«¿Y…?».

Nah. No puede acerca cógelo. Mira Ch’i-lin de lejos cada día. Él no viene cerca, pero no marcha. No más que hacer. Nada más que espera y más espera».

«En verdad creo que tu espera ha terminado, maestro».

Bleys bajó el mentón hasta el pecho, como si no me creyera. Rodeó el árbol caído y caminó hacia el bosque con la cabeza abatida.

«Maestro, es verdad», insistí siguiéndole de cerca, viendo sus rojas sandalias titilar bajo sus largos ropajes acolchados. «¡Mi misión está cumplida! Uther es el Gandharva que la reina desea. Estoy seguro de ello. Si guarda su promesa, debe enseñarte ahora cómo atrapar el unicornio».

Bleys me lanzó una mirada furtiva sobre el hombro al tiempo que alzaba una ceja. «¡Hah! ¿Por qué tu tarda tanto? ¿Por qué tú te molesta?».

Le alcancé, ansioso por explicarme, y caminamos juntos a través de los rayos sesgados del sol y el denso helechal. «Te juro que al principio no creía que fuera a estar lejos de ti tanto tiempo, maestro. Esperaba volver como máximo al invierno o la primavera siguiente. Pero después de un año de búsqueda infructuosa, llegué incluso a dudar de encontrarlo alguna vez. Proseguí mi demanda porque no había otra cosa que pudiera hacer. Tal es mi destino, al fin y al cabo, lo que Dios Misma me ha enviado a hacer en un cuerpo mortal. No podía retornar con las manos vacías. No, seguí buscando para responder a mi fe en lo que he venido a hacer aquí. Entonces ocurrió algo».

«¿Qué ocurrió?», preguntó, abriéndose paso entre la hojarasca.

Con una sonrisa sorprendida por lo que me descubría diciendo, repuse: «Llegué a conocer el pueblo… el pueblo de mi madre… los cristianos». Traté de encontrar su mirada, pero él mantenía baja la cabeza, observando al humus legamoso exponer su negro interior mientras nosotros arrastrábamos por él los pies. «Son el pueblo de mi destino, Bleys. Eso lo entiendo ahora. Trabajan sus granjas, sus comercios. Construyen sus pueblos e iglesias, y creen que Dios cuida de ellos».

«Hah. Creen también que Dios hace cae cielo a suelo y con este día viene juicio».

«Sí», reconocí con un gesto meditativo de mi hirsuta cabeza. «La iglesia les dice que el mundo terminará cualquier día. Y eso es lo mismo que el Furor les dice a los suyos: el apocalipsis está por venir. Pero los cristianos construyen para el mañana de cualquier modo. Las gentes del Furor no construyen nada. Creen que son más bravos y astutos si se aprovechan de lo que otros han construido. Piensan que es justo que el fuerte mate al débil y destrozan todo lo que los cristianos erigen. Sin embargo, los cristianos vuelven a construir, crean pueblos esplendorosos donde los mansos pueden vivir y florecer… para un mañana que podría no llegar a existir nunca».

Se detuvo, me miró de frente y una arruga confusa le surcó el rostro: «¿Y tú gusta esto?».

«Oh, son gente estrecha de miras y supersticiosa», admití bizqueando y acariciándome nervioso la barba. «Pero creen en la paz… predican amor. Intentan construir un futuro en el que todo ser humano sea responsable de su prójimo. ¡Piensa en eso! Lentos, a tientas a través de su ignorancia y sus miedos, están haciendo la labor de los ángeles».

«Tratan hacen algo mejor», aceptó, alzadas sus finas cejas, y continuó caminando. «Como cuando madre Óptima te encuentra este cuerpo».

«Exacto». Mi pecho se inundó de un cálido sentimiento por este pequeño hombre que parecía frágil como una sombra silvestre. «Son el pueblo de mi madre y, sin quererlo, he llegado a cuidarlos, maestro. Pero aunque he tratado de ayudarlos, incluso con los poderes que tú me enseñaste, no he conseguido salvar a ninguno de ellos. Hay demasiados bárbaros, demasiada guerra por todas partes. He sido su testigo durante cinco años y no he podido hacer maldita cosa al respecto».

«No, no puede».

«No puedo, cierto, porque soy un solo hombre. Pero un rey de los britones, alguien lo bastante fuerte para unir a todos esos mezquinos señores de la guerra, podría hacer lo que los romanos hicieron: expulsar a los salvajes, acabar con el saqueo y las matanzas, y construir otra vez los pueblos esplendorosos».

«Ha, ha, tú grande soñador. No, no puede».

«Sí, ¡sí puede!». Di una larga zancada y me puse frente a él, deteniendo sus pasos. «Eso es precisamente lo que hallé en la visión de Raglaw. Es lo que Ygrane cree, también. Y es lo que mi madre esperaba de mí: que ayudase a hacerlo realidad. Sólo un gran rey puede unificar todas las provincias y echar a los bárbaros. Britania es una isla. Con un líder fuerte, podemos convertirnos en una fortaleza insular, sanos y salvos en nuestra propia tierra de la locura que está asesinando la civilización».

Bleys sacó sus largas manos de las mangas que las ocultaban y me dio un golpecito con humor en el pecho. «Uno grande sueño… mucho grande».

«Puede hacerse. Lo he visto».

Sacudió la cabeza, alzado el mentón. «Raglaw ve. Óptima ve. Tú ve nada». Con su dedo medio presionó el espacio entre mis ojos, provocando un escozor en la piel. «Anda abre esto luego. Ojo fuerte. Lleva fuerza de garganta hasta aquí. Cuando este ojo fuerte abierto, tú ve mucho».

Una sensación de pertenencia, de llegar a casa tras todos mis recorridos, me poseyó de pronto. Esto era exactamente lo que más añoraba de mi maestro: su tutelaje poderoso y transformador. «¿Cómo? ¿Cómo abriré mi ojo fuerte?».

Movió la cabeza dubitativo. «Asunto tramposo».

«Tú me enseñarás. Yo… yo… aprenderé», balbucí. «Debo ver lo que nos aguarda, Bleys… por mi rey y mi pueblo».

«Ah-ya, mucho tramposo asunto».

Tomé en mis manos las suyas y las apreté, urgente. «Confieso que he estado lejos de ti mucho tiempo, maestro. He vivido ciego sin tus enseñanzas. Y ahora he vuelto, he traído el Gandharva que la reina quiere… que la unión de mi país requiere». Mi país… Qué orgulloso me había vuelto de mi mortalidad y de todos sus infinitos apegos. «He hecho esto por mí, desde luego, y por Ygrane, pero también por ti, ya lo sabes. Tendrás el unicornio. Pero a cambio, prometiste enseñarme, ¿no es así? Prometiste enseñarme a usar mis poderes en este cuerpo».

El cabeceo afirmativo de Bleys me llenó de dicha, en realidad me indujo una trepidante punzada de doloroso placer.

«Quiero que me abras el ojo fuerte», supliqué.

«¿Ahora?».

«Sí, ahora mismo. He sido ignorante mucho tiempo. Tengo que ver lo que va a ocurrir».

«Ha-ya… tú uno grande soñador».

Con divertida reluctancia, Bleys me tomó de la mano y me guio hacia el extremo del bosque sobre un crujir de cañas y ramitas secas. Ascendimos una fértil y escarpada ladera cubierta de cincoenramas y margaritas a millares hasta un bosquecillo de cipreses. En aquel ámbito aromático de verdeazul oscuridad, los densos pináculos y troncos profusos admitían la luz en cordones de resplandor y la tez canela de mi maestro ardía con un brillo flavo, como si fuese una calabaza convertida en linterna e iluminada desde dentro.

Alzó un esbelto índice perfilado de un escarchado fulgor. Mi cabeza se inclinó para ver mejor aquel destello áurico y, con pasmosa brusquedad, él atravesó mi barba y clavó el dedo en el hueco de mi garganta donde las clavículas se unen. Un dolor lancinante me empujó hacia atrás y caí de espaldas sobre una manta resinosa de cortezas de ciprés. Bárbaras palabras empezaron a coagularse alrededor del punto herido de mi cuello y se compactaron furiosamente en una risa salvaje, irreprimible.

Todo el dolor efervesció de mí con el primer espasmo de risa rabiosa y ocupó su lugar un fuego azul. Lo vi dentro de mí con visión introvertida: llamas azules arremolinadas que subían de mi garganta a la cabeza y cuyas ráfagas se volvían más y más brillantes con las convulsiones de mi risa. Y luego el silencio. Un silencio ventoso, los sonidos de un chirriar de pájaros, un murmurio de hojas silvestres, y mi risa demente yendo y viniendo entre lapsos de calma absoluta.

Con esfuerzo estupendo, descerré los ojos como el soñador que se arranca a una pesadilla. Bleys, joven y regiamente desnudo, lustrosas las facetas fibradas de sus músculos, ungidas en oleoso fuego, sonreía: un adolescente atlético, jubiloso, resplandeciente en el claustro oscuro de los árboles como los vapores fúlgidos de un espectro de la ciénaga. «Cierra los ojos», dijo en perfecto latín. «No dejes que te distraiga. Cierra los ojos y mira ahora con tu ojo fuerte. Mira… y deja de reír».

Hice como me decía y vi de nuevo las llamas azules arremolinadas dentro de mí. Siguiendo las instrucciones de mi maestro, bloqueé con fuerza mi mandíbula para detener la hilaridad. Y entonces, como si la risa fuese todo lo que me conectase a mi forma física, salí proyectado del cuerpo. Vislumbré a Bleys, joven y robusto, con su musculosa desnudez esplendorosamente rayada por fibras de luz diamante, y lo dejé atrás.

En una ráfaga de viento, emergí de la arboleda a la luz diáfana del sol y me hallé volando con rapidez montaña abajo. Una abigarrada abundancia de flores se difuminaba a mis pies en azarosos parches de intenso fulgor —botones de oro, campánulas, amapolas—; luego, la superficie de una laguna barnizada por el sol, la confusa profusión de cañas y amiento en su orilla y el bosque donde estuviéramos momentos atrás.

Sereno como brizna de hierba en la brisa, pasé sobre el carromato volcado, vi los árboles frutales envueltos en arpilleras y colocados en la cuneta y a nuestros hombres esforzándose en desmontar el eje roto. Bajo de los acantilados tiarados de abetos, el océano ardía con cuernos de fuego.

Volé entre abedules —la luz del sol crepitaba entre las sombras largas y esbeltas— y emergí a un prado de hierba undosa. Un espejismo del futuro flotaba en el cielo circular, fluctuante como un reflejo en el agua. Calles laberínticas de asfalto y cemento manchaban distantes la línea de un cielo roto, desarraigadas en las alturas sobre el bosque.

En el pasado, estas visiones delirantes siempre me habían acosado con una turbulenta inquietud, una compulsión a hablar, a narrarle mi historia a la aparición, a un futuro que distaba quince siglos de nosotros, cuando las ciudades de acero fulgirían al borde del abismo. En el pasado, había delirado siempre de temor ante la visión de Óptima de ese rutilante futuro, la pesadilla del Furor: ese futuro enjaulado que inventaron los ángeles y que los demonios quieren destruir. Pero esta vez me sentía extraña, calmosamente desapegado.

La fantástica ciudad vertical parecía borrada por una inundación de niebla. Durante largo rato, la observé alejarse como un paisaje de nubes empujadas por vientos cobalto. Al final, la ciudad estuvo tan distante que pareció una brizna, una línea de aves navegando las corrientes de la estación.

Cuando las aves se desvanecieron en el espacio impoluto, oí, hueca, mi propia voz. Eso ocurrió momentos atrás. Ahora estoy aquí, en esta hondonada florida, hablándoos.

Intento sentiros… a vosotros, el futuro al que me he estado dirigiendo todos estos años. La gran esperanza de Óptima. Pero os habéis ido. O, mejor, soy yo el que os ha trascendido. Bleys ha abierto mi ojo fuerte y al fin tengo el poder de ver, más allá del futuro, el presente; el poder de ver, tras todos los tiempos por venir, la semilla misma, el momento viviente y su destino.

La risa se desmadeja en mi pecho, me brota por la nariz como un ronquido espantado. Mi maestro ha concentrado el poder de mi visión en un futuro de eventos más próximos a mí, dentro del lapso de mi propia vida.

A través del campo, veo al rey caminar por un derrubio de luz solar ante un grupo sorprendido de guerreros con máscaras de hierro y damas elegantes en sedas arcoíris. El rostro barbirrubio del rey posee la amplia belleza frontal de un león —la cabeza y la tez de Ygrane— y los ojos amarillos y nariz romana de los patriarcas Aurelianus.

Otro espejismo, esta orgullosa visión… y esta se desvanece también. Pero no antes de avivar la esperanza que Óptima prendió en mí. He vislumbrado al rey de la profecía. Es el hijo de Uther e Ygrane.

‡ ‡ ‡

Merlinus deja de hablar. La energía de su chakra laríngeo emerge a través de su cráneo con explosiva intensidad, una lámpara en el entrecejo lo bastante poderosa como para penetrar la niebla del tiempo.

«¡Raglaw ve. Óptima ve. Tú ve nada!».

Sabe ahora lo que su maestro ha querido decir con estas palabras. Espectrales figuras aparecen en la calina solar, las siluetas transparentes de lo no nacido. La excitación que esta visión le produce rompe en carcajadas y las sombras del tiempo desaparecen.

«Cierra tus ojos y mira con tu ojo fuerte. Mira… y deja de reír». La última instrucción de Bleys resuena como eco en él y suprime su vértigo el tiempo suficiente para contemplar el prado inundarse de los caballeros de la generación por venir, oriflamas al vuelo y todos sus blasones con los emblemas de la fe de Óptima: la Cruz, el Cordero, la Copa y el Ave Blanca.

Una risa salvaje de dicha por este futuro cristiano, por el cumplimiento de las esperanzas de su madre, lo atraviesa como un relámpago y el espejismo se deshace en pepitas de luz solar al viento. Largos momentos transcurren mientras lucha por calmar su risa excitada. Recuerda que su cuerpo físico yace en un cipresal, vigilado por el inmortal Bleys. Él va a la deriva como un espectro y debe hallar el camino de retorno a la carne que Óptima tejió para él. Este pensamiento le da nueva sobriedad para intentar otra vez abrir la sexta puerta.

Merlinus se concentra en el espacio de su ser aún escarchado por el toque del maestro. La risa se riza de nuevo y él ejerce todo su poder para hacerla cesar. Esta vez, las vaticinantes siluetas de la generación por venir se difuminan sobre él como frías sábanas de agua alpina, dejándolo aturdido en un paisaje acuático.

Luz entre gris y azul tiembla como vista bajo el agua. Sombras emergen y caen en una borbollante vastedad de resplandor marino, y él comprende que no está viendo el futuro sino el borroso presente sumergido en la corriente del tiempo, inmensa como el cielo. Las sombras que lo circundan son los seres vivientes cuyas acciones forman y definen el futuro que deba existir.

De nuevo lo asalta la risa. Qué ridículo parece este momento enorme como el bostezo del cielo que abarca todo… ¡todo! Allí, ve a Bleys acuclillado junto a un anciano de luengas barbas, él mismo, yacente como un muerto; el párpado semiabierto revela un blanco escleral. Brillantes filamentos de energía dorada se enmarañan en el aire entre él y su cuerpo, conectando su forma astral y su forma inerte.

Bleys lo observa y le indica con un gesto que mire alrededor.

En el mudo resplandor acuoso de la vastedad del momento, otras figuras acechan. Las masivas formas negras de los demonios se ciernen en la distancia, calladas como montañas. Reconoce las crueles contorsiones de sus viejos compañeros. Pero ellos no lo ven: los demonios carecen de la visión. Tras ellos, se alza el Furor; su manto azul es el mismo cielo y su nórdico ojo único tiene el palor de la luna. Tampoco él ve al demonio fugitivo, pues su mirar está atrapado en un futuro muy distante de este momento.

Más próximo en el pasmo azul de esta visión, camina Uther, ciego al tiempo como cualquier hombre. Vaga a través de pensamientos que ponderan el futuro que nos aguarda; pasa por encima de un abedul caído, inconsciente de los poderes que lo rodean. Wray Vitki flota en su sombra, acarreando su propia medianoche, una oscuridad tallada en hombre con escamas de alagartados destellos. No resplandece en él tampoco el ojo fuerte… gracias a Dios, pues su futuro son las fauces del Dragón.

Merlinus combate la urgencia de su risa, maliciosamente divertido al ver el tiempo mismo como una dimensión, un espacio vasto, interminable, ocupado por todas las cosas vivientes. Por todas partes hay criaturas silvanas enclaustradas en sus embelesados momentos de eternidad. Él mira a través de la acuosidad de sus cuerpos, más allá de la escala musical de un arroyo en descenso, más allá incluso de los velos transparentes de bosques y montañas, hacia donde la gente vive ocupando sus ciegos momentos.

Los soldados del rey se esfuerzan en fijar el eje roto del carromato. Riochatus y su séquito llegan a Maridunum, una colmena de actividad clavada en este instante azul, grímpolas onduladas en un viento helado, rostros fijos en permanentes destellos de expresión.

Estratos de distancia se desconchan ante la mirada penetrante del mago y halla al unicornio lejos de la ciudad. Flota en calma dulzura entre las desgarradas cortinas del bosque, inmóvil en medio de un salto, absorto en la profundidad del momento, carente de toda futura visión.

Barriendo con los ojos dominios aun más lejanos, Merlinus busca la reina. Encuentra primero a Morgeu. La oculta la mancha naranja de una luz de antorchas en una cripta redonda, subterránea, ceremonial. Columnas de jade serpentinas se elevan en círculo para sostener la bóveda de piedra negra, de la que penden cráneos humanos en cuyo interior arden candelas. El tiempo se mueve aquí, destilando lentamente en el futuro.

De incensarios de bronce suspendidos por férreas cadenas rezuman borbollantes vapores que lamen el suelo y reptan como espectros viperinos hasta el pedestal de ónice de una estatua monstruosa. Es la misma figura cruel que el mago y su maestro vieron en el altar del aedes de Segontium: una mujer de rostro encolmillado, desnuda, que ostenta un collar de cráneos humanos y blande una espada sangrienta, muestra una cabeza cortada. Es Morrígan, la Reina-Demonio.

Morgeu yace postrada ante la estatua, aferrando sus tobillos danzantes adornados de cascabeles. Desnudo, el cuerpo recio y femenino de la joven bruja brilla con un color blanco-muerte como el de la cera, mientras las parpadeantes y undosas llamas de los cráneos la acarician como umbríos dedos de esqueleto. Rueda sobre sí misma y se apoya en los codos para mirar anhelosa la estatua con sus pequeños ojos.

«Azael…», llama con una voz que no es la suya, una voz de sierpe, fantasmal, tan familiar en su maldad que Merlinus se siente apuñalado, transfijo como mariposa a la deriva en el viento que hubiese sido de pronto atravesada por una aguja de pino. Arácnidas energías brotan de la estatua espeluznante y anudan los filamentos sensitivos del corazón de Lailokén ligándolo fuertemente con rapto terrible.

Una sombra untuosa como de anguila se separa de la figura de piedra, erecta y blasonada con los coágulos de sangre que parecen reflejar las linternas-calavera. Es Azael, que ha descendido de las alturas alpinas que compartiera con el Furor. No ve a Merlinus. Los rayos negros de sus ojos reflejan la faz pálida, atemerada de Morgeu. Demasiado bien sabe Lailokén la repugnancia que el demonio siente ante este saco de tripas humillado ante él… pero la sable traslucidez de su cuerpo sinuoso abraza a la bruja.

Ante la depravada desesperación de Azael, una risa irreprimible posee a Merlinus. El mago se esfuerza en prolongar la visión, pero la impresionante escena se desvanece. Morgeu es un arma de los demonios, se dice a sí mismo para extinguir su risa dolorosa y, al hacerlo, se calma de inmediato.

Delante de él, sentada en un suelo de pinaza y hojas de haya amollentado por los siglos, Ygrane observa. La luz algodonosa del tiempo congelado no vela su fija mirada. Ygrane lo observa directamente a él. Su cuerpo translúcido se abre como una cortina de lluvia y tras él, tras la límpida máscara de tierra y roca que es la corteza del planeta, el Dragón observa. Sus ojos púrpura, sus ojos humo, sus ojos tinta colman millas montañosas, alienígenas en el efluvio oscuro de su ser.

Asustado por el rostro inmenso, Merlinus pierde el control de sí mismo y una risa aterrorizada explota en su interior. Su visión se fragmenta pero, en el instante de su desvanecimiento, ve que Ygrane no es sino una añagaza del Dragón. Su magia los liga a todos. Ve distintamente la telaraña de fuego azul tejida hasta en sus fibras más finas, hilada y urdida para atraparlos a todos en su espacio de tiempo.

Torzales azur irradian de la sombra fiera del Dragón, se concentran en la lente que es el cuerpo de Ygrane y se propagan por el mundo. Las fibras mágicas traban nudos alrededor del mago y de Bleys. También Uther y el sombrío Wray Vitki cintilan cuando las cuerdas de magia se tensan en torno a ellos. Y el unicornio porta las largas riendas del poder de la reina. Puede que quiera sacrificarlos todos al Dragón, pues las trenzas de su magia atan a cada uno de ellos a la bestia en el corazón del planeta.

Al sumergirse en la ceguera de su risa, Merlinus ve que la madeja hechicera de la reina enlaza mucho más que lo que rodea a Ygrane. Su telaraña está anclada en las pequeñas vidas de su entorno, sí, pero las trasciende, fuerte, vasta y eficaz hasta el punto, acaso, de apresar al mismo Furor.

Ygrane es Morrígan, la Bebedora de Vidas. Su mirada verde se demora en el ojo fuerte del mago como una imagen eidética que lo observa con propósito claro, inexorable, decidido.

‡ ‡ ‡

La mente proyectada de Merlinus mira hacia abajo, observa su cuerpo aletargado en su malla de sombras vegetales. Qué anciana y temiblemente humano le parece, con sus cejas tostadas, su carne áspera como piedra pómez, gris y desecada, encogida en torno a su mortalidad. La escena detiene su risa escalofriante y le impide caer en sí mismo. Bleys lo llama: «¡Ey… vuelve! ¡No va tanto lejos primera vez!».

Pero Merlinus ha volado ya del cipresal y retorna hacia el bosque por el que vaga el rey. El impacto de ver a Ygrane como la reina-bruja del Dragón le ha cerrado con firmeza el ojo fuerte, pero retiene su descorporada condición. Decidido a presenciar el primer encuentro de Uther e Ygrane, planea sobre las copas de los árboles hasta que atisba al rey en las sombras incandescentes de la densa foresta.

Uther le parece al mago un menudo, furtivo animal en la masiva arboleda de robles, fresnos, serbales y verdes empavesados de yedra filamentosa. En este bosque penumbroso, con sus silentes y umbrías galerías, sus barrancos rocosos, sus helechos altos hasta los hombros, y sus raros, rabiosos destellos de luz espectral, Merlinus teme por él. El hombre no se da cuenta de que marcha no por propia voluntad, sino por la llamada mágica de la reina celta. Los hilos del corazón del hechicero penetran el verde lúgubre para buscar posibles peligros, pero no percibe emboscadas ni animales peligrosos. Sin embargo, prosigue, trepidante, porque ha visto con su ojo fuerte la telaraña de sortilegios que anuda el tiempo en estos mismos instantes, tensándose en torno a Uther y conduciéndolo a un destino letal.

El mago sabe que Uther no sospecha la magia que lo guía a estas profundidades del bosque. Piensa el rey en su hermano y en la fabulosa oscuridad de su propio bosque vital, donde debe buscar su alma a través de una maraña de compromisos políticos y batallas futuras. Principal en su mente es el matrimonio por conveniencia que le espera, una unión sagrada con una pagana que nunca ha visto.

Merlinus se arrepiente de no haberle hablado a Uther de las expectativas de la reina con respecto al Gandharva. Tal es el deseo de Ygrane, y puede que ello sea todo lo que separe a Uther del Dragón. El mago querría hablar, decirle a este hombre devoto que él es la plegaria de Óptima, la visión de Raglaw, el padre de un bello y esplendoroso momento que brillará más allá de mil años de dolor. Debería conocer todas estas cosas cuando enfrente a la reina-bruja. Pero en lugar de ello, el hombre vadea el frondoso helechal olvidado del futuro, adolorado por el pasado. El demonio, invisiblemente, se acerca queriendo salvarlo de su tristeza pues, en ese momento, abandonado en la espesura desolada de sombras calladas y luz incierta, Uther parece una criatura del alma de Lailokén.

Una luz verde, llamativa, titila en la distancia y el rey camina hacia allí pasando por encima de behemoths caídos, florecidos, cruzando lechos de piedra de exhaustos arroyos, atravesando un dédalo de arbustos espinosos. Y abriéndose camino con su espada corta entre velos de ortigas, emerge a una estancia de vaporoso azul, cerúleo como el fondo de un mar escaso: una fuente arbórea bajo el brillo del cielo entre espirales índigo de boira emergente.

Un pequeño edificio de piedra se asienta en el césped de plata entre manchas abigarradas de bocas de dragón, dedaleras y nuezas. El rey toma esta estructura abovedada y chata por el sepulcro de un santo, una capilla, porque en el dintel de la puerta como un dolmen hay grabada una cruz celta: la cruz inscrita en un círculo, un antiguo símbolo de los cuadrantes cósmicos. Con obvia gratitud por haber hallado un lugar de culto en este territorio primordial, un sagrado reducto donde poder descargarse de sus miedos ante Dios, envaina su espada y se apresura a cruzar la maleza y las nieblas espectrales. Se arrodilla en el umbral y entra.

Ya en el interior, se detiene de pronto e inclina la cabeza con gesto apologético. Una mujer alta de pelo bronce trenzado y vestida de blanco está junto a un altar de piedra desnuda, colocando guirnaldas de flores salvajes. Es Ygrane. Pero Uther no lo sabe porque la reina está sola, con las ropas sencillas de su comunión con los faerïe, y no porta emblema alguno de su rango. Él la saluda en latín, como a cualquier devoto de su misma fe: «Cristo esté contigo, hermana».

Ygrane se arredra cuando Merlinus la toca, cuando el mago siente la sorpresa de la mujer por su intrusión, cuando penetra en los suaves recuerdos de las muchas visitas de la reina a este lugar; y lo inundan entonces cromáticas, seductoras impresiones de un canto radiante y vivaz, una dicha inebriante en la presencia de la pálida gente, invisible a la luz del día pero gozosamente palpable entre la brumosa vegetación con sus manchas de amapolas, madreselvas y su flotar de mariposas.

Ygrane ha estado entonando sortilegios, llamando a su Gandharva para pasar con él a solas los primeros instantes de su destino compartido. Su aparición, pues, no la sorprende pero sí la de Merlinus… y también la de Wray Vitki. Ningún espíritu ha osado perturbarla aquí antes… ni en el ahora de todos los tiempos.

Merlinus siente su turbación, los ecos lamentables de su matrimonio con Gorlois; y siente también su esperanza de que el mago haya encontrado de verdad al noble que anhela.

Merlinus se arrima a la mujer para oír lo que piensa de él y la reina pasa su mano a través del fantasma como invitando a Uther a entrar en el templo. Oculta en su mano una piedra protectora, una pequeña hematites plateada que trastorna campos eléctricos. La usa en sus curaciones para expulsar espíritus parásitos. Cuando toca a Merlinus, el dolor lo taladra y huye al vuelo, aullando por un paisaje borroso de rápidos árboles y luz furiosa.

El templo queda atrás. Pero antes de que el bosque se cierre sobre él como una caja, el mago atisba la piedra magnética en la mano de la bruja; la ve barrer el aire con ella otra vez y la sombra reptiliana de Wray Vitki se hunde en la tierra. La reina está al fin sola con su rey.

‡ ‡ ‡

«¡Hace cuidado!». La voz de Bleys rompió sobre Merlinus. «¡Hace cuidado! ¡Tú tiene cerebro en esa cabeza! ¡Cuida rompe!».

El mundo trepida alrededor del mago y este despierta para hallar a su maestro acuclillado junto a él en el umbrío cipresal; le sostiene la cabeza con las dos manos para impedir que Merlinus se destroce el cráneo contra el suelo. «¡Bleys!», grita. «¿Qué ha ocurrido?».

«Ojo fuerte mucho truco», le asegura Bleys y le oprime el rostro firmemente con ambas manos. «Hace cuidado, si no tú consigue una gran cabeza loca».

El mago se libra de la presa de su maestro y se pone en pie.

«¿Dónde tú va?».

«Uther… me necesita…». Haciéndose con el bastón, Merlinus deja el cipresal tambaleante, flácidas las piernas, fluctuante la vista. Bleys corre tras él y lo toma por el brazo para detenerlo.

«Espera aún», le ordena severo el maestro. «Tu rey no necesita uno grande loco».

«Bleys… he visto al rey por venir… el hijo de Uther e Ygrane… y… y he visto en el interior de la reina, de Ygrane. ¡Es la bruja del Dragón! ¡He visto sus ojos!».

«Ah, tú ve nada. Ojo fuerte ve. Tú uno grande loco».

Merlinus se apoya pesadamente en su bastón y contempla con un fiero parpadeo al hombre pequeño ante él. «¿Qué quieres decir?».

«Ojo fuerte mucho truco, ¿sí? Lo que tú ve no aún ocurre, ¿sí?».

Merlinus se lleva a la frente una mano fría y de dedos temblorosos. «¿Qué…?».

Bleys estira su sonrisa y lo observa con ojos oscuros, duros, penetrantes. «Tiempo ya ocurre. No futuro, no pasado. No tiempo».

«No te entiendo».

«Por seguro». Cabecea enérgicamente y ensancha la sonrisa. «Por seguro que no entiende. Ey, tú consigue nuevo ojo fuerte, nuevo, nuevo nacido, ¿qué tú piensa? Bebé parece… nada entiende».

‡ ‡ ‡

Ygrane se provoca una sonrisa ante la reverente equivocación del joven. «Bienvenido extranjero, a este templo de paz».

Uther parpadea en el penumbroso claustro. «¿No es esto una capilla?». Observa las taus trazadas en las paredes de piedra e, iluminados por las saetas solares que penetran por las aspilleras de la bóveda, tres círculos unidos grabados en la superficie del altar. «¿No eres cristiana?».

«Este es un templo celta», dice la mujer y deja a su mirada revolotear nerviosa sobre él de forma que Uther pueda interpretar sin dificultad su inquietud: él es romano y porta una espada y ella está imprudentemente sola. Tal es la primera prueba a la que somete al hombre que será su marido. Sus años con Gorlois han entrenado su ojo a detectar el mínimo tic facial de interés sádico. No descubre ninguno ahora. Por el contrario, el joven rey retrocede como ante la puerta abierta de un horno.

«Hablas latín…». La confusión de Uther lo aparta de ella. Trata de entender por qué está sola en este perdido templo pagano y qué pretendía hacer junto a esas guirnaldas de flexibles helechos y estelares nuezas alrededor del altar.

«Soy…». Alza cautelosamente los brazos con las palmas hacia el exterior, mostrando sencillez. El mítico sentimiento de la pálida gente crece en intensidad y, aunque no puede verlos a la luz del día, los percibe próximos, curiosos por ver al tan pregonado Gandharva. «Soy una criada de la reina… Ygrane de los celtas. Aprendimos latín juntas, durante el tiempo de su matrimonio con el duque de la Costa Sajona». Posa una mano pálida sobre el altar. «He venido sólo a implorar a los poderes espirituales que bendigan nuestra paz con los britones».

Al darse cuenta de su error, Uther sigue retrocediendo, inclinando la cabeza y disculpándose. «Perdóname… yo… yo… se me había ocurrido rezar a nuestro Salvador por la misma paz… a mi Salvador, es decir… a Jesús… el Ungido… el Cristo…».

«Conozco a Jesús», dice Ygrane a través de una divertida pero discreta sonrisa. «El duque también era cristiano».

«Desde luego…». Uther se lleva una mano aturdida a la frente. «Siento haber interrumpido. Sigue con tus oraciones, por favor… yo ya me marcho».

Ygrane, complacida con el carácter del joven, observa fijamente su extravagante retirada mientras examina los rasgos físicos del hombre. Cuando emerge de nuevo a la brava luz del sol, lo ve con claridad: su rostro calmo, sus pensativos ojos dorados, que bizquean con el resplandor, y los bucles azabache de su cabello, despeinados tras su marcha esforzada por la espesura. Parece tan muchachil bajo esa luz reveladora que la inquietud de su corazón, la duda grave que lo trajera hasta aquí, es tan obvia como el apuro en la faz de un chiquillo.

Los miedos de Ygrane se desvanecen en una marea de compasión. «Espera», lo llama. «Tú eres de la partida del Rey Uther, ¿no?».

Uther asiente. «Sí… de los suyos. Caballería».

Con la ropa polvorienta, los pantalones gastados y las botas sucias parece un mozo de cuadra vestido de caballero; los ojos de la reina se iluminan, maliciosos. «Por lo que hemos oído, fuisteis la miseria de los sajones. Vuestros arcos y caballos los sorprendieron bien». Señala con un gesto el altar cubierto de guirnaldas. «¿Querrías rezar conmigo?».

Uther retrocede aun un paso más.

«Reza a tu dios, entonces», dice, mansa, Ygrane. «Si nuestros pueblos han de ser aliados, habrán de serlo también nuestros dioses, ¿no crees?». Vuelve su atención hacia los adornos florales y habla sin mirarlo: «Aunque, por lo que yo entiendo, la vuestra es una fe joven o, mejor dicho, la combinación de muchas antiguas».

«Eso no es verdad», repone Uther, entrando en el templo otra vez, atraído por el único señuelo que no es capaz de resistir. «Jesús es el hijo único de Dios. Vino para morir por nuestros pecados y hacernos dignos del cielo».

Ygrane sonríe traviesa ante la reacción del hombre, pero reprime su regocijo antes de mirarlo. «Deja tu espada en el exterior, soldado. Por favor. Este es un santuario de paz. Debería habértelo dicho».

Uther sale y se pelea, torpe, con la hebilla del cinturón. «Lo hiciste… Lo siento. Sin embargo, estás en un error en lo que a mi fe respecta. Sólo Jesús es hijo de Dios. No hay otro».

«Te he ofendido», observa pícaramente Ygrane. «Soy yo la que te pide disculpas. El nuestro es un pueblo antiguo y una raza orgullosa, y yo doy por supuesto su conocimiento». Le invita a entrar con un gesto y le indica un asiento tallado como un nicho en la pared de piedra. «¿Agua?», pregunta tomando una cantimplora de cuero y una pequeña cesta blanca de detrás del altar. «¿O un bollo de cebada?». Cuando él declina con un leve movimiento de su mano, ella añade: «Tienen nueces y pasas. Son los favoritos de la reina».

Uther acepta uno y lo mordisquea con una cortés mirada de apreciación.

«Hace mil años», dice ella sentándose en un poyal adyacente, «mi pueblo se extendía por toda Europa. ¿Lo sabías?».

«Sí, saqueasteis la Ciudad Eterna hace ochocientos años», replica él con la boca llena de bollo. «De hecho, fuisteis una amenaza para los romanos hasta que os derrotaron en Telamón, 225 años antes del nacimiento de nuestro… mi Salvador».

«En efecto». Premia ella su erudición con una sonrisa. «No te falta conocimiento, para ser un soldado».

«Estudié para sacerdote y aprendí algo de historia», murmura antes de tragar. «Y a ti… tampoco a ti te falta, para ser una criada».

«La reina espera de todas sus sirvientas que lean y conozcan su historia». Le ofrece la cantimplora de agua. «Nuestro alfabeto oghámico es tan antiguo como el griego».

«Ese es un legado digno de orgullo». Acepta la cantimplora y bebe.

«También tú debes de estar orgulloso de tu legado para renunciar al sacerdocio y dedicarte a luchar por tu pueblo», nota Ygrane.

La mirada de Uther se endurece de pronto. «A menos que luchemos lo perderemos todo», responde bruscamente. «Los bárbaros quieren esta isla y están decididos a purgarnos de ella». Le devuelve la cantimplora y, al notar el destello de honda preocupación en sus ojos grandes, su propia mirada se dulcifica. «Pero, por supuesto, conoces tan bien como yo esta amarga verdad. Por eso estás aquí, ¿no? Para rezar por una alianza que nos permita conquistar la paz».

«¿Crees que venceremos?», le pregunta buscando en el rostro joven un indicio de esperanza.

«Debemos», repone él con todo el cuerpo inclinado de pronto hacia adelante, decidido, alerta, asustado casi, piensa Ygrane. «Debemos vencer… por todo lo que es santo, por tu pueblo y el mío».

«Rezo para que tu rey tenga la misma determinación».

«Está determinado a dar su vida», dice él llanamente, «si esa es la condición para reconquistar nuestro país de los bárbaros. No pagará un precio menor que su hermano, de esto estoy seguro».

«¿Y tú, soldado?». Lo mira con fijeza, fascinada por su fervor. «¿Te ha preparado a ti también tu fe para dar la vida por nuestra causa?».

Uther se recuesta en el asiento. «Ya estoy muerto», susurra, y el frío que estas palabras infligen a la reina le eriza el vello de la piel. «Toda mi familia está muerta… asesinada por la guerra y el dolor. A menudo siento que yo morí con ellos también». Le brillan los nudillos en la penumbra al aferrar las protecciones de cuero que le cubren las rodillas. «Por eso vine a rezar aquí, cuando creí que esto era una capilla cristiana».

«Viniste a rezar por tu familia…». Ygrane habla con suavidad, bajos los ojos.

Él no se molesta en decirle que su familia está a salvo en el cielo. Es él quien está solo en la Tierra, a punto de transgredir su fe. Había esperado poder orar por la mujer con la que va a casarse.

«En realidad vine a rezar por tu reina», admite, la cabeza hacia atrás, contra el muro de piedra, mientras observa con calma la mirada inquisitiva de la mujer. «Vine a pedirle a Jesús que tu reina le abra su corazón, que Uther e Ygrane puedan gozar de la bendición de un matrimonio cristiano».

Ygrane se endereza. «Creo que tu plegaria no será respondida, soldado. Ygrane es apasionada en su fe. Y, tal como había empezado a decirte, nuestro pueblo es una raza antigua. Mucho más antiguo que Roma. Nosotros recordamos las viejas religiones que hallamos en nuestro peregrinar por el mundo. No hemos olvidado a Osiris de Egipto ni al persa Mitra ni al Attis de los griegos. Todos ellos murieron para resucitar como salvadores de sus pueblos. Jesús no difiere de ellos, en realidad».

Uther cierra los ojos, indiferente. «Nada sé de esos dioses. Pero sí sé que Jesús predicó que él es el camino, la verdad y la vida… y le creo».

«Muy bien», dice ella con fuerza. «Pero te aseguro que mi reina es tan firme como tú en su fe».

«Y ¿cuál es su fe?», inquiere Uther quedamente, amodorrado de complacencia. «¿Qué es lo que los celtas adoráis?».

«¿Por qué te preocupa?», le espeta ella. «Estás decidido a no interesarte por ello, ¿no es así? Tu religión te prohíbe interesarte por otras fes». Devana una risa fría, desdichada. «Oh, no creas que no lo sé. He oído a los monjes y monjas errantes predicar a mi pueblo. Vuestros obispos no son muy caritativos en su dominio, déjame que te lo diga. Amenazan con el fuego del infierno a todos aquellos que no creen lo mismo que ellos. Los antiguos romanos, al menos, nos permitían nuestro culto siempre y cuando les pagásemos los impuestos. Pero ahora vuestra iglesia no se contenta con impuestos: quiere nuestras almas también. Pues bien, te aseguro que no tendrá ninguna de las dos cosas. No mientras viva mi reina».

Azuzado por las palabras de la mujer, Uther abre bien los ojos, inclina la cabeza hacia delante. «¿Por qué, pues, se molesta siquiera tu virtuosa reina en casarse con mi rey, si no respeta siquiera su religión?».

«¿Cómo puede alguien respetar una fe que adora a un hombre herido y ensangrentado clavado a una cruz? ¿Es eso amor?, te pregunto. ¿Es que haría una cosa así un padre que amase a su hijo? No hasta donde mi razón alcanza, te lo aseguro. Pero vosotros decís que vuestro dios hace volver a Jesús de entre los muertos. Magnífico por lo que a los muertos respecta, pero ¿y los vivos? Si vuestro dios es capaz de hacer eso en el mundo a su hijo único, ¿qué no será capaz de hacernos a los demás?». Engalla la cabeza y deja escapar una silente, burlesca risa. «Con esa fe, soldado, lo mismo daría que nos entregáramos a los bárbaros y nos dejásemos sacrificar sin lucha, porque el amor de vuestro dios no pertenece a este mundo, sino que nos aguarda en alguno de los cielos».

Pulsa la quijada de Uther, pero él reprime su lengua. «Si mi fe es tan risible, dime, ¿qué es lo que tú y tu reina creéis?».

«Es fe de los celtas que en cada persona hay un alma», responde ella musicalmente, la cabeza hacia atrás, los ojos más anchos y orgullosos, parece, por los fuertes huesos de sus mejillas y mandíbula, «y en cada alma hay una inteligencia que puede concebir el bien o el mal. Y del bien proviene la vida. Y en toda vida está Dios».

«¿Y el mal?», inquiere él con ardor. «En el mundo lo hay a raudales. ¿Qué dice de ello vuestra fe?».

«No hay mal», dice ella queda, «que no sea un bien mayor».

Uther bufa con incredulidad. «Yo he visto una buena dosis de mal del que no surge ningún bien».

«Tú has visto como hombre… y viendo de ese modo, hay muchas cosas que permanecen ocultas».

«Parece que los antiguos y orgullosos celtas tenéis respuestas para todo», repone Uther severo. «No me extraña que mi rey tenga tantos reparos en contra de este matrimonio».

Una sombra cruza la faz de Ygrane. «¿Uther es reticente?».

El rey ahuyenta la idea con un gesto de su mano. «Oh, está obligado a hacerlo, de acuerdo. Es una necesidad política, ¿no?».

«Sí…». Ygrane exhala un triste rencor. «Una necesidad política. Como su primer marido. Abrigaba una esperanza mejor en este caso».

«Estoy seguro de que, como celta, tu reina hallará en esta inconveniencia un bien mayor», la amonesta Uther. «Pero ¿qué hará mi rey? Él es cristiano. Su fe es su vida».

«Entonces debería haberse buscado una esposa cristiana», replica fríamente la mujer.

«Te lo aseguro, señora, si no fuera por la alianza, el rey no se habría casado en absoluto».

«¿En absoluto?». Sus cejas leonadas se elevan. «¿Qué clase de hombre es pues?».

«Un hombre devoto. Un hombre de Dios. Iba a ser sacerdote, como yo mismo… hasta que su hermano lo llamó a la batalla».

«El que murió a las puertas de Londinium». La comprensión recompone las facciones de Ygrane. «Esa es la muerte que hizo de Uther un rey…».

«Su hermano habría sido un rey más grande». Uther se muestra pálido. «¿Y tu reina? ¿Qué me dices de ella?».

Ygrane levanta la mirada hacia la bóveda. «Es una mujer sencilla, en realidad. Tampoco ella eligió su condición. De niña vivía en una aldea de montaña».

«He oído decir que tiene visiones y que por ello los celtas la hicieron reina. ¿Es una hechicera, como decía Gorlois?».

La reina parece más dolorida que enfadada. «Gorlois lo creía, sí. Y sin duda tu rey pensará lo mismo. Los cristianos… tienen una mentalidad tan penosamente estrecha».

«Quizás sí». La mandíbula de Uther palpita otra vez. «Pero lo que nos falta en la mente lo tenemos en el corazón. Nuestro Salvador nos enseñó a amar incluso a nuestros enemigos».

«Entonces quizás Uther debería casarse con la reina sajona». Sus ojos se achican. «¿No crees?».

«Acaso se lo sugiera», dice, con amargura, Uther.

«Como si un rey fuera a escuchar a un soldado de caballería que apenas puede dejarse crecer la primera barba».

Uther se levanta. «Bien, me voy».

«Buen viaje, pues, soldado».

Uther camina hasta la puerta. Pero cuando alcanza el umbral la reina lo llama: «Espera… por favor».

Uther se torna y se sorprende al verla de pie, con ambos brazos extendidos en un gesto implorante y un surco triste entre los ojos.

«Me olvidé de dónde estábamos, soldado», dice ella con mansedumbre. «Este es un santuario de paz. No debemos separarnos así».

Uther contiene la respiración un instante, dispuesto a soltar una invectiva acerca de hallar el mayor bien en una separación como esta, pero la sinceridad en el rostro contrito de Ygrane se lo impide: «Deberíamos rezar», asiente, «cada uno a su dios».

Él se arrodilla junto al altar y ella permanece de pie a su lado. Oran en silencio. Fuera cantan las aves y el viento murmura en la lóbrega oscuridad del bosque. Por fin, Uther se levanta; Ygrane le toca el brazo. «Soldado, gracias. Eres muy generoso al honrar el altar de mi pueblo con tu plegaria».

«Le he rezado a Jesús», confiesa, «para una pacífica alianza de nuestro pueblo».

«Supongo que es tu rey quien debe ofrecer esa plegaria».

«Y tu reina».

«Sí», responde ella con una sonrisa triste. «Al fin y al cabo, nosotros no somos más que pequeñas figuras de este drama… un soldado y una criada. ¿Qué importan nuestras plegarias, si tu rey y mi reina son incapaces de aliarse entre ellos?».

Uther sonríe. «Jesús enseña que ninguna plegaria es desoída, pues todos nuestros nombres están escritos en el cielo». Se mueve hacia la puerta. «Le diré a mi rey que su reina está bien servida por tu persona. ¿Cómo te llamas?».

La reina no puede seguir escondiéndose de este hombre de honor. Cumple todas sus expectativas y ni siquiera la reina inmortal que vive en su interior halla carencia en él. Contrita, baja la cabeza. «Soy Ygrane, reina de los celtas».

Él se tambalea un instante bajo el peso de esta revelación. Un escalofrío de embarazo lo atraviesa por haber pretendido ser alguien distinto. Luego, se endereza golpeado por el pensamiento relámpago de que esta elegante mujer, sencilla y sincera, es su reina. «Mi señora…», murmura intentando hallar las palabras que le permitan explicarse.

«Tú eres Uther Pendragón. Ya lo sé».

«¿Lo sabes?», los tonos aceituna de su faz se oscurecen.

«Lo he sabido en todo momento. Siento no haber sido franca contigo desde el principio».

«Lo sabías… ¿y no me lo dijiste?», pregunta sin violencia emocional, al mismo tiempo asombrado y curioso. «¿Te burlabas de mí? ¿Es costumbre celta?».

«No…», repone ella, suave la voz de arrepentimiento,«… una debilidad personal. Tenía que estar segura de que no fueses como mi primer marido».

«¿Y he satisfecho tu secreta evaluación?», inquiere, sarcástico.

«¿Estás enfadado conmigo?».

«No». Se acerca a ella, sintiendo que el desamparo que lo trajera a esta mujer pagana fluye hacia una realidad más feliz. «No estoy enfadado. En realidad estoy tan contento como para reír. Con todo lo que había oído de ti, esperaba una… bien… una misteriosa sacerdotisa».

«Quieres decir una hechicera, una bruja». Su mirar se sesga, burlón. «¿Tenías miedo de mí?».

Él no hace ningún esfuerzo para ocultar su aprensión y sus ojos tejidos de sol se agrandan con el recuerdo del temor pasado. «Oí cosas tan demenciales… que montas un unicornio y hablas con los elfos. Llegué incluso a oír que una vez trepaste al Árbol de la Tormenta sajón para enfrentar a su dios, el Furente. Dicen los rumores que puedes embelesar con una sola palabra. ¿Me has encantado ahora?».

«¿Cómo crees que te traje aquí para estar a solas contigo?».

Uther, pensando que bromea, ríe. «¿Dónde están tus guardias?».

«Cerca», miente ella y posa su mano derecha en la del hombre en una primera aproximación a la intimidad. «Estoy contenta de que nos hayamos encontrado sin formalidades, aunque pienses que me he burlado de ti».

«Lo mismo daría que nos entregáramos a los bárbaros y nos dejásemos sacrificar sin lucha», la imita Uther en tono alto y hosco. «No le digas eso al obispo».

«¿Y qué me dices de ti?». Hincha el pecho y habla con brusquedad: «Lo que nos falta en la mente lo tenemos en el corazón. ¡Ja! Esa es una arrogancia segura de ganarse la admiración de una reina. Como si a nosotros nos faltase el corazón, ¿no es eso?».

Riendo lo empuja, juguetona, pero le toca sin querer el hombro dañado y en Uther se dibuja una mueca de dolor.

Sorprendida, le toma el brazo sano. «Gran Madre, discúlpame. Estás herido».

«Una agria herida». Se sienta de nuevo en el poyal. El rubí palpitar de su dolor, latente y sordo, que ha llegado a ignorar, se insinúa ahora con vivida angustia.

«Déjame verlo», pide la reina mientras le desata el chaleco.

«No… estaré bien». Rutila su faz con sudor frío y cierra los ojos. «Estoy bajo el cuidado de un cirujano».

«Un cirujano romano», suspira la reina apartándole cautelosamente la ropa. «¿Es pasta de ajo y brea lo que usa? Es el remedio favorito de vuestros doctores». Tira de la manga de su túnica y expone la llaga roja, hinchada, cosida con fibra de tripa de gato. «Esto acabará por darte fiebres. Necesitas un ungüento. Ten el mío». De su cesta de bollos saca un frasco de vidrio azul, del tamaño de un pulgar.

«¿Qué es?», inquiere Uther mientras Ygrane vierte el resinoso líquido marrón sobre los puntos negros y la carne escaldada.

«Un bálsamo curativo», responde ella y unta suavemente con él los labios inflamados de la herida. «Aceites de ortiga, verbena, sauce. Hace sanar. Baño cada frasco en magia, para ayudar la cura. Todas mis criadas lo llevan. Estos son tiempos de guerra».

Él la observa aplicar el bálsamo con destreza a su herida y a la urdimbre interior de la túnica que estará en contacto con la llaga, y su pulso se acelera. «¿Cómo es que tú, una reina, sabes tanto de medicina?».

«Curar el pueblo y el país es una de mis primeras responsabilidades como reina», responde Ygrane subiéndole de nuevo la manga de la túnica y cerrándole el chaleco. «No tendrás fiebre ahora, espero. Aunque, si la herida no estaba bien limpia, podrías tenerla. Si es así, habrás de quitarte los puntos».

«Si eso ocurre», dice él, «te haré llamar».

«Pronto estaremos juntos otra vez», repone ella examinando el rostro joven de Uther, saciándose de todos los pequeños detalles que el trance nunca le ofreció. Le aprieta la mano en torno al frasco. «Guárdalo. Volveré a curarte la herida con esto otra vez… esta misma noche… cuando nos encontremos en Maridunum».

Cálida como brandy, su mirada juguetea sobre las serias facciones de la mujer, grabando en la memoria la fuerte amplitud de su quijada, su larga nariz danaan, la tenue textura como el pétalo de su piel y el titilar de sus ojos verdes. Mete el frasco en el bolsillo de su chaleco, sobre el corazón. «Ven conmigo adonde me espera mi séquito. Está en la carretera sobre el bosque. Entraremos juntos en Maridunum. Tú y yo».

Ella lo contempla con una calma límpida e impertérrita en la que sólo la pálida gente que los rodea puede detectar el sentimiento contenido. Este encuentro ha resultado mucho más satisfactorio de lo que podía haber esperado. El amor es posible… y ello incrusta nuevos peligros y preocupaciones en su vida. Myrddin, llama en sus adentros, has trabajado demasiado bien. Necesita tiempo para adaptar estas íntimas posibilidades a su vida como reina, más vasta y arriesgada.

«Que este primer encuentro sea nuestro solamente», le dice ella y retrocede hacia el altar. «Solos… ante Dios».

«¿El tuyo o el mío?».

«Dejemos que nuestro matrimonio lo resuelva». Sonríe cansina. «Si triunfamos, podemos debatirlo con nuestros niños. Si fracasamos… bien, los sajones tienen su propia idea de Dios».

El alegre tremor en el corazón del rey se calma cuando él acepta esta verdad. Entumecido de nuevo por el dolor y los eventos de su destino, Uther vuelve al umbral y se lleva la mano al frasco azul en el bolsillo del chaleco. «Gracias».

Emerge con naturalidad, como un viejo amigo reticente a partir, recoge del pórtico su espada y camina lento a través de la hierba argéntea, deteniéndose varias veces para agitar la mano antes de desaparecer en la oscuridad del bosque.

‡ ‡ ‡

Túrgido palpita el corazón de Ygrane. El encuentro con Uther ha hecho más honda aun su turbada anticipación del matrimonio cercano. Es un hombre tan joven, un alma tan joven, tan ansiosa de creer en el bien.

Más sola que nunca al ir otra vez hacia un marido cristiano, la reina observa la figura empequeñecer en la distancia con peculiar anhelo. No por él, aunque lo encuentra en todo aspecto deseable. Tal sería un anhelo imposible y ella es en su corazón demasiado vieja para sueños semejantes.

En cambio, desea la libertad primordial que conoció en las alamedas de robles y castaños, el millón de libertades que compartiera con la pálida gente. Su mirar se ahonda. Su alma de bruma y viento busca un camino para escapar de todo lo está por llegar. Por eso se demora aquí, para tocar otra vez el verde resplandor de la tierra… Y si no puede hallar ese camino, desea al menos lograr la paz consigo misma. A veces, se pregunta si debería ser reina y piensa que quizás haya traicionado la belleza.

Dejar a su familia y los montes para ejercer la función de reina ha sido un error, piensa. Una historia la hizo partir con seducción misteriosa. Ansiosa como cualquier inculto de sumergirse en la importancia de una historia, maridó a su enemigo, como el cuento predecía. Pero el matrimonio no dio lugar a la prometida esperanza más allá de la ayuda que pudo aportar a sus fiana… y la criatura traída al mundo no engrandecerá la vida de nadie. Por mucho que a Ygrane le desazone, Morgeu encarna toda la agresividad de su padre unida a todo el absurdo orgullo materno.

Ygrane no ha visto a su hija desde antes de la muerte de Gorlois y a veces teme que la muchacha se haya matado a sí misma o que la haya matado la distracción de su dolor. Pero ni ella ni la pálida gente han visto su sombra entre los muertos. Y aquellos dragones que lucharon en Londinium y fueron testigos de su odio y su rabia contra Lailokén han asegurado que ira tan demencial no morirá fácilmente.

La reina inspira, disuelve sus miedos maternos e intenta otra vez lo que está tratando de lograr. Quiere creer en la historia que la sedujo una vez, que la sustrajo a su vida briosa en los montes para entregarla a Gorlois y las perfidias de la guerra. Quiere creer que es digna de un amor que casa naciones y que puede concebir un rey bendito destinado a ennoblecer una era. Pero ese es otra vez su absurdo orgullo, fatigado de anhelo.

Emerge del templo y se sienta en la hierba, entre el trébol profuso y la espuela de caballero. Mariposas azules y azufre descienden para rodearla. El rey ha desaparecido tras el muro gigante del bosque oscuro, heraldo del próximo capítulo del cuento. El cuento de la historia, inagotable a pesar de lo exhausto de su corazón.

Asustada de sí misma por haber agraviado a lo bello, por haber osado creer que puede ser importante, por querer que Uther sea diferente de Gorlois, se acuesta bajo una nube de volvoretas. Escarabajuelos esmeralda le recorren las piernas desnudas, hormigas pasean los horizontes de sus brazos y el cielo empenachado de plata barre de su mente todo pesar y la colma del olor mentolado de la hierba aplastada y del ensueño de la tarde azul.

‡ ‡ ‡

Reparado el eje ya, el carromato ha desaparecido tras el recodo del camino. Dos soldados montados que han estado llamando al mago por el bosque lo ven avanzar pesadamente entre los matorrales hacia su bruto; le hacen señas y cabalgan hacia él. Merlinus sujeta su bastón a la silla antes de montar, cansino, su animal. Aguarda a que Bleys se suba a la grupa y marcha luego por la vieja vía romana hacia el norte.

Mientras contempla el dorso de la ropa negra del mago, el oscuro rostro asiático medita en las complejidades de su caza del Ch’i-lin y la amplitud creciente de sus consecuencias. Pero no dice nada. Sabe que ninguna palabra puede competir con el dolor que Merlinus arrastra por el golpe magnético de la reina-bruja… ese dolor que lo entumece. Con un toque podría el maestro aliviarle el daño, pero eso disolvería la lección. Lailokén ha de aprender los peligros que conlleva usar la sexta puerta para salir del cuerpo.

«¿Estás bien, anciano?», le pregunta a Merlinus el rey cuando ambos se encuentran en una bifurcación del camino y el cortejo se reúne para continuar el viaje hacia el norte. «Pareces… cansado. Algo te aflige».

«Distraído sólo, mi señor. Maridunum está cerca». Merlinus parpadea al mirarlo, notando de inmediato el cambio en su semblante… y pasa un dudoso instante antes de que el mago reconozca que Uther se ha afeitado la barba, al viejo estilo romano.

«¿Que tú estás distraído?», el joven suelta una risa apagada. «Mientras reparaban el carro, fui al bosque a despejarme la cabeza y… y allí me encontré con la mismísima reina. Ygrane. Estaba orando en lo que parecía el sepulcro de un santo, pero era una especie de templo celta. La asusté y simuló ser una de sus criadas, al principio. ¿Te imaginas? Tenía tanto miedo de mí como yo lo he tenido de ella. Hablamos sobre esos miedos, Merlinus, y creo que hemos allanado muchos problemas. Incluso me trató la herida. Es una médico experta, ¿lo sabías?».

«Ciertamente».

«Y qué alma tenaz. Me dijo que ya podía casarme con una reina sajona, si tenía intenciones de ganarla para el Ungido». Mueve la cabeza y una sonrisa vaga resplandece a través de su incredulidad. «Imagínate semejante fidelidad pagana».

«No pareces del todo molesto por ello», nota Merlinus. «¿O es sencillamente que resultas menos serio sin la barba?».

Uther se señala dubitativo el mentón con el dedo. «La barba… me molestaba. Muy rala. Se parecía demasiado a una barba primeriza».

«¿Acaso fue esta otra de las observaciones de la regia criada?».

«No, no. La reina es fogosa, de acuerdo, pero una dama gentil en cualquier caso, Merlinus. Es tal como me habías dicho. Y ahora, al haberla conocido yo mismo, no puedo seguir acarreando infelicidad. Sólo siento que no podré satisfacer las plegarias de todos aquellos que nos recibieron en el muelle. Dudo de que mi esperanza de ganar para Cristo a Ygrane sea algo más que un sueño. No obstante, el sueño de lograr un verdadero aliado en esta reina parece ahora muy real».

Merlinus no dice nada. Su mente se siente difusa como una nube, incapaz de concentrarse, vaga y fundida. Su atención salta de los montes occidentales, montes púrpura más allá de montes azules, hacia el blanco paisaje que deriva en las alturas. Retazos de llama azul de su reciente trance bordan su visión periférica y, mientras cabalga, piensa en Morgeu y en su alianza letal con Azael. ¿Es que no comprende en qué terrible mal está cayendo?, medita, sucumbiendo en su cansancio al viejo hábito verbal. ¿Carece pues de toda idea de autopreservación? Hasta el más simple sabe que, una vez los demonios han conseguido lo que querían, hacen a su instrumento pedazos.

«¿Por qué tú preocupa?», pregunta Bleys al leer el silencio de Lailokén. «Preocupación echa lejos con ojo fuerte. Hace calma».

Las palabras del maestro tienen sentido para el hombre doliente. Cuanto más piensa en la amenaza de Morgeu y en la ignorante inquietud de Azael por él, más brillante es el centelleo del fuego astral al filo de su vista.

«Tú vas vuela otra vez, si tú no calma», le advierte Bleys. «Ojo fuerte mucho tramposo. Tú hace calma».

Merlinus fija la atención en su rey. Uther cabalga a su lado con aspecto distraído, obsesionado con su reina, delegando enteramente en su séquito la vigilancia de las complejas sombras en los montes arbolados. A lo largo de todo el viaje hacia el oeste, ha sido visible la tensión de su dolor y sus dudas. El encuentro con la reina ha mitigado hasta cierto punto su sufrimiento y ahora medita en la esperanza de un triunfo político y militar. Con Ygrane a su lado, se atreve a pensar que los invasores pueden ser rechazados.

Aun así, Merlinus sabe que Azael y el resto de los demonios vencerá… como siempre que se empeñaron en destruir un imperio. El Imperio Romano está muerto. Lailokén mismo ayudó a asesinarlo. Uther y quien quiera que venga después de él sólo pueden ser sombras de aquellos potentados romanos que los precedieron. Europa pertenece al Furor. Sin embargo, si el extático interludio de Lailokén en la matriz de Óptima merece confianza, Dios ha prometido que Merlinus y su rey arrojarán una luz formidable a través de las eras oscuras en un destello de mortal sacrificio y triunfo.

Pero a Merlinus le preocupa que tanto, tantísimo dependa en este momento de ese hombre solo, de su voluntad para superar los límites de su dolor y de su fe. Desde Londinium, Uther ha soportado los extraños cambios de su destino con el ascetismo de un monje. Ni cacerías ni risas, ni baños en el río ni chanzas, ni siquiera cantos en nombre del dios crucificado que le apasionara toda su vida. Vive, parece, sólo para su solitaria obediencia, que es la más difícil ofrenda de su existir: devoción a su credo, devoción al legado militar de su hermano y sometimiento a lo que ha temido que fuese un matrimonio sin amor, contra la fe, por mera conveniencia política. Incluso ahora, a pesar de la encantada esperanza de hallar amor en Ygrane, la certidumbre de la guerra lo acosa.

A Merlinus le duele el pecho cuando la sombra del fardo de Uther reposa en él y oye estos pensamientos, con sus potentes dudas: No podemos fracasar. No debemos fracasar. Hemos de tener el corazón y las tripas para llevar nuestra fe de amor y de paz a un mundo de miedo y brutalidad desgarrado por la guerra. Al principio, estos suenan como los propios pensamientos del mago y pasa un instante antes de que Lailokén comprenda que está oyendo la mente del rey hablarse a sí misma.

«Hace calma, Lailokén», susurra Bleys próximo a la oreja de su pupilo.

Merlinus aparta la vista de Uther para observar a los arqueros que cabalgan en vanguardia, vigilando la línea de los árboles. Cuando torna la cabeza, un pequeño cambio en la refracción de la luz incendia todo el bosque de arcos iris. ¿Son ángeles lo que vislumbra sobre los pináculos de los árboles, esas manchas luminantes con miradas tejidas de estrellas? ¿O sólo el resplandor de las nubes en sus ojos mareados?

Oye de nuevo la jerga de su maestro lamerlo: «Ey, tú consigue un largo mira-ve con tu ojo fuerte. ¿Qué está viendo?».

«No quiero seguir viendo de este modo nunca más», le dice Merlinus. «¿Cómo lo detengo?».

«Ah, mucho tramposo. Ojo fuerte abre fácil, mucho tramposo cierra».

«¿Qué has dicho, Merlinus?», pregunta el rey surgiendo de pronto de sus meditaciones.

«He dicho… que estoy contento de ver alguna esperanza iluminar las inquietudes del mundo en tu rostro, señor».

«Hondo respira», le instruye Bleys. «Hace calma. Ojo fuerte no cierra si no calma. Risa, abre. Calma, cierra. Hondo, lento, ¿sí?».

«Estaba sólo pensando», dice suavemente Uther, y Merlinus nota los ojos dorados del rey escrutarlo, tratando de adivinar qué es lo que afecta al mago. «Sólo pensando qué pequeña es mi vida, qué poco soy comparado con los muchos… los muchos que vimos en el muelle y en nuestra ruta de victoria desde Londinium. Ambrosius no murió por nada, ¿no crees?».

Los ojos del mago parpadean cuando una luz ardiente pasa por el flanco del rey. Esta vez Merlinus está seguro de que era un ángel. Llegó a ver incluso su melena, hirsuta de llamas deshilachadas.

«Hondo respira», insiste Bleys. «Pone mente en vacío. ¿Sí? No memoria. No esperanzas. No tiempo. Sólo vacío. ¿Sí?».

«Ambrosius…».

Las cejas finas, negras de Uther se tocan cuando el rey frunce el ceño. «Merlinus… tú no estás bien».

«Dame un momento, mi señor…». El mago inclina la cabeza y cierra los ojos para concentrarse, tal como su maestro le indica, en la nada. Incapaz de imaginársela, Lailokén busca la profundidad del espacio, la oscuridad entre las frías, fúlgidas crines de los astros, donde pasara tanto tiempo bullendo de odio por todo lo que había perdido. Escucha su respiración, anhela olvidar todo el odio de aquel oscuro pasado tanto como el brillante futuro más allá de la oscuridad que Dios Misma predice. Por un momento su faz se relaja, los pequeños músculos en torno a las cuencas de sus ojos rinden la tensión cuando la energía del ojo fuerte se asienta, más profunda ahora en su cuerpo. Al levantar la vista otra vez, el mundo se muestra simple, alegre y abierto. A los árboles junto al camino los arrebola el otoño y una ráfaga de aves blancas rutila como una pulsera en la muñeca del cielo.

«Esto mucho mejora», lo congratula Bleys. «Mantiene calma, ojo fuerte mantiene cerrado».

Uther se acerca y toma los nudillos desnudos del mago con su mano enguantada. «Ahora tienes mejor aspecto, viejo amigo. ¿Qué pasa?».

«Miré demasiado hondo en tu corazón». Merlinus lo contempla directamente para que Uther pueda ver su seriedad y reconocer la verdad de lo que está por decir. «No tienes peores enemigos que tus dudas, Uther. Ellas solas pueden romperte. Debes saber, y no sólo creer, que Ambrosius no murió en vano. La venganza que buscaba era para todo su pueblo. Pero esta no acaba ahí. No le sirve sólo al Ungido. ¿Entiendes?».

«Desde luego, anciano», dice él con un amago de regocijo. «Quieres que me gusten los celtas. Pero crees que soy un devoto de la cruz demasiado convencido para eso, ¿no es así?».

Merlinus proyecta su labio inferior y lo examina escéptico: «Pareces algo impresionado por tu encuentro con la reina en el santuario del bosque. Pero creo que pones demasiado énfasis en la religión».

«Oh, Ygrane puede ser fría en lo que a mi fe respecta», dice él y, reflexivo, se lleva la mano al bolsillo del chaleco que contiene el frasco azul del bálsamo curativo de Ygrane. «Pero, si he de juzgar lo que le espera a nuestro pueblo a partir de ese rato escaso que pasamos juntos, creo que los celtas sólo pueden enriquecernos. Yo les serviré bien con mi corazón».

La sombra del rostro del mago escampa lentamente. «Y la magia de la reina… ¿no choca eso con tu fe?».

Uther le dirige una mirada triste. «Ese conflicto debe quedar como dolor exclusivo mío; mío sólo, Merlinus. No ha de haber disputas entre obispos y druidas. Necesitamos a esta reina y a su pueblo voluntariamente a nuestro lado, si queremos abrigar alguna esperanza de detener a los invasores y salvar ambas fes».

Merlinus considera hablarle más acerca de la magia de Ygrane, pero guarda silencio. Después de lo que su ojo fuerte le ha revelado respecto a la malla de sortilegios de la reina y su lealtad al Dragón, Lailokén cuestiona lo que sabe de Ygrane. Y esto, a su vez, le hace preguntarse qué es verdad de todo lo que sabe de la gente alrededor y qué es sólo su humana delusión.

‡ ‡ ‡

Avanzada la tarde, los pardos muros de piedra de Maridunum aparecen en la mota escarpada que domina el mosaico de granjas en la llanura aluvial. La oriflama de la reina con el unicornio heráldico ondea junto a la grímpola del dragón, como signo de la disposición de druidas y obispos a formalizar la unión entre sus monarcas. Empavesados de cromáticas banderas de dragones y unicornios entreverados, los grandes portales de madera permanecen abiertos, mientras la gente jubilosa se agolpa a los lados del camino que asciende el declive y colma las puertas a la vista del cortejo próximo.

Uther se endereza en la silla de montar cuando ve la antigua fortaleza romana guardada por celtas de largos cabellos y mostachos, poderosos en la explanada entre los bastiones. Tira de las riendas un instante donde el camino rodea el borde de los primeros muros defensivos ofreciendo una amplia panorámica del territorio alrededor. Por lo beatífico de su expresión, todos pueden ver cómo lo afecta la belleza de este terreno cultivado a la romana. El país está dotado de antiguas albercas de piedra, tapias de mampuestos, cerezales y huertos de ciruelos italianos, y laderas cuyo fértil verde desmochan toscanos rebaños. Los conjuntos agrícolas, irrigados por pulcros canales que discurren entre cabañas de arcilla techadas de paja, con puertas y contraventanas talladas de adornos florales, tienen la eufonía de los parques. Un murmullo de la era paradisíaca del Imperio resuena aquí todavía y los rayos salvajes del sol tardío iluminan los olivos achaparrados pero esbeltos, nudosos de vástagos, en las laderas escarpadas sobre los campos fúlgidos.

«¡Uther!», brota el clamor en las puertas y la multitud se aparta para permitir que el obispo vestido de escarlata y su vanguardia de cruciferarios surjan de la ciudad para recibir al rey.

Uther indica a sus hombres que avancen y la partida trota hacia el umbral de la ciudad, donde la guardia con armadura ébano se detiene ante la boquiabierta turba. Desmontan allí los soldados y rodean al rey mientras el obispo Riochatus se aproxima portando en sus brazos el manto púrpura de imperator y, sobre él, la corona al estilo de los reyes etruscos.

Oculto a la vista de los circunstantes por los caballos del cortejo, Uther se quita los guantes y el chaleco de montar y se arrodilla para recibir la bendición del eclesiástico. El arzobispo da manto y corona a un clérigo, posa sus manos en la cabeza del rey y murmura una plegaria.

Merlinus se queda atrás, bien lejos de los sacerdotes, que lo desaprueban y él lo sabe. Desde el día en que empezó a apadrinar al joven caballerizo de la Ciudad de las Legiones, Merlinus ha tenido mucho cuidado de no entrar en conflicto con la iglesia. Por respeto a la fe de su madre tanto como por atención a las necesidades políticas, el mago evita chocar con el obispo y los suyos. Prefiere mantenerse en la periferia de la ceremonia, extender los filamentos sensibles de su corazón y prevenir con ellos posibles problemas. No detecta ninguno, sólo alegre curiosidad y respetuoso temor entre la asamblea.

«No preocupa», dice Bleys con la sombra de una sonrisa. «Ojo fuerte no ve aquí problema. Problema viene más tarde».

«¿Cuándo?», salta Merlinus atrayendo indeseada atención hacia sí. Simula toser y regaña a su maestro con una mirada.

Bleys suelta su risa de pájaro y menea, admonitorio, el dedo: «No habla. Hace calma. Lo que debe pasar… debe pasar, ¿sí? Preocupación no cambia ojo fuerte».

Portando el manto púrpura y la corona de oro, Uther entra en Maridunum. La compañía de músicos traída de Tintagel inicia un imperial estrépito sobre los fuertes cánticos de los clérigos y los gritos de los soldados, que claman: «¡Uther, Uther, Uther…!».

La masa de celtas abre los ojos de asombro, sofoca risillas y no se entrega a ruidos de júbilo en absoluto. Al rey le parece un pueblo muy diferente de la turba cristiana que encontró en el muelle. Estos villanos, aunque visten de un modo muy similar a todos los que ha visto por Europa —túnicas, mantos encaperuzados, gonelas— llevan el pelo cortado a lo paje, brillante de aceite de nuez, y muchas mujeres jóvenes lucen pechos descubiertos. El rey no se inmuta por ello y saluda a la multitud graciosamente, mientras sigue al obispo a través de la plaza cubierta de flores, junto a la fontana coronada de delfines y por la escala de mármol de la mansio central.

Merlinus, impresionado por el boato, querría penetrar en Uther con el fluido de su corazón y experimentar lo que el rey está pensando, pero lo absorbe la búsqueda entre las boquiabiertas multitudes de Morgeu o cualquier otra amenaza.

«No preocupa», oye Merlinus tras él, pero no deja de vigilar hasta que entran en la mansio.

Allí, entre las columnas acanaladas y ante las altas puertas lacadas de rojo donde Gorlois mató a Raglaw, Merlinus siente en su alma una conmoción profunda, como si en el interior de su pecho todo un campo de hierba resplandeciese a la luz del sol. Intencionadamente, se detiene en el lugar exacto donde la cabeza de Raglaw rodó hasta sus pies. La misión que la bruja le encomendara está cumplida. Ha encontrado al rey prometido y lo ha traído aquí. Lento y discreto, mueve el bastón por el espacio alrededor y halla a su derecha a Noche Brillante, el alto príncipe elfo de pelo castaño, con su cinturón de cuero y sus botas amarillas, que encontrara años atrás en las tierras altas de Cos.

«Soberbia tarea la que en este día culminas, Lailokén», lo saluda el príncipe con su voz de oscuro resplandor. «Tu madre estaría hoy tan orgullosa como yo y como los ángeles. Con esta alianza, la esperanza de los Daoine Síd vive y la vieja profecía podría hacerse por fin realidad».

Merlinus se vuelve hacia Bleys, que camina hacia los amplios ventanales y los rayos oblicuos de luz occidental, brillantes y límpidos como oro transparente. Parpadeando por encima del extremo de su bordón, Merlinus vislumbra a la pálida gente, con sus ojos verde-luciérnaga y sus salvajes melenas como trazos de ocaso.

«Merlinus», lo llama el rey.

El mago se abre paso a través de la falange de soldados que rodean protectores al rey y se apresura a su costado.

«Quédate conmigo», le ordena Uther.

Riochatus, vestido de esplendorosos ropajes escarlata y gorro cónico, y sus clérigos con las caperuzas frigias bajas y descubiertas sus testas tonsuradas guían el camino. Cuando las altas puertas rojas se abren, el obispo alza la cruz.

Emerge entonces a través de los portales una fila de hombres vestidos de blanco, con poblados bigotes, pelo largo y calzado pentagonal de madera que resuena poderoso en el mármol. Son estos la clase gobernante de los celtas, los druidas. Durante siglos han convivido con los romanos y gran parte de su ritual sirve ahora más como ceremonia que como culto verdadero. Estos hombres, o sus padres, vistieron exactamente las mismas ropas cuando se llevaron a Ygrane de su aldea en la montaña más de veinte años atrás; volvieron a vestirlas cuando la hicieron su reina; y una vez más cuando se la entregaron a Gorlois.

Merlinus escruta sus rostros. No le provocan rechazo y el fluido del corazón del mago circula entre ellos percibiendo la carencia de pensamientos asesinos o mala voluntad. No son sino políticos, dignatarios de los clanes, delegados de los jefes, decididos a preservar su orden social, y Merlinus puede oír sus mentes traquetear y rechinar con las maquinaciones de sus estrategias.

Detrás de ellos llega la reina. Al primer toque de los filamentos sensibles del corazón del mago, Ygrane libera su glamour. El cráneo de Merlinus parece abrirse como una flor, su mente flota en fragancias, incorpórea otra vez y, sin embargo, firmemente sujeta a su forma, rezumando de él como un aroma. Vestido de estratos de realidad, de niveles de consciencia, despierto en varias dimensiones como un soñador lúcido en su sueño, la ve venir hacia ellos a través de la luz sesgada del pórtico, a través de los ropajes del sol.

«Hace calma», le urge Bleys.

Al sonido de su voz, Merlinus respira más hondo y su mente se centra otra vez en su cabeza.

La reina viste un gwn ceñido que la cubre, desde la clavícula hasta los tobillos, de terciopelo azul bordado de perlas y zafiros amarillos. Su cabello color miel está peinado en muchas trenzas menudas, dispuestas alrededor de una tiara de reticulado áureo iluminada de amatistas, esmeraldas y rubíes.

Merlinus explora a cada uno de los fiana dispersos por la estancia con los filamentos sutiles de su corazón y no descubre maldad en ninguno de ellos. Sólo curiosidad y, en todo caso, una cierta celosa perturbación interfieren ligeramente en su atención por la seguridad de la reina; pero no exhiben peligro las miradas que dirigen a la pareja regia y todos inclinan la cabeza con respeto cuando el obispo anuncia con estentórea autoridad: «¡Uther Pendragón, rey de los britones!».

Dun Mane, jefe de los druidas, hace una leve reverencia, deja caer la capucha hacia atrás descubriendo su larga, jaspeada cabeza, y replica con orgullo en britónico: «¡Ygrane, reina de los celtas!».

Los ojos élficos de Ygrane se ensanchan, apacibles, al saludar al rey y le ofrece sus dos manos. Cuando Uther las toma, ella le dice con una sonrisa de naciente amistad: «¿Me aceptas por reina tuya?».

El rostro enervado de Uther, pálido como el envés de una hoja hasta este instante, se oscurece con un arrebol que ningún presente deja de percibir. «El destino de nuestro pueblo nos ha reservado al uno para el otro, mi señora», responde algo rígido; luego añade con mayor calidez y sobreponiéndose a su rictus frío: «Es una bendición tenernos uno a otro en estos tiempos terribles. Con orgullo seré tu apoyo, Ygrane, reina de los celtas, si tú me aceptas a mí».

Una luz desgarradora pasa entre el mago y la pareja real, haciéndole volver el rostro. Periféricamente, capta el destello fugaz de un ángel: su ropaje solar y la calma temible en sus grandes ojos penetrantes. Así que estáis aquí también, piensa Merlinus, y el ángel se desvanece disuelto en la gloria radiante de los ventanales occidentales.

Merlinus parpadea deslumbrado; pasea su visión marcada al fuego por toda la cámara y observa que nadie más ha visto el ángel, excepto Bleys quizás. Impasible el rostro, el maestro contempla al rey y la reina como alguien que aguarda ver caer una flor. Merlinus entiende mucho mejor ahora por qué el viejo alquimista es capaz de estar sentado durante horas, tal como hiciera en los bosques de Cos cuando miraba las hormigas o la escritura del viento en las hojas, en espera de que su unicornio lo porte al cielo.

Merlinus se concentra en su respiración cuando Ygrane, sonriendo a su consorte y charlando suavemente con él, guía a Uther al luminoso salón de audiencias, donde ha sido preparada una fiesta suntuosa. El mago sigue, reverente, a los druidas y eclesiásticos, y ocupa su sitio en la mesa principal. Bleys se sienta en el amplio alféizar que mira a los posos del ocaso en el cielo lavanda: un retajo de luna, jirones de nubes carmesíes y el destello diamante del lucero vespertino.

Ostras, cangrejos de río, salmón y truchas llegan a la mesa iluminada por la luz de las antorchas y las velas en platos de oro, acompañados de trufas, fruta y jarras de cristal, que vierten en las copas límpidos velos de vino brillante con un suave repicar. Arpas y flautas ofrecen gentiles melodías mientras una veintena de blondos muchachos, alegremente orladas sus túnicas rojas de cascabeles, sirven y retiran los platos numerosos.

Los druidas, que hablan con fluidez el latín, discuten amistosamente con los sacerdotes los valores de sus diversas fes: la Paz, el Amor y la Justicia de la filosofía moral celta enriquecidos por la Caridad que los cristianos profesan. Diplomáticos, ninguno aborda el tema de la fe de los eclesiásticos en el apocalipsis y el juicio final, como tampoco la certeza de los druidas en las migraciones del alma de una a otra forma de vida, en busca de la perfección a través de toda dicha y todo dolor.

En cierto momento, calentado por el vino, el enjuto Riochatus inquiere si Merlinus, consejero del rey y emisario de la reina, es cristiano o pagano. Merlinus responde con franqueza, les habla a los circunstantes de su madre, Óptima, hija del último rey de Cos, y de cómo, fecundada por un demonio, lo dio a luz y lo bautizó; y le devuelve por fin la pregunta al obispo: «¿Qué soy pues, santo padre, el hijo de una santa o un demonio?».

Dun Mane intercede para aseverar que sólo Dios puede decidir el lugar de Lailokén en la creación, y Riochatus concurre con ello. Sólo Dios puede juzgar tan extravagante engendro como Merlinus.

El rey y la reina participan en la conversación sólo de modo superficial, temerosos de la potencial enemistad entre sus dignatarios y atentos a no desmembrar el frágil eslabón del destino que los ha unido. Merlinus resplandece de gozo al ver la dicha con la que se han recibido uno a otro, el ardor con que se tocan sus miradas y la esperanza que brilla en sus jóvenes rostros. En ese momento, le parece inevitable al mago: Uther es el Gandharva por el que Ygrane abandonó su infancia e Ygrane promete ser el alma afectuosa que, hasta ahora, Uther podía hallar sólo en Jesús.

Es obvio, piensa Merlinus, que no tienen nada que temer del pueblo entre el que están. Son los ángeles quienes los han guiado uno al lado del otro. Sólo los demonios pueden frustrar su unión… y él está determinado a usar todos sus poderes para impedir esa terrible posibilidad, sea cual sea el mal que su ojo fuerte presagie.

Después de la cena, Uther e Ygrane lo llaman aparte y los tres se retiran a la terraza posterior de la mansio. La noche clara y sin luna riela sobre los oscuros terrenos y los bastiones que iluminan las antorchas, devanando sus tenues filamentos de estrellas.

«Debes decírselo todo, Myrddin», le pide Ygrane a su mago y le indica que se siente frente a Uther y ella, al otro lado de una sencilla mesa de pizarra. Una única lámpara de aceite brilla en lo alto de un trípode, bajo el emparrado de la pérgola donde se encuentran, y a la luz de ese resplandor mortecino ambos jóvenes, sentados uno junto al otro, cogidas las manos, atesorando luz las coronas de oro, le parecen a Merlinus la pareja primordial de un mundo hermoso y arquetípico. «No quiero que haya secretos entre mi marido y yo desde el principio».

«Le he dicho casi todo ya, mi señora». Merlinus apoya su bastón contra el asiento grabado de runas que él ocupa para ver si los elfos están todavía alrededor, pero no ve a ninguno.

«¿Casi todo?», inquiere Uther desconcertado. «¿De qué estás hablando, Merlinus?».

«Señor…». Merlinus inclina con deferencia la cabeza. «Ya sabes que soy un demonio ganado para el bien por el sacrificio de mi madre. Y sabes que he utilizado la magia que poseo para elevar a tu hermano».

Uther asiente con impaciencia.

«Lo que debes saber ahora es que fui enviado a buscarte». Merlinus da comienzo a la historia de Raglaw y su visión del rey, y de cómo el terreno de ese destino había sido arado y plantada su semilla años antes, cuando Óptima reveló al demonio-visitador su hado humano. Merlinus le habla también de Bleys y del unicornio.

Uther escucha arrobado, embrujado aún por la alegre sorpresa de que la mujer amable y vivaz que hallara en el santuario del bosque sea la esposa que tanto temió. «Nada ha cambiado, pues», concluye el rey una vez oído el relato. «Nosotros tres, da la impresión, no somos sino inverosímiles jugadores, meros servidores de Dios… y tu maestro Bleys también. ¿Está ahora con nosotros?».

«Ah, no. Carece de todo interés en asuntos terrenales, a menos que conciernan directamente a su caza del unicornio y a su huida al cielo».

«Pero ¿es eso posible?», pregunta Uther estupefacto.

«Oh, sí. Hay senderos de retorno al cielo, pero son demasiado angostos para los demonios y los ángeles. Y muy angostos para los hombres también… a menos que puedan servirse de un ser energético como el unicornio».

Ygrane dirige una sonrisa curiosa al rey. «¿Montarías tú el unicornio, Uther?».

«No mi señora», responde él firme y de inmediato. «Yo soy cristiano. Mi camino al cielo lo garantiza Jesús. Hablamos de esto en el templo, ¿recuerdas?». Y le aprieta la mano asegurándole que su unión admite incluso diferencias. «Pero Merlinus dice que puedes llamar al unicornio. ¿No te tienta a ti acaso cabalgarlo al cielo. Ygrane?».

«Puedo llamar al unicornio, es cierto, pero carezco de las propiedades mágicas que Bleys ha logrado con su alquimia. Mi magia no me llevará al cielo en ningún futuro próximo, puedo asegurártelo».

«Pero puedes llamarlo». Uther examina su rostro como estudiándolo por primera vez. «¿Lo harías por mí ahora?».

«¿Por qué, Uther?».

«Por la sola razón de que no he visto nunca una criatura semejante. Por lo que decís parece algo digno de contemplarse y, desde luego, una parte importante de esta historia singular que Dios quiere contar a través de nosotros. Al fin y al cabo, fue el unicornio el que condujo a Merlinus hasta ti».

«Puedo llamar al unicornio para ti, señor, si lo deseas; pero no percibirás la criatura sin la visión».

«La visión… con la que tú naciste… por la que los druidas te hicieron reina».

«Sí».

Los ojos en sombras de Uther contemplan suplicantes a Merlinus. «Usa, pues, tu bastón y tu magia, hechicero. Dame la visión. Quiero ver lo que Ygrane y tú habéis visto».

«Puedo intentarlo…», le ofrece dubitativo Merlinus, «pero sólo si la reina quiere llamar al unicornio. Tu visión, desde luego, será sólo temporal».

Ygrane se pone en pie. «Gorlois me enseñó el miedo a la magia realizada en un lugar inadecuado. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que tuve la voluntad de obrar magia ante britones. Pero creo que no hay necesidad de asustarse de ti, Uther. Si mi instinto merece confianza, Dios y mi glamour provocaron nuestro encuentro en un santuario de paz por esta misma razón, y por ello sé que habrá paz entre nosotros». Le alarga la mano. «Ven. Con la ayuda de Myrddin, te mostraré el unicornio».

Conduce al rey entonces a la balaustrada tallada de hermosos caballos de mar y mira un instante el terreno que se extiende a sus pies. Cuando alza la vista, sus ojos verdes cambian abruptamente de color, se hacen más oscuros, como si se le hubiese acabado el tiempo y partido su luz dejando sólo el mirar de un muerto.

Merlinus osa penetrar en ella con el poder de su corazón. Vastos dominios estelares se abren ante él como si nunca los hubiera abandonado, como si nunca hubiese caído a la Tierra o a cualquier otro planeta y todos los planetas no fuesen más que motas de polvo en el sordo silencio del vacío que lo posee. El tiempo se fragmenta en su corazón y él está al borde de sí mismo, a punto de volar otra vez allí donde no hay palabras…

Con cuidado, su maestro lo llama de vuelta: «Ey, ¿para qué tú te va ya? Ch’i-lin viniendo. Hah».

Merlinus se recupera de golpe. Los ojos de Ygrane brillan con claridad felina otra vez y ella se alza alta, esbelta, con las curvas suaves y elegantes de un ave acuática, el brazo derecho extendido, señalando más allá de los muros de la ciudad, a la esponjosa oscuridad bajo el humo de estrellas. Junto al undoso fulgor negro de un lago en el collado entre dos montes, donde la hambrienta penumbra del bosque se desgarra en horizonte, se mueve una mancha de niebla.

«Muéstraselo, Myrddin», dice la reina, y el mago apunta con el Bastón del Árbol de la Tormenta al borrón blanco y le enseña a Uther cómo mirar con él.

Vista de este modo, la frágil luminosidad junto al lago distante se resuelve en la forma musical del unicornio, ondulante la cruz y la espina del animal con músculos sinuosos que se deslizan bajo la piel argéntea. El largo cuello y la ondulada envergadura del lomo reflejan la luz de estrellas que su cuerno espiral parece atraer del cielo titilante; sus ojos maliciosos, inteligentes, fulgen con la misma luz verde que prende los de la reina.

Uther lo observa por encima del bastón y exhala estupefacto: «¡Por las barbas de Dios, lo veo!». Se le dilatan las aletas de la nariz mientras estudia, minucioso, los rasgos extraordinarios de la criatura: sus cascos hendidos, los bucles de su crin y su rostro estrecho de gacela bajo el estoque espiral del cuerno. «Me da la sensación… como si hubiera algo malévolo en su semblante».

«No te equivocas, es una bestia peligrosa», concurre la reina. «Es una criatura de otro orden, más próxima al aire vacío que a la tierra, más parecido al fuego y al éter que a los seres de carne y hueso».

«Sin embargo, tu hija lo monta», se maravilla el rey.

Una punzada de tristeza turba la plácida expresión de Ygrane. «Morgeu ya no monta el unicornio. Desde la muerte de su padre, se ha sumido en inquietudes terrenales con demasiada vehemencia para que le sea posible atraer a este raro animal».

Merlinus se apresura a preguntar: «¿La has visto, mi señora?».

«No, Myrddin. No desde el tránsito sangriento de su padre. Me aborrece porque cree que he vivido más para el unicornio, para mis trances y visiones, que para el poder. Ha enviado emisarios exigiendo que renuncie a la realeza en su favor; quiere dirigir la lucha de los celtas contra todos los invasores, bárbaros y romanos por igual».

«Ahora se ha ido», anuncia Uther levantando pesadamente la cabeza, deslumbrado como un hombre arrancado del sueño. «¿Dónde va?».

Ygrane sonríe y le toma la mano para llevárselo de allí.

«¡Shiii!», oye Merlinus a Bleys protestar tras él. «¿Cómo no da a mí? Gandharva ha venido. Este uno quiere Ch’i-lin, ¿sí?».

Merlinus ignora a su maestro para responder al rey: «Lo que vemos del mundo, señor, no es sino la más pequeña porción de lo que es. Ya hemos hablado de esto en otras ocasiones».

Uther observa la densa oscuridad, una sombra fatal entre sus ojos. «Sin embargo… es una parte real de nuestro mundo. Si una niña puede montarlo, uno concluye que debe de ser tan sólido y real como cualquier caballo. Pero yo acabo de verlo disolverse en niebla».

«¿Para qué ido?», murmura Bleys otra vez. «Este uno espera largo tiempo hasta ahora. ¿Cómo no da Ch’i-lin?».

«Tu pupilo te ha conseguido el unicornio, Bleys, tenlo por seguro», le responde la reina con una graciosa sonrisa. «Pero este no es el momento adecuado para dártelo. Debes entenderlo, amigo mío, soy la única reina en doscientos años que ha tenido un unicornio. Vino a mí en mi en mi infancia, cuando osé confrontar al Furor. Me acompañó en mi coronación y se convirtió en mi emblema. No ha llegado el tiempo de desprenderme de él, no hasta que esté formalmente casada. ¿Podrás esperar un poco más todavía?».

«¿Está Bleys aquí?», inquiere Uther mirando el lugar hacia el que se ha dirigido la reina.

«No le hagas caso», contesta con enojo Merlinus. «Él sólo quiere su unicornio».

«Nosotros hacemo trato, ¿no? Yo uno hombre paciente… pero incluso el Buddha va mucho cansado de tanto espera». Desciende las escaleras de la terraza hacia la noche, como decidido a buscar por sí mismo la bestia.

«¿Dónde está?», pregunta el rey. «Quiero verlo».

«Se ha ido», repone Ygrane, al mismo tiempo molesta y divertida por la actitud de Bleys. «Habitualmente es un hombre paciente y sufrido. ¿Ve ahora quizás alguna razón para apresurarse que nosotros no somos capaces de reconocer?».

«Tú no has visto ninguna dificultad por delante en tus trances, mi señora, ¿no es cierto?», la examina Merlinus.

«Yo veo el futuro sólo de modo imperfecto, Myrddin». Dirige sus ojos turbados a la noche clara. «El tiempo es una tormenta… y nosotros no somos sino granos de arena arrastrados por ella».

El rey medita sus palabras. «Sin embargo, no entiendo cómo el unicornio puede eludir a un espectro de hombre como tu maestro, Merlinus, aun siendo tan substancial como para que lo monte una muchacha. Lo que me has mostrado esta noche pone en cuestión todo lo que yo conozco del mundo».

«Entonces piensa en el mundo como un arco iris, señor», le dice el mago. «Hay muchos colores, muchas formas de ser en el mundo, pero todas son parte de un mismo continuo. Algunos seres, como el unicornio, pueden moverse en más de un color de la realidad».

Bendito Uther, piensa Merlinus. El mago lo ve enzarzado con la enormidad de la vida, pero esta vez no puede prestarle ayuda. Cuestiones mucho más fatídicas ocupan al demonio.

Merlinus devuelve su atención a la reina. «Señora, disculpa mi pregunta, pero debo saberlo… ¿es Morgeu capaz de traición? ¿Sería capaz de usurpar tu título por la fuerza?».

«Myrddin, ya no es la niña que recuerdas de la última vez que estuviste aquí conmigo», reconoce Ygrane, débil y desdichada la voz. «Posee magia ahora. Una magia terrible. Por lo que el trance me ha mostrado, se ha entregado a las artes negras».

Merlinus impide a su mano nerviosa tirarse de la barba. «Señora, también yo la he visto en trance… y estaba en compañía de un demonio».

Las facciones inquietas de Ygrane se oscurecen más aun. «Sí, tal es la triste verdad. Existe una antigua tradición de culto a los demonios entre mi pueblo que se llama Y Mamau. Los que lo siguen son verdaderos fanáticos. Sí. Y, si lograran lo que persiguen, los reyes volverían a ser sacrificados como en las eras pasadas. Son guerreros-nigromantes y evocan a los espíritus de los muertos para que los ayuden en la batalla. Tienen la esperanza de usar su magia contra mí. Temo que Morgeu se les haya unido».

Al oír esto, la faz del mago se ensombrece y Uther se le acerca. «Demasiadas cosas nos oprimen esta noche», dice cruzando los brazos. «Ahora debo saberlo todo. Debes decirme en qué consiste tu magia, Ygrane. No para censurarla, sino para conocerla. ¿De dónde proviene?».

Se aproxima a él y mueve, gentil, la cabeza. «No pongas esa cara tan turbada, Uther. Tal como Merlinus atestiguará, soy una bruja, pero no maligna. Al igual que tú, yo sirvo a mi pueblo, pero lo hago al modo celta. Mira, es lo que te dije en el santuario: nosotros creemos que el alma es inmortal. Cuando el cuerpo muere, el alma transmigra a otro cuerpo. Esto ha ocurrido una y otra vez, a través de toda forma capaz de vida, de toda circunstancia grata o severa. Y así seguirá siendo hasta que el alma haya experimentado todas las cosas y sea digna de retornar a Dios. Porque Dios lo conoce todo y no es posible estar con Dios hasta que uno lo ha sufrido todo».

«Pero ¿qué es tu magia? Sin duda ha de ser una forma de protección tanto como una fuente de dones».

«A veces pienso que no es más que una vía de dificultades». Ygrane suspira, descruza los brazos del joven y le toma las manos. «He sido reina en otras vidas antes de esta, Uther. Te lo digo no para jactarme, sino para… prepararte».

«¿Prepararme?».

Ella pausa. «Instruirte, si prefieres. Soy, como ya era, una adoradora de Morrígan, una diosa severa a la que mi pueblo ha rendido culto desde que migramos de Escitia, Cimeria y la India milenios atrás. En aquellos tiempos lejanos, sacrificábamos a nuestros reyes, los estrangulábamos y los enterrábamos en cenagales para nuestra sangrienta deesa. Ahora, en esta vida, Morrígan me ha recompensado por mis muchos reyes sacrificados otorgándome la devoción de sus sirvientes, los Daoine Síd —la pálida gente, el legendario pueblo élfico— y su magia. Pero en esta vida, soy yo la que debe ser sacrificada. Y así, perdí la dicha de mi infancia en aras de Gorlois y mi vida como madre se ha malogrado también con mi única criatura, Morgeu. Tal es mi destino… el precio de mi magia».

«¿Y yo?», pregunta el rey. «¿También yo he de ser sacrificado?».

«¿Necesitas preguntarlo, Uther?». Sus cejas pálidas se alzan con tristeza. «El tiempo que vivimos nos vive y habla por nuestro sacrificio. Tu hermano sabía esto. Y nosotros no debemos olvidarlo. Perderemos nuestro reino unido a menos que estemos dispuestos a perdernos el uno en el otro». Se lleva las manos del hombre a sus labios. «Pero te digo ahora esto porque así lo creo: yo sufriré la pérdida de algo más querido y próximo que mi reino, joven monarca… porque, por ti, perderé mi corazón».

‡ ‡ ‡

Esa noche, Merlinus no duerme. Merodea por la fortaleza provocando más de una vez las airadas advertencias de los fiana y de los hombres del rey encargados de guardar la mansio. No le importa. Su ojo fuerte le ha revelado demasiadas dificultades para que pueda permitirse dormir. Duda de que el rey y la reina descansen esta noche tampoco. Las luces arden en los ventanales de sus cámaras separadas mientras ambos contemplan en sus almas el umbral trascendente que cruzaran juntos con la llegada del nuevo día.

Merlinus encuentra a Bleys encorujado entre las cañas a la orilla del lago donde el unicornio se detuvo brevemente. La escabrosa premonición que le inspira su vagabundeo nocturno lo empuja a despertar al inmortal y buscar su consejo, pero el mago no puede hacerlo. Ha estado lejos de su maestro demasiado tiempo. Ha aprendido demasiado bien a depender de sus solas fuerzas y, más aun, ya sabe lo que Bleys le diría: «Hace calma. Lo que debe pasar, debe pasar, ¿sí? Preocupación no cambia ojo fuerte».

Merlinus no puede aceptarlo. Su madre lo envió al mundo a obrar el bien, a lograr el orden a partir del caos, la forma a partir de lo informe. No puede sentarse perezosamente mientras su rey y su reina están amenazados por el peligro que supone Morgeu y sus guerreros conjurados, los Y Mamau. Los filamentos sutiles de su corazón exploran la noche y no encuentran en ella amenaza.

Al día siguiente, cansado como está, Merlinus prosigue su vigilancia. Incluso cuando se alzan los pabellones y comienzan las brillantes investiduras, él recorre la periferia de la ciudad murada, escrutando de lejos los bosques hasta donde su poder se lo permite. Bleys se mantiene apartado, como poseído por una maligna premonición que ninguna cautela pudiese conjurar.

La boda tiene lugar en el exterior con magnífica fanfarria. Banderas, grímpolas y cometas con forma de dragón vuelan en el azur de un cielo impoluto mientras druidas y cristianos, juntos y por separado, realizan sus sagradas ceremonias sobre la pareja real. Mientras tanto, Merlinus se mezcla con la multitud creciente de villanos de Maridunum y de las aldeas circunstantes para poder percibir mejor una posible traición. En el momento de la unión sagrada, los eclesiásticos sueltan palomas de paz y los tambores baten con estrépito atronador.

Al instante estallan los festejos. Troveros, payasos y acróbatas dispersos entre la muchedumbre exhiben sus habilidades mientras los músicos entonan las más alegres de sus piezas. Los niños juguetean, las danzas se entreveran y los juglares cantan sus cuentos portentosos entre espumosos barriles de cerveza y jarras de vino rezumantes. Merlinus vigila desde la explanada del tejado de la mansio donde, por orden de la reina y para irritación suya, los sirvientes que evitara la noche anterior insisten en ocuparse de él.

A medida que la alegre jornada avanza, el mago se queda solo. La música fluctúa y pende como vapor entre los setos y los árboles y vaga hasta los montes como el jaspe. En el estrado donde fuera casada, bajo un amarillo dosel solar con las formas de un dragón y un unicornio entrelazadas, la pareja real sostiene largas audiencias. Los reyes reciben primero al obispo Riochatus, luego a Dun Mane y los druidas principales, después a Falon y los comandantes fiana, a los hombres del rey y, finalmente, a varios dignatarios locales.

Merlinus es convocado por último también. No sin cierto orgullo, viste nuevos ropajes de color azul medianoche con bordados de coral donados por la reina. Dun Mane le ha regalado un gorro cónico de druida de color y diseño semejantes a los de la túnica, un símbolo de sabiduría que el mago luce satisfecho. Con la cascada de su pelo plateado, su larga barba recién recortada para la ocasión y su bordón robusto, no traiciona en absoluto la apariencia de un sabio, lo que le causa un vasto regocijo secreto. Musculosos fiana y arqueros del rey con su armadura color ébano lo escoltan como guardia de honor a través del festival tumultuoso, mientras el mago atrae miradas curiosas y gritos divertidos de la enorme congregación.

Guardias numerosos permanecen vigilantes junto a cada pabellón, son visibles más allá de la línea de los árboles y en cada bastión de la ciudad. Aunque el sol resplandece aún sobre el horizonte acuoso de azules montes, ya se han encendido antorchas en las murallas distantes y alrededor del estrado nupcial. En un pabellón adyacente, cincuenta comandantes celtas celebran con sus damas los festejos vistiendo un espectro de colores. Un baldaquín cercano cubre al obispo y sus clérigos mientras cenan. Merlinus busca a Bleys entre la multitud, pero no lo halla presente.

En la plataforma, Ygrane y Uther ocupan asientos de madera oscura, tallado el de la reina con las garras y las alas de un dragón, y el del rey con los cascos hendidos y la crin estilizada del unicornio. Aun a través del espacio que lo separa de ellos, puede Merlinus observar su dicha franca, infatigable incluso después de todo un día de rituales y audiencias. Ygrane está esplendorosa con su corpiño escarlata y su gwn blanca bordada de complejos símbolos célticos. Uther viste una túnica esmeralda hasta las rodillas y coraza de cuero negro con el emblema repujado del dragón. Ambos portan sus gráciles coronas de oro y, atisba el mago mientras se aproxima, se tienen cogidas las manos.

Al ver a Merlinus, las conversaciones decaen en las tiendas de los druidas y de los comandantes celtas y todos observan al mago antes de murmurar entre ellos. También los eclesiásticos lo contemplan con interés, más evidente el rechazo en sus tensas miradas que en la muda reacción de los celtas.

Ya frente al estrado, Merlinus se inclina formalmente, una vez ante cada monarca, como ha visto hacer a los demás. A la señal de la reina, asciende los cinco escalones hasta la plataforma y se sienta en el banco de audiencias a la derecha de Ygrane. Su luminosidad lo satura: un extraordinario resplandor de sensualidad, de feminidad, más cálido que la posesión. Esto es algo que Merlinus conoce bien: la energía femenina que lo arrastró primero al horror del vacío, lo arrancó después a su rabia demente para atraerlo al sosiego del seno materno y acabó por traerlo hasta aquí, al lado de esta mujer, a través de la leyenda de su propia gesta.

«Qué gloria te debemos, Myrddin», lo honra ella. «Has triunfado. Has encontrado a mi Gandharva».

«Y al unirnos, has hecho plenos a nuestros reinos», añade el rey. «Después de la muerte de Ambrosius, morí yo también. Tanto de mí mismo le pertenecía a él. Pero tú me has dado un nuevo nombre y, con él, un nuevo destino. Y ahora… una esposa. ¿Cómo podemos recompensar tus esfuerzos?».

«El niño que traeréis al mundo es toda la gratitud que pido», responde con una sonrisa de compartida felicidad. «Ah, sí, y para mi maestro Bleys, el unicornio…».

De pronto, antes de que pueda terminar, un destello de luz desgarradora pasa junto a ellos, próximo al estrado y, cuando Merlinus se tapa los ojos con la mano, ve los huesos de su interior. Un ángel se ha atrevido a acercarse hasta ese punto. ¿Por qué?, se pregunta temeroso el mago, doloridos los ojos por la luz cegadora.

«¿Myrddin?». La reina se inclina hacia él y le pone en el brazo, inquieta, la mano. «¿Qué es lo que ves?».

Merlinus trata de ignorar lo que ha visto. «El mundo parece poco cambiado por las nupcias que han tenido lugar hoy aquí, pero yo sé que la era a la que estas dan comienzo calará en el corazón del sueño humano y logrará renombre en todos…».

Otra ráfaga de llamas blancas trepida a su paso, esta vez más cerca, y Merlinus ve con precisión la cabellera como crin de cometa y los rasgos fetales del ángel que los mira. Una sensación de alarma lo invade. El fluido de su corazón no percibe nada y se pone en pie para tratar de extender sus filamentos sensibles por el mundo. Nada.

Entiende entonces. Entiende algo que como demonio, mientras tiritaba en el vacío y veía los mundos arder y apagarse como pavesas, no habría olvidado nunca. Pero como hombre, embelesado por el mundo durmiente, es fácil olvidar. La mayor fragilidad de los mortales es que creen importante lo que hacen. Viven lejos de la verdad. Y parece que Lailokén ha sido hombre demasiado tiempo y ha olvidado que las batallas más grandes no tienen lugar entre mortales. Lejos del mundo, en las ciegas profundidades entre las estrellas, ángeles y demonios prosiguen su guerra con las trémulas convulsiones que dan forma a nebulosas, campos de estrellas y los escombros que las rodean… Y también aquí, en esta roca húmeda a la que, mucho tiempo atrás, llegó el demonio Lailokén tras contraer su cuerpo titánico para destruir las tímidas pero complejas formas de vida que los ángeles habían construido a partir del detritus de su guerra. La guerra continúa. Pero cegado por la penumbra de sus ojos mortales, él no recuerda toda la verdad, no recuerda que ese combate decide el destino de los mundos.

«Merlinus… ¿qué ocurre?», presiona el rey, levantándose ansioso.

Actuando por instinto, Merlinus alza el bastón y grita palabras bárbaras, ordenando mostrarse a los demonios presentes. De pronto, en una conflagración de trémulo fulgor y sinuosa escoria negra, aparecen en el cielo sobre el parque del festival: una masa negra de nubes batalladoras con rostros que dibujan los relámpagos. Varios ángeles acuden en respuesta y arden como centellas en su intento de impedir un avance de los demonios. Por fin, tres de los antiguos camaradas de Lailokén se han reunido para atacar: Ojanzán, Bubelis y Azael.

«Myrddin, siéntate», le dice la reina gentil.

Su compostura alarma al mago, porque significa que nadie, ni siquiera Ygrane con su visión, puede ver lo que él ve. Merlinus le toma la mano y la coloca firmemente en el bastón. Al instante, en cuanto la hórrida visión la golpea, cae de rodillas.

Uther se precipita hacia ella y Merlinus empieza a cantar sortilegios asesinos en un intento vano de hacer retroceder a los demonios. Pero no hay esperanza. Sabe bien que esos viejos camaradas suyos son seres más allá de cualquier imprecación mortal.

Espantado, Merlinus escruta los alrededores en busca de Morgeu y sus guerreros… y es sólo entonces cuando los llega a ver, al otro extremo del terreno de festividades, donde el sol del oeste acaricia aún el bosque. Allí, Ethiops se cierne sobre las copas de los árboles golpeando la tierra con sus tentáculos gelatinosos y enmarañando en ellos a una horda belicosa de hialinas figuras, la pálida gente. Bizqueando casi, Merlinus puede divisar una banda de elfos que trata sin conseguirlo de contener una línea de ariscos caballos montados por guerreros encapuchados. Los tentáculos latigantes de Ethiops dispersan a los Síd y los jinetes de Morgeu cargan.

Merlinus trata frenéticamente de alertar a los guardias, pero la atención de todos se centra en sus actitudes dementes. Algunos creen que sufre un ataque extraño. Otros piensan que está maldiciendo las nupcias. Con sus primeros gritos salvajes, los fiana apostados alrededor del estrado han saltado a la plataforma y, cuando la reina se derrumba, corren hacia ella. Falon hace amago de sacar la espada para golpear al protervo Myrddin, pensando que es el mago quien ha atacado a Ygrane. Sólo los gritos de Uther impiden la estocada del guerrero. Pero Falon agarra a Merlinus por el dorso de sus ropas y lo aparta de la reina.

Ello salva la vida del mago porque, en el instante siguiente, el tiburón monstruoso de Bubelis y el flexible ciempiés de Ojanzán chocan en el cielo con los ángeles. Ante los ojos de Merlinus, los demonios quedan reducidos de inmediato a humosas cenizas en la ardiente presencia de los ángeles y se escabullen por las alturas chillando de cataléptico dolor. Pero han creado una momentánea apertura en la defensa de los ángeles y es entonces cuando Azael se escurre por ella.

El demonio se precipita donde estaba Lailokén, próximo a la reina, determinado a aplastar a su viejo amigo liberándolo de su cuerpo mortal. Pero en un fragor de berridos y chirridos, Azael golpea la plataforma cerca del Bastón del Árbol de la Tormenta y explota a la vista de toda la espantada asamblea.

El impacto destruye el estrado y lanza a la pareja real, los fiana y Merlinus al suelo, haciendo caer todo el tablado sobre la titilante sombra de Azael, que tiene la forma de una anguila de doce pies de altura. La viscosa faz genital del demonio se abre a un grito incinerante de furia y frustración, mucho más poderoso que los aullidos de terror de los acres de conmocionados testigos.

A esta distancia, lo bastante próximo para que la reverberante presencia del demonio le arranque la carne de los huesos y su pútrido hedor le abrase los pulmones, la bárbara maldición del mago tiene cierto efecto. El aullido de Lailokén porta la muerte para su antiguo camarada y, con grito herido, Azael se encoge. Pero aun en su agonía, el demonio tiene la firmeza de fustigar.

Merlinus rueda por los suelos; los chicotazos viscosos de Azael no logran alcanzarlo y recaen en la reina. Cuando Merlinus se endereza para golpear al demonio con el bordón, temeroso de que su sortilegio pueda herir a Ygrane, Uther se arroja brava y alocadamente sobre la abominación. Con una contracción, Azael barre al rey dejándolo inconsciente en el suelo. Merlinus alancea al demonio con el bastón canalizando a través del arma toda su ira batalladora y Azael retrocede sin dejar de latigar con la cola.

Un golpe alcanza el pecho del mago, le arranca de la mano el bastón y lo arroja contra los restos del estrado dejándolo aturdido y sin hálito. Pero se mantiene lo bastante alerta para ver que su ataque ha sido eficaz. Ygrane queda libre mientras Azael se encoge aun más, escabulléndose y desvaneciéndose a medida que se aleja del bastón.

Apenas ha recuperado Merlinus la respiración cuando una estampida de caballos irrumpe a través de la muchedumbre, dejando una estela enloquecida de mesas volcadas y gente dispersa. Son guerreros encapuchados que han esperado pacientes en el extremo del bosque, más allá del alcance del flujo sensible del corazón del mago; su ataque parece ahora surgido de ninguna parte, como una tropa de jinetes espectrales a la que Merlinus no puede responder sino abriendo la boca con aturdido espanto.

Distraídos por la horrífica aparición de Azael, los guardias no se han percatado de la rápida incursión de los jinetes y ahora es demasiado tarde para dar la alarma. La caballería invasora carga emergiendo de la asamblea. Algunos arqueros del rey tienen presencia de ánimo para disparar sus flechas antes de que el ataque recaiga sobre ellos, pero derriban sólo a cuatro enemigos.

Doce jinetes superan la línea de arqueros. El corazón de Merlinus, henchido ya por su sed de aire, estalla casi al ver a los Y Mamau de los que hablara la reina: soldados espantosos con máscaras de lobo y caperuzas de cuero, impasibles ante la muerte. Cinco caen bajo el ataque desesperado de los fiana, pero los siete restantes avanzan y pisotean el dosel caído, desgarrando la imagen del dragón y el unicornio hasta que no quedan de ella sino tristes jirones.

Merlinus jadea; trata de concentrar su aliento para dar forma a un grito bárbaro, pero logra sólo un débil gemido cuando los caballos lo dejan atrás. Luchadores Síd cargan en la estela turbulenta de los enemigos, maltratados sus cuerpos translúcidos por los chicotazos ponzoñosos de Ethiops. Príncipe Noche Brillante corre entre ellos con su pálida carne desgarrada y tremolante como la de un leproso en su frenético esfuerzo por alcanzar a la reina caída. Pero la pálida gente, con toda su magia absorbida por el ataque de Ethiops, no tiene fuerza para detener a los guerreros-lobo. Los elfos se desbandan como niebla ante la violencia de la estampida.

Destellan las espadas y los fiana caen bajo plumas de sangre. Ve entonces Merlinus a dos guerreros-lobo saltar del caballo y tomar a la inconsciente Ygrane. Uther grita y torna a desplomarse; uno de los jinetes alza una jabalina para atravesar al rey pero lo detiene la flecha que le perfora la garganta. Sin demorarse más, los seis invasores supervivientes parten al galope con la reina atravesada sobre uno de los caballos como un ciervo muerto.

Durante un embrujado instante, nadie se mueve. Los Y Mamau no han empleado magia hasta este momento crucial y todos los que están en el campo son sorprendidos por la abrupta parálisis arrojada sobre ellos. Cuando los aturdidos y airados fiana logran librarse del conjuro enemigo, los secuestradores se han desvanecido ya en el bosque.

«¡Merlinus!», se lamenta un arquero herido. «¡Ha caído el rey!».

Merlinus se arrodilla junto al cuerpo de Uther; este parece haberse golpeado la cabeza contra un madero del estrado al ser derribado. No respira. Palpándolo, el mago se asegura de que no tiene el cráneo roto, aunque el pulso ha cesado. ¿Tendrá una hemorragia interior?

También el arquero ha sentido la quietud del corazón del rey y gime en voz alta: «¡El rey Uther está muerto!».

«¡No!», brama Merlinus. No ha visto semejante tragedia con su ojo fuerte y, sencillamente, no está dispuesto a aceptarla. Grita un bárbaro canto que hace que las trizas del dosel desgarrado se arremolinen en un vórtice como de rabiosos fantasmas y obliga incluso a los heridos a saltar sobre sus pies y huir con gritos de espanto.

Uther se convulsiona y se endereza de golpe, jadeando y con expresión de horror. «¡Ygrane!», boquea.

Chillidos estupefactos brotan del estrago que cubre el parque nupcial. La mayoría de los villanos ha huido ya hacia las puertas de la ciudad y sólo quedan soldados y sacerdotes. Asombrados testigos aún de pie caen de hinojos. Veterano de la guerra y bravo soldado de Cristo, Riochatus, que estaba administrando los últimos ritos a un arquero moribundo, se pone en pie, arranca la cruz a uno de sus clérigos y se abre paso bruscamente a través de la gente.

Ansioso de proteger al rey de embrujos, el obispo avanza hacia el mago pensando que, de algún modo, es Merlinus quien ha causado todo el desastre. Merlinus bloquea el golpe de la cruz con su Bastón del Árbol de la Tormenta y, por un increíble instante, Riochatus puede ver a la pálida gente, transparente a la última luz de la tarde, cancerada de heridas y renqueando en su camino hacia la espesura y las montañas huecas. El mismo Príncipe Noche Brillante está ahí, bordada la carne de crueles laceraciones. Ha acudido para proteger a Merlinus y ahora su rostro tajado está próximo al del eclesiástico.

«¡Demonios por todas partes!», berrea el obispo y cae hacia atrás. «¡Merlinus, maldito seas! ¿Qué es lo que has hecho?».

El mago ordena a los clérigos que se lleven de allí a Riochatus, débil y confundido como está, y da las gracias al príncipe elfo con un rápido gesto de cabeza antes de volverse hacia su rey. Los arqueros le han ayudado a ponerse en pie. Uther le extiende el brazo a Merlinus. «¿Dónde están? ¿Quién ha tomado a Ygrane?».

«Y Mamau», le dice Merlinus. «Los hombres de Morgeu».

«Hombres no», interviene Falon grave, inclinándose sobre uno de los enemigos derribados. «Las Y Mamau son sacerdotisas de Morrígan. Guerreras conjuradas, dispuestas a morir en la batalla. La gente las teme. Sólo los fiana nos atrevemos a enfrentarlas».

«¿Dónde se han llevado a Ygrane?».

«Temo que… a ser sacrificada a Morrígan», responde Falon adolorado y se aleja para recuperar a su corcel.

Uther palidece de ira. «¡Caballos!», exclama. «¡Mi caballo!».

«Señor…». Merlinus sostiene la mirada furiosa del rey. «No podernos cabalgar solos contra las Y Mamau».

«Los fiana lucharán por su reina», dice Uther dejando el mago atrás en su camino hacia las murallas de la ciudad. «Con ellos, encontraremos el rastro de esas Y Mamau». Su mirada ceñuda recorre el estrago de mesas volcadas y pabellones derribados. «¡Qué loco he sido! Deberíamos haber celebrado la boda en la mansio, en el recinto de la ciudad. Mira todos los que han muerto».

«Las Y Mamau poseen magia, señor», dice Merlinus con firmeza, sorteando los cuerpos caídos. «No podemos ir tras ellas. Pronto será de noche».

«¡Tú posees magia también!», chilla Uther y se detiene para confrontar al mago. «Vamos a perseguir a esas brujas, ¿me oyes? ¡Tenemos que recuperar a Ygrane!».

«Sí, por supuesto. Lo comprendo. Pero ¿no lo ves? Necesitamos más. Los poderes que yo tengo son insuficientes». Merlinus detiene la protesta del rey poniéndole la mano en el hombro.

«Tú viste el demonio. Hay otros. Uther, no puedo luchar contra ellos solo. Necesitamos ayuda».

«¡A fe que sí, todos vimos el demonio!», grita alguien rabioso desde la turba confusa. Merlinus se vuelve hacia el grito para ver la figura del obispo desprenderse de sus compañeros y caminar a grandes zancadas hacia el rey. «¡El mismo Satán era ese! ¿Puede caber duda? Dios ha maldecido tu matrimonio con esta reina pagana…».

Uther gira airado hacia él. «¡Cierra la boca! No tienes ni idea de lo que hablas».

«Sé lo que vi», despotrica el hombre enjuto. «¡Un signo de Dios de que tu matrimonio es impío… y está maldito a Sus ojos!».

Dun Mane, desgarradas y sucias de barro sus blancas ropas druídicas, se incorpora tristemente junto al celta moribundo al que estaba confortando. «Domina tu lengua, Riochatus. Esto es Cymru todavía y no mancillarás a nuestra reina con tu ignorancia».

Uther aprieta la mandíbula para impedirse gritar y apela al mago con una mirada de angustia. «Merlinus…».

Con el bastón alzado para impedir el avance de Dun Mane, llama Merlinus al obispo y a sus hombres, que se aproximan cautelosos, contraídos los rostros de angustia y acusación. En cuanto han formado un tenso semicírculo ante él, Merlinus les susurra una apresurada palabra de olvido. Borra todo recuerdo de Azael, de la pálida gente, de la recuperación milagrosa del rey, dejándoles la impresión de que su dolor es consecuencia del ataque enemigo únicamente. Sus angustiadas expresiones se distienden con lentitud.

«Rezaremos por su rápido retorno», se despide de inmediato el amansado obispo y estrecha las manos del rey con aflicción compartida, antes de apresurarse con sus clérigos a atender a los heridos y moribundos.

Sólo quedan ahora Dun Mane y un puñado de fiana y arqueros. Contemplan al mago con agrias miradas, como si, temeroso, hubiese de volverse hacia ellos a continuación para robarles sus recuerdos.

Dun Mane rompe el silencio por fin: «Myrddin tiene razón, rey Uther. No podemos seguir el rastro de las Y Mamau de noche».

«¡No me quedaré cruzado de brazos!», protesta Uther.

«No», asiente Merlinus de corazón. «Pero primero, debemos recabar la ayuda de los aliados de Ygrane… los Daoine Síd».

Falon y sus fiana supervivientes, que han llegado corriendo con sus caballos, entienden lo que el mago quiere decir y murmuran intimidados entre ellos. Pero los arqueros y el rey fruncen el ceño sin comprender.

«Guerreros Síd han muerto aquí hoy para defender a la reina», dice Merlinus y apunta con su bastón hacia el oeste, a los rojos portales del bosque. «Los que han sobrevivido retornan ahora a las montañas huecas y a su rey. Debemos seguirlos y pedirle ayuda a su monarca».

«¿Nos prestarán ellos… pueden ayudarnos?», pregunta Uther a los fiana.

Los soldados dudan, asustados de hablar de la pálida gente en voz alta; luego asienten tímidamente con la cabeza. Sólo Falon habla: «Son más viejos que Morrígan misma y su magia es más grande».

«Entonces, ¿qué estamos esperando? ¡Vamos ya!». Uther se apresura hacia su caballo y Dun Mane corre tras él para detenerlo. «Señor, nadie ha penetrado en las montañas huecas sin volver cambiado. La pálida gente enloquece a los mortales».

«Quédate entonces, si quieres», responde el rey desprendiéndose de él. «Iré solo si es necesario. Y no volveré, sano o loco, sin Ygrane».

Dun Mane se hace a un lado para dejarlo pasar. Él ha hecho a esta reina; él hará otras. Falon le dirige una mueca de disgusto antes de seguir a Uther, que corre ya hacia los caballos que llegan desde las puertas de la ciudad. Los arqueros se apresuran tras el rey; los fiana intercambian nerviosas miradas y siguen de mala gana a su comandante.

Con un esfuerzo, Merlinus se les une. La terrible visión de los demonios ha dañado su confianza. Sí, Dios Misma quiere verlo resplandecer antes de la era oscura por venir, pero ni siquiera Ella impedirá el descenso de la noche milenaria. ¿Quién puede decir que Lailokén vaya a triunfar, siquiera en una tarea tan humilde como la de pulir un solo destino lo suficiente para que refleje Su esplendor? Como demonio, él mismo y sin ayuda de nadie aplastó a muchos locos visionarios, en nada distintos a eso en lo que él se ha convertido. Y hay más de uno de su antigua cohorte que tiene un interés personal en quebrantarlo a él ahora.

En el fondo de su desesperación, cuando inicia su camino a través del caos de tiendas arrasadas y restos desperdigados del banquete que dejó la huida pavorosa de los villanos, atisba a Bleys. Su cuerpo pequeño y encorrugado parece casi invisible entre las sombras de los grandes caballos. Merlinus se le acerca apresuradamente y empieza a contarle lo ocurrido.

«Este uno ve todo», lo interrumpe el sabio. «Desde lugar seguro en muro ciudad. Ojo fuerte ve verdad. Morgeu adora demonios».

«Bleys, tengo que usar el ojo fuerte otra vez», dice Merlinus tanto para sí mismo como para su maestro. «Tengo que ver si podemos salvar a Ygrane».

«No tiempo», decide Bleys y apremia a Merlinus a montar. «Ojo fuerte mucho truco. ¡Hah! No tiempo para truco. Salva Ygrane, salva unicornio. Ven. Vamos a ver a Síd, tomar una grande magia para salva Ygrane, ¿sí?».

El rey dirige una mirada impaciente al mago desde el lomo de su corcel. «¿Qué camino, Merlinus?».

«Hacia el oeste, señor», repone él con seguridad ajustando el bastón entre las correas de la silla que constituyen el soporte de las jabalinas. «Hacia el crepúsculo entre los mundos».

‡ ‡ ‡

Avistando las menudas figuras de Príncipe Noche Brillante y sus soldados contra el disco hinchado y gaseoso del sol poniente, Merlinus conduce al rey y su pequeña tropa hacia el suroeste a través del parque y por una trocha vaga, casi oculta en un bosque demasiado verde para la estación. La hojarasca amollenta el paso de los caballos, aunque las ramas están todavía colmadas de follaje. Delante, a través de la densidad de los árboles y la maleza, las ascuas incandescentes del oeste bañan el mundo en una luz curiosa, al mismo tiempo derretida y translúcida.

La tropa cabalga durante horas, pero el crepúsculo no acaba de desembocar en noche. Cada vez que Merlinus se apresura hacia delante para consultar con los elfos, estos se alejan más y más hacia el apocalipsis del ocaso. Por fin, ralean los árboles y los jinetes se ven reducidos a motas de sombra contra el vasto muro flamígero del sol rojo. La tierra alrededor es plana y blanda, borrosa por el fuego misterioso y los quiméricos tejidos del gigantesco sol acuoso.

Los exploradores elfos se desvanecen y, en su lugar, se dibuja un árbol solitario en el ambiguo horizonte. Sin hojas, con la complicación severa de sus ramas como una telaraña contra el inmenso sol, se alza totalmente en el vacío y sus raíces centelleantes son un reflejo de sus ramas desnudas y sus ramillas numerosas. Los jinetes se acercan y, como en un sueño, ven crecer su forma heráldica, hacerse difusa y fluctuar hasta transformarse en prietas columnas de fuego. Después, poco a poco, la urdimbre de llamas los rodea, como cortinas de tórrido plasma augustamente tejidas, veteadas de matices termales y sombras, que acaban por arquearse en las alturas para formar ígneas cúpulas y bóvedas.

Los juegos marmóreos de las llamas bullen como ágata y cornalina vivas creando bajo los jinetes un suelo de losas impolutas, que arden febriles pero no queman ni consumen. Delante, aparecen las estancias reales, con sus columnatas, balcones escalonados y ventanales arqueados que contemplan la hoz de plata de una luna nueva y los rociones de las estrellas.

«Un palacio tallado como el fuego», susurra Uther poseído por un sagrado temor. Se torna hacia Merlinus y descubre de pronto a Bleys cabalgando detrás del mago. «¿Es este… tu maestro?».

«Lo es». Por encima del hombro, Merlinus ve al anciano chino tal como se le presentara la primera vez que abriera su ojo fuerte: joven, de cabello sable y trenzado de músculos. «Uther Pendragón, este es mi maestro Yeu Wei, conocido también como Bleys».

Bleys inclina levemente la cabeza. «El destino me pone a tu servicio, señor», lo saluda en melifluo latín, «aunque no sé en qué puedo ayudarte, joven rey. Pues, como bien sabes, yo no tengo más interés en tu destino que la captura del unicornio, y ello por razones que no te conciernen. Como no conseguiré el unicornio sin Ygrane, haré todo lo que esté en mi poder para rescatarla».

Apenas ha dado el rey las gracias al inmortal, cuando aparece una abrupta luminosidad en la distancia. Un trono de luz, con garras nervadas por pies y un espaldar en abanico del que irradian afiladas lanzas solares, ocupa el extremo lejano de la arcada deslumbradora. Entonces, la maltrecha hueste de elfos a la que han seguido los jinetes hasta este reino extraño se arrodilla ante una forma humana de tan poderoso fulgor que podría rivalizar con el ardor estelar de los ángeles.

Lentos y exhaustos, los caballeros desmontan y se aproximan a pie. En la vivida luz cegadora como de núcleo estelar, se forma una presencia regia: una iridiscencia nebular se concreta en una figura inmensa, semihumana, de hombros torunos, rostro de reno y cuernos nudosos visibles sobre su lanosa melena.

Los fiana se arrodillan y el resto los imita, incluido Bleys: «Majestad…», lo saluda Merlinus.

«¿Cuándo ha recibido un dios la genuflexión de un demonio?», dice el rey bestial con voz estrepitosa. «Lailokén, tú eres un demonio y no engañarás a este viejo dios. ¿Cómo nos llamáis los demonios? ¿Carroñeros? En pie. Igual podría yo inclinarme ante ti. ¡Y aquí en mi propio palacio también!».

«Majestad, no soy ahora sino un hombre…».

«¡Haw! ¿Quieres hacerme creer que de un demonio puede hacerse un hombre?». Brama una risa que reverbera en ecos límpidos por los altos espacios de la estancia. «No hay magia que pueda desurdir un demonio, Lailokén. Mírate ahí, oculto en un pelaje humano. Eres como fuiste siempre. Eso, te lo aseguro, no hay quien lo cambie».

«Dios me ha dado una forma mortal para que haga Su trabajo entre mortales», dice débilmente Merlinus.

Una sonrisa de troll revela en el rostro bestial dientes humanos mientras el rey-alce mira desde su altura al mago. «Oh, ¿es Dios, pues, a quien acudiremos ahora en busca de ayuda?». Se inclina hacia Merlinus y le hace una señal para que se levante. «Dios puede haberte apestado con una piel humana, Lailokén, pero no tendremos la ayuda de Dios para salvar a Ygrane de las brujas».

Merlinus se pone en pie, se descubre a la altura del cierre de plata del manto real y ve su propio rostro reflejado en la pulida redondez del broche: no su faz humana, sino las anchas mandíbulas, el rictus de víbora y los entrecerrados ojos de cuarzo de su antiguo visaje demónico. El mago se asusta y mira hacia abajo, esperando ver el resbaladizo vientre de tiburón y las musculosas patas trenzadas de su vieja figura. Pero no, a sus ojos y a los de aquellos que lo rodean aparece enteramente mortal.

«Rey Alguien Sabe la Verdad», se dirige Merlinus una vez más al sarcástico rostro de reno, «te lo suplico… ¿nos ayudarás a salvar a Ygrane de las Y Mamau?».

«La pregunta, Lailokén, ha sido desde hace tiempo: ¿nos ayudaréis vosotros, los Daoine Síd, contra nuestros enemigos, el Furor y sus dioses del norte?», decreta imperioso el rey-alce. «No hace mucho, tú eras un aliado de todo lo que odia la vida, si te dignas recordar. Ahora sirves al Dios Innombrable y te presentas ante mí con un devoto del crucificado y un vagabundo ateo de la lejana Cathay, dispuesto a escapar de nuestro cerco miserable. Tú eres un demonio, Lailokén».

«Demonio puede que lo haya sido una vez», salta el rey Uther y su voz trepida cuando se levanta ante la envergadura bestial del dios antiguo. «Pero me sirve. Soy yo, Uther Pendragón, el que ha ordenado a estos hombres presentarse ante ti». Le tiembla la boca y se inflama hasta el borde de las lágrimas. «Yo me alzo aquí por ellos… y por mi Dios, que no es un dios crucificado, sino el amor del Todopoderoso por su creación… tú incluido».

El rictus del rey-alce desemboca en gruñido amenazador. «Eres un hombre insolente, rey Uther».

«Majestad», Uther cambia el tono y baja la cabeza, «no hay duda de que Dios ha hecho de ti un ser más grande que yo. Yo no soy sino un hombre mortal». Toca el crucifijo de jade alrededor del cuello, alza los ojos hacia la mirada bestial del rey-alce y habla con firmeza mayor. «No poseo el poder demónico de mi mentor, ni la magia de su maestro. Pero Dios me ha considerado apto para convertirme en rey de los britones. Hoy, he maridado a Ygrane, a quien Dios ha hecho reina de los celtas. Nos hemos unido para salvar esta isla de los invasores. Tus propios guerreros murieron hoy por ella… por ella y por mí».

El dios celta hace un gesto de reconocimiento a Príncipe Noche Brillante y sus soldados heridos, arrodillados todavía ante él, y observa a Uther con ojos maliciosamente sesgados, penetrantes, como si viera algo nuevo en él.

«Si parezco demasiado osado, majestad», continúa el rey, la voz más potente, «eso es sólo porque temo por Ygrane y por nuestro pueblo… y deseo que trates directamente conmigo. ¿Puedes ayudarme a recuperar a mi mujer?».

«¿Tratar contigo?». La mueca irónica del rey-alce escampa en una sonrisa astuta. «Trataré contigo muy directamente, Rey Uther… si tienes estómago para soportarlo».

Bleys dirige a Merlinus una mirada de alarma y el mago se prepara para saltar entre el rey-alce y Uther.

«Ven conmigo, Uther», le invita el dios. «También tú, Lailokén. El resto permaneced aquí». Camina hacia una augusta escalera y Uther nota, con ojos sobresaltados, el par de patas velludas con la pezuña hendida bajo el manto esmeralda del monarca élfico. Merlinus le lee la mirada y desearía haber advertido antes al rey que las apariencias de los dioses, demonios y ángeles son siempre meros espejismos, energías proteicas que se configuran a sí mismas según su momentáneo capricho.

El rey-alce comienza a hablar de nuevo: «Lo que voy a mostrarte, rey de los britones, muy pocos mortales lo han visto y han vivido para contarlo». Grácil como un espectro, asciende las escaleras y los dos hombres se esfuerzan para seguirle el paso. Allá abajo, el salón del trono disminuye como si quedase detrás de los herrumbrosos paramentos de un cañón. Con cada paso en la escalera espiral, parece como si vencieran largas distancias muy por encima de los ígneos contornos y los ardientes promontorios de la morada real. Muy pronto, las minúsculas motas que son sus compañeros desaparecen de la vista en la hondura diamantina sobre la que ellos se remontan.

Hallan en la cumbre una elevada meseta bajo la noche desnuda, donde las estrellas fulgen, inmensas y azules, creando imprevistas configuraciones. El gigantesco creciente lunar exhibe todo el alabastro de las mellas y huellas de sus volcanes muertos y, en su extremo lejano, un resplandor polvoroso y lavanda apunta difuso a un yermo, ceniciento y vasto. Bajo esta noche lunar, un milagroso otromundo se extiende ante ellos. Las luces celestes arrojan un trémulo resplandor sobre la faz amartillada del llano haciendo cintilar un oasis de saucedos y musgosos cenagales, próximos a márgenes de cimbreantes herbazales y lagos negros, fríos como polvo de estrellas.

«¿Dónde estamos?», pregunta Uther con tenue voz.

El rey-alce le dirige una cáustica sonrisa sobre su hombro de visón. «Este es el país de los muertos, Rey Uther… y de los no nacidos también».

Avanzan veloces por un paisaje rocoso de peñascos en el que el viento ha esculpido formas calavéricas. Con ojos solemnes, Uther examina el ruinoso terreno que se extiende a sus pies, una llanura blanca, lunar, cubierta de pedazos de cerámica destrozada, columnas quebradas y desmembrada estatuaria… el osario luminiscente de un mundo legendario y antiguo.

«Y este es el campo de los sueños rotos», explica el rey-alce. «Observa y verás modernas ruinas romanas entre los sueños perdidos de los antiguos».

Calzada entre la fracturada efigie pétrea de un alado rey asirio y una duna de huesos pulidos revestidos de armaduras egipcias, la insignia del águila del otrora poderoso Imperio se inclina desvaída en la cima de un cúmulo de abollados cascos romanos.

«Nuestra cruz —céltica y cristiana— se pudrirá aquí un día», musita Rey Alguien Sabe la Verdad y su voz potente se ondula en los ecos que reverberan por los cipresales más allá del llano cubierto de huesos. «A menos, Uther, que podamos alcanzar un acuerdo verdadero, lo bastante poderoso para detener a los invasores del norte que amenazan nuestra existencia».

A través de las nieblas que fluyen undosas sobre la destrozada arquitectura de un templo griego cercano, llega una enjuta figura, vaporoso el cabello como tela de araña.

«Raglaw…», exclama Merlinus, débil en su sorpresa.

«¿Por qué habría de sorprenderte verme aquí, Myrddin?», pregunta ella con su voz resollante. «Tú mismo me viste partir del orgulloso mundo bajo el sol…».

«Merlinus», susurra Uther, «¿quién es esta anciana?».

«Soy la vieja Raglaw, excelencia», se presenta la mujer. Bruma se desgaja de su esquelética figura mientras avanza flotando. «Soy la mentora espiritual de tu mujer, la misma que enseñó a tu querida Ygrane a interpretar sus trances y visiones».

«¿Qué quieres de nosotros?», le pregunta Uther, enervado por la cadavérica apariencia de la arpía.

«¿Querer?», croa. «Estoy más allá del querer, Rey Uther. Dentro de poco, partiré una vez más de entre los muertos para proseguir mi ciclo… yo, que una vez fui la más incapaz de vida y la más próxima a la muerte absoluta. Yo, que llegué en toda forma y a través de toda forma capaz de cuerpo y de vida. Yo, que aún no estoy completa. Yo estoy aquí como testigo de tu entrada en el País de los Muertos».

«Saludos, buena Raglaw», exclama vigoroso el rey-alce y la bruja sombría despierta brevemente de su trance. «Noticias te traigo para endulzarte el camino. Este joven rey viene a trabar alianza con los celtas…».

«Lo sé, lo sé», murmura la anciana. Como humo, flota oblicua a través de bajos montículos de arena, santuarios y muros de imperios muertos reducidos a la cal blanca de la mortaja del tiempo. «Todo lo vi, ya lo sabes. ¿Recuerdas, Myrddin?», exclama en respuesta. «Lo vimos todo… todo… la tierra empapada de sangre… los ejércitos espectrales… el rey confuso por su elección. Este es aquel, ¿verdad? Este es el que se ha casado con mi Ygrane querida. Sí, lo recuerdo todo aún. Él será el padre del rey con el poder de ser justo. Es decir, sólo si se desengaña a tiempo. A tiempo, tanta confusión hay… Merced sin esperanza… Merced…».

Se aleja hasta que no llegan sus palabras y pronto la niebla la vela otra vez.

«¡Santísimo Dios!», clama blandamente Uther. «No me gusta este lugar, Merlinus».

«Si hemos de salvar a Ygrane», le recuerda el mago, «hemos de seguir adelante».

Uther aferra el brazo de Merlinus. «Pero ¿qué quiso decir la anciana… merced sin esperanza?».

Rey Alguien Sabe la Verdad responde mientras avanza a través de la frágil calina: «En vida, Dama Raglaw poseyó el don del ojo fuerte…».

«El don de la profecía», aclara Merlinus.

«Sí, el ojo fuerte», repite el rey-alce dirigiendo una mirada oscura al demonio por interrumpirlo. «Con él, vio descender sobre nuestra isla una era de crepuscular oscuridad, una edad apocalíptica destinada a durar centurias. Sólo nuestra alianza podría aportar cierto socorro, cierta merced, para nuestros pueblos hasta el fin de la oscuridad. Pero no hay ninguna esperanza de subvertir el destino, ninguna esperanza de desafiar el desastre».

«Entonces, ¿por qué molestarse en intentarlo?», inquiere Uther con amargura.

«Por qué, en efecto», responde el rey-alce. «Antes o después todo viene a parar a este campo de quebrantos».

Merlinus golpea el suelo fuerte con su bastón, pero la capa de arena bajo sus pies no devuelve ningún sonido. «Por esa desesperación, Rey Alguien Sabe la Verdad y todos los celtas necesitan un rey cristiano… este rey. Y el que vendrá después de él».

Han llegado al límite del cementerio, donde pinos enanos se hincan en el borde de una escarpadura que corona un terreno crateriforme con brillantes lagos como calderos. El rey-alce se detiene y enfrenta a los dos hombres, posadas sus manos poderosas en las caderas. Su manto ondea tras él con la ráfaga que asciende del valle, exponiendo sus patas velludas y el falo forrado de piel. «Explícate, demonio».

«Los celtas son una raza eterna», comienza Merlinus en su tono más diplomático y conciliador. «Ya has oído a Raglaw. Habla ella por todo tu pueblo. La vida retorna a la vida hasta que se perfecciona a sí misma. Para vosotros, la muerte es siempre un comienzo. Incluso la muerte de toda vuestra raza puede soportarse. Así que, ¿por qué molestarse, en efecto?». Toca con su bastón el hombro de Uther, la cicatriz de la herida que Ygrane ha curado con su magia. «Este rey cristiano cree, al igual que vuestro enemigo el Furor, que la vida conduce a la muerte y que la muerte acaba la vida. Que el mundo mismo avanza hacia el apocalipsis y el fin de los tiempos. Sería, así, un poderoso aliado de tu pueblo, porque su fe exige que se esfuerce aquí y ahora en hacer bien de la vida… pues esta vida es el único bien que posee».

El rey-alce mueve de lado a lado la mandíbula, rumiando lo que acaba de oír. «Presentas un buen alegato en favor de tu rey, Myrddin. Creo que no volveré a llamarte demonio nunca más». Comienza la marcha otra vez e invita a los hombres a seguirlo. «Venid. Voy a mostrar a este rey cristiano algo celta, el tipo de cosa que nos hace justamente famosos».

Los guía ladera abajo por un camino fragoso y zigzagueante, a través de velos de calina fulgente e interludios de cielo estrellado. El húmedo olor a ruina que flota en el aire se agudiza con la resinosa fragancia de los eucaliptos enanos que crecen en las fallas y grietas de la combada pared de roca; el rumor de un trueno pasea una incalculable distancia. En la base del acantilado, saltan desde un precario saliente hasta la cenicienta grava del fondo y se hallan por fin ante las negras fauces de una caverna. Estalacticas de escarcha y salitre penden como congelada saliva del techo de la cueva y un gélido viento subterráneo exhala un rancio olor a reptil.

«Theo…», un eco herido reverbera desde el interior.

Uther se endereza de golpe. «¿Ambrosius?». El rey avanza hacia la gruta oscura y Merlinus lo detiene aferrándole el hombro.

«Espera», le aconseja el mago. «Ya viene».

Una sombra se separa de las tenebrosas profundidades de la caverna y se asoma a la vacilante luz estelar. Maltrecho y desfigurado, Ambrosius emerge tambaleándose, débil, colmados los ojos rojos de desesperación. «Theo… tú no… no todavía…».

«Atrás, sombra», ordena el rey-alce. «Estás en presencia de vivientes».

«Theo… ¿vivo aún?». Ambrosius viste aún la armadura con la que murió y, aunque parece exhausto, no son visibles heridas en él.

Uther se desprende de la mano de Merlinus y se precipita hacia su hermano.

«¡No!», grita el mago, pero demasiado tarde.

Uther abraza a Ambrosius y, en el mismo instante del contacto, el Señor del Dragón se revuelve como un loco en su abrazo emitiendo un horrísono alarido de dolor. Uther retrocede, confuso, y observa a su hermano encogerse de tormento.

«¡Apártate de él!», le increpa el rey-alce. «Los muertos no pueden soportar el calor de los vivos».

«Ambrosius… perdóname», exclama Uther y cae de rodillas para contemplar, llorando, el rostro convulso de su hermano. «Perdóname».

Con romano estoicismo, el Señor del Dragón se endereza, tensos de agonía los músculos del rostro. «Tocarte otra vez… ¡vivo! Este dolor es… mi inmenso gozo».

«Hermano, ¿por qué estás aquí, en esta cueva?». Uther lo contempla desolado, sin osar levantarse. «Tú moriste por tu gente. Deberías estar en los cielos».

«Yo morí… por venganza», responde él sombrío. «La recompensa es estar ahora en el umbral del infierno».

«¡No!». Uther aprieta el puño y se pone en pie. «¿Quién te juzga?».

Ambrosius mueve la cabeza, prietos los ojos contra el frío estremecedor que reemplaza el ardor del abrazo de su hermano. «Nadie… me ha juzgado… sino yo mismo. No importa, hermanito. Estoy aquí con el abuelo Vitki… el rostro dragónico de tus sueños, hermano… tan cerca de ti… como puedo estar».

«¿Rostro dragónico?», se asombra Uther. «¿Wray Vitki está aquí?».

«El Dragón Aurelianus…». Ambrosius fuerza una pálida sonrisa. «Sin duda lo recuerdas. El dragón de nuestros antepasados. ¿No lo viste? Tú portas su marca. Él te ayudó, ya lo sabes… en Londinium».

Uther lo mira sin comprender y mueve la cabeza lentamente. «¿Es cierto?», pregunta el rey a Merlinus por fin.

Merlinus asiente. «Yo mismo lo vi, señor. El magus del que te hablé. Es tu aliado».

«¿En… Londinium?».

«Acudió a ti allí, Uther».

Uther se sienta, flojo, en el suelo, pesado de asombro, recuperando los recuerdos de aquel día trágico. Fija en el espectro de su hermano unos ojos tristes. «Te echo de menos, Ambrosius».

«El abuelo Vitki me habla. Me dice… que te han rendido pleitesía todos los señores de la guerra romanos de Britania… y los celtas salvajes también». Un indicio de su vieja astucia se muestra a través de su lasitud. «Debes ser más cauto… que padre… o que yo. Yo viví… para la ira».

Uther lo contempla a través de sus lágrimas rebosantes.

Merlinus se arrodilla a su lado, le pone el brazo sobre los hombros y le susurra: «Las sombras de los muertos no cambian, Uther. Así lo aprendimos de Hornero. Tenemos que librarlo del magus».

«Sé cauteloso, Theo…», le advierte el Señor del Dragón. Y Uther es consciente entonces del esfuerzo que el espectro ejerce para mantenerse firme en su presencia. «El abuelo Vitki me dice… que te has casado con la mujer de Gorlois. Dice que Merlinus te embrujó… te dio el aspecto del duque… que así sedujiste a su esposa. Sé cauteloso, Theo… ese no eres tú».

«Eso no es verdad…», le espeta Uther. Luego, mira a su mago y le pregunta en un susurro sólo audible para él: «¿Por qué le miente Wray Vitki?».

«Ese antepasado vuestro robó al Dragón la fuerza para su larga vida siglos atrás, cuando era miembro del clan de la víbora, en aquellos tiempos totémicos», le responde Merlinus en un murmurio. «Ahora ese ancestro te sirve. Tú portas la marca hereditaria por la que toca el mundo de la superficie. Este vínculo de sangre no atañe a tu hermano. No hay ningún lazo físico entre él y el magus. Yo diría que Wray Vitki está forjando historias sobre ti para tener a Ambrosius cerca. Tenemos que separarlo de él».

«Ambrosius», le dice Uther lastimoso, «no has de quedarte aquí. No lo hagas por mí. No puedo soportar el pensar que sufres de este modo».

«Quiero estar cerca de ti… mirar por ti».

«Debes dejar de preocuparte por mí. Ya no puedes ayudarme. Quisiera que pudieras, Ambro, porque te añoro terriblemente. Pero sé que estoy realizando tu obra… la de padre… Debes irte de este lugar de desesperación y buscar retribución en Dios».

«No puede haber retribución para mí, Theo». Ambrosius se mantiene tieso aunque su carne tiembla. «No soy sino un mísero asesino».

«Deja el juicio a Dios, Ambrosius». Uther levanta el rostro hacia el rey-alce. «¿Dónde está el refugio cristiano en este País de los Muertos?», pregunta.

Rey Alguien Sabe la Verdad señala más allá de una confusión de rocas desprendidas y arbustos castigados por el viento, hacia un desfiladero en la pared de roca. Uther camina hacia allí dejándose seguir por el resto y observa, débilmente, un paisaje dispuesto en terrazas. En el nivel más bajo, de arcilla resquebrajada, ondulan mortajas de calor y pináculos de azules llamas alcohólicas. Sobre este, un peligroso jardín domina el llano abrasado. Cactus quebrados y árboles espinosos que destilan resbaladizas piedras negras desde una terraza más alta. En los bancales más altos, prados alfombrados de flores salvajes, vastos acres de verdes cespederas, árboles aparrados y las aguas de nebulosas cascadas deslumbran la tierra oscura. Esas laderas altas brillan bajo la luz matutina que se derrama en velos luminosos desde un elevado país que ocultan montañas de hielo como castillos.

«Ven, Ambrosius», lo llama Uther.

La sombra renquea hasta el costado de su hermano y examina el panorama del ultramundo cristiano. «Infierno. O purgatorio… como los sacerdotes nos advirtieron siempre. Como tú mismo me advertiste, Theo».

«Sí, el purgatorio, estoy seguro», dice Uther. «El primer paso hacia el cielo. Te llevaré allí, Ambrosius».

«No, espera. Tengo miedo, Theo».

Uther hincha las aletas de la nariz al respirar profundamente para impedirse desfallecer ante el triste espectáculo del miedo de su hermano. «Dios no te juzgará con dureza, Ambrosius. Te lo prometo. Iré contigo y hablaré por ti».

«¡Ja!», grita el rey-alce sobresaltando a todos, aun al espectro. «No a menos que quieras dejar atrás tu vida mortal y a Ygrane con ella. Sólo él deberá hablar por sí mismo. Nadie que vaya más allá de este desfiladero puede volver… ni siquiera yo. Ambrosius irá solo o no irá».

A través de su grieta entre la vida y la muerte, Uther y Ambrosius se miran uno a otro resignados.

«Ve, Ambrosius. Confía en nuestro Dios. Él nos hizo como somos. No puede volverlo contra ti. Jesús prometió que su amor intercedería por nosotros. Confía en ello».

«¿Y qué será de ti, Theo? Tú habías de ser sacerdote. ¿Cómo puedes ser un verdadero rey?».

«Reino por amor, Ambrosius. Sólo el amor hace de mí un rey». Se pasa una mano sobre su rostro turbado. «Vete ya, hermano, por favor. Cruza el paso. Nadie vive demasiado tiempo en la vida. Volveré a estar contigo muy pronto».

«Verte… así…». Ambrosius abre los brazos con gesto de asombro. «Verte… convertido en rey… no importa si voy… al infierno».

Uther siente una escisión entre su cuerpo y su mente, desgajados su acción y su pensamiento. Le duele de tristeza la carne y anhela abrazar a su hermano otra vez, pero sabe que este no es Ambrosius, sino sólo su espectro, divorciado de la carne y la acción y la mente mutable de los vivos. Aunque el cuerpo le duele a Uther de angustia, su mente siente sólo cansancio, el agotamiento del predestinado, que debe continuar viviendo entre infortunios y sinsentidos para culminar un destino heredado de los muertos.

Ambrosius reconoce el sufrimiento de su hermano. Estar tan cerca de los vivientes atormenta al fantasma y se demora sólo un instante, una última mirada hambrienta, antes de desaparecer para siempre por la roca hendida. Como arrastrado por la resaca, se mueve rápido hacia la distancia y se torna sólo una vez para alzar el brazo en saludo romano antes de desaparecer de la vista.

Con su tránsito, un trueno brama desde la caverna y un viento sonoro, gélido, se arremolina en torno a los visitantes levantando ceniza del suelo para formar polvorientas ballerinas.

El rey-alce vuelve la cara al viento. «El magus te percibe», asegura. «Tenemos que irnos. Ahora cálmate y ven conmigo a ese bosque protector de ahí arriba. Hay algo que quiero enseñarte… y tenemos un acuerdo que alcanzar».

Rey Alguien Sabe la Verdad conduce a los dos hombres —Uther visiblemente afligido— a lo largo de la pared de roca, entre inmensos taludes rocosos, hasta un camino que serpentea monte arriba a través de helechos altos hasta las rodillas. Alcanzan al fin la pineda que el dios señalara. De forma imprevista, oyen el frenesí de una risa luminosa y ruidos carnavalescos que brotan desde algún lugar más allá de los frondosos senderos hasta las alturas nemorosas.

«No temáis», dice el rey-alce. «Es sólo mi gente, que sabe que estoy aquí».

Sin saber qué pensar, Uther y Merlinus miran arriba, a lo largo de las poderosas vergas de los pinos, las ramas hirsutas que flotan como islas en el cielo. El resplandor de la luna arranca a los árboles un incienso mentolado y una brisa cálida desciende suave desde las alturas, portando la ajetreada labor de las abejas y un cencerreo y balitar de rebaños distantes. El rey-alce prosigue la marcha y el cielo palidece mostrando tonalidades opalinas primero y, después, franjas con los trazos frambuesa y limón de las nubes del alba.

Para entonces, han llegado a una altura que les ofrece un panorama de amplios pradales y bosques azul-humo que parecen, curiosamente, al mismo tiempo cultivados y salvajes. Allí abajo, pace magnífico el unicornio y la luz juega en su capa blanca llenándola de iridiscencias. Una vez más repican risas como campanillas desde el ocaso luminante y Merlinus percibe cerca alegres presencias invisibles que, de algún modo, le recuerdan no a los celtas, sino al mítico orden griego de los centauros, sátiros y Titanes que se coaligaron contra Zeus.

El mago mueve su bastón alrededor y las risillas se hacen más fuertes. Figuras asustadas aparecen de pronto con un abigarrado glamour de risas, no muy diferentes del rey-alce sus formas, pero sólo semihumanas, de hocicos vellosos, patas bestiales de pelo musgoso y ojos verdes como el mar.

«Estas son las primeras gentes», anuncia el rey-alce. «Me asisten cuando vengo aquí».

«Pero ¿dónde es “aquí”?», inquiere Uther.

«“Aquí” es las inmediaciones del Mundo Superior, Rey Uther», responde el dios. «Aquí las formas se disuelven. De modo salvaje, discordante, cómico, demente, se disuelven… y se gozan en la disolución. Aquí, se desprenden las formas y se quedan solas las almas: luz radiante que aguarda las leyes del espíritu para adquirir siempre nuevas formas».

«“Extraño», murmura Uther quedo, claramente atemorizado por la belleza antinatural de estos Campos Elíseos. Sin quererlo, su cuerpo se balancea al ritmo de esa aguda, casi indistinta melodía de la música más antigua, un ritmo de viento y de agua.

«Observa con más atención», le ruega Rey Alguien Sabe la Verdad. Señala hacia abajo, el fértil valle exuberante al que una espuma de risa y canciones se filtra desde un bosque tumultuoso. Apenas visibles a través de las aberturas oblicuas entre los árboles, danzan figuras humanas compuestas nada más que de niebla luminosa y toda una horda de ellas juega y retoza como faunos. Su misterioso espectáculo instila en los dos testigos humanos la rara y a la vez familiar dulzura de una magia indescifrable, un sentimiento de paz y bienaventuranza que ellos recuerdan débilmente de sus lejanos ensueños fetales. La espontánea energía de los espectros, a pesar de todo su irresponsable e indomable abandono, conlleva una inefable hermosura de inocencia y pureza, como si obedecieran el ritmo exquisito de una ley superior: un tumulto inspirado por el divino espíritu.

«Esos de allí abajo», los señala el rey-alce sin dejar de dedicarles una sonrisa, «son los eternos danzarines. Yo soy su señor, su Pan. Les sirvo en este tanto como en el mundo inferior de las formas mortales. Los atiendo como un jardinero a sus plantas, un pastor a su rebaño».

«¿Son elfos?», pregunta Uther colmado de un respetuoso temor.

«No del todo. Son personas», responde vagamente el rey-alce. «Celtas en su mayoría. Mi gente. Viven aquí como almas incorpóreas hasta que las nuevas formas que necesitan para culminar sus destinos cósmicos los llaman al Pequeño Mundo de la existencia física».

«¿Destinos cósmicos?». Uther no aparta los ojos del espectáculo fantasmal y se deja penetrar por el hálito fúlgido de los montes y los campos. «¿Quién decide esos destinos? ¿Quién escoge sus nuevas formas, sus nuevas vidas en el mundo de los vivientes? ¿Lo haces tú, quizás? Y en cualquier caso, ¿qué tiene que ver todo esto con mi Ygrane?».

Rey Alguien Sabe la Verdad estalla en una risa que suena como el clangor del rayo con sus ecos de trueno. La sonora carcajada asusta al unicornio, que se encabrita, y hace emerger del bosque a las brumosas figuras. Como humo que flota sobre un río invernal, la tropa festiva danza a la vista por la orla del prado: ágiles figuras de etéreas telarañas, quiméricamente bellas y gnómicas en sus sedas ajironadas.

Se filtran de nuevo a las sombras púrpuras del bosque y el rey-alce se sobrepone a su regocijo para decir: «Esto tiene mucho que ver con tu Ygrane, mi niño. Has de tener paciencia. Y, por lo que respecta al destino de estas almas: no, Uther, yo no urdo destinos, no concibo las formas. Me confundes con un dios mayor. Ese poder me resulta tan lejano que apenas puedo predecir cuándo vendrá un alma o partirá y, mucho menos, cuáles deben ir aquí o allá. Algunas se quedan siglos entre nosotros, el tránsito de otras dura sólo unos pocos días. Yo no poseo el ojo fuerte para ver el hado de las almas. Yo sólo las asisto con mis dioses amigos, el Flautista y la Dama de los Entes Salvajes. Mientras las almas están aquí, su fuerza vital nos pertenece a mí y al resto de los dioses Daoine… y nosotros mismos no somos más que la aglutinada energía de aquellos que vienen a nosotros. Cuando la fe céltica expire, también nosotros desapareceremos».

«Vuestra fe céltica que es enemiga de la mía», dice Uther tenso y alza sus ojos hacia las negras órbitas del gigante. «Tanto es así que osáis denostar a Jesús llamándolo el dios crucificado».

El rey-alce dirige un animado gruñido a Merlinus. «Tu rey Uther es un hombre combativo, parece. No me extraña que el magus pusiera su marca en él». Se acaricia la barba caprina y alza una de sus cejas hirsutas. «Tu fe me es extraña, mortal… una estrafalaria religión del desierto llena de sacrificio y vehemencia. No busqué yo a sus adherentes. No viajé yo a sus tierras infértiles. Ellos vinieron a mí y tomaron de mis campos las almas, empequeñeciéndome. ¿Voy a loarlos por ello?».

«Hablaste de un trato, majestad», dice Uther, cambiando con destreza de tono otra vez. «¿Tengo razón al pensar que, al igual que del primer marido de Ygrane, lo que quieres de mí es la promesa de que prohibiré las misiones cristianas en tierras celtas?».

Rey Alguien Sabe la Verdad le dedica su misteriosa sonrisa de reno. «Sí. Ese fue mi compromiso con Gorlois. Pero no busco lo mismo contigo, Uther. Parece que tú eres un verdadero cristiano, cosa que él no era. Así que no hace falta mucha vista para darse cuenta de que tú serás un negociador muy distinto en lo que concierne a tu fe».

«Así es», declara Uther llanamente. «Has dicho que te comprometiste con Gorlois. Prohibir las misiones en tus tierras es menos de lo que en verdad quieres esta vez, ¿no es así?».

«Mucho menos». El rey-alce se inclina hacia delante, como un padre que se aproxima a su niño. «De acuerdo, pues. Este es mi trato: no quiero nada menos que tu alma, Uther Pendragón».

Uther retrocede, espantado.

«¡Ja! Esa es la misma cara que puso Gorlois», se burla el rey-alce con un bufido. «¿Te aterra mi oferta, pues? Y sólo porque vosotros los cristianos habéis tomado mi imagen para prefigurar a vuestro demonio. Satán me llamáis. Pero yo no soy un demonio. Lailokén puede decírtelo. Soy lo que los demonios llaman un carroñero, porque tomo cuidado hasta del fiemo de la vida y de todas las fragilidades de la vida. Te lo aseguro, los carroñeros son tan dignos de respeto como cualquier santo. Yo laboro con los Annwn…». Inclina su lanosa, cornada cabeza hacia Merlinus. «Annwn… los Señores del Fuego… ¿cómo los llama él, Myrddin?».

«Los conoce como ángeles, mi señor», responde Merlinus.

«Laboro con los ángeles», le repite a Uther. «Yo medio entre el Mundo Superior de radiante energía y el Pequeño Mundo de escoria y materia».

Uther contempla al rey-alce con mirada serena. «Nada quise significar con mi reacción, majestad, pero lo cierto es que yo soy un hombre ignorante. Nunca había conocido a un ser como tú. Todo esto me resulta pavorosamente nuevo. Disculpa mi torpeza. Mi único deseo es rescatar a mi mujer, Ygrane. Pero en lo que a ello respecta, sólo esto sé y sólo esto puedo decirte: mi alma pertenece a Dios. Jesús vivió y murió por la salvación de mi alma».

«Justo por eso la quiero», dice el rey-alce casi de forma caprichosa. «Mi plan consiste en unir de modo íntimo tu fe con la mía. Tener un verdadero creyente, una verdadera alma cristiana, tal como tú, aquí entre nosotros, danzando y cantando con nosotros, sometido al mismo ciclo, destinado a renacer, acaso como uno de nosotros, o como Dios quiera… eso es lo que deseo».

El rostro de Uther se tensa, incrédulo. «¿Por qué?».

«Para vivir». El rey-alce le muestra los dientes en una sonrisa arrobada. «Para vivir, Rey Uther. Contigo aquí entre nosotros, puedo soñar una unión más fuerte entre mi pueblo y todo el resto de los cristianos. Con Jesús como Príncipe de la Paz, la civilización celta puede proseguir. Con el Furor, sólo hay muerte».

«¿No salvarás a Ygrane a menos que te otorgue… mi alma?». El joven rey observa con fijeza el rostro bestial, pero pontifical, del dios.

«No se trata de eso en absoluto. Ygrane es una de los míos. Para recuperarla lucharía con los mismos demonios, si fuese necesario». Se acaricia una de sus hirsutas orejas y sacude la cabeza. «No, Uther, te estoy proponiendo un trato mucho mayor. Un cambio, si quieres. A cambio de que tu alma venga voluntariamente, prometo enviarte el alma del mejor de nuestros guerreros, que nacerá como hijo tuyo… tuyo y de Ygrane. Y cuando le llegue el tiempo, así te lo prometo, tendrá todo el apoyo de los Daoine Síd. Y cuando sea rey de toda Britania, combatiremos a su lado contra el Furor. Pues se me ha prometido a mí que con un alma grande de nuevo en ropaje mortal, preservaremos nuestra cultura de la completa extinción».

Las palabras del rey-alce electrifican a Merlinus. ¿No es esta la profecía?, piensa. ¿La misma historia que Óptima me contó y que Raglaw transmitió a Ygrane? Observa a Uther preguntándose si este ha captado toda la transcendencia de la oferta del dios, pero el joven rey no revela nada o, mejor, su rostro lo esconde todo. El alcance de lo que conoce, y de aquello para lo cual Merlinus lo ha preparado, se muestra no en su apariencia exterior sino en su interior.

Con el flujo de su corazón, Merlinus siente la maravilla y el miedo de Uther entreverados, grandes como montes, como nubes, ensombreciendo y apocando al joven. El mago teme que el pavor paralice a Uther. Pero el recuerdo de Ygrane lo vuelve en sí. Cruza los brazos. «Creí oír que tú no puedes urdir destinos, concebir formas… que no puedes predecir siquiera cuándo un alma irá o vendrá».

«Así es. No puedo obligar a nadie. Pero tengo gran ascendiente sobre los míos». La sapiencia en su rostro animal sorprende al rey. «Te prometo, Uther Pendragón, que el alma de un gran guerrero irá a Ygrane cuando conciba por ti».

«¿Rechazó Gorlois semejante oferta? ¿Por qué?».

«Es un sujeto supersticioso y nada podía convencerlo de que yo no era Satán tratando de robarle el alma para la eterna condenación». Rey Alguien Sabe la Verdad sonríe con sarcasmo y sacude su lanosa cabeza. «¡Eterna condenación! Qué cruel mistificación han infligido los sacerdotes a vuestro pueblo. Las almas cambian. Sólo Dios es eterno, y ¿qué clase de Dios condenaría eternamente a un ser creado? ¿Qué pecado podría ser tan grande? Pero esa es tu fe. No volveré a contradecirla. Gorlois me negó su alma. ¿Tú qué crees, que está ahora en el cielo o abrasándose en el infierno?».

Merlinus desvía el reto al preguntar: «Dime, señor: ¿quién es Morgeu? ¿Qué clase de alma es la que les nació a Gorlois e Ygrane?».

«No una que yo eligiera», replica lacónico el rey-alce. «Era un alma airada, puedes estar seguro. Si mal no recuerdo, era uno de los jefes guerreros de Boudicca, descabezado por los romanos, renacido por esa unión».

Boudicca. Merlinus y Uther recuerdan el nombre bien, como cualquier britón romano lo recordaría, pues fue el de una reina guerrera que, casi cuatrocientos años atrás, lideró una revuelta contra las recién llegadas huestes romanas. Antes de ser aniquilada, barrió una legión entera y masacró, entre romanos y aliados de los latinos, cerca de setenta mil hombres. Como represalia, el emperador Nerón ordenó la extinción de toda su tribu.

«Es digna de ser temida, entonces», repone Merlinus con franca inquietud. «Semejante furia será un instrumento letal en manos de los demonios. ¿Cómo la combatirás?».

«¿Combatirla?». El rey-alce extiende sorprendido una mano sobre su pecho majestuoso. «No seré yo el que lo haga. Ese no es mi dominio. Yo dije que lucharía contra los mismos demonios, si fuese necesario… pero no lo será, ¿verdad, Uther? Seréis tú y tu ancestro el magus los que batallaréis para rescatar a Ygrane, mientras yo y mis Daoine Síd no deberemos hacer nada más que distraer a los demonios de Morgeu».

«¿Y si yo debiese negarte mi alma?», pregunta Uther.

El rey-alce lo mira malicioso y encoge sus hombros masivos. «¿Debes hacerlo?».

«Prometí a mi hermano que nos encontraríamos en el cielo».

Merlinus toma a Uther por el codo y lo aparta del rey-alce. «No hagas tratos con espíritus, señor. Estoy seguro de que podemos cumplir nuestro destino terrestre sin su ayuda».

El dios se aproxima a ellos. «Myrddin, ¿por qué hablas en mi contra?».

Merlinus se separa de Uther y se enfrenta abiertamente a la poderosa entidad. «Señor de los Bosques, juré a mi madre servir al bien. El bien es ahora que no nos demoremos aquí. Hay que salvar a Ygrane. Esta charla es una peligrosa distracción».

El rey-alce suspira librando una ráfaga de aire otoñal que huele a madera y hojas descompuestas. «No te entregues al airado dios del desierto, Uther. No hagas como Gorlois. Acepta mi ofrecimiento. Dame tu alma por el tiempo que Dios decida que estés con nosotros y permite que un poderoso guerrero celta sea tu hijo y rey de tu pueblo y el mío».

El rey Uther calla. Sabe que este es el fulcro de su destino, pero no puede pensar más que en Ygrane. No en Ygrane la reina, ni tampoco en la alianza militar que contendría al Furor, sino en la cariñosa mujer de ojos verdes que encontró en el templete del bosque. Y ella está en peligro. Uther entrecierra sus ojos dorados mientras reza pidiendo hallar el modo de aplacar al dios sin perder el alma.

En un intento de ganar tiempo para artificiar una respuesta, Uther se lleva las manos al rostro. Merlinus siente a su mente galopar, trotar su corazón. El mago puede casi oírle pensar: ¿Qué es lo que Dios quiere? Cuando el joven levanta la mirada, su rostro parece exhausto de resignación. «Majestad, como tú mismo, yo no soy sino el servidor de mi pueblo. Si de ello ha de venir un bien mayor, lo haré. Pero sólo con una ulterior condición». Se endereza al decirlo. «El alma que nos enviarás a Ygrane y a mí abrazará mi fe y vivirá como cristiano».

«¿Qué?». El rey-alce oscila hacia delante. «¿Y perder otra alma, una de las más grandes, en aras de tu extraña fe oriental?».

Uther no se apoca. «Alma por alma, majestad».

Rey Alguien Sabe la Verdad se aferra la perilla y se inclina tanto hacia atrás que parece a punto de derrumbarse. Luego, se endereza de repente y se golpea una palma con el puño. «¡Hecho! Cuando nazca tu hijo, irás a la Fuente del Cuervo… los druidas conocen el lugar y pueden mostrarte el camino. Bebe su dulce veneno y tu alma vendrá directa hacia aquí».

«Después de liberar a mi mujer», repone rápidamente Uther, «consideraré tus palabras, las palabras que hemos cruzado hoy, y me someteré a ellas sólo si el sacrificio que pides supone para mi pueblo un bien mayor».

«Considéralas bien, entonces, Rey Uther. A pocos mortales se les da la oportunidad de ver lo que has visto y volver a sus viejos caminos». Sus ojos se achican amenazadores. «No vayas a llevar al mundo un alma ignorante. En cuanto a ti Myrddin…».

Al oír su nombre, el mago aferra su bastón y alza el rostro bravo.

«Tú permanecerás apartado de esta debacle», le dice el rey-alce con gravedad. «Si los demonios se han aliado con Morgeu, es por ti. Quieren arrancarte de tu cuerpo mortal sea como sea y, si estás allí, nada los detendrá. No Myrddin. Tengo otra misión para ti». Sus ojos oscuros como pozos se clavan en Merlinus y el mago siente la rima de su tenebrosidad despertar recuerdos primordiales de sus largos e insomnes vuelos entre las estrellas. «Tú montarás el unicornio hasta Ávalon. La criatura conoce el camino hasta allí».

«¿Ávalon?», trina Merlinus sacudiéndose el desamparado embeleso que la vasta mirada del dios le inspira.

«Ávalon. Una isla en el mar occidental». Su voz reverbera como desde una gruta y Merlinus comprende que aún está bajo el trance de la mirada mesmérica del dios. «En Ávalon encontrarás un círculo de piedras erectas, cada una de ellas del doble de la altura de un hombre. Es la Danza de los Gigantes».

«La Danza…».

«Sí, Myrddin, la Danza de los Gigantes», repite el rey-alce, pero la repetición no es meramente para ayudar a la memoria del mago, empieza a entender Merlinus. El dios no está hipnotizándole a él, sino al tiempo mismo: está conformando los acontecimientos por su mágica voluntad. «En el centro de ese círculo hay una piedra más pequeña, grande como un hombre pero muy pesada. Está hecha de materia estelar y cayó a la Tierra mucho tiempo atrás. Apártala. Debajo encontrarás un pozo de agua. La diosa que allí habita te dará un arma forjada por Brokk el enano en eras lejanas…».

«Brokk…». Merlinus mueve la cabeza intentando librarse del trance del dios. «Pero Brokk es uno de los artesanos del Furor».

El rey-alce ríe fríamente. «Sí, lo es. De hecho, es el más diestro de los herreros del Furor. Fue él quien concibió esta espada para él cuando el dios ciclópeo asumió el tamaño de un hombre por miedo a los Antiguos. El héroe juto Siegfried mató con ella a un dragón. Los Annwn se la quitaron a Brokk y me la han dado a mí para que defienda a mi pueblo contra el Furor. Es una fina pieza de artesanía y está dotada de una rara magia que sirve a quien la porta. Tal como los Señores del Fuego pretenden, quiero que se use contra el dios. Eso lo sacará de quicio». Agita los puños con júbilo, anticipándose a la rabia de su antiguo enemigo. «Lleva la espada Relámpago y la piedra estelar a Maridunum. El Rey Uther se encontrará allí contigo… en compañía de su mujer».

‡ ‡ ‡

Lailokén visitó a los carroñeros y sus mundos muchas veces como demonio, pero como mortal la experiencia lo penetra con un rapto mayor que cualquiera conocido fuera del seno materno. Un estremecimiento lo poseyó, saturándolo de dicha desde el instante en que Rey Alguien Sabe la Verdad lo condujo hasta aquel pinar cimero de aurora perpetua: una alegre, irresistible, tentadora sensación de paz y bienaventuranza. Si los demonios pudieran experimentar este éxtasis, no habría contienda en el mundo, cree Lailokén.

Uther siente lo mismo que el mago… y le asusta. Una parte de él, o de cualquiera, se habría aferrado a la oferta del rey-alce y habría entregado su alma allí y entonces a la euforia fragante y musical de aquel paraíso. A diferencia de Gorlois, que temió al rey bestial y le asignó toda superstición satánica aprendida de niño, Uther teme su propio egoísmo y aborrece la idea de abandonar a su hermano a una realidad ultramundana que él mismo ha adorado y con la que se ha comprometido.

Cuando Merlinus lo deja allí, en aquella idílica cima, Uther lo persigue con la mirada, ansioso de su consejo. «Confía en el rey-alce», le dice el mago. «Por más que ames a tu hermano, debes vivir como rey. Un triste destino, desde luego, porque significa que nunca vivirás para ti mismo. Pero tú eres la esperanza de nuestro pueblo. Confío en que lo que decidas será lo mejor para todos nosotros».

Merlinus desciende hacia el prado donde pace el unicornio. La criatura lo conoce y no interrumpe su ramoneo hasta que el mago está sobre él. Merlinus piensa en Bleys y cómo habría querido su maestro estar aquí. El animal alza su cabeza afilada, cornada, conscientes sus ojos claros del propósito del hombre, y espera que su jinete lo monte. Al tocarlo —como siempre— una fría carga de electricidad sacude al mago y un capullo se abre en su cerebro con fragancia de cielo.

Después, Merlinus se siente embelesado, tan saturado de dicha como las almas que danzan en los bosques faerïe del rey-alce.

Ve a Uther levantar el brazo en saludo romano y, aunque es la primera vez que se separa del rey desde sus días de caballerizo, no está angustiado. Agarrando la crin rizada del animal con una mano y con la otra el bastón, Merlinus se mantiene erguido mientras galopan a través del prado hacia los bosques. La verde, encolumnada oscuridad se difumina en la premura de la bestia y Merlinus no vuelve la vista atrás. La velocidad le escinde la barba sobre los hombros, le azota la ropa, le dobla el gorro cónico, pero no le ofusca los ojos. Muy pronto se hallan en espacio abierto otra vez, a través de la luz malva de las montañas.

El palacio tallado como el fuego resplandece en el horizonte. En su centro, el titánico árbol solitario que vieran al acercarse allí, hunde sus ramas y raíces en el vacío. Colmado de la extática energía del unicornio, Merlinus comprende su poder: este es el divino Árbol de la Tormenta, el campo electromagnético generado por la convección del núcleo planetario de hierro fundido; y es, también, las raíces del árbol cósmico donde los dioses celtas viven.

Luego, el Árbol de la Tormenta se desvanece y Merlinus se abandona a la meditación de la estructura de la realidad, la configuración de formas surgida a partir del destello inicial de la creación. El unicornio corre por el filo del horizonte, a través de una tierra cinérea de fango volcánico, el primer substrato del mundo; de todo ello ve poco, porque sólo puede pensar en los millones y millones de años de su ira, el tiempo que pasó convencido de que únicamente el vacío que absorbiera a Dios era real y que todas las formas habían de ser despreciadas.

¡Oh, Dios!, lamenta Merlinus su ignorancia de las magnitudes del mundo natural. ¡Oh, Dios!, grita por sus procaces hermanos demonios que nunca han experimentado la efímera, alucinatoria claridad de los seres humanos. Carentes de alma, nunca los ha poseído la imaginación y, a pesar de todo su raciocinio, a pesar de todo su milenario conocimiento, no pueden concebir un futuro mejor, o que pueda perdurar la diligencia necesaria para el triunfo del bien sobre el mal.

Las meditaciones de Merlinus terminan abruptamente cuando el unicornio vira y se detiene en una peña que domina amanecientes montes, vegas y montañas acampanadas cubiertas de camuesos. Cascadas de mercurio se trenzan entre zarzas retorcidas en los altos y verdes promontorios, sumiendo las escarpadas arboledas en vapores salvajes. Una fragancia agridulce de otoñales manzanas podridas sopla en torno a él con la brisa marina que asciende de la costa rocosa allá abajo.

Desmonta y, en el instante en que cesa el contacto con el unicornio, una negra tristeza lo invade. Enfermo de pronto por el recuerdo doloroso de la crueldad del mundo físico, busca al unicornio. Pero este se aleja. El mago lo persigue tambaleándose, afligido por la náusea de la pesantez visceral de su vida, y la bestia salta monte abajo mientras lo guía, tropezando y resbalando en las manzanas fundidas por el sol, hacia un llano de orquídeas salvajes.

Los manzanos sarmentosos, erigidos sobre el sirope marrón de sus frutos caídos, forman una circunferencia irregular alrededor del campo de orquídeas. En el centro se eleva el circo de toscos menhires, hiriendo el terreno floral. El dolor de Merlinus disminuye cuando recuerda lo que le espera aquí.

Inertes aún las piernas por su mágica cabalgada, se apoya firmemente en su bastón y avanza titubeando hacia la Danza de los Gigantes. La piedra del centro tiene la apariencia de un yunque enorme hendido por el hacha de un gigante. Los lados gemelos de la piedra férrica brillan como plata negra recorrida por una herrumbre de polen anaranjado y el mago imagina que puede sentir la materia vibrar, bajo su toque, con fuerza magnética.

La piedra estelar no se deja mover por su poder mortal. Son necesarios un bárbaro sortilegio cantado con voz potente y toda la energía telúrica que puede hacer ascender hasta sus miembros para apartarla. Tal como el rey-alce predijera, hay un pozo de agua bajo la piedra sideral. De rodillas, Merlinus trata de ver más allá de su hirsuto reflejo en la líquida negrura y luego se crispa cuando, surgiendo de ninguna parte, una mano lustrosa formada de agua le toca un instante el codo para sumergirse rápida otra vez.

Acuclillado ante el agujero como un simio asustado, Merlinus observa la afilada largura de acero azul atravesar la superficie espejeante y elevarse lentamente hacia el cielo. La hoja biselada, de forma tan perfecta y pulida, refleja los cúmulos sobre las copas enmarañadas de los manzanos con tanta claridad como una ventana. Emerge entonces la empuñadura de oro, brillante como el sol y recorrida por cenefas entrelazadas. Bajo una guardia semejante a un signo persa, largo y levemente curvo, surge el astil espiral, visible a través del puño transparente del hada acuática.

La espada Relámpago es un arma clara y elegante, de forma hipnóticamente simple, sin gemas incrustadas ni inscripciones. Aparte del complejo y minucioso diseño élfico de la empuñadura, no luce ningún adorno en absoluto. Merlinus la observa largo rato admirado antes de que lo acucie el pensamiento de que está allí para tomarla.

Al tocarla, la mano de agua se desvanece y Merlinus se queda allí, solo, de rodillas, con el arma en la mano. La sopesa un instante, disfrutando su real pero leve substancialidad; luego la blande, asustado por su fuerza ágil. La siente como si no fuera más que la extensión de su brazo.

Nota entonces empapadas las rodillas y mira hacia abajo para descubrir que el agujero de agua está creciendo. Se pone en pie y, mientras retrocede, ve que el charco se ensancha irisándose, devorando las orquídeas de la periferia, que caen al agua en terrones masivos. Abandona veloz la Danza de los Gigantes y corre, con la espada en una mano y el bastón en la otra, hacia la línea de camuesos. Luego recuerda las instrucciones del rey-alce y vuelve atrás para recuperar la piedra de las estrellas.

Con el poder que le da su ansiedad ante la pérdida del aerolito, canta vigorosamente hasta izarla y arrastrarla fuera del agua. La deposita más allá de la línea de árboles antes de mirar atrás. Cuando se torna, ve los menhires hundirse verticales en la charca, silenciosos, dejando sólo suaves hondas como el murmurio de un pez en la superficie.

Merlinus piensa que acaso toda la isla se consuma y lo desespera la cuestión de cómo portar piedra, espada y bastón hasta hallar al unicornio. Al intentar consolidar su carga, introduce la espada en la hendidura de la piedra.

El agua se detiene en los árboles. Al tratar de alzar la espada entonces, la halla como incrustada en la piedra. El pánico lo asalta y pretende soltar el arma con sus cantos y la fuerza telúrica que comanda, pero sin resultado.

Se consuela pensando que Rey Alguien Sabe la Verdad le ha asegurado que la espada posee magia. Cuando la lleve a Maridunum, si no encuentra otro medio, suplicará al dios el poder necesario para liberarla. Por el momento, decide aceptar las cosas tal como son y se sienta en la roca para descansar unos pocos minutos antes de enfrentar el problema de cómo transportarla a través del mar hasta el reino de Ygrane.

En ello está cuando una línea de cisnes desciende desde los bosques; él los contempla evolucionar, pálidos y solemnes, soberbios y tristes, sobre el satinado lago negro. Nueve de ellos se destacan y vuelan en formación por la superficie, desfilando ante él, arrancando perfectos reflejos de sí mismos a un submundo que es un penumbroso simulacro del nuestro. Mientras los contempla, se hunde de nuevo en el penoso langor que siempre lo asalta tras el contacto mágico con el unicornio.

Recuerda la críptica predicción de Óptima sobre las reinas-cisne paganas y se atiesa de pronto. ¿Qué dijo al respecto? Mira alrededor evaluando el momento, tratando de comprender si ha sido embrujado. Los filamentos sensibles de su corazón perciben algo comparable a la tensa oscuridad entre los astros, tal profundidad de intocable angustia que piensa que debe de haber cerca un demonio.

Entonces, algo extraordinario empieza a ocurrir. Tras completar una vuelta al lago, los cisnes retornan al punto por el que accedieron a él y, a medida que cada uno de ellos abandona el círculo de las aguas, rielan y se funden, sus formas se alargan y emergen, por fin, transfiguradas en mujeres majestuosas vestidas de blanco y con velos negros. La vista de las dos primeras transformaciones lo asombra. Cuando la tercera ocurre, está ya de pie, hincándose en las palmas las uñas para estar seguro de que no sueña. A la cuarta, exclama: «¿Quiénes sois?».

No le prestan atención y marchan hacia el bosque, silenciosas y etéreas. Mientras el cuarto, quinto y sexto cisne mutan sucesivamente, Merlinus corre hacia ellos por la orilla del lago pidiéndoles que se detengan. Pero sólo los manzanos le devuelven sus gritos.

La acuosa amplitud del lago se espesa mientras él persigue las figuras y puede ver sus bellas transformaciones en una niebla dorada de luz matutina. Su carrera se hace más lenta, como en un sueño viscoso. Tras lo que parecen dilatados minutos, se aproxima a la metamorfosis de los cisnes y puede ver con precisión las plumas conformándose en fibras de blanca carne humanamente misteriosa y pliegues de fruncidos ropajes. El aire alrededor, denso como espuma de mar y dorado por los rayos del sol, lo transporta como a un campo de trigo de mil años de anchura.

Emite los filamentos sutiles de su corazón a través del vacío que colma la distancia entre su corazón y el de ellas y toca por fin al último de los cisnes, cuando este completa el cambio de ave a dama. Con un chillido como de gaviota, el espacio de su pecho se abre y Merlinus siente el interior de la mujer como un verano en lenta transformación, un estío que muere como mariposa y deriva hacia las brumosas honduras y espectaculares destrucciones del otoño.

«¿Quién eres?», la llama. A través del velo que se derrama desde la banda de plata alrededor de su rubio cabello, puede ver sus rasgos serenos brillar a la luz de la alborada, tan tristes y pálidos como si la luna misma fuera a llorar a través de ella.

«Te hemos esperado largo tiempo», le dice la mujer y su voz canora llega de arriba, de detrás, desde más allá de él, de todas partes y de ninguna. Sigue ella a sus hermanas hacia el bosque, donde la luz del amanecer se filtra, oblicua y tensa, hasta en los más pequeños rincones. Él va tras sus pasos, sin hálito después de la carrera de ensueño pero sin vacilar, arrastrado por la especial soledad que lo atrajo del cielo, las antiguas promesas de magia y misterio, el viaje más allá del filo del cuerpo, la prometedora distancia que es la mujer.