EL domingo al amanecer, volamos sobre Arizona. Poco a poco, el desierto que teníamos debajo había dejado de ser un mar vago y grisáceo, adquiriendo forma y color. Los más altos montes elevaban sus picos hacia el aeroplano, recibiendo los primeros reflejos del día. Allá abajo, los profundos cañones y arroyos secos permanecían en la sombra.

Las estrellas titilaban en un cielo azul verdoso. Corríamos hacia el Oeste y el zumbido de los motores repercutía entre los cerros. El Este se tiñó de rosa, las cimas de las montañas se bañaban en champaña. Nosotros corríamos sobre el desierto como tratando de alejarnos del sol. De pronto, éste apareció en el horizonte y sus brillantes rayos nos alcanzaron. Los suaves tonos del amanecer se volvieron luminosos, destacando las sombras de las montañas. El sol siguió subiendo. Podíamos ver la sombra del aeroplano que nos precedía allá abajo. Pronto estuvimos sobre el río Colorado y en California. El zumbido de los motores se fue apagando hasta quedar convertido en el gemido que precede al aterrizaje y bajamos al pequeño lugar desierto, donde el restaurante del aeródromo nos proporcionó café caliente y jamón con huevos, mientras el aparato cargaba combustible.

Salimos otra vez. Delante nuestro aparecieron grandes montañas nevadas, guardando la salida del desierto como centinelas de cabellos grises. El aeroplano doblaba como algo vivo por un estrecho paso entre dos montañas, y luego, tan bruscamente que no pudimos darnos cuenta de aquel cambio, el desierto quedó atrás y nos encontramos volando sobre una región de citrus, donde crecían los naranjos y los limoneros plantados en hileras que se alejaban en interminable procesión.

Los rojos tejados de las casas de estuco blanco hacían contraste con el brillante verde de los naranjos y de los limoneros. Docenas de ciudades que se volvían cada vez más y más grandes y más juntas a medida que nos acercábamos a Los Ángeles, hablaban de la prosperidad de aquella región que teníamos debajo nuestro.

Miré a Roberta.

─No vamos a tardar mucho en llegar ─le dije.

Ella me sonrió.

─Creo que ésta ha sido una verdadera luna de miel.

Entonces, casi sin aviso, el aeroplano bajó del cielo, deslizándose hacía una larga pista de cemento. Las ruedas tocaron suavemente la tierra y estuvimos en Los Ángeles.

El cielo era azul sombrío. No había una nube. La atmósfera era embriagadora y las altas montañas se recortaban en el cielo.

─Muy bien ─dije─. Aquí estamos. Vamos a ir a un hotel y me pondré al habla con mi socia.

─¿La Berta Cool de que ha estado hablando?

─Sí.

─¿Cree que le seré simpática?

─No.

─¿Por qué?

─No le gustan las mujeres bien parecidas… especialmente cuando cree que a mí me gustan.

─¿Por qué? ¿Tiene miedo de perderlo?

─Lo hace como principio ─dije─. Tal vez, ella misma no sabe por qué.

─Nosotros ¿vamos a anotarnos con nuestros nombres?

─No.

─Pero, Donald, usted… quiero decir, yo…

─Usted va a ser Roberta Lam ─dije─. Y yo voy a tener mi propio nombre. Desde ahora, somos hermano y hermana. Nuestra madre está muy grave. Nos hemos apresurado en volver a su lado.

─¿Y yo soy Roberta Lam?

─Sí.

─Donald, ¿no se está colocando en una situación peligrosa?

─¿Por qué?

─Dándome la protección de su nombre cuando sabe que me busca la policía.

─Yo no sabía que la buscaba la policía. ¿Por qué no me lo ha dicho?

─Ella sonrió.

─Ése es un buen disimulo, Donald; pero no le va a servir. Le preguntarán por qué me hizo desaparecer, llevando un nombre supuesto y fingiendo un parentesco si no sabía que la policía me buscaba con mi propio nombre.

─La contestación a eso es muy sencilla ─dije─. Usted es una prueba material. Yo creo que puedo emplearla para descubrir un asesinato. La traigo conmigo. En vez de comunicárselo a Berta Cool por carta, vengo con usted para que se lo cuente a ella.

Se quedó un momento silenciosa, diciendo luego:

─Estoy segura de que Berta Cool me va a odiar desde el momento en que me vea.

─Muy amable no va a ser.

Fuimos al hotel. El empleado se enteró de que mi madre se estaba muriendo cuando le dije que debía hablar por teléfono. Me mostró la cabina telefónica.

Yo pedí el número de Berta que no figuraba en el listín. No contestó.

Subí a mi habitación y llamé de nuevo. Esta vez respondió la criada negra.

─¿La señora Cool? ─pregunté.

─No está.

─¿Cuándo volverá?

─Yo no sé.

─¿Adónde fue?

─A pescar.

─Cuando venga, dígale que llame… no; dígale que habló el señor Donald Lam y que la llamará de hora en hora hasta que pueda hablar con ella.

─Sí, señor. Fue a pescar esta mañana temprano. Pensaba que la marea estaría buena a las siete y media. Ha de volver de un momento a otro.

─Llamaré cada hora. Dígale que yo le he dicho eso. No se olvide del recado… Llamaré a cada hora.

Me di el lujo de un baño caliente. Luego de quedarme en él diez o quince minutos, me puse bajo la ducha fría. Después de vestirme y afeitarme, me recosté para descansar.

Fui despertado por Roberta, que abrió y cerró suavemente la puerta de comunicación.

─¿Qué hay? ─pregunté.

Su voz me llegó desde los pies de la cama.

Abrí los ojos.

─Es hora de que vuelva a llamar a la señora Cool.

Gruñendo, tomé el teléfono y di el número a la operadora.

Esta vez Berta estaba en su casa… Por los ruidos que se oían se veía que acababa de llegar. Llamó la criada, se oyeron sus pasos y luego su voz.

─¡En nombre de Dios! ¿Por qué no te quedas tranquilo? ¿Qué crees que fabrica esta agencia? ¿Dinero? Cuando deseas conferencia, ¿por qué no utilizas el teléfono? He tratado de enseñártelo una docena de veces.

─¿Terminaste? ─pregunté.

─No, infierno ─dijo batalladora─. Ni siquiera he empezado.

─Muy bien; volveré a llamar cuando hayas terminado. Uno no discute con las damas.

Y colgué suavemente el receptor, interrumpiendo los chillidos de Berta.

Roberta tenía los ojos muy abiertos. Se veía que estaba asustada.

─Donald, ¿va a luchar por mí?

─Probablemente.

─No lo haga, por favor.

─Tenemos que luchar por algo.

─¿Qué quiere usted decir?

─Berta. Hay que darle con un palo para impedir que le quite a uno los sesos. No tiene importancia. Es su manera de ser. No puede cambiar. Cuando uno ve que va a levantar el gallo, hay que aplastarla. Eso es todo. Ahora voy a dormir otra vez. No se moleste en despertarme. Vaya y duerma un poco. Nos queda tiempo.

─¿No la va a llamar otra vez?

─Más tarde.

Roberta sonrió, diciendo:

─Usted es un muchacho muy original.

─¿Por qué? ─pregunté, acostándome de nuevo sobre la cama.

─Por nada ─dijo ella, y volvió a su habitación.

Tardé diez o quince minutos en volverme a dormir. Habían pasado como dos horas cuando me desperté para llamar a Berta Cool.

─¡Hola, Berta! ¡Habla Donald!

─¡Ah, eres tú, maldito mequetrefe! ¡Advenedizo! ¿Qué significa tu conducta? ¡Yo te voy a enseñar a cortarme la comunicación! Maldito, ya…

─Llamaré dentro de un par de horas ─dije, y corte de nuevo.

Roberta había dejado la puerta de comunicación abierta. Estaba tendida sobre la cama. Parecía haber seguido durmiendo mientras yo hablaba por teléfono. Me levanté y, cerrando suavemente la puerta, me instalé en un sillón a leer los diarios del domingo.

Roberta entró una hora después.

─No le oí levantarse.

─Usted estaba durmiendo. Me imagino que estaba cansada.

─Sí.

Se sentó en un brazo del sillón y, apoyando su mano en mi hombro, se inclinó para mirar el diario.

─¿Volvió a llamar a la señora Cool?

─Sí.

─¿Qué contestó?

─La misma cosa.

─¿Y usted que hizo?

─Lo mismo también.

─Yo creía que quería hablar con ella.

─Y lo quiero todavía.

La joven se echó a reír.

─Toma un avión, cruza todo el país para tener esta conferencia y ahora está aquí sentado sin hacer nada.

─Es cierto.

─Yo no lo comprendo.

─Estoy esperando que Berta se calme.

─¿Cree usted que lo hará? ¿No se pondrá cada vez más furiosa?

─Ahora está como loca; ahora puede comerse un plato de uñas sin crema ni azúcar. Pero es curiosa. Y la curiosidad persiste hasta que está satisfecha. La ira decae a medida que pasa el tiempo. Ése es el secreto para luchar contra Berta. ¿Quiere el diario?

Ella rió suavemente con nervosidad.

─Ahora no ─dijo─. ¿Qué es eso?

Y se inclinó a leer un párrafo en el diario que yo sostenía.

Pude sentir que su cabello rozaba el mío.

Cuando terminó de leer lo dejé caer al suelo, poniéndome de lado, y ella se dejó caer en mi regazo.

Yo la besé.

Por un momento sus labios estuvieron contra los míos, ávidos de caricias, y luego sus ojos me miraron muy serios. Tenía la cabeza echada hacia atrás y sonreía.

─Yo me preguntaba cuándo iba a llegar esto ─susurró.

─¿Qué?

─Este instante.

Suavemente la puse en pie.

─Esto no fue un paso. Fue un beso.

─¡Oh!

Se quedó mirándome y luego se echó a reír.

─Usted es original.

─¿Por qué?

─No lo sé. Por muchas cosas. ¿Le gusto a usted?

─Sí.

─¿Cree usted que yo… cometí el asesinato?

─No lo sé.

─¿Piensa que puedo haberlo hecho?

─Sí.

─¿Eso es lo que le retiene?

─¿Hay algo que me retiene?

─Donald, yo deseo que no lo haga por mí.

Ahora estaba sentada a mis pies y tenía sus dedos entrelazados sobre mis rodillas.

─Pienso que usted es una persona sumamente maravillosa.

─No lo soy.

─Lo ha sido, por cierto para mí. Nunca podré decirle lo que significa el tener alguien que se ocupe de uno… decentemente. La razón por la cual desaparecí la primera vez fue… fue algo sórdido, brutal y terrible… No puedo contárselo. No quiero que sepa qué fue pero eso me hizo perder la fe en la Humanidad. Llegué a la conclusión de que la gente y especialmente los hombres eran…

Alguien sacudió el pestillo y se echó contra la puerta.

Roberta me miró, sorprendida.

─¿La policía? ─murmuró.

Yo le señalé la habitación contigua.

Se puso en pie con sutil gracia como si su cuerpo no pesara. Su rostro había perdido el color, pero sus ojos estaban tranquilos. Dio dos pasos hacia la puerta de su cuarto y luego se volvió, y sentí entonces su mano contra mi mejilla. Antes de que me diera cuenta de lo que iba a hacer, sus labios se posaron sobre los míos.

Unos nudillos golpearon furiosos contra la puerta.

Roberta murmuró:

─Si fuera ella… gracias a Dios.

Y cruzó la habitación como la sombra de un pájaro sobre una pradera. La puerta se cerró suavemente.

Seguía golpeando y oí la voz de Berta Cool que gritaba:

─¡Donald, abre la puerta!

Y fui a abrirla.

─¿Qué demonio estás tratando de hacer?

─Siéntate, Berta. Toma ese sillón. Creo que habrás leído los diarios. Debes haber hecho un buen trabajo de investigación para localizarme por mi llamada telefónica. Y te habrá costado tus buenas propinas.

Estaba demasiado furiosa para sentarse. Se quedó mirándome con ira. Sus ojos, que brillaban como carbuncos, me hicieron recordar una vez, cuando era muchacho, que me encontré con una marrana y su cría de cerditos. Aquélla me había mirado con la misma expresión.

Berta dijo:

─¡Valiente socio, que desaparece sin decir dónde está! Hale ha telefoneado desde Nueva Orleans. Está ofendido. Dice que le has engañado, que no nos va a pagar ni prima ni nada. Que nos va a demandar por rompimiento de contrato.

─¿Quieres un cigarrillo, Berta?

Ella aspiró con fuerza, fue a decir algo y luego, cambiando de idea, apretó los labios.

Yo encendí un cigarrillo.

─Ésas son las consecuencias por haber aceptado como socio a un petimetre como tú ─dijo Berta─. Te recogí de la calle cuando estabas tan hambriento que la hebilla del cinturón se te clavaba en el espinazo. Te di comida y trabajo. En dos años llegaste a ser tan hábil como para entrar en la sociedad. Ahora lo diriges todo a tu voluntad. Creo que uno de estos días voy a descubrir que «soy» yo la que tengo que trabajar para «ti».

─Podrías sentarte ─le dije─. Me parece que te vas a quedar aquí mucho tiempo.

Ella no hizo ningún movimiento. Crucé la habitación y me tendí sobre la cama, acercando un cenicero. Por lo que se veía, Berta no tenía ni la más mínima idea de que Roberta Fenn estuviera en la habitación contigua.

─Tienes razón de que me voy a quedar aquí mucho tiempo ─dijo Berta─. Me voy a quedar contigo hasta… hasta que lo aclaremos todo. Si es necesario te voy a poner esposas. Ahora llamas al señor Hale a Nueva Orleans, y le dices dónde estás, que has venido para una conferencia, y que acabas de llegar. Trata de quedar tú y la agencia lo mejor posible.

Yo continué fumando sin hacer ningún movimiento.

─¿Me has oído?

─Sí.

─¿Vas a hacerlo?

─No.

Berta se dirigió al teléfono, levantó el receptor y le dijo a la operadora:

─El señor Lam desea hablar con el señor Emory G. Hale en Nueva Orleans. Lo encontrará en el Hotel Monteleone. Es una conferencia personal. No hablará con ninguna otra persona… ¿Qué es eso?… Sí, soy yo… Sí, naturalmente, aquí está.

Ella apretaba el receptor con tanta fuerza que los nudillos se le volvían blancos.

─Muy bien ─dijo, y se volvió hacia mí.

─¿Qué pasa?

─Quieren que tú confirmes la petición.

Yo no me moví. Ella me tendió el aparato.

─¡Confírmala!

Seguí fumando.

─¿Quieres decir que no vas a hacerlo?

─Eso mismo.

Ella colgó el receptor con tanta fuerza que pareció que iba a romperse.

─¡Eres el canalla más grande que existe! Grosero, impertinente… ─y su voz, que gritaba, se ahogó en su garganta.

─Mejor es que te sientes, Berta.

Se quedó un momento mirándome, y luego dijo bruscamente:

─Escucha querido, no seas así. Berta se excita, pero es porque ha estado preocupada por ti. Berta creyó que algo había sucedido y que te habían pegado un tiro.

─Lo siento.

─¡Sentirlo! Ni te has molestado en mandarme un telegrama. Tú… ahora escucha, querido, a Berta no le gusta estar así. Me has puesto muy nerviosa.

─Tranquilízate.

Ella fue hasta el sillón y se sentó.

─Toma un cigarrillo ─dije─. Esto calmará tus nervios.

Ella abrió su bolso con manos temblorosas, sacando un paquete de cigarrillos, encendió uno y empezó a echar humo como si fuera un motor recalentado. Fue a decir algo, luego se contuvo y siguió fumando.

─¿Por qué abandonaste Nueva Orleans? ─preguntó después de unos momentos.

─Pensé que era necesario conferenciar.

─¿Sobre qué?

─Te lo diré cuando te tranquilices.

─Dímelo ahora, Donald.

─No, ahora no.

─¿Por qué?

─Estás demasiado nerviosa.

─Ya no lo estoy.

─Espera hasta que yo vea que saboreas tu cigarrillo, y entonces hablaremos.

Ella se recostó en el sillón. Sus ojos estaban todavía duros y enojados.

Yo esperé hasta que hubo terminado de fumar el cigarrillo.

─¿Me lo vas a decir ahora?

─Fuma otro cigarrillo.

Ella me devoraba con la mirada.

─Supongo que todo acabará en decir que no te importa nada el dinero. Tú nunca has tenido la responsabilidad de dirigir un negocio. Que hayas tenido suerte en los primeros casos de nuestra sociedad, no quiere decir que…

─¿No hemos hablado ya de eso? ─la interrumpí.

Ella fue a levantarse, pero luego se dejó caer en el asiento. Ninguno de los dos dijimos nada. Por fin, Berta encendió un nuevo cigarrillo.

─Muy bien, querido ─dijo─, hablemos.

─¿Qué se averiguó de ese viejo asesinato? ─pregunté.

─Donald, ¿por qué te interesa ese asunto?

─Creo que tiene algo que ver con lo sucedido en Nueva Orleans.

─Bueno, todavía no he podido conseguir nada. Tengo algunos empleados trabajando en eso. Lo sabré mañana por la tarde.

─¿Y los recortes de los diarios?

─Le dije a Elsie Brand que fuera a la biblioteca y copiara eso de los archivos de los diarios. Donald, tienes que prepararte a encontrar a esa muchacha.

─¿Cuál?

─Roberta Fenn.

─Ya la encontré una vez.

─Bueno, encuéntrala por segunda vez ─dijo Berta, malhumorada.

─Estoy inquieto por Hale.

─¿Qué le pasa?

─No es muy honrado.

─Oye, Donald, nosotros no tenemos una sociedad para analizar la conducta de nuestros clientes. Somos una agencia de detectives. Y tratamos de ganar dinero con ella. Si un cliente viene y me dice que desea encontrar a alguien y me paga, el dinero es lo que vale.

─Así lo creo.

─Y eso es negocio.

─Tal vez.

─¡Oh, yo sé que ésa no es «tu» manera! Tú prefieres pelear contra molinos de viento. Crees que porque tenemos una agencia de detectives debemos ser como los Caballeros de la Tabla Redonda. Encuentras damiselas en desgracia, te enamoras de ellas y ellas de ti y entonces…

─Pero aún así, sigo inquieto por Hale.

─Yo también. Temo que no quiera pagarnos la prima.

─¿Las condiciones fueron escritas?

─Bueno… pero él podría escabullirse… ¿comprendes? ¿Qué te preocupa de él?

─Veamos ─dije─. Hale vino de Nueva York. Nos contrató a nosotros, de Los Ángeles, para encontrar una muchacha de Nueva Orleans. El trabajo fue muy fácil para nosotros.

─Pero Hale no lo sabía ─dijo ella.

─¡Al demonio si no lo sabía! Él estaba bien enterado de dónde vivía. Podía haberla señalado en cualquier momento. Antes de venir a vernos, había salido con ella.

─Eso no quiere decir nada.

─Muy bien ─dije─, lo pasaremos por alto e iremos a otra cosa.

─Nada de eso, Donald. Él dijo que no quería averiguaciones por ese lado.

─¿Por qué?

─No lo sé. Pero probablemente porque no quería que perdiéramos tiempo y dinero en un montón de tonterías.

─Nosotros encontramos a Roberta ─observé─. Íbamos a verla al día siguiente. A Hale lo suponíamos en Nueva York, pero no era así. Se había quedado en Nueva Orleans.

─¿Cómo sabes eso?

─Porque lo comprobé en el aeródromo. El hombre que fue y volvió a Nueva York usando el nombre de Hale pesaba ciento cuarenta y seis libras.

─Tal vez el peso estuviera equivocado.

Yo le sonreí.

─¡Oh, no te muestres tan superior! Prosigue, si te parece. Dime lo demás.

─Tú llamaste a Hale a Nueva York. No podías dar con él, pero él llamó y dijo que hablaba desde Nueva York o de un punto intermedio, donde se había detenido el aeroplano. Tú no sabías dónde estaba. Nadie lo sabía. Lo único que necesitó fue que una voz de muchacha dijera en el teléfono:

«Nueva York llama a la señora Berta Cool. ¿Es ella? Escuche, por favor».

Los ojos de Berta se habían agrandado.

─Prosigue. Cuéntamelo todo.

─Cuando él apareció en Nueva Orleans a la mañana siguiente, y yo le dije que había encontrado a Roberta Fenn, salimos juntos para buscarla, pero él sabía que ella no estaba allí.

─¿Cómo lo supiste?

─Porque él fue conmigo.

─¿Pero qué tiene que ver con esto?

─¿No lo comprendes? Ella le conocía como Archibald C. Smith. Al verlo habría dicho: «¿Cómo está, señor Smith?». Entonces el gato se habría escapado de la cesta. Por eso si él hubiera pensado que ella estaba allí, me hubiese mandado sólo.

─¿Algo más? ─Berta estaba ahora interesada.

─Mucho más.

─¿Qué?

─El único testigo real de la hora en que fue realizado el crimen es una muchacha que se llama Marilyn Winton. Es una joven de un club nocturno. Entraba en la casa de departamentos cuando oyó el disparo. Y miró su reloj unos minutos después. Dice haberlo oído a las dos y treinta y dos minutos.

─¿Y ella que tiene que ver?

─A Emory Hale ─dije─ le vieron entrar en la casa del departamento alrededor de las dos y veinte.

─¿Quieres decir que era allí donde estaba cuando lo suponíamos en Nueva York?

─Sí.

─¿Quién le vio?

─No puedo decírtelo.

Su rostro se ensombreció.

─¿Qué demonios quieres insinuar con eso de que no me lo puedes decir?

─Exactamente eso. Que todavía es confidencial.

Me miró como si quisiera arrancarme la cabeza.

─Alguna muchacha ─murmuró─; una de esas sinvergüenzas que quiere interesarte diciéndote que ha visto entrar a Hale y que no debes decírselo a nadie. ¿Así que dejas de lado a tu socia por unas faldas de dulce sonrisa, que te miran lánguidamente a los ojos y ya lo prometes?

─Otra persona me lo confirmó.

─¿Quién?

─Hale.

─Donald, ¿no habrás hablado con él de eso? ¡Pero si lo que más nos recomendó fue que no nos ocupásemos de su persona! Que deseaba…

─¡Cálmate! ─la interrumpí─. No me lo dijo con palabras, fueron sus acciones.

─¿Qué quieres decir?

─Estaba desesperado por conocer a Marilyn Winton. Yo me arreglé para llevarlo al club nocturno. Tomamos tres o cuatro copas. Procuraba enterarse de lo que yo sabía. Y yo de lo que él quería.

─¿Le hiciste pagar el gasto?

─Naturalmente. Quizá sea tonto para los negocios, pero no lo soy hasta ese punto.

─¿Qué descubriste?

─Se puso a hablar con Marilyn Winton acerca de la hora en que ella había oído el tiro, y le preguntó si estaba segura de que hubiera sido a las dos y media y no a las tres.

─¿Y entonces?

─Ella le contestó que, según su reloj de pulsera, eran las dos y treinta y dos. Entonces Hale le ponderó el reloj y le pidió que se lo dejara ver.

─¿Y qué hay de mal en eso?

─En ese preciso momento estaba tomando Coca˗Cola con «gin».

─¿Y qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando? ─preguntó con impaciencia.

─Él puso su vaso entre sus rodillas mientras daba vueltas al reloj para mirarlo. En ese momento salía una atracción y se apagaron las luces. Su mano derecha quedó unos minutos debajo de la mesa. Entonces se sonó las narices dos veces sin ninguna elegancia. Luego dejó el vaso sobre la mesa, mientras lo hacía, puso el reloj dentro del pañuelo. Y después se lo devolvió a su dueña. Marilyn lo limpió con la servilleta. Luego humedeció una punta en un vaso de agua y la pasó con cuidado por debajo del brazalete.

─No me canses con todos esos detalles ─dijo Berta─. ¿Qué tiene que ver todo eso? ¿Qué puede importarme cuántas veces se sonó las narices? Desde que pagó, lo demás no me preocupa. Él…

─¿No comprendes? ─le pregunté─. La acción de la muchacha, el pasar la servilleta mojada por su muñeca, eso es lo significativo.

─¿Por qué?

─El brazalete estaba pegajoso.

─No te comprendo.

─No tienes más que meter un reloj de pulsera dentro de un casco de «Cola» y «gin» y dejarlo un momento; luego lo secas con tu pañuelo, y verás cómo queda de pegajoso… Tú sabes cuánto azúcar tiene la «Coca˗Cola».

─¿Y para qué iba a meter nadie un reloj de pulsera dentro de un vaso de «Coca˗Cola»? ─preguntó Berta.

─Para que cuando aquella persona fuera interrogada sobre la hora exacta en que había oído el tiro, ésta tendría que confesar que unos días después había observado que su reloj andaba mal y lo había mandado al relojero.

Berta, allí sentada, pestañeaba como si la luz hubiera sido demasiado fuerte para ella.

─¡Que me emplumen!

Yo no dije nada y la observé mientras reflexionaba.

Después de unos instantes, dijo:

─¿Estás seguro, Donald, de que lo metió en su vaso?

─No. Estoy haciendo una comprobación.

─¿Para qué habría ido al departamento de Roberta Fenn?

─Por dos razones.

─¿Una es Roberta Fenn?

─Sí. La otra es el abogado muerto, Nostrander.

─¿Qué papel puede tener este último en todo esto?

─Roberta Fenn ─dije─ no sabía qué hacer. Fue a Nueva Orleans. Allí estaba Edna Cutler, esposa de Marcos Cutler. Éste, para conseguir el divorcio, manchaba su reputación. No pudiendo soportar aquello, Edna se fue a Nueva Orleans y dejó a Roberta como su doble. Cuando llegó la citación, le fue entregada a esta última.

»Marcos Cutler consiguió el divorcio. Sin esperar el decreto final, se casó con una mujer rica y llena de prejuicios. Y cuando ella está para tener un hijo, aparece Edna Cutler en escena anunciando que “ella” no ha tenido conocimiento de ese divorcio. Fue una maniobra muy hábil. Ahora ella lo tiene acorralado mientras él no pueda probar el fraude.

─¿Puede hacerlo?

─Podría intentarlo.

─¿Cómo?

─Contratando detectives.

─¿Qué detectives?

─Nosotros, por ejemplo.

Berta pestañeó.

─¿Comprendes?

─Naturalmente. Marcos Cutler es de los millonarios. Si él nos hubiera contratado diciéndonos lo que deseaba descubrir, nosotros lo hubiéramos sangrado. Más aún, podríamos haberle estafado. Hizo venir a un abogado de Nueva York, y como el hombre era de allá, creímos que también lo era su cliente.

─Prosigue, no estás equivocada.

─Entonces el abogado, haciéndose pasar por un señor Smith, consiguió acercarse a Roberta Fenn y trató de hacerla hablar. Como no consiguió nada, recurrió a nosotros. Él sabía lo que quería que nosotros descubriéramos, pero no quería confesarlo. Nos mandó a Nueva Orleans a buscar a Roberta Fenn sabiendo que nos sería muy fácil encontrarla. Lo que realmente deseaba era que nosotros empezáramos a investigar su pasado y la hiciéramos hablar. Pensó que ella no tendría ninguna reserva con una persona que la buscaba por un asunto de herencia.

─Podría haberle dado un buen resultado ─dije.

─Y como nos vino con ese cuento ─prosiguió Berta─, le hice un precio acomodado. Aunque fue bastante alto, dos o tres veces más que a cualquiera de la ciudad, pero… ¡si lo hubiese sabido!

─Ahora lo sabes. Sucedió otra cosa.

─¿Qué?

─Que instalé a Emory G. Hale en tu departamento. No hacía mucho que estaba allí cuando empezó a revolver un viejo escritorio, en el que encontró unos viejos recortes de diarios que se referían a ese crimen de Howard Chandler Craig. Parece que éste iba en auto con Roberta cuando un llamado salteador salió de un matorral y, después de apoderarse de la cartera de Craig, trató de llevarse a la muchacha. Y como éste quiso defenderla, le mató. Por lo menos eso fue lo que contó la joven que lo acompañaba.

─Prosigue ─dijo Berta─. Quiero saber el resto.

─En el fondo del escritorio había un revólver de calibre treinta y ocho. Craig fue muerto con uno igual.

─Entonces es Roberta Fenn la culpable. La historia del asalto fue mentira.

─Tal vez no.

─Bueno, si se descubre que ésa fue el arma que mató a Craig, no hay escapatoria.

Yo meneé la cabeza.

─¿Por qué no?

─Hale se puso en contacto con Roberta Fenn cuando se hacía pasar por corredor de Seguros de Chicago. Quiso hacerle hablar, pero no lo consiguió, o lo que le dijo no era lo que él deseaba oír.

─¿Y qué era?

─Que existía alguna relación entre ella y Edna Cutler, que ésta estaba enterada del juicio de divorcio, de que iban a presentar una citación y que la había puesto a Roberta Fenn en su departamento para impedir que se la entregaran a ella.

─¿Y entonces? ─preguntó Berta.

─Marcos Cutler ─dije─ había conseguido el divorcio por un decreto provisional y no final. Si Edna Cutler se presenta a los Tribunales y dice que se declare sin valor ese decreto, alegando que ella no ha estado enterada de esa acción de divorcio, pues no ha recibido la citación… el asunto se vuelve otro. Si es lo contrario, entonces nosotros estamos siendo engañados por unos estafadores.

─¿Qué quieres decir? ─preguntó Berta.

─Suponte que Marcos Cutler desea conseguir un divorcio. Que sabe que Edna Cutler se lo va a discutir. Y no quiere encontrarse envuelto en un asunto así, pues él mismo vive en una caja de cristal y no puede arriesgarse a tirar piedras. Muy bien, entonces manda a Roberta Fenn a Nueva Orleans, que se pone en contacto con Edna Cutler. Ésta se encuentra muy deprimida y Roberta, con mucha habilidad, le da la idea de que mejor es que desaparezca. Una vez que la joven se ha ido, Roberta se lo comunica a Marcos Cutler y éste hace que sus abogados manden la citación a Nueva Orleans. Se la entregan a Roberta como si fuera Edna Cutler y ésta no se entera del juicio de divorcio. La han quitado de en medio sin darle posibilidad de defenderse.

─¿Y entonces? ─preguntó Berta.

─Todo queda escondido, hasta el día en que Edna se entera de ello. Luego, en el momento que ella está preparada para caerle encima, nos viene Hale con el cuento de que desea encontrar a Roberta Fenn. La encontramos. Ésta es muy ladina. Ella se arregla para que aquello ocurra en el momento oportuno. En realidad, si yo, como detective, no la hubiera encontrado, seguramente ella misma se me hubiese puesto en el camino.

─Prosigue ─dijo Berta─. Todo eso es tan elemental, que no vale la pena perder tiempo en ello. Dame la verdadera situación.

─El juego era que nosotros encontráramos a Roberta Fenn y nos hiciéramos muy amigos. Podría hasta hacerme algún anticipo. Luego ella «me lo contaría todo», únicamente que ese «todo» sería que Edna Cutler se había conducido de manera muy rara al hacerle tomar su nombre. Esto sería bastante para indicar que había un gran plan por parte de Edna para estafar a su marido. Entonces, el Tribunal rechazaría toda acusación de parte de ella.

─¿Qué vamos a hacer ahora, querido? ─preguntó pensativa Berta.

─Absolutamente nada… hasta que sepamos si estamos engañados por unos estafadores o si todo el asunto es un barullo.

─Tenemos que encontrar a Roberta.

─Ya lo he hecho.

─¿Qué has hecho?

─Encontrarla.

─¿Dónde está?

Le hice un guiño a Berta y dije:

─Me he encargado de ella. Podrías buscarla un año entero en Nueva Orleans sin encontrarla.

─¿Por qué?

─Quiero decir que la he escondido y esta vez ha sido un buen trabajo.

─¿Cuál es tu idea? ¿Por qué no decirle a Hale que la hemos encontrado y aclararlo todo?

─¿Y luego?

─Bueno… terminaría nuestro contrato.

─¿Y qué le sucedería con Roberta Fenn?

─¡Al infierno con Roberta Fenn! Piensa en nosotros.

─Entonces piensa un poco más en nosotros también.

─¿Qué quieres decir?

─Nos han dado un juego de naipes marcados. Se supone que nosotros inocentemente los ponemos en juego… Muy bien, los ponemos en juego, cobramos lo estipulado y se acabó. Pero supongamos que nosotros aceptamos los naipes marcados, los guardamos en nuestro bolsillo y nos olvidamos de ponerlos en el juego y va a haber un gran pozo. ¿Qué sucede?

Era el único argumento que podía apreciar Berta, el que se refería a las finanzas. Ella sonrió embelesada.

─¡Y yo que creía que no entendías nada en los asuntos de dinero…!

Por un momento creí que me iba a abrazar. Yo me levanté y me dirigí hacia la puerta.

─¿Qué quieres? ─me preguntó.

─Deseo ─dije─ que te sientes en tu oficina y no sepas dónde estoy. Si Hale telefonea, he desaparecido.

Berta frunció el ceño.

─Tendré que mentirle, ¿no es así?

─Ahora sí. Si no hubieras sido tan hábil, siguiéndome el rastro por mi llamada telefónica, podrías haberle dicho la verdad… que no sabías mi paradero.

─¿Y qué haremos ahora? ─preguntó Berta Cool.

─Esta noche cuando llames, le dices que no sabes dónde estoy.

─¿Quieres decir que debo mentirle?

─No ─dije, sonriéndole─. Quiero que le digas la verdad.

─No te comprendo.

Yo abrí la puerta para dejarla pasar y le dije:

─Esta noche no sabrás dónde estoy.