Uther
Desde las almenas de la cortina meridional de la muralla, Morgeu contempla a los fiana sacar el cuerpo de Raglaw de Maridunum. La niña ha desobedecido a su madre para poder despedirse del duque. Pero este y sus hombres han partido ya. El polvo de sus caballos flota sobre el camino en una neblina ámbar, señalando la curva que la compañía tomó en su descenso hacia el mar y hacia los invasores que ha jurado combatir.
Morgeu trepa escaleras empinadas hacia el mármol de los cirros y el parapeto más alto de la muralla sur. A su alrededor, verdeantes colinas, horizontes azul-humo de montañas y el mar distante. Allá abajo, pequeños como gnomos, Madre y el mago Lailokén pasean juntos por el parque interior de la ciudad. Velado a sus miradas por los muros tapizados de yedra, Falon transporta un saco abultado y nudoso con el cadáver de Raglaw.
Orgullo inunda a Morgeu. El hada que ella será algún día ha matado a la vieja. Sólo querría que la maldición no hubiese elegido a su padre como instrumento del sacrificio. La visión del duque por los aires, pintado de terror el rostro, la habita como una náusea.
Seis fiana acompañan a Falon a través de los pastizales hacia el bosque cavernoso. Flanquean a su capitán formando una cuña, como si esperasen que un enemigo fuese a disputarles los huesos de la anciana. Cada uno de ellos temía a Raglaw tanto como Morgeu y la niña se pregunta qué piensan hacer con el cuerpo.
Madre parece del todo indiferente. El mago y ella vadean un lecho de ásteres lavanda hacia la plazoleta cuadrada de una fuente romana, conversando apasionadamente. El unicornio no aparece por ninguna parte. Morgeu no lo ha visto desde que Lailokén lo hizo huir, aunque ha pedido implorante su retorno. Empieza ya a sentir que carece de autoridad para llamar a la milagrosa criatura.
En estos momentos, Morgeu está confusa. Todo ha cambiado. La vieja está muerta y una futura personalidad, una personalidad inesperada, ha irrumpido en su vida. Su mente joven resplandece con la promesa de semejante fuerza, y no puede aún comprender las crueles estaciones o la fiera y mortal debilidad que aquella requiere.
El pensamiento de sí misma como hechicera no deja de sorprenderle porque ella carece de los poderes de su madre, el toque curativo, el recuerdo de vidas pasadas, la visión… O al menos carecía de ellos hasta su enfrentamiento con Raglaw. Morgeu no puede imaginar de qué modo crecerá para encarnar tan vehemente poder.
El reino de su padre es mucho más fascinante para ella que el aburrido mundo naturalista de la magia. La corte romana, con toda su pompa y obvia importancia, la ha intrigado desde el momento en que apartó los ojos de sus muñecas y empezó a prestar atención al mundo. Ser la hija del duque la hace dichosa y admira la autoridad de su padre, el modo en que ocupa siempre el centro de todas las cosas mientras el resto se mueve a su alrededor, engranando en él sus vidas para seguirlo. Su decisión y su fuerza inspiran a la niña un respetuoso temor.
Madre es lo opuesto al duque. Ella desaparece en su mundo. Pasa el tiempo en las veredas de sus bosques y jardines recogiendo, seleccionando, limpiando los ingredientes de sus mágicas pociones. Sus sirvientas, vulgares, trabajan con ella de un modo tan desenfadado como si la reina fuese una más de su ordinaria ralea. Y los druidas, que deberían servirle y obedecerle, pasan en realidad la mayor parte de su tiempo intrigando con los ministros del duque en busca de ventajas para sus propios clanes. Sólo los fiana le son genuinamente devotos; pero incluso a estos los ha visto Morgeu disputar con su madre cuando Ygrane se torna demasiado soñadora.
Esa ensoñación es lo que crea en la niña el rechazo de la magia. Sin la visión, Morgeu no percibe lo que su madre es capaz de ver. Hasta el unicornio, la magia le parecía poco más que un embelesado silencio. Luego, por vez primera, experimentó la intensa realidad del mundo de su madre cuando palpó las compactas energías del caballo coronado.
Pero ahora, el unicornio ha partido… y ha llegado Lailokén. Lailokén: un demonio disfrazado de hombre. En un arrobo de miedo, ha escuchado las historias de posesión diabólica y de ataques satánicos contadas por su gobernanta cristiana de Tintagel, y sabe con la certidumbre de un niño que ningún bien llegará de este anciano desastrado. Le satisface que, dentro de pocos días, su padre envíe a buscarla para reunirse con ella en la Costa Sajona. Sin el unicornio, se siente poco feliz en presencia de su remota madre.
Morgeu corre por el adarve del parapeto e imagina que huye volando; luego se detiene para contemplar a los fiana desaparecer en el bosque. Desearía poder ver qué hacen con la cabeza cortada y el tronco yerto de Raglaw. ¿La enterrarán o se la dejarán a las bestias? Sabe lo que diría su madre: los elfos vendrán a buscarla.
Como una explosión que llenase de pronto el aire de escombros, una inmensa bandada de pájaros negros erupciona desde la cúpula del bosque en un vórtice tempestuoso. Fuegos fatuos recorren rápidos los árboles, como verdes llamas instigadas por flechas prendidas. Momentos después, los fiana emergen precipitados de la foresta corriendo enloquecidos, tiznados de miedo sus rostros rudos.
Morgeu se acuclilla junto al parapeto, aunque la fosforescencia se ha desvanecido ya. Sobre las copas de los árboles, el maelstrom de pájaros negros se eleva en el aire y la niña tiembla esperando verles formar el rostro de la vieja. Pero las aves se dispersan caprichosamente por el cielo iluminado, como pedazos de noche sorprendidos al hallarse de pronto en tierra extraña.
‡ ‡ ‡
Mujer. Todo lo que soy se lo debo a Ella. Todo el bien y todo el mal de mi vida. Toda la magia y el misterio. Toda la sabiduría y la locura. Por Ygrane, la mujer que poseía la magia para ayudar a mi maestro; por Óptima, la mujer cuya sagrada bendición fue mi vida misma y la viviente esperanza de servir a un rey virtuoso; por Ella, el Dios que sufre para salvarnos a todos. Por ellas, viajé solo hacia el este.
Bleys decidió que no podía seguir a mi lado. No sé decir si era esto verdad o no. En su cuerpo imperecedero de oro astral, mi maestro absorbía fuerza sólo del unicornio. Había seguido al Ch’i-lin a través del mundo con el único propósito de montarlo en su camino al cielo y yo llegué a creer que, si alguna vez perdía contacto con su presa, se desvanecería: un mero espejismo de su ambición, un espectro. Había atado los lazos de fuerza de su corazón a aquella criatura. Ahora, no podía hacer otra cosa más que seguirla.
Al fin y al cabo, mi maestro no era mejor que un demonio. Como inmortal, libre del hechizo carnal del hambre, de las arañas del deseo y la vejez, de los tentáculos de la pesadilla entrópica —libre, totalmente libre de los arrogantes jinetes del sufrimiento y la muerte— podría haber portado al mundo amor. Podría… pero él, como nosotros mismos, los demonios, despreciaba la vida. No tenía intención de laborar, lento y paciente a través de los siglos y las atrocidades de la mortalidad, para la salvación de Dios. Quería irse ahora y dejarla a Ella atrás, con todos los añicos y las piezas incompletas de Su creación.
Yo sabía esto ya desde hacía tiempo, pero aun así me enfureció cuando hube de separarme de él y, antes de partir, no pude callarme. «No eres digno de una vida interminable», le espeté. «No eres lo bastante duro. Eres débil y quieres escapar precisamente por eso, porque eres débil».
Bleys recibió la frialdad de mis palabras con la misma expresión abierta que ofrecía a la corriente incolora bajo el puente donde habríamos de separarnos. Ambas cosas eran del mismo orden para él y comprendí en ese instante lo absurdo de haber hablado.
«Tú te apega límites, Lailokén… o ¿este uno debe llamar a ti Myrddin?».
Volví mi rostro malhumorado hacia el barandal del puente y, petulante, hablé como si me dirigiese a las escamas de luz en el agua que se deslizaba debajo de mí. «Me has enseñado muchas cosas durante nuestro tiempo juntos, Bleys. Sólo por saldar esa deuda hallaré al joven rey de Ygrane… y tendrás tu unicornio».
Volví la cabeza de lado para mirarlo. Él me contemplaba tan impasible como si yo fuese un árbol, las manos dentro de las mangas en aquella postura desquiciante que implicaba un mundo demasiado sucio para ser tocado.
«Este uno no puede permanece como bodhisattva», dijo casi con soñolienta indiferencia. «Este uno no gran espíritu hombre como tú, Lailokén. Este uno sólo mucho pequeño hombre. Este uno trabaja duro, gana camino libre de sangre y espectros. Duro gana libertad, ¿sí? Aprende duro camino toda forma vacía… y, así, falsa. También cuerpo una ilusión, ¿sí? Todo cuerpo ve, oye, siente desde dentro… todo cuerpo conoce sólo sueño. ¿Por qué tú no ve esto, Lailokén? Este uno no quiere escape. Mucho tiempo, este uno rinde deseo, rinde decisión, rinde ilusión. Ahora, este uno no quiere escape. Esto ilusión. Escape quiere a este uno; escape quiere toma Bleys camino de cielo».
«Lo que tú digas, maestro Bleys», asentí sardónico y le volví la espalda. Estas fueron las últimas palabras a mi instructor antes de que nos separásemos.
«Trata encuentra Gandharva, Myrddin».
Crucé airado el puente y no volví la vista atrás… aunque ahora estoy seguro de que, si furtivamente lo hubiese mirado por encima del hombro, él habría desaparecido ya.
‡ ‡ ‡
Tras la partida de Lailokén, Bleys permanece solo. Desde que se unió al demonio visitador en las tierras altas de Cos, se ha sentido demasiado abstracto, demasiado sabio. Él no es un maestro. No es un bodhisattva, un salvador. No es un amigo y un compañero. Se obliga a sentarse por un largo tiempo en la desesperanzada oscuridad de una gruta para purgarse de estos apegos y recordarse a sí mismo que es un fugitivo de la raza humana.
Cuando días después emerge, es transparente aun para sus propios ojos. No puede ver sus miembros ni la mayor parte de su tronco. Sólo el filamento luminoso de su energía púrpura brilla visible a la luz del sol. En cada una de las siete puertas que él ha abierto palpita un nódulo de electricidad. Por lo demás, el desapego ha crecido tanto que Bleys resulta virtualmente invisible.
El unicornio flota nervioso a distancia. Lo conduce, por la orilla de una perezosa corriente, hasta un bosquecillo de árboles de hojas doradas donde está Ygrane, sentada en el suelo, recogiendo bejines. Sus fiana deambulan como osos entre los árboles, buscando florescencias de hongos. Bleys puede verles el alma tras los rostros, tristes hijos de un pueblo moribundo. En la faz de la reina, también, bajo el denso cabello la tristeza teje su sabiduría.
Bleys no quiere tomar parte en nada de esto y deja el lugar. Mientras el unicornio sirva a esta reina desdichada, él seguirá solo, decide. Vaga por la larga costa de montañas, concentrado en el fuego filamentoso de las puertas de poder de su cuerpo. Perfecciona su fuerza. Arraigado firmemente al momento, la misma luz se vuelve su tesoro. La acumula, codicioso, llegando al extremo de hurtarse los rayos de memoria de su pasado. Opta por olvidar su vida en el Reino Medio. Olvida a su madre y a su padre y la salina ventosa donde, de niño, trabajó a su lado. La energía de esa nostalgia nutre su ya formidable poder y se torna más liviano y rápido que nunca antes.
En la próxima, rara oportunidad de confrontación con el unicornio, Bleys lo arriesga todo.
Un acantilado de mil pies brilla con resplandor anaranjado en el largo ocaso septentrional junto al mar del oeste. Focas de cuerpos fluidos, morsas grandes como caballos y cintilantes sirenas lo observan desde la caleta de rocas, cuando el unicornio emerge trotando de la marea espumosa. Una garganta marina alcanza las moles de granito del brillante acantilado creando una grieta profunda en la corteza terrestre, de modo que la sombra del Dragón se irradia en chorros de nebulizaciones acuáticas.
Así, cuando el unicornio descubre a Bleys en esta playa, osa su danza más seductora. Tras frotar el cuerno en las rocas tachonadas de moluscos, baila en círculos en los bajíos y arroja las desconchaduras a la garganta submarina por la que ya siente emerger al Dragón.
Cuidándose bien de disimular su fuerza acrecentada, Bleys se muestra sólidamente humano al unicornio. Camina vacilante hacia su presa y reprime una sonrisa cuando descubre sorpresa en los ojos jade del animal.
El unicornio no puede creer lo que ve. El Parásito Azul, de un púrpura casi incandescente, avanza por el camino que lo lleva directo a la garra del Dragón. Ha llegado ya demasiado cerca de la fisura para poder escapar; su vida está condenada y destellan sus últimos instantes.
El unicornio salta de pronto, remontándose sobre la playa para salvarse a sí mismo. Arroja una mirada atrás para presenciar el fin de la misión que los Señores del Fuego le encomendaran. El océano hierve y las gaviotas gritan en el extremo de la llama del día. Sin embargo, el Parásito Azul no se inmuta. Sigue caminando derecho hacia el unicornio… aunque la arena bajo sus pies se abre en un remolino.
En vez de desaparecer en él, Bleys se proyecta hacia delante. Impulsado por la fuerza recién acumulada, salta con el impacto magnético que precede al golpe de las garras. Arena y rocas entunicadas de algas estallan en un géiser atronador, y del resplandor de un relámpago como un cedro gigante llega volando el alquimista.
Por un instante, Bleys siente la vastedad del Dragón a sus espaldas. Su urgencia desesperada mutila el aire con un bramido volcánico y el oleaje del grito da aun más fuerza al salto del hombre. Aterriza en el lomo del unicornio con un cintarazo que desboca a la bestia.
Honduras estelares de un azul casi blanco se abren en el interior del abrazo, como en otro tiempo. Esta vez, sin embargo, está preparado para el ardiente frío, para el silencio profundo. Tiene un sabor el unicornio a quietud absoluta, aunque tan rápidos vuelan que todo se difumina alrededor menos la rosa inmensa del crepúsculo.
Calas y acantilados son borrones en la distancia que dejan atrás. El mundo gira enloquecidamente y Bleys pende inmóvil en su centro. En esta quietud que brota del animal tejido de luz, todos los colores del alma del peregrino rutilan, hambrientos como llamas.
Preparado para ello, Bleys no se deja sorprender por los caprichosos sentimientos que lo recorren en esta insondable cabalgada. Se mantiene bien sujeto, electrocutado por los matices brutalmente hermosos de su alma: todos los pesares que él creía haber olvidado retornan. Todas las lógicas del dolor y las válidas inferencias del sufrimiento afirman lo que aprendió tanto tiempo atrás de las enseñanzas del Buddha: que el apego es la fuente de toda angustia. Debe abandonarse para dejar de sufrir.
Pero no lo hará.
El pelaje gélido del unicornio despide una ráfaga soñolienta que se adensa alrededor sofocando todo tormento en el cieno de un sueño. Pero ni siquiera esta lasitud puede desalojar al alquimista. Bleys tensa su íntimo abrazo y al final el unicornio se ve obligado a ceder, a admitir que no puede desprenderse de él. Aminora la marcha y aguarda que lo dirija.
Bleys no duda. Tira de la crin del unicornio urgiéndole a ascender. Quiere volar, cabalgar sobre la puesta del sol, a la noche eterna. Juntos dejarán la Tierra y galoparán hacia el vórtice cósmico más cercano. Ha leído acerca de estos soles negros en los antiguos textos de palma. Tan negros son que devoran no sólo toda luz próxima a ellos, sino también el espacio y el tiempo a su alcance. En el centro, los muchos rayos y distancias e instantes se colapsan en un solo punto: el infinitamente denso, infinitamente pequeño, infinitamente brillante camino al cielo.
Ahí es adonde van y el unicornio se arbola sobre sus cuartos traseros, dispuesto a obedecer. Ligado ahora al Parásito Azul, no puede resistirse. El mesmérico vínculo entre ambos que el animal trató de usar para librarse del alquimista se vuelve contra él. Ahora experimenta y comparte el alma de su jinete, que ha dejado de ser una presencia extraña para convertirse en un hermoso espacio en la médula de sus huesos.
De ahí, justo ahora, proviene el deseo de huir de este planeta lúgubre y retornar a los campos del sol. Allá arriba, como frondas de fulgentes helechos, penden los velos de estrellas y galaxias. Allá arriba están las distancias de las que él está hecho. Lo llaman con intolerable anhelo. Una dulzura conmovedora lo requiere: la senda irresponsable del cometa más allá del sistema solar, a través de las ciegas profundidades del espacio entre las estrellas, y al interior del sol negro, donde una dicha insuperable los espera.
De pronto, el lazo magnético que Ygrane sostiene se tensa y Bleys salta por los aires dejando libre al unicornio. Este vuelve al instante en sí y huye rápido, aterrorizado por el abismo al que acaba de asomarse.
Bleys cae de espaldas en una erupción de arena. La tristeza, de la que ha estado a punto de escapar, muerde en él. Su cuerpo se solidifica dañosamente y sus músculos visten de dolor huesos contusos. Se sienta con un gruñido, observando la última luz del día cuajarse en el horizonte, con la hiriente comprensión de que no le corresponde a él hacerse con el unicornio. Pertenece la criatura a la reina celta.
Mece su palpitante cabeza y escucha con su carne aturdida las olas rompientes y la lastimera dulzura del canto de las sirenas.
‡ ‡ ‡
La Britania que vi en mi viaje al este era una carcasa. Las numerosas villas que una vez amosaicaron la campiña con granjas y vergeles y viñedos habían quedado reducidas a un montón de escombros manchados de yedra, mientras que sus extensos terrenos estaban inundados de tojo salvaje y brezo. En una sola generación, la cultivada hermosura de la agricultura romana se había convertido en un paisaje áspero de árboles frutales sin podar y setos aparrados: un triunfo del yermo.
Sin tropas que las protegieran, las villas habían muerto rápidamente. Las clases bajas de la sociedad, los trabajadores humillados y los paisanos tribales que incubaran potentes y centenarios rencores contra los opulentos terratenientes, saquearon las lujosas fincas tan pronto como las legiones partieron. Incluso los mercados locales, las vici, las numerosas aldeas con sus panaderías, carniceros, herreros y tejedores habían sido pilladas hasta no dejar de ellas más que pueblos fantasmas. Muchas noches durante mis vagabundeos, disfruté del sueño más reposado en estos lugares estragados donde sólo se sentía el vuelo de los murciélagos. La gente local creía que espectros de romanos asesinados acechaban en las ruinas, voraces de sangre, y peregrinos y bandidos nunca me perturbaron allí.
Las civitas, las capitales cantonales protegidas por murallas como Segontium y Maridunum, las ciudades-fortaleza de Ygrane, habían tenido un destino menos malo y todavía quedaba en ellas algo de vida: la vida que crece en las cosas muertas. Señores de la guerra codiciosos, de la ralea de Gorlois, peleaban entre ellos por el territorio y el dominio, y se relamían cuando el aterrorizado populacho los llamaba reyes y buscaba su protección contra otros “reyes” similares.
Cada una de estas crueles capitales que visité tenía sus intrigas de corte, sus rebeliones y, a menudo, sus declaradas guerras civiles. No era infrecuente el que encontrase veinte o treinta hombres asesinados en los decadentes caminos entre las civitas, con los cuerpos apilados en chamuscados montones o convertidos en una masa alquitranada que llenaba zanjas u hoyos… escoria incinerada que acabaría por sanar en la robusta conflagración de flores primaverales. Más a menudo, los cadáveres estaban simplemente abandonados donde habían caído, despojados de armas y armadura, mordidos por los canes, picoteados por los cuervos.
De verdad os lo digo, Britania era una carcasa en aquellos días y, si no hubiera tenido el poder de percibir el mundo con la fuerza de mi corazón, no me habría quedado más remedio que contender con las bandas de malhechores que hostigaban los restos de aquella civilización igual que los lobos acosan a los animales grandes. Me mantuve en solitario por aquellas sendas descabaladas y evité cualquier asentamiento menor de lo que los romanos llamaban municipia, los pueblos mayores.
En ellos encontré la persistente memoria de un encanto perdido. Los cosmopolitas romanos habían importado entretenimientos desde los lugares más exóticos de su imperio y, aunque habían partido de este rincón distante de su reino medio siglo atrás, los restos de su sensiblero carnaval quedaron atrás en las ciudades más grandes.
Entre los regulares combates de osos y perros y las ejecuciones públicas, los juglares, acróbatas y tragafuegos actuaban en las plazas principales de los municipios amurallados. Desafiantes hacia el viejo edicto romano que condenaba la profecía y las recientes promulgaciones cristianas contra ella, proliferaban los astrólogos y augures… como lo hacían los fakires con sus lechos de ascuas ardientes, los curanderos gitanos, los taumaturgos, los que invocaban danzando la lluvia y los magos de pacotilla.
Durante cinco años, los vi a todos. Observé cada rostro masculino en todos los municipia que visitaba, en busca del Gandharva de Ygrane. Podía estar disfrazado bajo cualquier aspecto, tener incluso la apariencia de un mendigo o un payaso, aunque yo no excluía la posibilidad de hallarlo ya convertido en rey… pues había infinidad de reyes en aquel tiempo caótico. Entre las grandes familias que aún no habían huido a Armórica, el baluarte romano más popular en el noroeste de las Galias, surgían constantemente conspiradores y envenenadores que encumbraban monarcas estacionales.
Para hacer peores las cosas, sacerdotes, monjes y monjas bienintencionados convertían clanes y tribus enteras al cristianismo, difundían su cultura y enseñaban a leer y escribir a todo aquel lo bastante paciente para aprender. Era inevitable, pues, que individuos ambiciosos, nutridos de las minuciosas historias de conquista y dominio otrora limitadas a los nobles, soñaran sueños más grandes y aprovechasen la primera oportunidad para verse convertidos en héroes militares y nuevos constructores de imperios. Las bandas de saqueadores se volvían entonces huestes marciales tras estos visionarios, al mínimo indicio de un posible botín. Obviamente, Ethiops, Ojanzán, Bubelis y Azael —toda la cuadrilla diabólica— estaban disfrutando de un excelente periodo.
Durante cinco años, lo que los romanos llaman un lustrum, el tiempo que algo sagrado conserva su santidad antes de que sea necesario purificarlo de nuevo, vagué a través de este país salvaje. Yo no era sino un gusano más entre los restos ulcerados de la carcasa imperial. Visité todas las coloniae de altas murallas y presencié todo tipo de nobleza y de atrocidad, pero en ninguna parte hallé al hombre de mi visión.
Tuve aventuras; me hice amigo de buenas gentes y los asistí en sus dificultades con los poderes a mi alcance. Combatí el mal allí donde me encontró. Y mis viejos compadres los demonios se preocuparon de que me encontrase a menudo. Dispuestos a arrancarme de mi cuerpo mortal y devolverme a mis antiguos sentidos, se sirvieron de sus perversas argucias para crear monstruos que arrojar sobre mí: vampíricos muertos vivientes, mutantes licántropos, grotescas apariciones astrales… abominaciones que me amenazaban no sólo a mí, sino a los desafortunados en mis vecindades.
Protegerme a mí mismo y a los inocentes de mi entorno exigía toda mi atención, toda mi fuerza y cada técnica que mi maestro me enseñara. Mas de todo esto podría hacer una larga historia y no es momento de entretenerse en ella. Baste decir que, tras un lustrum de contender contra toda cosa maligna lanzada sobre mí, necesitaba purificarme, santificarme otra vez.
Así, retorné a una pequeña iglesia en la espesura donde el año anterior había disfrutado la compañía espiritual de una casta pareja: una comadrona monja y un sacerdote granjero que alimentaban y atendían a los pobres de las aldeas vecinas. Hallé el lugar arrasado y los cenicientos esqueletos de la gentil pareja esparcidos entre las vigas ennegrecidas y el tojo.
Si hubiera podido, habría huido de vuelta a Maridunum, habría buscado otra vez la ennoblecedora compañía de mi maestro y le habría pedido perdón por juzgarlo tan rudamente el día en que nos separamos. Él era quien tenía razón. Yo estaba loco, si pensaba que el amor podía vencer las maníacas destrucciones de este mundo. Ya no estaba enfadado con él por querer huir. Pero no podía retornar. No podía porque, en los cinco años de mis vagabundeos, me había enamorado de Ygrane.
Mi amor por ella no era carnal ni romántico en absoluto. Como demonio, había presenciado y explotado con demasiada frecuencia las locuras de ardientes amoríos y no podía desear para mí mismo nada semejante. No, mi amor por Ygrane era elegante, inspirado por su magia. Año tras año, me visitaba en sueños, en especial durante aquellos tiempos frustrantes en que desesperé de hallar el Gandharva.
Me hablaba calmífera en aquellos sueños, sin decirme nada en particular, sólo que no me preocupase o apresurase por ella, que me tomase mi tiempo; ella estaba bien y Bleys era paciente, tal como podía esperarse de un inmortal. Después, en mi sueño, yo acudía a ella, es decir, parecía flotar desencarnado en su presencia y era testigo de pequeñas escenas de su vida. La veía aplicar sus pociones curativas a la gente enferma de las aldeas o arrodillada en el murado jardín de frutas y flores, mientras mimaba al unicornio.
Triviales observaciones como a través del ojo de una cerradura, pensaréis. Pero a mí me tocaban de lleno. A veces, podía oír a sus damas de compañía que, vestidas con sus camisas verdemar, laboraban meticulosas entre las atezadas rosas damascenas, los linos apulgarados y los espaldares de los árboles, compartiendo la ternura de sus bromas, las domésticas intimidades de sus romances, o pintorescas descripciones de amoríos que despertaban sus risillas sofocadas.
Ygrane, tan fría hacia el amor después de Gorlois que aquel podía existir en su vida sólo como profecía, más que ignorarlas voluntariamente, no las percibía. Sin embargo, no era ninguna mojigata, no era una esclava del pudor, la reserva sexual a la que tan afectos eran los romanos cristianos. Y, mientras lavaba sus manos sucias de fango en el chorro de una fuente que brotaba de la pétrea concha de una nereida, contaba chistes picantes con un malicioso destello en sus grandes ojos de malaquita.
Ese destello, esa chispa de mortal malicia, me conmocionaba tanto como cualquier destino mágico podría hacerlo. Ella era humana. Era sólo otro rehén de la fortuna osando sonreír en este mundo devastado y desposeído. Ella creía en su magia, claramente… y yo pensaba que creía también en la visión de Raglaw y en mí. Mucho anhelaba yo ser digno de aquella fe.
Este anhelo de dignidad es una sensación tan palpable como el hambre o la sed, insistente, innegable. Llego ahora a entender que el hado que me guio se originó con la bondad sobrenatural de mi madre que me trajo a la vida mortal. El amor cortés que sentía por Ygrane era la misma incorpórea pasión que portaba por Óptima, la cual, a su vez, era el mismo sueño anhelante que me poseía desde mi caída al vacío, cuando la perdí a Ella. A pesar de las crueldades inefables que veía por todas partes, cada vez me parecía más cierto que Su mano misteriosa nos guiaba con una esperanza más fuerte que la voluntad.
El destino de Ygrane me dirigía también a mí: el gozo de una unión vital por venir, un amor que, de algún modo, crease algo noble para las vidas quebrantadas de este ensangrentado país, algo que les hiciese alzar la mirada y sanar; una vida nueva nacida de la magia y el amor, una historia de paz, breve acaso, en aquella marea de guerra y salvajismo. Y yo quería que esto fuese verdad, por Ygrane, por las apasionadas plegarias de mi madre y, sí, por Ella.
Así, me propuse santificar mi propia vida abriendo la quinta puerta de poder en mi cuerpo mortal.
‡ ‡ ‡
Ygrane viaja de la primavera al otoño por valles boscosos y junto al hálito brillante del mar. Visita las comunidades dispersas de su pueblo proporcionando las mágicas pócimas que inspiran las cosechas o curan los males de las bestias y los hombres. En todo Cymru se la recibe de corazón, tanto por su magia potente como porque su presencia evoca los tiempos legendarios, sus oscuras glorias.
Tan preciso recuerdo es ella de una antigua reina wic, de una matrona tribal de los viejos tiempos, portadora y criadora de infantes, madre de su pueblo, que incluso cuando llega a aldeas cristianas el arpa de los clanes canta las logradas rimas de anciana memoria.
En invierno, se recluye en una fortaleza escogida entre las que pertenecen a los tres jefes de Cymru. Cada año visita a un señor de la guerra distinto; favorece a todos ellos, no desprecia a ninguno. Lot de las Islas Septentrionales, Urien de la Costa, Kyner de los Montes: va de uno a otro y se sirve de su magia en beneficio de cada asentamiento invernal.
Con Lot y Urien, jefes tradicionales, los meses oscuros le permiten ahondar en el trance. Deja su cuerpo durante días enteros en cada ocasión y viaja al submundo para visitar a sus dioses, los Daoine Síd. A veces, en esos raros días en que sus mágicas tareas no la han dejado sin fuerzas, busca a Myrddin y trata de animarlo en su demanda.
En realidad, duda de la validez de esa misión. Raglaw había envejecido de un modo terrible hacia el final de su vida e Ygrane teme que la anciana estuviese loca, abrasada la mente por sus muchas incursiones en el Gran Árbol. El cuerpo humano no está preparado para canalizar tanta energía. Excitada por la llegada imprevista del Habitante Oscuro, el cerebro de Raglaw pudo enfebrecerse y ella vio lo que quiso ver.
Los vientos del tiempo se agitan y arremolinan, y a menudo lo que se revela se hunde en la corriente sin volver a aparecer. Ninguna profecía es imposible… y ninguna cierta. Así decía la anciana en sus días más cuerdos.
Por ahora, sin embargo, le es útil tener al Habitante Oscuro vagando por otros reinos. En vidas anteriores, ha aprendido a portar un leño cada vez sin arriesgarse a perderlos todos. Con Lailokén en camino y Bleys a distancia, purificándose de su peligrosa cacería, puede concentrarse mejor en su verdadera tarea: domar al unicornio.
El primer invierno tras la llegada del animal, en el reino subártico de Lot, aprende a cabalgarlo. El animal está más tranquilo bajo las ventosas luces boreales y es más paciente ante los torpes esfuerzos de la reina por comunicarse. Puede sentir el flujo de los pensamientos del unicornio: un fastuoso espacio de luz en la oscuridad de la mente, ancho y majestuoso como la corriente del océano, demasiado vasto para que ella pueda leerlo.
Por su parte, los tenues pensamientos de la reina se pierden en una ruidosa turbulencia de emociones y preocupaciones, un oleaje de recuerdos y asociaciones que refluye demasiado rápido para que el unicornio los perciba. A Ygrane sencillamente no la oye, hasta que su mente se torna silenciosa como un zorro en nieve blanda.
Entonces, la promesa de la luna la eleva alta en el cielo a lomos del musculoso unicornio. Ella tensa su agarre, alarmada al ver la tierra invernal muy abajo, iluminada por la luz de las estrellas como un zafiro negro.
Cada pensamiento sereno es oído y fluidamente obedecido por el unicornio. Las estrellas vuelan como cellisca y ellos galopan, más allá de la noche, al resplandor cenital de países extranjeros. En un día, visitan los templos masivos, arruinados de Egipto y los monolitos de la tundra donde la magia de las estrellas llegó a la Tierra por primera vez.
Ygrane no se entretiene en estos lugares muertos. Son simples desafíos consigo misma, que ella afronta como preparación para el viaje peligroso al submundo de los Síd. Con el unicornio, que despertará al Dragón de su inerte torpor, y los dioses para contenerlo espera poder dirigir el poder de la bestia telúrica contra el Furor y expulsarlo de las tierras raíz.
Pero la primavera llega antes de que pueda reunir el suficiente coraje; acaba por relegar el unicornio para viajar a caballo con sus fiana y atender a sus responsabilidades comunitarias como reina. Una parte de cada verano, Morgeu la visita desde Tintagel, lugar que a la edad de ocho años ha proclamado como su verdadero hogar. A los nueve, se confiesa romana y desde entonces se viste y se peina exclusivamente al estilo de la corte.
Desde ese momento, Ygrane deja de intentar compartir la magia con su hija. Por el contrario, trata de encontrarse con la niña en el mundo que Morgeu ha escogido para sí. En lugar de llevársela a sus expediciones curativas, pasa tiempo con Morgeu en las ciudades-fortaleza de Cymru, escogiendo aquella que más les conviene a las dos de entre los quince asentamientos amurallados abandonados por los romanos un siglo atrás.
Como medida conciliatoria, Ygrane se peina al estilo romano y viste túnica siempre que está en compañía de Morgeu. Con ello, la muchacha parece sentirse más cómoda y durante varios veranos comparten los placeres comunes de madres y jóvenes hijas, participando en juegos tradicionales y departiendo con las familias nobles del país. Pero para su undécimo año, Morgeu ha viajado ya con el duque a la mayoría de las espléndidas ciudades romanas de Armórica y el Loire. Los salones de madera y las pétreas aldeas-fortaleza de Cymru se han vuelto demasiado provincianas para su gusto romano, y sus visitas le inspiran sólo melancolía y mal humor.
Ahora, recién cumplido su decimotercer verano y cinco años después de la partida del Habitante Oscuro, Morgeu ha dejado totalmente de acudir al país. Para Ygrane constituye un alivio poder dejar de jugar a ser madre romana. Su dominio del unicornio le permite visitar a su hija siempre que quiera. Pero no lo hace. Ha rescatado del pasado todo lo que ella fue, ha traído todos sus recuerdos de sangre, todas sus vidas anteriores, a este íntimo reencuentro con el anhelo y la muerte, porque su clan la necesita viva.
Los druidas llegaron a pensar que los salvaría uniendo a Roma su reino a través del matrimonio. Morgeu es el conflictivo vástago de esa locura. Los romanos parecen incapaces de aceptar que los celtas sean algo más que patanes. La salvación no vendrá de ellos, decide la reina, sino de las profundidades de su propio pueblo. Ahora que Morgeu ya no la necesita, se siente libre de arriesgar su vida cabalgando el unicornio al submundo para invocar al Dragón.
Pero este invierno, la reina se ha visto obligada a permanecer con Kyner en Viroconium. Con este zelote al lado, hay poco tiempo para el trance y aun menos para montar el unicornio. De hecho, cada uno de los días de su estancia allí ha sido organizado por Kyner y sus ministros sin otra idea que la de impresionarla con su dominio.
Cuatrocientos años atrás, este floreciente municipio mercantil de arqueados portales y pardas murallas que el tiempo ha deslucido era una guarnición de legionarios, un puño de piedra contra las tribus montañesas de los ancestros de Kyner. En este invierno del Anno Domini 472, el jefe cristiano orgulloso la festeja en los baños de la ciudad con concursos de arpa, y con fuegos de solsticio y danzas del árbol en las plazas empedradas del mercado. Y resulta difícil decir si es Roma o Cymru quien ha triunfado aquí.
En la mesa, y ante el cálido y suave murmurio del hogar, Kyner habla rotundo de la hermosura y rectitud de su fe. A veces, Ygrane le responde recordándole el viejo reino, un millar de años atrás, cuando los celtas gobernaban todo el país desde estos montes hasta los cedros de Persia. En aquellos días, los sacerdotes hebreos y los druidas compartían el secreto conocimiento de la llegada de un salvador universal.
Kyner se interesa sólo protocolariamente en las historias de su pueblo y, al final, Ygrane deja de compartirlas limitándose sólo a escuchar. Escucha el ardor de Kyner por algo más que un corazón ciego y una boca ciega, que es todo lo que el pasado le ha ofrecido. Aparte de bañarlo con un superficial glamour. Ygrane no puede consolar su honda melancolía. Sus bisabuelos fueron sometidos por los romanos; su padre y sus abuelos, acosados por los lobos del mar, los sanguinarios invasores llegados del océano, y el jefe Kyner no ha heredado sino el fracaso de sus dioses.
La antigua magia no significa nada para él, pues esta no es otra cosa que el poder del wic, el tuétano verde, la fuerza vital que no bastó para contener a romanos, pictos, jutos o sajones. Kyner necesita un sortilegio más poderoso, tan fuerte que levante a los muertos. Su fe es la resurrección.
Ygrane le escucha predicar mientras la nieve vuela en las altas ventanas y en el hogar se cuaja el calor y la luz a partir de la carne de los árboles. Lejos en las profundidades, la serpiente magnética grande como el planeta abraza el centro negro del mundo y canta.
‡ ‡ ‡
«¡Asar un-nefer mudorio ar-o-goo-abrao!». Una efusión de glosolalia brotaba a través de mí cuando osaba dirigir la fuerza de mi corazón al centro de poder de mi garganta. No conocía yo la razón de aquel sonido férvido, al principio. La energía simplemente se escurría de mí en un borbotón de bárbaros ruidos: «¡Ru-abra-iaf! ¡Bal-bin-abaft! ¡Aeooou!».
Sólo poco a poco aprendí que estos eran los nombres secretos de las cosas, los patrones de sonido del control último, que evocaba la melodía de las danzas atómicas, las zarabandas moleculares y los juegos de las partículas. Al alcanzar cualquier cosa con los tentáculos sutiles de mi corazón y cantar en voz alta los sonidos que yo sentía a través de aquellos tirantes lazos, lograba cierto control sobre el objeto. A menudo podía animar lo inanimado… y viceversa. Con un grito de órdenes aparentemente ininteligibles, las rocas se movían como terneros. Otro burdo alarido y perros que gruñían rabiosos caían muertos a mis pies.
Este poder tenía sus límites. A veces, al tratar de levantar peñascos demasiado grandes para mi fuerza, por ejemplo, la orden rebotaba contra mí y me hallaba lanzado por los aires hasta dar con mi cuerpo en el suelo y llevarme un innoble porrazo.
Con el tiempo, llegué a comprender mejor lo que la vieja Raglaw significaba cuando me dijo que la visión era mayor que el conocimiento, pues guiaba al destino. Lo que sabía del Gandharva —incluso el conocer con precisión su apariencia física— no me había ayudado en cinco largos años de búsqueda.
Sin embargo, mi estímulo más vivido provenía de Ygrane, de verla en mis sueños mientras su magia me tocaba a través de la distancia. Su sentido del futuro mantenía viva la visión de Raglaw para mí.
Una noche, no fue Ygrane a quien vi sino a su hija, Morgeu, con su pelo rojo y rizado irradiando de su redonda cabeza como nimbo de fuego. Paseaba por la explanada de la muralla y sus ropas verdes, bordadas de adornos florales, chasqueaban al viento con el vigor de su paso desafiante. Más alta que en nuestro primer encuentro, poseía una presencia física intimidante: la anchura de hombros de su madre y, de su padre, la quijada pugnaz. Caminaba directa hacia Ygrane, que se apoyaba en una almena del parapeto y contemplaba, más allá del canal bajo el martillo del sol, la malva silueta de Mona.
«¿Por qué no quieres ver a mi padre?», inquirió Morgeu.
Ygrane, envuelta en una túnica de seda cruda color tórtola y un manto acolchado de violetas apagadas, la miró fríamente por encima del hombro. «¿Por qué debería verlo?».
«Así lo exige y es tu marido», respondió Morgeu desdeñosa.
«¿No le he dado los mejores de mis guerreros para proteger sus costas?».
«Madre…». Morgeu le dirigió su petulante mirada. «Te quiere».
Ygrane se volvió otra vez hacia el panorama marino. «No me quiere», respondió sin emoción. «Desea sólo usarme. Quizás esta noche se aburre con sus putas».
Morgeu clavó sus ojos airada en el perfil de su madre. «Si no cumples tu voto como esposa suya, ¿crees que él respetará el suyo de impedir que los misioneros cristianos vengan a nuestro país?».
Ygrane se tornó enteramente hacia ella, sus ojos verdes sesgados de ira. «Si puede conservar la cabeza sobre los hombros sin mis guerreros, entonces que envíe a los sacerdotes romanos. Los que tienen ojos para ver saben que tú eres la hija de Ygrane y Gorlois. Como esposa, me ha tenido. Mi voto quedó cumplido aquella noche desdichada. Y no volverá a tocarme otra vez».
«Hurtarte a tu marido es motivo de divorcio entre los romanos, no lo olvides», observó imperiosa la muchacha.
«¿Crees que a una celta debe preocuparle la ley romana?». Morgeu extendió un brazo hacia los techos rojos del recinto murado de Segontium. «¿Cómo puedes decir que eres celta? Vives como romana, madre, no como celta. Mira tu vestido y el peinado de tu pelo».
«Hago lo que me place, Morgeu».
«¿Y no te place estar con mi padre… tu marido?».
«¿Por qué te importa tanto lo que ocurre entre tu padre y yo?».
Morgeu enredó uno de sus mechones cobrizos en el dedo. «Quiero que sea feliz. Cuando estoy con él, pregunta por ti. No entiende por qué no quieres verlo».
El rostro de Ygrane se contrajo. «Hermosa historia. Ya viste lo que le hizo a Raglaw».
Morgeu estudió a su madre, observando las mejillas de ángulos elevados, el sesgo élfico de sus ojos, la blonda morenez de su piel y el mentón fuerte. Sus facciones celtas eran incuestionables; y sin embargo, insistía en llevar el cabello intrincadamente anudado al estilo romano en lugar de suelto. Un destello de rabia la atravesó. «Actuó como cualquier romano habría hecho. La vieja quería embrujarlo. Él la advirtió. ¿Cómo puedes culparlo cuando tú misma te comportas como una romana?».
«Morgeu, no dices más que tonterías y tu rabia me perturba. Justo ahora, mientras hablamos, mis guerreros están ahí, en Mona, luchando hombro a hombro con los soldados de tu padre. El enclave pirata que están destruyendo en estos instantes ha sido el origen en varias ocasiones del saqueo de nuestras costas… y las costas de tu padre también, innecesario es decirlo. Algunos de mis bravos no retornarán esta noche. Habrán muerto salvando vidas romanas y contribuyendo a que las rutas de comercio romanas sigan abiertas, y deberé ser yo quien explique a sus familias y a sus seres queridos por qué han muerto. Semejante ofrenda es ya lo bastante preciosa para tu padre. Es la única y verdadera razón por la que se casó conmigo. Ha obtenido lo mejor de mí. Y no tendrá más».
Morgeu la miró con ojos penetrantes y contenido rencor.
«Abre tu corazón, hija», le ofreció Ygrane mientras el arrebol de ira en su rostro se desvanecía ante la angustia de Morgeu. «¿No he sido yo siempre franca contigo?».
«Madre, tengo trece años», declaró la niña con un rictus agrio. «Soy una mujer desde hace tres meses. En poco más de un año, seré tan mayor como tú cuando te casaste con mi padre».
«Cierto», repuso Ygrane suave, y con una sonrisa tomó el mentón de su hija entre el índice y el pulgar. «Y también es cierto que te estás convirtiendo en una hermosa mujer».
Morgeu retrocedió, arisca. «No juegues conmigo. Yo sé que no soy hermosa. Tengo los ojos diminutos y maciza la mandíbula. No soy bella».
«Muchos hombres pensarán lo contrario, puedes estar segura».
«Padre dice que debo pensar en el matrimonio. Quiere que me case con un noble romano. Así que invita familias de Armórica y Dumovaria a Tintagel cuando estoy allí. Y vienen porque él es el duque de la Costa Sajona y un gran romano… pero ninguno me tomará».
«Tonterías. Aún eres una niña. Dentro de dos años, podrás escoger entre los muchos que pedirán tu mano».
«No, madre, te lo repito, esas viejas familias no quieren saber nada de mí. Murmuran acerca de ti… de la reina pagana en la que Gorlois me engendró y que nadie ha visto nunca en la corte. No dejan que padre lo oiga, por supuesto. Los tiraría al mar. Pero yo he percibido sus miradas. Me consideran un fenómeno, la extraña criatura surgida de una bruja».
Las palabras de Morgeu tuvieron un efecto evidente en la reina. Por un instante, permaneció aturdida, luego abrió los brazos para tomar a su hija en ellos, pero Morgeu la apartó.
«Si no quieres tener a padre, tampoco volverás a tenerme a mí».
«Morgeu…» la llamó Ygrane aún con los brazos abiertos. «Ven, niña. Demasiado bien sé lo que estás sintiendo».
«¿Cómo puedes saberlo? Tú nunca has querido a nadie».
Ygrane dejó caer los brazos. «¿Es eso lo que piensas?».
«Si no, ¿por qué no vienes a Tintagel y vives con tu marido? Padre te necesita a su lado».
«¿Sí?». Ygrane engalló ligeramente la cabeza. «¿O eres tú la que me quiere a su lado? ¿Debo hacerme cristiana también y ser una pía esposa romana?».
Morgeu clavó en su madre ojos desolados. «Cuando era una niña, quería ser como tú. Pensaba que eras la mujer más bella, la más poderosa del mundo».
«¿Y ahora?».
«Ahora a mis amigos de Tintagel les hablo de las pálidas gentes que acostumbraban a jugar con nosotras en los campos, y del unicornio, y de cómo me escapaba por las noches para montarlo, y… ¿sabes, madre?, creen que miento».
«Nuestra magia es rara».
«Demasiado rara. A veces me da miedo… las voces como susurros en el viento, las caras transparentes en los setos…».
«¿Te han visitado los Síd?», preguntó Ygrane con genuina sorpresa.
«Sí». El rostro de Morgeu se ablandó. «Han venido a mí. También el unicornio. Pero sólo en extrañas ocasiones y cuando estoy sola en algún lugar salvaje, y si llamo durante mucho tiempo». Sus ojos parecían deslumbrados mientras recordaba, luego miraron a la reina severos otra vez. «Cuando estoy con mi padre, nunca pienso en los faerïe. Todo eso no parece más que sueños infantiles. El mundo de padre son los caballos, los barcos, las cacerías y batallas. Y sin embargo, cuando estoy aquí contigo todas esas cosas terrenales parecen tan pequeñas e insignificantes también». Se sacudió el cabello de los hombros con impaciencia. «No voy a volver aquí otra vez. He decidido quedarme en Tintagel, madre. Padre necesita una mujer a su lado y, si no has de ser tú, entonces lo seré yo».
«Hija, tú fuiste concebida a partir de dos mundos y perteneces a ambos». La reina extendió la mano. «Quédate conmigo por un tiempo, Morgeu. Bailaremos juntas con los faerïe y montaremos una vez más el unicornio».
«No, madre». El gesto de sus hombros era definitivo y cualquier pesar que hubiera podido sentir se desvaneció tras su actitud desafiante. «A menos que vengas a Tintagel y seas una consorte digna de tu marido, dejarás de ser una madre para mí».
Giró sobre sí misma y partió tan rápida como había llegado… y yo pensé que la veía vestida de un fuego-rubí pulsante, que su cuerpo joven resplandecía desnudo a través de un velo diáfano de rielantes llamas carmín, sumiéndome en una conmoción de deseo, rabia y miedo. Y en las ondas termales de la estela que dejó fluir hacia su madre, Ygrane tremoló, vaciló y desapareció como insecto tocado por una llama, que crepita un instante y se convierte en sombra.
‡ ‡ ‡
La oscuridad lame la ventana. La reina apaga la vela del alféizar y contempla la noche. Cansada y soñolienta después de una tediosa jornada preparando pócimas para la expedición del día siguiente por el país, no puede recordar en qué ciudad-fortaleza se encuentra. Uxacona, Bravonium, Rutunim… nombres de la lengua de los conquistadores. Se pregunta cómo llamarán los nuevos conquistadores a estos fuertes dilapidados, ¿Barba del Cuervo, Cabeza Herida, El Puño del Furor…?
Moviéndose despacio en el interior del bosque, una luz se afila como una estrella. Es el unicornio, que sobre alfombras de hojarasca se desliza, verde escarchado en esta noche estival sin luna. La espera dispuesto para viajar al submundo. Pronto, le promete ella. No está preparada aún para esta oportunidad única de invocar al Dragón en ayuda de su pueblo. Si fracasa, la bestia lo devorará todo: al unicornio, a no pocos de los Síd y a ella misma con toda la magia que ha acumulado a lo largo de sus vidas.
El pensamiento es incalculable. ¿Disolverán los fuegos magmáticos incluso el tejido de luz que es su alma? ¿Quedará ella cosida al cantar planetario que el Dragón se canta a sí mismo? Su mente vaga, embelesada ante la perspectiva del olvido y la libertad de este nacida… Y retorna luego adonde el unicornio la aguarda, paciente y fiel como una estrella.
Pronto, le asegura con una mente quieta como un zorro. Pronto cabalgaremos al inframundo y llamaremos al Dragón. Pronto.
Pesa la reina en su corazón esta apuesta mortal contra el pequeño bien que puede hacer por aquellos que gozan de sus pociones. Pero ahora, en este instante, su corazón teme arriesgarlo todo, no ganar nada, y opta por esperar.
El titileo del unicornio como un fuego desaparece y la oscuridad la mira a través de la ventana angosta, austera como una máscara ritual.
‡ ‡ ‡
Con el corazón agitado como un puño, emergí de una visión en la que la reina discutía de política con su hija y sus implicaciones me atemorizaron. El tiempo de Ygrane como reina estaba cerrándose. Cuánto más urgente era, pues, mi misión de encontrarle un amor que hiciera plausible una vida sin magia. Aquel mismo día, abrí la puerta de mi garganta, retuve en el ojo de mi mente la imagen del rey solar, extendí la fuerza de mi corazón hacia la imagen de la visión de Raglaw y llamé al Gandharva: «¡Gandharva-abrasax-sabriam! ¡Iaho! ¡Iau! ¡I!».
Bleys me había dicho una vez que la verdad está en el milagro. Se me hizo esto claro cuando atravesé de parte a parte el país cantando céfiros que apartaban de mi camino las tormentas y ensalmos que lanzaban enjambres de avispas a las sendas de las bandas malhechoras.
Mejor que el conocimiento es la visión, que revela el milagro del que proviene la verdad. Y así es, de hecho, cómo se forjan las estaciones de la vida, cómo nuestro tiempo en la Tierra se cumple a través del propio destino. El hado está escrito. Pero el destino hay que construirlo. Y para ello, se necesita una voluntad mágica: la quinta puerta, a través de la cual uno puede pelear con el mundo desde el interior de esta viviente arcilla.
Glosolalia, la lengua de los ángeles —palabras bárbaras para los oídos mortales pues pertenecen a los espíritus—, me colmaban de milagro siempre que abría la quinta puerta. Milagro… eso es lo que nuestra fuerza vital inteligente siente desde el interior de esa puerta.
Estaba yo en Lindum, en el noreste lejano del país, cuando empecé a confiar en este sentimiento. De pronto, supe que me hallaba en el lugar equivocado. Porque allí, no me rondaba el milagro. La ciudad, a pesar de todos sus arcos fabulosos, de sus opulentos baños termales, de los mosaicos de sus suelos y del foro de gladiadores, respondía con un eco hueco a mis mágicos cantares.
El milagro que yo necesitaba resplandecía en el cielo sudoccidental y, no sólo con la puesta del sol, cuando el horizonte tejía los ígneos estandartes de los Síd, sino por la noche, cuando podía distinguir claramente la música cristalina de las estrellas al sembrar el suelo. También al alba, al filtrarse la oscuridad en las tierras occidentales con un sonido como la vasta y lenta música de las ballenas, mi canto evocaba en mí la extraordinaria convicción de que grandes poderes cósmicos estaban descendiendo a la Tierra en aquella región. Sirviéndome de mi magia, gané el oro que necesitaba para comprar el corcel más rápido y resistente de la provincia, y cabalgué hacia el sudoeste veloz como ningún mortal lo había hecho.
El vigor del que mi caballo se nutría emergía de las profundidades magnéticas del planeta y, con este sortilegio, viajé día y noche deteniéndome sólo cuando confrontaba una maravilla que me inundaba de milagro hasta la médula.
Eso ocurrió en Londinium Augusta, la capital romana de Britania. La experiencia me sobrevino ante la monumental arquitectura del palacio del gobernador, con sus terrazas pobladas de álamos, sus exuberantes jardines, sus estanques ornamentales, sus peristilos de mármol negro y sus arquitrabes de ónice con relieves de la conquista de los celtas. Una pila de cabezas bárbaras cortadas reposaba al pie de un estrado frente al opulento palacio. Mirándolos con detenimiento, reconocí en aquellos trofeos de guerra manchados de azul las calvas testas de los pictos, los tatuados norteños que habían masacrado al pueblo de mi madre.
Armado con coraza laminada y hombreras de bronce pulido como espejos, un romano corpulento se alzaba en el estrado bajo un arco colosal que se cimbraba treinta pies sobre su yelmo emplumado. A su lado, con las cabezas tronchadas junto a sus botas, sonreía sardónico un guerrero igualmente corpudo, un bárbaro bajo un casco de jabalí encolmillado y un manto de piel sujeto por garras de oso. Por este signo, lo reconocí como jefe de una oscura y remota tribu gálica de más allá del límite de la conquista romana, más allá incluso del horizonte de penetración de los ataques punitivos romanos en la región del Rin, una tribu de piratas salvajes y despiadados, de inexorables depredadores: los sajones.
Y entonces, presencié una escena insólita. Allí, ante el palacio más espléndido de la isla y los muros más severos —la bien cimentada muralla y los bastiones de piedra que protegían la orilla norte del Támesis—, vi a estos enemigos antiguos abrazarse.
Mi exhausto caballo cayó muerto debajo de mí cuando, con un sobresalto, tensé de golpe las riendas. Un vigoroso grito desde el centro de poder de mi garganta y se levantó otra vez de un salto, apezuñando las losas con las manos, dispuesto a seguir el camino. Pero yo había encontrado ya la maravilla que buscaba y solté al corcel.
La vista de un romano abrazando a un sajón me colmaba de un temor extraño. ¿Era este el Gandharva de Ygrane?
Me mezclé con la turba, que en los peldaños de piedra del río cantaba «¡Superbus Tyrannus!». Desde las bancadas de los largos barcos atracados en la orilla sur del Támesis, los bárbaros cantaban la misma loa en su propio lenguaje: «¡Vortigern!».
El superbus tyrannus, el alto rey, Vortigern, rodeado de obispos con sus cruces y sus báculos, era evidentemente cristiano, pero no se parecía en absoluto al hombre de mi visión. Pétreo, con una nariz prominente de aletas poderosas y fruncidas, y una mirada penetrante de rufián bajo unas cejas frondosas, espinosas, bermejas, penachudas como orejas de búho, resultaba sin duda imponente. Quizás el joven de mi visión vendría después, acaso como hijo, como gran sucesor de este guerrero nacido de Ygrane.
Por la turba balbuciente, me enteré de que este alto rey se había amistado con Hengist, jefe de los sajones. De hecho, lo había alquilado, a él y a sus hombres, para defender como mercenarios Londinium y toda la Britania del sur a cambio de grandes cantidades de oro. Cada luna les pagaría un macizo lingote del precioso metal: la mitad de la producción de las minas de Dolaucothi, que trabajaban esclavos. Para merecer tan exorbitante paga, los sajones habrían de retirarse y contener a su distante parentela, los formidables pictos.
Oro-sangre.
Este cobarde tributo debería haberme hecho entender que rey semejante no era el que yo buscaba. Pero, desafortunadamente, en aquel periodo de mi carrera me faltaba la original clarividencia, la profecía, que sólo llega con la apertura de la sexta puerta. Yo estaba lejos de esa penúltima conquista. No vi que Vortigern no podía ser el Gandharva porque quería creer que lo era con desesperado anhelo.
Desesperado porque se habían agotado ya cinco años y, en ese lapso, no había oído nada de mi maestro, ni había tenido contacto directo con la reina y ellos, a su vez, no habían recibido noticias mías. Por medio de bárbaras palabras, envié cuervos a Ygrane con el informe de mi descubrimiento. Sin embargo, no me abandonaba una honda frustración, pues muy a menudo esas cáusticas criaturas no lograban hallarla o tomaban a otras personas por ella. El control sobre la lógica de los pájaros eludía el poder empático de mi corazón una vez que los cuervos habían volado más allá del horizonte, y así no podía fiarme demasiado de las nuevas que me traían.
La incertidumbre me poseía y, en mi alocada desesperación, di en creer que este advenedizo romano que alababan los bárbaros podía ser el alma noble que yo buscaba. Me deslicé entre la turba hacia el estrado, dispuesto a ofrecer al alto rey mis servicios en aquel mismo instante… hasta que los vi. A los grandes. A los dioses.
Al mirar a través del Bastón del Árbol de la Tormenta, los vi claramente. Sobre la orilla septentrional del Támesis, invisibles para los pescadores y recolectores de moluscos bajo ellos, las huestes de los Daoine Síd en sus armaduras escarlata rielaban como un sueño espectral, como la franja inflamada del ocaso con su famoso rey cabeza de alce, Alguien Sabe la Verdad, en el centro de la tropa extraña, brillante como el verde resplandor de la última luz. Y acechando desde la orilla sur del río, inmenso como un cúmulo de tormenta, el Furor observaba a su céltica presa.
A mi primer atisbo del jefe de los Æsir, me disolví en la multitud arrastrándome a cuatro patas para que el fiero dios no me descubriese. Porque, si lo hacía, si tenía de mí siquiera una vislumbre fugaz, podía estar seguro de que recordaría la maldición y, rabioso conmigo por haberme hurtado a ella, me mataría en aquel mismo lugar.
No había estado tan asustado desde que mi madre me insufló el aliento y pasé el día oculto detrás de la cisterna de un taller de ruedas para carros, observando escabullirse a los ratones y ponderando el sentido de que la sombra del Furor pesase sobre la ciudad adonde el milagro me había llevado. La guerra entre los dioses llegaba hasta las mismas puertas de Londinium… y los romanos habían pagado oro de sangre por ese privilegio. No me parecían estos los métodos del Gandharva de mi reina y ello volvió a recordarme la importancia vital de mi búsqueda.
Ese día miserable que pasé acobardado en una calleja, los cinco años de mi largo viaje me perturbaron especialmente y todo el paisaje arruinado de Britania se desmadejó en mi doliente memoria. Y sufrí, porque no había nada que recordar que pudiese recordar sin llanto. Y lloré no por la civilización de espléndidas villas, de activos mercados, de granjas fértiles y elegantes caminos reducida a un yermo. Lloré no por la floreciente nación de hombres y mujeres tronchados junto al arado o el telar, o quemados vivos en sus aldeas e iglesias. Lloré por los niños. Lloré por esos pequeños que gritaban en las cenizas, en la terrible oscuridad de una Britania sin futuro.
Tenía que encontrar al rey que pudiese dar cumplimiento a la profecía. Tenía que encontrarlo por los niños… por el futuro de todos los niños huérfanos del país. Tal era mi destino, buscar a pesar de mi miedo y mi ignorancia a lo largo y ancho de un país desgarrado por la roja voz salvaje del Furor.
El viento que frotaba las piedras de la calleja susurraba el sino de mis exhaustos vagabundeos, un lamento desde allí donde toda tristeza yace. Pero no me desesperé. Sí, un millar de años de oscuridad nos aguardaba por delante. Sí, yo había visto descender sus tenebrosas alas titánicas portando la noche milenaria. Con mis propios ojos, oídos, había presenciado la expansión del sufrimiento, más grande, más vasto, más próximo cada vez, y pronto todo sería oscuridad y tiniebla sobre tiniebla durante diez siglos.
Y, sin embargo, ¿por qué no estaba todo oscuro ya? ¿Por qué no? Porque los más bravos de nosotros luchaban valientemente contra la llegada de la noche. Aquí, en el fin del mundo, contra la sombra de la noche en avance incontenible, una escarlata agonía nos abrasaba en nuestro propio horizonte. Sus nombres son ahora silencio: los labriegos, madres, zapateros, herreros, comadronas, panaderos, tejedores, vaqueros, monjas y pescadores que desafiaron al Furor aunque su mundo estaba acabado.
Por ellos, por sus niños sufrientes, tenía que ayudar a que la profecía de mi madre se cumpliera y hallar el rey predicho por Raglaw, anhelado por Ygrane y cantado a la vida y a la muerte de nuestra nación condenada por Dios Misma.
‡ ‡ ‡
Entre los rizos apanalados del Gran Árbol, chocan los guerreros. Señores de los Troll reclutados por el Furor combaten a un fanático escuadrón Síd de las huestes del dragón, y la sangre de los elfos fluye desplegando un sudario de humo carmesí. Los trolls de cabezas amartilladas blanden hachas enormes que talan cuerpos élficos como árboles jóvenes, derramando sus vísceras en olas de sangre vaporosa.
Protegidos por corazas laminadas de hueso de dragón pulidas como espejos, los Síd se lanzan aullando contra los trolls en un ataque directo y salvaje; pisotean a los caídos, resbalan como borrachos en el carnaje y, demasiado a menudo, se entregan al golpe del hacha. Algunos logran saltar por encima de ella, otros ruedan bajo la mueca argéntea de la muerte y clavan sus lanzas, débiles como agujas contra las moles de los trolls.
Los túneles enmohecidos entre las raíces del Gran Árbol amortiguan los ecos del griterío bélico, pero los portan a través de la tierra negra. Muy por encima, en los pastizales bajo la explosión estelar del cielo, los ecos fatídicos cabalgan serpientes de viento por el campo… hacia la ciudad resplandeciente sobre al río.
‡ ‡ ‡
Caída la noche, con la caperuza bajada sobre el rostro, instilé el sueño en cada uno de los guardias que encontré en aquella gloria de antorchas que era el campamento del rey, en las afueras de Londinium. Caminé directo hacia su tienda oscura, puse a dormir los ariscos mastines y de un susurro prendí la linterna sobre el lecho sedoso del rey.
Despertó de pronto de un negro sueño y vio, en el flujo sobrenatural del verde resplandor que derramaba la lámpara, mi enjuta y encapuchada figura.
Gritó: «¡Guardias!». Y su hoja dejó la vaina con un susurro áspero.
El siseo que pronuncié infundió tal ardor en la empuñadura del arma que esta saltó como un rayo de la mano que la aferraba, seguido del trueno de su dolor.
«Detente, Vortigern», ordené en voz suave, fraterna. «No busco tu mal».
El milagro que me había traído hasta aquí era delicioso aun en sus imperfecciones. Una dicha voluptuosa se expandía en olas por el espacio, que rompían en turbulentos rociones: una horrenda mezcla de sufrimiento y terror emanaba de este hombre de maciza quijada.
«No estoy aquí para hacerte daño», le aseguré al señor de la guerra. «Estoy aquí para ayudarte».
El miedo estridente en los ojos aquilinos del rey se calmó ante mi tono conciliador. «¿Quién eres?».
«Soy Myrddin», dije en un principio, pero luego modifiqué el nombre gaélico para sus romanos oídos: «Puedes llamarme Merlinus. Soy un mago de la corte de Ygrane, la Alta Reina de los celtas».
«¡¿Qué sortilegio es este?!», gritó cuando la rabia hubo desplazado rápidamente al pánico. «¿Qué les has hecho a mis perros… a mis guardias?».
«Sólo les he ordenado dormir, mi señor, mientras cambiamos una palabra». Penetré en Vortigern con los tentáculos de mi corazón y supe entonces que este hombre no era el que buscaba. El milagro estaba a su alrededor, pero no venía de él.
«¿Y qué palabra será esa, mago?», se quejó mientras presionaba con el puño su mano escaldada.
«Te corresponde a ti decirla, Vortigern», repliqué distraídamente, sin mirarlo ya, apoyado en mi bastón y observando las sombras en busca del invisible origen del milagro.
«Construye», rechinó sacudiendo su mano herida.
Le devolví mi atención. «¿Hmm? ¿Qué has dicho?».
«¡Construye!», fustigó. «Esa es la palabra que digo. Me has pedido una palabra, Merlinus, y te la he dado. Construye mi fortaleza en la orilla del río. Si has de hacer honor a tu Alta Reina, que te ha enviado a mí, entonces usa tu magia para establecer los cimientos de mi fortaleza. Tres veces los fundamentos se han movido y han hecho caer las murallas antes de que pudiera terminarlas. Fíjalas con tu magia y tu reina se habrá ganado el favor y la protección de Vortigern».
Sonreí divertido ante esta apresurada conclusión. «Muéstrame esos fundamentos».
«¿Ahora? ¿Con esta oscuridad?».
Desperté a los mastines con una palabra y los lancé precipitados al exterior. «Entonces, haz que me conduzcan tus guardias. Por la mañana tendrás una respuesta a tu misterio».
Con una escolta provista de antorchas, dejé el campamento a caballo y marché por una vía romana hacia el suroeste, hasta un cerro de abedules espectrales. Una niebla sesgada veteaba los blancos árboles: un hálito subterráneo que provenía del hoyo cavernoso del rey, armado con los bloques de granito y los andamios de los obreros. Sobre el foso, volitaban los murciélagos entre las estrellas topacio.
El milagro que me había traído aquí emanaba de este lugar, de algún origen subterráneo.
Ordené a los portadores de antorchas que esperaran y descendí rápidamente a la oscuridad, invocando de las rocas un azul resplandor que me iluminase el camino. El serpenteante corredor que transité se comprimió hasta convertirse en un cañón rocoso tan estrecho que plegaba mis hombros sobre el bastón y me arrancaba mechones de la barba. Con un último empujón, me deslicé entre las paredes lubricadas por mi propia sangre y caí a una honda oscuridad, un pozo estigio tan colosal que se tragaba mis bárbaros alaridos y los ecos que hubieran debido responder.
Mis experiencias al cruzar los tenebrosos vacíos entre las estrellas me permitieron dominar el pánico humano que me poseyó y ordené a mis desgarradas ropas flotar y fulgir. Una sensación de milagro pictórica como el placer me inundó entonces y descendí planeando lentamente a la vacuola del infierno, hasta que las luces de las profundidades resplandecieron debajo de mí. Con un impulso fulminante de llamas meteóricas, me precipité hacia aquellas luces titilantes y me hallé de pronto sobre una partida de guerreros Síd.
Una docena de seres luminosos marchaban en exhausta retirada a través de un bosque de hialinas estalagmitas encarnadas. Me posé delante de la agotada columna y el comandante del escuadrón ordenó el alto.
«¡Salud, Daoine Síd!», les interpelé. «Soy Myrddin, mago de la Alta Reina de los celtas, que me envía a vosotros».
«Estás en un error, Lailokén», repuso el magullado comandante avanzando hacia mí. Como todos los elfos, tenía el pelo de un castaño rojizo y verdes los ojos, aguzados como los de una culebra. «¿No reconoces a una partida guerrera de las huestes del dragón cuando la ves? El hombre que buscas para la reina es un señor de dragones mortal, un dracon romano. Así es como llaman a sus soldados de caballería. Deberías estar en la Ciudad de las Legiones, donde podrás hallarlo. Y en lugar de eso, la magia de tu lengua ingobernable te ha traído a nosotros».
La docena de golpeados y renqueantes guerreros rio con estentóreas carcajadas dejando en ridículo mi ineptitud, y el negro interior de las largas montañas reverberó con sus voces musicales. El comandante alzó una mano y un silencio instantáneo sanó la oscuridad.
«¿Cómo tienes noticia de mi demanda?», inquirí.
«Raglaw compartió su visión con los Síd en su tránsito hacia el Mundo Superior. Buscó nuestra ayuda para el cumplimiento de una antigua predicción y nosotros estamos dispuestos a hacer lo que nos corresponde. Pero ¿qué podemos hacer, te pregunto yo, por uno que confunde nuestros arreos de batalla con el deseo de Ygrane? Ten por seguro que esto dará de qué hablar en el festín que recibirá nuestro retorno a las montañas occidentales». Detuvo los murmullos de sus tropas con un vago gesto de cabeza. «Somos dragones enviados aquí por nuestro jefe, Alguien Sabe la Verdad. La noble misión que nos trae consiste en matar al traidor Vortigern, que ha abierto nuestra patria al Furor. Pero, como puedes ver, somos una triste compañía. Los señores de los trolls han frustrado nuestro avance».
Al contemplarlos con más detalle, vi mi error y comprendí todas las imperfecciones en aquella sensación de milagro que me poseyera desde que llegué a Londinium. A estos elfos se les llamaba dragones porque vestían túnicas y botas hechas de las descamaciones de la bestia ctónica, una piel de reptil compacta y cromática semejante a la del monstruo de Gila, pero más vistosa, y que oscilaba entre brillo y oscuridad como si inspirase y espirase con la fatigada fuerza vital de los portadores. Las espadas y lanzas, hechas de colmillos de serpientes de fuego y huesos tallados con las puntas bañadas en veneno de víbora, pulsaban con viviente fuego.
«Somos el duodécimo escuadrón enviado aquí en otros tantos días», me confió el comandante. «Allí está la zanja donde los trolls nos diezmaron. Los soldados del Furor atacaron con ellos. Nuestros muertos y los suyos yacen juntos en el foso».
El comandante me hizo acompañarlo a través de un suelo de cristal volcánico hasta el borde escalonado y tortuoso de la depresión, de la que rezumaba un agua negra. Llamas verdes se retorcían en la superficie y, a través de su neblina delirante, vi los escuadrones muertos, aquella confusión de cadáveres reducida a una esponjosa carne color pulmón que se desprendía ya de unos huesos rosáceos para convertirse en fango. Los guerreros Síd en sus pieles de reptil escarlata y los berserkers del Furor con las pieles blancas de las albinas serpientes ígneas del Árbol de la Tormenta parecían, a través de la lente distorsionada de aquel estanque, dos grandes sierpes entrelazadas. Lo que los ojos mortales tomaban allí por una especie de agua era, de hecho, sangre élfica y la carne descompuesta de estos soldados del dragón fundiéndose en sus líquidos misteriosos.
«Los trolls combaten por el Furor», observó el comandante Síd con tono desamparado. «Tristes de nosotros en estos tiempos de maldad, ¿eh, Myrddin? Los trolls de nuestras tierras alzándose contra nosotros. Ya no hay nada en su sitio. ¿Qué esperanza puede haber en cruzar esta noche por venir en las alas de nuestro canto? El Furor ha hecho a Vortigern demasiado poderoso».
«Os ayudaré contra el Furor», les ofrecí, pero el comandante se burló de mis palabras con un suspiro cansado.
«Quizás algún día, Lailokén, llegues a ayudarnos. Tu destino toca el nuestro. Bien conscientes somos de esa profecía del alba del mundo según la cual nuestra reina deberá maridar a un rey enemigo para engendrar la mano fuerte que se alzará contra males aun mayores. Nuestros destinos se tocan. Y, si existe alguna posibilidad de salvar a nuestro reino fatídico, la veo mirando desde tus ojos».
La mácula de dolor en su rostro escampó y una sonrisa maliciosa iluminó su faz oblicua. «Pero antes, no te queda más remedio que aprender tu magia lo bastante bien como para distinguir el amante de la reina de sus guerreros Síd». Con esto, él y sus dragones rieron, se entregaron de nuevo a su divertido trinar y prosiguieron su tórpida marcha.
Molesto por mi disparate, me elevé rápidamente a través de aquella oscuridad infernal y forcé airado mi camino por las estrechuras rocosas hacia la superficie. Cuando emergí, arañado y ensangrentado y con las ropas hechas jirones, vetas crepusculares resplandecían en el este. El ejército Síd había partido y el Furor no se dejaba ver en parte alguna bajo el delirio de la aurora.
Con aquellas tempranas luces del día, encontré a Vortigern en su camino al cerro. Rodeado de su guardia pulida y emplumada, exigió mi informe con un gesto mudo.
«Hay una charca salobre debajo de tus cimientos», le dije. «Puede drenarse si se excava un canal… por aquí, en alguna parte». Examiné los sinuosos contornos de las peñas río abajo desde el cerro, tratando de percibir con mi corazón el lugar exacto de la gruta.
Caminé con pasos largos por la orilla del río beige mientras el rey y su entorno me seguían, hasta que sentí el enervante escalofrío que provenía del depósito de elfos muertos. En un punto en que el terreno se hundía bajo aquella náusea fría, dije: «Ahí», y señalé un escarpado declive en un peñascoso recodo del río. «Drenad la charca y encontraréis dos dragones entrelazados, rojo uno y blanco el otro, muerto cada uno en las garras de su rival. El dragón blanco es la bestia sajona y el rojo, nuestro dragón celta, muerto por el enemigo que él ha matado».
Un murmullo de asombro recorrió la escolta del alto rey. La palpitante tensión en la quijada de Vortigern me reveló que no estaba precisamente complacido por mi indirecta observación de que los sajones invitados por él a nuestro país eran, al fin y al cabo, enemigos. Pero recordaba demasiado bien la magia que le mostrara aquella noche y reprimió su deseo de ordenar mi detención. Se hundió mohíno en su silla de montar e indicó que se procediera a las obras.
Durante tres días permanecí en el lugar de la excavación, supervisando el drenaje de los cimientos de Vortigern y la ampliación del foso hasta convertirlo en una caverna gigante. Cuando la carnicería élfica surgió a través de la perforación hecha en tierra, resplandeció a la luz del sol clara como el agua y liberó sus éteres disueltos con fragancia de hojas caídas y madera otoñal. El aire se adensó de tal modo con estas efusiones que, al mediodía, el cielo tenía el palor ámbar y brumoso del ocaso.
Al cuarto día, un ingeniero fue bajado al pozo, candil en mano. Minutos después, con un grito frenético, salió de allí, balbuceando incoherencias acerca de unos huesos de dragón; su voz trabajaba más rápida que las palabras, intentando en vano portar consigo el peso milagroso de su descubrimiento.
Vortigern mismo insistió en descender. Sus gritos de aturdimiento al ver los restos fosforescentes de las serpientes de fuego causaron conmoción entre sus guardias y pronto también ellos habían descendido al foso. Cargados los brazos de jirones de piel de sierpe, garras y colmillos, emergieron al lóbrego mediodía estúpidos de asombro.
«¿Qué diablura es esta, Merlinus?», exigió el rey mostrando sus manos y antebrazos, que cintilaban lustrosos, transparentes, con nervaduras como de alas de libélula.
«No temas, mi señor», le animé a él y al resto de los soldados igualmente afectados. «La sangre élfica no ha hecho sino barnizar vuestra carne. Pasará cuando la quitina de las serpientes de fuego se disuelva a la luz del sol».
Para distraerlos de su eventual pero incómoda malatía, dirigí su atención hacia el lugar donde los restos de las serpientes de fuego se amontonaban borboteando bajo el sol rojo, efundiendo humos que marmolizaban el aire como las vetas plateadas de la concha del abalón. «¡Mirad, el detritus de los destinos!». Azucé los vapores de los huesos y colmillos en disolución con mi Bastón del Árbol de la Tormenta, ignorante de qué perturbaría pero sabiendo bien que los elfos y las serpientes de fuego no se mueven como los humanos en el tiempo. Mezclado el sudor del rey y de sus hombres con la mágica carroña, mi bordón podía mostrarnos honduras poco comunes para los ojos mortales.
El lento remolino de mucílago vaporoso, colmillos como navajas, palizadas de costillas y escamas rutilantes ascendieron fundidos como el limo del sueño, como las imágenes emulgentes de los paisajes que devanan las nubes. Con horrible inteligencia, los humos revelaron lo que era ya demasiado bien conocido: legiones romanas de yelmos emplumados nebulizadas al viento, dispersándose como si fuesen la saliva plateada de una hueste de víboras, un enjambre de albinas serpientes de fuego retorcidas como el relámpago. Acorazadas las sierpes por láminas estriadas que se abren de pronto en alas de poderosas nervaduras, el enjambre avanza volando, fijos sus ojos negros, vacuos.
Pedazos de esta pesadilla soplaron a través del día crepuscular en oriflamas y cintas de espuma, mostrando crueles oleadas de invasores que atacaban surgiendo de las tinieblas nocturnas, incendiando puertos y granjas costeras; vimos iglesias en llamas y rebaños enteros sacrificados ante el furor de sus hogueras. Luego, el plasma dragónico se inflamó tomando nuevas formas y Vortigern mismo apareció sentado en un trono cubierto de entreveradas salamandras. Los anillados lagartos se mordieron las colas, se devoraron a sí mismos hasta no quedar más que bocas mascantes que se cebaron en el rey y redujeron su rostro afligido a las cuencas estériles y la implacable mueca de una calavera.
«¡¿Qué infernal significado tiene esto?!», gritó Vortigern.
«Las salamandras son criaturas del fuego», expliqué ingenuamente. «Morirás por las llamas…».
El rey, esculpido de rabia su rostro pétreo, agarró mi bastón para romperlo… y se heló de pronto. La lánguida fumarola se había transformado para exponer un paisaje encantado de borbollantes cascadas y picos vaporosos bajo los labios argénteos de la luna. Allí cerca, a través de secretos caminos entre aterciopelados juncales, la vista se abría paso por hileras de atentos basiliscos y quiméricos dragones alados hasta una barcaza a la deriva en el río. Nueve reinas soberbias se alzaban en la proa y un rey muerto yacía en las bancadas, azul y frío.
La extraña hermosura y la enigmática tristeza de la escena exasperaron la ira de Vortigern. «La muerte aguarda a todo lo que vive», dijo en un susurro y me devolvió el bastón. Sólo entonces se retiró, desdichado al dejar de contemplar aquel reino irreal, pero más desdichado aún por portar su brumosa delicia, tan misteriosamente tierna y cruel.
Con la partida del rey, el detritus de dragón empezó a deshacerse en el viento y yo percibí otra vez la llamada del milagro al suroeste, desde donde mi sortilegio para hallar al Gandharva me requería. Mi breve estancia en el campamento del traidor había acabado. Mientras los soldados de Vortigern permanecían allí, distraídos por los sueños amables que surgían del montón rutilante de restos dragónicos, tomé uno de sus caballos —el precio por mis servicios— y partí al galope hacia el mundo esplendoroso.
‡ ‡ ‡
El maestro de armas de los Nómadas de la Caza Salvaje es un enano. Como todos los enanos, tiene la mitad de la estatura de un hombre pero porta dos veces su fuerza en una complexión de huesos macizos y compacta musculatura. Formados por los Æsir a partir de los gusanos que aparecieron en los cadáveres de los Antiguos durante la guerra de usurpación, los enanos son activos trabajadores, calvos y pálidos como la muerte. No existen las hembras enanas y así, no hay niños, ni ancestros que honrar. Los enanos viven únicamente para el trabajo: durante el día, en sus fundiciones subterráneas y, de noche, en sus sueños, donde artifician sus lúcidos ingenios, sus armas temibles y las joyas asombrosas que les han hecho famosos.
El Furor escogió a un enano como maestro de armas porque no se fía de ninguno de los dioses. No se permiten armas en el Hogar, a excepción de las que porta el jefe. Los aparejos cinegéticos se aceptan en el Gran Árbol sólo durante la Caza Salvaje. El Furor no ha olvidado cómo llegó al poder y tiene bien guardadas las armas de metal diseñadas para destruir a los dioses.
Así, el maestro de armas de los Æsir es Brokk, el más diligente y astuto de los enanos. Él concibió el brazalete del Furor, cuya perfecta superficie especular extiende la visión del dios de un ojo a su lado ciego. Brokk es legendario también por sus ingeniosos vehículos autopropulsados, como la nave etérica Filoligero, que puede cruzar el Abismo y dar la vuelta a la Tierra en la mitad de un día. Nadie, razona el Furor, puede engañar a una mente tan inventiva como la de este enano y, por ello mismo, el jefe de los Æsir ha instalado a Brokk en la inhóspita isla ártica donde se encuentra el arsenal de los dioses.
Responsable sólo ante el Furor, Brokk vive la vida ideal de un enano, rica en recursos y soledad. Su ocupación diaria consiste en supervisar a los enanos que lo asisten en los talleres y a los elfos esclavos que trabajan en las forjas y pilas de fundición. Pocas veces visita el arsenal y, cuando lo hace, es sólo para examinar y realizar el mantenimiento de esas armas letales. Pero menos veces aun se ve su industria perturbada por la alarma ululante que le previene de intrusos.
A menudo, en el pasado, el Mentiroso y sus cohortes intentaron irrumpir allí. Pero en cada ocasión Garm, el espumarajeante ogro-lobo, los hizo escabullirse aterrorizados y volver a sus vidas muelles en el Gran Árbol. Brokk no tuvo que abandonar sus cavernas ni una sola vez; pero hoy, cuando el chirrido de la sirena cesa, no se oye el aullido triunfante de Garm.
El sonido acampanillado del cuerno de entrada lo llama. Sólo el Furor ha soplado ese cuerno; nadie más puede aproximarse a Garm sin ser destrozado. Pero Brokk sabe muy bien que la alarma no recibiría la llegada del jefe.
Murmurando imprecaciones por esta perturbación, el enano se aparta bruscamente de su mesa de piedra, donde rutilan gemas entre pinzas, abrazaderas y virutas de metal. Con su característico anadeo, marcha por la gruta, que iluminan los resplandores de los hornos en las salas cavernosas circundantes. De una estalagmita dotada de palancas, toma un paño de piel y bruñe la esfera de cristal grande como un cráneo colocada en la piedra a la altura de los ojos del enano. Cuando el cristal capta la carga estática del paño, exhala luz y el interior de la esfera se niebla con la vista vaporosa de la superficie isleña.
Una majestuosa mujer aguarda bajo la nieve en el pavimento de roca ante la boca de la caverna que conduce a la factoría y el arsenal. Brokk ve de inmediato que no se trata de un dios. Sus largas guedejas de pelo blanco enmarañadas por el viento y la imperfecta simetría de sus facciones angulares configuran una apariencia humana. La nieve cae en copos grandes como pétalos y ella, en sus ropajes blancos de piel, se estremece con el más pálido azul de un temblor. Muy por encima de su alcance cuelga el cuerno dorado de llamada, sujeto al interior de la montaña por cuerdas que fueron escarlata y que el tiempo ha desteñido dejándolas en apagado marrón; cada una de ellas, más gruesa que todo el cuerpo de la extraña.
Brokk examina los alrededores para saber quién ha soplado el cuerno y halla a Garm caído de bruces en la playa erizada de pedernal. El rostro encolmillado del ogro-lobo duerme, hundidos los ojos en sus profundas y esqueléticas cuencas. La bruma arremolinada se adhiere a sus negros cuernos y a su piel de cerdas como agujas, y escarcha los intrincados pliegues de su hocico correoso.
El cuerno suena otra vez, hondo e imperioso como cuando llama el Furor. A través del cristal, Brokk mira de nuevo la boca de la caverna y ve sólo a la pálida mujer, brava bajo la caída de la nieve. Una hechicera, supone y tira de la palanca que abre un portal de altura humana en el muro de granito de la cueva. Sabe bien cómo tratar a semejantes intrusos.
En cuanto la mujer cruza el portal, Brokk acciona otra palanca y el suelo bajo la extraña cede. El enano espera hasta oír el satisfactorio impacto de las rocas precipitadas al pozo, como la palpitación de un trueno en los paramentos cavernosos. Entonces, con un rictus sardónico, hace amago de volver a su mesa de trabajo.
«Vengo a por la espada».
Brokk salta del susto y salta otra vez cuando ve a la pálida mujer al otro lado de la gruta. Emerge de un agujero en la pared, un humero que ventila la solera de escorias allá abajo. Serena, camina hacia él, y los obreros elfos y enanos de las forjas acolmenadas se desvanecen en las sombras temblorosas.
«He venido a por la espada Relámpago».
«¡Esa es la espada del Furor!». Ríe oscuramente el enano para disfrazar su pánico, y posa una mano en la palanca que controla las fulgentes pilas de fundición. «¿Quién eres tú, insolente extranjera?».
«Soy Rna, reina de los Cuchillos de Sílex».
«¿Cuchillos de Sílex?». El enano la observa avanzar junto a las forjas y hacia la zona deprimida donde vierten los contenedores. «Los últimos Cuchillos de Sílex murieron en esta isla hace más de treinta mil años, Señora».
Brokk tira de la palanca que derrama las pilas de fundición y asombrosos estallidos de fuego dorado caen sobre la reina antigua disolviéndola en el resplandor. Por un instante, un ser mayor se alza en su lugar. Inmenso como un dios, colma la altura de la caverna y su cuerpo arde con los rayos de las dimensiones interiores, misterioso, con facetas en movimientos espirales y relumbrantes plasmas que el enano no ha visto nunca en un dios. Gigantescos y penetrantes, los ojos de la criatura portan en sus oscuras y envolventes honduras desnudos núcleos estelares…
El enano parpadea. Cuando vuelve a mirar, la reina blanca atraviesa incólume el velo ígneo del mineral fundido y sube los peldaños hacia su galería.
«¿Quién eres?», chilla Brokk sin intentar ya ocultar su pánico.
«Soy Rna, reina…».
«¡No! Eres un ser más vasto». El rostro contraído de Brokk se relaja entonces, insensible ante la repentina comprensión. «Tú…». Retrocede agarrándose el delantal de cuero, sacudiendo su abovedada cabeza. Siente oxidados los ojos, las mandíbulas, y pasan instantes antes de que pueda hablar. «¡Tú eres un Señor del Fuego!».
La mujer aparta el cabello albeado por el sol de sus ojos pálidos y el enano ve en torno a ellos los surcos de la edad. A esta distancia, sus mejillas hundidas y labios ardidos parecen momificados.
«Soy Rna, reina de los Cuchillos de Sílex. He venido a por la espada Relámpago».
‡ ‡ ‡
La Ciudad de las Legiones, edificada con granito negro y esquisto cuatro siglos atrás, tenía un aspecto opresivo, maligno. Diversos fogariles resplandecían en los espigados baluartes y, vista por la noche en aquel perímetro desarbolado de la tierra, la masiva fortaleza parecía un ígneo cono volcánico. Esta fue mi primera vista de la marcial ciudad en cinco años, desde que pasé por ella en mi camino al este. Entonces como ahora, a mi retorno, la costumbre era sacar a los mendigos y otros indeseables a azotes de la ciudad y arrojarlos al yermo.
Yo había salido de allí bajo el chicote de un guardia de la ciudad en mi primera visita. Pero esta vez entré a pie —había entregado mi caballo a un granjero pobre de otra provincia que usaba a sus niños como sembradores mientras él arrastraba un arado por los campos pedregosos— y no me oculté de los guardias. Caminé directo hacia la torre principal, de negro maderamen fustigado por la edad, e, ignorando los gritos imperiosos de los centinelas, lancé un bramido que abrió allí un portal del tamaño de un hombre. Entré y puse a dormir los soldados y canes poco amistosos que me aguardaban.
Las calles nocturnas estaban vacías y nadie estorbó mi camino entre las casas de piedra exhausta, cada una de ellas con sus rejas de hierro, sus guardias nerviosos, sus perros fieros y hambrientos, protegiéndose de las viejas familias que, enclaustradas en otros palacios rocosos, concebían sus crímenes. Sólo una vez me desafió la calle, cuando al tomar un recodo tropecé con una patrulla municipal que portaba siniestras linternas y látigos alzados. Los envié aullando por las callejas empedradas y flagelándose a sí mismos.
Envalentonado por aquella victoria, escogí casas al azar y me serví de mis encantamientos para superar cualquier obstáculo e inspeccionar los edificios en busca del Gandharva de Ygrane. El milagro que fluyera directamente hacia esta ciudad se había difundido sobre todo el miserable municipio y, a pesar del fervor con que cantaba “¡Gandharva-abrasax-sabriam! ¡Iaho! ¡Iau! ¡I!”, no podía yo localizar a mi hombre.
Las sorprendidas gentes que hallé en bata o camisón no ofrecían ningún parecido con el rostro de la profecía de Raglaw. Las mandé a todas a dormir y vagué por sus casas meditando en el centro sensible de mi corazón, esperando percibir de algún modo la dirección adecuada. Visité casa tras espléndida casa, pero salí vacío, aunque me cuidé muy bien de no dejar ninguna de estas mansio sin acceder primero a sus arcas y tomar un puñado de monedas de oro. Si mis viajes a lo largo y ancho de este mundo desventurado me habían enseñado algo, era la inutilidad del oro en los arcones y su belleza, siempre en la medida adecuada, en manos del pobre.
Tras hacerme con más de veinte puñados de monedas en otras tantas casas, empecé a sospechar que este opulento entorno no era el lugar idóneo donde buscar. Había esperado encontrar un rey en una de estas magníficas mansiones de techos abovedados, preciosas tapicerías, obras de marfil y oro, ancestral estatuaria y ornados mosaicos. Pero acaso el hombre que buscaba no era rey en absoluto… no todavía, o quizás no en un sentido terrenal.
Al alba, hice que un perro callejero me ayudase a enterrar mi oro y retorné a las angostas calles de balcones voladizos, a sus callejas transversales y sus muchos pasajes zigzagueantes. Metódico, exploré cada barrio de la ciudad. El mediodía me halló bajo el muro occidental, tras los barracones, en el hedor de los establos, después de una infértil búsqueda. Me senté en un bordillo, exhausto, observando los caballos sudados, rodeados de moscas, piafar en un corral desvencijado bajo un arco de tosca madera en herradura, cuyo cartel rezaba con letras escarabajeadas al fuego: