ROBERTA Fenn fue puntual. Salió con aspecto fresco y arreglada con su traje de chaqueta. Sus ojos castaños tenían una expresión divertida como si aquello fuera un juego en el que ella podía intervenir si lo deseara. Le señalé el coche que esperaba en el borde de la acera y de un salto abrí la puerta.

Instalada sobre los almohadones, Roberta me miró diciendo:

─¿Así que usted es detective?

─Así parece.

─Yo siempre tenía unas raras ideas acerca de los detectives.

─¿Qué clase de ideas?

─Que eran unos hombres grandes que intimidaban, o unas personas siniestras disfrazadas.

─No hay que generalizar.

─Su vida debe ser interesante.

─Creo que sí, si uno se detiene a pensarlo.

─¿No lo hace algunas veces?

─¿El qué?

─Pensar en esto.

─Tal vez.

─¿Por qué no?

Yo le contesté:

─Creo que uno nunca se detiene a analizar la clase de vida que lleva, si está satisfecho con ella. A mí me gusta mi trabajo; por eso no hago comparaciones inútiles.

Ella se quedó pensando un largo rato y luego dijo:

─Tiene razón.

─¿Por qué?

─Sobre la manera de ver su vida y su idea, para no hacer comparaciones innecesarias. ¿Cuánto tiempo hace que es detective?

─Mucho.

─¿Estudió para eso?

─No. Empecé a estudiar Leyes.

─¿Qué se lo impidió? ¿No terminó la carrera?

─Nada. Me licencié de abogado.

─Y entonces… ¿por qué?

─Algunas otras personas me hicieron la contra.

─¿Qué quiere decir?

─Encontré un escape en la ley mediante el cual un hombre que cometiera un crimen podría dejar con un palmo de narices a la Justicia.

─¿Qué sucedió? ─preguntó Roberta sin aliento.

─Me expulsaron del foro.

─Lo sé… pero ¿qué sucedió después que usted descubrió el asunto…? Bueno, usted sabe a qué me refiero.

─No mucho.

─¿Cometió alguien el crimen y se escapó?

─Es una historia muy larga.

─Me gustaría oírla alguna vez.

─Cuando me expulsaron, me dijeron que estaba loco, que mi plan no resistiría el agua, que aquello sólo era un sueño, pero demostraba un espíritu peligroso y antisocial.

─¿Y qué pasó?

─Entonces ─proseguí─ salí a la calle y se lo probé a ellos mismos.

─¿Quién cometió el asesinato?

─Ellos creyeron que era yo.

─Diga, ¿se está burlando de mí?

─¿En un taxi?

Aquellos ojos de avellana siguieron mirándome de frente, luego dijo:

─No le creo.

─Como le parezca. No tengo interés en mentirle.

─¿Y qué dijeron ellos… los que habían dicho que era una fantasía?

─¡Oh! Nombraron una comisión entre la gente del foro y empezaron a remendar las leyes para tapar aquel agujero.

─¿Hicieron eso?

─Poco más o menos… en lo posible, dentro de las leyes del Estado.

─¿Puede decirme si arreglaron algo?

─No.

─¿Por qué no?

─Porque uno nunca sabe lo que hará el Tribunal Supremo.

─¿No sigue reglas fijas?

─Están dominados por los precedentes. En esos asuntos conocemos bien la ley. Ahora están cambiando todas esas viejas teorías. Y es un desbarajuste porque no se sabe cuáles cambiarán y cuáles quedarán.

─¿Y esto no es un peligro?

─Podría ser bueno y también malo. Es algo condicional. Hemos tenido muchos cambios en la Justicia. Estos nuevos jueces removerán las leyes de acuerdo con sus ideas. Y los abogados aconsejarán a sus clientes según les convenga. Mientras tanto todos se preguntan… ¿Qué puede decirme acerca del señor Smith?

Ella se echó a reír, diciendo:

─¿No le parece brusco el cambio de tema?

─¿La desconcierta? ─pregunté.

─¿No era eso lo que quería?

─No.

─¿Qué desea saber de él?

─Todo lo que usted sepa.

─Es muy poco. Se lo diré cuando lleguemos a mi apartamento.

Y seguimos viajando varias manzanas en silencio.

─Usted parece muy joven ─dijo ella.

─No lo soy.

─¿Alrededor de veinticinco?

─Más viejo aún.

─No creo que sea mucho más que eso.

No le contesté.

─¿Usted trabaja para alguien?

─Lo hice durante un tiempo. Ahora voy a medias en el negocio… ¿No podríamos hablar de otra cosa para cambiar? ¿Nueva Orleans? ¿Política? ¿Su vida amorosa? ¿La guerra?

Ella me miró con curiosidad.

─¿Qué? ¿Le interesa mi vida amorosa?

─Yo le di varios temas a elegir. Usted sólo ha recordado lo de su vida amorosa. ¿Está tratando de ocultar algo? Eso es una contraofensiva.

Roberta reflexionó un minuto y la sonrisa volvió a sus labios.

─Creo que usted es muy competente. Está muy bien hecha.

Yo saqué un paquete de cigarrillos del bolsillo.

─¿Usted fuma?

Ella miró la marca.

─Agradecida.

Estiré a medias un cigarrillo y alargué el paquete. Ella lo tomó y, golpeándolo contra su pulgar, esperó el fuego.

Los encendimos con el mismo fósforo. El coche disminuyó la marcha, ella miró por el vidrio y dijo:

─Es la casa de al lado, a la derecha.

─¿Desean que espere? ─preguntó el chófer cuando le pagaba.

Yo miré a la señorita Fenn, inquiriendo:

─¿Le hago esperar?

Ella titubeó una fracción de segundo y luego dijo:

─No ─y agregó apresuradamente─: Siempre encontrará otro después.

─Puedo esperar diez minutos sin taxímetro ─dijo el hombre─. Éste marca cincuenta centavos, y los estará marcando cuando vuelva. Si usted…

─No ─dijo Roberta con energía.

El chófer se llevó la mano a la gorra. Yo le di una propina y seguí por la acera, subiendo unos cuantos escalones. La vi abrir el buzón, sacar dos cartas, mirar rápidamente la dirección que llevaban atrás y guardarlas en su bolso. Luego abrió una puerta.

Subimos. El apartamento quedaba en un segundo piso. Eran dos habitaciones pequeñas. Me indicó una silla, diciendo:

─Siéntese. Voy a ver si encuentro la carta de mi amiga, en la que me pedía que le hiciera conocer la ciudad. A lo mejor tardo un rato.

Entró en el dormitorio, cerrando la puerta.

Me instalé en una silla, tomé una revista y la sostuve abierta para poder enfrascarme en ella al menor ruido. Y observé el apartamento.

No hacía mucho tiempo que vivía allí. El sitio no había tomado nada de su personalidad. Miré algunas revistas sobre la mesa. Una de ellas tenía su nombre impreso, lo que demostraba que era una suscriptora. Sin embargo, todas eran recientes. Hubiera apostado cualquier cosa a que no hacía más de seis semanas que habitaba allí.

Cinco minutos después salió triunfante de su cuarto.

─Tardé un poco, pero aquí la tengo… sólo que no da el número de la habitación. Creía que lo tenía, pero sólo era el nombre del edificio.

Tomé la estilográfica y mi libreta de apuntes. Ella desdobló la carta. Desde mi sitio vi que era letra de mujer.

─Es Archibald C. Smith, en… ¡Oh, no vale nada!

─¿Qué pasa?

─No trae la dirección de su oficina. Tendré que buscarla en mi libreta, espere un momento.

Y se volvió al dormitorio, llevándose la carta. Unos segundos después traía una libreta de direcciones con tapas de cuero, la que recorría con atención. Y dejó la carta sobre la mesa.

─Sí. Aquí está. Archibald Collington Smith, Lakeview Building, Michigan Boulevard, Chicago.

─¿Tiene el número de la habitación?

─No. Estaba confundida. No recordaba que sólo tenía el nombre del edificio.

─¿Usted dice que allí tiene su negocio?

─Sí. Es un edificio de despachos. No conozco la dirección particular.

─¿En qué dice que se ocupa?

─En Seguros.

─Pienso si su amiga no podría decirme algo sobre él ─y señaló la carta.

Ella se echó a reír, y yo me di cuenta de que ella veía la trampa.

─Yo creo que sí. Pero si usted busca al señor Smith por asuntos de una herencia, me parece que él podría informarle mejor que nadie.

─Sin duda ─dije, asegurando enseguida─: Pero ésa es una de las dificultades al hacer averiguaciones sobre personas de nombres tan comunes como Smith. Cualquiera puede engañarnos haciéndose pasar por el que se busca, con la esperanza de conseguir el dinero. Por eso es que preferimos investigar antes de acercarnos a la persona interesada.

Sus ojos me sonreían y de pronto se echó a reír.

─Usted arregla muy bien las cosas. Pero me cree tonta.

─¿Por qué?

─Es la primera vez que oigo que se busque a un heredero de esa manera. Por lo general dicen los abogados: «Antes de entregar la herencia tenemos que encontrar a un Archibald C. Smith, que era hijo de Fulano, que murió en mil novecientos y tantos. La última noticia que hemos tenido de este señor es de que estaba en Chicago al frente de una mercería». Entonces los detectives empiezan a buscarle y uno de ellos viene a verme y dice: «Perdone, señorita, ¿usted no conoce a un señor Smith, que tiene un negocio en Chicago?». Y yo contesto: «No, pero conozco uno del mismo nombre, que vive en esa misma ciudad y que es agente de Seguros. ¿Cómo es ese señor?».

Y el detective me contesta: «¡Dios mío, no lo sé!».

─¿Así que…? ─le pregunté.

─Es lo que le estoy preguntando a usted.

─¿Quiere decir usted que esto no es lo correcto?

─Sí. Es bastante incorrecto.

─¿Le parece? ─dije, sonriéndole.

Había una ligera exasperación en su rostro. Se disponía a echarme un discurso cuando golpearon la puerta con los nudillos. Su atención fue hacia allí, mirando con una expresión de desconcierto.

Ella se levantó y abrió la puerta.

Una voz de hombre, aguda en su ansiedad, dijo:

─¡Ya le dije que no podría escapárseme! Pero usted trató de hacerlo, ¿no es cierto? Bueno, querida mía, yo…

Yo no miraba hacia la puerta en ese momento, pero cuando se interrumpió comprendí que había entrado en el cuarto, encontrándose conmigo allí, en una silla.

Volví la cabeza con naturalidad. Le reconocí en seguida. Era el hombre que había respondido a los bocinazos delante del «Jack O’Leary’s Bar» a las tres de la mañana.

Roberta se volvió a mirarme y luego le dijo en voz baja a su visitante:

─Venga un momento afuera, donde podamos hablar.

Y medio lo empujó hacia el corredor, entornando la puerta detrás de ellos, de manera que ésta se quedó medio cerrada.

Yo sólo disponía de algunos segundos y tenía que aprovecharlos. Me levanté de la silla con gran suavidad. Mi mano tomó la carta que Roberta había dejado encima de la mesa.

El sobre llevaba el siguiente remite: «Edna Cutler, 935 Turpitz Building, Little Rock, Arkansas».

Eché con gran rapidez una mirada a la carta. Ésta decía:

Querida Roberta:

Unos días después de recibir esta carta tendrás la visita de Archibald C. Smith, de Chicago. Le he dado tu nombre. Por asuntos de negocios, deseo que seas especialmente amable con él, procurando que su permanencia en Nueva Orleans le sea agradable. Llévalo por el barrio francés y hazle conocer algunos de los más famosos restaurantes. Te puedo asegurar que será un programa fácil de realizar porque…

Oí abrirse la puerta del corredor y una voz de hombre que decía:

─Muy bien. Queda prometido. No lo vaya a olvidar ahora.

Tiré la carta sobre la mesa y estaba encendiendo un cigarrillo cuando entró Roberta.

Ella sonrió, diciendo:

─Bueno, ¿dónde estábamos?

─Nada de particular. Conversábamos.

─Usted es un detective ─dijo─. ¿Cómo ha podido entrar ese hombre en mi apartamento sin haber llamado?

─Muy fácilmente.

─¿Cómo?

─Puede haber llamado a otro apartamento para hacerse abrir la puerta. O forzar la cerradura. Éstas no valen gran cosa y la llave de cualquier apartamento puede abrirlas. ¿Para qué puede querer entrar sin llamarla?

Ella rió nerviosa con una risita aguda y dijo:

─No me pregunte por qué los hombres desean hacer todas las cosas que hacen. Bueno, creo que le he dicho todo lo que sabía sobre Archibald Smith.

Comprendiendo la indicación me puse de pie diciendo:

─Un millón de gracias.

─¿Usted… usted está en la ciudad?

─Sí.

─¡Oh!

Sin preguntarle nada más, le dije bruscamente:

─Creo que he interrumpido su velada. Espero que no se le haya hecho tarde…

─No diga eso. No se ha interpuesto en nada. Gracias. De pie en el paso de la puerta, me miró bajar las escaleras. Salí a la calle y miré a todos lados y a los coches por allí estacionados, pero no pude ver la alta silueta del hombre que había aparecido en el apartamento de Roberta Fenn.

Y gasté bastante tiempo para buscarlo. Pasaron diez minutos antes que consiguiera un coche desocupado que me llevase hacia la ciudad. El chófer me dijo que había tenido suerte. Porque no venían muchos por ese lado.