Caballerizas

Hermanos Aurelianus

Sobre el primitivo letrero, una grímpola con la imagen de un dragón se rizó en la sofocante brisa del mediodía. Y entonces fue cuando lo vi.

Más alto y mayor que en mi visión, tenía el mismo cabello sable, aunque más fino, y los mismos ojos de impresionante azafrán, aunque menos gentiles y con el sesgo principesco de un arquero, calculador, malicioso casi. Parecía más viejo, me figuré, porque me había llevado años encontrarlo. Y, tal como había llegado a suponer al final, no era rey. Portaba los calzones de cuero y las muñequeras de un caballerizo, un látigo que colgaba de su cinturón y sus hombros brillaban con el esfuerzo de manejar los musculosos, briosos caballos de guerra que los hombres de los barracones habían puesto a su cargo.

Aturdido ante la idea de haberlo encontrado, permanecí sentado donde estaba y lo observé. Su espalda de trabajador estaba empedrada de músculos, pero él se movía con un porte regio, incluso cuando patullaba los excrementos de los caballos. A los animales les gustaba. No me cabía duda de ello por el modo en que se suavizaban cuando él les ponía la mano encima; y él era sensible a sus necesidades, sabía de inmediato qué bestias debían beber, cuáles tomar forraje y cuáles necesitaban cansar su fuerza nerviosa en el picadero detrás de los almiares. En cuanto los soldados ataban sus corceles a los postes de las caballerizas delante del abrevadero, él se apresuraba a atenderlos, les quitaba las sillas, les hablaba y, tras un rápido cepillado, se los llevaba a las cuadras antes de que bebieran demasiado.

Orgulloso, me acerqué a él para informarle de su destino. «Señor…».

«Vuela de aquí, pedo viejo», ladró sin molestarse en mirarme directamente, mientras portaba a la vez dos sillas al vecino taller de curtir.

«Señor… traigo alegres nuevas…».

Dejó caer las sillas, se arrancó el zurriago del cinturón y me golpeó con él. «¡He dicho vuela!».

Retrocedí tambaleándome, tan asombrado por su violencia que tropecé en la calle y caí de espaldas en el estiércol.

«No quiero ninguna alegre nueva de la vida después de la muerte, no quiero buenas nuevas de salvación, ni chácharas evangélicas sobre el amor de Jesús o la victoria de Mitra por mi alma. ¿Me has oído, viejo?».

«Espera», le imploré mientras me volvía la espalda. «No entiendes». En mi ansiedad por alcanzarlo, resbalé en la boñiga y caí de bruces, golpeándome la frente con un bordillo. A la luz del sol, las estrellas titilaron en las heces y la fuerza para incorporarme huyó de mis miembros. Tanto mejor, pensé, sin desear ya levantarme por este Gandharva que amaba más a las bestias que a los hombres.

«Déjame darte la mano, abuelo», dijo otra voz a mi lado —una voz más gentil— en la misma jerga latina que empleaba el caballerizo mayor. Fuertes manos me tomaron por las axilas y me alzaron de aquel albañal. «Ambrosius no tiene espacio en su corazón para la fe», añadió en el arcaico latín de Britania, esforzándose en mostrar respeto por un anciano británico. «Desde la muerte de nuestro padre, sólo desprecio por los caminos de Dios colma el corazón de mi hermano. ¿Puedes perdonarlo?».

La esperanza trepidó en mí y me torné decidido hacia él. El joven que había venido en mi ayuda tenía precisamente el rostro de mi visión. Incluso portaba alrededor del cuello la cruz de jade. El milagro palpitó como pulso de sangre. «¡Tú!», exhalé casi mudo de miedo.

«¡Theo!», gritó Ambrosius. «Apártate de él. No quiero saber nada de zelotes que vengan a robarnos con esa apariencia de corderos».

«No le hagas caso, abuelo», dijo Theo con tranquila confianza mientras sacudía los parches de estiércol adheridos a mi ropa. «Si tienes hambre, puedo conseguirte comida, y te mostraré un lugar donde dormir sin que las patrullas te molesten».

Moví mi bastón delante de él sólo para asegurarme de que fuera mortal. Y lo era. «¿Por qué haces esto por mí?».

Una calma sonrisa tocó su joven faz y puso la mano en la cruz atada con una correa alrededor del cuello. «La única razón es que soy cristiano. ¿Cuál es tu fe, abuelo?».

«¿No me has oído?», llamó Ambrosius y apartó de mí a su hermano tirándole del dorso de la túnica. «Acaba ya con la cháchara religiosa. La fe nutre las almas, no los cuerpos. Vuelve al trabajo, Theo. Y tú, anciano, sigue a tu sombra ahora o…».

«Ambrosius», protestó Theo poniéndose entre su agresivo hermano y yo. «Ten caridad, por Dios. No seas tan duro con este extranjero. Vamos a darle aunque sea un trozo de pan para el camino».

La impaciencia de Ambrosius vaciló ante la apasionada mirada del más joven y retrocedió agitando un dedo. «Dale algo, de acuerdo, hermanito. Pero alimenta a este pedigüeño y a todo el resto de los pedigüeños con lo que es tuyo. Quiero lo mío esta misma noche».

«Vamos», me dijo Theo retornando al latín arcaico. Me puso un amistoso brazo sobre los hombros y se me llevó de la presencia exasperada de su hermano. «La poca comida que haya que pueda considerar mía es tuya. Todo el dinero que hacemos tenemos que dárselo a nuestros inversores, que fueron lo bastante bondadosos como para ponernos al frente de estos establos. Sólo llevamos aquí unas pocas semanas, así que poco hemos podido ahorrar todavía. No tengo ni un óbolo que darte…».

«¿De dónde sois tu hermano y tú?», inquirí.

«Armórica», respondió guiándome a través de los establos hasta una ruda casucha, leprosa de agujeros que habían sido cegados con paja prensada. «Un reino costero de Bretaña, la Pequeña Bretaña adonde huyeron todas las familias romanas de esta isla que pudieron permitírselo».

«Ah, eso explica el acento libre y natural», dije deslizándome al latín moderno. «Todo el mundo habla en esta roca como si fueran centenarios».

Su risa espontánea y el fraternal apretón de su brazo en mis hombros huesudos me hizo sentir como si fuéramos viejos conocidos. «Eres un bribón sorprendente, anciano», soltó.

«¿Por qué habéis venido aquí de Bretaña?», pregunté. «La mayoría va en el otro sentido».

«Es una historia que se cuenta mejor al viejo estilo». Deteniéndose en una parcela llena de hierbajos delante de su destartalada choza y adoptando la actitud de un orador de antiguo cuño, habló fluidamente en latín arcaico. «Nací en Armórica hace veintitrés inviernos. Pero mi hermano, una década mayor que yo, aún recuerda el tiempo en que nuestra familia vivía en un palacio de Londinium. Nuestro padre portaba la púrpura de senador colonial, pero un rival lo envenenó. Mi hermano y mi madre, que me llevaba a mí en el vientre, huyeron a las Galias, a Armórica, y ella nos hizo jurar venganza antes de morir este último invierno». Dejó escapar una pequeña, incómoda risa. «Un juramento muy poco cristiano, por cierto, pero estaba amargada. Es comprensible».

Abrió la puerta de tablas y reveló un interior humilde, rancio: suelo sucio de tierra prensada, un desvencijado arcón que hacía las veces de mesa y barriles rotos por sillas. «Hay pan y vino en la despensa… esa caja del rincón. Sírvete tú mismo, abuelo. Sólo asegúrate de poner la caja en su sitio cuando acabes. Preserva de los ratones».

«¿No te sientas conmigo?».

«No puedo». Se encogió de hombros con un gesto descorazonado. «Mi hermano quiere que engrase y bruña las sillas mientras él se ocupa de los caballos. Como hay buena luna esta noche nos quedaremos remendando el cuero estropeado hasta que se ponga y no volveremos hasta tarde. No esperes por nosotros. Puedes dormir en cualquier almiar libre que encuentres. Ambrosius no te molestará más… yo me encargo de eso. Quizás al amanecer tengamos oportunidad de hablar. Aún no me has dicho cuál es tu fe».

Y con esto partió de vuelta a su banco en la curtiduría y yo me quedé envuelto en un silencio blanco y milagroso, como en el vientre de una nube, respondido al fin el canto de mi Gandharva. Había una música en aquel silencio, no diversa de la música callada que sentí junto a Óptima aquel primer año mío en la carne. Era como la estela que deja el cantor cuando ha acabado ya y la reverencia de la canción penetra en nosotros, en ese reducto donde todas las canciones comienzan.

‡ ‡ ‡

«¿Le diste, pues, la espada Relámpago?». El Furor no puede mantenerse de pie bajo el peso de este absurdo y se sienta en la playa de piedra, con las botas metidas en el mar turbio de hielo. La espada Relámpago es la primera arma que Brokk concibió para el dios, durante la guerra contra los Antiguos. La hizo proporcionada a una mano humana, porque en aquellos tempranos y fugitivos días el Furor no podía asumir sin riesgos una estatura más grande.

Forjada con un acero de filo diamantino, la espada Relámpago lleva impreso un sutil circuito de oro diseñado para destrozar la carne ondamórfica de los dioses tan salvajemente como desgarra cuerpos humanos.

«¡Gran Señor! ¡Señor magnánimo!». Brokk mismo no puede creer que haya traicionado a su hacedor. «¡Mátame! ¡No puedo soportar seguir vivo!».

«¡Silencio!». El Furor sacude la cabeza, prietos los dientes. Su ojo, tenso, observa las derrotas azules de los icebergs en el horizonte, como si buscase algo entre ellos. «Cálmate, enano. Te necesito sereno».

«¡Sí, Señor! ¡Calma! ¡Estoy sereno!». Se humilla Brokk en la depresión del hielo. «¿Cuáles son tus órdenes?».

«Te ordeno volver al trabajo», murmura el jefe de los dioses.

Brokk alza su cabeza sobre los lamidos de las olas para estar seguro de que ha oído bien. «¿Volver al trabajo?».

«Sí». El Furor se levanta y se gira poco a poco para contemplar la pequeña isla inhóspita. Aquí, un Señor del Fuego ha caminado. Examina la grava donde hubo de alzarse y no ve nada inusual.

«Mi Señor…». El enano se arrastra por los crueles guijarros a los pies del dios. «No puedo volver al trabajo. ¡Debo ser destruido! He puesto tu vida bajo grave amenaza».

«No, no», murmura el Furor, ocupado en tocar el cuerno de llamada que el Señor del Fuego sopló. «Eres demasiado valioso, Brokk».

«Pero te he traicionado, oh Señor mío, mi Hacedor». Molesto por estas nimias distracciones mientras busca claves de la presencia del ángel, el Furor se dirige ceñudo a su enano.

«Escucha, Brokk. No eres responsable de lo ocurrido».

«Pero yo se la di. La tomé del arsenal y se la di a ella».

«¿Cómo podías desobedecer a un Señor del Fuego? Es un ser más grande que tú o que yo mismo».

«¿Era uno de esos, realmente?».

«Estoy seguro, Brokk. Ahora, si dejas de fustigarte y vuelves en ti, podrás servirme mejor. Al trabajo contigo otra vez».

Con una sonrisa densa bajo un ceño de lastimoso alivio y gratitud, Brokk deja a su dios y desaparece entre dunas de grava.

El Furor camina hasta el mar, acariciándose la barba. Ha oído historias de los Señores del Fuego desde que era un diosecillo. Las Tribus del Sur Radiante tienen, contacto regular con ellos y desde hace años ya parecen íntimos. Aborrece la forma en que eso las ha cambiado: arredilando tribus enteras en ciudades muradas, enjaulando gente en cajas con números, aprisionando una raza entera en cuadrículas entre carreteras, mientras se recorta el campo abierto con valladares.

Ahora, los portadores de esta locura han venido al norte… y han robado la espada más letal que ningún humano haya blandido nunca. Sabe que no puede permitirles seguir adelante con esto. Debe perseguirlos y recuperar a Relámpago, o acabará no siendo él mismo más que una presa en la Caza Salvaje.

‡ ‡ ‡

Me senté ante los ladrillos de arcilla cocida del minúsculo hogar y me sumí en el olor a estiércol de caballo torrefacto y polen caliente, mientras las abejas pecoreaban en el perejil y la gataria del exterior, zumbando como mis propios ajetreados pensamientos. ¿Qué le diría a Theo de Ygrane? ¿Debía usar la magia para animarlo a venir conmigo al encuentro de la reina celta? ¿Qué había que hacer con su hermano? Hice planes y contraplanes arrullado por el abejoneo de los insectos hasta que me venció la somnolencia y me dormí.

Ygrane estaba desnuda ante mi mirada en un prado ígneo de eclosiones estivales —escarlatas amapolas, espuelas de caballero, bolsas de pastor, dedalera, cardo púrpura, botón de oro, pálido escaramujo, nueza, azulinas, bocas de dragón amarillas, cremosas madreselvas— y su pelo rojo como la nuez moscada flotaba suelto en un halo como el de una ahogada. Mariposas volaban por todas partes, espíritus elementales en los remolinos del viento con alas-pétalo de óxido, azufre, sal, cobre y humo.

«Contempla el gozo que has hecho de mí, Myrddin», susurró, muy próxima y como si la oyese desde dentro. Su hermosura animal resplandecía como bruñida por el sol, cubierta de oro, blandos los miembros pero trenzados de músculos, el rosa de un pétalo de magnolia culminando sus pechos y el penacho de su sexo como una hoja de otoño.

«Voy a llevarte el Gandharva», le juré, rezumante mi cabeza de claridad.

«Sé paciente», me impuso. «¿Merece una reina algo menos que un rey?».

«Desde luego…». Me golpeé la frente recordando la directiva de Raglaw: «Encuentra al rey…». Cuando la palma de mi mano azotó mi frente, la visión se deshizo en una explosión de mariposas, que me dejó tumbado boca arriba en el suelo terroso de la choza. El ocaso estaba en el umbral vestido de púrpura y supe de inmediato lo que había que hacer.

Volví al distrito rico de la ciudad, me aproximé por la vereda del jardín a la fachada trasera de la mansión donde había ocultado mi oro y entré por el portal de servicio. Con mi magia, hice que el cocinero me preparase una cesta con hogazas de pan caliente, ampollas del mejor vino de la casa, aceite de oliva, miel, huevos de pato bien protegidos en un nido de paja, una bolsa de nueces y otra de lechuga, espárragos, guisantes y coliflor fresca; por supuesto, garum y, encima de todo, un pollo asado guarnecido de higos y envuelto en anillos de salchicha.

El cocinero y yo disfrutamos de una pequeña degustación de estos deliciosos manjares mientras él preparaba la cesta. El hombre me habló de la tristeza que colmaba la ausencia de su difunta esposa, de la alegría que le proporcionaban sus dos hijas, feúchas pero de buen corazón, y de las esperanzas de casarlas bien algún día. Persona sincera y afectuosa, me recordó a otras muchas buenas almas, gente esforzada en su trabajo, elevada en sus sueños, que había encontrado yo en mis muchos y enredados viajes. Le dejé varios puñados de monedas de mi tesoro, que otro perro callejero me ayudó a desenterrar. Le dije con toda sinceridad que era dinero de mago y que sólo le causaría dolor, si le hablaba a alguien de él. Debía guardarlo en secreto y emplearlo sólo para el bien de los demás. Luego, lo puse a dormir.

Cuando salía, cogí un bol de peras y pastas que coloqué en precario equilibrio encima de la cesta pesadamente cargada y extraje fuerzas de mi segunda puerta corporal para llevar tanta abundancia a través de la ciudad hasta la casucha de los dos hermanos. Mi canto severo expulsó a todos los ratones de la choza, dejé la comida y el saco de oro sobre el engendro de mesa y me retiré a un solitario pajar en los establos.

Aquella noche disfruté del sueño más reposado de los cinco años de mi búsqueda. Desperté plenamente refrescado, con la aurora devanando su lana verde sobre mí y los dos hermanos sentados en la paja, mirándome con lobuna intensidad.

«¿Quién eres?», exigió Ambrosius.

Me senté y me quité de la barba el heno. «Mi nombre es Merlinus. Soy un erudito itinerante del sur. He recorrido la ancha tierra toda mi larga vida, adquiriendo conocimiento».

La fija mirada de Theo se iluminó. «¿Un erudito? ¿Has estado en Roma, entonces?».

«Oh, sí. He estado en Roma. Y Atenas, Alejandría, Antioquía, Bagdad…».

«¿Y ese dinero? ¿Y esos manjares?», quiso saber Ambrosius. «¿De dónde los sacaste?».

«Reuní el dinero en mis viajes. No tengo ninguna necesidad personal de ese oro. Por la amabilidad que me habéis mostrado, podéis quedároslo; al fin y al cabo, vuestras necesidades son mayores que las mías».

Ambrosius torció astutamente su hermosa cabeza. «¿Qué es lo que quieres, Merlinus? ¿Qué te traes entre manos?».

«Sólo quiero esto: un hogar. Soy demasiado viejo ya para seguir vagabundeando. Busco un hogar donde pasar mis últimos días, despojándome del conocimiento que haya podido adquirir para morirme con la seguridad de que lo que he aprendido será recordado».

«¿Por qué nosotros?», presionó Ambrosius llevándose el pulgar al hoyuelo del mentón. «A esta ciudad no le faltan casas mucho más hermosas que este maloliente agujero».

«¿Qué comodidades podría comprarme mi pequeña bolsa de monedas en una casa rica?», pregunté. «Esas prósperas familias se reirían de mi insignificante ofrenda. A vosotros, sin embargo, ese dinero os basta para pagar la deuda a vuestros inversores y poseer estos establos con pleno derecho. En cuanto a mí, si me aceptáis, con mis pocos medios me habré hecho sitio en una familia de noble linaje».

Ambrosius frunció hoscamente el ceño. «¿Qué sabes de nuestro linaje, anciano?».

«Yo se lo conté, Ambrosius», intervino Theo. «Le hablé de padre».

«Hombres de tan noble linaje llevan consigo el sello de la grandeza», le dije al desdichado hombre ante mí. «Tal es vuestra sangre. Yo podría, con mi vasta experiencia en los caminos del mundo, ser de utilidad para vosotros. Quizás las habilidades que Dios me ha dado puedan asistiros en vuestro ascenso a la posición que os corresponde».

«¡Basura!», cortó Ambrosius con un tono temible de rabia renovada. «El servicio que yo quiero me lo dará la espada. El único conocimiento que busco es la venganza. Y la asistencia que requiero es el poder… no el cacareo de un viejo bobo como tú».

«El conocimiento es poder, hermano», intercedió Theo y, aunque recibió una mirada rápida, oscura del mayor, prosiguió: «Que se quede. ¿Qué falso orgullo nos haría rechazarlo? Somos los últimos del clan Aurelianus. No creo que estemos en posición de despreciar la ayuda de nadie, si es sincera».

«No necesito más ayuda que la de Dios», aseveró Ambrosius, hinchadas de ira las aletas de la nariz, «y esa la tengo, porque mi causa es justa».

«Por eso nos ha enviado Dios a Merlinus», continuó Theo en tono conciliador. «En fin, Ambro, date cuenta: ya nos ha alimentado y pagado nuestras deudas. ¿Qué mayor bendición podrías esperar en estos momentos?».

«Sí, ha pagado nuestras deudas… y nos ha cargado con la deuda de su fastidiosa vejez». Sacudió tristemente la cabeza. «Cuando el dinero se haya acabado y dentro de un año, dos, tres, sigamos limpiando estiércol, y el suyo también, nos arrepentiremos de esto».

«Hermano, te lo prometo ante nuestro Salvador, yo mismo me ocuparé de Merlinus y nunca será un problema para ti».

Ambrosius se puso en pie. «Está en tus manos entonces, Theodosius. A ti te he hecho un lugar en mi corazón porque eres mi hermano. Pero no tengo sitio para nadie más, no importa lo amable y generoso que sea. El dolor de madre y de padre llena todo mi corazón y eso no deja espacio para nada más, para nadie más».

Dicho esto, partió de allí sin volver a poner los ojos en mí.

Theodosius lo siguió con una mirada desamparada. «Está maldito, Merlinus», dijo el joven. «La fe de nuestros padres no cuenta: no puede admitir el amor o la paz en su vida. Siente sólo pérdida… y amargura».

«El precio de la venganza es un corazón vacío». Observé cuidadosamente las facciones morenas de Theo, estudiando en ellas su carácter y sus carencias. Sus líneas distinguidas, lindas casi, mostraban un tinte bárbaro en la anchura de su quijada y lo macizo de su frente y sus pómulos, pero el efecto quedaba suavizado por sus finas cejas negras, sus largas pestañas y aquellos peculiares ojos dorados. «¿Y esa ira…? ¿Cómo es que no te ha vaciado a ti también de todo amor y cariño?».

«No vi a padre envenenado, como Ambrosius», repuso con prontitud, fijando la vista en sus manos encallecidas. «Él tenía sólo diez cuando ocurrió y ni siquiera se dio cuenta, en aquel momento, de lo que había presenciado. Padre estaba con un amigo, otro senador, en el jardín de nuestra casa de Londinium. Ambrosius vio al hombre servir el vino y añadir un terrón a la copa de mi padre. Ambrosius pensó que era un dulce, como los que padre acostumbraba a poner en el vino de su hijo». Volvió de lado la cabeza y dejó escapar un triste suspiro. Durante unos instantes calló. Arrobado por la historia de dolor que marcaba a su familia, fijaba la vista, a través de una brecha en el almiar, en el lucero del alba, que brillaba como un charco helado y distante entre las nubes sobre las murallas de la ciudad.

Luego, continuó: «Pasaron los años antes de que mi hermano acabase por comprender que aquel terrón era en realidad veneno. Nuestro fuerte y orgulloso padre quedó reducido a un cadáver ante los ojos de su hijo. Oírle describir aquella muerte con sus convulsiones violentas y sus sangrientos vómitos es comprender la angustia de mi hermano y su odio eterno hacia Balbus Gaius Cocceius».

«¿El envenenador?».

«Sí». Me miró con una sombra del dolor de su hermano surcándole la frente. «Por emisarios de Londinium sabemos que las ambiciones de Balbus se han visto sanguinariamente satisfechas. Con el cadáver de nuestro padre y otros como él como peldaños, ha asumido la dignidad de Alto Rey de los britones. Hemos oído que incluso los bárbaros le rinden honor. Quizás en tus viajes hayas oído hablar de él, proclamado por el título salvaje que tan grotescamente porta con orgullo: Vortigern».

«Sé de Vortigern», le confirmé, grave el rostro. En la distancia, como con paso de augurio, la campana de la iglesia tosió. «Sé que ha traído un gran mal a nuestro país, que está importando fieras tribus paganas y pagándoles grandes cantidades de oro para que luchen contra los hombres del norte. Aún no se ha dado cuenta de que sus nuevos aliados, sus mercenarios, son el verdadero enemigo que amenaza Britania».

«Es un asesino y un astuto hijo de perra», dijo Theo desesperado. «Y es a causa de ello, Merlinus, que temo por mi hermano. Quiero decir que… ¿qué oportunidad puede tener un caballerizo contra una criatura lo bastante brutal como para hacer de sí misma un Alto Rey de britones? Créeme, he tratado de ablandar el corazón de mi hermano, de ganarlo para los caminos de nuestro Salvador. En Jesús está la salvación, no la venganza. Sólo muerte hay en la venganza. Tú eres un sabio, Merlinus. Dime, ¿qué puedo hacer para salvar a mi hermano?».

Solté un largo y pensativo suspiro. «Theo, has sido gentil conmigo y no quiero mentirte; así que quizás deba romperte el corazón. Créeme cuando te digo… porque te hablo desde la experiencia de una larga vida, más larga de lo que puedes siquiera imaginar…». Inspiré y me dispuse a decirle la verdad: «Nadie se salva. No de la enfermedad de este mundo».

«Pero Jesús…».

«Ni tan sólo Jesús se salvó, ¿no es así?».

«Se levantó de entre los muertos…».

«Sí. Has dicho la inmutable verdad. De los muerto». Abrí mis largas manos ante él, desvalido. «Nadie se salva».

Los ojos dorados de Theo se agrandaron y miraron asustados. «¿Estás diciendo que mi hermano está condenado?».

«Digo que todos estamos condenados. No debes empeñarte en salvar a tu hermano. Es a ti mismo a quien debes salvar, Theo».

«¿Qué quieres decir?». Cólera arreboló sus mejillas. «Yo estoy salvado. Soy cristiano. No he de morir».

«En este mundo, sí».

Otra erupción de cólera le oscureció el rostro, pero asfixió las palabras que querían brotar de él… y le admiré por ello. Bien sabía yo que estaba pisoteando sus más queridos ideales. Un hombre de menor valía habría dado rienda suelta a su justo furor. En cambio, él, paciente, preguntó: «Tú no eres cristiano, ¿verdad?».

Agité negativamente la cabeza.

«¿Cuál es tu fe entonces, Merlinus?».

Le respondí con sinceridad: «Es mi fe que todos somos muy mortales. Es mi fe también que existe en la vida un bien imperecedero y que todo el horror de la crueldad humana no puede destruirlo. Ni puede empequeñecerlo la muerte. Vida… este es el fin de la vida. La muerte y todo lo que hay más allá de la muerte le pertenece absolutamente a Dios».

«¿Crees en Dios, entonces?».

«Desde luego. En mis viajes…». Dije casi “La he encontrado”, pero me interrumpí a tiempo. «En mis viajes, he encontrado a Dios bajo muchas apariencias». Le ofrecí una sonrisa benigna. «Tales como la del hombre gentil que me levantó ayer del albañal».

Theo disimuló su turbación apartándose del rostro un largo mechón de su cabello y poniéndose en pie. «Merlinus, tú sabes que lo que hice ayer por ti fue sin pensar en ninguna recompensa. Tu generosidad de hoy para con nosotros es mucho más de lo que merecemos. Ya sabes eso».

«¿Lo sé?», inquirí.

«Un hombre de tus luces debería saberlo», insistió. «Con el dinero que nos has dado, mi hermano ha avanzado no poco en su propósito de vengarse de Vortigern. ¿Merecemos eso, te pregunto yo?».

Bajé la cabeza y hablé suavemente: «Los más pequeños de nosotros, que se creen los más grandes, se revuelven contra nuestra frágil mortalidad con violencia e intrigas. Eso sólo les precipita de un modo más rápido hacia ese periodo fatal en el que habrán de caer al foso que la naturaleza les tiene dispuesto. Y esto es tan inevitable para Vortigern como para tu hermano».

«Y para nosotros también», me recordó sabiamente el joven.

«No hay otro camino», asentí y pensé en mi maestro, Bleys, y en la misteriosa alquimia que le había dado el poder de alcanzar, más allá de la muerte, lo inefable. «Y, sin embargo… la verdad del mundo se erige sobre el misterio. Encontré a un hombre una vez… un hombre de las extrañas tierras del este lejano, que había logrado la peculiar habilidad de separar su vista del objeto visto. Aseguraba haber preparado un elixir de inmortalidad y, a mis ojos, parecía en efecto inmutable ante el sufrimiento y la necesidad. El único deseo que alimentaba todavía era capturar a un unicornio y cabalgar con él al cielo».

«¿Todavía de cháchara?», llamó Ambrosius desde el altillo al que había subido para arrojar forraje a los caballos. «El día pasa mientras vosotros dos echáis la lengua a pacer… y ahora hay otra boca que alimentar. Ve al taller, Theo, y arregla esas dos sillas. Los soldados estarán aquí dentro de una hora».

Theo me ofreció la mano para levantarme; la tomé, me puse en pie y lo atraje con firmeza hacia mí. «Gracias por darme un hogar… y una mente digna de mis enseñanzas».

«Tienes asegurado ese hogar, Merlinus. En cuanto a lo digno de mi mente…». Miró penetrante en el vaporoso cristal de mis ojos. «Debo advertírtelo desde ahora: tu oro no puede comprar mi mente. Voy cada día a la iglesia, al mediodía, donde estudio para sacerdote. Si te quedas con nosotros, puedes apostar que haré todo lo que esté en mi mano a fin de ganarte para nuestro Salvador. Si eso te ofende, por favor, toma tu oro y vete ahora mismo».

Le estreché la mano con genuino afecto y le prometí: «Nada hecho con amor puede ofenderme».

Theo sonrió abiertamente, blancos y uniformes sus dientes como la verdad; me dio una palmada gentil en el hombro y se fue a su trabajo en la curtiduría, alegre el corazón con el orgullo inocente que aporta la fe.

‡ ‡ ‡

Un tenue olor a aceite quemado de las lámparas del altar subyace al perfumado resplandor del incienso. Este es el lugar favorito de Theo en la ciudad porque le recuerda a su casa. En Armórica, vivía prácticamente en la iglesia. La paz de la santidad lo seduce y ha sido para él una fuente de ánimo desde que era un niño.

Al contemplar la grandiosa arquitectura de mármol con sus elevadas pilastras y altas ventanas llenas de polvorosa luz diurna, se siente arredilado en una santa presencia. Sátiros y ninfas corren por los entablamentos, relieves romanos del tiempo en que estas condenadas estancias quemaban ofrendas al Cielo Radiante, el rey del cielo, el señor de los dioses. Ahora ofrecen incineradas fragancias al Dios Inefable y a su hijo crucificado.

Jesús, en el clímax cruel de su sufrimiento, pende en la cruz sobre el altar, labrado en la madera con tremendo detalle. Theo se arrodilla en una capilla a la vista de aquel, pero velado en sombras. El acólito de cabello negro-cuervo es un hombre interior, tan privado en su culto como en sus pensamientos.

Da las gracias a Dios por enviar a Merlinus y le pide la fuerza y la gracia necesarias para entender las enseñanzas del anciano a la luz del sacrificio de Jesús. Su fe, cree él, es su fuerza. Todo conocimiento es alimento y debe nutrir esa fuerza. Su lema es desde hace mucho, un verso del poeta Lucrecio: Flammantia moenia mundi, los flamígeros muros del mundo… las murallas de fuego que separan del caos la creación. Las llamas de esos muros deben alimentarse sin cesar.

Hasta la llegada de Merlinus, la aventura en esta isla le parecía a Theo el clímax desesperado de una existencia melancólica. Madre nunca le permitió a Ambrosius olvidar la muerte innoble de su padre y, hasta el día de su muerte, le imploró vengar a la familia Aurelianus. Venir de Armórica fue más una huida de su espectro y sus incesantes admoniciones que una empresa factible.

Theo habría preferido ir al sur, al Mediterráneo, al famoso monasterio de Lérins, donde los más lúcidos eruditos eclesiásticos se retiran a menudo para oír a Dios. Pero la historia de la familia ha arrojado a Ambrosius al camino del dolor y Theo no podía abandonarlo.

Satán no lo habría permitido, de todos modos. Desde su más temprana memoria, Satán lo visita en sueños y lo tortura con furiosas visiones de campos de batalla. Ambrosius dice que no se trata de Satán, sino de un dragón que toma forma de hombre para cuidar de Theo. Es, por lo visto, un dragón ancestral, cuya memoria conserva la familia en el estandarte del Draco.

Pero Theo sabe que el hombre de piel alagartada y ojos amarillos que se le aparece en sus pesadillas es Satán. Ha llegado a Theo a través de los muros del mundo, y huele a fuego. Sólo las plegarias lo mantienen a raya. Ferviente, Theo pide que Ambrosius haga la paz consigo mismo y con la muerte de su padre, sin derramar sangre, sin dar satisfacción al señor de las serpientes.

Una voz honda y gentil lo llama por su nombre sacándolo de su plegaria apasionada. La enjuta figura del presbítero Potitus emerge de un receso oscuro donde las llamas votivas parpadean como mariposas nocturnas bajo un pálido icono de la Virgen.

Hijo de un decurión, un senador en la corte cristiana de Rávena, Potitus ha venido a esta apartada iglesia de frontera para escapar de las intrigas políticas de su familia. La situación de Theo con su hermano le inspira mucha simpatía y trata de ayudar distrayéndolo con debates teológicos. Cada día, durante la comida del presbítero, se reúnen y discuten los méritos de la confesión pública y privada, los desafíos del celibato y si este debería ser obligatorio, y la posible preexistencia del alma con respecto al cuerpo.

Potitus cree que la gracia de Dios preordina todos los acontecimientos espirituales, incluida la salvación, y es así un firme oponente de esos britones que tanto estiman la necesidad de la libre voluntad. «A menos que el Señor construya la casa, construyen en vano», le gusta citar del Antiguo Testamento.

Theo cree que ejerce su libre voluntad al no hablarle a su tutor del misterioso anciano que Dios les ha enviado para saldar la deuda de las caballerizas. Hay algo poco pío en el dinero, especialmente en el dinero repentino; milagrosa como parece, la llegada de Merlinus le resulta sombría a Theo. No sólo aproxima su hermano a la realización de su pecaminosa venganza, sino que azuza a Theo con la primera tentación, la más primaria seducción para un ser humano, aquella cuyo coste fue el Edén. Muy por encima, muy distinto y mucho más poderoso en sus consecuencias que la animal urgencia de la fornicación es el lazo erótico del conocimiento.

Theo quiere absorber de Merlinus todo su conocimiento, todo dato de las filosofías y ciencias que haya cosechado en sus viajes extensos. De algún modo, él tratará de adaptarlo todo a su fe, de nutrir con este combustible intelectual las vulcanias murallas del amor de Dios que, protectoras, circundan su mundo. Pero lo anhela con un ansia igual a la de Eva por la manzana.

Así, no le habla a Potitus del anciano porque teme la desaprobación del presbítero, teme que le obligue a despachar a ese gitano demoniaco. Guarda a Merlinus en secreto y ello, a su vez, lo perturba porque el único secreto que el acólito ha tenido nunca con su tutor es el del hombre-lagarto de sus pesadillas.

Pero por ahora, ambos secretos se unen en la mente de Theo. Ambos moran más allá de los ígneos muros del mundo, en el caos del que no puede hablar… no al presbítero. La sociedad de la iglesia, a la que aspira, obedece a la autoridad diocesana. Para él la iglesia es el padre que nunca tuvo, y le costaría mucho desobedecerla. Y sin embargo, la necesidad de conocer lo que el anciano peregrino conoce arde en él como pasión.

Algo sabe Theo de la pasión. No es virgen. Una década atrás, precoz en su adolescencia, fornicaba con febril abandono gozando de las ávidas sirvientas de las mansios armoricanas. Como su hermano y él carecían de propiedades —vivían en la casa de su tío materno Calpurnius, pobremente tolerados— marchaban libres de aquí para allá, visitaban a parientes lejanos, a menudo vagabundeaban entre las granjas de la villa, trabajando cuando era necesario y amando con generosidad.

Ninguna pasión, sin embargo, sació nunca a Ambrosius su hambre de venganza ni a Theo su inextinguible curiosidad. Por eso están ahora en esta remota isla fronteriza, en este bastión lejano del imperio, uno de ellos maquinando venganza y guardando secretos el otro de un venerable ministro de la iglesia.

Theo sacude la cabeza con arrepentida incredulidad ante los poderes de la seducción. El gran dolor de la tentación, se recuerda a sí mismo, es que no existe la tentación a menos que uno sea su cómplice.

‡ ‡ ‡

A través del verde rapto del verano y la dulzura melancólica del otoño, mis días con los hermanos Aurelianus presentaron una rutina invariable. Al amanecer, yo preparaba el desayuno con los restos de la cena anterior, luego ayudaba a Theo a disponer las monturas para los jinetes de aquel día mientras Ambrosius se ocupaba de los caballos. Una vez las patrullas montadas habían salido por debajo del arco, Ambrosius pasaba el resto de la mañana como siempre lo hacía: practicaba maniobras militares sobre su propio corcel armado con todos sus arreos bélicos, saltaba arriba y abajo del bruto, golpeaba a hombres de madera a pie o a otros montados en altos caballetes y blandía una espada sobrecargada de peso con ambos brazos para fortalecer sus golpes. La armadura, la espada y las maniobras eran las de su padre, todo lo que quedaba de su noble legado.

Una mañana, Ambrosius insistió en que su hermano practicase el arco a caballo con él y, a pesar de sus protestas de que era un acólito, Theo acabó obedeciendo por un sentido de honor familiar. El clan Aurelianus podía trazar su ecuestre linaje directamente hasta la primera unidad de caballería que sirvió en Britania: los fieros jinetes Sármatas de la frontera del Danubio, asignados cuatro siglos atrás por Agrícola a la engreída Legio XX Valeria Victrix. Ambrosius no podía estar más orgulloso de la destreza de sus antepasados en la silla y con el largo arco persa y, meticuloso, preservaba todas las habilidades que adquiriera de joven instruido por los maestrantes y arqueros de su abuelo.

Theo gustaba sin duda de cabalgar pero mucho menos de portar aquellas armas masivas, lo que provocaba la tonante frustración de su hermano. En cuanto las maldiciones de Ambrosius se volvían obscenas, Theo daba por acabada su sesión de entrenamiento, abandonaba el picadero precipitado y aventaba su ánimo herido paleando estiércol conmigo por un rato y, luego, sumergiéndose en nuestros estudios. Yo le instruía en griego, ya que él era experto en los clásicos latinos, y competíamos en largos y elucubrantes discursos neoplatónicos, con los que yo evaluaba su ánimo espiritual desafiando todo lo que había aprendido de los sacerdotes.

Mis enseñanzas, al igual que mi trabajo con el estiércol, mis compras diarias en el mercado, la cocina y costura, de las que me encargaba, no eran sino un disfraz de mi verdadero propósito. Al mediodía, cuando Theo estudiaba el dogma de la iglesia con el presbítero Potitus, yo iba al mercado para avituallar la cena. Como los hermanos poseían ahora las caballerizas, había dinero para comida y ropa, y no necesitaba usar mi magia para las cosas básicas de la vida. En lugar de ello, tenía un ávido ojo puesto en las mujeres de las autoridades ciudadanas y los comandantes del ejército que, en literas portadas por un par de mulas, atravesaban el mercado camino de los baños. Dejaban a sus sirvientes haciendo allí las compras y la litera pasaba a recogerlos varias horas después. Entre tanto, yo me servía de mis estratagemas para que aquellos siervos me diesen a conocer todo lo que ellos sabían de sus casas.

Durante la cena, compartía con los hermanos las cosas de las que me había enterado en la plaza, como si sólo hubiese oído rumores a medias. De esta forma, los ponía al tanto de las eminencias de otras coloniae a las que se esperaba ver desfilar por la Ciudad de las Legiones. Montados con toda parafernalia bajo la grímpola familiar del dragón, los hermanos Aurelianus cabalgaban una y otra vez para recibir a los dignatarios visitantes. Eso les dio varias oportunidades no sólo de encontrarse con condes, duques e incluso una vez el rey de Anderida, sino de servir en su campo.

Ambrosius, endurecido por sus incansables prácticas, salía siempre bien parado en las escaramuzas contra las bandas incursoras que asolaban las granjas y aldeas de alrededor. Impresionados, los dignatarios lo recomendaron a las autoridades ciudadanas, que le ofrecieron un puesto en su caballería. Pero el orgulloso Ambrosius, hijo de un senador de rango ducal, no podía aceptar menos que el mando y ello requería mucho más que unas pocas victorias contra bandidos montaraces. A pesar de su rango noble, Ambrosius seguía siendo un caballerizo y nadie se tomaba en serio sus ambiciones de liderazgo.

En cuanto a Theo, se comportaba en el campo con una reluctancia próxima a la cobardía. En cada encuentro, complicaba a su hermano golpeando a los enemigos con el plano de la espada y negándose a tomar sus vidas. Pobre Theo. Su hermano despotricaba contra él por su lucha irresponsable y los sacerdotes lo amonestaban por prestarse siquiera a luchar. Empecé a dudar de que la visión de Raglaw me lo hubiera mostrado verdaderamente como un rey guerrero en medio del carnaje.

Lo que aventaba mis dudas eran sus pesadillas. Casi cada noche se despertaba agitado, rutilando de frío sudor. Lo sé porque yo dormía muy poco y pasaba mis noches deambulando por la maleza que crecía entre los establos y la cabaña, conversando conmigo mismo acerca del destino y de Dios. La mayoría de las noches, Theo se limitaba a revolverse en la cama sin despertar. Pero una de ellas, particularmente mala, emergió con un grito que desgarró el sueño de su hermano.

Alertado por sus primeros e inquietos gemidos, me apresuré a la ventanuca y observé sin ser visto desde aquella oscuridad deslunada. Con el último y más potente de los alaridos, Ambrosius se sentó de un salto y aterró veloz su espada bajo el colchón de paja. Cuando vio que se trataba sólo de la pesadilla de su hermano, relajó la presa en el arma y se tumbó cansinamente otra vez. «¿De nuevo el sueño?», murmuró.

«Sí, oh sí», respondió Theo febril. «Lo he visto otra vez. Me acercó tanto el rostro… Sentí su calor, Ambrosius. Huele como a ceniza húmeda».

«¿El Diablo?».

«Sí… el mismo Satán». En la oscuridad, Theo se sentó, prietos los brazos en torno a sí mismo. «Te lo juro por la Cruz. Vi sus ojos amarillos y las escamas alrededor de su boca brutal…».

«Theo, ¿acabarás por creerme?», murmuró impaciente Ambrosius. «Ese no es Satán».

«Dímelo otra vez. Ambro».

Con un gruñido, Ambrosius rodó sobre el colchón, se arrastró por la alcoba y se arrodilló junto a su hermano. «Escúchame, Theo. Cuando yo era un muchacho, padre me habló del dragón. Cambia de forma con las estaciones, vive bajo la tierra en invierno, se alza con el trueno de la primavera y vuela con las nubes estivales, invisible y poderoso como el viento».

«Yo vi esa cosa, Ambro», subrayó Theo. «No era invisible en absoluto».

«Desde luego, hermanito. Un Aurelianus puede verlo. Por eso somos el clan del dragón. Hace mucho tiempo, dijo padre, hicimos un favor a la estirpe del dragón y ahora esta cuida de nosotros».

«Pero ¿por qué viene a mí? ¿Por qué a ti no te molesta?».

Ambrosius puso su brazo macizo sobre los hombros de su hermano. «Llevas la marca del dragón en la espalda. Tú eres su protegido, no yo».

«No es más que una mancha de nacimiento. Madre dijo que no era nada».

«No, es mucho más que eso. Madre no te quería asustar. Mira, padre tenía una igual que esta. Estaba entre los omóplatos. Él mismo me la enseñó y me dijo que era la marca del dragón. Significa que el dragón luchará por ti, como lo hizo por padre y por todos nuestros antepasados, por todo el linaje hasta nuestros ancestros bárbaros. Cuando era un niño, quería para mí esa marca. Pero ¿qué sentido tiene desear lo que no puede ser? El dragón te la dio a ti».

«No salvó a padre».

«El dragón lucha por nosotros en el campo de batalla, no en el salón de Estado y contra la traición».

Theo se inclinó hacia atrás apoyándose en Ambrosius. «Odio la batalla».

«¿Sabes una cosa, hermanito?». Ambrosius le hablaba a su cabello revuelto. «Padre odiaba la batalla también».

«No».

«Sí. Yo mismo lo vi llorar una vez antes del combate, hasta ese punto lo odiaba. Pero luchaba a pesar de aborrecerlo porque no había otro camino. Todo lo que tenemos nos lo ha dado la espada… o la espada nos lo ha quitado».

Theo se apartó de Ambrosius y lo miró a través de las sombras nocturnas. «No pensarás que soy un cobarde, Ambrosius».

«No eres un cobarde. Eres un Aurelianus. Odias matar, como cualquier hombre cuerdo».

Theo abatió la cabeza. «A veces, cuando me gritas en el campo por no luchar con más dureza… por no matar… pienso que debes de despreciarme».

«Theo, hermanito…». Ambrosius extendió los brazos y cogió con sus grandes manos los hombros de Theo. «Te quiero. Te grito porque te quiero. ¿No lo comprendes? Portas la marca del dragón. Si no te sirves de ella, morirás absurdamente y nuestra gente morirá contigo. Por eso te busca el dragón por las noches, para despertarte a la verdad de la guerra. La guerra no es asesinar, joven Theo. No somos asesinos. Luchamos para vivir».

Aun en aquella oscuridad, pude ver sus ojos ardientes fijos en la mirada orgullosa de Ambrosius, e iluminarse su faz cuando dijo: «Trataré de hacerlo mejor, hermano».

«Sé que lo harás, Theo. Eres como padre. El dragón te ha marcado».

‡ ‡ ‡

Surgiendo del nido de la luna en la profundidad del bosque, a través de los fríos vapores de la niebla, se alza el sacerdote del dragón. Es un hombre, sin duda, mas no es humano. Trenzan los siglos su cabello en una larga y negra guedeja que brota de un cráneo verde. La trenza serpentea en torno a un cuerpo armado: una coraza de cobre deslustrada, negra como un crisol, hombreras de cuero canceradas y jirones de una túnica que penden como telarañas.

Theo recuerda que está soñando. No trata de esconderse esta vez de la escabrosa figura y permanece quieto, osando desafiar la fe de su hermano de que este viador de la muerte no es Satán. Hebras de musgo cuelgan de él y su rostro reptiliano está marchito.

Arrastrando los pies, el arcaico guerrero se acerca, penetra en un rayo sesgado de luna y revela un visaje arrugado de piel moteada salamandrina, agujeros de tritón por nariz y los mismos ojos de Theo: ámbar fulgente contempla al muchacho con fiera intensidad.

‡ ‡ ‡

«¿Estaba equivocado Jesús?», me preguntó Theo una mañana glacial con el viento como el rugido del lobo en la grímpola del dragón sobre las caballerizas. «¿Es un error amar a todos los hombres?».

El día anterior había visto a su hermano y a la caballería de la ciudad destrozar a una banda de famélicos incursores que habían saqueado un granero y había estado enfermo toda la noche con el recuerdo sangriento de lo ocurrido. Alimenté el fuego en el horno de arcilla del taller y observé la luz ajironarse en su eterna disputa contra la oscuridad fría. Al final, respondí: «¿No predicó Jesús que no hay amor más grande que el de un hombre que entrega la vida por sus amigos?».

«Pero quebrantar el mandamiento contra el homicidio…», dijo retorciendo la correa que estaba reparando.

«¿Es asesinato matar a un asesino y salvar las vidas inocentes que él habría aniquilado?». Dejé la pregunta en el aire y volví mi fría espalda hacia el fuego. «Profundiza más en todo esto. Creo que, si eres un verdadero cristiano en estos tiempos de maldad, entonces tú, Theodosius Aurelianus, depondrás tu idea de ser un sacerdote y tomarás la espada. De lo contrario, la fe que veneras bien podría extinguirse en el curso de tu vida bajo la bota de los bárbaros, que aman sólo la destrucción y el pillaje».

Este era un argumento que incluso los sacerdotes podían entender, sobre todo tras las noticias de los ataques paganos a los episcopados del este y las masacres de indefensos cristianos en las campiñas septentrionales. Imparables a pesar de los mercenarios de Vortigern en los alrededores de Londinium, los secuaces del Furor batían las islas, devoraban Britania. Las conversaciones entre sirvientes en el mercado empezaron a centrarse más y más en el paso a Armórica a través del Canal, olvidando el tema de las recepciones a los señores de la guerra cristianos.

Busqué a Ygrane en mis sueños, ansioso de su consejo, esperando que me dijese cómo llevarme a Theo de la Ciudad de las Legiones y portárselo al oeste. Pero en aquellos raros trances oníricos en los que la encontraba, parecía olvidada de mí.

En una ocasión, la vi cantar sus bendiciones para el ganado que volvía de los pastos, enguirnaldados los boyeros y sus familias como si celebrasen una festividad céltica. Otra vez, la soñé con el unicornio junto a un estanque de obsidiana en el bosque nocturno; recogía luz de luna en redomas de cristal y la energía como el zinc repicaba con sonido de campanillas en las vasijas diáfanas.

Otras veces, me cernía en sus proximidades; Ygrane leía mapas con sus escribas o festejaba a corpulentos jefes de clan y a sus familias bulliciosas. Como un espectro al viento, la veía vestida con aquellos prietos pantalones de piel de carnero a los que tan aficionados eran los celtas, galopando por las vías romanas que unían las fortalezas ocupadas por sus guerreros. Rodeada por sus caballeros feroces, con las espadas sujetas al dorso y sus grandes mostachos tremolando con el vuelo precipitado, se me antojaba una reina guerrera… y me despertaba preguntándome si mi Theo sería hombre suficiente para semejante mujer.

Esta era, sin embargo, una duda momentánea pues, cuanto mejor conocía al muchacho, más convencido estaba de que cumplía todos los requisitos que la alta reina esperaba de su Gandharva. No necesitaba de la magia para percibir la atracción fiera de las doncellas de la ciudad por su bella presencia cuando atendía la misa o cabalgaba en las ceremonias oficiales. No le faltaban oportunidades de procurarse sus favores, pero renunciaba a todas porque se había entrenado a creer en un amor más grande que el de la mera pasión física.

Desde aquel día de abejas entretenidas en que Theo me llevó a su cabaña, planeé convertirlo en rey antes de que Ygrane y él se encontrasen. Pero la presencia de su hermano me confundía; en realidad, era Ambrosius quien tenía la verdadera talla de un señor de la guerra, aunque no recordaba que hubiese aparecido en la visión de Raglaw. Y este hecho me convencía de que estaba condenado. Reluctante a tomar parte en algo que pudiese herir al buen y gentil Theo, yo había asistido las ambiciones de Ambrosius sólo de forma indirecta, haciendo de canal para ciertas informaciones. Si el destino lo había marcado para morir en el campo de batalla, yo no quería su sangre en mis manos. Un modo absurdo de engañarme. Cada uno de nosotros está firmemente clavado a un pequeño punto de tiempo, y este nos porta precipitados hacia adelante, lejos de los espectros vanecientes del pasado y directos hacia un destino que cumplimos sin falta, con o sin nuestro reconocimiento.

Me costó todo un lánguido y yerto invierno el recordarlo. Los caballos se helaban, aunque desmantelamos y quemamos la mitad de los establos para salvarles la vida. No había otra madera ya que esta. El mismo frío de los espacios había descendido a la Ciudad de las Legiones y las casas nobles acaparaban la leña. En el peor de los momentos, con la nieve densa en las calles y soplando en ráfagas fieras, los prepotentes de la ciudad canibalizaron el maderamen del acantonamiento que protegía el mísero distrito alrededor de las caballerizas. Lo necesitaban para el fuego de sus hogares y los hipocaustos de sus baños de vapor.

La nevasca nos fustigó desde los bosques y amortajó las cabañas y chozas de los pobres convirtiéndolas en una piltrafa de hielo sucio. Ambrosius, exhausto por el trabajo y parcamente vestido, cayó enfermó. Habría debido morir entonces, no cabe duda, como otros muchos en sus chabolas desvencijadas, a cuyos cuerpos arrancó el frío ígneo las almas para lanzarlas hacia el cielo, a los cestos de nieve y de polvo estelar en las alturas.

Pero Theo no podía dejar morir a su hermano. Quemó incluso su crucifijo de madera y su Biblia para procurar calor a su hermano tremolante, y lo tapó con su propio cuerpo. Sollozó de un modo tan desgarrador por el último de su estirpe que no pude soportarlo más. En secreto, usé mi magia para fortalecerlo; en secreto, porque había decidido desde el principio que, si Theo había de ser rey, tenía que confiar en sí mismo y no en mis poderes.

Con un empleo juicioso de mi magia oculta, salvé a Ambrosius de la muerte aquel invierno tremendo. Acaso debería haberlo dejado morir. Cuando retornó a nosotros, seguía siendo el mismo, incólumes sus fieras ambiciones aun bajo la sombra de la muerte. No era capaz de comprender que sólo el amor de su hermano lo había salvado; no pensaba otra cosa sino que su odio por Vortigern tenía aún otra oportunidad.

Pertenecía al destino, decidí yo entonces. Y así me había ocurrido tristemente muchas veces durante mi corta estancia en la Tierra cada vez que me encariñaba con los mortales tanto como para osar creer que podía evitarles con mi magia su sino. ¿Cuántas veces tendría que aprender la misma lección? Los magos no saben. Es la magia quien sabe.

‡ ‡ ‡

Un apóstol se alza junto al altar; chasquea la sotana con sus gestos fervientes mientras describe la pasión de Cristo en el huerto de Getsemaní. «Dios Padre dio a su hijo una oportunidad. Por eso sudaba sangre Jesús en el huerto. Antes de cargar la Cruz, soportó la carga terrible de la libre voluntad. La gracia de su padre no decidió por él. Él tuvo que decidir por sí mismo. Y así todos nosotros. Debemos elegir entre el bien y el mal, cada uno en nuestro corazón, en cada momento de nuestra vida».

De entre la amplia asamblea de presbíteros, acólitos y feligreses reunidos para escuchar a este discípulo itinerante de San Dubricius, se destaca Potitus y grita: «¿Qué del Pecado Original? Por la desobediencia de Adán, la voluntad de todos los hombres está sujeta a Dios. La libre voluntad es un engaño diabólico. Sólo la gracia del Señor nos redime del mal».

Potitus se sienta otra vez y dirige a Theo un guiño, pero este no mira a su tutor: por encima de las cabezas de la audiencia observa la parte trasera del templo. Allí, se recorta acechante la silueta de su hermano a través del arco luminoso del portal.

«¿Por qué nosotros, que nunca conocimos a Adán, habríamos de portar su pecado?», grita el apóstol. «El pecado de Adán le afectó sólo a él, no a la raza humana. Cada uno de nosotros posee el mismo libre albedrío del que gozó Adán. Cada uno de nosotros debe escoger su camino en la vida discerniendo libremente entre bien y mal. No culpemos a la debilidad humana y a Dios de nuestras deficiencias. El verdadero significado de la gracia de Dios es que tenemos la libertad de hacer lo que sabemos que es justo. Y si debemos hacerlo, es que podemos».

«¡Theodosius!», grita Ambrosius desde el extremo posterior de la iglesia. «¿Dónde estás?».

Potitus posa una mano firme en el hombro de su discípulo. «Quédate. Tu primer deber es hacia Dios».

«No, padre… lo siento». Theo agita la cabeza con preocupación. «Prometí ayudar a mi hermano a limpiar los establos hoy. Se me pasó la hora». Se levanta aturdido, se escabulle como puede del banco y recorre entre apreturas el pasillo hasta la puerta.

Alguien murmura: «Puede que Dios decrete el libre albedrío para los sacerdotes… pero no para los caballerizos».

Ráfagas de risa persiguen a Theo hasta la mareante luminosidad del día. Su hermano lo espera adusto en la plaza ante la iglesia, cruzados los brazos sobre su pecho macizo, apoyado en el borde marmóreo de la fuente de la ciudad. Su rostro fuerte lo mira contraído en un rictus de adamante enojo.

«Lo siento, Ambro… Este orador me hizo olvidarme de todo. Es increíble. Cree que la virtud no viene de Dios, sino de nuestra propia fuerza, de esa parte de nosotros que elige».

«Theo…». Ambrosius se frota reflexivamente la velluda quijada, buscando palabras que no resulten demasiado ásperas. Necesita afeitarse. Pero el trabajo en las caballerizas abunda ahora que la primavera ha llegado y ya no tiene tiempo para cuidar de su presencia con la misma atención que en otros momentos, orgulloso, le prestaba. Con la barba de tres días y las mejillas enjutas de su casi fatal enfermedad, parece exhausto, aunque su hermano sabe que no es el agotamiento físico lo que lo martiriza. «¿Por qué viniste aquí conmigo?».

La pregunta deja perplejo a Theo. «Para ayudarte».

«No me sirves de ninguna ayuda ahí dentro, hermano».

«Tienes razón, Ambro. Se me pasó la hora. No volverá a ocurrir».

«No… no entiendes», dice Ambrosius con un débil carraspeo bronquial. Arruga la frente, entrecerrados los ojos como si pensase en un misterio. Asiente para sí mismo, alcanzando una decisión. «Deberías volver. A Armórica. Deberías ordenarte. Tu camino es el sacerdocio. Tienes veinticuatro años ahora. Estarías a medio camino de ser obispo, si no hubieses perdido el tiempo siguiéndome».

«No pierdo el tiempo contigo, Ambrosius. Somos hermanos… los últimos de nuestra estirpe».

«No perteneces a este lugar, Theodosius».

«Puedo ser ordenado en esta iglesia. Potitus fue instruido en Rávena. Es un tutor tan capaz como cualquiera de Armórica, o incluso del Loire».

Ambrosius se aparta de la fontana como pellizcado de pronto por las traviesas nereidas, entrelazadas en sus eternos juegos acuáticos. «No perteneces a este lugar, Theo. Deberías estar en un monasterio digno, con auténticos sacerdotes, estudiando las verdaderas enseñanzas de la iglesia. No vas a conseguir eso aquí. No en este bastión fronterizo. Aquí son todos parias, eremitas vocingleros y tronados peregrinos hambrientos de martirio».

«Quiero quedarme contigo, Ambrosius. Para eso vine».

Con las manos en las caderas, Ambrosius fija su mirada en la de su hermano. «Escucha, chico: dice Jesús que no podemos servir a dos amos. Quieres ser un sacerdote, vete a Armórica y hazte ordenar. Quieres quedarte conmigo, entonces ven a las cuadras y trabaja a mi lado». Y en una voz peligrosamente baja, concluye: «No puedes hacer las dos cosas, hermanito».

Sin esperar respuesta, Ambrosius parte y cruza la plaza sin mirar atrás.

Theo se vuelve para contemplar la iglesia que fue tiempo atrás un templo pagano. Los sagrados y oscuros espacios del interior lo llaman, pero le pesan las piernas y no puede moverse. La voz estridente del misionero llega hasta el exterior, lo bastante clara para hacerse oír sobre el griterío de los niños que corretean por la plaza y el chapoteo de las madres al llenar sus jarras en la fontana: «¡Si debes, es que puedes!».

Nunca ha dudado Theo de que debe permanecer junto a su hermano. Sólo él puede mitigar la vengativa imposición de su madre. Sólo él porta para Ambrosius la promesa de su salvador, la posibilidad de salvarse por medio del perdón a los enemigos.

Con este pensamiento se le aligeran las piernas y, tornándose de golpe, corre a través de la plaza, todo él aire y liviandad, como una pluma atrapada en la corriente que el paso de su hermano provocó.

‡ ‡ ‡

Aquella primavera, me decidí a cambiar las cosas. Llamé al oro con mis palabras bárbaras. En un lugar no lejos de la ciudad, donde los alisos se combaban formando una bóveda vegetal y las murallas originales se habían alzado cuatro siglos atrás, mis encantamientos me guiaron a un hoyo entre mampuestos de deshecho cubiertos por sarmientos de lúpulo.

Fui allí con Theo en uno de nuestros paseos sin rumbo, buscando bayas y entretenimiento mientras repasaba mentalmente la fragmentaria filosofía de Heráclito. Perseguí a una liebre hasta la mohosa fisura entre las piedras entunicadas y simulé haberme quedado atrapado allí. Imploré ayuda lastimero, pero no permití que los denodados esfuerzos de Theo me sacaran de la trampa.

Tras gritarme que tuviese coraje, el joven corrió en busca de ayuda y retornó al cabo de poco con un Ambrosius gruñón, un caballo de tiro y un aparejo de cuerdas. Trabajaron duro la mayor parte de aquella tarde, retirando tenaces piedra tras piedra de aquel montículo de ruinas. Cuando sospeché que Ambrosius había llegado al límite de su paciencia conmigo, surgí tambaleándome del montón de rocas bajo un derrame de gravilla, polvo y esquisto y, encima de todo aquel derribo, una rutilante avalancha de monedas de oro.

Las cabezas de los emperadores Nerva y Nerón impresas en las monedas revelaban que habían sido enterradas en los primeros tiempos de la conquista, quizás por insurrectos de aquella época. Olvidadas mucho antes de que los sacos de cáñamo que las contenían se pudriesen, las monedas habían sobrevivido al mismo imperio que las acuñara y, en consecuencia, pertenecían a los hermanos Aurelianus por completo y sin posible disputa.

En una noche, Ambrosius y Theodosius se convirtieron en los hombres más ricos de la Ciudad de las Legiones y, en realidad, de todas las provincias occidentales. Con semejante cambio de fortuna, hombres menos nobles habrían huido de la frontera para buscar vidas mucho más confortables en la seguridad de Armórica. Pero en lugar de ello, Ambrosius compró el liderazgo militar que ansiaba y para el cual se había preparado desde su amarga infancia. Algunos de los mejores guerreros de la región vinieron a él, pues no sólo era generoso con el oro, sino que constituía la inteligencia marcial más osada en el campo de batalla desde la retirada de las legiones.

Theo, por fin, tuvo su oportunidad de hacerse sacerdote; pero para entonces, el año que había pasado debatiendo conmigo y planteando interrogante tras interrogante a su tutor Potitus había obrado cambios en su corazón. Uno no conversa con un demonio tanto tiempo sin adquirir una perspectiva de la realidad más amplia que la que cualquier dogma puede ofrecer. Siguió siendo, por supuesto, un cristiano devoto pero, al tratar de reconciliar su fe con mis desafíos constantes, empezó a suscribir las enseñanzas de un hereje local llamado Pelagio, que predicaba lo absurdo del pecado original, la inutilidad del bautismo, la inexistencia de la resurrección y afirmaba que, si los mortales dependiesen menos de la intervención divina y más de sus propios y tenaces esfuerzos, la vida en esta tierra cruel podría mejorar.

Un repudio tan descarado de la necesidad de asistencia divina ofendía a los diversos líderes teocráticos de la iglesia y puso fin a todas las ambiciones hieráticas del más joven de los Aurelianus, que audazmente defendió estas enseñanzas ante los eclesiásticos y quienquiera que aceptase oírlo. Y como hermano del nuevo general, Theo acompañó también a Ambrosius en sus consejos de guerra y campañas bélicas predicando tanto a los comandantes como a las tropas. Cuando salía al campo, no era para luchar sino para ayudar a los heridos y alentar la fe de los moribundos.

El título oficial de Theo era quaestor y servía como oficial de intendencia y finanzas de las tropas en combate. Tenía una apariencia noble en extremo con sus abultadas hombreras de bronce y su coraza de cuero rojo, repujada con la insignia del dragón familiar. Tras aquellos iniciales momentos de duda, incluso yo acabé por convencerme de que mi visión no era del todo improbable. Estaba ansioso por mostrárselo a Ygrane, pero él no pensaba separarse de su hermano; el trabajo que realizaba entre las tropas le parecía importante.

«Temía que fuera de la iglesia esta vida careciese de todo significado», me dijo un día en el atrio de la casa más grande de la ciudad, donde por entonces vivíamos. Los rayos del sol eran lanzas bajo las lucernas y de la cocina llegaba un estruendoso repicar como los ritmos discordantes de la música de las junglas asiáticas, mientras los fogones se preparaban para el gran banquete de aquella noche: otro dignatario acudía para honrar al nuevo y triunfante señor de la guerra en la Ciudad de las Legiones.

«Creo que estoy de acuerdo con los sofistas griegos», prosiguió Theo decidido sentándose en una silla de patas curvas. «He llegado a pensar que tantos sentidos hay en la vida como vidas existen. Y, lo creas o no, de verdad pienso que he encontrado mi sentido en el lugar menos esperado, Merlinus: en el campo de batalla».

«Al comenzar la primavera, tu hermano y tú erais caballerizos», le recordé. «Seis meses después sois generales y con una docena de triunfantes combates a vuestras espaldas. No pierdas la cabeza, joven Theo. Se ha expulsado a las partidas de bandidos, sí. Pero los enemigos que enfrentaréis en las tierras del norte y el este no son bandas de malhechores, sino bárbaros feroces cuya vida es la batalla. Has de convencer a tu hermano de la alianza con los celtas del oeste. Sólo ellos pueden reforzar vuestras filas con los soldados expertos que necesitamos para detener el avance de los incursores. Ven conmigo al oeste y entrevístate con su reina, Ygrane. Sé el embajador de tu hermano. Allí encontrarás hondo sentido a tu vida».

«¿Aún cantando las glorias de los poderosos celtas?», dijo Ambrosius accediendo al atrio por una puerta cuyos pilares sostenían floridos y serpenteantes sarmientos. Vestía túnica, un ceñidor de diversas y tenues tonalidades de oro, y una estola de seda púrpura sobre su hombro derecho, signo de sus mayestáticas aspiraciones. «Ya te lo he dicho. No nos hace falta aliarnos a esos bárbaros, Merlinus».

«Y yo te lo he dicho a ti, Señor Caballerizo, los celtas no son bárbaros. Dominaron toda Europa, desde Britania hasta Persia, antes de que existiese el Imperio, o siquiera la República Romana. Son un pueblo…».

«Poderoso y noble», acabó por mí el impaciente Ambrosius, dejándose caer en un muelle asiento. «Pero recuerda que fueron enemigos de mis antepasados y eso los convierte en enemigos míos también».

«Tus antepasados vivieron en otros tiempos, Ambrosius», le recordé, instilando aspereza en mi voz. «Eran los invasores, no lo habrás olvidado. Y los celtas los combatieron con valor».

«Y perdieron», se burló Ambrosius. «No los necesitamos. Es una alianza con los britones lo que nos hace falta. Hay demasiados reyes y muy pocos líderes».

«Un gran líder lo incluye todo», le advertí, «incluso a esos proscritos».

Ambrosius dejó escapar un suspiro exasperado. «Entonces te complacerá nuestro huésped de esta noche. Es un duque que conoce a los celtas muy bien. Creo que puede decirse incluso que los conoce íntimamente. Siento curiosidad por saber qué piensa de tu insistencia en una alianza con los paganos. Debe de tener una opinión bien formada; está casado con la misma reina que no dejas de alabar. Un heraldo se ha adelantado desde Westerbridge anunciando que, dentro de una hora, la Ciudad de las Legiones se verá honrada por la presencia y el cortejo de Gorlois, duque de la Costa Sajona».

Al oír semejante nombre, trepidé de ansiedad. Debió de reflejase en mi rostro, pues Theo preguntó: «¿Conoces a este duque entonces, Merlinus?».

«Sí», murmuré. «Nos encontramos hace algunos años, en Maridunum». Por fin tendría noticias de Ygrane, pero ¿qué nuevas podía yo esperar de un bribón como Gorlois? «No percibí en él demasiado amor por los celtas».

«Es un romano», dijo Ambrosius levantándose con brusquedad y caminando entre los tiestos de plantas, demasiado nervioso para estar quieto mucho rato. En los establos, exhausto de frustración, dormía noches enteras pero, desde que lograra su nueva posición con todas las grandes posibilidades que esta le ofrecía, había dado en examinar obsesivamente el territorio durante el día y recorrer por la noche la mansión meditando en sus planes, estrategias, intrigas. «Nadie comprende en las coloniae por qué Gorlois se casó con semejante zorra. Se dice que Ygrane es una bruja celta».

«¿Consintió la iglesia tal unión?», se asombró Theo en voz alta.

«¡La iglesia!», se burló Ambrosius sardónico. «¿Cuándo abrirás los ojos con respecto a la iglesia, hermanito? ¿Por qué crees que postergaron tu ordenación cuando eras un caballerizo y ahora, con sólo que lo pidieras en sueños, te darían el episcopado?». Pausó ante un busto en cera de su padre y clavó su mirada en los ojos ciegos. «Gorlois fue abandonado por las coloniae cuando los piratas irrumpieron en sus costas. ¿Qué posibilidad tenía? ¿Y qué posibilidad tenía la iglesia de la Costa Sajona? Mejor dar el oro a los celtas y conservar iglesia y Estado que sucumbir a los bárbaros y perderlo todo».

Theo se llevó un pulgar al mentón. «Entonces, ¿los celtas son buenos guerreros?».

«¿Quedaría algún celta hoy, si no lo fuesen?», respondió Ambrosius y caminó hasta un pilar corintio a la entrada del peristylum, un espacioso patio interior abierto al cielo y rodeado por los porches y las columnas de las muchas estancias de la mansión. «Cenaremos aquí esta noche, bajo las estrellas, si Gorlois me da su apoyo. Si no, no habrá cena. Necesito alianzas, no invitados a los banquetes. Britania requiere unidad».

«Yo no esperaría demasiado de Gorlois», le precaví. «El duque es un hombre arrogante que casi te dobla en años. Quizás esté dispuesto a compartir el poder, pero dudo que vaya a rendirse a ti».

Ambrosius emergió al peristylum gruñendo. «¿Compartir? ¿Como Vortigern? ¡No seré yo quien lo haga! Necesitamos un alto rey que no comparta nada con los bárbaros. Necesitamos unidad. No compartir».

Theo y yo cambiamos miradas preocupadas. Me encogí de hombros. «Tiene razón, ¿sabes? Los antiguos romanos lo comprendieron muy bien. El poder compartido se diluye».

Theo frunció el ceño, como si yo hubiera debido de mostrar un conocimiento mejor. «No los más antiguos de los romanos, Merlinus. No la República. Aquellos compartieron el poder, y eso los hizo grandes».

«Pero en tiempos de graves crisis, incluso ellos nombraban un dictador».

Los surcos de su frente se habían hecho más profundos y parecía no escucharme. «Amo a mi hermano, pero en estas cosas creo de verdad que es demasiado orgulloso. ¿Está uniendo Britania o… simplemente desplazando a Vortigern?».

«¿Simplemente?», alcé una poblada ceja. «Para que tu hermano pueda lograrlo, tendrá que unir Britania. Los aliados de Vortigern son demasiado poderosos para que él pueda ser simplemente desplazado».

«Esto es justo lo que me causa temor, Merlinus. La guerra civil. En lugar de unirnos contra los bárbaros, mi hermano hará que las coloniae acaben luchando entre ellas». Cerró los ojos. «Ha de haber otro camino».

Me detuve y contemplé a Theo, maravillándome de lo lejos que quedaba ya aquel joven ingenuo que me levantó del albañal. Por primera vez empecé a creer de verdad que Theo era el rey de la visión de Raglaw. Y no sólo esto; con los arreos de bronce y cuero, con los costosos atavíos de seda y las túnicas bordadas, había adquirido ya el porte de un rey, y sus bellos rasgos amuchachados eran todo lo que uno podía esperar en el rostro de un joven monarca; no, vi algo más, algo más profundo aun, en aquellos primeros y férvidos momentos del ascenso de su hermano. Lo que me impresionaba era su fe permanente en el Dios cristiano, que había inculcado en él la actitud de tener en cuenta siempre el bien de los demás, el bienestar común, por encima de sus propias necesidades. Era el afecto lo que le hería, sin embargo, porque lo hacía agudamente sensible al problema del mal adquirido por su hermano.

Abrió el oro de sus ojos y me contempló con tristeza. «Tenías razón, Merlinus. Todo el tiempo. No quería creerte… y en los establos, quizás, habría podido seguir sin hacerlo. Pero ahora… ahora que tenemos el poder de cumplir los sueños de Ambrosius… ahora que ese poder nos tiene, es demasiado obvio. Terriblemente obvio». Me miraba casi enfermo de miedo. «Acaso al final, nadie se salve».

‡ ‡ ‡

Al atardecer, tras cruzar una brecha en los bajos montes occidentales, la caravana del duque alcanza un llano sobre la Ciudad de las Legiones. «Acamparemos aquí esta noche», informa Gorlois al oficial de caballería. El duque se levanta en la silla para avistar mejor las tierras que quedan a sus pies. En una profunda neblina violeta de pastizales bajo grandes cúmulos rojizos, la ciudad de piedra negra yace como la corona dentada de un gigante.

«Padre ¿por qué nos detenemos aquí?», pregunta Morgeu colocándose junto a él sobre su caballo bayo. El cabello rojo se le riza al viento como la oriflama del ocaso a sus espaldas, y sus iris diminutos, maculados como por una gota de brea, reflejan las mismas honduras de la noche. «Podríamos llegar a las puertas de la ciudad antes de que oscureciese».

Los ojos pequeños de Gorlois giran ligeramente, lo justo para desplazar todo el peso de su incredulidad hacia el regazo de su hija. «Llegar… ¿al anochecer?».

Ella suspira, lo entiende. «Por supuesto. El duque de la Costa Sajona no entra en una ciudad bajo la cobertura de la noche. Pero, padre, me gustaría tanto disfrutar de un baño caliente».

«Los baños de esta ciudad son excepcionales, Morgeu», dice sin mirarla, los ojos perdidos en el recuerdo nostálgico del brutal monumento pétreo allá abajo, envuelto ahora en la gasa dorada del fin del día. «Se construyeron durante el reinado del emperador Vespasiano, cuando los artesanos se complacían en la grandiosidad. Ya verás cómo disfrutas las corrientes de vapor sumergidas, que arremolinan el agua y purifican con su calor el cuerpo. Vale la pena esperar, te lo aseguro».

«A menos que esos provincianos hayan desmantelado los baños para construir otra de sus estrafalarias fuentes bautismales».

«No te negaré que esa posibilidad existe, hija. Han pasado veinticinco años desde la última vez que visité la ciudad. En aquellos tiempos era espléndida». Su rostro quijarudo asiente ante la delicia del recuerdo. «Pero ahora… ahora la gloria que era Roma ha perdido incluso la ilusión de la vida. Ahora no hay más ilusiones de gloria. Ahora queda sólo sobrevivir, si es que somos lo bastante audaces y afortunados para ello. Y así, ¿dónde vamos ahora, sino a tocar el tambor de la guerra con el último gran héroe de nuestro imperio muerto y putrefacto?».

«Tú conocías a su padre». Morgeu se arrebuja en su abrigo de montar, de cuero fruncido teñido de azul, para protegerse del frío del atardecer. «Era un senador».

«¿Aurelianus?», pregunta él con la mirada perdida aún en la dorada calina del pasado. «Sí. Estaba a un paso de convertirse en magistrado imperial de toda Britania. Me encontré con él una vez, en Londinium, en el consejo privado. Tal como lo recuerdo, era un hombre sincero y noble. Me mostró sus grandiosos planes para invadir las Galias y llevar la lucha a las mismas tierras de los jutos y los anglos, y ver hasta qué punto les gustaba a ellos ver incendiados sus campos y saqueados sus pueblos. Pero murió».

«Se dice que lo asesinaron».

«¿Importa eso?». Da unas palmadas en el cuello a su corcel, tierno y meditativo. «Los muertos, muertos están. No hubo invasión, sólo capitulación. Y ahora el ambicioso hijo del senador busca venganza. Más luchas intestinas. Más debilidad antes de la embestida de nuestros enemigos».

«¿Es venganza, pues?», pregunta Morgeu sólo para que su padre siga hablando. Tan a menudo resulta reticente el duque que es raro y curioso verlo así de locuaz. «Sus proclamas hablan de unir a los reyes para defender Britania».

Gorlois ladra una risa. «Este Ambrosius es taimado. Habla de unir a los reyes, pero… ¿no han dado ya todos los reyes y señores de la guerra su apoyo a Balbus Gaius Cocceius, que con tanto orgullo porta el título sajón de Alto Rey Vortigern? No, Morgeu. No te he traído para que conozcas al futuro unificador de Britania. Eso no ocurrirá nunca. Hay demasiados hombres ambiciosos en esta isla. No, la campaña a la que hemos sido convocados no es tan noble como parece. Estás aquí conmigo para ver cómo es la guerra a su mayor escala, no por conquista sino por la furia misma».

Bien, piensa Morgeu. Ha acompañado a su padre porque este le ha prometido que habría muchas batallas. Ha presenciado numerosas incursiones y escaramuzas defensivas durante los años con él en sus interminables patrullas por la costa. Pero nunca ha contemplado una batalla. Muy a menudo ha oído a su padre hablar brillantemente de la guerra, como lo hacen los poetas. Ahora, al fin, verá lo que los poetas han visto.

‡ ‡ ‡

Flanqueado por sus guardias personales cubiertos de yelmos emplumados, el duque de la Costa Sajona llegó a caballo a la cabeza de una pequeña caravana formada por carretas de viaje y carromatos de transporte. Sus carrillos de bulldog eran más rudos y más canos que la última vez que lo vi, pero su arrogancia y su insolencia no habían disminuido en absoluto. Los hermanos Aurelianus y yo lo recibimos en el pórtico de nuestra mansión, y él no nos saludó ni de gesto ni de palabra. Sus ojos caprinos evaluaron fríamente a los hombres que tenía ante él y esperó su saludo.

«Bienvenido, hermano Gorlois», dijo Ambrosius cordial, intentando el latín arcaico pero sin descender los peldaños del pórtico para rendir al duque la deferencia que este, hombre de mayor edad, sin duda esperaba. «Entra en mi casa y reposa después de un viaje tan fatigoso. Largo es el camino que has hecho para verme».

Las palabras de Ambrosius, a pesar de lo galante de su tono y los gestos que las acompañaban, ofendieron claramente al duque, que murmuró a sus guardias lo bastante alto para que todo el mundo lo oyera: «Advenedizo».

Un murmullo excitado recorrió la pompa de los dignatarios de la ciudad, la caballería y los representantes de las familias pudientes, que había recibido al duque en la puerta principal para escoltarlo hasta nuestra mansión. Entre aquella turba deslumbradora había muchos que creían, como el mismo Gorlois, que los hermanos eran de baja estofa, rudos caballerizos elevados de posición por mero azar.

Di entonces un golpe sordo con mi bordón, impidiendo la explosión de Ambrosius, que podría haber resultado peligrosa. «La familia Aurelianus está tan legitimada por su linaje para vestir la púrpura como cualquier otro noble del país».

Ambrosius me detuvo extendiendo el brazo y sonrió cortésmente al duque. «Gorlois», le dijo con la familiaridad de un par, «no habrás venido de tan lejos para insultarme…».

«¡Eres tú el que me insulta!», le espetó Gorlois. «Mi bisabuelo fue nombrado duque de la Costa Sajona por el mismo Magistrado Imperial».

La sonrisa de Ambrosius no vaciló. «¿Y es tu bisabuelo quien va a guiarnos entonces contra los pictos, jutos y escotes?».

Una ola de risa recorrió la multitud e incluso los guardias del duque debieron sofocar su guasa. Gorlois ardía, un arrebol oscuro le encendía bajo el vello los carrillos, y estiró una forzada sonrisa sobre sus dientes naranja. «Bien dicho, hermano Ambrosius», concedió y bajó del caballo. «Ojalá que los héroes de nuestro noble pasado pudieran luchar por nosotros. Pero ha recaído sobre estos hombros humildes la tarea de defender nuestros reinos».

«Nuestro reino», corrigió Ambrosius y abrió sus brazos para recibir al duque. «Ante la dispersión de ataques bárbaros hemos de unirnos».

Me situé cerca de Ambrosius en prevención de la violencia del duque, que trepaba las escaleras con un rictus siniestro y una luz tajante en sus ojos caprinos. Pero Gorlois se abstuvo de echar mano a su espada. Abrazó a Ambrosius y luego a Theo, y les murmuró ceremoniosos cumplidos a uno y a otro. Para mí tuvo una mirada burlona. «¿Nos hemos visto antes?».

«¿No te acuerdas, padre?», trinó una jovencita que descendía de la carreta principal. Su cabello rizado y rojo rutilaba aquilatado por la luz del sol alrededor de su rostro lunar, pálido y redondo: la niña Morgeu crecida y en plena eclosión de toda su feminidad. Era, como su madre, de hombros anchos y esbelta como una llama, pero con los ojos pequeños de su padre y un toque de crueldad en su sonrisa torva. «Myrddin… el mago de madre hará unos cinco años».

El reconocimiento ardió en la mirada fría de Gorlois y gruñó: «¿Otra vez tú?». Sus ojos tensos se hincharon de desdén y amenaza. «Un sortilegio tuyo, viejo estúpido, y seguirás los pasos de la vieja Raglaw».

Los hermanos me observaron llenos de perplejidad antes de que la precipitación de acontecimientos, para alivio mío, nos arrastrara. Gorlois presentó a su hija y entramos en la mansión. Tal como habíamos hecho docenas de veces en nuestras recepciones a los dignatarios del reino, guiamos nuestros huéspedes a sus habitaciones y les mostramos los sirvientes y el balneum. Fue allí donde volvió a surgir la cuestión de mi identidad.

Sentados en aquellos suntuosos mosaicos, desnudos, relajados los músculos por el vapor y las manos expertas de un masajista persa, los visitantes resultaban más complacientes con los hermanos de lo que lo habrían sido en el salón del consejo, rodeados de armaduras y mapas que les recordaban el poder y el territorio en juego. La mayoría de los compromisos cristalizaban allí, en los baños, incluido Gorlois… aunque, cuando el masajista emergió y me hizo un gesto afirmativo con la cabeza, indicándome que el duque aceptaba como líder a Ambrosius, sospeché una probable traición. Había tardado menos que ningún otro en llegar a un compromiso.

«Quieren verte», dijo el masajista, tomándome la ropa y el bastón.

Yo acostumbraba a esperar en la antesala donde, sin que nadie me viese, podía servirme de mi magia para examinar los vestidos de nuestros huéspedes. En dos ocasiones, hallé veneno en los bolsillos de una manga y pude neutralizar el tósigo con un canto. Más tarde, en el banquete, la sorpresa creciente en los rostros de los envenenadores tras administrar sus ineficaces ponzoñas siempre me divertía. Un encantamiento susurrado en el más vulnerable de los momentos para los frustrados asesinos —durante un brindis o al terminar la bendición del obispo— y las redomas de veneno caían de sus mangas como por un inesperado accidente, poniendo al descubierto su traición. Por supuesto, los traidores encontraban invariables excusas y los hermanos se comportaban con civilizada compostura, aceptando las evidentes mentiras de un modo cortés. Pero el aviso había sido dado y los homicidas quedaban marcados para siempre jamás.

Esta vez, sin embargo, no hallé ni veneno ni dagas ocultas en las ropas de Gorlois y, cuando entré en el húmedo balneum, sentí tan desnuda mi alma como lo estaba mi cuerpo.

«El duque nos dice que eres el mago que sirvió a su mujer en Segontium y Maridunum», comenzó Ambrosius cuando penetré en el agua caliente, me acomodé frente a los hermanos y su hirsuto huésped, y me relajé. «Dice que su hija te vio obrar magia una noche en los bosques».

«Ygrane me adula con semejante título», dije. «En una ocasión, salvé a su hija de una caída. La niña lo recordó como magia». Reí, espontáneo y benigno ante la aprensiva expresión de Theo, y me volví hacia el duque. «Y ¿cómo está la reina? Ygrane, ¿está bien?».

«Pregunta a Morgeu», gruñó Gorlois. «No he visto a la bruja desde que decapité a la criatura que le emponzoñaba los oídos».

Ambrosius interrumpió la conversación alzando la mano. «Te he hecho llamar, Merlinus, porque el duque me asegura que los celtas no son una tribu digna de alianza romana. Quiero que lo oigas por ti mismo».

«¿Por qué, si no, estaría tan ansioso de esta alianza?», preguntó ostentosamente Gorlois. «Por amor de Dios, ya estoy harto de tanta brujería y misticismo pagano. Nunca habría caído en eso, si en aquellos años hubiera habido un verdadero señor de la guerra en los alrededores. Pero no lo había. Nadie vino en mi defensa cuando los bárbaros llegaron en oleadas del mar y tomaron mis pueblos y mis granjas. Tuve que apoyarme en las primeras fuerzas que pude encontrar».

«Dile lo que nos has dicho», pidió Ambrosius, «sobre las condiciones de los celtas para la alianza».

«¿No te informó de ello Ygrane?». Gorlois me observó con incrédulo ceño.

«La verdad es que me encontré con la reina sólo en dos ocasiones, y muy breves».

«Exigieron que retuviera a los sacerdotes fuera de su territorio», confesó el duque con un restallido de risa burlesca. «Durante catorce años me ha acosado la iglesia por abandonar esas tierras a los paganos».

«Creía que la mayor parte de las tribus celtas ya eran cristianas», intervino Theo. «Traídas al redil por Santa Non. Su hijo David está ahora predicándoles el Evangelio».

«Hay muchas tribus cristianas entre los celtas», dijo Gorlois, «pero los verdaderos guerreros, esos frenéticos sanguinarios que incluso los bárbaros temen, son los fiana. No obedecen a ningún sacerdote y adoran a dioses extraños. Ygrane no quiere sacerdotes en sus tierras».

«Y a estos fiana, ¿les pagas oro para que luchen por ti?», inquirió Theo.

«¿Oro?». Gorlois mostró el blanco en lo alto de sus ojos. «Yo no pago tributo a nadie. Los celtas exigieron que maridase a su reina. Lo hice. Pero eso es todo. Cuando necesito refuerzos, aviso a mi mujer y los fiana vienen».

«¿Y cómo lograrás seguir conteniendo a la iglesia, señor?», osé preguntar sabiendo ya la respuesta. «Los obispos no sostendrán mucho tiempo a un duque cristiano que obstaculiza sus misiones».

«No me comprometería con este joven primerizo de Ambrosius, si no lo necesitase», admitió Gorlois. «Disculpad mi lengua, pero esta es la verdad. El obispo Germanicus ha exigido ya que abra la frontera a los soldados de Cristo. Si me niego, perderé el apoyo de mis propias gentes, que creen al obispo un santo. Pero en cuanto deje al santo meter allí sus misioneros, provocaré la ira formidable de los fiana. No me cabe duda de que, en ese momento, tendré que combatirlos a ellos también como a los piratas. Será entonces cuando veamos lo que vales como líder, Ambrosius».

«Comprobarás mi valía mucho antes que eso, Gorlois», declaró Ambrosius. «Con tu apoyo, tengo ya todas las tropas que necesito para empezar mi campaña. Este invierno, destrozaré a los bárbaros en las tierras del interior y en el sur, y aseguraré nuestra línea costera. En primavera, me sentaré en Londinium como Alto Rey de toda Britania».

Gorlois silbó, suave y bajo. «Eres un obcecado, Aurelianus. Ya hay un Alto Rey sentado en Londinium. Si demuestras valer en las tierras del interior, exigirá que te sometas a él».

Ambrosius se levantó de un salto, crispada la carne de sus poderosos músculos pectorales como piel de caballo. «¡Balbus Gaius Cocceius no es un rey, es un asesino! Juro que en primavera, su alma arderá en el infierno».

Theo hizo gesto de calmar a su hermano, pero Ambrosius lo apartó y permaneció allí de pie, con una expresión en su bello rostro siniestra e impía a la vez.

«No me importa cuántos mercenarios bárbaros tenga Balbus», dijo. «Con la eclosión de la primavera… él muere».

Gorlois, cuyo rostro rudo, beligerante consideraba yo incapaz de exhibir admiración, dedicó una sonrisa orgullosa y brillante a Ambrosius, una expresión tan incongruente en él que resultaba espantosa contra sus duras, cicatrizadas facciones, como si fuera un santo patrón de las masacres llegado a nosotros en la presencia inefable y letal del vivo misterio de la muerte.

‡ ‡ ‡

En un jardín floral adyacente a los aposentos de los invitados, un atrio de cálidas y dulces fragancias alanceado por el sol, Gorlois se reúne con sus consejeros. Se sientan en bancos cubiertos de almohadones borlados, a la luz manchada de una acacia enmacetada. Junto a ellos, el sonido de la fuente vela su conversación de oídos ocultos.

Gorlois mira el fauno de mármol que baila en la pila de la fuente: «A este Ambrosius… ¿podemos acabarlo?».

Marcus, sobrino del duque y jefe militar, sacude la cabeza. Alto, rubio, corpulento, parece más un sajón que un romano. «Ambrosius es grande por dentro. Es sanguinario, pero tiene una visión. Sus hombres lo perciben. Lo respetan porque los dioses pusieron a prueba su nobleza en los establos, lo hallaron digno y le pagaron con oro ancestral. Y más vital aun que esa suerte suya es que tiene las dotes de un líder, feroz en el campo y un camarada en los barracones. Conoce a cada uno de los hombres de la guarnición desde que cuidaba de sus caballos, conoce sus fuerzas y sus defectos. Ha escogido a sus oficiales meticulosamente, pagando con gloria y honores a aquellos que no compra el oro. Ninguno lo traicionaría. No puede dudarse: tiene una visión letal. Y se la ha inculcado a sus hombres forjando, a partir de ellos, una fuerza de élite, una especie de nueva unidad táctica basada en la caballería. Los entrena cada día, con dureza… y lo aman por ello. Están convencidos de que es el próximo Alto Rey de Britania y ellos, su guardia personal. No recomiendo un golpe de mano».

El tono de su voz, que declina hacia sombras fatalistas, hiela la esperanza del duque de abortar las insolentes ambiciones de Ambrosius. La familia Syrax de Londinium, el clan más rico de las islas y el aliado más decidido del Alto Rey Vortigern, habría pagado con generosidad la abolición de tan evidente amenaza.

La mirada de Gorlois resbala desde el mármol hasta su consejero político, un anciano calvo, desdentado, parecido a una cigüeña y de tan antiguo linaje romano que tiene vínculos de parentesco con todas las familias mayores de Britania. «Bien, Aulus, ¿qué familias de la ciudad están contra él?».

El anciano se frota su nariz venosa con cierto embarazo al informar a su duque: «No hay familias en la Ciudad de las Legiones que se le opongan, mi señor. Es el hijo de un senador, un hombre de estirpe impecable que no puede ser honestamente tildado de usurpador. Además, mi señor, ha implicado a cada una de las familias de un modo lucrativo en su campaña, prometiéndoles generosos beneficios de la renovación del comercio una vez que los caminos entre las coloniae queden limpios. No ha establecido impuestos y compra a las familias con oro todo lo que necesita para su ejército». Hace un gesto desvalido con sus manos moteadas. «Ambrosius ha pensado en todas estas cosas con minuciosidad… y las familias respetan su cuidado».

«Sí… las familias sí», asiente Gorlois concentrándose en lo que empieza a comprender: ve ahora que Ambrosius se ha convertido en algo casi sobrenatural, algo más allá de las rivalidades de sangre. Incisivas líneas surcan su rostro denso y mira a su hija afilando la pose de la quijada. «Es tu madre otra vez. Ese consejero de Ambrosius… ¡era el mago de Raglaw! No me cabe duda de que ha sido Ygrane quien lo ha enviado aquí. Es su magia la que halló la fortuna para fabricar a este señor de la guerra. ¿Hmm? ¿Te das cuenta del tipo de bruja que es, Morgeu?».

«Deberías temerla más, padre», dice Morgeu. Yace sobre su espalda en el banco que ocupa, una rodilla sobre la otra y los dedos cruzados sobre el pecho. Mientras contempla el estampado del sol en las ramas de la acacia, el plan de su madre se le muestra con diametral claridad. La magia de la reina se parece al trazado de un río, un entramado de consecuencias que fluye desde el reino montañoso de Cymru hasta las coloniae romanas. El tributario más importante se vierte en esta ciudadela al pie de los montes, nutriendo de poder mágico, en el interior de sus murallas negras, una fuerza maldita preparada para derramarse por toda Britania hasta el mar.

«Debería temerla más», admite el duque, pero con voz de acero. «Ya he visto bastante de su magia todos estos años. Mas soy cristiano. Mi salvación está asegurada por el Dios Altísimo. No temo a Ygrane… ni a ninguna bruja».

«Si Merlinus es impío», sugiere el consejero Aulus, «un buen soldado de Cristo debería deshacerse de él».

«Yo no lo intentaría», advierte Morgeu con prontitud. «Merlinus es más impío de lo que piensas. Es un demonio».

«No haces más que reforzar mi argumento, joven señora», dice Aulus y se dirige al duque con gravedad: «Mándalo al infierno de inmediato, mi señor. Honrarás a Dios y harás un servicio a todas las familias».

Morgeu se sienta; sus ojos son una oscura imitación de los de su progenitor. «Padre, Merlinus no es como Raglaw. No es como nadie que hayamos conocido».

«¿Qué me aconsejas entonces, hija?», pregunta ávido Gorlois. Mucho tiempo atrás, cuando la muchacha tenía aún el rostro angélico de una criatura, el duque aprendió a confiar en sus intuiciones, en sus sabias predicciones del comportamiento de la gente y de situaciones inesperadas que acababan por acontecer. Ahora que la osamenta de su hija se ha hecho más angulosa, puede verse a sí mismo en muchos de los rasgos faciales de Morgeu y se deja aconsejar por ella como si se tratase de una versión profética de sí mismo.

‡ ‡ ‡

«Merlinus no puede ser asesinado… no por nosotros, en cualquier caso. Sirve a poderes más grandes».

«¿Poderes impíos?», inquiere el duque.

«Sólo Dios es santo, padre».

«Decidido entonces», establece Gorlois abruptamente con sus manos de nudillos cuadrados aferradas a las rodillas y su rostro pugnaz inclinado hacia delante para enfrentar cada una de las atentas miradas que recaen sobre él. «Ambrosius no puede ser destruido por las armas, la política o la magia. Como no podemos resistirlo, estaremos con él. ¿Qué otra opción tenemos?».

‡ ‡ ‡

Entre los trofeos de guerra colgados en la pared del salón del consejo —espadas, lanzas, máscaras de bronce— y los paneles de mapas, Ambrosius reveló a Gorlois y sus oficiales de campo la estrategia para la conquista de Britania. «La mayoría de tus hombres permanecerá aquí, en el oeste, para defender la Costa Sajona con ayuda de los celtas mientras nosotros avanzamos hacia las tierras del interior con los hombres proporcionados por el resto de las coloniae».

«No tienes bastantes hombres para tomar las tierras del interior», dijo una voz joven desde la puerta de roble.

Me incorporé un poco, en el asiento que compartía con Theo, para ver entrar a Morgeu confiadamente en la sala del consejo. Vestía una túnica de cuero hasta las rodillas sujeta a su pequeña cintura por un ceñidor tachonado de cobre del que pendía una daga y, con su pelo rizado estirado hacia atrás y ligado en un flagrante moño, su aspecto no era muy distinto del de una joven y peligrosa guerrera bárbara.

«Fuera, niña», le advirtió Ambrosius señalándole la puerta. «Esto es un consejo de guerra».

«Calma, Ambrosius», intervino Gorlois desde el ángulo del mapa donde estaba analizando el itinerario de la campaña militar. «Mi hija es igual a cualquier hombre en tácticas y estrategia. Me ha ofrecido siempre intuiciones valiosas, tanto en el consejo como en el campo de batalla. Me atrevería a decir que es una experta en cuestiones bélicas y harías bien en escuchar sus indicaciones».

Ambrosius alzó una ceja al mirarla. «¿Morgeu, no es así?».

«No tienes bastantes hombres», repitió ella y caminó hasta el lado de su padre. «Las coloniae te han dado magras fuerzas. Cada coloniae te ha prometido poco más que un puñado de hombres. Son demasiado precavidos para rendir más a un señor de la guerra novel. Si dejas a los soldados de mi padre aquí en el oeste, te verás al frente de unas tropas que no serán más que el esqueleto de un ejército. Con el desgaste que puedes esperar de los choques con los bárbaros, estarás despedazado mucho antes de alcanzar el Támesis».

Gorlois, oscuramente, sonrió. «Tiene razón, ¿sabes? Yo soy el único que te ha ofrecido una fuerza substancial. No puedes permitirte dejar a mis hombres detrás».

«No puedo permitirme el no hacerlo», reveló Ambrosius. «Como habrás visto en el itinerario de campaña ante ti, estaremos fuera todo el invierno. No me atrevo a dejar las costas sin protección tantos meses. No podría sostener una guerra en dos frentes. No. Tú vendrás conmigo, Gorlois. Necesito tu consejo y tu experiencia en combate. Pero la masa de tus fuerzas debe quedarse aquí para proteger nuestras espaldas».

Morgeu sonrió irónica. «No esperes hacer retroceder a los norteños y a los sajones con la fuerza simbólica que las coloniae te han dado. ¿Tienes una idea del número de hombres que te aguarda? Sólo los pictos son millares. Tú mandarás menos de quinientos».

«Se ha puesto a mi disposición una fuerza de cuatrocientos treinta y siete hombres de a pie», reveló Ambrosius. «Pero tengo ciento cincuenta y seis de caballería entrenados por mí mismo».

Morgeu miró a su padre, a los oficiales del duque y puso los ojos en blanco. «Perderás el invierno oculto en las coloniae, en lugar de conquistar las tierras heladas que las circundan».

«La muchacha tiene razón», admitió Ambrosius. «Es decir, si estuviese pensando en incursiones convencionales como las que vosotros y los bárbaros esperáis. Pero conozco a mi enemigo mejor que todo eso».

«Nadie conoce a los bárbaros mejor que nosotros», aseveró Gorlois e hizo un gesto con la cabeza señalando a sus oficiales, marcados todos ellos por cicatrices de guerra: hombres secos, pugnaces, con el pelo agostado y miradas de un oscuro-aflicción sumisas a la muerte. «Te lo advierto, no son como esos bandidos que golpean y huyen, que cazas por aquí. Oh, no, Ambrosius. Los gaélicos luchan hasta el último hombre, aunque les mates el jefe».

«Especialmente si lo matas», añadió un oficial. «Luchan a muerte. La muerte en batalla les garantiza el ascenso a su cielo pagano. El gaélico nunca se retira».

«¿Nunca?», inquirió Ambrosius.

«Nunca», afirmó Gorlois.

Ambrosius dio una palmada. «¡Perfecto! He oído justo lo que esperaba».

Los guerreros del duque intercambiaron miradas incrédulas.

«Si huyeran, nuestra labor sería mucho más difícil», explicó Ambrosius. «Pero si se quedan y luchan, habrá una masacre. Los exterminaremos».

«Ambrosius…». Gorlois lo contuvo posando una mano en el brazo del más joven. «Mi hija te lo ha dicho ya, no tienes los hombres…».

«Para una batalla convencional… no». Ambrosius caminó a través del salón mirando cada uno de aquellos rostros curtidos en batalla. «La clave de nuestra victoria es el caballo. Son piratas y montañeses lo que estamos confrontando. Odian el caballo. Si llegan a montarlo, cabalgan hasta el campo y desmontan para luchar. Para ellos es cobarde golpear desde lejos con piedras o flechas. Su código guerrero exige que peleen cuerpo a cuerpo. Pero nosotros no somos piratas ni montañeses, ¿no es cierto?». Sonrió malicioso y tiró con las manos hacia atrás, imitando el gesto del disparo de un arco. «Sabemos la destreza que se necesita para disparar desde un caballo. Y para nosotros no hay cobardía ninguna en matar a nuestros enemigos desde lejos. ¿Me equivoco?». Soltó la invisible saeta sobre Gorlois.

«Pero ciento cincuenta y seis jinetes…», se desesperó Morgeu. «Es todo lo que tienes… ¡contra millares!».

«Habrá más», prometió Ambrosius. «Cuando hayamos ganado nuestras primeras batallas, vendrán los refuerzos. Y, además, no vamos a combatir a todos los bárbaros en una sola batalla. Vendrán a nosotros de centenar en centenar, un encuentro tras otro, creyendo que somos una fuerza desvalida, esquelética, como tú dices. Y elegiremos terrenos abiertos, elevados sobre las llanuras fluviales, donde nuestra caballería pueda correr en círculos alrededor del enemigo. Los corajudos montañeses tratarán de resistir y pelearán… y morirán».

De nuevo, vi aquella horripilante admiración en el rostro mofletudo de Gorlois cuando trabó la mirada de sus ojos con la de Ambrosius y absorbió la veracidad de la letal estrategia del joven guerrero. Los asombrados oficiales se levantaron de golpe para reunirse en torno al mapa de campaña y devorar con los ojos los lugares que habían sido cuidadosamente escogidos para las famosas masacres por venir.

Morgeu se mantuvo aparte. Observaba a Ambrosius con una ardiente luz en sus ojos y su mirada rezumaba un amoroso resplandor.

‡ ‡ ‡

«Temo por mi padre», les susurra Morgeu a las indiferentes estrellas. Está sentada en el jardín colindante a sus aposentos y la pura urdimbre de sus ropas vespertinas respira al fresco de la noche.

La luminosa oscuridad del cielo configura un rostro, un visaje de carbón con dos burbujas de vacío por ojos. Humos estelares espuman desde el vórtice de silencio que es su boca. Para el padre, no hay esperanza junto a Lailokén. No hay esperanza para el padre.

En trances anteriores, intensificados por pociones narcóticas, ha hablado ya con este rostro. Es Ethiops, el demonio camarada de Lailokén. Ambos quieren lo mismo, liberar a Lailokén de sus lazos mortales. El demonio le ha otorgado poder, suficiente para reforzar sus trances pero poco aún para que prenda en ella la visión. Quiere ver los vientos del tiempo que los arrastran, a ella y a su padre, hacia el este, a la guerra. Quiere ver cómo protegerlo. Pero le falta la magia necesaria para vislumbrar algo distinto de esta faz de fluida oscuridad, esta intensidad sinuosa que crispa su raíz sensual haciendo brotar una savia magnética, escalofriante, de sus propias y dichosas oscuridades.

Su doncella la alerta con un gemido desde el interior y ella sabe que es hora de irse. «Esta noche», le promete a Ethiops poniéndose en pie, sintiéndolo ya en su interior, comprimido en el espacio caliente de su parte más honda. «Volverás a tenerme esta noche. Y con tu fuerza irresistible, liberaremos de la Tierra a Lailokén».

‡ ‡ ‡

A Morgeu yo la temía. Conocía la magia y acaso poseía algo de ella también. Sin embargo, durante la cena de aquella noche, en un peristylum iluminado por multitud de linternas, se comportó con la gracia gentil de una adolescente de catorce años bien educada. Ni una palabra de Ygrane ni de magia celta ni de los planes bélicos. Vestida con una sinuosa camisa blanca, ceñida a las suaves curvas de sus pechos jóvenes y sus caderas, resultaba seductoramente femenina. Su cabello de oro rojo, trenzado con sofisticada elaboración, quedaba sujeto sobre el esbelto cuello al estilo romano. Con meticulosa paciencia y sutileza, atrajo la atención de Ambrosius, que le dedicó varias sonrisas gentiles. No creo que él llegase siquiera a pensar que lo estaba seduciendo aunque, cuando ella se retiró, no fui el único en notar su rutilante mirada acompañar la grácil partida de la muchacha. Gorlois le hizo un guiño y, después, un craso comentario sobre el campo de batalla del corazón.

Sólo más tarde vi yo el otro lado de Morgeu, cuando Theo y Gorlois se habían acostado y Ambrosius estaba en la sala del consejo rodeado de sus mapas e informes topográficos, y únicamente los sirvientes se movían por las estancias limpiando las mesas donde cenara la guardia del duque. Apareció en mis habitaciones, en el porche que se abría al jardín. Desnuda bajo un cielo neblinoso de estrellas, parecía un pedazo de luz de luna, con el cabello como un aura de humo alrededor de su rostro gélido, un vestigio entre sus piernas.

«¿Te acuerdas, Lailokén, cómo pensé que eras un ángel la primera vez que te vi?». Su voz no llegaba desde lugar alguno, sino de mi interior, y supe por ello que se trataba de una aparición, quizás sólo para mis ojos. Sonrió con la mitad de su rostro y colmó mi corazón de un temor indecible. «Fue entonces cuando comprendí que debías de ser un mago. ¿Te acuerdas?».

Me levanté del lecho y me arrebujé en mi ropa de dormir.

«He aprendido mucho desde entonces, Lailokén». Se acercó, un vapor insombre voluptuosamente iluminado desde dentro. «He hablado con algunos de tus amigos. Ethiops… Azael. Añoran tu compañía. Me dicen que estás fabricando un rey para mi madre. ¿Es eso verdad?».

«Eso es algo entre Ygrane y yo», respondí lacónico. «Déjame en paz».

«Ambrosius nunca tendrá a mi madre», dijo confiada Morgeu, con una arrogancia que me asustaba. «Puede que tu magia sea lo bastante fuerte para hacerlo rey… pero la mía es lo bastante poderosa para hacerlo mío».

«¿Por qué?», pregunté. «Tu madre misma me impuso esta misión».

«Mi madre tiene ya a su hombre en la persona de mi padre», repuso, fúlgida la mirada como humo de estrellas. «Pero no sabe amarlo. Es una soñadora celta y no conoce siquiera el alcance de su magia. No merece otro romano poderoso. No deberías servirla a ella, Merlinus. Ven a mí. Sé mi mago. Yo soy aquella de quien habla la antigua profecía. Sé cómo usar a Ambrosius… y haré que se cumpla la predicción. Entonces me seguirán los fiana, los Síd me darán su magia y seré la próxima alta reina de los celtas».

Aferré mi bastón y avancé hasta el porche. «Sabes que no abandonaré mi misión, Morgeu».

El espectro me dirigió un vehemente visaje. «No eres un mago, Lailokén. Eres un demonio… igual que los demás. Simulas sólo ser humano. No creas que puedes pasar por encima de mí. El resto de los demonios no lo permitirá».

Afirmé mi postura y crucé el bordón delante de mí, como si pudiese cerrar el paso al fantasma. «No quiero luchar contigo, Morgeu, pero si debo hacerlo, lo haré».

«Tu lucha acaba aquí, demonio», declaró, convertidos los ojos en el destello repentino de un rayo que me obligó a parpadear de dolor. «Te quiero fuera de la carne mortal y de vuelta al vacío al que perteneces. ¡Vuelve a Ethiops y Azael! ¡Vuelve a Ojanzán y Bubelis! ¡Vuelve a la oscuridad!».

Un rayo me atravesó el cuerpo lancinándome con sus nervaduras eléctricas, crispándome de extremo a extremo, haciendo a mis ojos rodar hasta la oscuridad interior del cráneo, venada por arcos de fuego. Me derrumbé, el corazón quería huir a martillazos del tórax, el hálito ceso. La muerte alzaba su cetro en mi espina dorsal con garra de hielo y la tiniebla se cerró sobre mí reclamándolo suyo.

Así hizo Morgeu. Su espectro desnudo flotó más cerca, relamiéndose. Con mis últimas fuerzas, le arrojé mi bastón y, allí donde atravesó su figura, esta empezó a sangrar verde fuego y una escarcha astral que, al derramarse, crepitó como coágulos de voltaje esparciéndose por las baldosas. Un grito atormentado borbotó de ella y la negrura de su boca abierta se hizo mayor que su rostro convulso, hasta engullirla por completo.

El aire trepidó al penetrar mis pulmones y exhalé una vehemente maldición, un bárbaro alarido destinado a limpiar el espacio circundante de toda amenaza. Chirridos sobrehumanos tajaron la oscuridad del jardín. Al mirar hacia fuera, vi la mole viscosa de Ethiops cegar las estrellas en su rápido trepar hacia la noche. Y el silencio rodó sobre mí, y los sueños florales del durmiente jardín.

‡ ‡ ‡

Sin otra iluminación en el atrio que la argéntea telaraña de los astros, Theo encuentra a su hermano sentado en las frescas baldosas del suelo, bajo el busto de cera de su padre. «¿Escapando de Morfeo, hermanito, o buscándolo?».

«Buscándote a ti, hermano. ¿Podemos hablar?».

La sombra de Ambrosius lo invita a acercarse con un gesto. «Siéntate. ¿Qué te preocupa?».

«Merlinus», dice Theo sentándose con las piernas cruzadas en el suelo, frente a su hermano, como si fueran niños otra vez hurtando a la noche las horas para sus juegos de guerra. «El duque dice que es un mago».

«¿Y qué?».

«¿No te inquieta? ¿No puedo dormirme pensando que hemos sacado provecho de artes oscuras?».

Una risa musculosa brota de Ambrosius. «¡Artes oscuras! Eres todo un sacerdote, Theo. ¿Qué importa que el oro provenga de un hechizo o del mismo papa?».

«¡Importa por lo que respecta a nuestras almas inmortales, hermano!». El blanco de los ojos de Theo se ilumina en la oscuridad. «Voy a pedir cuentas de esto a Merlinus por la mañana. Quería hablar contigo primero».

La voz de Ambrosius se hace más lenta y más honda para portar todo el peso de su convicción, con un timbre que viene de lejos, de las honduras en la caverna del propio ser: «Te lo advierto… si diese la casualidad de que ese anciano fuese el mismo Lucifer, yo no detendría la campaña. En primavera, Balbus responderá directamente ante el espectro de nuestro padre».

Lágrimas cintilan en los ojos de Theo y dejan estelas de plata en sus mejillas.

Ambrosius se inclina hacia delante para convencerse de lo que ve.

«Ey, deja de lloriquear. Tú no sabes si Merlinus es un demonio. ¿Qué ha hecho, al fin y al cabo, que sea tan sobrenatural? Dime».

«Halló el oro».

«¡Bah! Se quedó atrapado en un agujero persiguiendo a una liebre. Fuimos nosotros los que encontramos el oro porque nos esforzamos en sacarlo de allí. Pon tu mente y tu alma a descansar, hermanito, y considera por un instante la pasión de mi fe. He pedido al cielo esta oportunidad desde que era un niño. ¿No crees que es posible también que Dios haya oído mis plegarias en lugar de las tuyas? Acaso Dios mismo quiera venganza por la muerte de padre y yo sea su instrumento».

«La venganza pertenece al Señor, Ambrosius».

El mayor se reclina contra el pedestal a sus espaldas, la cabeza inclinada para mirar el vórtice de las estrellas. «Te dije que te fueras a un monasterio, ¿recuerdas? Preferiste quedarte. Pero puedes irte aún, si quieres. No te lo reprocharé. En realidad, yo quiero que te vayas. No podré cuidar de ti en el campo. Tienes que entenderlo, Theo. Allí fuera, en la espesura del combate, yo no puedo ser tu hermano. No puedo ser más que eso que he hecho de mí trabajando tan duro. Soy el vengador de nuestro padre».

Theo se incorpora, caídos los hombros sobre el dolor que le parte el pecho. Hoy no ha de haber sueño para él, sólo la ceguera de la noche y el miedo de los diablos que esta amortaja.

‡ ‡ ‡

Temprano por la mañana. Theo me llevó aparte y se sentó conmigo en el tablinum, el estudio entre el soleado atrio y el abierto peristylum, donde se guardaba el cofre que contenía la abrumadora fortuna de la casa en monedas de oro. «He estado muy inquieto», dijo en el dialecto latino de Armórica. «Por el dinero. Quiero decir… desde que Gorlois te acusó de ser un mago, no he dejado de preguntarme si era verdad. ¿Usaste la magia para conseguirnos este dinero, Merlinus?».

«Si lo hubiese hecho, Theo, ¿importaría?».

«¡Maldita sea, claro que importaría!», se enderezó de golpe. «Los Aurelianus somos una casa cristiana, no de los que buscan medrar por medio de brujerías. Eso es obra del Diablo».

Me acaricié la barba reflexivamente y miré el gran arcón de hierro grabado con la imagen de una medusa cuyo cabello viperino se rizaba en las macizas cadenas que aseguraban el cofre al suelo. «¿Te has preguntado alguna vez sobre el Diablo?», inquirí. «Si Dios es supremo —omnisciente, omnipotente, omnipresente—, ¿qué nos dice esto de Satán?».

«Para esos sofismas, Merlinus. ¿Eres un mago o no?».

«Un mago… ¿qué quiere decir eso con exactitud? ¿Un hombre sabio? ¿Es sabio acaso decir de uno mismo que se es sabio?».

«¡Merlinus!». Theo se levantó y caminó sin alejarse de mí, pesándole la consternación como si fuera cansancio. «Mira, anciano… yo te aprecio. Te has convertido en un buen amigo y un buen profesor. He aprendido mucho de ti. Ahora, sólo estoy pidiéndote que me digas la verdad. ¿Obras magia?».

Lo miré desde mi muelle asiento con toda la líquida sinceridad que pude verter en mis ojos grises. «Yo también te aprecio, Theo. Y has sido un buen amigo para mí, además. No te mentiré. Pero insisto en que escuches la verdad. Y la verdad nunca es fácil».

Clavó en mi rostro sus ojos con una urgencia entristecida. «Merlinus… ¿estás obrando magia?».

«Si has aprendido algo de mí, Theo, sabrás que cada vida desarrolla su propio sentido. Tú mismo me has dicho que eso es lo que tú crees». Me levanté y contemplé desde su misma altura sus ojos dorados. «Soy exactamente lo que Dios hizo de mí. Te juro que esta es la verdad».

«¿No has usado la magia para convertirte en algo más grande?», preguntó mientras la dureza de su faz remitía.

«Te lo juro. Soy el mismo hombre que Dios hizo de mí».

Theo respiró aliviado. «Bien. Tenemos tiempos duros por delante. Mucha gente morirá, temo, por lo que estamos poniendo en marcha. No quisiera enterarme después de que lo que estoy haciendo es obra del Diablo».

«Acerca de toda esta noción del Diablo…», comencé, pero me despachó con un gesto.

«Más tarde, Merlinus. No tengo tiempo ahora para filosofías. Ambrosius se enfadará conmigo si no cumplo con mis deberes de quaestor. La campaña bélica empieza mañana». Se detuvo junto a las puertas lo justo para advertirme: «Sáciate hoy de comida casera, anciano. La próxima vez que hagamos un banquete será en Londinium… o en el cielo».

‡ ‡ ‡

El Furor pasea los montes sobre la Ciudad de las Legiones. Se agazapa en los bosques como el viento que sufre entre los árboles. Hay aquí demasiada magia, y muy peligrosa, para exponerse directamente. La ciudadela allá abajo es un imán inmenso que atrae energía hacia sus piedras negras a lo largo de las líneas de fuerza terrestres. Con gritos de gatos destripados, los Daoine Síd avanzan revoloteando por la hierba uñosa en los llanos que rodean la ciudad. A los ojos del dios son como parpadeos de la llama vespertina corriendo por los pastos soleados, tan pequeños que podría aplastar a cualquiera de ellos en el puño. Pero, juntos, son un holocausto, un enjambre de avispas, una jauría de lobos carniceros, un frenesí de tiburones sanguinarios. Permanece al acecho en los montes, rechinándole los dientes, mesándose la barba, considerando el problema como un nervioso maestro de ajedrez.

Abajo, la ciudadela es como un huevo negro. En su interior, el maligno desove del Dragón se devana a través de sus siropes, un feto monstruoso que cobra forma y fuerza. En primavera, romperá la cascara y liberará la abominación: otra forma del hambre del Dragón, destinada a nutrir la serpiente del mundo con la carne del dios y los cuerpos de todos los Nómadas de la Caza Salvaje.

El demonio Lailokén es la causa. El Furor lo percibe en la ciudadela como un coágulo latente de fuego sidéreo. El cerebro del dios no puede deshelar la incredulidad de que Lailokén haya logrado liberarse de la locura. Dolorosamente, se recuerda a sí mismo que su víctima es, al fin y al cabo, un Habitante Oscuro, y se arrepiente de no haberlo matado cuando tuvo la oportunidad. Y ya demasiado tarde para un enfrentamiento directo: el demonio ha reencontrado sus poderes y será un enemigo formidable… en especial ahora que los Señores del Fuego han decidido intervenir. Con la espada Relámpago en sus manos, su propósito sólo puede ser armar a un humano para que asesine al dios. ¿Será el demonio mismo quien emerja de este huevo de serpiente con la espada en alto?

Para responder a esta cuestión, el Furor ha tratado de hallar a los Señores del Fuego. Ha rastreado el tenue riel del aura de la espada Relámpago a través de estos montes y bosques, en dirección al oeste, donde las estrellas declinan y penetran la tierra.

Su arma ha sido portada al submundo, donde viven los Síd en arriesgada alianza con el Dragón.

Más lejos aun hacia el oeste, en una isla del Mar Escoto llamada Ávalon, la espada Relámpago está presa. Puede sentirla como un hilo frío de viento soplando desde el interior de la piedra ciega de la ínsula. Lo toca en el corazón, donde una herida fatídica atrae al sentimiento. El viento del tiempo lo ha marcado para que muera por esta espada… a menos que pueda mantenerse lejos de ella.

No atreviéndose a acercarse en persona a Ávalon, el Furor ha enviado allí sus cuervos para que espíen por él, pero ninguno ha retornado.

Y así, debe esperar y ver qué sale del negro huevo cuando brote la primavera. Un ejército surgirá, de eso está seguro. Emergerán en primavera, pues ningún jefe en su sano juicio, ni siquiera un demonio, dejaría el santuario de la ciudadela cuando se aproximan las tempestades invernales.

Con el deshielo, llega el tiempo de la guerra. El Furor no duda que el Habitante Oscuro estará en el corazón de las huestes, conduciéndolas con toda la furia de su demente misión. Y el Æsir estará preparado. Este invierno tendrá consejo con sus propios demonios, los cuatro invocados del Abismo por la magia de los dioses que duermen en la Rama del Cuervo. En honor a los dioses durmientes que confían en él y por la fuerza de los Habitantes Oscuros que le sirven, destruirá lo que surja de este huevo negro, sea lo que sea.

‡ ‡ ‡

Todo el día me mantuve alerta a causa de Morgeu, pero ella no dejó sus aposentos. ¿Conocía su madre la alianza diabólica en que había incurrido o sus vividas ambiciones?

Aquella noche, tuve la última visitación de Ygrane en mis sueños. Nos sentamos juntos en una roca plana y musgosa junto a un estanque que centelleaba flechado por el sol, aunque ella no parecía percibir mi presencia. Vestía pantalones de montar y su corcel la esperaba bajo la negra silueta de un olmo aparrado. Las tiendas de los fiana estaban alzándose en un campo de almiares más allá del margen de la vieja y ruinosa vía romana y las jabalinas clavadas en tierra lucían los gallardetes de la alta reina con el unicornio heráldico.

Un guerrero solitario que olía a cáñamo y sudor de caballo hincó una rodilla ante ella; eran sus hombros como globos, lucía desnudo el pecho, aparte de un torce broncíneo, y el largo cabello cobrizo sujeto por un anillo de plata le caía sobre el hombro izquierdo. La llamó “Hermana Mayor”, tal como era la costumbre de los fiana, incluso de aquellos que la doblaban en edad, y sus labios quedaron ocultos por el arco caído de sus mostachos. «No puedo seguir escondiéndote mi deseo, Hermana Mayor», le confesó con los ojos bajos. «Creo, al fin, que soy el alma que te conoció y te amó con pasión en el Mundo Superior… y que he venido a esta sombra de mí mismo para hacerte mía otra vez».

La reina lo contempló con un deje de cansancio; era evidente que había oído esta súplica amorosa suficientes veces ya. «Mírame, hermano menor».

Él levantó sus ojos grises como sombras de lluvia, rutilantes de expectación.

«Soy tu Hermana Mayor, tu reina», le dijo, y sus palabras tenían el zumbido del viento que desciende de los enjambres de estrellas. «Tú morirás por mí, si es necesario, como yo vivo para morir por ti y por todo nuestro pueblo. Y cuando nos encontremos otra vez en el Mundo Superior, con nuestros ojos despiertos, con nuestros cuerpos despiertos y las estrellas rodeándonos, seremos amantes… tú y yo». El aire se adensó, como si estuviera a punto de llover desde un cielo sin nubes. «Pero ahora olvida tu pasión por mí. Encontrarás el amor de tu corazón en alguna de las buenas mujeres de nuestras tribus. ¿Sabes quién es?».

«No», respondió él como en sueños.

«Entonces te ayudaré a encontrarla. Ahora despierta y sé mi hermano menor hasta que volvamos a encontrarnos en el Mundo Superior como amantes». Le sopló en el rostro y el aire se aclaró con una brisa gélida, magnética que hizo flotar su denso pelo suelto.

El soldado se alertó de repente y miró alrededor, extrañado de hallarse de rodillas ante su reina. Ygrane le sonrió gentil y le dijo: «¿Tendrías la fuerza de ayudar a nuestros hermanos a acampar? Me reuniré enseguida con vosotros».

El soldado movió la cabeza con gesto de aturdida obediencia y se alejó aprisa, llevándome del trance a una caliginosa vigilia.

‡ ‡ ‡

Morgeu yace en el lecho de su cámara, de lado, la mejilla en la palma, plácida su frente tenaz, aunque parpadean sus ojos cerrados. Pasear fuera del cuerpo requiere toda la relajada concentración que su mente puede ofrecerle. La sombra de una arruga de tensión en el mármol pulido de su carne, y su trance se colapsará en sueño.

Años de experiencia le han enseñado a deslizarse del sueño al mundo de la vigilia como luz de estrellas, como un espectro. Su aparición se detiene en el jardín, la vista elevada hacia el cielo nocturno, donde las estrellas parecen añicos de luz. ¡Ethiops!, llama.

El silencio se filtra a través del murmurio de la brisa en los arbustos.

La magia de Lailokén es más fuerte de lo que había previsto. El rostro demónico en la noche cuya fuerza ha compartido durante tanto tiempo se ha ido. Sin él, apenas puede salir de la oscuridad de su cuerpo sin vacilar y caer en los sueños.

Cuidadosa, avanza a través de una pared ciega y emerge a un patio de altos, tiesos álamos contra la bruma de la noche. Merlinus camina entre los árboles en inseguros círculos, las manos cruzadas en la espalda, el rostro cano alzado, hablándole a los cielos.

¿Es Ethiops?, se pregunta ella, y se aproxima para ver a quién se dirige el mago.

Agazapada entre los setos, se acerca lo bastante para mirar la alberca de la noche más allá de las agujas de los árboles. Lo que ve titila como un sueño. Marejadas de gente fluyen unas a través de otras y se cruzan en calles congestionadas de policromías de carros metálicos, todos ellos dotados de negras ruedas, exudando humos desde la parte inferior. Un aire ardiente se eleva entre inmensas torres de cristal.

¿Es el infierno? Esta idea le da vértigo y vacila hasta quedar casi inconsciente. Para estabilizarse se retira velozmente y se halla de pronto fuera de los muros de la ciudad.

La aurora raya la larga melena del Furor. Acecha él en la foresta; desde aquí ella puede verlo en su totalidad: una montaña en el este, donde la tierra carece de toda otra prominencia. Su ojo único fulge como el lucero del alba y su cuenca vacía es un túnel a la negrura del infinito.

Morgeu tiembla. La vista imponente de ese lúgubre dios envuelto en el resplandor gris, amniótico del día la taladra con un remolino de luminoso terror… y se disuelve como el vaho del rocío.

‡ ‡ ‡

Bajo el estandarte del dragón, Ambrosius Aurelianus condujo su pequeña línea de tropas desde la Ciudad de las Legiones a través de la foresta y hacia las llanuras de las tierras medias. Por el camino se les unió el magro contingente de las fuerzas del duque, salidas de su campamento extramuros de la ciudad. Las huestes continuaron creciendo muy lentamente a medida que las coloniae cumplían sus compromisos enviando un puñado de sus menos deseables soldados al loco Señor del Dragón.

Vestida con túnica de cuero y portando una corta espada romana, Morgeu viajaba junto a su padre a las riendas de un pesado carro de campaña. El vehículo elaboradamente ornado, con sus postes de cabezas de gorgonas, sus flancos repujados con figuras de águilas, su dosel de láminas de cobre con grifos en relieve y sus grandes, sólidas ruedas de madera pintadas con serpientes espirales, requería cuatro caballos para moverse, pero Morgeu lo manejaba con destreza.

La muchacha me ignoraba por completo y miraba directa a través de mí cada vez que yo penetraba en el campo de su visión. No evidenciaba heridas de nuestra confrontación en el jardín, pero yo sentía en ella un aire dolorido: esa peligrosa introversión como de bestia herida que cuaja inmóvil su rabia. No volvería a subestimarme.

En presencia de Ambrosius, se mostraba luminosa y atenta hasta el detalle en lo que respectaba a las necesidades de la fuerza de combate, estaba llena de ideas prácticas acerca del orden de la marcha, el despliegue de exploradores y centinelas, y la seguridad de la impedimenta: intuiciones cosechadas de toda una vida acompañando a su padre y a los fiana en sus correrías. Ambrosius, cuyo conocimiento del mando provenía básicamente del estudio y de los juegos de guerra de salón, absorbía su consejo agradecido. Y Gorlois, orgulloso de la perspicacia militar de su hija y complacido ante la posibilidad de tener a un agresivo señor de la guerra romano por yerno, se atenía a los juicios de Morgeu.

La noticia de aquel pequeño ejército viajó al norte y al este con los vendedores ambulantes y los mercaderes peregrinos. Los bandidos salvajes, que habían vagado a sus anchas desde la retirada de las legiones buscando villas ricas que saquear, ganado que carnear, terratenientes y sus familias que asesinar y abandonar a los perros salvajes y a los lobos, se unieron regocijados. Desde los montes trepó a los cielos el humo de sus hogueras con cantos bárbaros que gloriaban su propósito de destruir esta fuerza novel.

Durante cincuenta años, los britones habían permanecido ocultos en sus coloniae muradas y poderosamente fortificadas, emergiendo sólo en esporádicas ocasiones para proteger fincas vecinas con sus rápidas razzias contra los bandidos locales. Muchos de los bárbaros no habían visto nunca un avance bien coordinado y dirigido, y creían que estas escuálidas falanges de lanceros con sus orgullosos estandartes serían fácilmente dispersadas por la brutal fiereza de los ataques gaélicos.

Pero Ambrosius, que había vivido toda una vida para este momento y que había previsto que el apoyo prestado a un caballerizo por la nobleza británica sería modesto, se relamía ante la terrible sorpresa que preparaba a sus enemigos. Durante sus seis meses como comandante militar en la Ciudad de las Legiones, había pasado la mayor parte del tiempo entrenando su escogido grupo de caballeros a dejar la espada y usar pesados arcos de roble, obligándolos a disparar a blancos en movimiento mientras cabalgaban. Para señalar como propio este escuadrón, lo había uniformado con corazas de cuero negro que lucían, repujado, el dragón emblemático de su clan. Desde entonces, forzó cada día su imaginación a visualizar las batallas por venir, en las que cabalgaría con estos hombres —sus hombres— por todas las variaciones posibles de clima y terreno.

Luego, un mes antes del comienzo de la campaña, reemplazó las molestas y pesadas armas de roble por livianos arcos persas, que habían sido de uso común en la vieja caballería romana de sus ancestros Sármatas. El arco persa —compuesto de estratos alternos de madera, cuero y cuerno— brindaba la máxima flexibilidad. Largo y protervamente curvo al estilo oriental, lograba una tracción tan amplia de la cuerda que las flechas aceradas, liberadas con incomparable poder, podían atravesar incluso una armadura… si los bárbaros la hubiesen poseído.

Cuando la hueste de los gaélicos surgió a pie, precipitada desde montes y forestas para masacrar al reducido escuadrón de guerreros británicos que habían atrapado en campo abierto, la caballería se dispersó en abanico. Ambrosius mismo dirigió el difuso ataque, y Theo y yo observamos desde los lomos de nuestros caballos entre las tropas nerviosas cómo los arqueros montados embestían y retrocedían ante los bárbaros aullantes soltando sus descargas con crepitante y mortal puntería. Gorlois se alzaba en el carruaje de campaña con su hija peliígnea al lado y ambos observaban excitados a aquellos fieros enemigos caer en la distancia como las hojas muertas de los árboles.

Ni uno solo de los norteños llegó a tener los ágiles caballos al alcance de su espada y, en minutos, el campo estuvo oscuro de sangre, cubierto de cadáveres erizados de flechas. Los aturdidos bárbaros, preparados para resistir unas pocas saetas pero nada semejante a aquellos proyectiles que silbaban como el viento del norte y los segaban tan lejos de sus enemigos, se debatieron con rabia de berserkers y continuaron avanzando, demasiado orgullosos para volverse y huir. La caballería, bajo los hurras extáticos de las tropas de retaguardia, rodeó a los enloquecidos guerreros y los acabó desde todos los flancos sin perdonar ni uno.

Cuando la carnicería hubo terminado, el Señor del Dragón envió las festivas tropas a recuperar las flechas y despojar a los muertos de armas útiles. Ambrosius retornó triunfante a la cabeza de su ejército y, reforzado así, continuó su marcha hacia el este.

Tres veces más durante aquel viaje, nos atacaron bandas sanguinarias de jutos, anglos y pictos, pero sólo sus gritos de amenaza nos alcanzaron. La veloz caballería, con sus poderosos arcos orientales, arrasó al enemigo en cuanto este se mostró. Táctico cuidadoso, Ambrosius guio sus tropas por las llanuras fluviales, tal como previera, lejos de los bosques y siempre por campo abierto, donde los bárbaros tenían que exponerse para atacarnos.

Con cada nuevo pueblo o ciudad que pasábamos, ansiosos soldados hinchaban nuestras huestes, contentos al fin de poder contarse entre los Víctores. Aquae Sulis, Corinium, Cunetio, Spinae, Calleva Atrebatum, Durocobrivae y Verulanium: todas vertieron sus hombres de guerra en cuanto nos aproximamos. Y gran parte de este avance se realizó en invierno, una estación en que la gente aborrece dejar la cálida protección de sus ciudades.

También esto fue consecuencia del genio militar de Ambrosius. Las hordas bárbaras no hallaban dónde ocultarse en el paisaje nevado. Cuando la nevasca arreciaba, el Señor del Dragón se retiraba a la coloniae amurallada más próxima y, en cuanto los cielos se despejaban, marchaba otra vez, siempre detrás de las tribus bárbaras más numerosas, a las que masacraba haciéndolas surgir de los bosques en los que se ocultaban. La labor era lenta y tediosa, pero grande la matanza.

También mi trabajo me lastraba de arduas y homicidas funciones. Nuevas de las sorprendentes y arrasadoras victorias del Señor del Dragón alcanzaron Londinium ya al principio de nuestra campaña y el Alto Rey Vortigern, Balbus Gaius Cocceius, conocía demasiado bien la identidad de Ambrosius Aurelianus. Los asesinos llegaron con casi predecible regularidad. Vinieron como heraldos, voluntarios arqueros, prostitutas y payasos enviados para entretener a las tropas. En cada ocasión, percibí en sus corazones la muerte inmisericorde con el flujo sutil de mi propio corazón, e identifiqué por la vista a los criminales a pesar de lo inesperada que pudiera resultarle su apariencia al ojo exterior.

Algunos, aquellos que encontré en soledad, los maté con una palabra asesina. En otros casos me expuse y, a veces, con no poco riesgo por mi parte. Uno de estos no era sino un niño soldado, incorporado a nuestras filas cuando destruimos un campamento de bárbaros encarnizados que aterrorizaba el santuario próximo a Magiovintum.

El blondo y pecoso muchacho no aparentaba más de diez años y el guardia personal del Señor del Dragón le abrió paso ante el aspecto entrañable que le confería su improvisada armadura: una bacina por yelmo, una tapadera de barril por escudo y un peto de mimbre. Sólo yo detecté su núcleo secreto de muerte. Morgeu, que podría haberlo hecho también, yacía en su carruaje, exhausta de la triunfante celebración de la noche anterior. Cuando Ambrosius se inclinó para aceptar el beso del niño que sellaría su vasallaje, mi brazo salió disparado en el instante preciso en que el estilete relampagueó.

El filo estaba envenenado y cualquier otro mortal habría fallecido aquella noche. Durante dos días, habité en un pozo de arañas, picado cada vez que mis bárbaras órdenes disipaban las toxinas. Mi cerebro bullía como con amapolas estivales, fustigándome con rayos y tormentas.

Desperté por fin para hallar a Theo acurrucado tristemente junto a mí, en la tienda del Señor del Dragón. La nieve atravesaba en rayos horizontales las fisuras entre las lonas atadas y colmaba el recinto la fragancia de las substancias quemadas por los hermanos para calentarme y ahuyentar los vapores nocivos de mi fiebre ponzoñosa.

«Cocceius envió el muchacho», me informó Theo. «¿Cómo lo supiste?».

«Me pareció demasiado ansioso», susurré sin que mi voz acabase de encontrarse. «¿Qué ha sido de él?».

«Ambrosius lo ha convertido en su propio heraldo», rio Theo con suavidad. «El niño tiene tripas para arriesgarse a una misión como esta. Nos dijo que lo hizo por sus padres. Cocceius amenazó con matarlos, si no le obedecía». Su caricia se llevó de mi frente el último escalofrío de fiebre. «Dijiste cosas muy extrañas en tus delirios, Merlinus».

«Desvaríos de la fiebre».

«Algunas, desvaríos». Me ayudó a incorporarme y me ofreció una copa con caldo de raíces caliente; mientras lo sorbía, me contó que algunos de mis gritos habían hecho saltar las sillas y bailar fuegos fatuos en los bancos de nieve. «Si las tropas hubiesen visto cualquiera de estas rarezas, te habrían arrojado sin dudarlo al fuego. Este es un ejército cristiano, ¿recuerdas?».

Aparté la copa y, débilmente, me senté en el lecho. «¿Qué llegaste a ver?».

«Sólo eso. Lo bastante para saber que no eres como el resto de nosotros».

«Te juro que no te mentí, Theo. Soy tal como Dios me hizo».

«No lo dudo, Merlinus», repuso mirándome con tanta franqueza y candor que, por un momento, sentí mi reticencia flaquear. «Pero ahora debes decirme toda la verdad: ¿cómo te hizo Dios?».

Abatí la cabeza y mi melena larga, revuelta por la fiebre, veló mi rostro. «De acuerdo entonces», dije sin aliento, sabiendo que sería odiado, insultado, despachado, pero incapaz —o indispuesto ya— a seguir callándome la verdad. «Soy el hijo de un íncubo. Un demonio fornicó con mi madre, una mujer espiritual, una santa. Yo soy el resultado. Yo soy ese demonio».

Cuando me atreví a levantar la mirada, Theo asintió, comprensivo y melancólico. «Acuéstate, Merlinus. Descansa un poco».

«¿No me odias?». Lo observé con atención, buscando en él indicios de ira o de burla. «¿No estás disgustado?».

«No. Ni enfadado ni disgustado. Tú eres lo que eres. Dios te juzgará, no yo. Yo sólo te he pedido la verdad».

«¿Y Ambrosius?».

«Le has salvado la vida. Sólo tú sabes cuántas veces. Te quiere de vuelta a su lado. También yo. Reposa ahora, Merlinus. La campaña no va a esperar por ti mucho tiempo más».

Se fue y se llevó consigo lo más pobre de mí, todo el fraude de mi tiempo con los dos hermanos. Las monedas de oro, sabía él ahora, se habían logrado con magia. Él y Ambrosius eran, al fin y al cabo, caballerizos transformados en nobles por mi magia. El poder de los britones, la realización de los sueños vengativos de Ambrosius y la desesperación de los gaélicos se habían comprado con oro conseguido por medio de la magia.

Quería que volviese de inmediato para ofrecerle toda la desnuda verdad, hablarle de Ygrane y de Bleys, del Gandharva e incluso del unicornio. No… más, tenía que decirle aun más: tenía que hablarle de Óptima y de la profecía que yo debía ayudar a cumplir; de la profunda esperanza que nosotros juntos —él, yo e Ygrane— teníamos que engendrar y hacer vivir, fuerte y capaz, antes de que mil años de desesperanza descendiesen sobre toda la humanidad.

Mis ojos se llenaron de lágrimas por todos los engaños que empequeñecían mi sagrada misión y todo lo que había conseguido al precio de tanto sufrir. ¿Cómo podía hacerle entender? ¿Debía decírselo todo, debía hablarle de la pena furibunda de los demonios y del inexorable vigor de los ángeles, de nuestros rebeldes recuerdos del paraíso, de Dios y de Su amor real, puro, particular por cada uno de nosotros, incluso por los demonios y los bárbaros?

Si hubiera vuelto, habría puesto en sus manos una montaña de verdad, con todos sus riscos de dolor y sus ríos dichosos. Serené mi respiración y, con el vendaje de mi brazo, sequé las lágrimas saladas que me goteaban del bigote. Si hubiera venido en aquel momento, le habría dado una estrella, con sus puntas lancinantes y la radiante belleza de su sabiduría. Habríamos hablado del alma del hombre y del espíritu de la mujer. Le habría explicado, con tanta pasión como hubiese podido, toda la magia y el misterio que surge de Ella y habríamos imaginado juntos qué hacer de nuestras pequeñas, locas, tristes, gloriosas vidas aquí en este suelo del mundo.

Pero no volvió en todo aquel tormentoso día. Y fue, probablemente, lo mejor porque lo que yo le habría dicho era la verdad y esta es siempre demasiado vasta, demasiado complicada, en tiempos de lucha y decisión. A él le bastaba, más tarde lo comprendí, que hubiese salvado la vida de su hermano arriesgando la mía. Al lado de este amor, para un hombre de amor como Theo, la mera verdad perdía su importancia. Y, cuando volvimos a encontrarnos, no hubo tiempo más que para la estrategia bajo el viento helado, tiempo sólo para una marcha serpenteante y para la guerra, enemiga de la verdad.

‡ ‡ ‡

Theodosius Aurelianus se sienta en la tabla más alta de la estructura del vagón de campaña. Lánguido y nacido, se apoya en el mástil de la oriflama, hastiado de muerte. Sobre él, el estandarte del Draco, inscrito de escamas sable y escarlata, tremola en el cierzo contra un cielo gris. Gime muy bajo, en la frontera de lo audible, colmado de la desdicha de los muertos.

Desde esa posición, Theo avista el atardecer, la congestión de sombras en el bosque incoloro mientras un sol nublado se sumerge en un río mate como escoria de plomo. Aparte de los centinelas arrebujados en sus pieles, que encienden las hogueras nocturnas en el perímetro del campamento, las orillas nevadas del río están solitarias. El humo de las tropas en sus tiendas devana filamentos de aromáticos vapores: maíz tostado y carne de cabra asada.

Hundidos los ojos ámbar, borrados sus contornos por las sombras, Theo observa a Merlinus emerger de la tienda y cubrirse la melena gris con la caperuza del manto. Se mueve ágilmente por la tierra apezuñada, no como un anciano.

Pero, desde luego, Theo sabe que la figura encapuchada que se le aproxima no es un anciano, ni un hombre. Le parece haberlo sabido desde mucho tiempo atrás, aunque sólo hace tres semanas que el mago se levantó de su lecho de enfermo. Viéndole ascender las escaleras del vagón, nadie pensaría que fue herido: flota de escalón en escalón y se desliza por la plataforma del carro con sus ropas negras infladas por el viento, como un murciélago grande de maldad.

«¿Me has llamado, quaestor?», dice Merlinus sentándose cerca de Theo. Semana tras semana ha leído el escrito de tristeza en las líneas cada vez más hondas del rostro del joven. El fluido de entusiasmo que le transmite Merlinus desde su corazón actúa sólo en presencia del mago. Pero ahora este lo retiene. Ha esperado paciente que Theo lo llamase, le abriese el alma, y no quiere desfigurar su verdad. Contrae su campo etérico sobre sí mismo, compactándolo en una atención minúscula, enclaustrada, tan concentrada en el interior de su esencia mortal que su rostro se transforma en una máscara.

Los ojos turbios de Theo se fijan en los hoyuelos y la carne lustrosa del rostro encapuchado que tiene delante y ve ahí humanidad. «No eres un diablo, ¿verdad?».

«Soy el hombre que Dios hizo de mí».

Theo le mira directa, autoritariamente. «¿Sueñas?».

«Por supuesto». Sus ojos se achican en sus cavernas. «Sueño con Óptima. Y con los ángeles que la visitaban. A veces, sueño con el Furor».

«El dios de los gaélicos. Debe de ser espantoso».

«Oh, sí».

El miedo genuino en la voz de Merlinus anima a Theo a admitir: «Yo he tenido sueños aterrorizadores, también».

«El hombre serpiente».

«Sí…». La turbieza de los ojos de Theo escampa. «El hombre serpiente. Sale del suelo, y porta una armadura enmohecida y antigua…».

«Y tiene tus ojos».

«Sí». El rostro de Theo se crispa cuando su mente cae en una nueva sospecha: «¿Es tu magia, Merlinus? ¿Eres tú quien ha puesto en mis noches estos sueños?».

«No. No he tocado tus sueños. Es otro el que los visita».

Theo aparta la mirada, la derrama en el río metálico, y pondera: «Tienes razón. He tenido estos sueños desde mucho antes de encontrarte». Pausa un instante. «Y así sé quién debe de ser. Una sombra ancestral».

«Más que eso. Si lo que yo he visto de ese visitante prueba ser cierto, se trata de un magus. Ha encontrado una forma de absorber poder del Dragón, la inmensa consciencia que habita el vulcanio interior de la tierra».

Theo gira sus ojos asustados otra vez hacia el hechicero. «¿Satán?».

Merlinus se mordisquea el extremo del bigote y medita la respuesta. «Quizás Satán sea el Dragón. Circula dentro de la tierra».

La alarma en el rostro acongojado de Theo se relaja de repente y hace un gesto suspicaz con la cabeza. «¿Es otra de tus fantasías, Merlinus… como cuando querías hacerme creer que la Tierra es una esfera que gira en el vacío? ¿Te acuerdas qué insensato, tratando de convencerme de que la Tierra órbita alrededor del sol?». Se ríe tristemente, sorprendido por el sonido de su propia voz. «Y de verdad esperabas que abandonase mis sentidos, que ignorase las verdades mismas que Dios ha puesto ante mis ojos, para creer tus tonterías. ¿Te divierte contarnos historias absurdas porque somos poco más que niños crédulos ante tu magia?».

Merlinus lo niega con una sacudida de cabeza tan vigorosa que abre su capuz al embate del viento; se esponja y vuela su barba, y debe contenerla con una mano nudosa. «El Dragón es real, Theo. Vive en la tierra colmado de fuerza luminosa y devora todo lo que logra capturar. Pero también nosotros podemos comer de él. No está hecho de carne y huesos, sino de una esencia más pura que el fuego… una forma sinuosa de luz. Sospecho que tu ancestro aprendió a absorber esa luz, a nutrirse de la sangre del Dragón».

«¿Y los sueños?».

Inclinándose confidencialmente hacia el joven, le dice Merlinus: «Durante siglos ha medrado en la costra arcillosa de la tierra. Durante siglos, Theo. Piensa en esto. Ya no es en absoluto humano. No se puede tocar al Dragón sin ser tocado por él. Cambia a la gente. No sólo sus cuerpos —que se transforman en una clase líquida de luz, un plasma de naturaleza peculiar que ya no necesita aire o alimento—; la sangre del Dragón cambia sus mentes también. Las abre a extensos horizontes entre los momentos. Los años pasan como días ahí».

«¿Cómo lo sabes?».

El aire asustado de este hombre requiere la verdad y Merlinus le confía: «Mi maestro, Bleys, es un magus. Por medio de cierta alquimia, se ha transformado a sí mismo en un plasma que tiene también el poder de cerrar la brecha entre los momentos. Pero a diferencia de tu ancestro, vive en el tiempo como si fuera un hombre físico. Tu antepasado ha de hallar el retorno al tiempo a través de su semilla».

«La marca del dragón en mi espalda, esa es su marca». Theo observa abstraído el alfarje del cielo, recordando las historias fantasmales del señor del dragón sármata que, según Ambrosius, su padre acostumbraba a contarle a su hijo mayor. La tradición familiar aseguraba que estos cuentos de vampiros, lamias y licántropos provenían de la boca del primero de sus legionarios, un aventurero llamado Wray Vitki. Al reflexionar ahora sobre todo esto, Theo recuerda haberse enterado por un erudito, el huésped de una de las muchas mansios que visitó en su juventud en Armórica, de que la palabra eslava vitki significa mago.

«Tu ancestro concentra la voluntad para mantener unidos los momentos sólo cuando es invocado por la necesidad familiar», le dice Merlinus. «Cuando emerge del suelo, la malla de tu sangre lo captura del aire y sueñas con él».

«Surge de la tierra ahora por la guerra de Ambrosius. El abuelo Vitki quiere ayudarnos a vengar la muerte de nuestro padre. Pero no debería venir a mí. Es a mi hermano a quien debería ir». La autocompasión desdibuja las facciones del joven por un instante. «Cuando nos encontramos por primera vez, me dijiste que nadie se salva. Pero este ancestro… este magus, este abuelo Vitki de las viejas historias, viene para salvarnos. Lo que turba mi corazón es que venga a mí, cuando es Ambrosius quien lo necesita».

Merlinus posa una mano grande y huesuda en el hombro de Theo, un gesto de camarada sin ningún flujo de magia. «Ambrosius tiene su misión y se la otorga el haber nacido primero, el destino. Esa es su fuerza. Eres tú el que necesita la ayuda del magus. Mira en tu corazón, Theodosius. ¿No hay en él cierto orgullo por compartir la emoción de la victoria con tu hermano y su ejército?».

Theo aferra la mano del mago en su hombro antes de que Merlinus la retire y admite: «Por eso he intentado evitarte, anciano. Al principio pensé que la dicha que sentía en esta campaña se debía a alguno de tus encantamientos. Me he mantenido lejos de ti para poder sondear mis sentimientos reales». Vuelve hacia arriba las palmas como para sostener su sorpresa. «Pensaba que aborrecía la guerra. Pensaba que podía, que debía vivir como Jesús lo habría hecho de haber estado aquí. He odiado siempre las escaramuzas a las que mi hermano me llevó. Me colma el miedo cuando veo la furia asesina en los rostros de los demás hombres. Me asusta tanto que me hace débil. Sin embargo, exulto cuando los bárbaros caen quebrantados. Oír sus gritos de dolor, ver sus cuerpos descabezados me agota, sí, pero me llena del sentimiento de una tarea dura bien hecha. No siento amor por este enemigo. Ninguno. Toda mi dicha está en los rostros agradecidos de los labriegos y las madres y los hijos de la campiña. Dicha y orgullo me poseen en cada pueblo que libramos de saqueadores. Dicha y orgullo… pero, en el campo, cuando oigo los alaridos de guerra y veo esos rostros furibundos, Dios me perdone, me amedrento. Por eso me ocupo de los heridos. Tengo miedo de luchar». Su faz se niebla y se desliza hacia las lágrimas. «El Dragón ha enviado su magus al hombre equivocado. Merlinus, yo soy un cobarde».

La apasionada intimidad de esta confesión turba a Merlinus. «Todo hombre sabio lo es».

Theo asiente descorazonado.

«La violencia nos saca de nosotros mismos», le dice Merlinus. «El frenesí asesino de la batalla es una posesión, un eclipse de nuestra consciencia humana por la bestia que llevamos dentro. Es sabio temer eso. Los que no lo hacen están poseídos. Témelos, témelos a todos ellos».

«No quiero matar», afirma Theo con voz frágil, asustada. «Así que, ¿por qué viene Wray Vitki a mí?».

«Porque lo necesitas. Quizás no tanto para matar como para proteger».

Esta palabra capta la atención de Theo, que alza los ojos. «Sí… para proteger». El sacerdote que hay en él entiende este impulso. «Merlinus, estoy cansado de la matanza. Quiero que los gaélicos se vayan y nos dejen en paz. Tendríamos que comerciar unos con otros, no pelear».

Merlinus parpadea con incredulidad. «Debes de estar verdaderamente exhausto para haber olvidado en que punto estamos de la historia. ¿Te acuerdas de los hunos? ¿El tío Atila? Los gaélicos han perdido sus tierras».

Theo se levanta, se aparta, cruza los brazos contra el soplo del cierzo y atisba el bosque anfractuoso, el vasto santuario de los bandidos. «Necesitamos a Roma».

Merlinus permanece sentado en la tabla, las manos acopadas en el regazo, complacido de haber logrado esta intimidad sin magia. «Necesitamos la autoridad de la espada. Sí. Es una dolorosa verdad, pero verdad al fin y al cabo».

«¿Cómo puede ayudarnos el magus? ¿Qué puede hacer Wray Vitki?».

Merlinus no lo sabe y no hace ningún esfuerzo para ocultar su incertidumbre mientras medita en voz alta: «Es viejo ya. Ha servido a tu familia desde antes de que Jesús sufriese. Pronto morirá y todo el poder que ha usado para construir su cuerpo de luz será devorado por el Dragón. Creo que intenta darte todo lo que le queda de sí para que ayudes a tu hermano».

Theo se vuelve y recorre al mago con mirada minuciosa. «Dime, mago, ¿habrá un tiempo sin guerras?».

«¿Es una adivinanza?».

Theo parece decepcionado y sombras corrosivas se le oscurecen bajo los ojos. «¿Quieres decir entonces que la guerra es inevitable?».

Merlinus se incorpora y habla en tono de revelación: «Quiero decir que la guerra es como un río poderoso que arrastra a los hombres. Demasiado ancho para un puente, demasiado impetuoso para cruzarlo en barca. Así que, dime, ¿habrá algún tiempo en que uno pueda caminar a través de río semejante?».

«Desvarías».

«La verdad no es cuerda».

Theo sacude la cabeza. «Estoy muy cansado para enigmas».

«Entonces te hablaré directamente». El hechicero se dirige a él con generoso candor: «Hay un tiempo en que uno puede cruzar el río rabioso a pie. En invierno. No temas el tiempo oscuro y frío, Theo, pues tiene sus bendiciones también… si sabes cómo recibirlas».

«Estoy cansado, Merlinus».

«Vuelve pues a tu tienda y duerme», le dice el alma anciana rodeando con el brazo al joven quaestor y guiándolo a la escalerilla del carro. «Mañana el río nos lleva a la siguiente batalla».

‡ ‡ ‡

La primavera nos halló, tal como Ambrosius predijera, marchando como hueste numerosa junto al serpenteo neblinoso del Támesis. Los mercenarios sajones en misiones al norte lejano no ofrecieron resistencia. Vortigern, incapaz de impedir nuestro avance, se había encerrado en su fortaleza de la orilla meridional con un puñado de tropas que aún le eran leales. Acampamos en el cerro boscoso desde donde, dieciocho lunas atrás, descendiera yo al campo de batalla de los elfos.

La tierra alrededor había enloquecido con las lluvias gentiles. El azafrán yacía esparcido como manchas brillantes en la verde alcatifa del planeta. Los ciervos saltaban a través de nuestro campamento. Las liebres se perseguían por sus agujeros entre nuestras tiendas. La vida cantaba en las altas estancias del bosque. Y Ambrosius traía la muerte a Vortigern.

Desde algo más allá del alcance de los arqueros de Balbus Gaius Cocceius, los arcos persas de Ambrosius disparaban una flecha encendida tras otra al maderamen de la fortaleza. El Señor del Dragón gritaba a Cocceius invitándolo a dejar atrás sus venenos, a salir, a luchar mano a mano con el Aurelianus. Vortigern, acobardado, se refugiaba en su fuerte y las llamas devoraban la madera muerta.

Humo negro rascaba el vientre del cielo y los portales se abrieron de par en par. Las tropas que huían de las llamas fueron segadas por negras descargas de flechas que gemían como el viento. Cuando la fortaleza prendió como una pira gigante, Ambrosius cargó penetrando y surgiendo del humo, gritando invectivas y canciones triunfantes, disparando flechas vengadoras contra el holocausto que fustigaba el viento.

Mucho después de que las murallas se hubieran desmoronado, convertidas primero en un vórtice de arremolinadas pavesas y en un montón de irreconocibles rescoldos luego, Ambrosius emergió a caballo, cantando ásperamente a través de los humos cenicientos de su enemigo muerto. Y su odio, y todas las tierras de dolor que había cruzado para satisfacerlo, treparon, negros, a los flotantes paisajes del cielo primaveral.

‡ ‡ ‡

En la cima de la torre más alta de Londinium, se halla el duque de la Costa Sajona vistiendo completa armadura. A su derecha está su hija, con una túnica llamativa de brocado y ajorcas de plata en los tobillos; a su izquierda, el grave y desdentado consejero Aulus, cubierto por su toga formal habitual. El anciano los ha llamado aquí para comunicarles noticias de los bárbaros. Juntos, miran lúgubremente más allá del maderamen y los bastiones de piedra de la ciudad a los campos verde-plata del estuario, donde las hogueras de los campamentos paganos arañan en cielo del alba con su efusión de vapores negros.

«Hemos perturbado un nido de avispas», murmura Aulus. Una faerïe maligna está atrapada en su cuerpo y a menudo le acuchilla las costillas con su daga diminuta, tratando de abrirse camino al exterior. Otras veces, enciende pequeños fuegos en el pecho del hombre para calentarse. Y aun otras, como ahora mismo, afila la hoja de su puñal en los huesos redondos de las junturas del consejero, y vuela el dolor como las chispas.

Aulus es demasiado viejo para aventuras militares, pero el duque insistió en que viniera. La campaña hubo de cruzar muchos reinos y necesitaba alguien próximo a todas aquellas familias gobernantes que pudiera suavizar y resolver los embrollos diplomáticos. En toda la frontera no hay un estadista mejor conocido y más respetado que Aulus Capimandua. Viejo como es, se habría ofendido si el duque no lo hubiese llamado. Con la faerïe maligna lancinándolo por dentro, sólo el mundo exterior, el mundo político de las viejas familias romanas, le inspira para continuar viviendo. Ver ese mundo amenazado por bárbaros primitivos vestidos de pieles humanas le enferma el alma, y dice: «No ha pasado ni una semana desde que Balbus llegó al infierno y ya fluyen hacia nosotros sus vengadores».

«Centenares más cada día», observa sombrío Gorlois. Berserkers cubiertos de un cieno alabastro danzan mudos como espectros en la niebla informe que asciende del río, evocando a su dios pagano. «¿Y dónde está nuestro rey? Lamentándose en soledad como si él fuera el vencido».

«Quizás lo sea», dice Morgeu. Su atención no recae en las hordas descendidas de las tierras altas boreales, sino más allá, en los rutilantes llanos del litoral. Allí, la figura gigantesca del Furor, inclinada por el viento, danza en lenta y majestuosa unión con sus diminutos adoradores. Su melena blanca raya el cielo como invernales cirros, y sus hombros y brazos poderosos se hinchan con los cúmulos que ruedan en las térmicas corrientes primaverales. «La magia de nuestros enemigos es poderosa aquí».

Aulus se muerde nerviosamente los labios con las encías mientras sus ojos astutos observan a Gorlois evaluar la fuerza enemiga a partir de las líneas tiznadas por las numerosas hogueras de los campamentos bárbaros. «Quizás la guerra no sea inevitable, mi señor duque. Hengist podría ser receptivo. Al fin y al cabo, Vortigern era un britón, no uno de los suyos. No hay sangre que vengar. Déjame hablar de esto con Severus».

Fue Severus Syrax, gobernador de Londinium y aliado de Balbus Gaius Cocceius durante mucho tiempo, quien abrió las puertas de la ciudad y rindió su suntuoso palacio a los triunfantes hermanos Aurelianus sin provocarlos. En agradecimiento, el Señor del Dragón no lo condenó a muerte y ordenó que él y su familia fuesen encarcelados en las mazmorras bajo las torres del río. «No nos ayudará», predice Gorlois, «no tras humillación semejante. Carecerá de toda autoridad entre los bárbaros».

«Esto se me ocurrió cuando el Señor Aurelianus ordenó encarcelar al gobernador», dice Aulus frotándose casual sus nudillos artríticos, como un abuelo añoso que discutiera del tiempo. El discurso farragoso de su arruinada boca es otra de sus herramientas diplomáticas, pues disuelve toda posible inconveniencia en un suave balbuceo geriátrico. «Siguiendo mis instrucciones, Severus y su familia no fueron enviados a las mazmorras».

El duque lo mira sorprendido. «El Señor del Dragón lo ordenó».

«Así lo hizo», reconoce Aulus y se chupa meditativo los labios antes de añadir: «Pero el Señor del Dragón estaba entonces de un humor furibundo debido a su rabiosa victoria. Le habríamos traicionado, si le hubiésemos obedecido. Ahora nos agradecerá nuestra previsión».

«¿Nos?». Gorlois muestra sus dientes como clavos con un gruñido de incredulidad.

Aulus parpadea con sus ojos atortugados, desviando la sorpresa de su señor con la propia. «¿Cuestionas mi servicio a la familia Domnoni, mi señor? Hoy eres duque porque tanto tu padre como el padre de tu padre antes que él confiaron en mis juicios».

Gorlois hace un gesto de su ruda mano en el aire, disipando toda objeción a la sabiduría del anciano. «Te he traído porque te necesito. Pero, como de costumbre, Aulus, estás por delante de mí. ¿Por qué has esperado hasta ahora para decirnos que hemos desobedecido al Señor del Dragón?».

«Has estado en extremo preocupado por la seguridad de la ciudad y de sus alrededores», le explica Aulus, y su boca desdentada exhibe una precisa flexibilidad. «No podía distraerte con esta consideración doméstica. Y por lo que respecta a la joven dama…». Gesticula hacia Morgeu con su cabeza apajarada, su calva planicie cimera, su nariz como pico de ave. «Tú te esforzabas con tu magia, te agotabas en tus trances, para aniquilar el mal humor del señor de la guerra. ¿Cómo podía perturbarte con esta cuestión política?».

Morgeu lo observa con fijeza, ojos de tinta que rayan en un rictus de mal humor. Pero, tras su mirada dura, admira al astuto anciano, su voluntad engañosamente dúctil. Sirve para gobernar.

«¿Dónde está Severus?», pregunta Gorlois, inquietándole de verdad que el viejo amigo se haya vuelto senil. La familia Syrax tiene profundas raíces en la ciudad y Severus podría servirse de ellas sin dificultad para asesinar al Señor del Dragón y a su cobarde hermano. El duque desearía ahora tener consigo a sus tropas y a su sobrino Marcus.

«El gobernador está confortablemente instalado con su familia en una mansio del barrio occidental, lejos de palacio. Creo que es el momento adecuado para hablar con él».

Gorlois veta la idea con un gesto duro del rostro. «No sin que lo sepa el Señor del Dragón. ¿Has perdido la cabeza, Aulus? Si Ambrosius lo descubre, nos acusará de conspiración… y no le faltarán razones».

Párpados oscuros encapotan los ojos nubosos de Aulus. «No si Severus viene a nosotros para sugerir un fin de las hostilidades. ¿Qué conspiración puede haber en recibir una súplica como representantes del Señor del Dragón?».

«Pero ¿puede hablar Severus por Hengist y sus fieras legiones?», quiere saber Gorlois y se frota, impaciente, la palma de una mano con los nudillos de la otra.

Aulus le asegura: «La familia Syrax tiene estrechos vínculos con los foederatus paganos; no sólo con Hengist, señor de sajones, sino también con los confederados de otras tribus: el rey Wesc de los jutos y el jefe picto Cruithni».

Morgeu asiente con perspicacia. «La familia Syrax controla los pagos con oro de sangre a los bárbaros, ¿no es así?».

«En efecto, Vortigern los hizo responsables del tributo».

Morgeu mira a su padre con una sacudida de su cabello cobrizo. «Con una influencia como esa, incluso el Furor puede ser convencido. No he visto nunca un talismán mágico tan eficaz como las monedas de oro».

El duque se aprieta el puño con la palma de la mano. Odia la intriga y preferiría estar subido a un caballo y al frente de una buena partida de guerra. Se recuerda a sí mismo que esta es precisamente la razón de su insistencia en que Aulus se uniese a la campaña: estas tramas políticas debían ser concebidas por una inteligencia más capaz. Accede con un suspiro hosco. «Haz traer al gobernador. Oiremos lo que tenga que decir».

«Excelente decisión, mi señor». Aulus se inclina satisfecho, y la faerïe maligna le taladra la espina dorsal obligándolo a enderezarse de un modo extraño y repentino. «El gobernador espera abajo».

Un ceño nubla el rostro grande del duque. «¿Está aquí?».

«Sí. Consideré sabio que nos reuniésemos todos lo más pronto posible… dado lo que la luz del día había de revelarnos». El hombre, alto y espigado, señala el febril trasiego en los campos del estuario.

Gorlois se inclina sobre el largo alféizar que mura la parda extensión del Támesis y las verdes llanuras fluviales a lo lejos, donde las tribus se están concentrando. «Llámalo».

Aulus cabecea en dirección a su asistente, un hombre pulido, enjuto, vestido con una túnica blanca y fruncida hasta las rodillas, que aguardaba en la terraza. De inmediato, este desaparece por las escaleras. La guardia personal de Gorlois, cinco hombres de cuellos torunos con armaduras veteranas, se acercan desde sus posiciones en el tejado de la torre, pero el duque les hace con la mano su señal privada para que se mantengan en sus puestos y observen.

Emergiendo del foso de la escalera como un djinn, envuelto en un vapor de pañuelos de seda y ropajes persas pero aún con la coraza de oro repujada de un Magister Militum, emblema de su antiguo rango de gobernador, Severus Syrax evalúa fríamente al trío que lo espera. A Aulus lo tiene por amigo de las familias y por su propio aliado. La familia Aurelianus no consta sino de dos hermanos y un ejército febril. Pero la familia Syrax posee gran parte de Londinium y tiene casas en muchas coloniae, no sólo de Britania sino también a lo largo y ancho del Loire y la Prefectura de las Galias, en Trier, Troyes, Auxerre y Clermont Ferrand. Tal y como sin duda sabe el sabio historiador Aulus Capimandua, cuando los vientos de la guerra desfallezcan y la chusma que forma el ejército del Señor del Dragón retorne a sus granjas, dos hermanos solos no pueden esperar prevalecer contra la riqueza y la extensión de la familia Syrax.

Con gran confianza, Severus cruza el tejado de la torre. Nunca ha visto todavía a este duque belicoso de las salvajes tierras occidentales ni a su brujesca hija, pero sus espías le han dicho todo lo que necesita saber para no temerlos. Aunque puede darse cuenta enseguida, al leer sus incómodas expresiones, de que él sí le crea al dúo incertidumbre.

Una barba negra recortada con precisión, fina y aguda como las llamas, una complexión atezada y sus ojos almendrados le dan un aspecto satánico a los ojos de estas gentes provincianas. Los mira con temeridad, obligándolos a saludarlo.

«Severus, ¿servirás al Señor del Dragón?», le pregunta Gorlois dirigiéndose a un enemigo vencido.

El rostro delgado del gobernador se ensancha en una sonrisa. «He estado aguardando ansiosamente su llamada. Fui yo, al fin y al cabo, quien abrió las formidables puertas de la ciudad y le dio la bienvenida. ¿Puedo suponer que se siente complacido en mi casa? Quiero que sepa que puede acomodarse en mi palacio siempre que se halle en nuestra gran ciudad. Por favor, decídselo. ¿O tendré yo mismo el honor de una audiencia con él?».

Gorlois se frota la barbilla, sin saber cómo interpretar la untuosa exposición de este elocuente personaje. Y hace a su hija una sutil señal con la mano indicándole que ataque verbalmente.

Mientras Aulus se aclara la garganta para captar el sentido del encuentro, Morgeu le dice en un tono agresivo de vibrante acusación: «Severus Syrax, has traicionado a tu pueblo. Pagas un oro de sangre a nuestros enemigos, que llegan a esta isla como ladrones y asesinos. Les pagas para que sean ellos los que luchen. Pero eso no detiene las incursiones. No las que sufrimos nosotros en el oeste. Usas el oro de nuestra isla para comprarte tu propia protección y la de tus intereses aquí en Londinium. Y con este acto de cobardía atraes más bárbaros a nuestras costas. Has traicionado a tu pueblo y yo digo que debes ser ejecutado».

Las negras puntas flamígeras de la barba del gobernador se crispan y sus ojos finos se agrandan de indignación. «¿Y quién eres tú?».

«Sabes demasiado bien quién soy. Tus espías se han entrometido en cada rincón de mi vida desde que me uní a la campaña del Señor del Dragón en la ciudad de las Legiones». Las facciones de Morgeu se tensan, malignas, y la muchacha se aproxima a Syrax de un modo amenazador. «Aulus teme tu riqueza y sólo por ello te libró de las mazmorras. No nos hemos enterado de este crimen hasta ahora mismo o, te lo aseguro en el nombre de todos aquellos que temen sólo a Dios, a estas horas estarías sentado entre ratas e inmundicias, escuchando los gemidos de tus hijos, que se filtrarían desde otros fosos oscuros y fétidos como cloacas».

Aún no se ha preparado siquiera para el verdadero asalto cuando su padre le hace la señal de desistir. Ha percibido el destello de un miedo punzante en el ojo de su víctima. Ahora es necesario hacerle tragar el anzuelo. «Magister Militum, mi hija tiene razón. La pena por traición es la muerte. Estoy dispuesto a ejecutarte aquí y ahora». La espada corta silba al dejar la vaina en el mismo instante en que el duque avanza; el gobernador queda de pronto al alcance del arma filosa que centellea con el reflejo potente del sol.

Severus Syrax salta hacia atrás, ceden sus rodillas algodonosas y cae sobre sus posaderas. Sus manos y un grito aterrorizado se alzan defensivamente.

«¡Mi señor!», chilla Aulus interponiéndose para recibir el golpe.

Los labios fieros de Gorlois garabatean un rictus protervo. «Eres un buen romano, Aulus. No voy a perderte, todavía. Apártate y déjame purgar este mal».

«No puedo, mi señor». El anciano se coloca delante del gobernador, próximo a Gorlois, dejando que la afilada punta de la espada le toque las costillas en el ángulo propicio para golpear a la cruel faerïe que le pincha las entrañas. «Severus está aquí bajo mi protección. Deberás matarme a mí primero».

Gorlois retrocede y envaina el arma. «Vete, Syrax. Escúrrete hasta tu mansión en los humosos suburbios. Escóndete allí. Si el Señor del Dragón te ve, no dudes que morirás. Quédate bien escondido hasta que te llamemos. Y, cuando lo hagamos, acude rápidamente y dispuesto a obedecernos, pues no volverás a disfrutar de nuestra merced».

Severus Syrax pugna por levantarse y huye apresurado, tambaleándose de miedo. En el momento que desaparece de la vista, Aulus gira en redondo y da a Gorlois una bofetada sonora en el rostro.

«¡Me deshonras!», chilla estridente el anciano. «La familia Syrax es uno de los grandes cimientos del Imperio».

Gorlois frunce el ceño, pero le habla con gentileza al viejo estadista. «En tu generación, quizás era así. Pero ni imperio ni honor existen ya, querido amigo. Explícale, hija».

Morgeu brilla de admiración por su padre, orgullosa de la fuerza del duque y de su compartida visión. Dirige al rabioso diplomático una mirada decepcionada, de arriba abajo, como invitándolo a bajarse de su altivo corcel. «La diplomacia es útil entre las familias, Aulus, pero no puede salvarnos de los bárbaros. El oro puede comprar la libertad de unos pocos. Pero sólo la espada puede liberarnos a todos».

La danza cuchillera de la faerïe maligna gira más y más rápida en el pecho del anciano. Tiene ya demasiados años para esto, decide de una vez por todas. La lección de esta adolescente parece el fin adecuado a su carrera. Acepta su juicio. Al fin y al cabo, ella debe vivir con la mala voluntad que les ha inspirado hoy a las familias, mientras que su propio tiempo está casi acabado. El mundo sin honor pertenece a la generación de la muchacha. Que se disputen pues la carcasa del imperio.

‡ ‡ ‡

A los sajones no les complació la muerte de su generoso patrón y llegaron precipitados desde el norte o de sus campamentos en la isla, ahítos de una furia cruel. Entre tanto Ambrosius, una vez satisfecha su venganza, pareció perder intensidad y concentración. Se encerró en el opulento palacio del gobernador y, para desazón de su hermano y la ira desesperada de Morgeu, se dedicó día y noche a beber vino aderezado con opio y a disfrutar de muchachas jóvenes.

Theo no tenía estómago para las aventuras militares o sus botines y dejaba a Gorlois el mando diario del ejército mientras él se esforzaba con Morgeu en romper el sortilegio de aquella progresiva degradación de su hermano. Todo para nada. Ambrosius ignoraba a Theo y, cuando ebrio le ponía la pezuña encima a Morgeu, esta se apartaba airada y se enclaustraba en su ala del palacio.

Privado de la astucia táctica y de la letal intuición de su hija, Gorlois derrochaba los recursos del ejército en ataques vistosos contra los sajones que, si bien reportaban triunfos, costaban más vidas de las necesarias. Al cabo de unas pocas semanas desde la mayor de sus victorias, el ejército empezó a desmoronarse.

Yo permanecía en mi rincón del palacio, temeroso de caminar por las calles de Londinium. Temeroso porque, al igual que en mi primera visita, atisbé la enorme figura del Furor midiendo el horizonte con sus pasos, portando niebla por barba y un océano de estrellas en su cabello salvaje. Por su presencia, sabía que estábamos condenados sin remedio, si nos quedábamos en la vieja capital. Urgí a Theo a abandonar a su hermano, tomar la mayoría de las tropas y retirarse al oeste. Pero, por supuesto, él no habría de hacerlo.

Como mis admoniciones al Señor del Dragón se hicieron más insistentes, Ambrosius dejó de hablarme y yo temía usar toda la fuerza de mi magia en él. Sabía que si lo hacía, el Furor no lo pasaría por alto, y el recuerdo terrible de mi locura no permitiría que eso ocurriese otra vez. Así que esperé en mis aposentos y desde allí espié, a través de los cortinajes, al gigante de la guerra vadear el río.

La espera acabó para el solsticio estival, cuando los sajones, tras reducir nuestro ejército a los arqueros y una pequeña falange de infantería, formaron frente a las murallas de la ciudad. Su jefe, Hengist, el guerrero corpulento y de casco cornado que yo viera abrazar a Vortigern en mi primera visita a Londinium, envió un mensaje diciendo que, si no se le pagaba la totalidad del tributo en oro, se aliaría con los gaélicos, las mismas tribus que el trato con Balbus Gaius Cocceius le obligaba a combatir.

El heraldo que Gorlois mandó para rechazar las exigencias del jefe sajón nos fue devuelto en una lancha, empalado y encendido como una antorcha. Y era este el mismo muchacho que, sólo tres meses atrás, había arriesgado su vida para asesinar a nuestro comandante. Su muerte sin sentido sirvió, cuando menos, para romper el disoluto embelesamiento de Ambrosius y, despierto repentinamente a la acción, el Señor del Dragón insistió en conducir un ataque contra el campamento de Hengist.

En el salón del trono, todo él de mármol rosa y con las estatuas de los emperadores observándonos mudas entre las masas undosas de sedosos cortinajes, presencié las sonoras discusiones de nuestros jefes. Con atemorizada precognición, reconocí que esto, también, era necesario. Cada doliente palabra arrojada entre los hermanos había sido cortada con anterioridad en el cristal del tiempo. De acuerdo con la historia que yo había nacido para vivir y contar, Ambrosius era un hombre perdido en un mundo perdido. Nada podía salvarlo. Y sin embargo…

Y sin embargo, la súplica, las lágrimas de Theo para que detuviese a Ambrosius después de que sus propios desesperados intentos hubiesen fracasado me forzaron a usar la magia.

Instilé el sueño en los guardias a las puertas de los aposentos del Señor del Dragón y abordé a Ambrosius cuando estaba vistiéndose la armadura. «¡Vuela de aquí, pedo viejo!», ordenó mientras yo apartaba de un golpe la puerta que él tratara de cerrarme en las narices. «Hay matanza por hacer. No tengo tiempo para tu cháchara filosófica».

Le advertí: «Todo lo que has logrado lo perderás, si dejas hoy el palacio».

«¿Estás maldiciéndome, pues?», preguntó burlón y echó mano a la espada.

«Úsala», le pedí señalando el arma. «Mátame, si debes… pero mi advertencia persiste».

Bajó el arma y me miró, fruncido el ceño. «¿Cómo has entrado aquí, de todos modos?». Hizo un gesto relegando la pregunta. «No importa. No contestes. No quiero saberlo». Envainó la hoja y se ajustó el cinturón. «Mira, hace tiempo que sé que eres una especie de engendro demoniaco. Sé que fuiste tú quien nos encontró el oro. Sin ti no estaríamos aquí ahora. Así que te sientes responsable de lo que está ocurriendo. Pero no lo eres. Algo más grande se ha hecho ahora con mi destino. Y por ello mismo sé que mi tiempo ha acabado. Lo sé».

Tuve que hacer un esfuerzo para cerrar la boca. «¿Es que quieres morir?».

«Hah. Querer. Yo no diría semejante cosa, anciano. No quiero morir. Pero voy a morir. Lo siento así. Es una sensación palpable como el hambre o la sed. Lo he sentido desde que asesiné a Cocceius. Mi tiempo ha terminado».

«No es verdad», dije, pero mis palabras sonaron huecas.

Él se limitó a sonreír, fría y tristemente. Cuando pasó junto a mí, me puso la mano en el hombro y dijo, quedo: «Gracias, anciano… seas quien seas».

Nada más le manifesté y lo dejé partir. Salió del cuarto como una sombra. Lo seguí al corredor y desperté a sus guardias, y juntos lo acompañamos al patio, donde arengó a sus tropas. Incluso Theo vio que no había esperanza en tratar de disuadirlo y corrió a vestirse la armadura. Gorlois tomó el estandarte del dragón y cabalgó con Ambrosius a la cabeza de la partida guerrera. Cuando Theo cruzó al galope las puertas de la ciudad, los arqueros estaban ya disparando al campamento de Hengist.

Los sajones emergieron en manadas de sus tiendas de piel, embrazando grandes escudos de cuero que recibían las flechas mientras ellos corrían. Trepé a la muralla de la ciudad para contemplar la batalla con la panorámica que me ofrecían aquellas alturas y alcancé las almenas frente al campo enemigo cuando las sombrías figuras chocaron. Morgeu estaba allí ya, brillante de atención su pálida faz, prietos los puños. «¡Vuelve!», gritaba mientras su padre alcanzaba la retaguardia para hacer avanzar las picas. «¡Vuelve!».

El duque alzó la oriflama del dragón en señal de haberla oído, ilegible su expresión tras la máscara de bronce. Con el brazo extendido en saludo romano, se arrojó de nuevo a la batalla.

«¡Ambrosius está loco!», bramó. Me miró entonces con un miedo agudo, centelleante en sus ojos. «¡Deténlo!».

«No puedo detener al Señor del Dragón», le dije, retorciéndome nerviosamente la barba.

«¡No al Señor del Dragón, estúpido! Detén a mi padre. Tienes el poder, el canto. Hazlo volver a mí».

Afronté temeroso su mirada filosa, delirante. Si detenía a Gorlois, podía poner en peligro a Theo. El poder con que contaba debía reservarlo para él. Sacudí, solemne, la cabeza.

«¡Monstruo!». Tornó su rostro airado hacia el campo de batalla y empezó a cantar un hechizo sinuoso. Pero no había poder en él, sólo pánico, y pronto empezó a desfallecer su voz mientras la tragedia que se cuajaba a nuestros pies la arrobaba con su espanto.

Era un festín diabólico, del tipo que mis antiguos camaradas y yo habíamos disfrutado más: cuando los ejércitos se destrozaban por completo uno a otro y no había vencedores.

Los arqueros montados británicos segaban una veintena de sajones bien armados por cada uno de los suyos cuyo caballo era hachado bajo él y en cuyas ingles y rostro se cebaban, ávidos, los cuchillos del enemigo. Nuestra infantería arrojó las lanzas, cargó en una cuña amenazadora que dispersó a los sajones y abrió una senda mortal hasta su campamento.

El Señor del Dragón y su guardia volaron por aquel camino de sangre, y Gorlois y sus soldados impidieron a los flancos volver a cerrarse mientras les duraron las fuerzas. Pero, a pesar de los miedos de Morgeu, Gorlois no tenía ninguna intención de sacrificarse por nadie y, cuando los refuerzos sajones cargaron desde los bosques sobre el río, alzó su espada encarminada ordenando retirarse.

Ambrosius no le prestó atención y lanzó su caballo contra el muro de guerreros que rodeaban a su líder. Gastadas las flechas, fulgente su espada bajo el sol estival, arremetió contra los enemigos y emergió con la cabeza de Hengist chorreando sangre.

Theo galopó hacia él, cabalgando como jamás lo viera yo cabalgar, sosteniéndose sólo con las piernas mientras disparaba un dardo tras otro contra la turba poseída de asesino frenesí que se apiñaba en torno a su hermano. Cuando superó a Gorlois y sus hombres, gritó para que lo siguieran. Aun desde la distancia a la que me hallaba, podía ver la oscura rabia de su rostro ante la retirada de Gorlois.

Inspirados por el demente ataque de Theo, muchos de los hombres del duque y parte de las tropas que se habían visto forzadas a retroceder cobraron nuevos ánimos y cargaron otra vez. Pero no Gorlois. Fríamente, observó a Theo saltar sobre los cuerpos muertos, patullar cadáveres, disparar sus últimas flechas contra la arremolinada multitud de sajones aullantes. Y sus alaridos desgarraban la cálida brisa del río como trazos de violentos colores, manchando el aire con el resplandor salvaje de la muerte.

Entonces, el caballo del Señor del Dragón se derrumbó bajo su jinete y este desapareció en la masa bullente de bárbaros. Los gritos voraces, necrófagos, de los sajones cambiaron de tono y el cuerpo ajironado de Ambrosius fue izado en sus lanzas. Aquellos alaridos se quebraron de nuevo en furiosos, estridentes chillidos cuando Theo y sus hombres castigaron su flanco.

Fue ese el momento en que empecé a cantar. Al mirar por encima de mi bastón extendido, pensé que veía un áspero fulgor de escamas en la estela borrosa que la precipitación de Theo dejaba tras de sí. ¡El magus del dragón! Y llamé: «¡Dracon-abrasax-sabriam! ¡Iaho! ¡Iau! ¡I!». Y, entonces, pude verlo.

Luminosamente agitado como aurora boreal, con su carne ígnea, laminada rielando en una marea térmica, Wray Vitki, el hombre convertido en dragón, se alzaba detrás de Theo, inmenso como una avalancha e invisible para todos los ojos excepto los míos… y los del Furor. El dios gigante, a horcajadas sobre los lodosos deshechos del horizonte, atornillado de ira su ojo único, levantó los puños amartillados; pero incluso él era impotente ante la fatalidad de aquel momento.

Ardientes como fragmentos del sol sus ojos sulfúreos, el dragón envolvía a Theo en las mallas eléctricas de su cuerpo y juntos avanzaban. El rayo de sus garras acuchillaba, la llama de su cola latigaba y el estallido vulcanio de sus quijadas terribles vomitaba toda la combinada intensidad de un pequeño Vesubio.

Como una bestia herida, el ejército sajón se revolcaba ante la ferocidad abrumadora del dragón y el cuerpo de Ambrosius desapareció en el tumulto. Theo galopó directo hacia el centro de la refriega. Dirigiendo su caballo con inteligencia demónica, volaba en saltos poderosos entre los grumos de infantes combatientes, tajaba a los bárbaros y encabritaba al animal, que golpeaba con cascos relampagueantes antes de corvetear hacia un lado y sumergirse de nuevo en el combate cayendo sobre el enemigo desde detrás. De esta forma, desmenuzó la fuerza sajona no dejando sino pequeños fragmentos aislados aquí y allá.

En cuanto Gorlois vio que la batalla había cambiado de signo, reunió al resto de sus hombres con gritos valerosos.

«¡No!», bramó Morgeu.

Él la oyó y saludó de nuevo, haciendo retroceder a su caballo para ponerse al frente de sus hombres.

«¡No!», chilló Morgeu. «¡Es magia! ¡Sortilegio! ¡Retírate!».

Pero Gorlois ardía con la determinación de conducir la carga decisiva que quebrantaría la amenaza sajona. No se dejaría superar por un caballerizo disfrazado de armadura. Con el estandarte del dragón en ristre como una lanza, se arrojó a la turba crepitante.

Si pudiera haber visto al magus, habría dirigido su ataque de forma que quedase situado tras él, añadiendo la fuerza del ente a la de su propio asalto. En lugar de ello, inconsciente de aquel behemoth, atravesó oblicuamente su flanco vulcanio y avanzó directo hacia el bramante frenesí de los bárbaros. Era una buena maniobra táctica, pero ignorante del poder sobrenatural que lo rodeaba. Un sajón aterrorizado lanzó su hacha salvaje; el arma giró arremolinada y surgió de la nube de polvo para golpear al caballo de Gorlois entre los ojos.

Arrojado con violencia hacia delante, el duque se estrelló contra el suelo a los pies de los bárbaros fugitivos, como un presente brutal del Furor. Los cuchillos penetraron por las junturas de la armadura, y los miembros y cabeza de Gorlois volaron en distintas direcciones antes de que sus hombres cayeran furiosos sobre los asesinos.

Morgeu gimió y se arrojó sobre mí. «¡Tú! ¡Tú lo has matado!».

De forma refleja, interpuse el bastón entre los dos; ella cayó hacia atrás y se estrelló contra el parapeto de piedra con violencia mucho mayor que la que yo pretendía. Horrenda de rabia, me miró a través de una vehemencia púrpura. «¡Demonio!», gritó, aferrando el aire con manos espasmódicas, tratando de desgarrar hasta la vista que de mí tenía. «¡Mátame! ¡Mátame ahora!». Se levantó sobre las rodillas, agarrada al espacio vacío. «¡Mátame ahora o te juro por la Madre de Dios que seré yo quien te mate!».

Le apunté con mi bordón, tembloroso el brazo. Quería sólo mantenerla a raya, pero ella creyó que mi intención era darle un golpe de muerte con mi magia. Arrojó brazos y cabeza hacia atrás, ansiosa de morir. Y cuando vio que el golpe no caía, se puso rápida en pie, con una malicia cruel en sus facciones torcidas. «¡Lo están cortando a pedazos!», bramó.

Ante su implacable violencia, yo no podía hablar. La observé, aturdido, y ella trastabilló hacia atrás, bullendo, luchando por respirar. Pensé que estaba a punto de desmoronarse presa de convulsiones. En lugar de ello, me maldijo con voz fustigante: «¡Que el infierno sea tu condenación, Lailokén!».

Huyó de la explanada de la muralla por el arco de una torreta que conducía a las escaleras, con sus gritos abrasados ecoando tras ella.

En el campo de batalla, la retirada de los sajones acabó en desbandada. Los soldados montados los persiguieron orilla abajo del pardo río y por las verdes laderas ondulantes hasta sus mismos campamentos. El resto fue sólo matanza y yo desvié mi mirada hacia el horizonte.

Allí estaba el Furor, una sombra poderosa entre las nubes de tormenta que se cernían, masivas, sobre el resplandeciente estuario del Támesis. Los lamentos de sus secuaces destrozados volitaban en torno a él pero, aun así, las muertes del Señor del Dragón y su duque complacían a su espíritu de guerra. Puedo decirlo porque sonreía en mi dirección y las honduras tenebrosas de su ojo vacío me colmaban de una fría desesperación por todo este mundo de Dios.

‡ ‡ ‡

Merlinus yace en la orilla del río, oculto de la vista entre hojas verdes como espadas, observando el cielo cargado del hollín de la aurora. Entre las sombras nocturnas que se desvanecen, ve el Londres moderno silueteado contra un domo de resplandor termonuclear. Tallos de rayo púrpura se elevan sobre los edificios estremecidos un instante antes de que vuelen en añicos.

Rápidamente, el mago empieza a hablar, a narrar lo que ha ocurrido durante la noche. Mientras devana su relato, el rayo se consume, el resplandor se devora a sí mismo y los fragmentos dispersos en el aire desandan su camino para acoplarse de nuevo en las reconstruidas torres de cristal. La visión del tiempo precipitado hacia atrás incita una risa en Lailokén estridente como un chillido y debe reencontrar su voz para seguir hablándole al futuro, a la ciudad que rutila a través del cielo de la aurora con sus millones de vidas incandescentes.

Aquella noche, apareció un cometa entre el clamor silencioso de las estrellas. La larga, fina, verde pluma de luz brilló como una misteriosa oriflama espectral sobre las hogueras vacilantes que iluminaban las tumbas donde yacían el Señor del Dragón y sus caídos. Los obispos agitaron incensarios y murmuraron plegarias en los cadalsos que se habían erigido bajo la muralla de la ciudad. Una gran masa de gente representaba, solemne, la pasión y la resurrección, y coros cantaban trenos litúrgicos sobre la muchedumbre de la ciudad que colmaba los campos.

Desde las augustas alturas marmóreas del palacio del gobernador, Theo y los comandantes militares contemplaban las sagradas ceremonias que honraban el paso de Ambrosius Aurelianus y sus guerreros al cielo. Cuando acabaron los ritos majestuosos, el pueblo desfiló junto a la hoguera central, prendió antorchas de sus llamas y retornó fúnebremente a la ciudad portando con ellos la última luz que brilló sobre su héroe.

Hasta mucho después de que el último participante hubiese cruzado las puertas de la ciudad, Theo permaneció junto al antepecho del balcón, mirando allá abajo el palpitante resplandor carmesí del fuego muriente. A pesar de la ávida protección de Wray Vitki había sido herido, perforado su hombro por una lanza de las que los bárbaros usaban para cazar jabalíes. Aun cauterizada y vendada, la herida pulsaba de dolor, pero él se mantenía inmóvil.

Los comandantes, todos ellos exhaustos, muchos con heridas como la suya o aun más graves, permanecían a su lado: buenos romanos, indiferentes al dolor, atentos al sufrimiento. Yo sabía que esperaban una palabra de Theo; penetré en él con el fluido de mi corazón y experimenté un miedo y una tristeza espantosos. Estaba solo, el último Aurelianus. Estaba absolutamente solo.

«El corneta que brilla allá arriba», dijo por fin uno de los oficiales atreviéndose a romper el silencio, «es el tránsito del noble Ambrosius al cielo. Un alma grande ha partido».

Murmullos de asentimiento recorrieron el duelo.

«No», declaré y volví el rostro hacia los soldados allí reunidos. Me miraron aterrorizados y algunos hicieron amago de querer echarme del lugar. Pero yo continué: «Un alma grande ha descendido a la Tierra hoy. Él mismo no lo sabe. Está yerto por la terrible matanza de hoy. Y ese es su nombre. Terrible». Lo pronuncié en latín. «Pero su nombre llegará a conocerse en el lenguaje de sus enemigos, que han comprendido hoy la verdad de ese nombre. Y así, se le llamará Uther».

Theo volvió los ojos, giró la vista alrededor mirándome a mí y a los hombres que lo rodeaban, parpadeante, la cabeza ladeada como si intentase oírme a través del estruendo asesino de los hombres.

«Uther», repetí. «Terrible es la muerte de un hermano. Terrible es la muerte de un pueblo. Terrible es el alma que debe portar este dolor y construir a partir de él una vida para los que quedan».

Me apoyé en la balaustrada y apunté con mi bordón al cometa. «Ese es el dragón de tus ancestros, el pendragón, el alma de tu hermano que ha pasado de él a ti. Has dejado de ser Theodosius Aurelianus. Ese ha muerto hoy en el campo de batalla con su comandante y hermano».

El rostro inerte de Theo se arredró con el impacto de la comprensión y sus ojos se iluminaron de lágrimas.

«Hoy, un alma nueva llega a la Tierra», proseguí alzando mi voz para que alcanzase las tropas que yacían esparcidas en las terrazas inferiores. «Hoy tenemos a un nuevo Señor del Dragón». Toqué con el bastón el corazón de Uther y anuncié: «Uther Pendragón».

Desde abajo, parte de las tropas que entendió lo que estaba ocurriendo, clamó en respuesta: «¡Pendragón!».

Los comandantes del balcón alzaron los brazos en saludo romano y ofrecieron su pleitesía proclamando: «¡Uther Pendragón!».

Uther recorrió a sus hombres con ojos ardientes de lágrimas pero ecuánimes, enfrentando y sosteniendo cada una de sus miradas. Cuando afrontó la mía, penetré de nuevo en él y sentí la soledad de su tristeza y de su miedo abrirse a algo terrible, inefable: un nuevo ser en el que la fuerza imperecedera de su hermano volvía a vivir, pero extrañamente fundida con la parte más tierna de su alma bautizada; una fuerza incontenible, asesina, en unión con el amor de Jesús.

Y yo pensé en Ygrane y en su necesidad del Gandharva y en el glorioso destino que la había separado de su familia y en los faerïe, gentiles, que la habían amado. Eran como hermano y hermana, huérfanos de un pueblo torturado. Y aunque estaban a millas uno de otro, aunque nunca se habían visto, jamás habían estado separados, pues eran amantes desde el principio hasta el fin, destinados uno a otro por el amor propicio de Dios.

Para cumplir mi promesa a Óptima, para completar mi destino como demonio redimido en carne mortal, me correspondía enteramente a mí culminar Su empeño y quebrar la engañosa ilusión de la distancia y misterio que aquí, al filo del mundo, separaba a Uther de Ygrane.