MIS pies sobre la escalera se oían como cascos de caballos caminando sobre un puente de madera.
Con mi llave abrí la puerta del apartamento. Berta Cool estaba tendida en un sillón. Sus fuertes redondas piernas las tenía estiradas delante suyo con los pies sobre un almohadón de la otomana.
Roncaba suavemente.
Yo encendí las luces de la habitación. Berta dormía pacíficamente y en su rostro había una sonrisa de contento como la de un querubín.
─¿Cuándo comemos? ─le dije.
Se despertó dando un salto. Por un momento estuvo deslumbrada por las luces, mirando aquel sitio desconocido, tratando de recordar dónde estaba cómo había llegado allí. De pronto volvió a la realidad y sus duros ojillos brillaron al verme.
─¿Dónde demonios has estado?
─Trabajando.
─Bueno, me sorprende que no me hayas hecho saber nada.
─Ahora lo sabrás.
Ella gruñó.
─¿Y tú que has estado haciendo? ─le pregunté suavemente.
─Jamás en la vida fui tan loca ─dijo Berta.
─¿Qué sucedió?
─Fui a un restaurante.
─¿Otra vez?
─Bueno. Pensé que era mejor darme una vuelta por los alrededores. No sé cuánto tiempo estaré aquí y he oído hablar mucho de los sitios famosos de Nueva Orleans.
─¿Qué sucedió?
─La comida era maravillosa ─dijo ella─, pero el servicio… ─y chasqueó los dedos.
─¿Qué tenía de malo? ¿No era suficiente?
─Demasiado. Era uno de esos sitios donde los camareros te obligan a estar a la defensiva. La tratan a una como si fuera un gusano de manzana.
«Ahora, madame, debería tomar esto ─dijo Berta imitando el acento francés─. Naturalmente que madame deseará vino blanco con el pescado y tinto con la carne. ¿Si madame no está muy al corriente de los vinos, tal vez aceptaría mi elección?».
─¿Qué le dijiste?
─Que se fuera al infierno.
─¿Y se fue?
─No. Siguió rodando alrededor de la mesa, dándome consejos. Yo deseaba salsa de tomate con el asado, ¿y qué crees que me dijo? Que no se le permitía traerla para el asado. Le pregunté por qué, y me contestó que eso ofendería al chef. Éste hacía una salsa que era famosa en el mundo entero. Echar salsa de tomate sobre el asado no lo hacía más que la gente ordinaria y sin paladar.
─¿Y entonces?
─Entonces rechacé la silla y le dije que si el chef se preocupaba tanto por el asado, se lo podía comer él mismo.
─¿Y te fuiste?
─Bueno. Me detuvieron antes de llegar a la puerta. Hubo un barullo. Al final me comprometía pagar la parte que había comido. ¡Pero no el asado! Eso le correspondía al chef.
─Y entonces, ¿qué pasó?
─Eso fue todo. Me volví hacia aquí, pero me detuve en un pequeño restaurant que hay en la esquina, y realmente me di un gusto.
─¿En «Bourbon House»?
─Ése mismo. Al diablo con esos sitios que ponen al cliente en la obligación de defenderse.
─Quieren que te des cuenta que estás comiendo en un sitio cómodo. Ellos sirven a la élite.
─Aquello estaba lleno de turistas. Ésos son los clientes. ¡Pretender enseñarme lo que debo comer o no! Un sitio famoso, ¿eh? Bueno, si me lo preguntas…
Me recosté en el diván y encendí un cigarrillo diciendo:
─¿Puedes comunicarte con Hale por teléfono?
─Sí.
─¿Por la noche?
─Sí, tengo el número de su casa y también el de su despacho. ¿Por qué?
─Vamos al hotel y lo llamaremos.
─¿De qué quieres hablarle?
─Para decirle que he encontrado a Roberta Fenn.
Berta bajó los pies del almohadón.
─¿No querrás hacerte el gracioso?
─No.
─¿Dónde está?
─En su apartamento de Saint Charles Avenue.
─¿Con qué nombre?
─Con el suyo.
Berta dijo suavemente.
─Me asustas. ¿Cómo lo hiciste?
─Adivinándolo.
─¿No hay duda de que sea la muchacha?
─Es igual a las fotografías.
Berta se levantó del sillón.
─¡Donald! ¡Eres maravilloso! ¡Seguro que tienes cerebro! ¡Es sorprendente! ¿Cómo lo has hecho?
─Siguiendo varias pistas.
Ella murmuró con verdadero cariño:
─No sé qué haría sin ti… ¡Eres maravilloso!, y lo digo seriamente. Tú… Pero ¡maldición!
─¿Qué sucede?
─Este maldito apartamento. ¿Dijiste haberlo alquilado por una semana?
─Sí.
─Y si lo dejamos, ¿recobraremos el dinero?
─Me imagino que no.
─Bueno. ¡Maldito loco! Debería haber imaginado que harías algo semejante. Con sinceridad, Donald, a veces creo que no conoces el valor del dinero. Probablemente nos iremos mañana y hemos cargado con este apartamento por una semana.
─Son quince dólares.
─Son quince dólares ─repitió Berta subiendo el tono de voz─. Tú hablas como si quince dólares fueran…
Yo le dije en voz baja:
─Calla. Alguien sube las escaleras.
─Creo que son los del segundo piso. Hay un hombre y una mujer que…
─Atiende ─le dije rápidamente─. Desde ahora éste es tu apartamento.
Berta cruzó aprisa la habitación taconeando. Puso la mano sobre el pestillo y preguntó:
─¿Quién está ahí?
Una voz de hombre, culta y agradable, dijo:
─Somos desconocidos. Desearíamos hacerle una pregunta.
─¿A qué se refiere?
─Creo que sería mejor que nos abriera la puerta, así no tendríamos que gritar.
Yo vi que Berta lo pensaba. Fuesen quienes fuesen, eran dos. Una larga práctica le había enseñado a Berta a ser prudente. Me miró un momento calculando qué ayuda podría prestarle si nos encontrábamos luchando. Luego abrió la puerta muy despacio.
El hombre que hizo una reverencia, era evidentemente el dueño de aquella voz bien timbrada. Su compañero, parado un poco más atrás, no estaba de acuerdo con aquel tono de voz.
El que estaba delante tenía su sombrero en la mano. El otro seguía con el suyo puesto. Observaba a Berta Cool fijándose en todos los detalles de su aspecto. De pronto me vio y sus ojos se volvieron hacia mí con una viveza que indicaba aprensión.
El que había hablado primero dijo:
─Estoy seguro de que me perdonarán. Deseo conseguir una información, y creo que ustedes tal vez podrían ayudarme.
─Lo más probable es que no sea así ─dijo Berta.
El hombre llevaba un traje muy bien cortado que costaba lo menos ciento cincuenta dólares. El sombrero que tenía en la mano era un «Homburg» gris perla, que por lo menos costaba otros veinte. En todos los detalles se adivinaba el hombre distinguido.
Era esbelto, gracioso y suave. Parecía haberse vestido con cuidado para alguna fiesta.
El otro llevaba un traje que necesitaba un planchado. Algo comprado hecho y evidentemente para un hombre más corpulento, transformado por un sastre. Tendría unos cincuenta años, ancho de pecho, alto, tosco.
El hombre de la voz agradable decía persuasivamente a Berta:
─Si pudiéramos entrar un momento… Nos disgusta que los inquilinos oigan lo que se discute.
Berta, cerrando la abertura de la puerta, le dijo:
─Usted es el que habla. A mí no me preocupa lo que puedan oír los demás.
Él rió al oír el comentario con una risa culta y espontánea. Sus ojos se detuvieron en la belicosa mujer de cabellos grises con una atención que demostraba interés.
─Prosiga ─le dijo Berta, irritada por su mirada.
Él sacó un tarjetero de su bolsillo con un gesto florido y fue a retirar una tarjeta para dársela a Berta, pero dijo:
─Vengo de Los Ángeles. Mi nombre es Cutler, Marcos Cutler.
Yo miré el rostro de Berta para ver si había comprendido, pero me pareció que no.
Cutler dijo:
─Estoy buscando una información referente a mi esposa.
─¿Qué pasa con ella? ─preguntó Berta.
─Vivía aquí.
─¿Cuándo?
─Por lo que sé, hará unos tres años.
Berta, desprevenida, dijo:
─¡Oh! Usted quiere decir ella… esto es…
─Exactamente. Aquí, en este apartamento ─contestó Cutler.
Yo me adelanté.
─Tal vez yo pueda servirle de alguna ayuda. Yo subalquilo el apartamento a esta dama. Ella acaba de instalarse. ¿Debo comprender que usted también vivía aquí?
─No. Yo trabajo en Los Ángeles. Mi esposa se vino aquí y tenía esta dirección. Según creo, habitaba en este piso.
Sacó algunos papeles doblados de un bolsillo interior y abriéndolos miró algo en ellos. Luego, asintiendo con la cabeza, dijo:
─Eso mismo.
El hombre que estaba detrás se sintió obligado a decir algo.
─Así es ─confirmó.
Cutler se volvió vivamente hacia él.
─¿Es éste el sitio, Goldring?
─Aquí mismo estaba yo cuando ella abrió…
Cutler lo interrumpió bruscamente:
─Comprendo que es pedir demasiado a la suerte, pero no he podido encontrar a la propietaria del apartamento esta noche, y pensé que tal vez ustedes, si habían vivido aquí algún tiempo, sabrían algo referente a los inquilinos anteriores y querrían ayudarme.
─Hace una hora que vivo aquí… ─dijo Berta.
─Soy yo ─dije riendo─ el inquilino anterior. ¿No quieren entrar?
─Gracias ─dijo Cutler─. Esperaba que me lo permitiera.
Berta titubeó un momento y luego los dejó pasar. Los dos hombres entraron, miraron hacia el dormitorio y cruzaron la habitación que tenía el balcón a la calle.
─Allí está el «Jack O’Leary’s Bar» ─dijo Goldring.
─Ya lo reconocí ─dijo Cutler─, pero estaba tratando de reconstruir en mi memoria las vueltas que hemos dado para llegar hasta aquí. La calle parece correr a noventa grados.
─Ya se acostumbrará ─dijo Goldring instalándose en el confortable sillón que ocupaba Berta unos minutos antes, y levantando los pies hacia el almohadón, preguntó:
─¿No le molesta que fume, señora?
Y frotó un fósforo en la suela del zapato antes que Berta pudiera contestarle. Ella dijo bruscamente:
─No.
─¿No quiere usted sentarse, señora… o señorita? ─preguntó Cutler.
Le interrumpí antes que ella diera su nombre.
─Es señora. ¿Quieren sentarse ustedes?
Goldring entornó los ojos y me miró a través del humo del cigarrillo, como si fuera una mosca que rondara un pedazo de pastel.
─Voy a ser franco con ustedes ─dijo Cutler─. Muy franco. Mi esposa me abandonó hace tres años. Nuestra vida doméstica no era muy feliz. Ella vino a instalarse en Nueva Orleans. Sólo después de muchas dificultades conseguí encontrarla.
─Así es ─dijo Goldring─. Bastante trabajo tuve para descubrir la dirección.
Cutler prosiguió con su voz aterciopelada:
─La razón por la cual yo estaba tan ansioso de encontrarla, es que había llegado a la conclusión de que nuestro matrimonio no volvería a ser feliz. Y aunque sentía hacerlo, decidí divorciarme. Cuando se va el amor, el matrimonio se vuelve…
Berta, sentada incómoda en el diván, le interrumpió diciendo:
─Olvídese de eso. No necesita toda esa palabrería inútil. Ella le dejó, y usted decidió cambiar la cerradura de la puerta para que no pudiera volver. No le critico. Pero ¿qué tiene que ver esto conmigo?
El hombre sonrió.
─Me perdonará si recuerdo su agradable personalidad. Sí, no me voy a preocupar en suavizar mis palabras, señora…
─Muy bien ─dije yo─. Entonces terminemos, porque nosotros salíamos para cenar fuera. Usted decidió presentar su divorcio. Según Goldring, aquí presente, la encontró, entregándole la notificación.
─Eso mismo ─repitió Goldring, mirándome con respetuoso desconcierto como si deseara saber quién era yo.
─Y ahora ─dijo Cutler con un sutil tono de indignación en su voz─, años después de que todo el asunto ha sido resuelto, he sabido que mi esposa está protestando y diciendo que ella no recibió ninguna notificación.
─¿Y es cierto?
─Es algo absurdo. Felizmente el señor Goldring recuerda muy bien que se la entregó en propias manos.
─Así es ─dijo éste─. Fue poco más o menos el veinte de marzo de mil novecientos cuarenta, a las tres de la tarde. Ella abrió la puerta, y yo le pregunté si su nombre era Cutler y si vivía aquí. Ella dijo que sí. Yo había averiguado que el apartamento había sido alquilado por esta persona. Y le pregunté si estaba segura que su nombre era Edna Cutler. Y me contestó: «Sí». Entonces le di la citación y la copia de la demanda. Ella estaba de pie en aquella puerta ─y Goldring señaló la que salía del vestíbulo.
─Y ahora mi mujer alega que en esa época ni siquiera estaba en Nueva Orleans. Sin embargo, el señor Goldring ha identificado su retrato.
Berta fue a decir algo, pero yo le toqué la pierna con la rodilla, aclaré la garganta y con el ceño fruncido miré la alfombra como tratando de recordar, y dije:
─¿Lo que usted desea, señor Cutler, es probar que era su esposa la que vivía en este apartamento?
─Sí.
─Y que ella misma fue quien recibió los papeles ─dijo Goldring.
─En este viaje he estado aquí muy poco tiempo ─aclaré─, pero conozco muy bien Nueva Orleans. Estuve hace dos años. Sí, exactamente hace dos años. Vivía en la acera de enfrente. Tal vez podría identificar el retrato de la señora Cutler.
Su rostro se iluminó.
─Eso es lo que deseamos. Gente que pudiera probar que ella estaba aquí en esa época.
Metió una delgada mano en el bolsillo de su chaqueta, sacando un pequeño sobre. En él había tres fotografías.
Yo las examiné largo rato. Quería estar seguro que la reconocería cuando la encontrara.
─¿Bueno? —preguntó Cutler.
─Estoy tratando de localizarla ─dije─. La he visto en alguna parte, pero no creo haberle hablado nunca. La he visto antes. De esto estoy seguro. Pero no puedo recordar que haya vivido en este apartamento. Tal vez pensando…
Di un codazo a Berta para que mirara las fotografías. No tenía por qué molestarme. Cutler tendió su mano para tomarlas, pero Berta me las arrancó diciendo:
─Déjame mirarlas.
Estudiamos los retratos juntos. Yo tengo la manía de estudiar los caracteres por las fotografías.
Esta muchacha tenía el mismo cuerpo que Roberta. Sus rostros eran vagamente parecidos, pero Roberta tenía la nariz más recta, ojos que podían ser observadores y pensativos. La joven del retrato pertenecía al grupo de muchachas alegres y despreocupadas. Ella reiría, sonreiría y lloraría, según el momento, sin pensar en las consecuencias.
Roberta podía reír, pero pensaba mientras lo hacía. No se confiaba por completo… siempre tenía una mano sobre los frenos. La joven del retrato era una inquieta jugadora. Lo arriesgaría todo a una carta, si ganaba lo aceptaría como un derecho, y si perdía pensaría que era una injusticia.
Jamás consideraría que pudiera perder. En cambio, Roberta era de las que nunca arriesgan en el juego nada que no les pertenezca.
En cuanto a su figura y tipo eran bastante parecidos como para poder confundirlas.
Berta devolvió las fotografías a Cutler.
─Parece bastante joven ─dije yo.
Cutler asintió.
─Tiene diez años menos que yo. Creo que eso ha tenido mucho que ver en el asunto. Sin embargo, no quiero molestarles más. Vine hasta aquí para procurar obtener alguna prueba de que Edna había vivido en esta casa. Pensaba encontrar a alguien que la conociera.
─Siento no poder ayudarle. Si recuerdo algo, ¿dónde podré hablarle?
Me dio su tarjeta. «Marcos Cutler. Valores y Títulos, Hollywood».
Yo la guardé y prometí llamarlo si sabía algo.
─Estoy en la Guía de teléfonos ─dijo Goldring─. Si encuentra cualquier dato llámeme. Y si tiene algún asunto que tramitar no se olvide de mí.
Dije que así lo haría, y mirando a Cutler le pregunté:
─¿Puede usted obligar a su esposa a admitir que se encontraba en el apartamento hacia esa fecha? Me parece que ella tendría que explicar con todos los detalles dónde estaba… si niega haber recibido la citación.
─No es cosa fácil. Mi esposa es bastante desconcertante y reservada. Bueno. Muchas gracias.
Le hizo una seña a Goldring y se pusieron de pie. Éste miró a su alrededor y se dirigió hacia la puerta. Cutler se detuvo.
─No sé cómo agradecerles su cooperación. Yo me doy cuenta de que una cosa de tanta importancia para mí es una trivialidad para una persona que no conoce las partes. Por eso le agradezco su atención.
Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, Berta se volvió hacia mí.
─Me gusta ─dijo.
─Sí ─le contesté─. Tiene una voz agradable.
─No seas tonto ─agregó─; no hablo de Cutler, sino de Goldring.
─¡Oh!
─Cutler es un maldito hipócrita. Ningún hombre tan amable puede ser sincero; Y la falsedad es una forma de hipocresía. El que me gusta es Goldring. Éste no anda con vueltas ni palabrería inútil.
Traté de imitar la voz de Goldring.
─Así es ─dije.
Berta me miró.
─Algunas veces eres el granuja más exasperante que conozco. Vamos a llamar a Hale. Ya debe haber llegado a Nueva York. Sea como sea, llamémosle.