía nada; ni dolor, ni tristeza. Se daba cuenta de que ni siquiera le había echado de menos en el mes largo que llevaban separados.

Había otra cosa que la llenaba de alegría, y era el hecho de que Álvaro hubiera confiado en ella y le hubiera contado lo ocurrido aquel día. Y haber podido comprobar que no se había equivocado con respecto a él, aunque nunca lo había dudado. Quizás su alegría se debiera al hecho de que él se hubiera abierto a ella, de saber que poco a poco se había ganado su confianza. También le alegraba que hubiera ido a buscarla para ofrecerle su consuelo. El que lo hubiera hecho le indicaba que también la apreciaba. Porque ella, a través de Berta había llegado a sentir un gran afecto por Álvaro.

A su mente acudieron las palabras de Susana el día que acudió a su consulta: «Álvaro es un hombre muy atractivo». Sí, lo era; pero ella no lo veía de esa forma… ¿O sí? No, estaba segura de que no. La noche que le dio el masaje no había sentido más que músculos tensos entre sus manos… músculos como los de cualquier otro. No había nada más, estaba segura.

Consciente de que la falta de sueño no iba a desaparecer, y aprovechando que Sonia volvía a pasar la noche con Sergio, cada vez eran más frecuentes sus noches juntos, decidió aprovechar y escribirle a Roberto para poner fin a algo que no tenía sentido. Cuanto antes mejor, no quería que él continuara haciéndose ilusiones.

Se levantó y se sentó a escribir. No sabía cómo empezar, no le parecía correcto terminar una relación por carta, pero no podía esperar hasta Navidad que él volviera a España para hacerlo. De pronto, sentía una urgente necesidad de verse libre de aquella historia.

«Querido Roberto —escribió—. He recibido tu carta esta tarde y tengo que confesarte que me ha hecho sentir muy extraña. Me alegra enormemente que te sientas tan a gusto en Londres y que te hayan ofrecido la oportunidad de continuar allí el trabajo. También me halaga que hayas pensado en mí, en que pueda acompañarte si no ahora en el futuro, pero debes descartar esa idea de tu cabeza porque yo no quiero ir a Londres. No me entiendas mal, no te estoy tratando de decir que no aceptes el trabajo… en realidad lo que te estoy diciendo es mucho más que eso. Me resulta un poco difícil, porque no quiero hacerte daño, pero creo que lo mejor es que dejemos nuestra relación. No te sientas mal, no tiene nada que ver con el hecho de que te quedes allí, simplemente, al estar separados he comprendido que no te amaba lo suficiente, y ahora que se me presenta la posibilidad de dejarlo todo para irme contigo me doy cuenta de que no deseo hacerlo. Espero no hacerte daño, te juro que es lo último que deseo porque te quiero mucho, aunque ahora entiendo que solo como amigo. Sé que suena a tópico, pero es lo que siento. Si quieres que lo hablemos puedo llamarte, pero creo que expresaré mejor mis sentimientos por carta que por teléfono. De verdad que me cuesta decirte todo esto, pero tengo que ser sincera contigo. Quizás Sonia tenía razón y lo nuestro no era una relación normal, al menos por mi parte. No sé si algún día llegaré a querer a alguien como pienso que se debe amar al hombre con quien vas a compartir tu vida. Quizás no, pero el problema está en mí, no en los hombres y tú no tienes que sentirte culpable. No he sido del todo sincera contigo, hay algo en mi pasado que quizás me impide mantener una relación normal, enamorarme de una forma total… Lo siento. Si vuelves a España por Navidad como has anunciado me gustaría verte y hablar de todo esto, pero te ruego que a partir de ahora dejes de pensar en mí como en alguien tuyo. Busca una chica que te aprecie y te dé lo que yo no puedo darte. Un beso. Lucía.»

Cerró el sobre sorprendida por la frialdad con que cortaba con una etapa de su pasado, ella que era bastante sentimental y decidió volver a la cama, aunque sabía que el sueño seguiría negándose a acudir.