EL ascensor contenía la acostumbrada muchedumbre de los lunes por la mañana. Hombres que habían andado sin sombrero sobre los campos de golf o las playas, y cuyas frentes estaban quemadas por el sol; muchachas con los ojos cansados, tratando de disimular con el maquillaje las denunciadoras marcas de la falta de sueño… Gente que encontraba doblemente desagradables los sombríos rincones de la oficina después de haber pasado un día al aire libre.

Elsie Brand estaba en su oficina, enfrente de la mía, cuando abrí la puerta marcada «Cool y Lam, Investigaciones confidenciales».

Ella levantó la vista cuando yo entré.

─¡Hola! Dichosa por verte de vuelta. ¿Tuviste buen viaje?

Retiró la máquina echando una rápida mirada al reloj como diciendo cuánto tiempo de la sociedad podría conceder a uno de los socios.

─Así, así.

─Hiciste un buen trabajo en el asunto de la Florida, ¿verdad?

─Se aclaró muy bien.

─¿Cómo está el negocio de Nueva Orleans?

─Echando fuego. ¿Dónde está Berta?

─No la he visto aún.

─¿Hizo alguna investigación en los Bienes Roxberry?

─Regular. Aquí hay un informe… Unas pocas notas.

Se levantó de la silla, acercóse a los archivos y pasó un dedo por el índice; abrió un cajón, revolvió las carpetas con la rápida seguridad del que sabe exactamente el sitio de cada cosa, sacó una ficha y me la entregó.

─Es todo lo que hemos podido obtener.

─Gracias. Le echaré un vistazo. ¿Cómo va el asunto de las construcciones?

Miró rápidamente hacia la puerta y bajó la voz, diciendo:

─Ha habido un cambio de cartas sobre ese asunto. Está todo en los archivos. Pero la correspondencia está en la oficina de Berta… bajo llave. Bien guardada.

─¿Sobre qué es esa correspondencia?

─Para conseguir que fueras aplazado en las clasificaciones.

─¿Lo consiguió?

Elsie miró otra vez la puerta.

─Me costaría el empleo si te lo dijera.

─¿Yo no tengo nada que decir en este asunto?

─En éste no. Y yo perdería mi puesto.

─Bueno. Y… ¿lo consiguió?

─Sí.

─¿Cuándo?

─La semana pasada.

─¿Está todo arreglado?

─Sí.

─Gracias.

Me miró con curiosidad. Frunciendo el ceño entre sus arqueadas cejas, preguntó:

─¿Le vas a dejar hacer eso?

─Seguro.

Elsie se volvió hacia la máquina de escribir, puso sus dedos sobre el teclado un momento y luego empezó a oprimirlo como si hubiese sido una pianista dando un concierto.

─¿Qué esperabas que hiciera?

─Nada ─dijo sin levantar la vista.

Me llevé el informe sobre los bienes Roxberry a mi oficina particular, me senté delante del escritorio y empecé a estudiarlo en detalle.

No me descubrió nada especial.

Silas T. Roxberry había hecho muchos negocios financieros, colocando dinero en varias actividades comerciales, algunas de las cuales dirigía. Otras eran simplemente pequeñas salidas de fondos para invertir en otros negocios. Él había muerto en 1937, dejando dos hijos; un varón de quince años y una niña de diecinueve, llamada Edna.

A causa de que la mayoría de los negocios eran demasiado complicados una separación de bienes podría producir una merma del capital, se había decidido reunir los derechos de los herederos en una corporación conocida como Bienes Roxberry, participando ellos con un gran capital.

Howard C. Craig había sido el tenedor de libros de confianza de Roxberry. Hacía siete años que trabajaba con él. La corporación Bienes Roxberry puso a Craig como secretario y tesorero. Después de su muerte, un hombre llamado Seil le había reemplazado. Un abogado de nombre Biswill manejaba la fortuna con el título de gerente general de la Corporación. Y los negocios seguían de la misma manera que en vida de Roxberry. Como era una sociedad privada, era imposible saber algo sobre el éxito administrativo, pero Berta había conseguido un informe comercial. En éste se decía que el negocio era solvente, rápido en el pago, aunque se murmuraba que últimamente había hecho algunas malas inversiones.

No era imposible que Edna Cutler fuera Edna Roxberry. Tomé el teléfono y llamé a los Bienes Roxberry. Dije que era un amigo de la familia que había estado lejos muchos años y pregunté si Edna Roxberry se había casado.

Me dijeron que aún estaba soltera y que encontraría su número en el listín de teléfonos. Querían saber quién llamaba. Corté la comunicación.

A las diez, Berta aún no había aparecido.

Le dije a Elsie que salía y me fui a las oficinas de los Bienes Roxberry.

Toda su historia podía leerse en los letreros de las puertas de sus oficinas. Silas Roxberry había sido uno de sus principales clientes. Biswill, con la muerte de aquél, había trasladado allí todos sus asuntos. Habiendo sostenido a los herederos en la idea de entregarlo todo a una corporación, había sido nombrado gerente general de ella. Ahora los letreros decían:

«Herman C. Biswill, abogado. Entrada 619».

En el 619 decía:

«Bienes Roxberry Inc. Entrada».

Más abajo, en un rincón, a la izquierda:

«Herman C. Biswill, abogado. Entrada».

Las letras del nombre de la oficina privada estaban gastadas. Éste era el viejo estudio del abogado.

No se necesitaba ser un buen detective para comprender que Herman C. Biswill había cortado una buena tajada de pastel.

Abrí la puerta y entré.

Parecía haberle entrado la manía de las máquinas. Las había allí de todas clases: registradoras, de sumar, de direcciones, etc. Una mujer de cierta edad estaba manejando una máquina de calcular. Otra joven preparaba la correspondencia.

Había un tablero a un costado y una ventanilla en la que se leía: «Informes». Pero en ella no había nadie. Cuando yo entré, apareció una luz en el tablero sonó un timbre. La empleada se acercó a tomar el teléfono dijo:

─Bienes Roxberry… No, no está aquí… No puedo decirle si vendrá hoy… ¿Era un mensaje? Muy bien; se lo diré. Gracias.

Cortó la comunicación y dejó caer una llave en el tablero. Me miró con sonrisa cansada, diciendo:

─Buenos días.

Tenía más de cincuenta años. Se veía que era una mujer que había trabajado toda su vida. Sus ojos estaban cansados, pero eran bondadosos, y su aspecto el de una persona que sabe lo que hace.

─¿Usted está en la corporación desde hace mucho tiempo?

─Sí.

─¿Trabajó con el señor Roxberry?

─Sí. ¿Qué desea usted?

─Estoy buscando informes sobre una persona que se llama Hale ─dije.

─¿Qué quiere saber de él?

─Algo referente a su crédito.

─¿Puede darme su nombre?

─Lam. Donald Lam.

─¿Y qué Compañía representa?

─Una sociedad Cool y Lam. Soy uno de los socios. Estamos haciendo un negocio con el señor Hale.

─Espere un momento. Veré si encuentro algo.

Se fue al fondo de la oficina, abrió un índice y recorrió cierto número de fichas, sacó una y volvió al mostrador.

─¿Cuáles son sus iniciales?

─¿Del señor Hale?

─Sí.

─Emory G. Hale. Debe haber sido uno de los abogados de la sociedad.

Volvió a mirar la ficha.

─No tenemos ningún informe de Emory G. Hale. No hay informes de que hayamos negociado con él.

─Tal vez usted lo recuerda ─dije─. Debe haber sido el representante de alguien y es posible que ése no sea su nombre. Tiene alrededor de cincuenta y siete o cincuenta y ocho años, ancho de espaldas, brazos largos… Cuando sonríe tiene un hábito peculiar: cierra los dientes, entreabriendo los labios.

Ella pensó un momento y luego, moviendo la cabeza, dijo:

─Creo que no puedo ayudarle. Aquí se hacen negocios de muchas clases. El señor Roxberry se ocupa de asuntos financieros.

─Sí, lo sé. ¿Usted no recuerda al señor Hale?

─No.

─Podía figurar bajo otro nombre.

─No. Estoy segura de eso.

Fui a alejarme, pero me volví de pronto, diciendo:

─¿Tienen ustedes asuntos con Marcos Cutler?

Ella negó con la cabeza.

─¿O con Edna Cutler? ─pregunté, como si entonces se me ocurriera la idea.

─¿Edna P. Cutler?

─Creo que es así.

─¡Oh, sí! Teníamos muchos negocios con ella.

─¿Y sigue todavía?

─No. Se perdió todo. El señor Roxberry hacía muchos negocios para la señorita Cutler.

─¿Señora o señorita?

Ella frunció el ceño, diciendo:

─No lo sé. Sólo recuerdo el nombre en los libros: Edna P. Cutler.

─¿Pero cómo la llamaba cuando ella venía? ─pregunté.

─No creo haberla visto en mi vida.

─¿Su cuenta no es activa ahora?

─¡Oh, no! Hicieron algunos negocios con el señor Roxberry. Espere un momento. Frances ─llamó a la muchacha que escribía a máquina─, ¿no han terminado todos los negocios con Edna P. Cutler?

La joven se detuvo para inclinar la cabeza, asintiendo, y siguió con su trabajo.

La mujer que estaba detrás del mostrador me dio una cansada sonrisa de despedida.

Salí y me quedé pensando en el corredor.

Edna Cutler. Varios negocios con Silas Roxberry… Sin embargo, nunca había venido a la oficina… Howard Chandler Craig, un tenedor de libros… Salía con Roberta Fenn… Un asaltante misterioso y el tenedor de libros que debía conocer al dedillo las transacciones financieras de Silas T. Roxberry, asesinado.

Llamé a la oficina encontrando que Berta no había regresado aún. Le dije a Elsie Brand que iría a mediodía y que si llegaba Berta le dijera que me esperara.

Me fui al departamento de policía.

Al sargento Peter Rondler, de la Sección de Homicidios, le había tratado yo siempre a patadas. La razón era que había tenido dos o tres discusiones con Berta Cool y odiaba hasta el suelo que ella pisaba. Cuando yo había empezado a trabajar con ella, él había predicho que yo sería un verdadero felpudo antes de tres meses.

El hecho de que yo había llegado a ser su socio y que en ciertas ocasiones le hacía frente a ella, le producía una gran satisfacción personal.

─¡Hola, Sherlock! ─dijo al abrir yo la puerta─. ¿Desea algo?

─Tal vez.

─¿Cómo anda el detective?

─Solo, bien.

─¿Y las relaciones entre usted y Berta?

─Divinamente.

─No veo todavía marcas de pies.

─Todavía no.

─Ya lo va a domar. Podré hacerle frente un tiempo, pero nada más. Ella le tirará de las orejas, le pondrá su marca y luego lo enviará al matadero. Después de curtir su linda piel y convertirlo en cuero, empezará a buscar otra víctima.

─Eso es lo que se imagina ─dije─, pero no voy a dejar el pellejo.

Él rió.

─¿En qué historias anda?

─Novecientos treinta y siete. Asesinato no descubierto. Un hombre llamado Howard Chandler Craig.

El sargento tenía unas cejas hirsutas, que cuando fruncía el ceño le caían sobre los ojos como nubarrones por encima de una montaña.

─¿Se está divirtiendo? ─dijo.

─No lo creo.

─¿Qué sabe de eso?

─Nada.

─¿Cuándo estuvo en Nueva Orleans?

Yo titubeé.

─Empiece a mentirme y le echo abajo su maldita agencia. No tendrá ni un ápice de cooperación mientras viva.

─Ahora llego de allí.

─¿Por qué? ¿Qué es lo que anda mal?

Rondler apoyó su antebrazo sobre el escritorio, levantó la muñeca y, con los dedos, tocó el tambor sobre la mesa. Por fin dijo:

─La policía de Nueva Orleans está haciendo averiguaciones.

─Puede ser un punto de vista de Nueva Orleans.

─¿Qué?

─Una joven llamada Roberta Fenn iba en un coche con Craig cuando fue muerto. Ella ha estado mezclada en otro caso de asesinato en Nueva Orleans. La policía no está segura de lo que sucedió. No sabe si ella es la víctima, si fue la que lo mató o si sólo se asustó y se envenenó.

─Dos asesinatos en cinco años es demasiado para una linda muchacha.

─Así parece.

─¿Y usted qué es lo que busca en esta casa?

─Investigo.

─¿Para quién?

─Para un abogado. Quiere cobrar una herencia.

─¡Fantasías!

─Es la verdad. Por lo menos, así nos lo ha dicho a nosotros.

─¿Quién es el abogado?

Sonreí.

─¿Qué busca?

─A una persona que ha desaparecido.

─¡Oh!

Rondler sacó un cigarro y apretó sus labios como si fuera a silbar, pero no lo hizo. Con cuidado, cortó la punta del cigarro. Luego, sacando un fósforo, dijo:

─Muy bien, aquí está el asunto. A fines de mil novecientos treinta y seis tuvimos grandes disgustos con un hombre que asaltaba las parejas de enamorados.

»Fue algo muy desagradable. Pusimos hombres en los puntos estratégicos y le tendimos trampas. Nada dio resultado.

»Cuando el asunto estaba muy grave y nadie se animaba a salir en coche por el parque, nuestro bandido desapareció. Creíamos haber quedado libres de él, cuando en la primavera de mil novecientos treinta y siete los asaltos volvieron a repetirse.

»Varios muchachos formaron una Liga de defensa cuando él empezó a tomarles sus mujeres. Craig era uno de ellos. Eran tres que siempre iban juntos; dos de ellos fueron muertos, el tercero fue herido, pero se salvó. Las cosas se pusieron muy serias. El jefe de policía ordenó capturar a ese pájaro.

»Seguimos poniendo trampas. No caía en ellas. Luego alguien tuvo una idea luminosa. Un sujeto que organizaba regularmente sus asaltos, ¿por qué desaparecía en los meses fríos? Naturalmente, tenía menos ocasiones, pero era más fácil elegir.

»Se nos ocurrió que tal vez se iba a otros sitios durante los meses de invierno. El sitio más indicado era San Diego. Así, buscamos en la Florida.

»Cerca de Miami se habían producido muchos asaltos de enamorados durante el invierno de mil novecientos treinta seis y mil novecientos treinta y siete. Y lo mejor era que tenían un par de rastros, algunas impresiones digitales y algo con lo cual podríamos trabajar.

»Eso nos dio la oportunidad. Pensábamos que este hombre viajaba en automóvil y que éste estaba registrado en California. Que debía ser un lobo solitario y no tenía mujer. Fue un trabajo aburrido. Empezamos a examinar los números de las patentes de los vehículos que, teniendo matrícula de California, habían sido registrados en la Florida y de aquellos que habían entrado en el Estado dos semanas antes de que empezara el primer asalto en Los Ángeles.

»Esto nos dio el primer dato. Encontramos que un coche registrado a nombre de Rixman había cruzado en Yuma, cuatro días justos antes del primer asalto del treinta y siete. Buscamos a esa persona. Era más bien buen mozo y moreno. Hacía algún tiempo que estaba sin trabajo, pero pagaba su alquiler con puntualidad, tenía dinero y dormía mucho durante el día.

»Conducía un “cupé Chevrolet” y lo guardaba en un garaje que había en los fondos de la casa dónde vivía. Dos o tres veces por semana iba al cine, pero otro par de noches salía con el auto.

»La patrona le oía volver muy tarde. Todo eso era en el verano de mil novecientos treinta y siete.

─Naturalmente, de cuatro de esos asaltos sólo uno era denunciado a la policía. A veces el hombre no puede permitir que su nombre salga en el informe oficial. Otras es la joven quien no lo desea. Cuando ha habido violencia es un triste negocio hacer tal denuncia y que los diarios publiquen los detalles.

─¿Era Rixman? ─pregunté.

─Ése era el pájaro que buscábamos. Empezamos a seguirlo y a la tercera noche él dirigió su coche hacia el parque de los enamorados, lo estacionó, bajó del coche y anduvo unos trescientos metros, y esperó debajo de un árbol. Eso nos dio todo lo que necesitábamos. Teníamos una mujer detective que se prestó para la trampa. Sorprendimos a Rixman con las manos en la masa. Los muchachos cayeron sobre él, y cuando llegó aquí, a la oficina, estaba como un cordero.

»Se sentó allí, en esa silla. Sabía que todo terminaba para él. En ese momento no le preocupó, pero después tomó un abogado y simuló la locura. Pero no le sirvió de nada.

»Nos dijo que tenía un hermoso par de anteojos. Elegía lugares oscuros, pero donde había un poco de claridad que reflejaba el punto en que los coches se detenían. Estudiaba con detenimiento a sus ocupantes antes de acercarse. Con aquellos anteojos era difícil engañarlo. Sabía cuándo era una trampa, y entonces se quedaba tranquilamente en la sombra y esperaba.

»Lo contó todo. No recordaba los asaltos que había cometido, pero no se olvidaba de aquéllos en que hubo tiros. Siempre juró que no había cometido el de Craig. Los muchachos no le creyeron, pero yo sí. No veía la razón para que mintiera sobre ese punto, cuando lo mismo iban a colgarle.

─¿Le ahorcaron?

─Gas ─respondió Randler─. Cuando le condenaron se había vuelto muy rebelde. Después de aquella primera noche no quiso volver a hablar. Consiguió un abogado y éste le dijo que callara. Simularon la locura, tratando de mantener esta actitud hasta el momento de la ejecución, pensando tal vez que conseguiría prórroga. Yo nunca pensé que ahí terminara el caso de Craig.

─¿Cuál era su idea? ─le pregunté.

─No tengo ninguna. No poseo prueba alguna, pero le diré lo que podría haber sido.

─¿Qué?

─Esa joven Fenn podría haber estado chiflada por él. Deseaba que se casara con ella y él no quería. Probó todos los viejos ardides y no le resultaron. Él estaba enamorado de otra y pensaba casarse. Se fueron de paseo por última vez. Con un pretexto bajó del coche y, pasando al otro lado, le disparó un tiro. Después de esconder el arma corrió por el camino pidiendo auxilio. Fue algo muy sencillo.

─Podría haber sucedido así.

─La mayoría de los asesinatos ─prosiguió el sargento Rondler─, son tan tontos que no hay pruebas. Nada los denuncia. Cuando se preparan más las cosas para escapar de la Ley, es cuando quedan un montón de rastros imposibles de ocultar. El que comete un crimen con éxito es el que tiene una sola cuerda. La sujeta bien, le hace un nudo y luego se aleja.

─¿Y sobre el crimen de Craig?

─No hay más que lo que ha dicho Roberta Fenn.

─¿Qué es?

Abrió el cajón del escritorio y dijo, riendo:

─He hecho traer todos esos papeles después de recibir el telegrama de Nueva Orleans. Ella describe al sujeto como de mediana estatura, llevando un traje oscuro, un sobretodo de fieltro y un antifaz. Que cojeaba, pero que cuando escapó ya no lo hacía, y que no llevaba guantes.

─¿Lo habría hecho usted mejor?

─Probablemente, no. Pero si no fue Rixman quien cometió el crimen, entonces fue ella.

Él sonrió.

─¿Qué le hace pensar así?

─Que fue el único asalto que negó el bandido. Después que se detuvo a Rixman no hubo ningún otro. Si hubiera habido alguien que repitiera la hazaña, aquellos tendrían que haber seguido.

Yo retiré la silla.

─Es mejor que encienda su cigarro antes de que lo haya estropeado de tanto morderlo.

Vi juntarse sus cejas.

─Usted está consiguiendo una gran cantidad de informaciones sin dar ninguna.

─Tal vez no las tenga.

─Y, sin embargo, estoy seguro de que las tiene. Oiga, Donald, le voy a decir algo.

─¿Qué?

─Si anda dando vueltas con esa mujer, le vamos a aplastar.

─¿Qué mujer?

─Roberta Fenn.

─¿Qué hay con ella?

─La policía de Nueva Orleans la busca y al paso que van las cosas nosotros también la buscaremos.

─¿Por qué la buscan?

─Si usted sabe dónde está y la tiene escondida, va a recibir una buena paliza y allí donde duele, y le aseguro que va a ser fuerte.

─Muy bien. Gracias por el dato. ─Y salí.

Desde un teléfono del edificio llamé a la oficina. Berta Cool acababa de llegar. Le dije que estaría allí a las dos. Quería saber qué pasaba y le contesté que no podía discutirlo por teléfono.

Fui al hotel. Roberta Fenn dormía. Me senté al lado de la cama y le propuse:

─Hablemos.

─Muy bien.

─Ese Craig… ¿qué me cuenta? ¿Había salido alguna vez con él?

─Sí.

─¿Deseaba usted tal vez casarse con él y el hombre no quería?

─No.

Yo sostuve su mirada.

─¿Se encontraba usted en algún mal paso?

─No.

─¿Conocía la gente con quien él trabajaba?

─Sí, Roxberry, y después que éste murió, los Bienes Roxberry.

─¿Le habló alguna vez de la Compañía?

─No.

Volví a mirarla fijamente.

─Podría estar mintiendo.

─¿Por qué, Donald?

─Si usted y Edna Cutler estuvieron de acuerdo para realizar el plan con Marcos Cutler, podría encontrarse ante dos asesinatos.

─Donald, le he contado toda la verdad.

─¿Mencionó alguna vez a Edna Cutler?

─No.

─¿Usted no sabía nada de la citación que tenían que presentar a Edna?

─Absolutamente nada. Ya le he dicho que no sabía dónde estaba ella. Yo sólo me instalé allí y tomé su nombre como lo habíamos convenido.

─Lo sé. Ya me lo refirió.

Me puse en pie.

─¿A dónde va?

─A trabajar.

─Yo voy a desayunarme y luego bajaré a comprar algunas ropas. Me siento terriblemente deprimida sin un camisón.

─Mejor sería que no saliera a la calle. Pida que le sirvan aquí las comidas. Compre lo necesario en la tienda de enfrente. No hable por teléfono y suceda lo que suceda, no se comunique con Edna Cutler.

─¿Por qué iba a tratar de comunicarme con ella?

─No lo sé. Sólo le pido que no lo haga.

─No lo haré, Donald. Lo prometo. No haré nada que usted no quiera.

─Volvamos al asesinato.

La expresión de su rostro me dijo lo mucho que le molestaba el tema.

─Lo siento ─dije─. Pero tenemos que volver a hablar de esto. Esa figura enmascarada y con sobretodo, ¿cojeaba?

─Es cierto.

─¿Era de mediana estatura?

─Bueno, sí. Más bien… He pensado mucho desde entonces. En aquel momento yo estaba excitada… Pero sin el sobretodo, creo que debía ser más bien delgado.

─Piénselo bien. ¿Podría haber sido una mujer?

─¡Una mujer! ¡Pero si el hombre trató de obligarme…! El…

─Muy bien ─le interrumpí─. Eso era una parte de la comedia. ¿Podría haber sido una mujer?

Ella frunció el ceño, diciendo:

─Naturalmente, el sobretodo escondía su figura. Llevaba pantalones y zapatos de hombre, pero…

─¿«Podría» haber sido una mujer?

─Sí ─dijo ella─, podría. Pero quiso llevarme con él. Y entonces…

─Eso es todo ─observé─. Olvídelo. ¿Está segura de que Craig jamás le dijo nada de Edna Cutler?

─Sí. No sabía que se conocieran. ¿La conocía él?

─No lo sé. Se lo pregunto a usted.

─Nunca me dijo nada.

─Muy bien. Sea una buena chica. La veré a la hora de la cena. Hasta luego.