Capítulo 9

Lucía abrió los ojos al primer timbrazo del despertador a pesar de no haber dormido mucho. Se levantó de un salto dispuesta a despejarse y prepararlo todo porque estaba segura de que Álvaro no iba a permitirle ningún desliz, y no estaba dispuesta a darle la satisfacción de tener motivos para regañarla.

Después de vestirse, salió a desayunar. El comedor acababa de abrir; aún estaban colocando las bandejas y haciendo el café y las mesas se encontraban vacías. Rosa la saludó:

—Buenos días. Has madrugado mucho hoy, más de lo habitual.

—Sí, tengo una excursión con Álvaro, y como sé que es un jefe exigente, no quiero arriesgarme a llegar tarde.

La mujer sonrió.

—Pues hoy le has ganado incluso a él. Eres la primera.

Cogió su bandeja y se sentó en una de las mesas pequeñas, de espaldas a la puerta. Desayunó deprisa y colocando los restos en el carro de las bandejas, se apresuró a salir. Cuando se acercaba a la puerta, esta se abrió y se encontró con Álvaro al otro lado. Sus ojos se cruzaron por un instante.

—Buenos días —saludó—. Ya estoy lista para salir.

—Aún es pronto, falta media hora.

—Iré preparando el botiquín de emergencia mientras tanto. Me reuniré contigo en el claro cuando termine.

—Bien.

Él, que se había apartado para dejarla salir, se perdió dentro del comedor. Lucía entró en la enfermería y cogiendo la mochila que tenía preparada, la llenó con lo que creyó más necesario: Desinfectante, gasas, algodón, tiritas, pomada antiinflamatoria, y lo más importante, las pastillas de emergencia para pacientes con problemas cardíacos. Esperaba que no fueran necesarias. Después se acercó a la ventana y vio que Álvaro salía del comedor y se dirigía al claro donde se reuniría el grupo de excursionistas, y cargando la mochila a la espalda, salió a su encuentro.

—Ya estoy lista.

—¿No se te olvida nada?

—No.

—¿Llevas agua?

—Sí.

Él, que estaba acabando de cargar su mochila, terminó de ajustar las correas y se volvió hacia ella mirándola fijamente.

—No tienes que venir si no quieres. No es culpa tuya si un viejo cabezota no sabe hasta dónde puede llegar en sus esfuerzos.

—No voy a correr el riesgo de que le ocurra algo y no estar allí para atenderle.

—Si me dices lo que hay que hacer, puedo ocuparme yo.

—Tú eres el guía, y yo la enfermera. Haz tu trabajo, que yo haré el mío.

Álvaro se encogió de hombros.

—Allá tú. Yo solo pretendía librarte de esto.

Lucía levantó la cara y se encaró con él.

—¿Por qué no quieres que vaya?

—Yo no he dicho que no quiera que vengas, a mí me da igual. Lo hago por ti, porque quizás seas tú la que no quiera venir.

—¿Y por qué no iba a querer?

—Porque ya lo sabes.

—¿Qué es lo que sé?

—Lo que soy… lo que hice.

—Yo no sé nada.

Álvaro frunció el ceño y su voz se hizo más dura.

—No finjas conmigo, claro que lo sabes. Desde ayer. Puedo leerlo en tus ojos, en tu forma de mirarme. Y sé quién te lo ha contado; seguro que ha sido esa mujer… la viuda Merlo. Es lógico que no quieras acercarte a mí.

Lucía dio dos pasos al frente, quedando tan cerca de él que podía sentir su respiración.

—No te tengo miedo, Álvaro. Conozco un montón de puntos en el cuerpo humano que pueden paralizar a alguien en cuestión de segundos con solo tocarle. Y si no, siempre queda el típico rodillazo en los testículos, que también es muy efectivo. Eso si pensara que podías hacerme daño, pero no lo creo.

Los ojos oscuros parpadearon por un momento y su voz sonó incrédula al preguntar:

—¿No lo crees?

—Por supuesto que no.

—Quizás no te lo hayan contado todo.

—Yo creo que sí, pero el que lo cuenten no significa que lo hicieras.

Él dio un paso atrás separándose bruscamente.

—Comprendo… quieres jugar a ser condescendiente, a otorgar el beneficio de la duda.

—No es eso; simplemente no creo que seas tan malo como tú mismo te empeñas en parecer. No te creo capaz de hacer mal gratuitamente, y yo no te he hecho nada. No tienes por qué hacerme daño.

La cara de Álvaro se suavizó un poco.

—Puede darme un arrebato… volverme loco, atacarte sin motivo.

—No, tú no.

—¿Por qué estás tan segura? —preguntó esta vez con curiosidad.

—Porque si fuera así, Berta no te querría como te quiere, ni estaría tan tranquila y relajada cuando está contigo.

—Quizás no ha tenido ocasión de verme en un mal momento.

—Vive contigo, no hubiera podido evitarlo.

La voz de Álvaro se había ido haciendo más suave a medida que trascurría la conversación, pero de pronto y bruscamente, su expresión cambió y el tono de su voz también, volviéndose brusca de nuevo.

—Pues más vale que no vayas haciendo esos comentarios por ahí porque no harás más que el ridículo.

—¿Por qué el ridículo?

—Porque lo hice —dijo sombrío y desafiante—. Todo lo que cuentan.

—No me lo creo.

—¿Qué pretendes? ¿Hacer la buena obra del día? No la necesito. No necesito ni tu indulgencia, ni tu defensa, ni tu comprensión.

—No pretendo darte nada de eso. Pero tengo una opinión y nada de lo que digas va a cambiarla. Ni tú ni nadie, soy muy cabezota.

—Ya lo veo.

La siguiente frase que pronunció, Lucía no estuvo segura de si era en serio o en broma.

—¿Tengo que atacar a alguna vieja para que te lo creas?

—Yo de ti atacaría a una joven; siempre será más agradable.

—Vete al diablo —dijo él dando la conversación por terminada al comprobar que algunos huéspedes se acercaban ya a ellos.

Un cuarto de hora más tarde el grupo se había reunido y emprendieron la marcha. En su mayoría estaba formado por gente joven, no mayores de treinta años y una pareja de edad madura, de unos cincuenta. El hombre era el senderista de riesgo.

Lucía, sin que Álvaro tuviera que indicárselo, se colocó al lado de la pareja y comenzó a hablar con la mujer, aunque sin dejar de observar al marido por el rabillo del ojo.

Caminaron sin dificultad durante una hora, bajo un sol abrasador, y el calor se hizo muy intenso. Del suelo se desprendía un vapor que quemaba la planta de los pies a pesar de las gruesas suelas de las botas.

Una pronunciada cuesta se perfiló ante ellos y al empezar a subirla, Lucía ya no perdió de vista a su paciente. Como temía, antes de llegar a la mitad, el hombre empezó a asfixiarse.

—¡Álvaro, para…! —dijo en voz alta, para que la escucharan en la cabecera de la columna de excursionistas, y la fila se detuvo.

Lucía se volvió hacia el hombre.

—¿Se encuentra bien?

—Perfectamente.

La cara pálida, los labios amoratados, le indicaron que mentía.

—¿Tiene problemas para respirar?

—Por supuesto que no.

—Voy a darle algo, soy enfermera.

—No pienso tomar nada, estoy perfectamente. ¿Qué se ha creído? Puedo con esta cuesta y con mucho más.

—De acuerdo, pero al menos beba un poco de agua. Es algo que todos debemos hacer en una ruta, y más con este calor.

—No he traído agua, yo nunca la bebo.

—Le daré mi botella.

—No voy a permitir que usted se quede sin ninguna.

—Yo compartiré la de mi compañero, casi siempre lo hacemos.

Lucía le tendió su botella, en la que previamente había disuelto una ampolla incolora y se la ofreció.

—Beba un poco.

El hombre, ya visiblemente asfixiado, aceptó.

—Tómela a sorbos pequeños.

Más de media botella desapareció en poco tiempo.

Álvaro había concedido a todo el grupo un descanso, y se habían repartido buscando la sombra bajo los escasos árboles, agradecidos a la oportunidad de pararse un rato.

Poco a poco, el leve amoratado de la cara del paciente empezó a ceder, y su respiración se fue haciendo más regular. Cuando se encontró recuperado se dirigió a Álvaro, que había permanecido todo el tiempo un poco alejado, pero pendiente de la actuación de Lucía, y le dijo:

—Podemos seguir cuando quiera.

—Lo siento, pero usted no va a seguir.

—¿Cómo que no? ¿Por qué? Ya estoy bien, solo necesitaba un poco de agua.

—Yo soy el responsable de esta excursión y no voy a correr el riesgo de que nadie sufra un ataque. Las dificultades de esta ruta no han hecho más que empezar, y el calor también apretará cada vez más. Usted y su mujer tendrán que volverse. Lucía les acompañará.

Su mujer le agarró del brazo y le suplicó:

—Él tiene razón… por favor, vamos a volvernos. Yo tampoco puedo con este camino tan difícil.

—Está bien —cedió.

Lucía se acercó a Álvaro, que se había alejado unos pasos, y le pidió.

—¿Te importa si bebo un poco de tu botella antes de irme?

Él se descolgó la mochila de la espalda, y después de rebuscar en su interior, le ofreció la botella.

—Sé beber a chorro, no te preocupes —dijo ante la leve mueca de contrariedad que había detectado en él.

—No me preocupo. Pero yo sí he bebido, y no lo he hecho a chorro. No sabía que iba a compartir la botella con nadie.

—No importa. Las enfermeras estamos vacunadas contra un montón de enfermedades, y tú pereces sano. La grosería no se contagia.

—Bien, bebe entonces.

Lucía dio un largo trago.

—Llévatela si quieres.

—Ni hablar. Aún te queda un largo camino y yo en cambio estaré en el centro de ocio dentro de un rato. Podré beber todo lo que quiera.

—Aun así, no has debido darle tu agua. Podía haber bebido de la botella de su mujer.

Lucía se inclinó un poco hacia su oído y le susurró.

—La de su mujer no tenía un anticoagulante disuelto.

—¿La tenías preparada?

Ella se encogió de hombros.

—Hice las prácticas de segundo en geriatría. Sé de qué pie cojean estos señores que se niegan a aceptar que envejecen.

Le devolvió la botella.

—Gracias.

—De nada. Nos vemos luego.

—De acuerdo.

Lucía y sus dos acompañantes se perdieron por el camino que acababan de recorrer y Álvaro reanudó su ruta según el plan previsto. Cuando nadie le veía no pudo evitar una ligera sonrisa ante la estrategia de la chica, y empezó a pensar que era toda una profesional.