Las penas de Lailokén

Nubes iridiscentes de lluvia encapotan el oeste. Flechas de luz jade atraviesan el turbado frente de tormenta y barren horizontes de forestas iluminando amplias montañas romas. Un viento gélido escupe las primeras gotas del chubasco, que pasan limpiamente a través de Bleys sin que este sienta ni frío ni humedad. Bleys ha asumido de nuevo su antigua forma mortal porque columbró el unicornio. Y ello ocurre sin que él lo piense; el vestigio de su forma se concentra espontáneamente alrededor de la ardorosa y dulce ambición de hacer suya la criatura solar y huir, libre, de este mundo fatídico.

El unicornio cabriolea delante de él, deslizándose por una ladera boscosa como ráfaga de humo entre los árboles escuálidos. Entonces, pausa, pálido y esqueletal, bien alzada su barbada cabeza. Un rayo desgarrador de lo alto golpea su largo cuerno y se eleva sobre la criatura ceremonial como un desarraigado árbol de fuego.

Vigorizado por esta infusión de fuerza dragontina, el unicornio se encabrita, agita sus manos y salta a la profundidad de los bosques.

Bleys lo sigue tal y como ha estado haciéndolo ya durante años, invencible y tenaz su paciencia. Ha vagado por las placas estériles de la tierra, a través de drásticas junglas y entre valles fluviales serpentinos maculados de abandonadas aldeas, siempre cerca del unicornio, pero nunca lo bastante para cazarlo. Marchando a veces por las rutas de un imperio caído, aunque más a menudo deambulando ciegamente por solitarios paisajes salvajes, ha cruzado gran parte del mundo occidental hasta tropezar, en varias ocasiones, con la orilla del gran mar que baten fieras olas.

En los últimos años, el unicornio lo ha guiado a través de las oscuras catedrales de los bosques por las Islas Occidentales. Es un país de nieblas y humedad, y la presencia del Dragón se deja sentir vibrante y próxima. Cuidadosamente, Bleys escoge su camino entre árboles y velos de lluvia. El relámpago, estimulante como es para su cuerpo ondamórfico, posee en él un efecto inebriante. Intoxicado con su poder, resulta más sensible a la seducción del unicornio y debe poner atención en no transgredir a la ligera la presencia del Dragón.

Así, en este día tempestuoso, con relámpagos que corren por los montañosos horizontes en las tierras altas del reino de Cos, Bleys cree alucinar cuando tropieza con un anciano en el claro de un robledal que les grita a las negras nubes del cielo, que en las alturas se arrastran con tumulto de rayos y truenos. El hombre, alto y descarnado, viste toscos ropajes de hierba entretejida, gastados por el tiempo, y expone un cuerpo lívido, nudoso, moteado de cardenales azules como ciruelas. Blanco pelo enmarañado y una barba salvaje le cuelgan desvaídos hasta las rodillas, sucios de broza. Parece una cosa no tocada nunca por el sol, alzada de pronto de los recovecos de las raíces bajo los árboles. Su rostro gris, con la nariz cincelada y las cejas espinosas, se eleva hacia el cielo rugiente y recoge lluvia en sus grietas hondas. Ojos extraños miran fijamente el índigo de las nubes, como si discerniesen en él criaturas atentas a su retórica. De un gris escarchado como añicos de cristal, sus ojos poseen honduras astilladas de infinitos matices plateados. Una historia fría y misteriosa cintila en esos ojos de cromo, remotos, no plenamente humanos.

Tras convencerse de que no está borracho de la potente energía en ascenso de la tierra a las alturas, Bleys se aproxima para escuchar lo que el hombre agreste le dice a los cielos. El salvaje anciano habla en un lenguaje gutural similar al que Bleys ha escuchado a lo largo y ancho de estas islas.

Extremando su atención, el peregrino percibe el significado de las palabras que irradian de la luz corporal del anciano. Es una luz fuerte, azul-berilo, más poderosa que ninguna de las que ha visto en sus viajes. Y escucha profunda y fijamente para oír toda la demente verdad de lo que el hombre feral le dice a la tormenta.

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Mujer. Todo lo que soy se lo debo a Ella. Todo el bien y todo el mal de mi vida. Toda la magia y el misterio. Toda la sabiduría y la locura. Aun en los mismos comienzos, antes de que pudiese haber espacio, o tiempo siquiera, cuando cada punto de lo que nosotros éramos tocaba a todo punto del resto, Ella estaba allí. Ella misma era el punto único de lo que todo lo demás ha surgido. Y Ella era el porvenir, también. ¿Por qué creéis que salimos, sino para seguirla?

En el mismo, mismísimo principio, antes de que hubiese un principio, cuando todo era un solo punto, la Mujer era todo el significado incomprensible que necesitábamos. Nos contenía a todos juntos. Hacía de todos nosotros uno. Absolutamente promiscua, porque todos estábamos con Ella; pero absolutamente casta, porque Ella estaba tan sola como cada uno de nosotros: un punto total y único. ¿Qué mayor felicidad podía haber?

Esta fue la pregunta que nos condenó. Que pudiéramos concebirla siquiera confiesa una terrible imperfección en una totalidad de otro modo perfecta. Pero, por supuesto, fue nuestra perfección la que inspiró la pregunta en primer lugar. ¿Hasta qué punto podríamos ser felices, si hubiésemos de ser una parte de Ella pero aparte de Ella? ¿Cuánta más felicidad habría, si pudiésemos verla y ser vistos por Ella?

Y con este interrogante llegó la necesidad de espacio para ver y de tiempo en el que ser visto, el espacio que un abrazo exige, el tiempo que un beso requiere, un espacio y un tiempo lo bastante vastos para abrazar el misterio que Ella es y, al mismo tiempo, igualmente amplios para dar cabida a todos los que queríamos verla y poseerla.

Había más de nosotros de lo que nadie podría haber imaginado. Hasta que nos separamos, cada uno de nosotros había pensado que era el único. Nuestro clamoreo la alejó de nosotros… y naturalmente la seguimos, al espacio y al tiempo, deseando estar con Ella como siempre habíamos estado. Pero de un modo nuevo. Y así, espacio y tiempo se hicieron realidad. Sólo que ninguno de nosotros, a excepción de Ella quizás, podía haber sabido qué oscuros y fríos habrían de ser aquellos.

Y ninguno de nosotros —y con seguridad ni tan sólo Ella— podía haber anticipado todo el infortunio que seguiría… y toda la dicha que aquel infortunio exigiría para cerrar el círculo otra vez. Y nadie sospechó la magia y la sabiduría que tendríamos que aprender y poseer para afrontar el misterio y la demencia de perderla. Ni tampoco caímos en la cuenta de las vastas distancias, los años-luz crecientes de espacio y los lapsos de tiempo eónicos que harían falta para empezar siquiera a acercarnos a la generosa y verdadera totalidad gozada cuando todos éramos un solo punto.

Bien poco previo ninguno de nosotros nuestro estrafalario destino. Qué extraño que aquí fuera, en el espacio y el tiempo, cada uno de nosotros esté tan separado del resto. Qué extraño que Ella esté en todas partes y, sin embargo, en ninguna. Pero cuan más extraño es todavía que Ella se haya convertido en mujer… y de la mengua de la mujer, del exilio del cuerpo de los ovarios para acabar en testículos, de la atrofia de sus pechos nutrientes para generar tetillas inútiles, de la mutilación de la plenitud y simetría de sus cromosomas para dar lugar a una mutación genética, haya provenido la distorsión que es el hombre.

¿Es, pues, milagroso que nosotros los hombres suframos y que en nuestro sufrimiento rabiemos? Nosotros somos los puntos inmortales que se escindieron del punto único para seguirla hasta aquí. Somos los eternos errantes. Y ¿dónde está Ella ahora? Está en todas partes y en ninguna. Ella es el abrazo del gran vacío que es el universo. Ella es el largo, lato beso del tiempo. Ella fue siempre… y siempre fue todo aquello que quisimos que fuese. Ahora la servimos o la denostamos porque nunca podemos escapar de Ella ni jamás podemos encontrarla realmente. Ella es innombrable y Ella es el hálito mismo de todos los nombres… pues Ella es la verdad que finalmente nos abraza a todos. Ella es Dios.

‡ ‡ ‡

Bleys se acerca aun más a través de la luz telarañosa del bosque sumido en lluvias. Por primera vez en años, experimenta el magnetismo de la curiosidad. Mientras camina entre los nudos de las raíces hincados en la tumba de las cosas, su cuerpo se endurece. Gotas de lluvia chispean en su frente plana y cobriza.

El anguloso anciano corretea por el calvero, abiertos los brazos al torrente. Sus portentosos ojos plateados penetran otra realidad más brillante y sus pupilas se tensan. Abruptamente, salta de nuevo al centro del claro y reinicia su retórica.

Ahora, Bleys está lo bastante cerca como para ver a quién se dirige. Los nubarrones se arremolinan justo sobre él y una corona de rayos circunda una límpida alberca de aire esplendoroso. En su interior hay un vasto paisaje. Al principio, Bleys cree que se trata de un panorama del Gran Árbol de los Dioses. Pero no es así.

El peregrino se afirma aferrando una rama y despeja de lluvia sus ojos. Sobre ellos, en el ojo hialino de la tormenta, una ciudad de torres de cristal se eleva hacia un cielo arenoso. Vehículos carentes de caballos zumban por carreteras lisas como cintas de seda. Las autovías siguen los contornos de los mismos montes que ahora soportan este bosque… y Bleys comprende que la luz, en el pozo de la tormenta, cae del futuro.

Ni una sola persona parece estar devolviéndole la mirada. El anciano se dirige a la totalidad de ese extraño futuro, como si la era misma pudiese oírle.

Bleys modula su respiración para calmarse. No dejó él de escrutar el tiempo en varias ocasiones durante su instrucción, pero hace ya mucho que abandonó el interés en todo momento distinto del vivo presente. Ahora siente un temor reverencial ante este extraño que llama a sí el futuro a través de la tormenta y escucha con atención su voz rota sobre el murmurio del trueno.

‡ ‡ ‡

Estoy desvariando. Tal es la debilidad de aquellos que saben más de lo que pueden decir. Dejadme empezar de nuevo. Los comienzos son cosas tan inciertas… Hay tantas formas de contar esta historia, la historia del final de un gran reino y del principio de uno aun mayor, el reino mismo en el que vosotros vivís hoy, el innombrable reino de muchos nombres, el frágil y prodigioso país que vosotros llamáis Mundo Moderno. La incertidumbre poseyó ese comienzo, y la magia y el sacrificio que exigió hacer real vuestro mundo es el tema de esta historia. Pero me he adelantado demasiado ya. Dejadme empezar de nuevo…

Yo soy el demonio Lailokén. Soy tan viejo como el tiempo. Más viejo, por cierto, si debe decirse toda la verdad. Pero la verdad, aun siendo estricta, truco es también. Algo lleno, lleno de trucos. Lo veo ahora… ahora que he tenido el privilegio de vivir la verdad desde ambos lados. Pero no siempre tuve tal privilegio.

Al principio, ya os lo he dicho, yo, como todo el resto de las cosas que son, fui lanzado al vacío. Big Bang, o Gran Explosión, llamará vuestra era a ese acontecimiento estupendo. Pero eso es sólo porque la mayoría de vosotros ha olvidado lo que «grande» quiere decir.

Antes del principio, antes del así llamado Big Bang, que vomitó el universo en una terrible ráfaga de energía desde un punto más pequeño de lo que cualquier mortal puede imaginar, ¿dónde estaba todo? Os lo diré en una palabra.

Cielo.

Antes de que el universo comenzase su expansión cónica a través del frío, oscuro espacio, todo lo que ahora es estaba en el cielo como pura energía. Todo lo que ahora es era entonces pura luz… aunque un tipo muy especial de luz, una luz blanca de todas las frecuencias de onda posibles, una luz de calor infinito y de infinita densidad.

¿Significa la palabra infinito algo, realmente, para vosotros?

Para mí sí. Ya veis, yo estaba allí, dentro del calor infinito y de la infinita densidad del Todo. Y también vosotros, si debe decirse la verdad. Pero ya hemos topado otra vez con la verdad y eso, tal como dije, es un asunto espinoso. Espinoso porque vosotros no lo recordáis, ¿no es así?

Ahí está la diferencia principal entre mortales y demonios. Yo recuerdo. Yo recuerdo y no puedo olvidar qué dicha infinita existe dentro de los Adentros del Todo. Es el cielo. Y es real. Más real que la malla de átomos y moléculas, diáfanamente tejida, cuyas gélidas vibraciones urden en el vacío esta ilusión de la materia, esta forma vaporosa que ahora llamamos realidad.

Pero estoy desvariando otra vez. No puedo evitarlo. Nada de lo que pudiera decir acerca del cielo, aquí fuera en el vacío, con esas estrellas lanzadas a la inmensidad y prendido su nimio eco de la Luz Única, tendría demasiado sentido para vosotros, a pesar de que vosotros estabais allí conmigo y con todos los demás.

Baste decir, pues, que el cielo es todo aquello que pensamos que es… hermoso y pleno. Por qué se escindió del modo que lo hizo, por qué hubo un Big Bang al fin y al cabo, es otra historia, una historia no demasiado apta para las palabras, porque es la historia de Ella… y yo no quiero entrar en eso otra vez. Sin embargo, es la historia que los demonios comentamos entre nosotros, lamentándonos y protestando del frío y la oscuridad, discutiendo una y otra vez qué hacer ahora que estamos aquí fuera y que no podemos retornar.

O ¿podemos retornar? Esta es otra de las discusiones que tenemos.

No me inquieta.

He alcanzado ese punto en el que no me importa una u otra posibilidad. Lo que es… es. Lo tomaré tal como venga. Aunque, durante un largo tiempo, no estuve yo tan tranquilo. Tiempo atrás, fui uno de los insanos. El pánico me había convencido de que no había vuelta atrás. Loco de rabia por todo lo que había perdido, psicótico en la absoluta y aterradora seguridad de que no había retorno posible a la plenitud y perfección del cielo, yo odiaba estar aquí. Odiaba el frío y la oscuridad, pero más que a nada odiaba la precariedad de todo ello, la enorme vacuidad a la que había sido arrojado.

Odio, en realidad, es una palabra demasiado pobre para expresar lo que sentía. Yo abominaba del vacío… la fantasmagoría de los átomos preñados de la nada. La atroz insolencia de los átomos que osan cruzar los espacios para constituir moléculas. Cierto, no son sino la más frágil quimera de la substancia, espectros de la forma que consisten sobre todo en vacío. Yo los despreciaba tanto como a las formas de cualquier clase porque pensaba que todo esto era un chiste absurdo, un esperpento de la verdadera plenitud cuya memoria era mi tormento.

Hice lo que pude para resquebrajar uniones tan estúpidas, tan absurdas, de átomos en moléculas, moléculas en proteínas, y proteínas en autómatas autorreplicantes. Intenté todo lo posible para destrozar los vínculos de esos autómatas inconscientes. Horrorizado, trabajé duro para impedirles formar esa fealdad, monstruosamente compleja, llamada vida. Y donde hallé vida, me dediqué a extinguirla.

Hice lo que pude. Y no estaba solo. Unido a todos mis aliados demonios, que pensaban como yo y que se revolvían contra la estupidez de nuestra situación tanto como yo mismo, nos lanzamos, tempestuosos, a combatir la Forma. Y emprendimos un buen combate. Como demonios, teníamos poder… de mover nuestros cuerpos de luz gélida y lenta por el espacio para alcanzar y manipular pequeños patrones de energía con nuestras mentes, es decir, con lo que de mentes nos quedaba. El terror y la furia de vernos arrojados a la oscuridad y sumidos en un cero casi absoluto comprimía nuestras mentes en tirantes nudos de rabia. Destrozábamos cada molécula hallada. En un estúpido delirio, nos agitábamos golpeándolo todo, a veces incluso uno a otro. Nuestra desesperanza era nuestra locura.

Pero había otros también, exiliados como nosotros mismos y que, sin embargo, no habían depuesto la esperanza de retornar algún día al cielo.

Los otros son los Señores del Fuego… los ángeles, pues así es cómo los mortales los llaman ahora. Para nosotros, diablos, eran simplemente unos locos. Los ángeles preservaban el recuerdo de la totalidad de un modo que desdecía y se burlaba de nuestra furia. Ardían. Mientras nosotros habíamos aceptado el helado y penumbroso vacío al que fuéramos arrojados y nos habíamos vuelto, como la vacuidad, fríos y oscuros, los ángeles ardían. Se negaban a aceptar la nada. En lugar de ello, se aferraban a sus vestigios de fuego infinito… se aferraban aunque, aferrándose, ardían.

Nosotros los demonios nos apiñábamos sobre los ángeles para confortarnos con su calor, pero sus aullidos de agonía nos enloquecían aún más. Queríamos que se callaran y que ardieran silenciosamente para nosotros, o que rindieran el fuego portado del cielo y se tornasen como nosotros. Su ígnea aflicción parecía innecesaria. Gritando brutalmente contra los alaridos de los ángeles, intentamos que los ardientes se desprendiesen de su fuego. Algunos lo hicieron. Estos vagan aún taciturnos por las rutas sin estrellas entre las galaxias, aturdidos e inconscientes del trauma, extinguidos.

La mayoría de los ángeles ignoraron nuestros gritos y se aferraron dementes a su nimia porción de cielo, aullando mientras sufrían. Después, dejamos de intentar calentarnos con su dolor y permitimos que se fuesen. Y partieron, todos ellos precipitados con locura en cualquier insensata dirección. Más tarde, nos reímos al verlos tantear uno en busca de otro mientras el frío les mordía en su interior. Muchos de ellos rindieron su luz entonces y en tristes espirales se perdieron en la oscuridad, apagándose. Sus carcasas gélidas, opacas, derivan por los espacios anónimamente hasta este día, durmiendo aún… o muertos.

No, muertos no. No creo que ni un fragmento de Ella pueda morir. Pero los ángeles extintos valen tanto como muertos… mudos objetos que sondan las ciegas trayectorias de la profundidad sideral. Los pocos ardientes que quedaron se cogieron uno a otro. Se unieron en su ardor y sufrimiento dejando fuera la fría realidad. Nos reímos y reímos de ellos, instigándolos a dejar partir el pasado y a afrontar la realidad tal como era.

No es que nosotros hubiésemos afrontado nada, cierto. Pendíamos aturdidos y estúpidos en la amarga, congelada oscuridad. Cuando nos reíamos de los centelleantes esfuerzos de los últimos ardientes, nuestra risa brotaba fustigadora, ahíta de negra desesperación. A pesar de nuestra condición quebrantada, a pesar del hecho de estar aquí, clavados en esta burla de realidad, con sólo los más miserables vestigios de nuestro origen mayestático, ajironados hasta no ser más que un humo absurdamente fino de materia y de pálida energía, los ángeles tenían esperanza.

La locura de los demonios es la rabia; la locura de los ángeles, la esperanza. Creen ellos que algún día todos retornaremos al lugar de donde venimos. Citan como ejemplo los agujeros negros, estrellas implosionadas con tanta gravedad que retrotraen la luz al interior de sí mismas. ¿En qué implosionan? Cielo, dicen los ángeles. Aún está ahí toda la gloriosa perfección del infinito. Intoxicados por esta esperanza, algunos se han arrojado al ojo del maelstrom de esas colapsadas estrellas. Estos desafortunados están peor que simplemente locos: sufren un dolor tremebundo. Las lamentaciones de su agonía nos llegan, como aullidos de sirena, de la tensa espiral del espaciotiempo, prolongándose misteriosamente mientras ellos serpentean para siempre hacia el infinito.

No hay salida, ese es el mensaje de sus gritos. Y ello parecía obvio desde el principio. Pero los ángeles ignoraron lo obvio y se aferraron a su esperanza. Creyeron que con el tiempo todo el universo en explosión se volvería más lento, se detendría y se contraería de nuevo llevándonos a todos de vuelta al cielo, más viejos y más sabios. Y aquí está lo que nosotros consideramos realmente insensato: los ángeles decidieron que, entre tanto, el recuerdo del cielo bastaría. En el nombre de ese recuerdo, en lugar de revolverse contra el frío negro de nuestro destino, laboraron.

Oh, trabajaron duro. Estimularon el estrafalario frenesí de la vida a pesar de nuestras protestas. Proclamaron que, de lo que había quedado de cielo, harían lo mejor posible. Y creyeron fervientemente que las extravagantes creaciones artificiadas al unir átomos pieza a pieza y tejer moléculas eran el mejor modo de pasar el tiempo antes de que todos nosotros fuésemos llamados de nuevo a la gloria infinita de nuestro origen.

Naturalmente, a nosotros los ángeles nos parecían más insanos que nuestra propia locura. Nosotros sabíamos que estábamos locos. Los ángeles, sin embargo, creían realmente que habían hallado el modo de abordar nuestras dificultades e ignoraban las preguntas con las que nos burlábamos: ¿Qué sentido tenía construir efigies y fetiches con los restos del cielo? La silenciosa industria de los ángeles inflamaba nuestra infelicidad. Furiosos ante el hecho de que pudieran abrazar tan dispuestos nuestro miserable destino como algo dichoso y convertir en chanza nuestro sufrimiento, les injuriamos. Les combatimos a cada paso del camino.

Nuestra guerra con ellos es famosa. En cada galaxia, en torno a cada sol, en cada planeta, los desafiamos y llegamos al máximo de nuestra crueldad para hacer estragos entre sus raras creaciones. Vencimos una vez y otra. La destrucción, después de todo, es la heredera de la creación.

Sin embargo, lo que yo relato no es uno de los cuentos de esas numerosas y brutales victorias. Más bien, la mía es la historia de una derrota terrible y gloriosa, la narración de cómo yo, el demonio Lailokén, perdí… y perdiendo, de cómo ganaré algo mucho más grande que yo mismo.

‡ ‡ ‡

El unicornio aguarda en las subsombras de los robles aparrados, satinado el pelaje por la lluvia. Entiende cada palabra dicha por Lailokén, porque el campo de su ondaforma es tan fuerte que genera un contacto telepático. La criatura solar siente la veracidad de lo que oye a través de su antena, pero no puede imaginar cómo un demonio, un Habitante Oscuro de la Morada de Niebla, puede encajar en un cuerpo tan pequeño.

A galope con los seres esplendentes de su orden, cabrioleando en los montes insombres del sol que se extienden más allá de los remotos Dragones, en el vacío interestelar, ha visto a los Habitantes Oscuros. Carcasas opacas, vastas como planetas, vacías como las cascaras humosas de apagadas estrellas. La malignidad de su presencia balitaba en la manada al ritmo de su propio paso, como si una parte de ese mal estuviese ya dentro de ellos, respirando y corriendo con ellos, urgiéndolos a precipitarse, dementes, al vacío sin riberas. La manada, instintivamente, evitaba siempre a los Habitantes Oscuros.

¿Podría, acaso, uno de aquellos encogerse hasta semejante tamaño? El unicornio cree ya que debe de haber sido así. Ha estado aquí antes, muchas veces, atraído a estos gastados montes por la presencia de los Señores del Fuego. Ellos son la razón de que el animal solar haya viajado al oeste. Los ha sentido aquí, en la pelambrera del Dragón, obrando su magia enigmática.

Al ocaso y durante la noche, cuando el peregrino duerme y es izada su ondaforma a las alturas del Gran Árbol, el unicornio busca a los Señores del Fuego. Los ha encontrado en estas montañas, en presencia de este misterioso anciano. Pero ahora no están aquí. Acaso estén en los cúmulos, cuajando el ojo de la tormenta, vislumbrando el futuro. El unicornio cree que sólo ellos tendrían fuerza suficiente para ligar un demonio a una forma mortal.

Temblando en la lluvia, la bestia solar quiere arrancar de allí bajo el cielo fisurado de truenos, obedecer a sus instintos para escapar del Habitante Oscuro, y sólo se refrena con gran esfuerzo. El significado de su misión se está revelando aquí mismo, en la historia de este demonio manifestado como hombre, y él quiere entender.

En visitas previas, el unicornio encontró a Lailokén con una mujer que lo atendía. Era la mujer que los Señores del Fuego habían venido a ver. Humilde moradora de estos bosques, había vivido ella en una pobre cabaña cerca de aquí, cuidando de este vetusto individuo, de este Lailokén. Le pareció una mujer vulgar al unicornio, excepto por su fragancia. El viento desprendía de ella un aroma mentolado de cielo, una frescura impoluta, un entrañable e insondable olor, un perfume de dicha vasta.

El unicornio ha venido al oeste a confrontar a los Señores del Fuego, las grandes entidades que lo enviaron a este lugar. Cuando llegó aquí años atrás, a las Islas Occidentales, guiando al peregrino más allá de los bosques continentales del este, ansiaba preguntarles cuál era el mejor modo de librar este astuto Parásito Azul al Dragón. Pero los ángeles callaron. O quizás el unicornio, sin la segunda antena que aquellos fabricaran para él, no podía oírlos más. Los Señores del Fuego atribularon a través de los árboles en su resplandor espectral y se apiñaron en un destello junto a la cabaña de la mujer, provocando el día a partir de la más oscura de las noches.

En el calor de su ardiente presencia, el unicornio se sintió tocado como por el peso del sol. La rosada, privada oscuridad de su mente se iluminó. Con desmayado contento, permaneció entre los ángeles y vio entonces lo que ve ahora en la alberca de tiempo abierta por la tormenta sobre el claro. Al principio, no captó lo que veía: un panal de vidrio y metal, insectiles geometrías convertidas en una enormidad.

Un secreto entendimiento cuajó tras sus largos ojos verdes, telepáticas verdades acompañaron el reconfortante calor de los ángeles, y vio que estas inmensas colmenas habrían de ser los cúbicos habitáculos de la gente, moradas monolíticas evocadas por la mente humana y erigidas en estos montes muchos siglos después, en el futuro.

El unicornio pensó que esta podía ser la máquina que los Señores del Fuego estaban fabricando. Entonces, el tórrido interior del sol se abrió sobre la precisa ciudad. Las paredes cristalinas de las torres explotaron en una ventisca de ígneo polvo de estrellas dejando sólo ennegrecidas catacumbas y el holocausto de una nube preñada de rayos que rugía ciegamente.

Retrocede asustado ante el espantoso recuerdo de la explosión; el unicornio se sacude la lluvia del cuello, se seca y tiembla. Respira desde la hondura de su ser y espía el claro. El viejo Lailokén recorre su imperfecto círculo otra vez, extendidos los brazos. Sobre él, la alberca del tiempo refleja el futuro sin ondas que lo distorsionen… las torres poderosas, las carreteras lisas como cintas, prístinas y relucientes.

Lailokén detiene sus remolinos y se dirige de nuevo a ese futuro al borde de la destrucción.

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De acuerdo con el cómputo de aquel tiempo, mi historia mortal empieza en el año 422 de Nuestro Señor, en las tierras altas de Cos. Yo y mis amigos demonios estábamos entregados a nuestras labores habituales, llevando el pánico y el terror al populacho. Incapaces de barrer la humanidad de un solo golpe, como hiciéramos en otros mundos, nos contentábamos con inspirar a los mortales el destruirse unos a otros.

Tres mil años antes, yo había llegado a la Tierra y disfrutado el éxito de devastar los primeros grandes asentamientos humanos de Mesopotamia y Egipto. Me resultó fácil servirme de la avaricia de los mortales contra ellos mismos y confiaba que, en un corto periodo, esa cosa abominable llamada civilización pudiera ser deshecha.

Viajé de Roma a las fronteras, henchido de la victoria que yo y mis camaradas habíamos conseguido a través de Alarico el Godo, quien doce años antes saqueara la así llamada Ciudad Eterna. Satisfactoriamente destripado el imperio romano, los demonios festejamos el caos que siguió con Atila y sus Hunos. Mas, con franqueza, yo estaba algo triste por todo aquello. Los romanos habían resultado una herramienta de lo más útil para atormentar al resto de los pueblos. Pero los ángeles habían ido demasiado lejos en los últimos tiempos y se habían servido de ellos para difundir una nueva religión de amor, paz y autosacrificio. Los demonios no podíamos digerir semejante cosa. Así que retiramos nuestro apoyo al severo dominio de los romanos e instigamos su destrucción.

Mi misión durante la caída de Roma y después de ella fue viajar al norte y hostigar sus últimas y más lejanas guarniciones. Gozaba con ello. Los romanos, cristianos durante los últimos cien años, habían abandonado los viejos dioses priápicos y las diosas alimentantes y se habían vuelto temerosos de los espíritus lascivos y los demonios bestiales. ¡Ja! Su miedo me ponía las cosas más fáciles para manipularlos. Yo disfrutaba particularmente encontrando mujeres eremitas, religiosas reclusas, monjas a las que torturaba con fantasías sexuales y nocturnos terrores hasta que se volvían locas y se mataban a sí mismas o asesinaban a otros. Mis amigos y yo habíamos perfeccionado tanto nuestra técnica en tiempos anteriores que los mortales tenían incluso un nombre para el horror de este tormento. Personificaban la experiencia y la llamaban… íncubo.

‡ ‡ ‡

Lailokén salta de nuevo a la lluvia y continúa su danza circular. El unicornio y Bleys se miran a través del calvero. El ágil animal retrocede sobre sus poderosos muslos y el relámpago desciende zigzagueante desde el cielo hasta su cuerno.

El anciano no se arredra, ni da señal siquiera de percibir que no está solo.

Moviéndose entre los árboles, adelante y atrás, el unicornio busca a los Señores del Fuego a través de la niebla gris del día. Los vestíbulos del bosque están vacíos, si se exceptúa a Bleys y a Lailokén. Pero él debe hallar a los ángeles para entregar el peregrino a su custodia.

Bleys se aleja de allí. En su opinión, el calvero entre él y el unicornio es un abismo colmado de magia y conjuros, de las ilusiones de los Señores del Fuego y los demonios, del bien y el mal. No quiere participar de ello. El unicornio es todo su deseo y eso sólo para que le permita huir a los cielos. Se aparta de este calvijar encantado en el que se vislumbra todo el futuro de la humanidad. Aquí está todo aquello de lo que él quiere escapar: la batalla de los Grandes Poderes, la guerra perpetua entre voluntad y el azar, y el eterno recurrir del dolor humano.

Con iluminada visión, se vuelve, determinado a buscar al unicornio por otros caminos. La lluvia lo atraviesa oblicua, imperturbable, y él no deja huellas en el suelo encenagado.

Pero entonces, el ritmo espiral de Lailokén lo lleva de nuevo al centro del claro. Abiertos los brazos a la tormenta, continúa su coloquio con los no nacidos. Y Bleys detiene sus pasos y retorna. Con gotas de lluvia corriéndole por el plato plano de su rostro como lágrimas, escucha, pues ve que el unicornio escucha y él debe conocer todo lo que su presa conoce.

‡ ‡ ‡

El escarpado reino de Cos consistía en ancianas montañas plegadas sobre sí mismas eones antes y convertidas por la erosión de las eras en un dédalo confuso de picos y corredores de granito densamente arbolados. En un alto prado que se asomaba a este laberinto primordial, encontré a una monja reclusa, una otrora princesa de Cos, encaprichada de su santidad. ¡Ja! ¡Y doble ja! Era fea como un palo; no horrorosa, pero muy vulgar, con algo del aire de la comadreja en sus severas facciones, y con mi típico cinismo imaginé que a este único hecho se reducía toda la inspiración de su profesada santidad. Sirviéndome de mi agresividad característica, me lancé sobre ella como un viento brusco, silbando y forzando una oscura ruta hacia su interior.

Permitidme que os ayude a ver esto con mayor claridad, porque lo que sigue es la clave de toda la historia. Esta monja, cuyo nombre era Óptima, vivía totalmente sola en una pequeña choza redonda de cañas trenzadas. Un hogar de toscas piedras ocupaba el centro de la cabaña y diferentes cubas de estaño colgaban de la pared sobre la leña. El suelo de tierra prensada, rugoso de gravilla encastrada, no estaba cubierto, ni siquiera por juncos, y la cama, un catre que amollentaba la paja seca, yacía hundido junto a una silla astillada y una desvencijada mesa. Sobre una ventana irregular, un crucifijo me observaba cuando yo abrí de golpe la puerta de tablas y me colé al opresivo, tenebroso interior.

La encontré sumida en plegaria, arrodillada frente a un canijo y ridículo altar de verdes piedras de río. Mi ventosa presencia extinguió la débil llamita de aceite de avellana que parpadeaba en el cuenco votivo y empujó a la monja hacia delante, sobre las piedras que no superaban la altura de los tobillos. La túnica parda de cáñamo se le alzó hasta las caderas cuando cayó, extendidos hacia delante los brazos, con la fuerza de mi asalto. Como un viento gélido me arrojé contra sus genitales, dispuesto a provocar en ella conmoción y estrago. ¡Ja!

Pero fui yo el conmocionado. Desde sus partes pudendas, una fuerza irresistible me agarró, un magnetismo terrible, férvido, que hizo presa en mí con un dolor desgarrador y tiró fuerte y rápido de mí hasta las cálidas, oscuras, líquidas profundidades de su cuerpo viviente. ¡Wah!

Nada como esto me había ocurrido anteriormente, en ninguno de los cientos de mundos visitados. Siempre, en el pasado, abrasaba la carne desde fuera, estimulando con gélidas cosquillas pezones y clítoris, levantando piel de gallina en nucas sensibles o devanando una risa cólica en los pozos de las orejas. En realidad, yo sólo usaba mi poder para manipular minúsculos patrones de energía —las ondas cerebrales de mis víctimas—, inspirando alucinaciones. Y esto había bastado siempre, en el pasado, para destruir a mis víctimas. Nunca antes había ido a parar al interior de un cuerpo humano.

Habitualmente, mis maldades eran como una oscuridad de plomo sobre el esternón; emitía tentáculos de fuerza que sondaban narices dilatadas por el miedo y alcanzaban, por las fosas zumbantes de gemidos, el cerebro tremolante para escarcharlo con mis pesadillas telepáticas, fantasías de lascivo terror inducidas por la fuerza de mi espíritu.

No así esta vez. Un grotesco poder me había apresado y arrojado con irreversible angustia a una profundidad más negra de la que nunca había conocido. Me revolví, me retorcí. Pero no había modo de mitigar la agónica presa, la garra lancinante que me fijaba, me inmovilizaba, me clavaba a mí mismo.

¿Qué había ocurrido? Mi imaginación, vieja como el tiempo, no me asistía. Es sólo una mujer, me dije a mí mismo. Una mortal. Puedo escapar de ella.

Bregué hasta que me abandonó toda fuerza, toda luz, y me hube convertido en la misma oscuridad que la aprisionaba a ella. Durante un largo tiempo floté, inerte y aturdido, en el trance de mi desamparo, escuchando el golpeteo amortiguado del corazón de Óptima y el abejoneo de la sangre en sus venas. Lentamente, como un roble hendido que rinde sus hojas, empecé a darme cuenta de lo que me había ocurrido.

Al principio, no podía creerlo y, en el ardor de la sanguínea oscuridad, yacía estúpido con mi descreimiento. Sólo al final afronté y acepté la ineluctable verdad. La había hallado. O, mejor, Ella me había encontrado.

Tras miles de millones de años de desesperación, tras años-luz, siglos-luz, milenios-luz de errancia, creyendo que Ella había huido de nosotros para siempre, ¡aquí estaba Ella! ¡Wah-ja-ja! La risa de mi dicha rompió todo mi antiguo dolor y se deshizo del sueño sombrío de mi historia. ¡Estaba con Ella otra vez! El punto único de mi ser, la mónada que yo soy, era uno y el mismo con Su presencia. Una vez más, éramos uno.

Esta Óptima, esta fea comadreja de mujer, sólo parecía mortal, su mortalidad era un camuflaje para la casa de Dios Misma. Había acabado por ocurrir esto: había encontrado a Dios en el lugar donde menos esperaba encontrarla. En la oscuridad de una forma vital que yo despreciaba, en el calor carnal de unas ingles, en legamosos dédalos de sangre y húmedos tejidos, y en las gelatinosas y lardosas honduras de la vida —en toda esa horrendez que tan ferozmente me había empecinado en destruir—, la encontré al fin.

Aquí, en la gruta ósea, en el ataúd del tiempo, en la penumbrosa pesadilla, Su amor se derramaba tan tiernamente sobre mí… Me recordaba bien. Recordaba nuestra plenitud en un tiempo antes del tiempo, cuando todos morábamos en un mismo punto con Ella. Yo era Su favorito otra vez, como lo fuera antes, como todos nosotros lo somos cuando estamos con Ella.

Aunque había asesinado el mundo, aunque había engendrado el mal en muchos mundos, aunque yo era la causa de todo lo deforme en la creación, Ella me perdonaba. Me perdonaba porque todo el terror de mi desenfreno había sido causado por ansia de Ella. El triunfo de nuestra reunión redimía todo sufrimiento. Y Su amor me colmaba tiernamente, colmaba toda mi oscuridad. Ella me tomaba con voluntad de amor eterno y toda la esperanza irrealizada de los ángeles culminaba en mí, allí y entonces. Estaba completo otra vez. Estaba en el cielo.

‡ ‡ ‡

La voz de Lailokén se eleva hasta el Árbol de la Tormenta portada por el rayo. La descarga telúrica brota desde el corazón magnético del Dragón y cruza el cielo para llegar a la morada de los dioses como un flujo tropical. Ninguno de los dioses le presta atención, excepto el Furor. Levantándose de un sueño reparador después del viaje a la Rama del Cuervo, oye en la brisa undosa la voz del demonio. La oye porque se fue a dormir queriendo escucharla, esperándola.

Haber perdido un demonio de la jauría que evocara de la Morada de Niebla le preocupa; sabe que el que perdió cayó a la Tierra con una importante carga de fuerza mágica. Y el Furor está ansioso por conocer cómo se ha usado esa fuerza. Todo lo que sabe con certeza mientras nada a la consciencia desde su estupor sin ensueños es que debe actuar de inmediato. Un Habitante Oscuro vaga a su aire en el planeta, en libertad para obrar un mal incalculable, quizás incluso para estorbar las ambiciones de los dioses.

El Furor percibe el prolongado soliloquio de Lailokén como el más tenue de los susurros en el alto y calmo aire del Hogar. Había esperado una voz rasposa, con algo en ella del rechino de la serpiente de cascabel, y le sorprende su tono desenfadado, virtualmente benigno.

Se sienta en su lecho de patas de grifo apartando la manta de piel de mamut e inclinándose desnudo hacia delante para asegurarse de que oye realmente la voz suave en el viento melado. No puede detectar palabras precisas a esta distancia, pero está seguro de que esta es la voz de un demonio. Sólo una criatura semejante puede afrontar el rayo y hablar.

¿Qué está diciendo?

«¿Tienes hambre, querido?», le pregunta la Reina con empalagosa ternura. Ha estado sentada en el trono-hipogrifo del balcón, observándolo dormir… y, sin duda, tratando de leer sus sueños. Él sabe perfectamente que el resto de los dioses cuenta con ella para estar informado de las intenciones del dios, sobre todo su amante, que abriga propósitos de convertirse él mismo en jefe.

Ignora la pregunta y se levanta, tratando de oír con más claridad el tenue susurro en el viento. Del cabezal del lecho toma un albornoz escarlata guarnecido de piel y cubre lasamente sus largos hombros.

La Reina no alza su mirada y sigue cosiendo otra de las túnicas de lana de Kraken para sus nietos. No importa que él le haya dicho una y otra vez que no quiere a toda su estirpe vestida con los mismos arreos, deambulando por el Hogar como tropa uniformada; ella trabaja, industriosa, en la manufactura de idénticos equipos estacionales. Como siempre, hace lo que le da la gana.

«Realmente, querido, deberías comer», dice con lastimera ronquedad en la voz. «Ya sabes como te pones siempre después de la Rama del Cuervo».

Él se pasa las manos por su hirsuta, leonina melena y sale al balcón para oír mejor el fino hilo de voz en la brisa. Tras él, el dormitorio principal, con sus vigas de madera y sus rojizos paneles de marquetería, resplandece como el interior de un corazón dorado.

«¿Por qué no pedimos una compota de frutas?», pregunta ella, perfilada de tensión la deliciosa línea de su quijada. Cuántas veces ha pasado ya por todo esto con él es algo que no puede ni recordar. Hay una protocolaria docilidad que él espera de ella y que ella odia en sí misma, pero que de todos modos no le niega porque sabe que eso es lo que él, realmente, quiere. «Hay unas bayas de luna suculentas que los enanos acaban de traer».

Con una sensación de amargura y aturdimiento por sus esfuerzos en las ramas altas, el Furor se apoya pesadamente en la balaustrada de ópalo y parpadea ante el día brillante. Bajo él se extienden el conjunto de terrazas de madera de álamo, las rotondas de cedro y los templos destechados de mármol que constituyen el Hogar. Cercado por paredes de rosas trepadoras, frondas de tejos, esbeltos arroyos y neblinosas cascadas que desaparecen entre profusos lechos de clemátides y espuelas de caballero, la morada de los dioses tiene el aspecto de un antiguo y exuberante jardín.

El Furor decide que debe pasar más tiempo aquí. Pero su mirada se alza ya desde las frescas cespederas y los caminos pavimentados de jaspe rojo para caer en los desolados páramos más allá: los pastos tupidos y las áreas cenagosas con sus juncales de pantano y sus lagos turberos bajo un horizonte peñascoso. Allí está el paso entre las montañas púrpura, una profunda fisura que conduce a las vaporosas profundidades de las aborrecibles tierras raíz. El submundo del Dragón.

«Has estado fuera mucho tiempo», dice ella mientras sus agujas de punto tintinean petulantes. «Llegas aquí medio muerto de cansancio y te duermes. Y ahora que estás despierto, ¿no vas a decirme nada en absoluto?».

Respira profundamente y la algodonosa inercia de su cabeza se aclara un poco. Los emparrados de madreselva bajo la ventana de su dormitorio cargan el aire de una fragancia fulgente y despuntan su mal humor. Se torna con lentitud y contempla a su mujer con mirada cansina.

Viste ella ropas negras malladas de plata, una túnica de seda de días lejanos y felices. El cuerpo grácil que expone le recuerda al Furor que otras cosas apelan a la virilidad aparte de la guerra. Y porta ella en su pelo platino una alta peineta de concha de basilisco ribeteada con filetes del zafiro amarillo emblemático de su rango. Como reina del cielo, gobierna el Hogar cuando él está fuera.

«¿Fuisteis felices el Amante y tú en mi ausencia?».

Ella levanta la mirada de su costura con un puchero. «Me exasperas, marido».

«¿Niegas que ves al Amante?».

«Por supuesto que no. Todo el mundo lo sabe. Me conforta en tu ausencia».

«Conforta… una palabra gentil para una áspera verdad».

«La áspera verdad, querido, es que tú pasas más tiempo fuera de aquí que en casa».

Su ojo único se entrecierra. «Ya sabes por qué».

«Tus tan importantes trances…», rechina sarcásticamente, y sus agujas castañetean más fuerte.

«Alguien debe poner coto al peligro».

Ha oído esto tan a menudo que las palabras le dan náuseas. «Deja que otro lo haga». Posa las manos en su regazo y lo mira con contenida expresión. «Eres viejo ya. Quédate conmigo y crea una vida para ambos en el tiempo que nos resta».

«¿Y quién miraría por nosotros? ¿Quién ascendería a la Rama del Cuervo y pendería de sus pies, batida la cabeza por el sol y el viento? ¿Quién elegiría tal destino? ¿El Amante? Ese ni siquiera se ensuciaría su lindo rostro… mucho menos sufriría las penas que yo sufro para vigilar por todos nosotros».

«¿Qué me dices de Sangre Rutilante?», pregunta ella retomando su labor de punto, cediendo ante la necesidad de desafío de su esposo. El aire retador de la diosa, sus grandes maneras frías saturadas de orgullo, fue lo primero que cautivó al Furor. «Es fuerte y carece de vanidad».

El rechaza la idea con gesto apresurado. «Lo necesitamos aquí. Es el mejor de nuestros guerreros».

«El Guardián entonces, o Guerrero Bravo, o el Silente».

«El Silente es demasiado viejo. La experiencia lo mataría. Al Guardián le ocurre lo mismo. Demasiadas batallas ya. Nuestra confrontación con los Faunos lo tiene aún afectado. En cuanto a Guerrero Bravo… físicamente podría hacerlo, supongo. Pero le falta la visión. No distingue un trance de una ensoñación diurna».

«¿Así que, de todos los dioses, sólo tú puedes hacerlo?», pregunta ella con tono frío.

«Está nuestro hijo, Trueno Cabello Rojo», replica él, lenta la voz y seca, desafiándola. «Posee la fuerza necesaria y el poder del trance. ¿Realmente quieres verlo colgar de las ramas tormentosas?».

Ella sacude la cabeza y mira con mayor fijeza las puntas centelleantes de sus agujas. «¿Por qué ha de volver a colgar alguien de ahí? ¿Cuántas veces tienes que ver el futuro para saber que está ahí?».

El mueve la cabeza con melancólica incertidumbre: «No deja de cambiar».

«Entonces quizás no esté ahí al fin y al cabo, marido. Quizás tu hermano tenga razón y no haya futuro. Haya sólo el ahora».

«Mi hermano es el Mentiroso. Su función es contradecirme. Eso ya lo sabes».

«Lo que sé es que pasas más y más tiempo lejos de mí, del Hogar, de todos nosotros». Deja en el suelo su labor de punto y libera sus manos para agarrar los escamosos brazos del trono, como si fuera a levantarse. Le mira entonces, directa, a su rostro consumido. «Te echamos de menos».

«También yo». Él habla diáfanamente, manifestando sinceridad. «Pero la situación está empeorando. Las tribus del Sur Radiante han sido seducidas por los Señores del Fuego…».

Ella deja caer su cabeza hacia atrás con frustración. «Ahí estás otra vez, dándole vueltas a la historia de los Señores del Fuego, como si fuesen reales».

«¡Son reales!».

«¿Has visto uno alguna vez?».

«En trance…».

«¿Lo has visto en persona?».

El mira a izquierda y derecha, aturullado, como si no pudiese creer que esta obvia verdad sea puesta en cuestión. «He visto su obra y eso basta. Han enseñado una magia terrible a las tribus del Sur Radiante. Les han enseñado a cautivar el tiempo en un círculo… y no el círculo de las estaciones que nosotros honramos, sino uno mágico de sesenta partes. ¿Por qué sesenta? ¿Por qué no diez o cien? Te aviso, esa es la perversidad de su magia, una perversidad disfrazada de la hechicería que ellos llaman matemáticas. Hacen cosas dementes a un círculo con estas matemáticas».

Ella frunce el ceño, impaciente. «Y eso, ¿qué nos importa, querido?».

«Es más de lo que yo puedo decir». Su único ojo gira con espanto. «Yo he visto en trance que esta magia seccionará el mundo en pedazos más y más pequeños. Podrías verlo ocurrir ya, si tan sólo te dignases mirar. Observa, ¿cómo vivimos?». Mueve su brazo macizo hacia los laberínticos edificios y sinuosas cercas con sus muchas pequeñas torres y murallas esculpidas en piedra, que emergen de la roca nativa con la irregularidad de las estructuras naturales. «Vivimos con la naturaleza. Como nuestros ancestros lo hicieron. Hemos crecido a partir de este país. Pero las tribus del sur han abandonado la naturaleza. Se han entregado a los Señores del Fuego, que les han enseñado a seccionar el mundo natural en líneas rectas. ¿No lo ves? Han tenido en cuenta la única línea recta de la creación, el horizonte, y se están sirviendo de ella para cercarnos, para rodearnos de un horizonte cada vez más y más estrecho. Edifican ciudades con caminos de líneas rectas. Se encierran en cajas que acumulan unas encima de otras. Y quieren meternos en cajas a nosotros también. Quieren meter todo el mundo en cajas. Y luego, cuando toda persona viviente esté encerrada y en todo el mundo no haya un lugar donde escapar porque no quede un espacio salvaje en ninguna parte, lo harán estallar todo».

«Querido, ¿puedes oír lo insensato que suenas?». En su frente se dibuja un hondo pliegue. «Si de verdad existiesen, ¿por qué querrían los Señores del Fuego arrasar nuestro mundo?».

«No es que sea esa su intención». Arrugas de carnosa agitación sacuden sus mejillas y su barba trasnochadas, y ella congela el rostro, impasible, preparada para escuchar nuevamente el estallido de la fulminación del dios. «Son seres arrogantes, Reina. En realidad piensan que su estrafalaria magia —sus matemáticas y su logos—, este conocimiento suyo, servirá para construir un futuro glorioso que curará de la muerte. Creen que pueden coger a los parásitos de la piel del Dragón y hacer de ellos dioses. Creen que pueden unir todos los mundos de todas las estrellas y ganarse el camino al cielo más alto, de donde surgió la creación. Pero están equivocados. Oh, están equivocados, Reina. Los parásitos son demasiado pequeños, están demasiado llenos de ansias animales para convertirse en dioses alguna vez. Las matemáticas, el logos, toda esa extraña magia los hará más poderosos para sus crueldades… poderosos incluso para destruirse a sí mismos y a nosotros con ellos. Están configurados por sus crueldades… esa gente. Lo he visto. Lo he visto todo en trance una y otra vez. Llega el Apocalipsis».

«Cálmate, querido». Extiende una mano cariciosa y él la toma. «Cálmate. Si lo que dices es verdad, y yo no lo creo del todo… pero aun así, aun si es verdad, todo ello no es sino una razón de más para disfrutar de nosotros y de nuestros hijos y de nuestros nietos hoy, ahora. El Mentiroso tiene razón en esto, querido. No hay futuro. Y si tú tienes razón, entonces esa verdad es tanto más verdadera. Seamos felices durante nuestro tiempo aquí».

Él suelta su mano y retorna a la balaustrada. «¿Y abandonar todos los tiempos por venir?».

«Pero ¿qué te importa eso? ¿Qué te importan los tiempos por venir?».

«Me importan porque he visto. Y no puedo olvidar los terrores que he visto. Y si no hago nada, también yo seré responsable del Apocalipsis».

Ella cabecea con resignación. Ha oído esta diatriba muchas veces ya y su significado está hondamente impreso en su corazón desde hace muchos años. El ritual se completa cuando ella le pregunta: «¿Qué vas a hacer?».

«Voy a combatirlos».

«¿Cómo puedes combatir a seres que nunca has visto?».

El rostro del dios se frunce con determinación. «Destruiré a sus secuaces. Los destruiré a todos del mismo modo que ellos destruyeron a los Faunos. Aplastaré toda tribu que esté teñida del mal de los números y las palabras. Abrasaré toda ciudad y todo pueblo, saquearé toda granja, y devolveré los hombres a los espacios salvajes de la caza. Y aboliré entonces todas estas ideas irreales, todas esas abstracciones que, al hacerse realidad, empequeñecen nuestra realidad. Basta de relojes solares, de vías, de diques y cercas. Y cuando haya acabado, no habrá más prisiones donde encerrar a la gente. Basta de cajas de madera o metal donde enclaustrar la belleza salvaje de la tierra. Basta de perreras saturadas de gente convertida en zombis. Basta de la destrucción de los bosques. Basta de envenenar las aguas y el aire. Haré retornar los días hermosos, los de antes de que los Señores del Fuego llegasen aquí con su magia monstruosa».

Ella recoge la costura. Su labor para con su marido está completa: ha contribuido a empujarlo al trance furibundo que él desea y ahora recita la hipnótica frase de fin del programa: «¿Nada de lo que diga logrará disuadirte?».

«Nada». Su voz es humosa y lejana, pero su ojo lobuno la taladra con una claridad que ve dentro y a través de toda la vida de la diosa. Es una mirada que un día la estremeció, pero que se ha convertido desde entonces en un intento de dominarla… y ella se estremece ahora para desafiarla.

«Entonces deberé esperar tu retorno con paciencia». Lo regala con una sonrisa ambigua. «Ve a tus guerras en las tierras raíz, marido. Destroza a tus enemigos. Y yo esperaré pacientemente aquí, en el Hogar, y me solazaré lo mejor que pueda».

Él se muerde el labio, se acaricia la barba y se da la vuelta, enfurecido, satisfecho. Fieros pensamientos hierven en él pero, antes de que pueda hablar, el trance los absorbe. El viento cambia de dirección y le trae el vago susurro del demonio fugitivo. El cierra el ojo. En su interior, la voz es audible y rezuma de la sanguínea oscuridad. La cabeza inclinada, los brazos poderosos apoyados en la barandilla del balcón, se esfuerza una vez más en oír lo que el Habitante Oscuro dice de su tiempo en la Tierra.

‡ ‡ ‡

Durante nueve meses, durante nueve instantes del eterno instante de la creación, permanecí en Su abrazo. En la sangreomphalo, donde todas nuestras oscuridades juntas contienen la luz que es el cuerpo único —el cuerpo único que deviene todos los cuerpos—, comulgué con Dios. Nuestras penas se hicieron amor. A Ella le dolía tanto como a mí el habernos separado. Ahora sabíamos que no había felicidad más grande que estar juntos, todos en un mismo punto con Ella. Pero ¿cómo podríamos haberlo sabido sin esta fútil y terrible separación? El conocimiento nos había vaciado de toda duda, e incluso los demonios estarían sin falta de acuerdo con esto.

A los ángeles, veía yo ahora, no les había faltado razón todo este tiempo en pegar los retazos del cielo, en construir los elementos a partir de las estrellas, en levantar los mundos y, en ellos, las formas de vida, tan desesperanzadamente frágiles como milagrosamente complejas… pues sólo ahí, en la vida misma, podíamos encontrarnos con Ella otra vez aquí fuera, en el frío y la oscuridad. Pero la complejidad no era lo bastante compleja. Era todavía demasiado primitiva para contener todo lo que Ella era; y nosotros sólo podíamos encontrarnos con Ella a trozos, en fragmentos, unos pocos, selectos y afortunados, cada vez.

Cierto, sólo la suerte me había llevado hasta Óptima, una rara mortal, una mujer fuerte, lo bastante evolucionada para resistir los horrores que salpican nuestra vida. Pocos humanos poseían su capacidad para amar la pesadilla de la creación. Pocos tenían fe en que sus pesadillas personales estaban construyendo algo: las formas que un día, en un futuro lejano, alcanzarían el grado suficiente de complejidad para que Ella se manifestase y nos hallase a todos nosotros, dispersos por el vacío. Dios tenía espacio para habitar en Óptima y Ella había esperado allí la llegada de un demonio —yo— para compartir conmigo Su inmensa, desolada miseria, la miseria de estar separada de nosotros. Siglos podrían pasar antes de que otro humano semejante existiese, capaz de portar Su presencia. Ella necesitaba mi ayuda para proseguir su obra… la obra de los ángeles.

Mientras la verdad carnal de lo que me decía empezaba a penetrar en mí, yo me desesperé, oí mis propios gritos aullar ya en el futuro, el futuro negro de su ausencia. Escudriñé el horripilante, amargo futuro que me aguardaba: Dios esperaba de mí, el demonio Lailokén, que naciese en el mundo, ¡que naciese de carne de mujer!

¡No yo!, grité. Tienes ángeles para semejante labor. Llámalos a esta matriz. Mándalos a la vida mortal. Ellos están mejor dotados para realizar Tu obra en Tu ausencia. La esperanza vive en ellos. Yo no soy sino un demonio desesperado. ¡No me abandones!

Pero, por supuesto, tenía que ser yo. ¿Qué ángel acosaría un útero? ¿Y qué sabían los ángeles de la guerra y la locura? Yo era el fuego destinado a combatir el fuego, el veneno que se torna medicina. Sólo de un demonio podía esperarse que se infiltrase en la Tierra sin menospreciar el mal.

Sin embargo, protesté: ¡No soy lo bastante fuerte! Sin Ti, me desesperaré… Volveré a mis viejos senderos. ¡Haré el mal otra vez!

Innecesario resulta decirlo: Ella lo sabía mejor. Ese corto periodo con Ella dentro de Óptima, aferrado a lo que podía salvar incluso lo peor de nosotros mismos, me había transformado.

Las estrellas tienen la permanencia del humo. Nueve meses eran menos que el parpadeo de un ojo. Chillé cuando Ella me dejó ir. Chillé deseando nacer muerto. Temblando en el lazo fiero del nacer, mi grito alcanzó un dolor más profundo que cualquier sufrimiento que hubiera conocido.

Los minutos y las horas empezaron a cantarle su adiós y Su amor permanente animó el feto ictíneo en que me había convertido, la escurridiza criatura engendrada por mí mismo. Atenazado entre el ser y el perecer, avancé trabajosamente a través del desconcertante dolor. Solo, sin Ella, sufrí en la mordaza muscular que tironeaba de la estrujada parte de mi ser lenta, dañosamente hacia delante; y en un rezumar de aceite cálido y sangre, me desencolé de la oscuridad. Y, por fin, cesó aquel estrangulamiento con un largo, repentino resbalón al frío resplandor del mundo agonizante.

‡ ‡ ‡

Hojas doradas de laurel se esparcen desde el bosque en las alas de un viento inquieto portando un olor abrasado: el humo de los saqueadores. Ninguno de los trabajadores del campo lo nota. Tan inmersos están en la cosecha, haciendo danzar sus hoces y guadañas entre los altos tallos del trigo, que no perciben a otros segadores deslizarse fuera de la foresta. Guerreros tormentosos, calmos como la luz del sol pero negros como el rostro oscuro de la luna, tatuados desde la cabeza hasta los pies con serpenteos de dragón azul índigo y nubes tempestuosas, se precipitan sobre los trabajadores con chirriantes gritos de guerra.

Para muchos de los obreros del campo, los incursores y sus hachas son meras sombras en el blanco destello de dolor que pone fin a sus vidas. Otros tienen tiempo de blandir sus hojas segadoras una o dos veces antes de que los hombres aullantes hachen a través de madera, carne y hueso. Los cuchillos centellean a la luz del sol tajando orejas y ovillos de pelo que, más tarde, ornamentarán las lanzas de guerra.

Los gritos belígeros cesan cuando la última de las trabajadoras, que corre con todas sus fuerzas a través de las doradas profundidades del campo, cae bajo el peso de un guerrero que vuela hasta partirle el cuello. Entonces, el único sonido es el siseo del viento en el trigo y el roer del metal en el hueso.

Momentos después, los predadores retornan al bosque portando sus trofeos espeluznantes envueltos en halos de moscas. Tras ellos, el campo de trigo arde. Los guerreros tormentosos no comen grano crecido en terreno cuadrado: lo creen emponzoñado por la magia de la línea recta. El humo de los predadores asciende hasta las ramas del Árbol del Mundo, llevando el olor de los enemigos carbonizados y el triunfante canto bélico de los guerreros tormentosos a su dios, el Furor.

Lailokén cierra sus ojos de golpe, con fuerza, y esta visión se desangra en la oscuridad interior del cráneo. Cuando los abre otra vez, ve que está aún en el claro entre los robles, bajo la alberca del tiempo, en el ojo vortiginoso de la tormenta. Extiende los brazos hacia arriba a través de jabalinas de lluvia, como si quisiese tocar las torres mayestáticas allí apiñadas, una al lado de otra como excrecencias de cristal.

Ve a la gente caminar por allí, en el suelo del cañón formado por esos titanes de vidrio tan próximos. Ve gente y sabe que pueden oírle. Aunque van de aquí para allá, ocupados como hormigas, y no dan signos de escucharlo, sabe que lo hacen.

Lo sabe porque es el demonio Lailokén, plenamente consciente de que todo es en origen una sola cosa y de que todo está unido aún gracias a su fuente común. Habla para sentir esa fuente en él, para reafirmarla en él. Habla para oírse a sí mismo y para definirse y justificarse a sí mismo. Y habla para ser oído por una era que se configurará a partir de los mismos átomos que lo circundan, imantados por las mismas fuerzas que han impelido todos sus poderes demónicos y todo su conocimiento a convertirse en un único evento humano.

‡ ‡ ‡

Entré la vida mortal como una criatura grande y espantosa. Nudosos tenía los huesos, y la piel gris cenicienta estaba cubierta de ampollas de un rosa lívido y de manchas escabrosas como las de una víctima de la radiación. Y era piloso: una pelambre velluda enmarañaba mi largo cráneo y mi rostro hundido miraba alrededor con pánico desde el interior de una barba crespa, blanca como escarcha, que lo cubría casi por entero. Para cualquier ojo desprejuiciado, yo no era un bebé en absoluto. Yo era un hombre viejo, viejo, el más anciano de los días, colapsado en torno a mí mismo hasta no ser sino una masa cartilaginosa, encogida, peluda, de huesos quebradizos.

Cualquier otra madre habría chillado al verme y, misericordiosamente, me habría dejado caer a un pozo. Pero Óptima, ya lo sabemos, no era una mortal ordinaria. Me amamantó con sus magros pechos y, aunque yo me sentía lo bastante exhausto para morir, sobreviví de algún modo. A cada respiración, la vida amenazaba con abandonarme… y yo no deseaba otra cosa.

La soledad más desesperada que yo conociera jamás ardía en la médula de mis huesos. Peor incluso que la desolación que experimenté cuando al principio fui efundido del cielo con el Big Bang, pues entonces yo estaba con el resto. Pero aquí, con mi disfraz mortal, yo estaba real y finalmente solo, encerrado en mis huesos recrujientes y en mi carne crepitante, y sin más compañía que los mazazos de mi aterrorizado corazón.

Ser humano constituye la más terrible soledad del universo. Como demonio, erré libre de la mayoría de los límites físicos, capaz de ir y venir como quisiera, revoloteando entre los mundos. Bueno, no exactamente revoloteando. Los viajes a través de la noche eterna y el frío perpetuo exigen una furiosa voluntad, pero el tiempo tiene un significado distinto para los espíritus. Para el hombre, frágil como un tenue mosquito, el tiempo posee una lunática regularidad: respiración tras respiración, el corazón que maza su inconsciente fanfarria, la sangre que borbolla en sus circuitos, susurrándole sus atisbos de mortalidad al oído profundo y obligándonos a atender su raspeo… un silbido no muy diferente del siseo de la arena al caer desde la ampolla superior del reloj de cristal.

¿Cómo lo soporta la gente?

Yo, por lo menos, tenía el recuerdo de mi tiempo dentro de Óptima, en el abrazo atemporal del amor de Dios. Su ausencia me infligía un dolor quizá no tan intenso como cuando la perdimos por primera vez, pues ahora yo sabía, sabía realmente, que Ella estaba aquí fuera en el vacío, con nosotros. Y, mejor aún, que Ella todavía nos amaba. Ella había perdonado mi rabia insana y, prodigiosamente, aquella furia se había desvanecido del todo por la mera gracia de haberla encontrado otra vez, siquiera por un lapso fugaz.

Todos los recuerdos de mi existencia como demonio hallaron su lugar en mi cráneo humano y mi memoria posee toda mi vida anterior. Esto mitigó mi miedo de algún modo. Pero me subyugó a una insufrible claustrofobia. Prisionero de mi cráneo, sentí asfixia. Los colores parecían macilentos y un número menor pintaba el mundo. Los sonidos llegaban apagados hasta mí, filtrados a través de estratos y estratos de lanosa distancia. Todas mis sensaciones retornaron a mí viciadas. Y mi telepatía no acabó de retornar.

Grité fuerte desde dentro de mi espeso horror. ¡Wa-a-a-ah-h!

Y recé. Fervientemente recé: Oh Dios, sácame de este cadáver viviente. Mátame para que pueda vivir otra vez como espíritu. Extinguida está mi maldad. Juro que enmendaré todo el mal que he hecho. Fomentaré la vida y su complejidad portentosa. Te lo ruego… ¡Te lo ruego! Devuélveme a mi condición espiritual.

Pero Dios calló. Se había ido. Y por un instante dudé del recuerdo que tenía de Ella. Desgarrado el corazón, me pregunté si toda la experiencia intrauterina con Ella no sería sino una alucinación absurda.

Y entonces, Óptima empezó a cantar. Con una voz meliflua como la nostalgia del cielo, cantó su amor por mí. Cantó de los pequeños pájaros, los más diminutos, que son lo bastante fuertes para animar la primavera y portar consigo desde el sur los días cálidos. Meció mi cuerpo apergaminado en sus magros brazos y cantó de las montañas interiores del alma que cada uno de nosotros escala para hallar su camino al cielo. Cantó del hastío de las rocas del río y del mal de amor de los gatos en las callejas y de la ternura de las morsas por sus crías.

Mi duda se desvaneció por completo, porque yo podía oírla a Ella en la voz de Óptima. A pesar del tamboreo de mi corazón sufriente y del carraspeo de mis recalcitrantes pulmones, yo oía Su amor filtrarse suavemente a través de la voz de Óptima… y me calmé. Me calmé y mamé de sus pechos grávidos de leche, y me hice fuerte en su amor.

No mucho tiempo después, hallé la fuerza para sentarme por mí mismo. Estaba todavía demasiado débil para hablar, pero había logrado al menos la capacidad de mirar alrededor y apreciar el entorno. Desde dentro de este cuerpo, el mundo se me antojaba muy diferente de como yo lo conociera siendo espíritu. Las sombras parecían dotadas de más substancia y los objetos físicos tenían un aspecto más pequeño, más denso. Cuanto más miraba, más compacta se tornaba mi claustrofobia… hasta que tuve que cerrar los ojos y simplemente soportar el pánico del sanguíneo zumbido de la oscuridad.

Poco a poco, me acostumbré a mi cautividad y me abandoné a la contemplación de Óptima desde el recoveco en las raíces del roble donde ella me dejaba cuando iba al arroyo, a lavar nuestras escasas ropas. Miraba el mundo. Tenía este una estrecha hermosura que yo empezaba a apreciar. El prado elevado donde vivíamos estaba poblado de altas hierbas argénteas que cintilaban como aluminio al viento. Abajo, la hebra amarronada del riachuelo desaparecía en un bosque verdinegro de masivos árboles entrelazados, que transitaban alces rojos, musculosos.

Por la mañana, jirones de niebla opacaban las crestas y montes bajos. Pero al mediodía, uno podía ver los valles y hondonadas incontables entreriscos esmeralda. Grandes nubes se empinaban en la cúpula azul del cielo y arrastraban sus sombras sobre un confuso mosaico de vegas y selvas.

En montañas distantes, una línea difusa de techos de paja serraba el horizonte. Visibles sólo en el extremo lejano de un terreno inculto, se apiñaban las cabañas de un villorrio. Desde allí llegaban paisanos, visitas que acudían de vez en cuando para dejar ofrendas a la santa mujer del alto prado. Podíamos verlos venir desde lejos y Óptima siempre me escondía con cuidado en su choza antes de que llegasen. Durante su embarazo, había conseguido mantener secreta su condición y, a pesar de que el parto fue grotescamente difícil, me había dado a luz con la sola ayuda de los ángeles.

Oh, sí, los ángeles la visitaban diariamente. Hirsutos de fuego y con sus ojos grandes, luminosos, imperturbables, venían a verla dos veces al día, al ocaso, cuando ella se arrodillaba ante su minúsculo altar de verdes piedras de río y oraba. Los ángeles me ignoraban por completo y, por más que lo intentaba, nunca lograba acabar de oír lo que le decían a Óptima. Acaso sólo participaban en sus plegarias. Sus voces me sonaban como campanas de cristal tocadas por una brisa lánguida.

A veces, en el extremo elevado del prado, cerca del bosquecillo de hayas cobrizas donde a ella le gustaba rezar en el exterior, se le acercaba el unicornio. Con sus cascos de plata y azul como la luz de la luna, la criatura de músculos sedosos y peligrosa belleza aparecía en lustroso silencio. Inclinaba su cuerno espiral hasta el suelo y esperaba paciente mientras Óptima oraba. El arpeo de la brisa se calmaba invariablemente en su presencia. Óptima, entonces, se santiguaba, se sentaba entre los ásteres y cincoenramas, y el unicornio se aproximaba con majestuosa lentitud para reposar en su regazo el hocico de terciopelo.

El cristal verde de sus ojos la miraba sereno y, en ese plácido momento, también yo podía tocarlo. Las sutiles vibraciones de su pelaje como gasa zumbaban en las yemas de mis dedos con bajo voltaje. Extrañamente, mi caricia provocaba ondas en toda la extensión de su piel, como si hubiese perturbado la superficie de un agua fulgente, y en la hondura de mi cerebro se abría un capullo con la fragancia del cielo.

Su partida me colmaba siempre de un eco de la tristeza inconsolable que sufriera en el vacío. Tras aquellas pocas primeras veces, no volví a tocar al unicornio por más que Óptima me animase a ello. Al observarlo partir a través de la confusión del bosque, brillante como un tajo de luna arrancado al cielo, yo sentía la llama de mi ardor corporal lancinar mi carne y sumarse al fuego del infierno, como si el demonio que yo soy fuese todo lo que podía llegar a ser.

‡ ‡ ‡

Bleys ha oído por fin las palabras que estaba esperando oír. Y ha oído lo bastante para saber que, por más demonio que esta entidad sea, Lailokén puede ayudarlo a capturar el unicornio que tan lúcidamente lo elude. Espera hasta que el demónico visitador empieza a recorrer otra vez su círculo demencial bajo la lluvia y penetra entonces en el claro para confrontarlo.

Condensa voluntariamente el cuerpo para hacerse visible en sus ropas negras con el brocado carmesí de garras de dragón y, con las gotas de lluvia besuqueándole el cobrizo rostro plano, alza su brazo derecho como saludo. Pero Lailokén pasa directo a través de él.

No poca es la sorpresa de Bleys cuando comprende que Lailokén es un espectro. El tumulto eléctrico de la tormenta lo ha evocado de algún modo del pasado. Habrá danzado en otro tiempo en este calvijar bajo la lluvia… y el rayo recuerda.

Ningún mortal podría haber presenciado esta reiteración del discurso de Lailokén al futuro pero, a los ojos de una ondaforma inmortal como Bleys, las penas de Lailokén ocupan aún este espacio y las imágenes han sido devueltas al tiempo por la insistencia magnética de la tempestad. El peregrino pasa su mano a través de la escabrosa figura de Lailokén y mira directamente al unicornio.

Con una sacudida de su cabeza, el unicornio relincha una carcajada. Por supuesto, él sabe. Como también sabe dónde yace en este momento el verdadero Lailokén, bajo un muro de chaparrales, húmedo junto a un fuego antiguo, mascando raíces de árboles. Y se goza el animal en reafirmar su mayor lucidez frente a este parásito bípedo. Piafa y retrocede, invitando al peregrino a continuar su fútil persecución.

Pero Bleys no se mueve. Permanece cerca de la aparición de Lailokén mientras el demonio retorna al centro del claro. Juntos, mirarán al futuro, con sus húmedos rostros alzados, iluminados como por una rutilante bendición.

‡ ‡ ‡

Cuando el invierno llegó, púrpura y pálido, fui lo bastante fuerte para levantarme, renquear y hablar. Mientras grandes copos caían a la tierra arremolinados y el viento aullaba como una fiera, Óptima y yo nos acurrucábamos junto al hornillo coruscante. Yo chupaba gachas y ella mascaba el pan negro y la carne seca que los labriegos dejaran a nuestro umbral.

«¿Ya sabes?», balbucí mis primeras palabras.

Su amable rostro de comadreja asintió. «Sé».

Mi débil voz laboró para dar forma a toda mi pregunta: «¿Sabes… quién soy?».

Sus dedos, nudosos tras tantos años de cortar leña, apartaron gentiles el tenue pelo blanco de mis ojos pitañosos. «Por supuesto, cariño. Eres el demonio Lailokén. Los ángeles me han dicho todo lo que te concierne».

Parpadeé para estar seguro de que sonreía verdaderamente y no se limitaba a contorsionar el rostro. «¿Por qué?», croé.

«¿Qué, cariño?».

«¿Por qué… te ocupas… de mí?».

Me calló posando la yema de su dedo en mis labios hundidos. «Eres una criatura de Dios, Lailokén. ¿Cómo podría no ocuparme de ti? Has crecido en mi interior. Eres mi niño».

¡Su niño! El concepto me ennoblecía y animaba. Sin madre desde el principio del tiempo, yo había traficado en el abandono del vacío para topar con un cuerpo mortal y el amor de una madre. ¿Cómo puedo deciros la profundidad de cariño que ella me inspiraba? Polvo de estrellas enfriado en forma de huesos y sangre, mi cuerpo existía como don suyo y por la esperanza de Dios de que yo, un demonio, pudiera servirme de lo que hasta entonces siempre había despreciado y destruido para engendrar amor y paz. ¿Podría? ¿Pretendía Dios que lograse la plenitud entre las mismas formas de vida que previamente atormentara?

Óptima y yo pasamos aquel duro invierno discutiendo mi destino.

«Tú no eres el Ungido», me advirtió una mañana radiante, azul, mientras cortábamos hielo en el mismo arroyo en que me limpiara de mi sangre placentaria y bautizara, para hacer agua bebible. «Cristo es el Hijo de Dios. Sí, tú has nacido de virgen, tal como Él, pero tú eres un valido de la oscuridad… el mal encarnado. Yo lo sabía ya cuando entraste lúbricamente en mí. Pero no te rechacé porque nuestro Señor sufrió y murió en la Cruz para enseñarnos amor, en especial por nuestros enemigos. Yo sabía que si podía amarte, a ti, el enemigo de la vida, honraría las enseñanzas de nuestro Salvador».

Lamenté no haber estado en Palestina cuando Jesús caminó por la tierra. Me habría gustado ver por mí mismo si él encarnó Su amor como mi madre, con tanto fervor, creía. Pero, en fin, mis juergas me habían llevado por aquel entonces a Roma y a los macabros espectáculos de gladiadores.

«Acaso, pues, soy el anticristo», aventuré, emitiendo cálidas nubes de vaho, exhausto ya de mis débiles esfuerzos por quebrar el hielo del riachuelo con una roca.

Óptima detuvo su martilleo y fijó en mí una mirada de preocupación que me colmó de desdicha. «Romperías mi corazón, Lailokén. Sufrí de un modo terrible para traerte al mundo. Recuérdalo. Me partiste por la mitad cuando saliste de mí. Y aun así, bendigo ese día porque los ángeles me aseguraron que usarías tu poder demonial para servir, en todo lo que hicieras, al bien más alto. Dime ahora si estoy equivocada».

Sorbí una buena dosis de aire y sacudí mi hirsuta cabeza. «No estás equivocada, madre. Juro…».

«Estos son tiempos crueles para nacer, mi joven anciano». Graves inquietudes ahondaron las arrugas de su rostro ajado. «Los ángeles me han dicho que una larga noche viene sobre el mundo, una noche terrible de mil años, un tiempo de maldad, Lailokén. Plagas, hambrunas, guerra y más guerra, y, peor aun que la guerra, obscenas atrocidades cometidas sobre razas enteras en el nombre de nuestro Señor. ¡Oh, angustia!».

Excitado por su desmayo creciente, me senté en la nieve. «¿Puedo yo detener eso?».

La alarma que velaba sus facciones escampó de pronto, y me miró con una sonrisa de tan sincera gentileza y amor que pensé que había malentendido la opresiva atmósfera de su presentimiento. «No, Lailokén». La mirada directa de sus ojos grises se clavó en mí con vigorosa claridad, la mirada no de una madre, sino de un ser espiritual a otro. «En este mundo, en este tiempo, estamos condenados».

La dignidad con la que afrontaba la desesperada verdad de nuestras vidas, extrañamente, me infundía coraje. En su barbilla alzada y hombros cuadrados, vislumbré trazos de su vida anterior como princesa de la casa real de Cos. «Adquirirás poderes a medida que tu cuerpo se haga más joven, pero no bastarán para detener esta monstruosa noche milenaria». Torció las cejas con tristeza y me levantó de la nieve, limpiando la cinarra de mi parte posterior con su ropa deshilachada. «Si sólo hubieras venido a este mundo en otro tiempo, un tiempo más esperanzado, cuando tu redención podía provocar cambios perdurables… No. Lo que viene es un tiempo maldito, sin rescate posible. Lo mejor que puede esperarse es que des ejemplo de todo lo bueno, una radiante visión de grandeza que brille como un astro vivo todos esos siglos oscuros».

«¿Puedo hacerlo?».

«Y más. En una isla al oeste hay nueve cisnes negros que son en realidad reinas paganas a las que Dios ha negado el cielo. Sus plegarias te han traído a la Tierra, Lailokén. Son tus madrinas. Ya es tiempo de liberar de ese purgatorio a la mayor de ellas. Tienes que encontrar el rey que ocupará su lugar».

«No entiendo».

Sonrió benigna y palmeó mi cabeza. «Cuando llegue el tiempo, entenderás. Por ahora, basta con que estés dispuesto a servir al bien».

«¿Sabré lo que es el bien?».

«Esa es la esperanza de mi vida y el propósito de todas mis plegarias». Inclinó la cabeza y lo que dijo a continuación fue en una voz más lenta, más densa, con una tensa tristeza en la garganta: «Un rey nacerá del amor de dos enemigos… y unirá al pueblo de nuestra isla por un tiempo… y mientras dure ese tiempo justo y noble tú debes servirle».

«¿Yo? Pero yo soy tan débil… No soy como era antes, madre. Soy sólo recuerdos dentro del cuerpo de un anciano».

«Eso cambiará. Te estás haciendo más joven. Los ángeles han dicho que naciste viejo y con el tiempo te harás joven porque eres un demonio y, así, debes entrar en la creación al revés y demostrar gradualmente que eres digno de poseer la divinidad de la infancia».

No quise decirle que esto era un sinsentido. Más probablemente, los ángeles habían dispuesto mi debilitado estado geriátrico para controlarme mejor en caso de que retornase a mis antiguos demoniales caminos.

Sin embargo, Óptima me aseguró: «Tus poderes crecerán. Para el tiempo en que hayas de encontrar al rey, ya tendrás la fuerza. Vendrá de Dios. Lo que tú tienes que aportar es la voluntad de servir. Eso es lo que ha de venir de ti, Lailokén. La humildad de servir».

«¿Quién es el rey?».

Me apretujó los hombros, parecía que con orgullo. «Lo conocerás. Prepararás el camino para él».

La convicción con la que dijo esto, la soberanía de su certeza, me colmó de temor y fe, del sentido de un destino, que había faltado totalmente en mi existencia como demonio. Sorbí el aire de un frío lancinante y dije desde mi corazón: «Te juro, madre, que consagraré esta vida mortal a hacer el bien ante Dios y el hombre. Hallaré a ese buen rey y le prestaré servicio. No te fallaré».

Un destello clarividente prendió en el rostro flaco de mi madre y asintió satisfecha. «Sé que será así».

Os lo digo con toda sinceridad, la dicha que la sonrisa de la mujer provocaba en mí fulgía a través de todo mi cuerpo, brillante como el dolor, y todos los eones de mi oscuro oficio se colapsaron en ese momento único dando de sí la mismísima verdad de mi vida.

‡ ‡ ‡

El unicornio desaparece en el bosque. Por encima de su lomo caen monedas de luz que cintilan junto a sus cascos entre las hojas muertas del suelo y las diminutas, instantáneas coronas líquidas formadas por el impacto de las gotas de lluvia. Caracolea para ver el origen de esta irradiación y tiembla de pronto de la cola a la cabeza. Un ángel se alza ante él. Su luminosidad ventea horizontalmente a través de las avenidas arbóreas y escarcha el envés de ramas y hojas lejanas. Inconquistables distancias se abren en sus ojos enormes.

La cabeza inclinada, el unicornio intenta tocar al ángel con su cuerno esperando recibir una comunicación a través de la antena. Recuerda la segunda antena fijada en él por los ángeles, los Señores del Fuego, y las ideas que fluyeron en su mente con la gloriosa sapiencia. Conocer el ígneo origen del universo y de lo que hubo antes de él —el lugar de los infinitos, más vasto que el tiempo, más pequeño que el mínimo nodo del espacio, contener tales ideas en la serena profundidad del propio cráneo, eso es demente libertad. Demente porque no hay nada que uno pueda hacer con ese conocimiento… excepto disfrutar la libertad de desconocer.

Ninguna idea fluye a través de la larga antena córnea. El ángel lo observa silencioso y su inmensa mirada de fuego blanco planta algo fuerte y orgulloso en el animal.

Alta la cabeza, crin, perilla y cernejas aventadas por la brisa magnética, el unicornio se aproxima más. La presencia de los ángeles le inspira el sentimiento de pertenecer a un orden superior al de las cosas terrestres. Con este pensamiento, el mundo alrededor se hace transparente. De pronto, puede ver a través de la costra rocosa, las placas tectónicas, las escamas muertas en la piel del Dragón, viviente allá abajo.

El magma rutila incandescente como sangre. Venas de fuerza eléctrica, arterias de viva corriente perfilan un cuerpo escurridizo, largo y adujado como el horizonte. Oleajes de calor y sombra respiran desde la fundida criatura, cuando esta se enrolla sobre sí misma contorsionando acrobáticamente la longitud de cuarzo de su espina dorsal. Su cabeza amontañada, como un titánico diamante negro, se infla aproximándose, mostrando la mueca de su quijada añosa y malévola, sus ojos en púrpura humareda.

Nervioso, el unicornio caracolea de lado a lado. Un sonido retumbante vibra a través de sus patas. El trueno arpea desde abajo en los árboles. Algo más colma el aire, barriendo los velos de la lluvia. Un voltaje musical campanillea en los altos espacios de la catedral del bosque y los brazos paganos de los árboles se entregan al balanceo de un hondo ritmo oceánico. Es el cantoensueño del Dragón, apuntado a las estrellas. Pasa a través del unicornio en su camino al exterior y sacude de felicidad a la coronada criatura haciendo reír a su corazón y temblar a sus músculos como alas de libélula. Una sensación cálida frota toda su envergadura mejor que los largos cuellos de un centenar de madres. Siente los huesos ahuecados por un sopor lleno de azul.

El rayo golpea el alto cuerno y se erige en su punta como una masiva medusa ardiente en el mar celestial, retorciendo y anudando sus tentáculos con los ritmos del cantoensueño. Cuando este se desvanece, el mundo pluvial se cierra alrededor. El Dragón se ha ido, aprisionado más allá de su pelambre de rocas y abetos. El ángel se ha ido, también. El silencio se expande por las oscuras grietas del bosque.

Sólo en el calvero donde está el espectro de Lailokén apenas ha penetrado el silencio. A través de chales de niebla lluviosa, las palabras del demonio de desmadejan entre los árboles para ligar las patas del unicornio, que permanece inmóvil, escuchando en honda alerta.

‡ ‡ ‡

Cuando los vientos boreales aflojaron y la altura de la nieve menguó lo bastante para que los labriegos pudieran hallar otra vez el camino hasta nosotros, Óptima no se molestó en ocultarme. Pero sí mintió acerca de quién era. A aquellas personas reverentes, carisucias, que venían con sus ofrendas de pan, queso y candelas, les dijo que yo era un añoso monje errante.

Sin duda, yo no desmentía ese aspecto. Desde mi nacimiento en la temprana primavera, había crecido hasta la plenitud de mi altura. Pero, aunque por fin estaba fuerte para portar la leña y acarrear el hielo que fundíamos en agua, tenía el apergaminado semblante y la blanca barba ratesca de un antepasado patriarcal. De los rústicos, ni el más listo dudaba.

«¿Por qué has de mentir, madre?», le pregunté mordisqueando el blando núcleo del pan con las coronas embrionarias de mis dientes emergentes. «Que pudieras dar a luz y convertir a un demonio como yo es un tributo a tu santidad».

Me dio unas palmadas en la mejilla y arrojó un palo al fuego. «Querido Lailokén, a pesar de todo tu conocimiento sobrenatural eres tan ingenuo. Soy hija del rey de Cos. Y él es un rey mundano. Si se enterase de que he tenido un hijo, daría por seguro que he sido forzada. Y puesto que ha emplazado guardias en los valles bajos para asegurarse de que ningún pagano encuentra el camino hasta aquí, llegaría a la conclusión de que o bien uno de ellos, o algún villano, ha yacido conmigo. Y los mataría uno a uno, buscando su confesión y su retribución. No, Lailokén. La verdad es algo peligroso. A veces buena, en ocasiones mala. Y a menudo hemos de mentir para hacer un bien mayor».

Óptima vivía como una mujer sabia de verdad y yo aprendí mucho de ella aquel invierno sobre el amor y la devoción a Dios, de quien todo bien mundano depende. El acto de esa devoción no es otra cosa que sacrificio. El único bien del que los mortales son capaces es amor. Incluso para empezar a hacer el bien, uno debe estar dispuesto a ir más allá de sí mismo, me enseñó. Todas las cosas hechas por el hombre perecen. Todas las palabras se dispersan en la vacuidad que es el futuro. Sólo el amor perdura. Amor por lo que es. No por lo que fue o pudo ser. Amor por lo que es: sólo este es verdadero amor. Sólo a este no puede disolverlo el futuro. Porque ese amor es Dios, es Su comunión con nosotros, aquí y ahora, sin importar el vacío entre las estrellas o la nada que sostiene los átomos y a la que todos nosotros, antes o después, hemos de caer. Como yo caí al principio de los tiempos. Y como volveré a caer otra vez cuando se extinga este cuerpo. No importa. El amor perdura. Todo lo demás se sacrifica a esta única y eterna verdad.

Como para puntualizar sus enseñanzas, Óptima misma murió aquella primavera. Con el primer vello verde y tenue de la vida recurrente, simplemente cesó. Por azar o por designio, tal cosa ocurrió justo un año después del día en que me diera a luz.

Yo había peregrinado temprano aquel día a bosques más altos en busca de azafrán para el altar. Un ángel vino a mi encuentro cuando volvía. El rayo de sus ojos fijos en mí ardía de un modo insoportable y hube de tornarme. Cuando miré otra vez, se había ido, y en su lugar se alzaba la luz del sol entre los árboles, aunque el sol mismo estaba lejos en el otro lado del cielo. Más tarde, comprendería que el ángel había sido su escolta y que la luz caliente como el sol a través de las hojas era el espíritu de Óptima diciéndome adiós.

Corrí por la foresta para compartir con ella la maravilla que había presenciado y la encontré arrodillada entre las hayas cobrizas. El unicornio estaba allí, tocándola en el hombro con su largo cuerno. Se retiró en cuanto me vio, sometiendo su cuerpo grande, inteligente, a las sombras de los árboles.

Cuando la toqué, estaba rígida y fría, petrificada por la muerte en su postura de adoración. Un grito gigante de lamento sacudió mi cuerpo. Y el alarido elegíaco me elevó sobre mí mismo, más allá del azul del cielo, a las nebulosas estelares. La noche eterna se abrió ante mí. Y con sus agujas, me hirieron las estrellas.

‡ ‡ ‡

Mientras habla el espectro de Lailokén, Bleys se desliza poco a poco hacia el unicornio. Lo hace con la velocidad del musgo. Con la cabeza arqueada hacia atrás para contemplar el luminoso futuro, ninguna parte física suya se mueve en realidad. Deja que su ondaforma derive, refrenándola con máxima calma para que su cuerpo parezca virtualmente quieto. Cuando el fantasma de Lailokén se lanza a recorrer su próximo círculo, el peregrino ha flotado muchos pasos hacia el extremo del claro donde el unicornio permanece inmóvil entre telarañas de niebla.

Bleys salta hasta una altura sorprendente voltereteando a lo largo del arco de su vuelo y girando con destreza para aterrizar con los brazos y piernas extendidos sobre el lomo del animal. Este explota bajo él. El unicornio emite un chillido taladrante que arranca hojas de los árboles y se arroja de lado a lado, caracolea, cocea y corvetea. El alquimista se aferra a la tempestuosa criatura con toda su fuerza sobrenatural, mientras sus ropas castañetean y su pelo suelto latiga violento el aire con largos chicotazos negros.

Lo que sorprende a Bleys no es la vehemencia de la brutal cabalgada, sino el silencio. Honduras estelares de un azul blanquecino se abren en su interior. Con el pecho contra el ardiente cuerpo frío, absorbe la humosa fragancia que emana de las silentes profundidades de la criatura. No huele como un animal. Huele como un bosque de abetos que destilara boira, un prado cimero en la noche al borde del invierno, donde vórtices de estrellas como helechos centelleantes penden en la gran, muda oscuridad.

Bleys se ha preparado para acoplar su ondaforma a la de esta bestia magnífica entrenándose a soportar furiosos impactos físicos. Pero le sobrecoge esta solitaria quietud. Por un sagrado instante, funde su presencia con la del unicornio, una presencia de silencio en la que todos los colores de su alma brillan con intensidad.

Aturdido, su concentración falla y su presa se rompe. Cae a la tierra llovida con un seco mazazo que le roba el aire. Reducido de nuevo a su cuerpo físico, confuso y golpeado, sonríe. Ahora sabe que el unicornio puede ser montado.

Impalpables surcos de gélida, serena fragancia lo aquietan, y recibe la lluvia con ancha mueca. Ahora conoce el silencio-rayo del contacto psíquico con el animal estelar, la repentina quietud que enciende las sombras cromáticas del sentir en su interior. Ahora sabe que la próxima vez, con seguridad, cabalgará al cielo. Y ríe bajo el torrente, mientras su alegría tonante hace huir veloz al unicornio hacia las oscuras cavas del bosque.

‡ ‡ ‡

Volé apresurado hacia el oeste de mis esperanzas a través del tremendo dolor, fuera de mi cuerpo. Pensé que acaso podría alcanzar el espíritu de Óptima antes de que dejase la Tierra. Alto, alto volé, lejos de mi cuerpo, hacia el tremendo dolor del que cuelgan las galaxias. Debajo de mí, las luces boreales eclosionaban como flores acuosas. La Tierra era oscura, el sol se apagaba detrás del mundo.

Pero se había ido, y con ella partió mi último contacto con el gran amor que me diera nacimiento. Se había ido. El globo giraba debajo de mí en las manos de la oscuridad y yo pendía de lo oscuro, solo con mi dolor.

Si permanecía aquí en el espacio exterior, sobre el sol caído y el fuego frío de las luces boreales, el dolor me escindiría de mi cuerpo y yo sería espíritu otra vez. Pero ya conocéis el dolor, como lo conoce todo mortal. Yo era un novicio de la mortalidad y el sufrimiento físico, un mero añojo de mortal. Creí que podría baquear a través del dolor, talar mi carne y acabar con esta vida. ¡Ja!

El dolor me clavó al núcleo de la Tierra y, cuanto más me esforzaba en ser libre, peor era el resultado. No tuve fuerzas para soportar lo bastante. Sufrí por la pérdida de Óptima, la pérdida de mi único vínculo con el cielo en esta vida, pero la inmensidad aniquiladora del dolor era mayor que mi sufrimiento delirante. Caí de nuevo a tierra.

Desperté en mi viejo cuerpo exhausto, bajo la llama del crepúsculo. En un instante, me arrepentí de mi fútil intento de suicidio. Había jurado a Óptima que me serviría de esta vida para hacer el bien y en los primerísimos instantes separado de ella recaía en mi rabioso egoísmo.

Desde la lúgubre oscuridad del bosque, me contemplaban los ojos verdes del unicornio. Por lo suave de su luz, supe que mi madre me perdonaba. Soy un demonio y mi comportamiento inicial era esperable. Pero a través de Óptima me había convertido en algo distinto de un demonio. Me había convertido en un hombre. El atavío de carne y hueso que portaba lo había tejido ella en su propio cuerpo. Ella estaba muerta; aun así, vivía… en mí; era lo que yo era. Si yo la amaba, comprendí entonces, tendría que respetar la vida de esta carne y el espíritu de sus enseñanzas.

Enterré a Óptima entre las hayas rojas. Para cavar su sepultura, hinqué mis manos desnudas en aquella tierra del deshielo. El unicornio emergió entonces a la luz declinante y con sus cascos de plata hendió el terreno. Juntos, abrimos la tierra, yo apartando los escombros con las manos y el unicornio cortando las macizas raíces o desalojando las grandes piedras que encontrábamos. Con las errantes estrellas como testigos, posé el cuerpo de mi madre en el fondo de la negra fosa, aún unidas las manos, aún dobladas las rodillas y la cabeza inclinada, hinojada y devota aun en la muerte ante el Dios uno y eterno.

‡ ‡ ‡

El espectro de Lailokén cae de rodillas, fijos los ojos y ciegos, viendo a través de los árboles de cristal y del arroyo del tiempo a los guerreros tormentosos del Furor pillar las aldeas del reino.

Sobre los montes nemorosos de Cos, un humo negro raya el amarillor del cielo con las franjas de la piel de un tigre. Arden montes acolchados de grano. Saltan y danzan las llamas bajo el viento lustral del crepúsculo. Iluminadas por la tormenta de fuego, bregan figuras sombrías, saqueadores que forcejean con los cadáveres de los labriegos tratando de arrancarles la carne en grandes tiras del torso para la piel de sus tambores.

Lailokén se cubre los ojos con las manos y se lanza al viento tempestuoso, recorriendo ciego su círculo. El agotamiento acaba por llevarlo otra vez, en tambaleante espiral, al centro, donde se derrumba de espaldas. Clava en las alturas los ojos irritados y contempla el cielo ilimitado y remoto de los tiempos por venir.

‡ ‡ ‡

Tras inhumar a mi madre, busqué al unicornio, pero este se había escabullido ya por aquellos bosques primordiales. Dormí la primera noche sobre la tumba, abrazando la tierra. Al amanecer, lavé mi sucio hábito y me bañé en el arroyo gélido. Titiritando violentamente y con la carne crispada en mis huesos, corrí a la cabaña y me calenté junto al hogar.

No tomé nada de allí cuando partí. El cuerpo que Óptima me había dado, el hábito pardo de cáñamo y mis sandalias de junco bastaban. Y renqueé por el prado, ladera abajo, hacia los reinos mortales donde me aguardaba mi destino.

Mientras marchaba con dificultad, con los músculos y junturas doloridos por el esfuerzo de la noche anterior, las Cosas Salvajes me observaban. Zorros y conejos me espiaban desde la hierba alta. Los gansos graznaban sobre mi cabeza en su vuelo hacia los tremedales. El día brillaba glorioso —grandes nubes desmoronadas, la luz dorada del sol que refulgía en las espigas, bandadas de pájaros chirriando y arremolinándose en el aire perfumado— y yo avanzaba abatido, triste porque mi madre no estaba aquí, no estaría nunca ya para disfrutar de todo esto.

Me detuve para recuperar el aliento y rezar por ella. Gran Madre, tuya era Óptima para que la tornases… y ahora no hay mayor libertad que la suya. Recuerda, sufrió para servirte. Si hay un camino al cielo, llévala allí ahora y guárdala donde todos estamos contigo en un mismo punto.

Cuando alcé la vista, vi un joven de alta talla reclinado sobre un crestón de granito y con un nudoso bordón de madera apoyado en su cuerpo esbelto. Su cabello resplandeciente vibraba en la brisa como una planta marina carmesí y sus largos ojos ahusados eran verdes como los del unicornio. No era mortal, lo supe de inmediato, aunque portaba los opulentos atavíos de un noble mortal: una túnica azul de lino bordada con flores de oro, un cinturón de cuero rojo tachonado de plata y botas amarillas.

El extraño me ofreció su bastón. «Quizás esto te resulte de ayuda en el camino, abuelo», dijo en una voz tan hermosa y oscura como los rutilantes espacios del atardecer. Mis ojos pitañosos no podían verlo con claridad, pero supe entonces quién era.

«Tú eres un Síd», aventuré, aunque el sol era radiante y los Síd —los elfos locales— tienen cuerpos demasiado pálidos para ser vistos a la luz del día.

Una sonrisa maliciosa curvó las comisuras de sus finos labios. «Cierto», dijo. «Soy Príncipe Noche Brillante, de los Daoine Síd. Rey Alguien Sabe la Verdad me ha enviado para darte la bienvenida a nuestros dominios… y ofrecerte este don».

«¿Sabes tú quién soy?», interrogué aún incrédulo de que el Síd hubiese venido a mi encuentro en plena luz del día.

«Sin duda». Sus hoyuelos se agudizaron con la lucidez de su sonrisa. «Eres el demonio Lailokén, domado por la Gran Madre y Su devota sirvienta Santa Óptima hace un año y un día… domado hasta tomar forma mortal. Todos los Síd saben de ti y de tu famoso empeño».

Como demonio había trabajado a menudo con el pueblo elfo y su parentela en los muchos países que hostigué. Los romanos tenían sus Faunos, los griegos sus Nereidas, los egipcios sus Khepri y los súmenos sus Abzu. Yo había laborado íntimamente con todos ellos para hacerles la guerra a los mortales y a sus propios rivales élficos. Eran aliados útiles en mis conflictos con los reinos mortales porque vivían más que los humanos. Además, temían y evitaban a los ángeles, que se servían de ellos como obreros para fabricar formas de vida más substanciales y terrenas. Una y otra vez, les había seducido a trabajar para mí dotándolos de un poder que les permitiese desafiar a los ángeles y acrecentar sus propios dominios.

«Príncipe Noche Brillante», incliné la cabeza con deferencia, muy consciente de la vanidad de los elfos. «¿Cómo es posible que te alces ante mí bajo todo el peso del sol matinal?».

«Haces bien en preguntar, abuelo Lailokén, haces bien en preguntar». Se apartó del crestón de granito y blandió el nudoso bordón. «¿Sabes lo que tengo aquí? Es el Bastón del Árbol de la Tormenta. Su sombra es ancha como un hombre… y, a su sombra, lo invisible es visible. ¡Tómalo! Es el regalo de los Daoine Síd».

Unos pocos años antes, al instigar a los godos al saqueo de Roma, tuve ocasión de trabajar con los elfos nórdicos y sus dioses, los Æsir. Visité entonces su reino espectral y me mostraron el Árbol de la Tormenta, el Terrible, el Poderoso Pilar, Yggdrasil, que desparrama por encima de la tierra su mundo y liga los dominios de su reino con el mundo de los mortales y, bajo este, con el ctónico Dragón. El poder de ese árbol sutil estaba tan densamente concentrado que rivalizaba con el de los ángeles. Recuerdo haber temblado de miedo ante la lunática complejidad de sus raíces, que parecían multiplicarse en la insondable noche, y el delirio de su enramada, que oscurecía la orilla de un vacío estrellado por el que se prolongaba a través de milenios. Como demonio, gocé de tan estrafalario poder. Pero ahora, como hombre, dudaba.

«Príncipe… me siento honrado», dije y retrocedí un paso. «Pero ¿cómo han llegado los Síd a poseer una vara sagrada de los poderosos Æsir, los dioses del Norte?».

«Robándola, por supuesto», respondió Príncipe Noche Brillante con orgullo. «Por el poder y la astucia de nuestro jefe, Rey Alguien Sabe la Verdad». Sus largos ojos malévolos se estrecharon. «No estarás rechazando un regalo de los Daoine Síd, ¿verdad, anciano?».

«En absoluto». Me incliné otra vez, tanto y tan humildemente como mi deformada espina dorsal me lo permitía. «Sólo pongo en duda mi dignidad. Como muy bien has dicho, he sido domado a una forma mortal. ¿Osaría algún mortal recibir un don tan poderoso?».

«Vamos, vamos, Lailokén. Tú no eres un mortal ordinario. Santa Óptima te dio a luz aquí, en el dominio de los Síd, y durante un año y un día hemos observado tu notable desarrollo como si fueras uno de los nuestros. ¿Y no lo eres acaso? Has crecido en nuestro suelo».

«Mi destino es hacer el bien entre los mortales», repliqué con candor.

«No esperamos menos del hijo de una santa. Y ahora ¿vamos a debatir qué es el bien?». La perspicaz sonrisa del príncipe se ahondó. «Lo que es bueno en el país de los Síd es el bien de los Síd. Somos hostigados por los Æsir. Destruyen a nuestra gente y roban nuestra tierra. Hemos estado en guerra con ellos durante cientos de años… y ahora la estamos perdiendo. Con el colapso de Roma y la pérdida de nuestros aliados Faunos, los Síd hemos sufrido terriblemente bajo la espada de los Æsir. Pero ahora, estás aquí. Sin duda, el nacimiento en nuestro reino de un ser tan poderoso como tú presagia grandes bienes para nosotros en contra de nuestros enemigos».

«Si tal es la voluntad de Dios», ofrecí con humildad.

«¡Bah! La voluntad de Dios lo abarca todo». La sonrisa de Príncipe Noche Brillante se desprendió de él y la intensidad animal de su verde mirada me heló hasta la médula. «¿Cuál es tu voluntad, Lailokén? ¿Estás con los Daoine Síd… o en contra nuestra?». Gesticulé, a través de la loca confusión del bosque, el claro y el prado, señalando la aldea, allá abajo en la neblinosa distancia. «Estoy con la gente».

Una sombra de su astuta sonrisa retornó al rostro elegante del príncipe élfico. «Una banda guerrera del pueblo de los Æsir avanza a través del bosque al norte de esa aldea, justo ahora. Vienen de asesinar al Rey Cos, tu abuelo. En dos días, esa aldea y todos los que en ella viven serán cenizas. Los labriegos que portaban ofrendas a tu madre serán huesos carbonizados y su carne desollada dará piel a los tambores del enemigo».

«¿Es verdad eso?», pregunté aterrorizado.

«¿Es verdad eso?». El príncipe élfico engalló la cabeza imitando burlesco mi incredulidad. «Tú me insultas, demonio. Toma el Bastón del Árbol de la Tormenta y ve a salvar a tu gente».

Me quedé aturdido. No esperaba que se me pusiera a prueba tan pronto. Pensaba que habría tiempo para vagar, para acostumbrarme a la vida entre los mortales. Apenas habían acabado de crecerme los dientes y mis ojos no veían aún con claridad. «No soy más que un anciano», protesté. «¿Qué puedo hacer?».

«Con semejante falsa modestia nunca vivirás lo bastante para hacerte joven». Príncipe Noche Brillante me alargaba el Bastón del Árbol de la Tormenta. «Tómalo. Haz lo que puedas».

Tomé el bordón de su mano pálida y se desvaneció. Incliné entonces la nudosa vara hacia donde había estado y reapareció, sonriendo perversa y profusamente. Cierto, mientras alzaba el palo, vi que no proyectaba sombra en absoluto. No pesaba nada y casi esperaba que flotase, cuando lo solté. Pero cayó, grave como el hierro y, al recogerlo y apoyarme en él, soportó mi peso con robustez.

«¿Qué puedo hacer yo para salvar la aldea?», pregunté deprimido. Como el príncipe elfo no respondió, moví el bordón de un lado a otro. No apareció y, aunque yo no lo sabía entonces, no volvería a verlo en muchos años.

Continué mi camino con el bastón en la mano. En el extremo inferior del prado, donde comenzaba la siniestra y densa oscuridad del bosque, pausé y volví la vista para mirar el camino recorrido. La mañana tremolaba en las ramas desnudas de los árboles de las alturas y oteé con añoranza las puertas sombrías de la foresta que tantas veces recorriera con mi madre. Luego me torné y, apoyándome pesadamente en el Bastón del Árbol de la Tormenta, avancé hacia el vallejo de los bosques bajos, confiando en que el coraje y el sol veterano me guiarían a través de la oscura maraña.

‡ ‡ ‡

La fortaleza de Cos, una masiva construcción de madera que se remonta muy por encima de las palizadas, efunde humo en olas vastas, como una de las torres industriales que Lailokén ve a veces en sus visiones futuristas. Atrapados en las llamas, los defensores del fuerte no tienen más remedio que abrir las puertas y precipitarse a luchar. Visten uniformes —corazas de bronce sobre túnicas azules y cascos con carrilleras coronados por crines de corcel— y emergen en formación, con los peltastas y lanceros corriendo delante de las tropas armadas de espadas.

Los guerreros tormentosos, salvajes en su deseo de enfrentar esta pompa bélica y ganar esplendorosos trofeos, cargan contra los soldados monte arriba. En vanguardia están los berserkers, guerreros desnudos, recorridos de cicatrices, que dedican sus muertes al Furor; en sus manos poderosas portan hachas enormes que astillan los escudos enemigos de piel y madera como frágil corteza. Con gritos extáticos arrojan sus propios cuerpos contra las lanzas de los defensores, de forma que la ola de guerreros tormentosos que viene detrás irrumpa sin esfuerzo en las filas de soldados blindados.

A través de las olas y velos del humo del combate, llega el rey de Cos volando a caballo, blandiendo su martillo de guerra. Con su capa roja hinchada, su coraza de oro y su yelmo leonino centelleando a la luz ajironada del sol, ofrece una feroz estampa. Los invasores caen ante él, horrorizados ante su violento bridón de ojos y ollares inflamados.

Entonces, un berserker se arroja directamente sobre el monstruo y el corcel se tambalea y recula, arrojando el rey al suelo. Los guerreros tormentosos caen a decenas sobre él y, de pronto, la dorada cabeza del rey asciende al cielo en la punta de una lanza, arrancada la visera y expuesta la fija, torcida mirada de su rictus mortal.

El terrible visaje de su rey muerto quebranta el espíritu de los soldados, que se dispersan dementes por el santuario del bosque. Ávidos de trofeos, los invasores los persiguen, hachándoles las piernas y alanceándoles las ingles. Crueles, les arrancan la armadura mientras los cuerpos espetados de sus víctimas aún se retuercen en sus postreros estertores.

Otros guerreros tormentosos irrumpen sin miedo a través de la conflagración para pillar la fortaleza, violar a las mujeres o hallar esclavos entre los niños. Pero el fuego ruge con un ardor insoportable, superior al de las prendidas barricadas. Las reales estancias, los barracones y almacenes escupen llamas como hornos.

Las mujeres que han incendiado estos edificios se reúnen con sus críos detrás de la ardiente fortaleza, en las altas peñas sobre las palizadas. Agarradas una a otra, saltan unidas; su caída es un loco aleteo de velos y túnicas, y sus gritos negros son tamo al viento.

Lailokén se estruja los ojos cerrados hasta que la horrible visión se coagula en oscuridad. Una locura insondable e inmensa como el núcleo de un maelstrom tira de él, y abre de golpe los ojos y corre con espoleada furia a través de la lluvia fustigadora. Aunque nunca se ha encontrado con ellos, siente que conoce a esta gente a través de Óptima; son todo lo que él tiene de familia y acaba de verlos salvajemente destruidos. Huérfano, aúlla mientras el horror completa el invisible elemento de su dolor.

‡ ‡ ‡

Ansioso de descender a las gentes de mi madre, de salvarlas si podía del destino de su rey, mi abuelo, me apresuré bosque a través hasta el lugar de su asentamiento. La gente de la aldea vivía en unas casas de ladrillos de arcilla de tres siglos de antigüedad… los últimos verdaderos ciudadanos de Roma. Como mi madre, hablaban y escribían un latín pasado de moda en Roma misma más de un siglo atrás. Eran la provincia del imperio, una reserva de la tradición, y aún se consideraban romanos civilizados. Vestían ropas romanas: túnicas con mangas y capas anticuadas los hombres y, las mujeres, la camisia, un corto y entallado corsé cubierto por una túnica talar. Profesaban la religión del Estado, la forma más temprana de cristianismo, en la que el edicto de Jesús de amar al prójimo exigía cumplimiento diario y literal, de modo que comunidades enteras vivían y trabajaban tan íntimamente unidas como familias. Y comían a la romana, vituallas cuyo mero aspecto os revolverían el estómago tales como garum, una salsa muy apreciada con la que rociaban todo. La preparaban alternando filetes de caballa con capas de sal de dos dedos de espesura en un contenedor hermético que luego abandonaban al sol durante días, hasta que el pescado se descomponía en líquido.

Cuando llegué a la aldea, los villanos me reconocieron enseguida como el anciano y santo varón que atendía a la eremita Óptima, y me bañaron y vistieron, y me ofrecieron una abundante comida de pullum praedura, pollo asado bañado en garum, y un plato adicional de rapas sive napos, es decir, nabos aliñados con una generosa porción de garum.

Comí con parquedad, esgrimiendo la sincera disculpa de que estaba acostumbrado a una dieta mucho más simple. La gente, amable y hospitalaria, me sirvió pan y miel. Después, rezamos todos juntos para conjurar la llegada de los bárbaros.

La aldea había trabajado como comunidad rural al servicio de una villa algo hacia el sur. La villa había sido abandonada cuarenta años antes, cuando partió la Legio XX bajo el mando de un cierto Magnus Maximus, comandante de los ejércitos británicos y pretendiente al trono de Roma. Tras la derrota de Maximus y su muerte en Italia, sus tropas se desbandaron. Nadie retornó a Britania y la villa próxima a nuestra aldea, que manos locales conservaron lealmente durante una generación esperando el retorno de sus dueños, cayó en desuso.

Vi las ruinas desde un altozano de los alrededores. Viejas incursiones bárbaras habían destripado los edificios, pero los mosaicos de los suelos se conservaban en las estancias principales, y de las cuadras, graneros, jardines, atrios, quedaban las líneas esqueléticas de sus fundamentos en un paisaje arrasado por el invierno. La mayoría de los muros estaban derruidos.

Aquí y allá, asomaban las baldosas de los canales del hipocausto, el sistema de calefacción central, como restos de un dormido horno subterráneo. En pleno verano, estas ruinas quedarían reducidas otra vez a cerros verdeantes cubiertos de pasto.

Sin ninguna esperanza de hacer un alto entre los restos destrozados de la villa, urgí a las gentes de la aldea a retirarse hacia el sur, a esconderse en los bosques. Pero esta táctica les parecía insostenible. Los campos primaverales habían sido labrados ya y necesitaban atención, si debía haber cosecha estival y alimentos para el invierno siguiente.

Me ofrecí a tomar conmigo a los niños. Pero los más pequeños no se dejarían separar de sus madres, y las mujeres estaban decididas a resistir con sus hombres. Los niños más mayores se negaban a huir también. Pertenecían a una comunidad cristiana romana y estaban decididos a compartir con el resto el hado tal como compartían la fe. No había nada que pudiese hacer, salvo rezar con ellos y prepararme para combatir.

No tuvimos que esperar mucho. Temprano durante mi segunda mañana en la comunidad, mientras desayunábamos huevos duros con garum, sonó el grito del centinela. Aferramos las armas que teníamos a mano: estacas, palas, guadañas y hachas. Varios hombres contaban con las cortas espadas españolas usadas por las legiones y dos de ellos poseían rectangulares escudos romanos. Las mujeres y los niños se armaron también, pues la inmisericorde reputación de los bárbaros del Furor había quedado bien establecida siglos atrás… aunque ninguno de nosotros, aparte de mí mismo, había visto nunca un bárbaro hasta aquella terrible mañana.

Surgieron de los bosques septentrionales a pie, con paso tranquilo, y, al principio, pensamos que acaso eran un grupo pacífico que podía ser aplacado con vino del invierno y abundante comida. Pero cuando se acercaron, el terror asfixió tan insensata esperanza. Cada uno de los cuarenta guerreros semidesnudos, con parcas vestimentas de piel, que se aproximaba portaba un hacha arrojadiza y una lanza de punta férrea.

Aparte de las armas, no había dos bárbaros con los mismos arreos. Algunos tenían afeitados los lados de la cabeza y la parte posterior, y lucían hirsutos moños en el centro de la misma; otros se habían rapado del todo; aun otros mostraban largas melenas en trenzas salvajes empenachadas de plumas y adornadas con huesos. La mayoría tenía tatuado el cuerpo de verde y azul, lo que les daba una apariencia reptilesca, fantasmal. Unos pocos ostentaban restos de armadura ornada con los cueros cabelludos y fragmentos de las calaveras de los legionarios muertos.

Grotescamente llamativos con sus pinturas y tatuajes, sus retazos de pieles animales y uniformes romanos, nos parecieron una legión pagana surgida del infierno. Cuando por fin estuvieron lo bastante cerca para que viéramos, con horrible detalle, los costurones de las cicatrices que ellos mismos se infligían en brazos y hombros, uno de aquella abigarrada tropa, un guerrero cuyo casco de cuero lucía los cuernos de un toro, alzó un fémur humano convertido en flauta y entonó un elegíaco lamento. La horda salvaje bramó con júbilo rabioso y cargó.

Contando las mujeres, les superábamos a razón de tres a uno y al principio pensé que había alguna esperanza de hacerlos retroceder. Realmente llegué a pensarlo. Yo… un demonio. Yo, quien, como espíritu, me había gozado en la masacre y el carnaje. Yo, que creía que no podía menospreciar el mal. Yo preparé nuestra defensa y dejé que aquellos benditos labriegos fuesen al encuentro de los aullantes, bramantes guerreros del Furor.

Las hachas enemigas volaron en remolinos como el negro borrón de los murciélagos. Una de ellas partió el rostro del hombre a mi derecha, otra hendió el esternón del campesino de mi izquierda que, en las convulsiones de su muerte, aferró mi brazo y me arrastró al suelo como si quisiera llevarme consigo al otro mundo. Gritos heridos mutilaron el alba azul.

Bajas las lanzas, los bárbaros cayeron sobre nosotros, espetando a todo el que se les oponía. Vi a dos mujeres ensartadas en la misma pica. Aquellos que se derrumbaban no dejaban de retorcerse mientras las hachas hacían de ellos pedazos. A otros les reventaban el cerebro con sus propios miembros cortados. Los bárbaros cantaban jubilosos mientras, bajo sus sandalias ensangrentadas, lloraban criaturas destripadas, enredadas en sus propias entrañas derramadas.

Nada de lo que yo podía hacer ayudaba, mientras me debatía en el suelo. Rociones de sangre fustigaban el aire y me escaldaban el rostro. Me puse en pie tambaleante; una mano maciza me agarró del largo pelo y me arrojó de bruces contra el pecho abierto de una mujer caída, cuyo corazón palpitante rindió sus últimos, calientes espasmos junto a mi boca jadeante. Enmascarado de sangre, volví a levantarme y de nuevo una mano fuerte me agarró del cabello. «¡Contempla el terrible poder del Furor!», me gritó un guerrero al oído, y me tensé contra el mordisco de su hacha.

Mas nunca llegó.

Los bárbaros me empujaron de aquí para allá como un juguete, un débil anciano elegido por su éxtasis de berserkers para una muerte viva. Me arrastraron entre las cabezas cortadas y los torsos hachados tirando de mi pelo sanguinolento y me obligaron a contemplar el desuello de los cadáveres. Pedí a gritos que me asesinaran y la horda brutal, embadurnada de humanas piltrafas, rio. Y cuanto más gritaba yo, más dementes se tornaban sus carcajadas.

En el peor de los momentos, cuando me habían sentado en un trono horripilante de carcasas descabezadas con una capa de pútridas vísceras sobre mis hombros temblequeantes y una mano cortada coronando mi cabeza, el Furor mismo vino a mí.

Inmenso, de hombros como globos y untada su barba grande en la sangre de los cristianos muertos, se inclinó sobre mí y me miró. Su ojo único era de un azul argénteo como el de un lobo ártico y desde la cuenca vacía de su ojo perdido me observaba un pedazo de noche sin estrellas.

«Vine yo mismo en cuanto oí que eras tú, Lailokén», dijo el rey dé los Æsir con su voz honda y sonora pero amable. Su tono gentil me recordó que había entregado su ojo a un troll a cambio de un sorbo de la fuente del conocimiento. A diferencia de sus guerreros sanguinarios, él no era un bruto incivilizado.

«Tenía que ver por mí mismo que habías tomado forma mortal. Cuando mi magia arrojó por accidente un demonio al fango no tenía ni idea de que eras tú, viejo amigo. Tú me ayudaste a derrotar a los Faunos y ahora soy yo quien quiere ayudarte. Me siento responsable por tu situación y quiero liberarte, pero tu caída te ha vuelto loco. No osaré dejarte vagar por ahí, no ahora que te has puesto en contra mía. Y pensar que fuimos camaradas una vez. ¿En qué te has convertido?».

Traté de hablar, de decirle cómo había cambiado, pero mi carne aturdida no pudo hacer otra cosa que balbucir roncamente lo que había estado berreando todo el tiempo: «Acabad… conmigo…».

Su ojo plateado cintiló, divertido. «Lailokén, ni siquiera yo puedo matar a un demonio. En cuanto al mortal ropaje que te viste, creo que tu castigo por traicionar nuestra vieja alianza ha de ser portar esta cosa maloliente hasta que se te caiga de vieja y gastada».

Con su lanza masiva, apuntó al Bastón del Árbol de la Tormenta, que sus guerreros me habían cruzado sobre el pecho como un remedo de cetro. «Llevas una astilla del Terrible… una astilla robada por los quejicosos Síd. Guárdala. Que te recuerde siempre este día en que osaste alzarte contra mí».

Gruñí en mi miseria y él asintió. «Sí», dijo con su voz vibrante. «La vida mortal es algo miserable. ¿Por qué te ocupas en ella?, y, peor, ¿por qué te preocupas por los Síd y los cobardes cristianos? Son razas condenadas. Como los romanos y sus Faunos, que devoramos juntos, estas gentes insignificantes están marcadas por la muerte. No pueden enfrentar mi poder. Sabes que es verdad». Sacudió su gran cabeza con tristura. «Un día fuiste un ser magnífico, Lailokén. Cómo me apena verte reducido a esto».

Entonces, me tocó la frente con la punta de su lanza y su maldición penetró en mí como locura. Todos los alaridos mortales de los niños destazados batieron sus alas carbonizadas contra el interior de mi cráneo. Las batieron salvajemente para hallar salida, hasta que pareció que mi cabeza estaba a punto de estallar. Mis ojos lucharon con los límites óseos de mis cuencas y mi garganta se hinchó, estrangulada por un grito demasiado grande para forzar su camino al exterior. Chirriando insanamente, permanecí sentado en el trono de la muerte y contemplé al dios asesino recorrer con grandes zancadas el cadáver mutilado del mundo.

‡ ‡ ‡

El Furor marcha orgulloso a través de los campos de trigo devastados y los restos destripados de las villas y aldeas. Le alivia haber localizado al demonio que su magia arrojó a la Tierra. Sorprendido como estaba de hallarlo encarnado en forma humana, le satisface ahora haber cauterizado la mente del demonio visitador. Sin mente, no puede haber magia. Sin magia, se acabó la amenaza para los planes bélicos del Furor. Teme sólo de pensar qué estragos podría haber causado este demonio libre de su prisión mortal. Y tal es la razón de que el Furor no lo matase. Lailokén es un problema mucho menor enclaustrado en carne y huesos que revoloteando libre sobre la faz de la Tierra, desenfrenados sus deseos rabiosos.

Como en otro tiempo, durante su guerra contra los Faunos, la magia del Furor evoca la ayuda de los demonios. El solo sortilegio obrado la Noche Ancestro le asegura la lealtad de los Habitantes Oscuros de la Morada de Niebla. Demasiado bien sabe que, sin este hechizo, los demonios lo destruirían tan pronto como a cualquier otra forma de vida. Pero su magia es fuerte. Tiene el poder combinado de nueve dioses, que duermen ahora en la Rama del Cuervo esperando noticias de conquista para retornar a la plenitud de sus vidas en el Gran Árbol. El Furor está decidido a no traicionar la confianza que han puesto en él, a quien llaman el Padre de Todos, y vigila con atención a los cuatro Habitantes Oscuros.

Cada demonio se le aparece como una humareda de negra ceniza arremolinada en torno a un filamento de voltaje violeta. A veces, los torbellinos de ceniza asumen rostros. Los demonios son proteicos y pueden mostrarse con cualquier forma, pero siempre brilla en ellos ese alambre de electricidad violeta, una espina de luz negra.

Sabe también que no carecen de nombres —Azael, Ethiops, Ojanzán, Bubelis— y que, juntos, sus vidas son fraternas. Los cuatro reclutados por su magia trabajan en equipo para él. Los ve titilar como tornados sobre los lugares donde se concentra su guerra de conquista. Londinium, la gran ciudad amurallada que parapeta el río más largo de las Islas Occidentales, ocupa a dos de los demonios. Los otros dos erran por la campiña, siguiendo las viejas vías romanas —Watling, Akeman y Fosse Way—, para localizar pueblos vulnerables y fustigarlos con pesadillas y presagios de la masacre por venir.

Con los Habitantes Oscuros ocupados en inspirar terror a los britones y manteniéndolos divididos en la multitud de pequeños reinos que quedó tras el colapso de los Faunos, el Furor confía que sus guerreros tormentosos puedan arrasar estas islas en poco tiempo. El haber neutralizado al canallesco demonio se le antoja simbólico al dios de la guerra, un augurio de que las Islas Occidentales caerán bajo su dominio sin resistencia organizada.

Silbando una tonadilla airosa, marcha de las altas y boscosas tierras del norte a los acantilados calcáreos del sur, contento porque pronto volverá a probar el hipnótico vino dorado de las manzanas del ocaso.

‡ ‡ ‡

Erré durante años por los bosques de Cos, demente, entonando un balbuciente canturrear, cotorreando incoherencias acerca de los asesinos, tambaleándome enloquecido y desmelenado por oscuros corredores entre árboles gigantes, arrastrándome como un espectro hasta los más solitarios cubiles de los lobos, dejando jirones de ropa, pelo y carne en la maraña espinosa de la maleza, y clamando con voz atemerada a las sombras palpitantes: «¡Muerte, hambre, dolor… no hay paz! ¡Paz no hay! ¡Odio, miedo, plaga… no hay paz! ¡Paz no hay! ¡El mundo es una furia!». Y los muertos seguían muertos, y los bárbaros proseguían su labor de aniquilación.

Cuando por azar emergía a veces del bosque, veía escalas de humo negro ascender al cielo desde una aldea o villa entregada a las llamas por el Furor y creía poder oír las tristes endechas de los muertos que trepaban peldaño a peldaño a las alturas… y no al cielo, como los ignorantes mortales suponían. Bien sabía yo que no era el Cielo lo que esperaba a estas almas sobre el azul del empíreo. Bien sabía que ahí arriba existe sólo la noche eterna y el frío del vacío. Los espíritus trepaban no al cielo sino al mismo olvido en que cae la araña aplastada o el desollado animal.

«El cielo es un recuerdo olvidado», cantaba yo, arrojándome otra vez al maníaco tumulto de alborotados sarmientos, a las miasmáticas raíces de los árboles y a la infernal oscuridad de los viejos bosques. «Recuerdos olvidados… olvidadas vidas… olvidadas muertes… olvidados sueños… hambre olvidada… olvidado dolor…».

En invierno, me envolvía en la piel de bestias muertas. Prendía fuego en tarugos muertos con yesca, y miraba y miraba con fijeza las sangrantes heridas de las llamas, las titilantes vidas de las ascuas y pavesas, contando sus fúlgidos, fugaces momentos mientras se pustulaban de oscuridad y retornaban al frío.

Comía sólo cosas muertas. A menudo, los venenos de la putrescencia me dejaban doblado, retorcido de agonía en el suelo del bosque. En esas ocasiones, horas de náuseas violentas me rompían los pulmones, y la sangre salpicaba mi rostro y mis brazos, hurtándome toda fuerza para levantarme y continuar con mi agria arenga. A veces, faces como de perros sarcásticos miraban desde el cielo, espiándome a través de las rendijas en el dosel del bosque. Mis viejos compadres… los demonios.

Cacareaban con deleite ante mi sufrimiento. «Pobre Lailokén…», se burlaban. «¿Eres feliz, hermano, ahora que has encontrado a Dios? ¿Cómo está la Gran Señora, por cierto? ¿Ha hablado contigo últimamente? Transmítele nuestros mejores parabienes cuando la veas, ¿de acuerdo? Y asegúrate de decirle que no nos olvide. También nosotros vamos tras Ella. Queremos ser nuestros propios padres también… igual que tú, querido. Sí, parece tan virtuoso y satisfactorio lo que estás haciendo, Lailokén, arrastrarte por todo el suelo del bosque con las lombrices y gusanos, vomitar las entrañas, comer carroña, arrojar semejante sabiduría, hacer el bien a toda la humanidad. Cuando La veas, asegúrate bien de decirle que queremos montarla igual que nuestro buen colega Lailokén». Y me infligían obscenidades aun peores que estas.

Pero no tiene sentido que repita semejantes locuras. Ya sabéis lo viles que son los demonios. Yo los ignoraba. Aun en el clímax de mi demencia, recordaba que la punta de la lanza del Furor me había tocado la cabeza. Yo había asumido en mí mismo su locura. Y al modo del Furor, quien para lograr sabiduría colgara del Árbol de la Tormenta cabeza abajo en torturada ofrenda de sí, yo era un sacrificio sobre el verde altar del verano y el blanco altar hiemal. Yo era un sacrificio por los asesinados, por los enfermos y los dañados, por todo lo roto y sufriente.

Pero no me malentendáis. Yo no era un mesías. Mi madre me lo había dicho de la forma más descarnada y yo no lo había olvidado. No estaba aquí para redimir el mundo, como decían mis compadres en sus chanzas. No me engañaba en absoluto y sabía que no era sino un demonio nacido de una mujer santa, tocado en la testa por el dios de la destrucción.

Maldecido por el Furor, vagué desvariando por los bosques de Cos año tras año, creciendo en juventud y salvajismo. En una ocasión, me hallé en el prado elevado donde Óptima me trajera a esta vida mortal. La cabaña que habitara había sido desarmada por las estaciones y sólo un absurdo, sucio montículo quedaba de aquel hogar de rudas piedras.

En vano busqué el altar de los verdes y lisos guijarros del río, barrido por algún legamoso torrente primaveral. Pero el hayedo de árboles cobrizos persistía. Me arrodillé junto a la tumba de mi madre en las nieblas del otoño y bajo las alas floridas de las hayas. Cada vez que mis errancias sin rumbo me llevaban a su tumba, me arrodillaba allí y mi locura remitía brevemente, lo bastante para rezar: Gran Madre, tuya era Óptima para que la tomases… y ahora no hay mayor libertad que la suya. Tómame a mí también. Este es un mundo de muerte… y no hay profecía más triste.

Naturalmente, Dios nunca respondía a mis plegarias, pues yo seguía vivo. A pesar de los estragos del invierno y los tremendos abusos de mi locura, yo vivía. Una vez, no obstante, con la noche púrpura a caballo de la luna nueva, levanté los ojos desde mi plegaria para ver al unicornio quieto sobre la tumba. La bestia de larga crin alzó su noble cabeza ante mi mirada salvaje y llamearon sus ollares. Mas no huyó.

Me incorporé y extendí una mano amoratada y temblorosa. Al tocarlo, la electricidad del unicornio zumbó a través de mí y en mi cerebro eclosionaron capullos del cielo. Su fragancia curó mi demencia. Retorné de golpe a mis sentidos y el crepúsculo trepidó alrededor con la vibrante claridad de una tañida campana. Toda mi furia pareció absurda. Mi locura había derrochado una energía de la que el mundo estaba terriblemente necesitado. Ese era el triunfo del Furor: negar al mundo el bien, cualquiera que este fuese, que yo podía aportarle. Parecía tan fácil deshacerse de aquella locura.

Entonces, el unicornio resopló con un sonido cromático y partió a la carrera. Al instante, las fieras estrellas se aceraron en su oscuridad y yo me hallé solo otra vez con mi locura. Los gritos de los niños muertos me torturaban.

Me precipité a la noche del bosque tras el unicornio, pero este desapareció como niebla en aquellos tensos, prietos espacios. Y caí de rodillas, solo, con los cuchillos de los gritos apuñalándome. De rodillas y solo con toda cosa muerta; de rodillas y solo con toda criatura herida.

En los días y lunas por venir, erré titubeante de un sueño sin ensueños a otro, predicando a los árboles mi evangelio de pesadillas. Hablé a voces de mi primera vida como demonio y mis numerosos estragos… los muchos mundos destruidos por mi mano, los imperios aplastados, las vidas mutiladas.

Las estaciones buscaban sus contrarias y el tiempo fluía.

‡ ‡ ‡

Bleys ve vacilar el espectro de Lailokén como un espejismo tremolante y desvanecerse. Sobre él, se cierra el ojo de la tormenta y los chicotazos del rayo se arbolan sobre las nubes de plata como encinas desarraigadas del cielo. La lluvia pasea el bosque.

Lo que el inmortal ha presenciado lo colma de emociones voluptuosas que él, de inmediato, ignora. Aunque puede sentirlo todo, tiene sitio en su corazón para un solo deseo. Así que se aparta del vacío calvijar y de todos los sentimientos provocados por lo que ha visto para seguir el rastro del unicornio. No estorbado por límites mortales, irá tras la bestia cornada por las verdes honduras del verano y a través del cuerpo anaranjado del otoño hasta la muerte luminosa del invierno mismo.

‡ ‡ ‡

Aquel invierno, vagué por nieves ígneas lanzando mis profecías al viento del norte. «El anciano Lailokén es un espíritu que ha osado desafiar la muerte. Su enfermedad es su vida. Mas con el deshielo primaveral, por fin sanará».

Yo pensaba honestamente que mi sufrimiento se acercaba a su fin. Mi hambre no trabajaba ya y me había vuelto escuálido como un conejo en la piel y los huesos. El prodigioso amor que rendía a la muerte había crecido tan por encima de mi locura que había llegado a convencerme de la extinción casi absoluta de mi tiempo como mortal.

La oscuridad me hablaba amablemente. Ofrecía su bendición. Y una noche serena, fría como el espacio, con sus vibrantes estrellas estallando sobre el bosque helado, los chillidos de los críos que me acosaran durante años quedaron reducidos al aullido de los lobos. La belleza sobrenatural de su música detuvo mis ciegos vagabundeos, me senté en la nieve quebradiza y escuché.

Escuché el silencio en la oscuridad entre sus gritos recurrentes y me complació. Los niños moribundos habían muerto al fin. Había dejado de ser su testigo. El silencio entre las endechas espectrales de los lobos se estrechó. Se hacían más próximos. Pronto estarían sobre mí y sus mandíbulas delirantes acabarían con mi patético tránsito por la vida mortal. Deposité mi bordón en la nieve aún no hollada ante mí, marcando el límite de mi viaje demencial. Aquí, me detuve.

Como humo se filtraron los lobos desde la tremenda oscuridad del bosque y fluyeron hacia mí a través de aquella virgen extensión de nieve. Los esperé lleno de gratitud, admirando el suave deslizarse de sus pasos mientras ellos rehilaban y zigzagueaban en la noche pespuntada de estrellas. En pocos momentos estarían sobre mí; vería sus rostros encolmillados, enmascarados por las sombras; vería sus cuerpos esbeltos saltar, danzar, observarme, escrutar a su escuálida presa.

Cuatro de ellos osaron lanzarse directos hacia mí y, en cuanto hubieron cruzado el Bastón del Árbol de la Tormenta, se elongaron en las sinuosas figuras espectrales de los demonios.

«¡Lailokén, viejo loco!», carraspearon. «¡Bienvenido otra vez! Te añorábamos».

Los cuatro demonios se acuclillaron ante mí, los mejores y más próximos camaradas de mi vida como espíritu: el elegante Azael, el bufonesco Bubelis, el narigudo Ethiops y el lúcido Ojanzán. Sonreían sarcásticos con dicha no contenida.

«Bien, ¡vuelve de una vez!», saludó Bubelis con su estilo típicamente ridículo y su cabeza enorme, inflada, martillesca, cayendo hacia atrás en potente carcajada.

«Tienes un aspecto miserable», gruñó Ethiops. Y eso que él mismo era una buena aparición: una entidad viscosa, caribabosa, tan alechugada y con tantos tentáculos como el bajo vientre de una medusa.

Ojanzán le dio un codazo y me increpó: «Pero te ha ido bien, ¿no?». Su carcasa quitinosa, con su horrenda confusión de partes de cangrejo y un abstracto rostro arañil, se cernió sobre mí. «Ahora ya sabes lo patético que resulta ser un asqueroso saco de tripas, una boca hambrienta y un sangrante poro rectal y toda la mórbida porquería entre medio. Valió la pena, ¿cierto?».

«En verdad», intervino Bubelis. «Estoy seguro de que nos recomienda a todos la experiencia».

«Hicimos lo que pudimos para librarte de esto», me aseguró Azael. Como una negra anguila flagelante, danzaba tenebroso entre los otros con los contoneos de su forma viperina. «Hemos tratado de liberarte de esta trampa… pero ahora trabajamos con el Furor. Es un personaje útil para acabar de barrer al resto de los Faunos, pero es viejo y no durará mucho más. Tenemos que servirnos de él mientras podamos. Entiendes, ¿no? Nos mantiene ocupados. Y las raras ocasiones en que gozamos de tiempo libre y quisimos encontrarte, los carroñeros nos lo impidieron una y otra vez».

Carroñeros es nombre que los demonios damos a los ángeles, porque pierden el tiempo en el cieno asistiendo y promoviendo la vida, esa nauseabunda abominación que emergió del lodo cósmico y que debe comerse a sí misma para sobrevivir.

«La vida es una enfermedad», se burló Bubelis. «Pero no temas, amigo. Hemos dispuesto la cura».

«Necesitas la cura», insistió Ethiops. «Fuiste un tonto al oponerte al Furor, solo y en un saco de tripas. ¿Qué esperabas? Supongo que imaginabas vencerlo con tu hedor».

«Ahora trabajamos para el Furor contra la nueva pasión de los carroñeros, la boba cosa cristiana», trató de explicar Ojanzán. Pero yo escuchaba vagamente, pues estaba en trance por el palpable poder de su presencia. Las bramantes voces de los niños habían partido revelando un blando, siseante silencio —mi sangre en sus circuitos—, desde el que flotaba la voz de mi camarada abandonado: «Ya quebrantamos este culto en otro tiempo, Lailokén. Recordarás cuando adoraban a aquel dios torturado y resurrecto, Attis-Osiris, en Micena y Egipto. Los hostigamos en Persia también. Allí los veías arrastrarse ante Mitra con su mensaje de sacrificio divino y amor. Cristo es vino viejo en saco de tripas nuevo. La misma alucinada borrachera de entonces instigando a la gente a amarse los unos a los otros. ¡Amor! ¿Puedes imaginarte a los sacos de tripas amando algo distinto de su propia hambre? Los carroñeros están cada vez más desesperados, digo».

«Jeremiadas… jeremiadas», se enzarzó Bubelis. «No está escuchando».

Miré a mis viejos amigos con lágrimas en los ojos. Eran tan fuertes y majestuosos, eran seres tan poderosos. Apenas podía creer que un día hubiese pertenecido a sus legiones. Típico de nuestra rabia contra el absurdo de la existencia en el vacío, habíamos asumido formas horribles y calamitosas. Era nuestro modo de protestar contra los ángeles y sus esfuerzos desesperados de dignificar la monstruosidad de la vida. Pero aun en estas formas viscosas, grotescas, los demonios presentan una nobleza que desmiente su mascarada. Son pura consciencia, no se someten a ninguna forma en absoluto y una fe implacable los obliga a honrar sólo el inefable ser de nuestro celeste origen. Por ello, son dignos del respeto de todos. Y en mí en particular, al haber servido en sus filas, evocaban una tortuosa nostalgia que se desgranaba en lágrimas.

«¡Basta de gimoteos, Lailokén, y habla!», exigió Ethiops.

«He estado con Dios», logré croar. «Estuve con Ella en la matriz de Óptima. Así es como llegué a este cuerpo».

«¡Oh, maldita sea!», gruñó Ethiops y apartó su cara de babosa. «¡Desvaría!».

«¡No estoy loco!», grité. «Pensadlo bien. ¿Por qué yo, el fuerte y capaz Lailokén, estaría contento en un saco de tripas, si no fuera porque Ella me puso aquí? ¿Cómo habría llegado hasta aquí, por otra parte? ¿Alguno de vosotros puede hacerse mortal?».

«¡Yek!», escupió Bubelis. «Para ser cieno, uno tiene que comer cieno. ¿Quién podría resistirlo?».

«¡Es un truco!», rugió Ethiops. «Los carroñeros han encontrado un truco para meternos en sacos de tripas. Te han engañado».

«¡Vámonos… vámonos… vámonos!», protestó Bubelis. «Esto es demasiado horrible».

«Sí», coincidió Ojanzán. «Dejádselo a los lobos. Retornará a sus sentidos en cuanto le desgarren la carne y lo libren de esa porquería».

Traté de hablar, de decirles que había encontrado a Dios aquí en la carne, pero las burlas ruidosas de los demonios asfixiaron mis palabras.

«¡Tozudo idiota!», lamentó Azael. «Mírate. Estás ahí, dentro de una repulsiva criatura. Los venenos de ese saco de tripas te han torcido el entendimiento».

Los demonios se retiraron, se hicieron lobos de nuevo ante mi mirada confundida y la jauría, que había estado moviéndose nerviosa alrededor, se cerró para acabarme. Involuntariamente, avancé para alejar a las bestias. El jefe de la manada me puso los colmillos en el brazo y grité y me debatí bajo el dolor lancinante.

El olor de la sangre y mi grito herido provocaron el frenesí de los demás. Los lobos saltaron sobre mí, latigando con sus garras, hincándolas en mi piel con rostros infernales. Ante aquel ataque feroz, aquel rugir y fustigar de un ardiente dolor, me venció el pánico. Me retorcí aterrorizado bajo la voracidad de las bestias y concentré toda mi fuerza mortal en un último, doliente alarido.

En aquel instante, mi grito explotó en un bramido más vasto, la carga de una fiera inmensa y terrible. Los lobos me abandonaron de un salto, revirando y cayendo con aullidos quebrados, chapoteando en la nieve frenéticos. El unicornio emergió de la oscuridad en un ataque veloz como el viento y con chorros de espuma plateada brotando de sus cascos. Galopó a través del campo amortajado llevando la jauría ante él en huida desenfrenada, hasta que los gritos de los lobos se disolvieron en la noche.

Compasivo, el unicornio retornó a donde yo yacía y permaneció junto a mí, ronroneando como un tigre. Luego se tumbó a mi lado en la nieve y el calor de su cuerpo magnético me empapó con el amor despiadado y la dicha serena del cielo. Traté de sentarme y examinar mis heridas; traté de elevarme por encima de la paz irresponsable de aquella calidez fabulosa, arcana. Pero no podía moverme, porque ninguna fuerza es comparable a la clemencia del cielo.