Los Himalayas 397 d. C.

Garabateados en el esquisto del saliente de una montaña, los caracteres parecían nuevos; sin embargo, un millar de inviernos habían bramado en el Techo del Mundo desde que un cuchillo de bronce hirió con estas palabras la roca. Están escritas en la pared de un precipicio que puja hacia una altura donde no llegan la mayoría de las tempestades. La erosión las ha mordido poco. Tachonado de conchas espirales de moluscos de un mar antiguo, el acantilado soporta anónimamente la frágil inscripción en medio de su vasto flete de petrificado lecho oceánico.

Las palabras reflejan aún su propio mundo diez siglos después de su llegada: densos cúmulos abajo, en manada, violetas y blancos a la luz resplandeciente del sol, con torrentes precipitados en las gargantas que dejan arriba el mundo deslumbrante, claro. Sobre las montañas nivosas que se alzan afantasmadas y en calma absoluta contra el vacío azul, sobre los radiantes glaciares que arden en silencio entre estos riscos fúlgidos, un pedazo de luna cuelga en el aire helado.

Acuclillado entre rocas negras en un ángulo del abrupto precipicio, un peregrino contempla a la luna flotar en lo alto. Una amplia perspectiva de picos de hielo y simas púrpura colma su alerta, y lo arropa una venerable quietud. El frío amargo no apoca su claridad. Entre cimas de cristal, tan altas sobre los oscuros cañones que el rugido de los ríos feroces allá abajo no asciende más que en los nimios susurros y humos del eco, él espera.

El peregrino espera que las densas nubes lluevan sobre él. Espera que la lluvia ascienda verticalmente desde los cúmulos e hisope los cielos azules con solares rociones y arcos iris majestuosos. Desde la fulgurante mañana otoñal en que afrontó estas marcas arañadas en la pared del mundo, ha esperado aquí junto a ellas. Sabe que si espera lo bastante, será satisfecho. La lluvia se alzará derecha hacia el azul espacio frío. Los arcos iris desplegarán su magnificencia, banderas translúcidas. Y el camino hacia el cielo se le ofrecerá aquí mismo, en el más remoto y desolado de los límites de la tierra.

Sabe estas cosas porque el escrito infligido a la pared de roca le habla. Más allá del trenzado espiral de los fósiles marinos y de las pústulas anaranjadas de liquen que camuflan la caligrafía, las palabras le revelan su significado y su oculto contenido. A leer aprendió cuando muchacho, casi un siglo atrás, cuando vivía en la aldea de la salina, junto a un lago mineral, en las profundidades del Reino Medio. La paupérrima existencia de su familia, que trabajaba para el señor de la guerra local extrayendo sal por salario exiguo, había consumido muchas generaciones de sus antepasados. Lo habría exprimido a él también, si no hubiera sido por un monje errante del culto de la Tierra Noble, que reconoció una chispa de inteligencia en el niño y le enseñó a leer. La comprensión de lo que leía llegó mucho más tarde, después de haber sido aceptado en el culto y tras muchos años de arduo entrenamiento.

Los monjes de la Tierra Noble buscaban prolongar la vida del cuerpo a través de rigurosas disciplinas ascéticas. Expertos en los arcanos de las drogas para lograr la Larga Vida, los monjes errantes se esforzaban en transformar el cuerpo en una entidad más rareficada y duradera. Sabían también cómo preparar encantamientos y amuletos para expulsar demonios y pestilencias. A todo lo largo y ancho del Reino Medio, las aldeas saludaban gozosas su llegada y muchos de los monjes se consagraban a curar los afligidos en los pueblos de los campos.

La mayor parte de su vida, el peregrino se entregó a los vagabundeos y a practicar las artes médicas de su culto. Pero desde que logró la Larga Vida que tan arduamente persiguiera durante nueve décadas, sólo recientemente, en estos últimos pocos años, la Inmortalidad se le ha hecho posible. Ha empleado raras y poderosas hierbas para fortalecer y eterealizar su cuerpo, y el peregrino busca ahora el más potente de los agentes transformantes: el cuerno del Ch’i-lin celestial.

La demanda tras esta criatura extraordinaria ha traído al peregrino hasta este saliente ventoso, donde picos de cristal irrumpen en el cielo vacío sobre su cabeza con indiferencia elemental. Muchos días ha esperado en esta roca añublada. El frío se ensarta vacuamente en él. Para él el hambre significa poca cosa. Cobijo y alimento eran prerrequisitos de su vida más joven y corpórea. Mascando nieve y un tubérculo ocasional o un puñado de bayas, el anciano recibe nutrientes bastantes para sostener su cuerpo casi insubstancial.

Sin embargo, el peregrino no parece fantasmal o vaporoso. Es un hombre de rostro redondo y lobuno, velloso, con piel de cobre oscuro, ojos menudos y largo pelo negro sujeto en una trenza bajo un sombrero de paja de alas anchas. Porta sandalias de junco, pantalones de burda ropa marrón y una chaqueta verde acolchada de satén. Las vestimentas, manchadas y ajironadas de sus arduos viajes, pronto se desprenderán de él. Pero no se preocupa. Si es necesario, permanecerá desnudo, sentado en este saliente, hasta que aparezca el Ch’i-lin.

Durante el largo tiempo que ha aguardado, ha visto ya al tigre blanco en las amplias laderas a sus pies, surgiendo y perdiéndose en el sudario de las nubes. Como jirones de niebla, también fantasmas de zorro han traspasado el campo de su visión. Y una vez, temprano en su vigilia, una figura de pelambre bermeja con el aspecto de un hombre pero de doble altura cruzó el bol inmaculado de nieve allá abajo.

Tan fabulosas apariciones no pican su interés. En su larga vida, maravillas ha visto muchas. Los milagros y la belleza de este mundo lo tocan aun menos que el frío. Allá abajo, en el mundo del dolor, los portentos cuentan poco, una distracción baladí de la brutalidad y brevedad de la existencia mortal. La muerte lo borra todo, lo cotidiano y lo maravilloso, el dolor y el rapto. Ya está harto de esfuerzo y sufrimiento humanos. Sólo la inmortalidad y el camino al cielo le interesan ahora.

Mil años atrás, un peregrino muy parecido a él mismo se detuvo aquí para escribir en la roca. La línea que trazó, del antiguo Libro de las Mutaciones, habla de nubes y lluvia, pero el peregrino sabe que esto es un código. Como monje, estudió el sentido arcano de estos sagrados textos. Las densas nubes son la promesa de la bendición celestial. El que no haya lluvia le dice que esa bendición jamás alcanzará la tierra. Es por ello que espera en la frontera entre la tierra y las alturas. La bendición que busca ascenderá hacia el cielo. Está seguro de ello porque el texto en la piedra le habla directamente a él. Esas palabras podría haberlas escrito él mismo en una vida anterior.

Densas nubes pero no lluvia. Esa es la condición. Inmenso potencial… pero ausencia de consumación. Todavía no. Todo su conocimiento, sus muchos años de disciplina laboriosa, no le sirven aún para merecer la libertad. Aún el tiempo es su prisión. A pesar de toda su Larga Vida, aún no es inmortal. Esta conquista exige de él el cuerno del Ch’i-lin. Y aunque nunca ha visto al animal, tiene un cierto conocimiento de la naturaleza de esta criatura celeste: no deja huellas. Está hecha de un tipo especial de luz, el tipo de luz en que él mismo se está convirtiendo. Más fuerte que el sol, más pálida que las más diáfanas hebras de luz estelar y más fría que la luna, la luz del cielo disuelve la pesadez de los huesos, el dolor del hambre y el entumecimiento mortal. Su radiación no enciende ordinario amor. El destello de su poder brilla desde el mismo cielo y ninguna oscuridad puede resistirlo, ni siquiera la bruma del corazón humano.

Si el peregrino puede cazar al Ch’i-lin y tomar para sí uno de sus cuernos, la luz del cielo resplandecerá a través de él. Iluminado por su gloria, poseerá una fuerza radiante igual a la del mismo Ch’i-lin y en sus lomos cabalgará camino del cielo. Pero primero, debe completar su peregrinaje; un viaje, por ahora, de quietud.

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Existe sólo un dragón. Vive dentro de la tierra y es grande como todo el planeta. Su mente medra en el campo magnético emitido por el núcleo. Su sangre circula con las lentas convecciones de magma bajo la costra rocosa que le sirve de escondrijo perdurable. Fundiéndose lentamente con el deslizarse de las placas tectónicas, el Dragón se renueva con el paso de los eones: cordilleras montañosas brotan de su dorso como escamas espinosas que, cada cien millones de años, realimentan los fosos marinos cuando subsumen su carne vieja.

Desde sus ígneos comienzos, el Dragón ha amasado energía focalizando su fuerza magnética en sí mismo. Quieto y centrado en sí, usa su poder para cerrar las llagas de su ansia. No añora ya la cálida intimidad de su hacedor, la matriz nebular que le dio nacimiento a partir del espacio interestelar. Durante mil millones de años ha sufrido el haber nacido solo en el vacío, pictórico de vista y sentimiento, contemplando a su hacedor disminuir en la distancia hasta convertirse en un sol lívido y lejano.

Entonces, ignorados sus llantos, el Dragón se tornó hacia sus adentros. Y allí encontró el vínculo telepático con sus hermanos. En el interior de su mente magnética, que radia de su propio centro, descubrió que podía oír los pensamientos de otros como él mismo… y ellos podían oírle el llanto, desesperado en su solitud. El solaz le llegaba al Dragón de su interior, de los Dragones de otros mundos.

Los misterios de sus hermanos lo llamaban suavemente, mitigando su angustia. Y el Dragón se calmó cuando las criptas de la eternidad se abrieron en su propia mente. Allí, encontró al resto y con ellos comulgó. Están lejos: sus pensamientos radian a través de los años luz del espacio, que llegan en estratos de tiempo; de modo que, cinco mil millones de años más tarde, el consuelo al llanto del Dragón recién nacido todavía se filtra hasta él desde distantes galaxias.

De otros, nacidos de vecinas estrellas, ha aprendido su historia en los cielos mayores y ha llegado a entender y aceptar su ciclo de vida como parte de los espacios arremolinados que una vez temió. El propósito de su existencia es la comunicación con los demás, que incluye consolar los lamentos de nuevos Dragones nacidos.

Los más viejos tienen una misión: enseñan que en todo el cosmos no hay en realidad sino un único Dragón y que cada uno de ellos, adujado en su ardor y mente magnética, es una célula de la vasta criatura. La vida del Dragón único es el calor del universo. Su cuerpo reverbera lumínico a través del espacio-tiempo mientras viejas células se enfrían y desvanecen, y nacen otras nuevas.

La tarea de cada célula es dedicar tanta de su energía como pueda a la totalidad. La salud del Dragón cósmico resulta de la intimidad e intensidad de las energías compartidas. Para ese fin, se espera que cada célula focalice con precisión su fuerza vital e irradie esa fuerza magnética hacia el exterior en ritmos coordinados con el resto. Juntos, cantan como uno solo, un coro sempiterno cuya música es la mente del Dragón único.

Idealmente, la belleza de la música bastaría. El Dragón canta del Ser, de una existencia más sabia que cualquier mal o cualquier bien. Cada célula escucha en rapto y modula su cantar para seguir la música de los demás. Juntos, viven en el mundo original, conchas de luz brotando de la oscuridad y el frío. Envueltos en piel de roca, acumulan el fuego de la creación y comparten su memoria de la luz original que creó todas las cosas. Desde sus prósperos corazones, cantan del misterio y la comunión.

Y ello le bastaría al Dragón… si los parásitos lo dejasen en paz. Los organismos que enfangan su piel rocosa succionan la fuerza vital del Dragón y disminuyen el poder que debe compartir con los otros en su canto. Siempre que puede, los mata y reabsorbe su luz corporal en el curvo campo magnético que irradia del planeta como una vasta aura. Usa sus energías para dar pujanza a su cantar.

El peregrino acuclillado en el saliente de la montaña y en espera del Ch’i-lin es uno de los peores parásitos. Ha hurtado grandes cantidades de la energía del Dragón para fortalecer su propia luz corporal y el Dragón quiere recuperar su poder. Pero este parásito es más tenaz que el resto. Se las ingenia para robar poder y guardarlo enteramente para sí. Mientras la mayoría de las pequeñas vidas de su jaez arden con un mitigado resplandor rojizo, este ha robado tanta de la fuerza magnética del Dragón que brilla incandescente en vibrantes tonos zafiro, y el Dragón piensa en él como el Parásito Azul.

El Ch’i-lin también es un parásito, pero de un orden diferente, un orden que no le ha molestado en largo tiempo. Pertenece a la especie de entidades eléctricas que vagan entre las estrellas. Es verdad que portan parásitos orgánicos que pueden hostigar fácilmente a un Dragón y debilitar su canto magnético pero, como los Ch’i-lin viven usualmente en los vastos espacios entre los mundos, rara vez son vistos por el Dragón y, cuando lo son, no hay nada que pueda hacer contra ellos.

El Parásito Azul, sin embargo, pasea la piel del Dragón. Hasta ahora, ha sido lo bastante cuidadoso para no traspasar, más que contadas veces, aquellas regiones donde el Dragón puede emerger a través de su piel rocosa y arrebatarle de nuevo su poder… y la vida con él. El peregrino es astuto. Casi siempre permanece en los caminos montañosos donde la piel del Dragón es tan compacta que su rabia no lo puede alcanzar. Y en las pocas ocasiones que el Parásito Azul osó marchar al alcance de sus ataques, lo hizo de un modo tan inesperado y rápido que, a cada encuentro, aun le robó más poder.

Determinado a recuperar del parásito la fuerza hurtada, el Dragón se distrae de la sencilla dulzura de su canción. La belleza áurica de su comunión con sus otras partes dispersas por las profundidades del espacio ha sido estorbada y malograda. La ira que esto le produce agudiza su intención de destruir al peregrino y mira hacia arriba rabioso a través de la niebla sangrienta del lento herventar de su vida.

Alto en los montes, el peregrino siente la ira del Dragón. La percibe como un estirón en su luz corporal, una sensación de caída, aunque está sentado en calma perfecta a las frías bravatas del viento glacial. Si deja a su atención vagar con esta subcorriente psíquica, se verá arrastrado a la furente presencia de la bestia. Mejor sería que se arrojase del precipicio y estrellase su cerebro entre las heladas rocas que entregar su consciencia, su mente, su alma viviente a la feroz combustión que hierve allá abajo. Y así, se concentra en su respirar y en su yoga interno y espera con mente vacía y corazón pictórico la llegada del Ch’i-lin.

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Salpicando el aire de canto, blancos pinzones galopan el viento sobre la confusión de breñas y nieve, y el Ch’i-lin alza la vista, en el lugar donde pasta, junto a una soleada ladera. Verdes, sus ojos miran por encima de abeto y pino y picea con amor divertido. Semejante a un caballo, no lo es. Su cabeza equina es más estrecha que la de cualquier corcel terrenal, de huesos más afilados y angulares, una criatura heráldica con dos cuernos que surgen, uno de otro, entre las órbitas próximas de sus ojos. Un manto de escarcha, con rosetas azules casi invisibles, nubladas por el lustre de su pelaje, hace que la entidad parezca tejida de luz, como de hecho ocurre.

Creado en el seno del viento solar por seres eléctricos muy similares a él mismo, el Ch’i-lin fue una vez un unicornio… y volverá a serlo. Entre los seres ígneos de su especie, ha retozado en las colinas insombres del sol, compartiendo los rayos salutíferos con otros que se restregaban y hocicaban las formas radiantes. Añora a los demás. Quiere retornar a la manada, danzar con ella en los torbellinos del sol y vagar de nuevo en arcos cegadores por los contornos de las constelaciones.

El Ch’i-lin levanta su rostro hacia el remolino nuboso y pace de nuevo de la luz del sol. Debe fortalecerse para cumplir su misión y poder volver pronto a la manada. Más fuerte que la mayoría de los de su especie, a menudo corre a la cabeza de todos los demás, apeteciendo la soledad y el placer de cabalgar el impacto en arco del campo magnético solar hacia lugares que pocos han logrado ver. Con el tiempo, llegó a cansarse de marchar siempre con el resto innumerable. Solitarios lugares lo llamaban.

Al principio, el unicornio creyó que su deseo de lugares solitarios era una aberración personal… tanto tiempo había vivido en estrecha unión con la manada en las curvas sendas del viento solar. Su deseo de irse solo parecía una directiva interior, un privado anhelo de nuevas experiencias. En los límites más fríos del horizonte solar, tembló de deleite al experimentar las gélidas cadencias de los vientos sutiles que soplan de otras estrellas. Novas golpeaban su soledad con galernas. Y a lo lejos, las nebulosas espirales eran espectrales testigos silenciosos cuyos borrosos nimbos astrales de luz antigua despertaban inefables sentimientos en el unicornio.

Volando más lejos de lo que había volado nunca, el unicornio experimentó la tempestad de frentes gigantescos de distantes explosiones estelares. Pánico, una rara emoción entre estas criaturas de luz, centelleó en él cuando el unicornio comprendió de repente que había ido demasiado lejos. La resaca de la marea interestelar galáctica hizo presa en él. No pudo librarse de su lazo implacable y se hundió ingrávido en el vórtex atorbellinado del espacio sideral.

Abruptamente librado de las líneas de fuerza confinantes del campo magnético solar, el ente eléctrico empezó a fragmentarse, y a disolverse luego. Su enorme poder sangró al espacio, su consciencia empezó a borrarse, a colapsarse a través de las vastedades. En ese momento terrible, un grito agudo taladró a la tenue criatura. Había golpeado algo sólido y poderosamente magnético, alrededor de lo cual su cuerpo comenzó de inmediato a reformarse.

Devuelto a sí mismo y más fuerte incluso que antes, el unicornio cabrioló rápidamente de vuelta al aura del sol. Fugaces enjambres de cometas pasaron a su lado mientras él se examinaba y descubría que aquello a lo que había golpeado se había fijado de algún modo entre sus ojos. Donde antes la criatura no tenía sino una antena para enviar y recibir las comunicaciones de su manada, ahora hallaba dos. Y esta segunda, de un tercio del tamaño de su antena natural, reverberaba con una potencia vital superior a la de la primera, colmando al eléctrico animal de ondas vibrantes de pensamiento.

Ideas inundaron entonces su mente y, en ese instante de conocimiento, aprendió que ya no seguía siendo un unicornio. Había sido convocado por seres de un orden superior, seres más antiguos que el mismo universo, y estos habían transformado el unicornio en algo distinto.

Entumecida derivó la transmutada bestia —el Ch’i-lin— por la oscuridad sembrada de estrellas, escuchando las ideas que ondulaban en su interior y que llegaban de la segunda antena fija en su frente. Aprendió además que los seres que lo habían llamado se nombraban a sí mismos Señores del Fuego. Se habían originado fuera del universo… o, mejor, en sus hondos adentros, en una dimensión más allá del espacio-tiempo, una dimensión compactada en el interior de un espacio menor que el más pequeño de los gránulos de espacio o de tiempo. Venían del lugar del fuego, del infinitamente caliente y denso origen del universo, del interior de la singularidad cuya explosión causó la creación toda miles de millones de años atrás. Pero no habían venido por propia voluntad. Habían sido efundidos por accidente.

El unicornio aprendió también que la totalidad del cosmos es algo fugitivo, algo surgido de una realidad mayor y más coherente. Desde su emerger, los Señores del Fuego han laborado desesperadamente para artificiar una máquina cósmica que les permita volver a su hogar. La segunda antena que han fijado en la cabeza de la criatura debe ser librada en uno de los planetas rocosos de núcleo caliente donde se están construyendo partes del engendro de los Señores del Fuego. Si el Ch’i-lin cumple su misión, conseguirá más fuerza de la que la mayoría de los de su especie ha conocido jamás.

Para este organismo eléctrico que se nutre de energía, semejante fuerza es una motivación más que suficiente. Esta es la razón de que se haya dejado guiar, voluntariamente, a la Tierra. Ahora se alza sobre el hielo argénteo de una negra corriente, paciendo de la luz del sol, preguntándose dónde hallará el animal al que debe librar esta antena de los Señores del Fuego.

A través de desgarrones en las densas nubes de lo alto, el sol incendia los afilados picos de los montes nevados. Una mariposa esmeralda, colmada de sol, baila al viento. El silencio que desciende a través de estratos de heladas, opalescentes atmósferas arde con el zumbido de abejas doradas, y el Ch’i-lin se siente en paz. Sin embargo, anhela ponerse en camino. En algún lugar no lejos de allí está el animal servidor de los Señores del Fuego que tomará su segunda antena y devolverá el Ch’i-lin a su forma original de unicornio, más fuerte y ágil que nunca en el pasado.

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En las sombras azules del bol de nieve a sus pies, el peregrino espía un movimiento inusual. La sombra distante tiene la forma de un animal grande como un caballo, pero parece flotar sobre los espesos heleros. Fríos rayos del sol ventean desde la línea gélida de la cadena montañosa y ciegan la vista del peregrino. La excitación lo pone en pie y sus huesos crujen, de hecho. El dolor de sus junturas, liberadas de pronto de la tensión, pasa limpiamente a través de él, pues toda su atención se concentra en la sombra de la ingrávida bestia allá abajo.

Es el Ch’i-lin. Aunque no ha visto nunca antes este animal legendario, lo reconoce al momento. Incluso a esta gran distancia, ambos cuernos son visibles: uno chato, como la protuberancia de un rinoceronte, y el otro esbelto y largo. Con un etérico salto, el hermoso corcel deja la poderosa formación rocosa en el borde lejano del gran bol de nieve y se sumerge en las bajas nubes anacaradas, perdiéndose de vista.

El Ch’i-lin lo ha columbrado y reconoce el resplandor lavanda de aquel al que busca. En el corto espacio de tiempo que ha estado en la Tierra, ha visto muchos de estos animales bípedos. Aldeanos, cabreros y sacerdotes, todos ellos brillaban con el rubicundo lustre naranja típico de su especie. Pero este centellea con una frecuencia de energía azur tan alta, que el Ch’i-lin puede oír el zumbido de su resonancia con los campos planetarios.

El abejoneo le recuerda al Ch’i-lin el flujo y reflujo residual del sonido cuando los vientos magnéticos de los planetas se pliegan ante la efusión del sol. Navegando a través de la bruma, el Ch’i-lin percibe y evita lúcidamente las escarpaduras y cornisas, con su sudario de nieve y nubes, y escucha atento. Un silbido sutil, agudo —el sonido del aura azul del hombre inmersa en el campo magnético de la Tierra— prueba que este sujeto extrae su poder directamente del planeta.

Convencido de que ha encontrado el peculiar animal que los Señores del Fuego le enviaron a buscar, el Ch’i-lin ladea su vuelo e irrumpe otra vez a través de las nubes. Desde que llegó a este planeta, apenas unas horas atrás, este ser eléctrico ha cambiado. Su cuerpo ondamórfico se ha condensado, se ha hecho más pequeño y pesado. No posee ya los lustrosos y punteados contornos de su apariencia anterior. Los campos energéticos del planeta lo han refigurado, dándole una forma poco familiar que no le resulta enteramente desagradable a la criatura, ahora que debe negociar los angostos, ajustados espacios de este mundo.

El vuelo es difícil aquí abajo, entre las poderosas líneas planetarias de flujo, y debe bregar con todo su vigor para alzarse contra la gravedad. Así pues, esta es sin duda la causa de que su cuerpo mutable haya efundido patas. Son poco menos que un milagro para el Ch’i-lin y, durante un tiempo después de su llegada, esas patas han constituido una distracción. Hace sólo un instante que ha descubierto el placer de amblar, trotar, galopar.

Ahora, sus patas están recogidas debajo del tronco mientras irrumpe a través de las nubes al aire claro. La senda iónica de su vuelo cintila como polvo de diamante y la lluvia se eleva de las densas nubes. Rociones de centelleantes aguaceros y arcos iris ascienden más allá de las níveas montañas y desaparecen, fulgiendo en el índigo del cielo. Desde este espectacular chubasco invertido, el Ch’i-lin apunta al peregrino.

Al monje, sin embargo, le parece que la criatura no lo percibe. Tiene sólo instantes para prepararse a saltar cuando la bestia pasa junto a él en su camino hacia el disco del sol, donde habita. Rápido, saca un lazo de alambre fabricado tiempo atrás, cuando trabajó como herrero en una fundición.

Agujas de miedo atraviesan su corazón mientras se columpia en el risco sobre las nubes. Si le falla el salto, si su coordinación no es precisa desde esta base de infirmes láminas de esquisto, caerá sedadamente a través del vacío del aire un largo trecho antes de estallar entre las rocas calamitosas en sobrecogedora confusión de sangre y huesos. El Dragón se beberá sus efluvios y él se desvanecerá para siempre en la Gran Inanidad.

Este pensamiento lo obliga a la precisión y apertura del momento, y salta con fuerza estupenda para exigir, en la brecha de un segundo, la oportunidad que ha comprado al precio de toda una vida. Brazos y piernas extendidos, vuela como una estrella negra contra las insondables profundidades del cielo. Por una fracción de instante, se cierne ante la mítica bestia y ve sus ojos verdes, fulgurantes, sus pupilas verticales; observa el espín de luz solar en sus cuernos trenzados y aprecia, incluso, el delicado lustre lunar de su pelaje antes de colidir con él. El impacto colapsa el aire de sus pulmones y él rebota en el liso lomo del animal. La fría garganta, el valle nevado y las nubes giran abajo, y las montañas de cristal, como gigantes mudos, lo contemplan atrapar un manojo de la tremolante crin del Ch’i-lin y aferrarse a él. Se deja caer hacia la cruz del corcel y yace, extendido sobre su lomo. Cuando el animal vuelve la cabeza para mirarlo, con el lazo de alambre en su mano engancha el más pequeño de los cuernos, el triangular, que tiene la punta roma y está veteado de estrías de ocaso.

El contacto con el Ch’i-lin colma al peregrino de trepidante esplendor. Su hermosa energía le recorre la piel como un cálido viento melado, y casi se abandona a esta dicha. Su meticuloso entrenamiento, la larga vida que ha dedicado a estudiar la transparencia, lo salva: tras el choque inicial, la gozosa corriente del Ch’i-lin se canaliza limpiamente a través de él y le sirve de hecho para fortalecer su agarre.

El alambre muerde y apresa, y el peregrino se yergue tirando de él. Usa sus miembros y urge al corcel a descender. Los picos nevados se alejan hacia la altura mientras el suelo de nubes se acerca con temible rapidez y, abruptamente, ambos se hallan en el interior perlado de los cúmulos. Para evitar la colisión con los escarpados riscos de los flancos montañosos, el Ch’i-lin gira y gira y prosigue su descenso en ajustadas circunvoluciones.

El peregrino cierra sus ojos torturados por el viento para calmarse y huele el azul perfume embriagador de la criatura celestial. La fragancia lo empuja casi a un ensueño pero, en ese instante, las nubes se ajironan y el corcel vuela sobre un terreno fluvial de accidentadas cascadas y peñas espumeantes.

El Ch’i-lin aterriza en una plataforma pedregosa, entre sauces y achaparrados enebros. Sacude poderosamente la cabeza, el cuerno mordido por el alambre se quiebra y, libre, cae a la corriente de la tundra.

De inmediato, el peregrino se desliza del Ch’i-lin y se arroja al agua gélida y poco profunda. Sus manos tientan el fondo entre rocas de la lisura de los huevos hasta que atrapa el cuerno, que vibra con zumbido débil. Triunfante y con un grito de exultación, alza sobre su cabeza el trofeo… y ve que el Ch’i-lin ha partido ya. Solo está él ahora en el delta glacial, con su inmortalidad en las manos y los nudillos azulados.

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El Dragón se estremece en el seno legamoso del mundo. Siente la presencia intrusa del unicornio: otro parásito invasor, otro ladrón venido a robar del oculto tesoro del Dragón. Un millar de veces ha fluido el Dragón alrededor del sol desde la última vez que encontró este tipo de sanguijuela. Mientras se alza hacia la superficie, la ígnea presencia del Dragón libera vapor en las orillas pobladas de sauces donde el peregrino, en cuclillas, examina el cuerno del Ch’i-lin.

Hallar al Parásito Azul allí donde el unicornio ha estado no sorprende al Dragón. Sospecha que el Parásito Azul ha llamado al unicornio para que le ayude a hurtar más de su fuerza magnética. Nieblas se arremolinan con la fuerza ctónica del impulso ascendente del Dragón. Moviéndose tan rápidamente como puede, emerge a través de las grietas de su piel para recuperar de un golpe el poder que el Parásito Azul le ha arrebatado.

El peregrino, alertado por el repentino brotar de fumarolas que hilvanan la niebla, aferra el cuerno tornasolado y se pone en pie de un salto. La bruma surge del suelo ciñendo las cinturas de los árboles. Por esto, el peregrino sabe que el golpe de la garra del Dragón está sólo a instantes de distancia.

Con furiosa premura, huye de este lugar peligroso hacia terrenos más altos, donde no llegan los arrebatos del Dragón. La grava se desliza bajo sus pies y él cae y nada hasta ponerse en pie con amplias brazadas de su mano libre. Delante, el humo de las nubes se rasga y él reconoce los campos de nieve y los brillantes glaciares que ha visto desde arriba durante su larga espera.

A salvo en un collado de la tundra alpina, el peregrino vuelve la mirada y su alma victoriosa alcanza a ver el golpe del Dragón. Como un torrente montañoso al revés, el lecho poco profundo de la corriente vomita un géiser de cieno gris y rocas que, por un momento, conforman la figura del gancho siniestro de una garra. Un relámpago desgarra escabroso el aire hasta las nubes y un trueno estremece la tierra. Sólo entonces, la zarpa incisiva se desvanece y las piezas del pedregoso paisaje caen en su lugar.

Con el cuerno del Ch’i-lin seguro bajo su chaqueta acolchada, el peregrino huye a través de los parches de nieve de la tundra. Zumba suavemente el cuerno contra su estómago, un objeto vivo. Atento a mantenerse apartado de las líneas de falla donde la garra del Dragón puede alcanzarlo, desciende por precipitosas laderas y barrancas de árboles entortijados.

Leguas de dorada hierba cana y púrpura genciana lo conducen hasta una caverna oscura estorbada por peñas lustrosas, cubiertas de liquen. El agua de una corriente subterránea se filtra y gotea sin cesar, colmando la gruta tenebrosa de musgosos aromas. Pálidas flores lo miran ciegas desde las rocas hendidas, únicos testigos de aquel lugar donde el hombre se arrodilla para examinar el cuerno arrancado al Ch’i-lin.

El peregrino no tiene noción de que este colmillo es un artefacto de los Señores del Fuego. No sabe siquiera que los Señores del Fuego existan, o que pretendan servirse de él para transmitir al planeta sus instrucciones cósmicas. Para él, el cuerno es medicina preciosa. Es el ingrediente clave para el legendario elixir de la inmortalidad.

Durante las trece siguientes lunaciones, el peregrino prepara el elixir. Utiliza los materiales a mano para fabricar sus instrumentos alquímicos: calabazas y nudos de raíces le sirven de vasijas. Una roca hendida se convierte en su mortero y el humero de la gruta es su horno de refinar. Alimentado por la yesca de los altos bosques, el fuego calienta constantemente el alambique de cristal que ha artistado con arena de río y conectado a una destiladora de bambú y tubos de junco.

Mientras pasa el verano en torrentes y un invierno de migrantes ventiscas, el alquimista atiende diligente el filtrado de su brebaje. La cocción está compuesta de hielo derretido del glaciar y el contenido de una bolsa escarlata que ha traído consigo desde el Reino Medio. Los ingredientes, míticas hierbas e inesperadas partes de animales, se han convertido en una pasta aterciopelada de color verdinegro. A esta sopa potente, añade de forma gradual esquirlas del cuerno del Ch’i-lin. Las desconchaduras se disuelven al contacto con la poción y efunden la fragancia salobre de un mar tempestuoso.

Al final de la decimotercera lunación, del cuerno le queda sólo un pedazo del tamaño del pulgar, y esto lo guarda. Los últimos copos del mismo han sido absorbidos por la escoria verde-regaliz y han librado la esencia final de su substancia a una redoma de claro y oleoso destilado. El alquimista alza el frasco a la luz del sol y contempla a los rayos generar torbellinos de matices cromáticos. Cuando la coloración alcanza la diafanidad de un arco iris líquido, se bebe el elixir.

Instantáneamente, la luz corporal del alquimista destella con un azul más fosco y su forma física se expande como si sus átomos estuviesen a punto de dispersarse. Espectros verdeazules recorren la repentina transparencia de su cuerpo, incendiando la caverna con radiación borrascosa. Sus andrajos se desprenden de él. Desnudo y con nervaduras de estrella, emerge a la morena soleada del glaciar. Los dientes arden en su sonrisa como el fósforo. Él da dos pasos gigantes sobre el terreno pedregoso, saltando de un modo exuberante, y desaparece en la cascada de sol.

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El peregrino es ya inmortal. El racimo de campos electromagnéticos que fueran los átomos físicos de su cuerpo flota ahora afantasmado en el espacio, un rizo de plasma, invisible para el ojo humano. Él se eleva y desciende con las mareas solares. Cada lento giro planetario hacia la oscuridad lo alza al cielo y él cabalga los más largos rayos del sol hasta la misma cúpula de la noche. Con la aurora, la presión de la luz solar lo empuja de vuelta a la tierra.

El vasto concurso galáctico titila frente a él durante sus vuelos nocturnos; sin embargo, el sol permanece siempre en su línea de visión. La energía del astro lo sostiene. Cuando la tierra rota hacia la mañana, su ondaforma se desliza de vuelta a través de los estratos de la aurora, roza las cimas rubí de los montes y se asienta allá donde él quiere, en calina bullente de fotones.

Pero aun la inmortalidad tiene sus límites. Las garras del Dragón golpean con púas de relámpago desde las costuras en la costra de la tierra cuando el peregrino se acerca demasiado. Un toque y su cuerpo tejido de luz se desmenuzará como tiras explosivas de petardos. Rindiendo su energía al Dragón, participará del destino común de los seres vivientes, su consciencia se enturbiará hasta colapsarse, desangrándose en la Gran Inanidad.

Así, se mantiene a distancia de las líneas de falla y las zonas de fractura. A él estas le parecen venas de lava, corrientes incandescentes que respirasen de un modo más brillante o más oscuro según los ritmos pulmonares del interior bullente del planeta. La niebla neón que viborea por estas abruptas, ardientes fisuras se colma para él de borrosas imágenes: espectros reptiloides, formas de dragón en brumosos terrenos, visiones extraídas directamente de los recuerdos del peregrino.

Este es el modo de comunicarse del Dragón. Forja apariciones, mareas de gárgolas, endriagos, espíritus viperinos sacados de la mente del peregrino para expresar su ira. Quiere recuperar su poder. Quiere devorar los campos de fuerza de su ideación, la luz tejida que contiene su inmortalidad. Ansioso por nutrir sus misteriosos cánticos de ensueño, emerge por las grietas de su caparazón con perfume de madreselva, un aroma vinoso que recuerda los ocasos estivales de la vida terrestre del inmortal.

Estas seducciones fracasan. El peregrino ha conquistado su inmortalidad a un precio demasiado alto para derrocharla en nostalgia. Durante el día, vaga estupefacto entre las venas del Dragón, navegando sobre ellas con las nubes. Mira hacia abajo a través de los espejismos de su pasado con total indiferencia. Su vida mortal no es sino una pálida fantasía ahora que sus dimensiones espacial y temporal se han hecho tan flexibles. Mientras está en la superficie de la Tierra, ignora decididamente al Dragón deslizando su cuerpo eléctrico al interior de animales y plantas, experimentando el mundo a través de las vividas oquedades de sus percepciones.

Escurriéndose por los bosques como murciélago o lechuza, zumbando a través de pradales en la mente solar del abejorro, recorriendo el fondo de los lagos en los vuelos umbríos del pez, viaja a través de la campiña. Rociones de espuma estallan en la agitación del salto de una trucha cuando el peregrino la deja atrás y entra en la mente de la presa que las chasqueantes mandíbulas del pez acaban de perder: una polilla de errático aleteo que escala el viento.

Al ocaso, se eleva más y más alto, hasta donde bucean las estrellas. El suave resplandor púrpura de la luz zodiacal sobre él y el sol, un astro argénteo allá abajo flechando el limbo terrestre, ocupan su trance. El gigantesco océano fosforescente del espacio lame su cuerpo astral con olas de placer, lavándolo en las frías, deliciosas energías de las profundidades estelares.

Ascendiendo y cayendo con el día, el peregrino vive en un sueño… aparte de la imprescindible vigilancia para protegerse del Dragón. Esta alerta estorba el rapto. Antes o después, arrullado por la euforia, cometerá un error. El Dragón golpeará. Entonces, su siglo entero de esfuerzos le habrá rendido nada más que agonía mortal y olvido.

Cada montaña no es sino una tumba bajo los cielos.

Para escapar de la muerte, debe volar sobre los montes. Debe huir de la Tierra por completo. Con la música de las estrellas por guía, debe hallar el camino hacia el más grande de todos los astros, el sol negro. Los textos antiguos que como mortal leyó, escritos en hojas de palma y preservados durante milenios en entabladuras de barro cocido, hablan del sol negro, una estrella invisible tan inmensa que devora hasta su propia luz.

Mientras flota entre luces boreales, atiende el melodioso filtrarse de los rayos estelares y rememora sus años de estudio en la lamasería. Allí leyó por primera vez los textos que le enseñaron lo que sabe del Ch’i-lin y el camino de la huida del sufrimiento. El sol negro es el portal del cielo. Si puede volar a través de la negra vacuidad de la que penden las estrellas, si puede lanzarse directamente al corazón del sol negro, las antiguas escrituras le aseguran que trascenderá la realidad temporal y conocerá la libertad del abandono absoluto y el final del sufrimiento… sin perder la consciencia.

Para alcanzar el sol negro en el centro de la galaxia, en el umbral del tiempo y el espacio, necesita de nuevo el Ch’i-lin. Sólo el corcel celestial posee la fuerza radiante necesaria para llevarlo a través de distancias tan vastas. Debe encontrarlo otra vez.

Como humo de hoguera o como vapores de lluvia ventosa, el peregrino se desliza por las escalas sin peldaños de los rayos solares. Se mueve con facilidad a través de la densidad de las nubes, entre escarpados picos, y por los lechos pedregosos de los ríos hacia los llanos del delta. Ve allí al Ch’i-lin. Sus ojos verde-hielo lo observan a través de undosas millas de atmósfera mientras él se aproxima. Cuando está lo bastante cerca para discernir los finos matices platino de su pelaje y su crin, el animal huye abruptamente.

Su largo, esbelto cráneo mira atrás, con su tenue perilla y su majestuosa melena desdibujadas en confusos borrones por la precipitación del vuelo. Se desvanece entre los magros huesos de un bosque de abedules. Al día siguiente, el peregrino lo halla de nuevo; esta vez, en la profundidad de los montes, en un angosto valle lejano. En su ansiedad por capturarlo, vuela bajo sobre las rocas erosionadas del río, ocultándose entre abetos sombríos, escuálidos y retorcidos.

Irrumpe desde una malla de helechos y juncos, y se lanza sobre el Ch’i-lin. La criatura retrocede con un centelleo de sus cascos hendidos. El peregrino piensa que esta es la reacción sorprendida del animal y se acerca rápido a él, pretendiendo apresarlo. Entonces, en una explosión vaporosa, la garra del Dragón emerge del lecho seco del río. Salta un chorro de grava, los guijarros giran como motas de polvo en el aire y el peregrino se libra por muy poco.

Ardientes cables de relámpago se enmarañan entre sí crepitantes. La muerte pasa a través del peregrino como un viento frígido. Su fuerza vital se vierte a la tierra. Pero él la hala con todo su poder y, acompañado por el trueno, parte volando de allí.

El Ch’i-lin lo ha engañado. Una pulgada más cerca y estaría muerto ahora.

El hedor acre de los humos del Dragón lo envuelve hasta que alcanza el alto cielo. Allá abajo, el oscuro bosque de abetos esconde la grieta por la que el Dragón ha atacado. Se amonesta a sí mismo por su fervorosa persecución. Sin duda el Ch’i-lin quiere venganza por el cuerno que le ha arrebatado. El Dragón quiere venganza también, por la fuerza que el peregrino ha tomado para sí. La huida no será fácil. Pero hay tiempo, todo un mundo de tiempo para el inmortal, y él no volverá a actuar de forma precipitada.

Durante los días siguientes, el peregrino desciende lentamente desde su alcándara nocturna, moviéndose con la procesión de los cielos, sus nubes de cimas inflamadas. Sigue la pista del Ch’i-lin con más cuidado: camufla su forma ectoplásmica en el juncorreal o la funde con los pulposos racimos de la monotropa; avanza paso a paso con las sombras del bosque, cerrándose pacientemente sobre su presa. Y escucha siempre las rocas, las vetas verde-bronce de malaquita y las estriaciones borgoña del hematites, los fragmentados estratos de elementos que conducen la energía del Dragón. Escucha… y, en las vetas férricas y cupríferas, oye la pétrea respiración del monstruo. No caerá en la trampa otra vez.

Sin embargo, cada vez que se acerca lo bastante para alcanzar al Ch’i-lin de un salto, el animal cesa en su pacer solar para mirarlo, fija en el peregrino sus ojos jade y huye. Él lo sigue. Atento siempre a la presencia del Dragón, él persigue su juego a través de un paisaje circunvoluto como el cerebro humano. Por fin, comprende que la criatura lo está guiando hacia el oeste, lejos de su pasado en el Reino Medio, más y más lejos de sus guaridas alpinas.

El peregrino no sabe adónde lo conduce el Ch’i-lin o por qué permanece aún en la Tierra. Al mutilarlo, ¿ha dañado su capacidad de volar? La agilidad con la que la bestia lo elude desmiente este temor. En un instante, puede desaparecer centelleando en las alturas azules y dejarlo solo en esta roca que hostiga el Dragón.

Pero no lo hace. Día tras día, aparece con los primeros trazos verdes de la aurora, con su perilla sedosa y su larga crin como tenue miasma sublimada de su cuerpo de hielo. Y siempre lo guía con el sol hacia el oeste, manteniéndose cerca de las venas del Dragón. Pasado un tiempo, el terreno montuoso se suaviza en onduladas llanuras. Como lengua de niebla, el peregrino se desliza entre cañaverales, cabalga en su vuelo hacia occidente las aves, y sigue al Ch’i-lin en su descenso por verdes laderas moteadas de hibiscus, frangipanis, buganvillas.

Tribus a caballo barren las llanuras occidentales. Grandes hordas avanzan en oleadas por la vasta campiña, desplazadas unos años antes por las victorias del Reino Medio en el Este. Vagan en busca de nuevas tierras patrias, asimilando o destruyendo los pueblos que encuentran en su ancha ruta. Estas gentes tribales, de trenzas lustrosas color sable, vestidos de pieles y con pesados ornamentos de bronce, son habitantes familiares del pasado del peregrino. El cultivado pueblo del Reino Medio los considera rudos e incorregibles nómadas. Siglos atrás, fue construida una gran muralla para mantenerlos lejos.

El peregrino funde su inmortal luz corporal con uno de los caballos en marcha hacia el oeste. Viajará de esta forma, decide él, dejando que el impulso de la historia lo porte. Visitará nuevas tierras, encontrará nuevas gentes. Y siempre vigilará a su presa… y al Dragón. Con el tiempo, aprenderá las costumbres y los trucos del Ch’i-lin y descubrirá cómo capturarlo. Entonces escapará del Dragón para siempre y hallará morada en el cielo.

‡ ‡ ‡

La ventosa luz de los polos —la aurora boreal y austral— es el portal del cielo que busca el peregrino; sin embargo, para los dioses, esta luz ventosa no es sino tierra bajo sus pies. Viven ellos en el inmenso árbol de energía electromagnética que surge del núcleo férrico del planeta y extiende sus anchas ramas sobre todo el mundo. Para los dioses, seres ellos mismos conformados de campos eléctricos, el vasto árbol magnético aparece como un paisaje de muchos planos.

En los luminosos estratos del Árbol, diversas tribus de dioses viven y contienden. El destino del peregrino y del unicornio al que persigue quedará determinado por el conflicto entre dos de estas razas: los altos, rubios nómadas del Norte Perdurable y los atezados constructores de ciudades del Sur Radiante. Han estado en guerra durante milenios. La apuesta no son sólo los enormes territorios en las desparramadas y escalonadas ramas del Árbol deslumbrante, sino también las oscuras e intrincadas tierras raíz, que cubren la superficie del planeta.

Muy por encima de estas tierras raíz, por las que el peregrino vaga entre los parias de la guerra, en las ramas más altas del Árbol del Mundo, donde el viento solar bufa contra la magnetosfera terrestre, el paisaje se convierte en dunas desérticas, una estéril y devastada tierra a los ojos de los dioses donde las imágenes rielan y nadan en distorsionados, trémulos horizontes. Justo debajo de esta ruinosa frontera se halla el paraíso donde los dioses habitan.

Protegida del viento solar y de las galernas estelares por las ramas abovedantes del Gran Árbol, la región media brilla con la especial hermosura verdeazul de las entidades eléctricas que la pueblan. En este nivel, la ionosfera se extiende sobre el globo en majestuosos montes y terrazas. Para los dioses radiantes, estas iónicas llanuras bullen de vida. Bosques arcoíris florecen entre las venas argénteas de las corrientes ribereñas. Y en estos bosques y ríos, animales de gas ionizado cumplen sus bestiales ciclos vitales: grifos, manticoras, basiliscos, rucs, serpientes de fuego, quimeras y ocasionales unicornios que descienden de sus viajes gozosos con la manada solar.

Compuestos de plasma —gas cargado eléctricamente y demasiado tenue para que el ojo humano lo perciba— los dioses, su territorio y las criaturas que existen en él no anhelan nada más allá de su propio mundo. Para estos habitantes de la luz, todo lo que está debajo de su reino magnético es una vaporosa oscuridad. La superficie terrestre, muy por debajo de las ramas más bajas y foscas del Gran Árbol, presenta el temible aspecto de un submundo. Un laberinto neblinoso de torturada roca lleno de fosas traicioneras y escarpadas fisuras, ese tórrido lugar no ofrece sino daño y perdición a todo el que cae del Gran Árbol.

El Dragón, siempre voraz, ansioso de más y más poder con que nutrir sus cantoensueños, devora a cualquier ser de luz que se atreva a ponerse al alcance de sus garras. Su piel agrietada y sangrante es un lugar de horror para los dioses. Allí viven criaturas grotescas. Horribles parásitos emergieron de la sangre del Dragón, de los océanos, mucho tiempo atrás. Mutando y diversificándose, mimetizando asquerosamente las elegantes formas vitales del Árbol, esas bestias pesadas, imposiblemente densas, gastan sus breves y escuálidas vidas en lóbregos bosques que son un oscuro simulacro de las espectrales forestas superiores.

El hecho más aborrecible para los dioses es que esos monstruos viscosos formados del cieno del Dragón están condenados a devorarse unos a otros para sobrevivir. En el Gran Árbol, no hay carnívoros. Todos los seres radiantes subsisten gracias a los frutos solares de los bosques arcoíris. Pero allá abajo, en las profundidades sirope de la atmósfera tenebrosa, la débil energía sostiene sólo una verde vegetación miserable. Todo el resto debe matar para vivir.

Este hecho brutal, así como el peligro real del predatorio Dragón, repugna a los dioses, que, hasta hace poco, han prestado escasa atención a lo que transpira entre las infernales mutaciones que infestan la carne rezumante del planeta. Por el contrario, no se apartan del Gran Árbol. Formando tribus, o pequeños clanes dentro de esas tribus, vagan por las ramas inmensas que portan todo un mundo de cromáticas forestas, repentinos farallones y territorios lagunosos.

De los lagos, brillantes cascadas de eléctricas corrientes caen entre las ramas del Árbol y rocían la tierra como auroras boreales. En la cabecera de una de estas cataratas, un dios reposa a solas, contemplando las aguas girar al viento. Muy abajo, columbra al unicornio y sigue, distraídamente, su punto de radiación mientras este marcha hacia el oeste, turbando la tierra.

El dios porta un sombrero de alas anchas que arroja una sombra oblicua sobre su cuadrada cabeza, ya de por sí herida de sombras. Un único ojo, azul y mineral, observa desde la hondura de su cuenca. La otra cuenca contiene sólo oscuridad. Anchas cejas trazadas hacia arriba, puntiagudas como mechones de lince, bordean una frente masiva castigada con cicatrices de sol, arrugas de preocupación y melladuras en el cráneo. Es este un rostro esculpido por el sufrimiento. Líneas fieras cincelan su carne erosionada creando blondas arrugas en su perfil de águila para desaparecer en la blanca flocadura de su barba espesa.

Arropado en una capa azul, la pesada mole de su cuerpo, doblada sobre sí en la cresta de la cascada donde se sienta, parece la piedra angular del cielo. Es el jefe tribal del Norte Perdurable y, entre los de su clan, los Nómadas de la Caza Salvaje, es conocido como el Furor. Es este un nombre que se ganó en su juventud de exilio, cuando su tribu hubo de luchar contra los dioses que la precedieron. La destreza del Furor para sumirse a voluntad en un maníaco trance asesino ayudó a destruir a los Antiguos y le conquistó este nombre.

Desde que se ganaron su lugar en el Gran Árbol muchos años atrás, los Nómadas han recorrido libremente su mundo. En una de las ramas más altas, desde donde se contemplan las dunas escarchadas de las tierras baldías, construyeron un conjunto dispuesto en terrazas y lo llamaron Hogar. Pero estos dioses raramente están en el Hogar. Sus placeres hallan satisfacción mayor en los vagabundeos por sus territorios y dando curso a su juego favorito: la caza.

Este juego de los dioses, la Caza Salvaje, empezó en los años de la guerra. El Furor lo inventó como medio para enseñar al resto del clan a combatir. La idea le llegó durante uno de sus largos y peligrosos retiros en la tierra baldía.

Para experimentar los trances más profundos, el Furor se retrae a los severos límites del Árbol, a la perpetua noche donde las estrellas brillan grandes como globos, azules y anaranjados. Allí, ata sus pies a una fuerte rama y pende invertido. Con la cabeza hacia la tierra, su espina dorsal le sirve de antena. El flujo magnético recorre su columna vertebral, directamente hacia su cerebro.

Su fuerza se evapora como el torrente que cae de un risco y queda transfijo de dolor, crucificado a su esqueleto por un millón de ardientes clavos que lo taladran hasta la médula. Si lo soporta tiempo bastante, se funde en un trance que le permite ver. Y lo que ve depende de lo que busca.

Durante los años de guerra, el Furor buscaba formas de destruir a los dioses ancianos. Lo poseía el desespero. Cualquiera de los Antiguos era mucho más fuerte que todos los Nómadas juntos, pues aquellos habían descubierto el modo de acumular poder en fosforescentes albercas y de estas cisternas ardientes había extraído gigantes anguilas ígneas y escorpiones eléctricos que no podían derrotarse en batalla.

Así, en aquellos tempranos días, miles de años atrás, los trances del joven Furor le sirvieron para buscar ventaja sobre los Antiguos y sus creaciones monstruosas. Un día de aquel tiempo lejano, mientras pendía en trance de una rama tormentosa del Árbol, el Furor percibió que la copa tenía la misma proliferación demencial de ramificaciones que las raíces y que, como estas, las ramas se volvían más y más pequeñas hacia lo alto. Ahora bien, todos los dioses saben que las ramas más altas del Árbol se imbrican con los cronocánticos de las estrellas. Filamentos de energía de años luz de largo derivan como sargazos con los vientos solares y se enmarañan en las tremolantes ramas exteriores del árbol magnético de la Tierra. De esta forma llegaron los ancestros primordiales del Furor, nómadas cósmicos que cabalgaban los filamentos estelares de los Grandes Árboles de otros planetas. Pocos dioses recuerdan esto. Pero el Furor lo recordaba, incluso cuando pendía de su rama tormentosa. Y en su agonía se le ocurrió el pensamiento de que quizás las raíces, con una forma tan parecida a la de las ramas que se extendían sobre él, sirviesen asimismo de antenas y recibiesen el poder de la tierra misma, del tesoro de energía acumulado por el Dragón.

Sin saber todavía si esto era cierto o no, el Furor descendió del Árbol y se dispuso a descubrirlo. Para alcanzar las raíces, el Furor hubo de visitar el submundo, la superficie del planeta en cuyo interior yace adujado el Dragón. Ninguno de los Antiguos se había atrevido nunca a realizar este viaje. Miedo al vehemente Dragón era lo que siempre los había mantenido en lo alto del Árbol. Con la esperanza de quebrar su tiránico imperio aprovechándose del miedo que así los contenía, el Furor se obligó a vencer su propio pánico y entró en aquel inframundo.

En el calor y el hedor del vil lugar, buscó las raíces del Gran Árbol. Tropezó con una compacta raíz magnética que se hundía directamente en el núcleo fundido de la Tierra. Era la aorta del Dragón. Esta no le sugirió nada. Pero en la superficie del Dragón, se multiplicaban las raíces menores. Florecían ahí capilares más y más pequeños, que empezaban con las amplias corrientes eléctricas de las configuraciones creadas por el viento en la viscosa atmósfera y decrecían luego en los distintos trazados de las cordilleras y los deltas ribereños. Más finas aun, las encrespadas antenas de los árboles que surgían del légamo planetario brillaban con lo que parecían microvoltajes a través de sus hojas individuales. Así pues, era cierto, las raíces eran antenas, como el Furor sospechara.

Y en el menor de sus niveles, el Gran Árbol poseía las mayores y más precisas estructuras radiculares en el lodo gris de los cerebros orgánicos. Al principio, el Furor no captó de qué modo la urdimbre radicular de estos cerebros físicos podía ayudarlo en su guerra contra los Antiguos. Pero sabía confiar en lo que el trance le mostraba. Se dedicó a estudiar las finísimas angosturas de corriente que enardecían los pastosos órganos secretorios de aquellas criaturas de corta vida, con la esperanza de que acabaría por comprender por qué el trance lo había conducido a aquellas profundidades.

Temblando ante el solo pensamiento de chapalear en la sangre del Dragón, el Furor renunció a examinar el sistema neuronal más grande y complejo del planeta, el de los cetáceos. En su lugar, se decidió por la urdimbre cortical de una extravagante especie simiesca que había evolucionado de modo risible, como para imitar la apariencia de los dioses. Y ahí, el Furor se dio de bruces contra algo profundamente perturbador.

Estos seres habían sido contactados poco tiempo atrás por los enemigos del Furor, los dioses del Sur Radiante. Juntos, habían aprendido a usar metales conductivos, como el cobre, la plata y el oro; a ligar seres eléctricos… y a asesinarlos. Estas criaturas ridículas que no vivían más allá del parpadeo de un ojo habían hallado el poder para matar a los dioses.

Esto ocurrió en un tiempo antes de que el clan del Furor, los Nómadas de la Caza Salvaje, se aliaran con el Pueblo del Rostro Fulgente, el único clan del Norte Perdurable que conocía el arte místico de la forja. El Pueblo mismo lo había aprendido mucho tiempo atrás de clanes del Sur Radiante con los que compartía el amor a la luna, el elusivo Rostro Fulgente.

Ansioso de aprender a forjar las lanzas de plata que podían herir mortalmente los cuerpos etéricos de los dioses, el joven Furor se aproximó al Pueblo del Rostro Fulgente. Pero estos no querían tratos con él, tomándolo por un berserker advenedizo loco de poder. Los misterios del metal servían sólo a su culto lunar y el Pueblo no sufriría la infamia de darles un uso bélico.

Rechazado, el Furor no tenía modo de obligarlos a ayudarle, pero estaba decidido a aprender los secretos del Sur Radiante y destruir a los Antiguos. Y así, para conseguir estos misterios de las raíces del Gran Árbol, se tornó en petición de ayuda a seres inferiores.

Estos eran los trolls, los parásitos más grandes del Dragón, seres ctónicos cuyos cuerpos primitivos estaban tejidos de luz de cuarzo, campos piezoeléctricos, descargas tectónicas. En su fase larval, reptan hasta la superficie del Dragón y mutan mientras habitan entre otras formas vitales, a las que intentan robar su voltaje en cuanto las encuentran. Adultos, se tornan gigantes. Hinchados con tanta carga como pueden rapiñar en sus largas correrías milenarias, acaban por descender de nuevo al interior de la Tierra y circulan soñolientos con los enormes ciclos del magma de convección.

Con el tiempo, después de muchas decenas de miles de años de eufórico ambular participando de los cantoensueños del Dragón, sus masivos cuerpos electrostáticos atraen a otro como ellos, pero de opuesta polaridad, y ambos se aparean. Cuanto más poderosa es la carga eléctrica del gigante, mayor atracción ejerce sobre él el corazón galvánico del Dragón. Y cuanto más plenamente comparte los etéreos cantoensueños del Dragón, mayor es el cónyuge que atrae. Y más fuertes, entonces, son sus vástagos.

El Furor halló al más viejo de los trolls, cerca del final de su fase larvaria y a punto ya de transmutarse en su gigantesca forma adulta. El Furor quería el conocimiento que el troll había adquirido al devorar las vidas de sus presas. A cambio de este, le ofreció al troll un pedazo de sí mismo: su ojo izquierdo.

El troll aceptó al instante. Con tal poder, más de un tercio de lo que ya poseía, daría de sí un espléndido gigante. El troll transfirió electrónicamente todo el conocimiento humano que atesoraba después de diez mil años de devorar almas. Y el Furor rindió su ojo. Con tal celo lo tomó el troll que el dolor dejó al dios inconsciente.

En su estupor, el Furor soñó que era humano. Nueve años durmió, vagando por los sueños de las historias de los pueblos. Espectros de cavernícolas y cazadores representaron en su mente escenas de sus vidas. Cruzó pastizales al galope y fijó su mirada en los misteriosos augurios del fuego.

Como mujer, laboró mascando cuero, amasando arcilla, en abrigada cooperación con otras mujeres, que salmodiaban y canturreaban mientras vigilaban a sus niños corretear en ralas nubes entre los coros incesantes. A la hora de la muerte, el hedor, la amargura y el dolor. Y ningún otro sonido más que el de un tambor batido. Un latir de corazón. El pulso. Miedo. Y rabia. Pasión también. ¡Como los dioses! Y entonces, las punzadas desgarradoras del alumbramiento. Chillidos rasgan el aire con el dolor de un alma, y él recorre la boca de una cueva con puños callosos, un mendigo sin piernas.

El sueño lo transportó de este modo un largo tiempo, lanzándolo de un fragmento de vida humana al siguiente. Probó muchas vidas y, cuanto más sufrió con ellas, más creció su respeto por este pueblo fuerte e ingenioso. Como él mismo, también estos seres querían sobrevivir y luchaban con su mismo desespero para culminar sus insubstanciales momentos terrestres.

Y entonces, encontró a los Señores del Fuego. No de forma directa. Ninguno de los humanos que el troll consumiera había tropezado realmente con uno de estos luminantes extraterrestres, así que no poseía inmediata experiencia de ellos. Pero mucha gente había oído hablar de estos dioses notables. Con inmensa sorpresa, el Furor supo que los Señores del Fuego, entidades que habitaban los rareficados campos de fuerza entre las estrellas, visitaban la Tierra. Y no sólo eso, sino que se implicaban íntimamente en las nimias vidas del pueblo.

Cuando el Furor despertó, conocía a la humanidad, su corazón carnal, su mente soñadora… y sabía que se habían convertido en instrumento de poderes mucho mayores que los dioses del Gran Árbol. Estos Señores del Fuego son deidades del Gran Bosque, la unión de todos los Arboles magnéticos que orbitan el conjunto absoluto de soles radiantes. A toda costa, ansiaba saber más de ellos. Pero antes, debía asegurar un lugar para su clan en el Árbol.

Sirviéndose del conocimiento que había adquirido del troll a un precio tan terrible, el Furor se aproximó de nuevo al Pueblo del Rostro Fulgente. Esta vez, con la cuenca del ojo perdido aún sangrándole, convenció a sus distantes primos de que un cambio profundo amenazaba al planeta debido a seres extraños al Árbol.

El Pueblo del Rostro Fulgente había oído hablar de los Señores del Fuego. Algunos habían encontrado incluso estos espíritus en sus vagabundeos. Pero creían que los Señores del Fuego eran meros visitantes, curiosos sí, pero indiferentes a la vida terrena, de un modo muy similar al de los unicornios que en ocasiones descendían del viento solar para rondar por el Árbol. De lo que no se habían dado cuenta era de la intimidad de los Señores del Fuego con los insignificantes humanos que se debatían en el submundo. Esto los perturbó. El Pueblo, absorto en sus rituales lunares, temió con razón que estos invasores de más allá del Árbol hubiesen establecido una base entre las más finas de las raíces, allí donde a ninguno de los dioses se le habría ocurrido mirar, si el Furor no hubiese sacrificado su ojo.

Convencidos al fin de la sinceridad de su pariente, los dioses del Rostro Fulgente se decidieron a ayudarle a crear una morada permanente para todos ellos en el Árbol. Y así, el Herrero Portento del Pueblo forjó la primera arma metálica del Furor, la espada Nutrecuervos.

Con tal hoja en sus manos, el Furor unió los dos clanes y les enseñó todo lo que aprendiera de los humanos sobre la caza. Practicaron estas habilidades con las bestias de los bosques arcoíris hasta que lograron la destreza necesaria para enfrentar a sus bestiales enemigos. Armados entonces con espadas de plata, oro y cobre, los jóvenes dioses atacaron a las gigantescas anguilas de fuego y escorpiones eléctricos que guardaban las albercas de poder de los dioses ancianos.

Las batallas tronaron año tras año. Y eso ocurrió años y años atrás… milenios. El Furor, sentado en las altas peñas sobre el agua arremolinada de la cascada, se encoge de hombros ante estos recuerdos potentes. Tanto ha cambiado y tan poco es diferente. Los Señores del Fuego continúan inmiscuyéndose en las raíces del Gran Árbol que se enzarzan en los cerebros humanos. Y este arte asesino de las armas de metal se ha ido de las manos. Un mero idiota humano con la espada adecuada y un poco de suerte podría matar a un dios.

Incluso peor que esto —mucho, mucho peor— es la realidad del Apocalipsis. Él lo ha visto: el destello nuclear, la ígnea niebla radioactiva, la Tierra arrasada. Colgado de la Rama del Cuervo, la más alta de las ramas tormentosas, sumido en trance, ha penetrado con su visión el tiempo y ha contemplado este horror que ahora quisiera no recordar. Entre todas esas gloriosas membranzas de sacrificio y esfuerzo, la profecía del Apocalipsis es demasiado amarga, demasiado estúpida y absurda para ser verdad. Y, sin embargo, es verdad. Él lo ha visto. Y esta visión se burla de cualquier cosa que él haya conseguido.

Rechina una maldición a través de la espesa barba del Furor y el dios se alza, expandiendo lentamente su cuerpo enorme mientras contempla lo que debe hacer. Está cansado. Alrededor, las calinas opalescentes de la catarata giran arremolinadas en coronas y parábolas.

El unicornio que ha estado observando, distraído mientras rememoraba tantas cosas, continúa moviéndose abajo, un punto ardiente de luz, color de estrella. Pondera brevemente qué raro impulso lo traería del vacío para imprimir el sello de su extraña energía en la piel del Dragón. Entonces, el agotamiento vence sus especulaciones. Es viejo y está fatigado.

Busca fuerza que lo mantenga y mira hacia arriba, al viento, con su ojo único. Mira a través de los desgarrones en el velo azul del día, hacia las ruedas estelares de la noche que giran perpetuas alrededor del Gran Árbol. Y suspira cansado ante lo que está por hacer.