Valle de Silures: 458 d. C.

Niebla ciñe las cinturas de los árboles en el valle oscuro: árboles masivos, primordiales, con densas ramas entrelazadas a través de las cuales salpica la luz de luna. Una pequeña compañía de jinetes se mueve aprisa en la luz difusa, aferrándose a los cuellos esbeltos de sus ponis. El humus de las hojas de un millar de veranos amortigua la diestra percusión de los cascos y los caballeros fluyen por las anchas avenidas entre los árboles como sombras fugaces, vaporosas.

A la cabeza del grupo, Ygrane, la reina celta de trece años, deja volar tras ella sus velos blancos, un espectro que cruzase el aire lunado. Sus compañeros, desnudo el pecho y cruzadas las espadas a la espalda, la siguen vigilantes mientras el viento agita sus melenas y el cabello de sus largos, espesos mostachos. Visten pantalones de piel de carnero, calzado de cuero y bandas de oro en el cuello que los señalan como guardias de la reina: los fiana.

Su destino está cerca ya, un pequeño lago alpino que filtra a la superficie el calor del Dragón y donde, en los días de luna llena, una rama del Gran Árbol toca la tierra. La reina pretende trepar al Árbol.

En veloz persecución, a menos de una legua de distancia, el temible guerrero celta Kyner conduce una banda de sus más feroces camaradas dispuesto a detener a la reina. Los druidas lo han enviado. Los druidas-con-la-visión saben que ella puede hacer lo que dice, que puede lograr lo que nadie, de quien se tenga recuerdo vivo, ha hecho: escalar el Gran Árbol.

Pero los druidas-con-la-visión no pueden ver el Árbol y lo que ellos no pueden ver queda fuera de su control. Los druidas —tanto los videntes como los políticos— no depondrán el control de su reina y sus fanáticos seguidores. El poder ha pertenecido a la clase gobernante de los druidas durante siglos y no están dispuestos a derrocharlo en una impredecible niña hechicera.

Así, le han prohibido trepar… y le han encontrado un marido que la mantenga cuidadosamente sujeta a la tierra: un romano o, por lo menos, lo que pasa por romano aquí, en el puesto más lejano del caído imperio. No trepará a los mundos más allá de la visión. Los druidas patriarcales están determinados. Y, si el desafío persiste, la cuestión de su autoridad será respondida por la hoja de Kyner.

Pero la muerte no puede intimidar a esta reina. Ella misma posee la visión… y más aún. Conoce los misterios de la magia talismánica. Los recuerda de su vida anterior. Si su asalto al cielo falla esta vez, si la espada de Kyner corta el nudo de su vida, retornará. Y probará de nuevo.

La reina está decidida a volver tantas veces como sea necesario porque no se le esconde esta verdad: el destino de los pueblos, de naciones e imperios, se forja no en los campos de batalla y por mano del hombre, sino en los inmediatos mundos sutiles y por el hacer de los dioses. Dioses vivientes que pueden ser heridos… y sanados. Para salvar a su pueblo, blandirá su magia antigua contra estos dioses mortales.

En un claro sepulcral colmado de la luz suave, fluida, de la luna llena, la partida de la reina se detiene y ella intenta sentir la dirección. Los talismanes que Ygrane y sus fiana han dejado atrás, colgando de las ramas a lo largo de las últimas tres leguas de bosque, rutilan en su mente como cascabeles al viento. Impiden la visión y la protegen de la vigilancia de los druidas. Desalientan también a los perseguidores, pues su sentido es claro: conjuntos de hueso ligados con tiras de alambre filoso y esculpidos para semejar cadenas de precisos, pequeños cráneos humanos.

La joven reina y su partida saben que estos fetiches bárbaros no intimidarán a Kyner. Este y sus duras tropas veteranas son celtas cristianos.

Palpita el silencio en la noche. Mientras los fiana escuchan aprehensivamente el trueno mudo del avance de Kyner, la reina alza su rostro pecoso, y sus rasgos pubescentes, hermosos, configuran una faz soñolienta cuando su mente se introvierte intentando percibir los vientos del tiempo. Como siempre, estos soplan a través de ella en frágiles, arrítmicas corrientes, filamentos de origen desconocido que se anudan en haces espectrales y telarañas de sensación escalofriante.

El camino del lago queda claro para ella, una brisa platino que sopla a través del calvero desde un punto inmediatamente delante. Pero no es esto lo que busca. Intenta percibir otras direcciones, alguna que no porte consigo el toque gélido de la muerte. Y ninguna se le ofrece.

La reina espolea su poni y los jinetes se deslizan veloces a través del plateado calvijar sobre sus animales sin silla. Bajo los negros domos del bosque, el terreno desciende de un modo tan abrupto que las bestias resbalan. Cuando el suelo se nivela otra vez, se hallan cubiertos hasta la cintura de helechos y bruma, y la tierra esponjosa tiembla bajo los cascos mientras avanzan hacia una charca larga de aguas calmas y negras, el lago que buscan.

Sauces y cipreses empavesan las orillas proyectando reflejos zinc de sí mismos sobre el agua fantasmal donde una pequeña luna deriva. Una calidez opulenta en olores saluda a los jinetes de la noche: vegetación marchita, lodo orgánico y el fimo del escuálido ganado bermejo que los boyeros traen a abrevar aquí.

Ygrane desmonta y deja que su poni vague entre los sauces en busca de suculencias. Sus fiana sueltan a sus animales también y se dispersan hacia posiciones de combate, alertas sus sentidos para detectar la llegada de los rivales. Estos siete hombres los seleccionó el año pasado la misma Ygrane, que usó la visión para detectar a los que mejor morirían por ella. Se aseguró de no dejar viudas en el clan, ni familias que perdiesen a su hijo único.

Cada uno de ellos ha sido marcado en batalla y a cada una de sus hojas unge la sangre de los invasores. Ninguno ha derramado sangre celta… todavía.

La reina trepa a lo alto de un ancho peñasco que se alza sobre el lago de ébano. A través de sus vestimentas blancas, diáfanas, una luz inexplicable perfila su cuerpo adolescente. Cuando se torna para observar las peñas inclinadas sobre el lago y sus oscuras mechas de ciprés, penachos de humo eléctrico saltan al aire fino.

En el otro extremo del lago, a un tiro de piedra de allí, un risco perpendicular se alza sobre el bosque. Sombras lunares proyectadas por nubes rasgadas pasan veloces sobre el paramento estriando su faz y la atmósfera se siente cargada de presencias.

Consciente de que este lago era sagrado para los feroces silures, la tribu guerrera que los romanos destruyeron aquí cuatro siglos atrás, Ygrane busca sus sombras. Murciélagos giran en torbellinos sobre las rocas del acantilado y las lechuzas se llaman una a otra con un ulular de sueño exhausto.

No hay sombras ocultas esta noche. Por si las hubiera, la reina bruja tiene preparado un talismán formado con un añico de cerámica silur. Guarnecido como con gotas de plata, el artefacto no será probado esta noche y ella lo arroja al lago. Huyen las hondas, llevándose arcos de luz a la oscuridad.

Como si acabase de romper un sortilegio, un tronar de cascos palpita al surgir de la noche. Los gritos broncos de los exploradores de Kyner se ciernen más y más próximos mientras leen el rastro de los ponis en el humus y llaman a la partida de perseguidores.

La carga de presencias se adensa en la calma que sigue y la reina hace una señal a sus fiana para que se le acerquen. Los dispone frente a ella, en una piña vulnerable bajo el resalto de roca donde ella se alza. Su capitán, Falon del cabello anaranjado, le pasa una crucial, inteligente mirada. «Hermana Mayor…» susurra, aunque fácilmente la dobla en edad, «como nudo, somos muy vulnerables. Debemos dispersarnos. Desátanos».

La muchacha lo detiene con un gesto mínimo de la cabeza. Sus ojos no se mueven de la línea de árboles sobre ellos, donde las compactas siluetas de los guerreros cristianos aparecen. Los altos y poderosos caballos de batalla no pueden negociar fácilmente la pared del barranco y los soldados saltan de las sillas con el clangor de sus armas. Vestidos con túnicas y cubiertos por cascos de cuero adornados de crin de caballo, descienden como míseras sombras de las legiones romanas que sus ancestros combatieron durante quinientos años.

Al emerger de las sombras, los rasgos célticos se hacen evidentes: altos hombres pálidos con ponderosos mostachos y el pelo suelto derramándose sobre las largas hombreras de sus ajadas corazas de piel. Cantan las espadas al dejar las vainas mientras ellos se dispersan en abanico por el terreno cubierto de helechos, cerrando todas las vías de escape.

Los fiana echan mano a sus espadas sobre los hombros y la reina suavemente ordena: «No».

«¡Ygrane!», una voz brusca llama desde arriba. Bajando con diestros saltos la precaria ladera, un hombre corpulento, cubierta la cabeza, avanza hacia ella a través de los brumosos helechos.

«Tío Kyner», lo saluda Ygrane con voz respetuosa —un suave contralto que sorprende en la muchacha de trece años— y extiende sus brazos regiamente, señalando a los soldados que la han rodeado en formación de combate y con las hojas preparadas para golpear. «Di a tus hombres que envainen sus espadas. Esto insulta a nuestra casa, tío. ¿Es que no somos un mismo clan?».

«¡Han pasado tres años desde que vivieras a mi cuidado, niña!», grita Kyner emergiendo bruscamente de la niebla. La luna destella en los clavos y hebillas de su armadura de cuero y en la hoja desnuda de su curvo sable búlgaro, Cortavida. Tres veranos atrás, durante su infancia en el fuerte de Kyner, Ygrane desenvainó dos veces, subrepticiamente, esta misma arma… para romper cascaras de avellanas.

«Tres años desde que te fuiste con la vieja Raglaw», continúa Kyner acercándose más, ganando una distancia desde la que puede alcanzar de un golpe a Falon, que permanece inmutable ante él. «Tres años desde la última vez que compartimos una comida, y en todo este tiempo no he oído más que brujerías de ti. Y ahora te encuentro desafiando a los druidas. Debería estar en Hammer’s Throw esta noche, protegiendo el lugar de saqueos sajones, y no aquí, corriendo detrás de una niña desobediente».

Su rostro marcado, alzado hacia Ygrane en el resalto de roca mientras la riñe, se contrae ahora para observar a los guerreros semidesnudos frente a él, como si los percibiese de pronto. Examina a los severos combatientes desde la cabeza hasta los pies y la tensión de sus carrillos crece, cuando descubre la esbelta banda de oro en sus gargantas. «No confiéis en falsos caminos, hombres. No hay magia que detenga esta espada al servicio del hijo único de Dios».

«No habrá lucha entre nosotros», dice la muchacha en su baja y mesmérica voz. «Soy la reina de todo mi pueblo… incluso de los seguidores del dios crucificado. Mis fiana no derramarán sangre celta. Envainad vuestras hojas».

«¿Retornarás conmigo entonces?». El trazo correoso de las brutas facciones de Kyner se relaja ligeramente. «¿A Venta Silurum?».

«Tío…». Contrae el rostro en un puchero y sus ojos, infantiles, remotos, no ocultan en absoluto su contrariedad. «Soy tu reina. No puedes entregarme a los romanos».

«Son britones, Ygrane. ¿Has olvidado toda la historia que te enseñé? Los romanos han estado ausentes de nuestro país durante setenta años». Bizquea amenazadoramente al contemplar a la muchacha, al mismo tiempo familiar y extraña. «Tú eres mi reina… y por ello mismo he de llevarte a Venta Silurum. Haz que tu guardia arroje las armas».

Ygrane sacude la cabeza y una tiznadura de fuego azul salta de sus pálidas trenzas.

Kyner da un paso atrás. «¡Déjate de hechicerías conmigo, Ygrane! Cortavida tiene honda sed de sangre de brujas».

«Tú no me golpearás, tío». Sonríe ante el mero pensamiento, imperturbable, pura, y se inclina para ofrecer su mano joven. «Sube aquí y mira este lago conmigo. Tengo que mostrarte una cosa».

Kyner blande su sable, como una llama. «Te golpearé, Ygrane, si debo. Para defender mi fe».

«No tengo nada contra tu fe. Ven…». Su sonrisa inexorable se ahonda de un lado recordando a Kyner que fue él quien la instruyó en la Plegaria del Señor para consolarla cuando lloraba por las penas del hijo de Dios. «Debes ver esto, tío».

El señor de la guerra hace una fugaz señal con la mano y sus tropas apartan las cortas espadas pero no rompen la formación de combate. Sólo cuando Cortavida retorna con un suspiro a su vaina, aquellos se relajan; cruzan algunos los brazos, se acuclillan otros, pero todos observan a los siete fiana calibrando cada uno a su modo los ferales arreos tradicionales de los guerreros. Admiración, escepticismo, nostalgia, aun curiosa indiferencia aparecen en sus miradas descaradas.

Los fiana los contemplan a su vez con la exhausta expresión de hombres que se hubiesen abierto camino desde el otro mundo con la espada, pero que sólo con parte de sus almas hubieran retornado. Kyner ha visto antes ya este semblante lánguido… en vampiros. Durante veinte años como soldado de Cristo, ha sido llamado a menudo por el obispo para perseguir criaturas impías. Los fenicios y los romanos trajeron a las islas abominaciones que han sobrevivido siglos en los bosques británicos: demonios africanos que cambian de forma, lamias orientales con sus venenos viperinos, y los vampiros… los demasiado humanos vampiros. Desde su decimonoveno invierno, cuando se convirtió en el primer jefe cristiano entre los celtas, su misión divina de defender a los hombres de bien lo ha convertido en un íntimo del mal.

Aunque portan torces —bandas de oro en el cuello que ligan sus mismas almas al maelstrom primordial de la vida que los antiguos llamaron diosa—, los fiana no le parecen malignos a Kyner. Se le antojan hombres naturales seducidos por sueños antinaturales. Vestidos al viejo estilo guerrero de los antepasados, le resultan absurdos. Semejante bravura desnuda derrochada en una fe falsa, les dice su mirada de lástima cuando se apartan para abrirle paso.

A pesar de todo su arreo bélico, Kyner salta con agilidad hasta el reborde de la roca. Lo bastante cerca ahora para ver con claridad a la reina niña, reconoce ese curioso sesgo de sus ojos que una vez llegó a convencerlo casi de que tenía sangre élfica. «Enséñame lo que quieras, niña. Después partimos para Venta Silurum».

Ygrane saluda a su tío alegre, toma en las suyas sus manos poderosas y un misterioso escalofrío le recorre al guerrero los brazos con trazos de tenue relámpago azul. Al instante, todo recuerdo de miedo y de sospecha huye de él. Una vida mayor irrumpe en su corazón y sus pulmones, y siente su cuerpo henchirse mientras una sonrisa de dientes desconchados rutila a través de sus largos mostachos.

«Raglaw me ha enseñado muchísimo desde la última vez que compartimos una comida, tío».

La sonrisa se desvanece en la hosca faz de Kyner. «¡Esa vieja loca! Los druidas se equivocaron al confiarte a ella. Les dije que era mejor enviarte a una escuela en las Galias, hacer de ti una cristiana».

«¿Y qué clase de cristiana sería yo, tío, verdaderamente… con mis visiones y mis amigos élficos? Los faerïe no volverían a hablarme nunca más. Te digo, el dios crucificado les asusta».

Una risotada estalla a través de Kyner a pesar de sí mismo, cuando recuerda el coqueto balbuceo de la niña Ygrane al presentarle sus invisibles compañeros durante sus caminatas por el bosque. «¿Así que son los faerïe a quienes debo culpar porque seas una pagana?». Le toma el mentón y una ráfaga de bienestar le arranca otra carcajada.

«No te tomes a los faerïe tan a la ligera», le advierte la muchacha sin perder su audaz sonrisa. «¿Qué compartiríamos ahora, si no fuera por ellos?».

Él asiente con un cabeceo. Ygrane había nacido en una aldea remota de montaña y él jamás habría posado sus ojos en ella, si no hubiese estado dotada de poderes extraordinarios. Los druidas los llaman la visión, como si la falta de esta locura fuese ceguera. Y en efecto le parecen a Kyner locura esas vislumbres psíquicas de otros mundos. «Tú eres una mujer, una hija de Eva. La costilla extraída y separada de Adán. Sólo que a ti se te separó algo más que al resto de las mujeres». Su sonrisa flota, pía, detrás de sus bigotes. Se siente bien… fuerte, a salvo, protegido como un erizo de mar en su abrigo de espinas. «Supongo que es voluntad de Dios que tengas la visión».

«Es la razón de que los druidas digan que soy la reina. Pero ellos querrían que la usase sólo para provocar cosechas, evitar tormentas y hallar bienes ocultos. Y eso es todo. No quieren una reina que gobierne».

«El dominio déjaselo a los hombres», dice Kyner vagamente, los pulgares en el cinto de la espada. «Los jefes mandan».

«Y los jefes son todos druidas. Todos hombres. Mientras que yo soy una mujer de una familia de cabreros, y por más que te remontes en ella sólo cabreros, ni un herrero, ni un druida hubo en mi clan. Pero reina soy. Tengo la visión. Y te digo esto, tío: soy la reina de todo mi pueblo. Por antiguo derecho, soy tu reina también».

Él accede con cabeceo casual. «Eres mi reina… pero sólo mientras sirvas a tu pueblo. ¿De qué modo le sirves huyendo de mí?».

«Quieres devolverme a los romanos».

«Britones, Ygrane. Los druidas te han encontrado un marido entre los britones… el marido digno de una reina. Pertenece al rango más alto: comes litori saxonici».

Su voz se adensa de disgusto: «¡Su mismo título es romano!».

«Es el comandante de la Costa Sajona… ¡de rango mayor que un dux! ¿Qué importa la lengua del título?». Inclinándose hacia ella, le confía con orgullo: «Es un hombre poderoso, un noble de antiguo linaje. Y su palacio en Tintagel es espectacular. Yo mismo he estado allí».

«Tío, carezco de pasión por los palacios». Su amplio rostro centellea de insolencia. «Los druidas me casan a un general romano sin otra razón que la alianza política».

«Política…». Tuerce el gesto con amargura. «Pronuncias esta palabra como si estuviera sucia. Los clanes han sido políticos desde el principio, desde los tiempos más antiguos, cuando sacrificábamos nuestros reyes a vuestra diosa sangrienta. Así es como gobernaron las reinas. Pero tú no vas a ser sacrificada. Los jefes te sacaron de un tugurio en los montes, te educaron, te exaltaron y te rodearon de los más finos dones y tesoros de todos los clanes. Ahora queremos que vivas en un palacio, la esposa de un gran hombre. ¿Qué crueldad te estamos infligiendo, para que huyas de nosotros de este modo?».

Responde ella con un brumoso tono de diablura: «Te estaría agradecida por todo esto, tío, pero los faerïe no vendrán conmigo a Tintagel. Los faerïe no vivirán en un palacio romano, ni siquiera entre britones».

Kyner se crispa, su disciplina militar se afirma contra el rapto que fluye desde la reina, y maldice: «¡Condenados faerïe, entonces! ¿No entiendes, niña? Los invasores nos superan en número. Necesitamos esta alianza con los britones para salvar nuestro país, nuestro pueblo».

Ella lo recorre con una mirada atenta, estudiándolo hasta que está segura de que su hechizo de rapto no se ha roto del todo. Entonces, dice en tonos ligeros como el vilano: «Tío, por supuesto lo sé. Es la razón de que haya huido, porque creo que hay un camino mejor». Los vientos del tiempo tañen en su pecho, creando peligrosas intersecciones, enmarañándose en su percepción de la airada voluntad de Kyner. Este es el momento delicado. El momento que pone a prueba su propia, verdadera voluntad contra el poder del guerrero. Imperceptiblemente, modula su respiración, se concentra en la bienaventuranza de vida que fluye en ella, y desde Ella, Madre de todas las cosas, hacia Kyner. Cuando ve relajarse las hinchadas aletas de su nariz, dice: «He aprendido mucho de la vieja Raglaw. Mucho más de lo que podría explicarte ahora. Pero atiende a esto: el campo de batalla es la sombra de un mundo superior…».

«El mundo espiritual de los ángeles», reconoce Kyner sintiendo disminuir su enojo, consciente de que la muchacha está intensificando su encantamiento calmífero y sin que ello le importe en absoluto. Es una niña, razona mientras lo envuelve el amable calor que efunde su presencia gentil y, sin embargo, seguro de que puede librarse del sortilegio en un instante, si llega a ser necesario.

«El mundo de los ángeles», dice ella como un eco, en voz baja, con una compostura que semeja elevarla más allá de su desgarbada, pueril apariencia. «Es real, tío. Yo he estado allí. Y voy de nuevo allí… esta noche. Esto es lo que quiero que veas».

El señor de la guerra frunce sus cejas vellosas, perplejo. Pero no dice nada y contempla con mirada apocada cómo los ojos linceos de Ygrane se ensanchan. De los pálidos pliegues de su vestido, como si lo sacase de su propio cuerpo, extrae un enorme ópalo blanco, un huevo hialino, oleoso a la luz de la luna. Vapores de lecha iridiscentes giran dentro en remolinos.

Al fijar la vista en estas densidades orgánicas, Kyner nota los vientos del tiempo, las trenzadas corrientes que anudan el destino. Las experimenta como una emanación de calamitoso milagro, un aterrorizado amor, como el que ha conocido muchas veces en la densidad de la batalla, una furia serena, una intensidad perfecta como el aire. Extiende la mano hacia el objeto rutilante, y sus dedos romos pasan a través de él.

«¡Eh! ¿Qué es esto? ¿Qué ilusión has forjado, bruja?».

«No, tío, es bien real», responde seria Ygrane mientras mece el melón de luz resbaladiza en las yemas de sus dedos, la mano palma arriba, para que Kyner pueda verlo mejor. «No llegas a tocarlo porque está hecho de luz. Esta misma luz de luna. Pero su poder aplasta montañas».

«¿Qué es?».

Blancas sus facciones por el resplandor creciente, la niña tiene un aspecto fetal… y asombrado. «Es el Ojo del Furor».

«No entiendo». Con un rehilar de miedo, el guerrero acerca e intensifica su mirada; en el interior de la tiniebla opalescente ve arrugas fungosas deshilachadas en capilares de relámpago. «¿El Furor… el dios de los Piratas?».

«¡Sí! ¡Este es el ojo que perdió!». Ríe con fresca sorpresa y alza el objeto luminoso, ingrávido, sobre su cabeza. «Míralo, tío. Incluso alguien como tú posee la visión en presencia de esta gloria».

Mares de espuma se agitan dentro del Ojo y pequeñas naves de poco calado surgen de las olas tumultuosas. Erizadas de lanzas, preñadas de hombres de yelmos ferales, las naves silban hasta pararse sobre las arenas cristalinas y vomitar su carga letal.

«¿Qué es lo que ves?», susurra la niña observándolo fijamente, intrigada ante el horror que se expande por su hosca faz.

Kyner arranca su mirada de las profundidades hialinas. «¿Dónde lo has conseguido?».

«Yo no, tío». Ygrane sonríe tenuemente. «Raglaw. Se lo robó a un troll».

«¿Un troll?». Él se crispa con la sorpresa. «¿Estás loca, niña?». Le dirige una mirada fría, todo resto de rapto disuelto en el ácido miedo que de repente lo inunda. «Los trolls son gigantes jóvenes, ¡por amor de Dios!».

Una insólita y temible oscuridad lo enclaustra en el recuerdo de su único encuentro con un troll. En su decimoséptimo otoño, durante una aventura con el joven jefe Lot para desenterrar un tesoro romano, un barril de denarios sepultado entre las dunas de una isla boreal, perturbaron a un troll que se alimentaba de una ballena varada en la playa. Aquella cosa repugnante con sus retorcidos tentáculos, colosal como una montaña en el aire caliginoso, corrió torpe y pesadamente tras ellos gritando con rabia tempestuosa. Lograron por fin esquivar al gargantúa monstruoso en las cavernas costeras, huyendo de los flagelantes tentáculos a través de una colmena de grutas inundadas, de subterráneas lagunas dejadas por la marea. Tres días de absoluta oscuridad tratando de hallar el camino de salida grabaron en su alma, al fuego y para siempre, la imagen terrible, viscosa del troll. «¡Nos desgarrará a todos!».

«Sólo si nos encuentra». Ygrane hace evolucionar gentilmente el Ojo del Furor, y este flota con suave danza en la oscuridad del aire.

Kyner mira nervioso alrededor y ve a sus hombres acuclillados, bañados en el lechoso azul de la luna, observando con silente temor la magia extraordinaria que ante ellos tiene lugar. «¿Cómo podría no encontrarnos? Los trolls tienen la visión, ¿no es así?».

«Sí, la tienen, tío. Pero yo he descubierto modos de cegarla». Con un giro repentino de su muñeca, lanza el Ojo hacia la altura, danzando, oscilando, y lo contempla mientras flota sobre toda la compañía en la noche sin viento. «El troll no nos encontrará ahora mismo. Hay tiempo… tiempo para escapar». Señala hacia donde el Ojo porta su luz siniestra.

«¿Qué estás diciendo?». Sin quererlo, la mano del guerrero está ya en la empuñadura de su espada. Los vientos del tiempo se tensan. Los nudos del destino se deslizan a sus lugares. Kyner percibe todo esto como una certeza creciente de que algo letal está a punto de ocurrir.

La voz de Ygrane en la nueva oscuridad bajo la estrella menguante del Ojo es tan silenciosa que apenas puede oírla contra el sordo retumbar de su corazón. «Trepa al cielo conmigo, tío. Esta noche es tiempo santo para los dioses. Noche Ancestro… una noche que incluso los dioses honran, la única noche en que podemos violar el umbral del cielo sin temor a su ira. ¡Ven conmigo!».

Kyner la mira de soslayo, tratando de comprender el momento. Con un gesto fulgurante que le remite a su panorámica visión de batalla, percibe los alrededores con exquisita precisión. Registra la posición de cada soldado y fiana en las sombras frondosas. Lana sideral se acumula justo encima, una nube ardiente, brillante con el Ojo que se ha tragado. La reina-bruja —porque para Kyner ella ya no es otra cosa— se halla ante él flácida como una plañidera, la cabeza doblada, el rostro velado por su largo cabello.

«¡Escúchate, niña!», ordena Kyner con jactancia. Sus hombres se mueven furtivos y nerviosos entre los helechos, boquiabiertos ante la nube luminosa recortada por rápidos rayos horizontales de polvo de estrellas.

Los fiana ignoran el feérico holocausto; todos sus ojos recaen en la reina.

«¡Estás hablando a un cristiano!», le grita Kyner, alzando la voz para sobreponerse al frío instinto que querría despedazarla e impedir el inminente momento. «Jesús ha pagado ya la fianza de mi alma con su sangre santa. ¡El cielo me espera y no temo a ningún dios sino a Dios! Vámonos de este lugar… ¡ahora!».

Ygrane mira a través de la cortina de su pelo y ve a Kyner soltar la empuñadura de la espada, dedo a dedo. Él piensa que le debe merced, pues la muchacha vivió en su casa y él es un cristiano leal. Pero ella sabe otra cosa. Siente el tañido de los hilos del tiempo, los filamentos del destino, mientras él se debate con ellos queriendo matarla.

Le advierte ella: «Si dejamos este lugar, el troll nos encontrará… y rápido, además».

«Deja el Ojo aquí para el troll». Le aferra la muñeca con su garra callosa y la carne de la niña queda fría como cera. «Nos vamos de este maldito lugar ahora…».

Un grito taladra la oscuridad exterior… y un puro baladro azul surge de uno de los caballos. Una lluvia de sangre cae del cielo, despierta negras ondas en el lago y deja pecas ardientes en los hombros de los fiana, en los rostros alzados de los soldados.

Los hombres gritan como uno solo, las espadas de pronto en sus manos. Los ponis irrumpen a través de los sauces, una agitación de crines salvajes y dientes centelleantes, y desde la cima del barranco los grandes caballos de guerra de los soldados llegan saltando la ladera, blancos los ojos de pánico.

Aterrorizada, Ygrane ve el miembro de un caballo volar a través del rostro surcado de la luna. Los vientos del tiempo se calman y los nudos plateados, fatales de su magia se vuelven mercurio y se licúan con oscuras cintilaciones. Ahora, comprende, cualquier cosa puede ocurrir.

El anca desgarrada cae entre los soldados y los hace correr sobre el borde del lago hasta el barro negro, como piel de rana, en el labio del agua.

Al silenció acusatorio de Kyner, Ygrane responde con un balbuceo: «Ha atravesado el laberinto de mis sortilegios… lo ha hecho más rápido de lo que llegué a pensar…».

Desvanecida la magia, la reina-bruja parece una niña espantada. Observa las manchas foscas que la sangre del caballo ha dejado en la albura de su vestido y un miedo febril la apresa.

Kyner, con Cortavida en la mano y libre del encantamiento de Ygrane, sopesa un instante su lealtad a esta reina-bruja contra su voto de exterminar a los enemigos de la iglesia. Una mirada al confuso terror de su rostro le resuelve el dilema. Aunque ha llamado a esta abominación, Kyner sabe con certeza que no es perversa, sólo ignorante. Lo que ha hecho proviene de su locura pueril, no de la antivida de los vampiros y las lamias. Aparta a Cortavida.

Justo desde debajo del reborde de roca, donde los fiana aguardan preparados para arrojarse sobre cualquier cosa que llegue desde la cresta de los árboles, Falon la llama: «Hermana Mayor, el troll ve el Ojo. ¡Se ha detenido!».

Ygrane eleva la mirada, sorprendida, y reconoce que la magia no se ha desvanecido como pensara en su pánico. Está sobre ella, absorbida por la tormenta ígnea como mar embravecido sobre sus cabezas. La confusión que padece no es sino el reflujo de una titánica ola de poder.

Como a distancia de sí, Kyner se siente extrañamente ajeno al clangor de su corazón. Todos los caminos de escape se han cerrado. Están atrapados en el húmedo fondo de la quebrada, con las espaldas contra el lago. Sus hombres le hacen señales para que descienda de la roca y se esconda con ellos en el trémulo fango. Pero él sabe que no hay en este lugar escondite posible frente al troll.

«¿Por qué se ha detenido?», pregunta manteniendo su tensa mirada en la línea de árboles sobre ellos.

«El Ojo se ha ensartado en una rama del Gran Árbol… tal como Raglaw dijo que ocurriría». Ygrane contempla con los ojos bien abiertos, cintilantes, el ígneo torbellino encima de ellos, tan distante que parece una estrella malévola. «Ha absorbido mi magia y también la del troll».

Una nueva esperanza se abre en ella; llama a los fiana a la roca y los dispone en un círculo a su alrededor. «Tú también, tío», dirige, colocándolo en el anillo.

La presión de la orden infla los ojos de Kyner con mirada de alarma, al ser empujado a su sitio. «¿Qué vas a hacer, niña?».

«¡Alzad vuestras espadas!», exige la reina. «Apuntadlas al Ojo». Kyner hace amago de protestar, pero los fiana han extendido ya sus armas y el fuego azul del cielo resbala por sus hojas. Obedece y en el filo de su sable crece de pronto un pelaje, hacinados mechones de brillante berilo.

Arriba, las puntas de la malévola estrella silban como aceros. El Ojo del Furor desciende despacio, portando un cúmulo resplandeciente, más caliente que la luna. Los hombres de Kyner gritan de terror. El cielo, más y más luminoso, siluetea inmensos tentáculos que latigan aquí y allá sobre la cresta del barranco.

El troll se aproxima. Sus gritos reverberan con tal poder que el suelo esponjoso tiembla bajo sus pies, como si la tierra misma se doliera. Los sauces de la cima de la ladera se agitan salvajes y se derrumban.

La reina-bruja alza los brazos, anticipando el torrente de poder que en este instante cae hacia ella desde las incandescentes alturas. Un viento surge desde abajo, como de la roca, y llena sus ropas y levanta su cabellera. Cada punto de su cuerpo centellea: las yemas de sus dedos y su nariz están tocadas por espinosos círculos de fuego azur que se vierte sobre las curvas de sus orejas, y desde los extremos de su cabello alzado salpica el aire con undosos enjambres de luminoso plancton aturquesado.

El atronador berrido del troll se adensa y su enorme cabeza aparece borrando los astros. Pintada de luz de luna y con abigarrados parches de ardiente color proyectados por la tormenta incendiaria, la atorada cabeza revela racimos de pequeños ojos ciegos que averrugan los bordes de una boca sarcástica. Y del buche abierto de cortantes fibrillas, manan las inmundicias del caballo que el coloso acaba de devorar con avidez.

Los cables de sus brazos tentaculares se elevan al cielo intentando alcanzar las nubes bullentes, y los hombres gritan. Rabioso y voraz, el troll se arroja masivamente hacia delante y se derrumba en la quebrada. Queda la tierra temblando.

El impacto hace rodar peñascos y saltar el agua negra del lago hasta la roca. Kyner y los fiana caen; las espadas danzan en la piedra como ígneas girándulas. Sólo Ygrane permanece en pie. Un tentáculo serpentea sobre sus piernas y torso, la deja sin aliento, la levanta en el aire.

Cuelga suspendida donde cae la luz de lo alto, tan cerca de la escamosa faz del troll que se baña en su hedor frío, un frío más allá de la gélida miasma de las cosas muertas. Sin respirar, pende sobre una boca triturante y ve una miríada espiral de lenguas que ayudan a tragar la mascada carne de caballo y la pasta de huesos de su reciente ágape.

Su cabeza y sus brazos extendidos apuntan hacia el cielo vacío. La nube ardiente ha partido y la luna llena luce unas pocas, duras estrellas en su aura argéntea.

Kyner y los fiana se levantan tambaleándose, espadas en mano. Falon grita: «¡Al círculo!». El frío desolado que mana del troll caído los empuja como el viento y los guerreros contienden para recuperar sus puestos. En el instante que lo logran, llamas eléctricas surgen arremolinadas de las puntas de sus hojas alzadas.

Atraída por estas antenas, la magia retorna estallando en el lago en forma de un esbelto pilar de fuego, brillante como el día. Ygrane desciende suavemente al suelo, posándose sobre sus pies, mientras el tentáculo se deshace en un vapor ocre. El troll se ha ido. Mutando a una forma menor, se desvanece entre las sombras de los árboles: una encogida cosa fangosa bajo la luz repentina, un ente grumoso de quistes y nódulos.

Ygrane sostiene en sus manos extendidas el Ojo, grande como un melón, lleno de sus lechosos vapores. Obedeciendo a un gesto suyo, los guerreros bajan sus hojas deslumbrantes. Ella retrocede y lanza hacia la luna el Ojo, que asciende en parábola como disparado por una honda y traza un arco iris de marfil para caer más allá de la quebrada. Las rocas y sauces de la cresta se estremecen con el destello del impacto y el tañido de un trueno sordo.

«¿Vo… volverá?». Kyner tartamudea exhausto y se deja caer sobre una rodilla, apoyándose en su espada y jadeando.

Ygrane muestra sus palmas plateadas a los fiana arrodillados y abre sus brazos al estival olor de trueno que efunde el pilar ígneo en las aguas. El refulgir se expande y la quebrada brilla con todos los colores del meridión. Reflejos jade cintilan en los sauces. El lago viste su verdadero marrón tánico y los estratos del acantilado muestran vetas verdes y rojas.

Todo el miedo se consume. Una dicha profunda de antiguas vidas la posee. Esta es la conquista por la que ha arriesgado todo, esta corriente fosforescente que fluye hacia lo alto, hacia la morada de los dioses. Con orgullo, dice: «Tío, el troll no volverá. ¡Tenemos una rama del árbol del cielo!».

Kyner parpadea ante la luz balsámica y halla a todos sus hombres, sin que falte ninguno, arrodillados. Algunos rezan a sus espadas alzadas, otros a la reina. Sólo ella está en pie, fluidas las ropas, leonado el cabello, una ardentía en sus ojos, misteriosa apariencia de un mundo antiguo.

«Tío, vigila mi cuerpo», ordena.

El señor de la guerra asiente, heladas las vísceras aún de la corriente viva que fluyera a través de él y de los fiana momentos atrás. Sus hombres están a salvo. Han visto al furibundo behemoth y, sin embargo, viven. Todo lo que anhela ahora es retornar con ellos a Venta Silurum para contar esta aventura… con o sin la reina-bruja. ¡Malditos los druidas!

Se une a los hombres que están formando un círculo alrededor de la muchacha con sus espadas, dejándolas reposar sobre la piedra, punta contra punta, empuñadura contra empuñadura. Emplaza a Cortavida en el circuito y se sienta con las piernas cruzadas y las rodillas tocando las de los fiana a cada uno de sus lados. «¿Cuánto tardarás en volver, mi señora?».

«Retornaré cuando se ponga la luna. La rama no tocará la tierra más allá de ese momento. Vigila mi cuerpo hasta entonces. No rompáis el círculo de las espadas o mi alma se perderá».

Su propia voz le parece a Ygrane carente de origen, pesada y lenta en comparación con la rápida corriente de tiempo que tira de ella desde el pilar de fuego en el lago.

Vagamente, se da cuenta de que Falon la llama: «Hermana Mayor, ¡llévame contigo!». Desde arriba, lo ve reptar sobre su espada, penetrar en el círculo y poner sus brazos alrededor de ella. La imagen tremola y se desvanece en la quietud de un crepúsculo estival, una luz suave, citrina, y horizontes de árboles brumosos con motas de sol.

«Guardadme bien…». El mentón le toca el pecho.

El resplandor espectral del lago desaparece y la oscuridad la envuelve.

‡ ‡ ‡

El Furor se alza en la hierba vaporosa, con humosos matorrales tras él, donde masivos barriles acechan en la bruma como peñas. Oblicua, la luz del sol corre a través de los árboles en las montañas, portando nieblas, vaharadas de polen y ráfagas de aves espantadas. Desde más arriba, desde campos de nieve del más puro índigo, un derrubio de voces y risas se vierte en las soleadas forestas y sobre los campos de phlox.

Los Nómadas de la Caza Salvaje y el Pueblo del Rostro Fulgente llegan juntos, una tropa alegre de dioses esta noche, cuando el honor se gasta en los Ancestros y los vivientes dejan a un lado el honor. Pues hoy es Noche Ancestro, la noche en que se exalta a todos los muertos y los vivos calaverean con irreprimible abandono. La ley sagrada ordena que cada dios beba un cuerno entero del hidromiel del Cervecero… exceptuando al Furor, que agotará un cráneo de vino fermentado del fruto más raro del Árbol, manzana de ocaso.

A través del verdinegro de los árboles, los festeros del Norte Perdurable llegan con paso alegre, las botas de piel silentes sobre el suelo mohoso del bosque y sus risas y atolondrados alaridos resonando en el vaporoso dosel azul de los pinos. Gritones y jaraneros, cubiertos de pieles de animales y capullos de flores, los dioses avanzan en tropel entre los árboles, cabalgando unos los hombros de los otros. Están decididos a disfrutar de la noche. No les importan nada las razones de su jefe, y no les prestarán hoy ninguna atención.

El más audaz de todos ellos es el Cervecero, tocado con una corona de cebada y cubierto de un estrago de sarmientos de lúpulo. Su alegría es la más ruidosa de la foresta, mientras salta a la espesura caliginosa donde aguardan los grandes barriles que contienen su brebaje. Justo tras él avanza tumultuoso el Poeta, con el Juez agarrado a la espalda, las piernas alrededor de su cintura, uno de los brazos balanceándose salvajemente y una gorra de plumas de búho que suelta penachos como el vilano de la cerraja.

El Cervecero levanta su martillo para golpear el tapón del barril y librar el hidromiel a los cuernos espirales que esperan debajo. El Poeta y el Juez chocan con él, y los tres se derrumban en los vapores del bosque, rodando y riendo.

Sangre Rutilante, el más soberbio guerrero de los Nómadas, marcha a través de los rayos de sol, oblicuos y polvorientos, con la legendaria belleza del Pueblo en sus brazos: Lady Única. Suelda sus rostros la pasión y pétalos se desprenden de sus ropas tejidas de guirnaldas. El Amante, el cazador más capaz y varonil del Pueblo, porta a la Reina de los Nómadas, la esposa del Furor, en los hombros, derramada la mano sobre el muslo de la diosa. Sus risas son deslumbradoras y lascivas.

Al Furor no le importa. Sabe que su mujer lo desprecia por sus largas ausencias en la Rama del Cuervo. Ha sido un pobre marido últimamente; más lo consumen sus trances cuanto mayor se hace. No le importan sus diversiones, se recuerda de nuevo a sí mismo mientras observa al Amante posar a su mujer en la hierba brumosa y a ella rodearlo con sus brazos pálidos. Esta es Noche Ancestro, cuando los dioses rinden honor a los Antepasados y se sacian de melodía y regocijo.

Distraído, el Furor examina la disoluta banda de celebrantes que emerge del bosque radiante. Columbra dos mujeres que se abrazan amorosamente —la Dadora y la Sanadora, una corpulenta dama a lo Deméter y una muchacha vaporosa, con las mejillas hundidas como un halcón— y una angustia de futilidad lo hiere. Percibiendo el placer inconfundible de sus rostros, comprende el error que es estar aquí, el error que supone desear el sacrificio de esta tribu de frívolos que no quiere sino el regocijo comprado al precio de su mortalidad.

Apartadas de los festeros, cinco sombras graves permanecen acuclilladas allá arriba, en una peña desde la que se domina las Montañas Arco Iris. Tras ellas, los picos tornasolados ascienden como una escalera a las ramas tormentosas del Árbol, hacia la Sima estrellada. Las cinco siluetas siniestras, iluminadas desde atrás por la corona de humo del sol, que se pone tras la cordillera, son los antepasados vivientes del Norte Perdurable. Estos fueron los primeros aliados del Furor milenios atrás, cuando unió los clanes. El Guardián, la Señora Tenebrosa, Guerrero Bravo, el Silente y la Vieja, callan mientras esperan beber largamente del sagrado hidromiel. Son demasiado viejos y melancólicos para ayudarlo ahora como hicieron una vez, cuando derrotaron a los amos de los escorpiones oscuros y cazaron a las anguilas de fuego. Les hace un gesto con la cabeza, pues ellos esperan que se les una hoy como es su hábito. Pero esta noche pasa de largo y va directamente al encuentro de Guarda de las Manzanas del Ocaso.

Mujer augusta, morena, con trenzas mechadas por el sol, Guarda ha amado al Furor desde su infancia, cuando este salvó a sus padres de los gigantes Nevasca y Plata Tormentosa, y su valor le costó una melladura en la ceja sobre su ojo único. En gratitud al Furor, ella tomó su nombre actual y se dedicó desde entonces a vagar por las tierras crepusculares del Ocaso, buscando esas oscuras, extrañas manzanas del país.

Regia en su túnica de armiño, Guarda de las Manzanas del Ocaso le ofrece orgullosa con ambas manos un cuerno largo, retorcido, lleno del vino dorado, todo lo que pudo fermentarse de la cosecha del último año. Noche Ancestro empieza tradicionalmente con la ingestión por parte del Jefe Tribal, y en honor a los espíritus de los Antepasados, de este precioso bebedizo. El Furor alza el cuerno expectante y pasea una mirada dura sobre la alegre reunión.

Entonces, con un gesto de indeclinable desafío, vierte la libación en la hierba. El vino se derrama en una trenza centelleante, golpeando con líquido sonido el suelo húmedo y arrancando gruñidos a los dioses.

«Declino todo placer esta noche», proclama el Furor. «En trance, ¡he visto el Apocalipsis!».

Protestan los dioses airados.

«¡Guárdate los discursos sobre el fin de los tiempos esta noche, Jefe!», grita el Cervecero agitando su martillo.

«¡Sí!», devuelve el grito el Furor. Sus cuencas dragontinas repasan la multitud, buscando rostros individuales… la hosca impaciencia del Poeta, el ceño de la Reina, el asombro de la Dadora y la faz traviesa de Guarda, ancha de sorpresa y con un destello de orgullo en sus ojos grises. «Esta noche, debemos hablar del fin de los tiempos», insiste él y arroja el cuerno a la hierba. «Ahora… mientras hay tiempo aún para actuar, para salvarnos de la muerte ígnea».

«¿Qué hay de la ley sagrada?», estalla jactancioso el Juez. «¿Qué del honor que debemos a los muertos?».

El Furor habla con tono frío, mesurado: «El primer honor que debemos a los muertos es seguir vivos». Percibe a su hermano, el Mentiroso, burlarse de él entre sus amigos —el Sabio, Gentil Nanna y Lady Gorda— lacayos unidos a él por la astucia y el engaño. «Sí, hermano», continúa con voz más estridente, «¡hemos de volver a luchar por nuestras vidas! Las Tribus del Sur Radiante atan nudos fatales en las corrientes del destino. Su magia es lo bastante poderosa como para tajar las raíces que nos sostienen».

«¡Fah!», ríe el Mentiroso. Su aspecto blondo, de rasgos cincelados, su mirada de precisión y claridad, efunden convicción. Eso hace de él el Mentiroso, escogido por el clan para desafiar y probar el valor de cada decisión. Ha aprendido bien con los años a frustrar a su hermano mayor y dice enfáticamente: «Los Faunos, el mayor de los clanes del Sur Radiante, están muertos. ¡Los hemos humillado en las tierras raíz! Nos hemos hecho con la península Itálica. Incluso hemos quemado su así llamada Ciudad Eterna. ¿Y tú aún te quejas, hermano, de la amenaza del Sur?».

«Yo he visto…».

«Y nosotros lo hemos oído. Todo ya. Ya antes». Le lanza una mirada de desaprobación. «Esta noche no, hermano. Ya has seducido a nueve de los nuestros con tus apocalípticas campanadas. Nueve hurtados a nuestro festival. Nueve dispuestos a dormir cien años para que sus vidas sirvan a tu magia. Son suficientes».

«Necesito más poder…».

«Para una magia que podría no servir de nada».

«Servirá. Pregunta al Sabio». El Furor arroja una mirada de hierro al furtivo, elusivo dios, que evita contemplarlo y trata de parecer más pequeño junto a Gentil Nanna. «Díselo, Sabio. Tú has estado espiándome por orden de mi hermano. Tú sabes que esta magia servirá».

El Sabio se encoge de hombros; sus ojos acuosos son dos charcos de alerta en su rostro costurado, de barba crespa. «Llamarías a demonios de la Morada de Niebla… y eso es un riesgo».

«Sólo los demonios son lo bastante fuertes para desafiar a los Señores del Fuego», dice el Furor.

Los dioses miran atrás molestos, contrariados. «Ya hemos oído todo esto antes», se queja el Mentiroso. «Es Noche Ancestro, hermano. Déjanos en paz y vete a hacer tus magias con aquellos que están dispuestos a pignorar su gozo. ¡Nosotros estamos aquí para celebrar!».

Murmullos de asentimiento se levantan entre los dioses y el Furor los silencia con su bronca voz: «¡Escuchadme! Con esta magia, con los demonios de la Morada de Niebla actuando por nosotros, tenemos una oportunidad única de expulsar todas esas esporas extranjeras de las raíces que nos sustentan».

«Una oportunidad». El Mentiroso lo regala con una mirada burlona. «¿Ves? Tus propias palabras te traicionan. ¿Por qué habríamos de sacrificar cien años de vida por una mera oportunidad?».

«Esta magia resultará», insiste el Furor, «pero necesito más poder para estar seguro. La magia del Sur Radiante es esquiva».

«Entonces digo que nueve de nosotros son bastantes. Sírvete de ellos para llamar a tus demonios y deja que el resto rindamos honor a los ancestros». El Mentiroso se torna hacia el Cervecero y sonríe con amplitud, brillantes los dientes como puntas de lanza. «La libación del Jefe ha sido hecha. ¡Que fluya el hidromiel!».

Con un golpe poderoso, el martillo del Cervecero golpea el tapón del barril y un chorro de plata azota con espuma la fronda, salpicando a la turba jubilosa y gritona.

El rostro febril del Furor se contrae de disgusto.

Guarda de las Manzanas del Ocaso se le acerca para consolarlo. «No los culpes por no ver más allá de su placer. Toda vida evita la muerte. Nadie mira voluntariamente el interior de ese prisma oscuro. Tú eres excepcional».

«Ojalá lo fuera», suspira el dios de un ojo, y se quita el sombrero para limpiarse el calor de la frente y echar hacia atrás su melena gris, turbulenta como nubes tormentosas. «Si yo fuera excepcional, Guarda, ¿necesitaría la energía de otros dioses para llevar a cabo mi magia?». Sacude despacio el gran cubo óseo de su cabeza, compungido, y permanece con el sombrero en la mano observando a los celebrantes beborrotear de sus cuernos espumosos. Los dioses sientan complacientes sus cuerpos por las rocas mohosas y las raíces, riendo y cortejándose. La Reina, suelto el pelo nivoso, ostenta un mostacho de espuma y una risa voluptuosa, y no tiene ojos sino para el Amante. El arroja una larga mirada de desvalido regocijo al Jefe a través del claro y se abraza a la Reina para beber de su cuerno.

Guarda de las Manzanas del Ocaso distrae al Furor con una manzana dorada que extrae de la bolsa de armiño en su cadera. Es un signo de la vendimia. «La cosecha es rica este año, UnOjo. Probarás el vino del ocaso la próxima Noche Ancestro, tras haber realizado tus propios nudos en las corrientes del destino. Tú nos asegurarás el futuro, Señor. Siempre lo has hecho».

La mirada del Furor toca sólo levemente la manzana, luego se eleva hacia la clara luz inmaculada sobre los montes, los prismáticos montes con sus picos agudos como puntas de estrella. Se aparta del fango creado por su vino vertido y la Sanadora se apresura hacia allí, chasqueando sus verdes ropajes al viento con la carrera, para recoger el lodo enriquecido. Él la ignora, continúa retrocediendo, la cabeza alzada, buscando el mejor camino hacia las espectrales alturas. «Tenía la esperanza de ganar a unos pocos más para nuestra causa», murmura sobre todo para sí mismo.

Se pregunta si tiene suficiente poder para realizar su magia. «¿Están preparados los demás?».

«Nos esperan en la Rama del Cuervo». Guarda se arrodilla y le ofrece la manzana dorada. «¿No aceptarás tu cosecha de sueños?».

Él aparta su mirada del estratificado horizonte y la percibe a sus pies, arrodillada. «No este año, Guarda», dice taciturno, tomando su brazo y urgiéndola gentilmente a levantarse. Rechaza la manzana, calmos sus ojos como los astros. «Juro por el Abismo que no aceptaré las manzanas del ocaso, que no beberé el vino de los sueños otra vez… no hasta que haya purgado de enemigos todas las raíces bajo las ramas de nuestro Árbol».

Los ojos leonados de la mujer examinan los ángulos nítidos y los planos severos de su rostro, como buscando una fisura en su obstinación. No la hay. El Furor es tan inflexible en esto que roza el trance. Pureza: esta es su obsesión. Las tierras raíz puras, limpias de extranjeros. A esta escasa distancia de él, Guarda cree ver clarividencia en sus facciones. Una expresión de abstraída inquietud tensa su mirada —una mirada con la que él extraería una partícula del ojo de la mujer o de su mano una espina—, que se vierte ahora en un futuro herido.

Ella le recuerda, gentil: «Has logrado el control de todas las tierras raíz que los Faunos poseyeron al Norte. Sólo te faltan las Islas Occidentales».

«El viejo Cabeza de Alce vive allí», responde él y empieza a caminar por el campo ocre. «Su tribu de celtas domina las Islas. Habremos de conquistarlos. Están contaminados por la magia del Sur Radiante».

«Los Faunos los conquistaron siglos atrás. Ofrecerán poca resistencia. Muy pronto, todas las tierras raíz bajo nosotros estarán gobernadas por ti».

El Furor conduce a Guarda por la ladera boscosa de luz fluyente, sin volver la vista hacia los dioses abullangados alrededor de los barriles de hidromiel. «La gente del viejo Cabeza de Alce es más antigua que los Faunos», murmura retrayéndose más en sí mismo y buscando la fuerza de trance que necesitará para operar su magia. «Antiguos como nosotros», dice en un hilo de voz. «No serán fáciles de quebrantar».

«Son hijos de Madre y Nevasca, igual que nosotros. De la familia del Norte Perdurable». Guarda toma el brazo gigante del Furor, contenta de su fuerza masiva ahora que están trepando más allá del sofoco de las ramas inferiores. Aquí, en esta atmósfera más fina, su paso poderoso es suficiente para llevarlos a los dos y ella vuela tras él como un pañuelo al viento.

Los cinco ancestros vivientes les observan por encima de la espuma rebosante de sus cuernos cuando el Furor y Guarda de las Manzanas del Ocaso pasan por delante. El Guardián y Guerrero Bravo en su antigua armadura de hueso, con sus yelmos claveteados y estrechos visores, carecen de faz. Dama Tenebrosa y la Vieja los miran fija y silenciosamente, con sus rostros arrugados, andróginos, impasibles, neutros. Sólo el Silente saluda al Jefe, alzando un brazo de juntura bulbosa con una sonrisa desdentada, como un bostezo.

Los dioses jóvenes no comprenden, piensa el Furor. No comprenden los tiempos por venir.

Tales tiempos tienen poco interés o significado siquiera para los dioses, a los que el titilante espectro de cada instante les llena de sueños la copa de sus cráneos hasta rebosar. Tiempo que colma no necesita futuro. Esta previsión, entre los dioses del norte, pertenece al Furor, cuyos trances ven a través del tiempo un clímax fatal. El Apocalipsis.

La vista se ensancha a medida que los seres eléctricos trepan más y más alto. La Tierra flota abajo, un inmenso creciente azul en el margen del día y la noche. El colorido y boscoso terreno de las ramas medias decae y desaparece en una niebla de escarcha. De esa calina helada surge una desolada extensión de dunas de nácar y míseras rocas azotadas de nieve: la Rama del Cuervo. Flagrantes estrellas, amarillas como el topacio, miran abajo desde oscuridades eternas.

Los dioses que han decidido sacrificar una parte de sus vidas por su jefe lo esperan en un promontorio de filoso cristal negro, el margen frágil de la atmósfera. Todos se arropan con la afelpada piel de oso que los mantendrá calientes durante su sueño secular y yacen al abrigo protector de una caverna toscamente excavada.

El Furor escala la árida cresta de la Rama del Cuervo y posa junto a él a Guarda de las Manzanas del Ocaso. Está cansado del escarpado ascenso, pero no osa mostrar su fatiga a estos leales que le han confiado sus vidas. Casi están ya medio dormidos, drogados por el hipnótico brebaje que ha liberado sus luces corporales, disponiéndolas para la magia del Furor.

La copa de la que han bebido permanece en el resalto de una roca escarchada. Guarda bebe los restos del dulce licor, el poso, apenas lo suficiente para hacerla dormir. Su sueño no será tan profundo como el de los demás, pues ella tiene trabajo que hacer en el Ocaso, allí la espera la recolección de las manzanas doradas. No obstante, desea mostrar su amor al Furor probando la pócima adormecedora. Se arropa en la rojiza piel de oso y se acuesta junto a los otros. El Furor se quita el sombrero, se alza sobre ella, y ante la mirada repentinamente somnolienta de Guarda, el rostro torturado del dios aparece hinchado como la luna.

«Guarda de las Manzanas del Ocaso», recita él su nombre y el sueño la reclama, mientras su fuerza vuela de su cuerpo al del Furor.

Lento, el Furor avanza, pausando delante de cada dios para decir su nombre y atraer hacia sí su energía vital. La mujer del Cervecero, Hermana Menta, que preparó el bebedizo del sueño es la siguiente y, con la absorción de su energía, él se siente más fuerte. Entonces, Azul, el amigo más antiguo del Furor, le rinde su fuerza vital, y los visos grises de la Rama del Cuervo se hacen más profundos en el ojo único del dios.

De la Saqueadora, la amazona de la tormenta, una hechicera, recibe un guiño y una sonrisa cómplice. Ella entiende esta magia; le ha ayudado a concebirla. Su poder agudiza la lucidez del dios y palabras de temor compartido hallan voz en sus adentros, en telepático silencio: «Llama a los Habitantes de la Morada de Niebla. Llama a los Habitantes Oscuros. Son ellos los que detendrán a las hordas, el flujo sofocante de invasores. Limpia los bosques septentrionales de todos los intrusos. Purifica las forestas para la Caza Salvaje. Convoca a los Habitantes Oscuros para que quebranten a los invasores».

La irrupción de palabras cesa cuando llega ante Hermosura. Sus blancas abéñulas tiemblan cuando él respira su nombre y sus rasgos deliciosos se relajan cayendo en una delicia aun más honda, una calma perfecta tan parecida al sueño inmortal de la muerte que le oprime el corazón. Hermosura es su propia hija. Por ella, más que por cualquiera de los dioses o por su propia cordura, detendrá a los Señores del Fuego.

La mejor amiga de Hermosura, Corazón de Plata, yace a su lado, con su ancha cara ovalada y sus ojos estrechos como meras fisuras brillantes de miedo. No tiene noción de lo que está ocurriendo realmente. Está aquí porque lo está Hermosura. Cuando el Furor susurra su nombre, siente su interior palpitar de dicha y todo el miedo parte de pronto. Y duerme entonces, y su fuerza pertenece al Furor.

Con ella, puede oír los pensamientos de los dioses acostados a su lado. La Bruja del Dragón, sacerdotisa de la bestia planetaria, posee la expresión lacónica de alguien habituada al trance, y le habla desde el interior de su propia cabeza: «Los Señores del Fuego quieren domar a nuestro Dragón. Mira lo que hicieron a tu amigo, Cielo Radiante».

Jefe del clan de los Faunos, el famoso Cielo Radiante se llamaba a sí mismo Señor de los Cielos. Era un dios arrogante y lascivo; sin embargo, el Furor y él habían sido amigos por un corto tiempo, en eras tempranas, en su juventud. Así es cómo el Furor fue testigo de lo diabólico de los Señores del Fuego, pues vio lo que le hicieron a Cielo Radiante. Lo desangraron literalmente hasta la muerte, drenando el poder de su cuerpo electromagnético, que se vertió en la superficie de la tierra y fue repartido entre los pueblos, acumulado en colectivos humanos, bandas guerreras, villas-fortaleza, ciudades-estado.

«Edificaron un imperio a partir del cuerpo de Cielo Radiante», dice la Bruja del Dragón. «Y saquearon el norte, robaron nuestras tierras raíz y plantaron pueblos extraños bajo nosotros. ¿Y qué fue de tu amigo?».

El Furor la silencia pronunciando su nombre y absorbiendo su fuerza. El incremento de vitalidad amplía el recuerdo de Cielo Radiante, con sus bromas constantes y su imponente risa. Pero al final el Furor hubo de retroceder ante su viejo amigo. Cielo Radiante se había convertido en un zombi: la locura de Roma.

Trueno Cabello Rojo observa con fijeza al Furor, su padre. No son necesarias palabras entre ellos. Están ligados de principio a fin por su común voluntad. El joven se parece incluso al Furor tal como este fue una vez, mucho tiempo atrás, antes de que las brutalidades del liderazgo le costasen su ojo y su inocencia. Ofrece una sonrisa de seguridad y confianza al muchacho de quijada cuadrada y rostro pecoso, y dice con orgullo su nombre: «Trueno Cabello Rojo».

Anteriores sortilegios del Furor, que evocaban a los Habitantes Oscuros de la Morada de Niebla, detuvieron el avance de las tribus del sur, favoritas de los Señores del Fuego. Se hincha de nuevo con el mismo poder que usó entonces para su magia… y ahora, esta vez, hay todavía un dios más que le donará su fuerza. «Herrero Portento», dice, y el armero de colorados carrillos cierra sus ojos grises. Su mentón hendido se desploma y su poder fluye al Furor.

El dios ciclópeo quiere más poder, pero está solo ahora en la Rama del Cuervo. El sol, achatado, arde con un rojo oscuro, bajo en el cielo, en el borde del mundo. Alza sus brazos a las estrellas en profusión y la magia rezuma de él como incienso. Ráfagas de esta desaparecen en la Sima, desvaneciéndose en el brillo estelar y en los velos florescentes entre los astros.

Y aunque es invisible ahora, el Furor siente a la magia trabajar. Percibe a los Habitantes de la Morada de Niebla aproximarse en círculos más y más estrechos, surgiendo del vacío como tiburones atraídos por sangre vertida. Manan hacia allí, acercándose más y más a la vitalidad que él ha engastado en el frío. Oye sus gritos mórbidos cayendo de la Sima. Y aparecen entonces, no desde arriba sino desde abajo… pavesas en el viento, un roción ardiente de vertiginosa turbulencia.

Son estos los mismos Habitantes Oscuros que convocó en otro tiempo, ávidos de nuevo de obedecer a su llamada… siempre que esta sea destructiva. La destrucción es su única utilidad y él tiene amplia necesidad de eso ahora. Libera toda la magia evocativa que ha acumulado y las chispas arremolinadas responden anhelantes, frenéticas, con tal urgencia competitiva que una de ellas choca con las otras y rebota con agudas espirales que la arrojan violentamente a la tierra.

Reflejamente, el Furor intenta cazarla, pero ha partido ya y se desvanece en la cara oscura del planeta. El dios ciclópeo masca una maldición. Necesita a cada Habitante Oscuro que pueda atrapar. Pero no hay tiempo para considerar el destino del caído. Devuelve su atención al puñado de puntos ígneos que han quedado fijados en la malla de su magia. Con estos derrotará al Apocalipsis y construirá un nuevo futuro.

‡ ‡ ‡

El rostro enorme, cacarañado de la luna flota en un cielo lavanda entre girándulas de estrellas y jirones nebulosos de vapor neón. Falon, sin más prenda que su torce de oro, se alza helado en su desnudez al socaire de una peña herbosa, pálidos los ojos de miedo. Montes púrpura y cadenas azules de árboles descienden hacia los prados esmeralda y los valles laberínticos engastados con lagos de dorada quietud.

Al principio, no siente él el bóreas, que sopla hacia abajo desde el alto silencio. Las honduras y promontorios de este paisaje primordial tejido como con la luz de las gemas lo tienen transfijo. A su lado, la hierba se mueve con el viento en olas iridiscentes y cada una de las hojas parece empenachada de prismas.

El frío penetra por fin su aturdimiento y se sorprende al descubrirse desnudo, resplandeciente la carne de su cuerpo, limpia y brillante, transparente casi. Pasea su mirada de izquierda a derecha, en rápida oscilación, buscando a su reina.

«¡Falon!». Ella le hace señas desde algo más lejos, con los bucles de su cabello melado y sus blancos ropajes holgados danzando en los remolinos del viento. «Deberías estar con los demás», le reprende cuando el fiana corre hacia ella.

«No podía dejarte partir sin protección». La examina, asombrado de verla luminosa y teñida como de finas puntas de estrella. «He jurado guardarte».

Su mirada de reprobación se agudiza. «Aquí no puedes protegerme, Falon. Te necesitaba abajo para guardar mi vida terrestre. A Kyner se le puede ocurrir librar a la cristiandad de otra bruja».

Falon se arredra, pero replica con certidumbre: «Los fiana morirán primero».

Una sombra errante mancha la ladera. Ygrane coge a Falon del brazo y rompe a correr. «¡Rápido! ¡A los árboles!».

Falon vuela tras ella, estupefacto mientras navega a través de la hierba y cada paso lo eleva en un salto poderoso hacia las sombrías aberturas del bosque. Osa lanzar una mirada hacia lo alto y casi se derrumba al ver un ave de presa gigante volitando sobre ellos, con la negra envergadura de sus alas como una costura tenebrosa en el cielo brillante.

Ygrane lo anima bajo el grito tonante del depredador e irrumpen agachados, a través de un cortinaje de glicinas, en un bosque cavernoso. Líquenes luminiscentes manchan los árboles gigantes y lianas rutilantes caen serpenteando desde galerías penumbrosas. Cuando la reina se detiene de golpe, el aire frío se colma de las partículas brillantes del tamo del bosque y de una fragancia mentolada que emerge del mantillo de hojas.

«Esa ave de presa…», dice Falon, vibrante de ecos su voz. Aparta los velos de glicinas y contempla incrédulo al pájaro gigante menguar por las sendas de las estrellas. «¡Es grande como doce hombres!».

«Un ruc», observa ella examinando las altas peñas y sus verdes destellos de cedro. «Algo lo ha perturbado». Un vórtex de murciélagos chilla desde una arbolada de orquídeas en los acantilados prismáticos sobre las peñas y ella sabe entonces que ha hallado el camino hacia el lugar apropiado. Aquel al que busca está llegando. Mira a Falon escéptica. «Cúbrete, hombre».

La expresión pasmada de Falon se fractura, como si acabase de darse cuenta de que está desnudo, y mira mudo alrededor, tanteando con las manos como un ciego. «Hermana Mayor, ¿qué es este lugar?», pregunta aunque en realidad lo sabe, pues ella les ha dicho a sus fiana que pretendía trepar al cielo; sin embargo, debe oírlo otra vez.

«Es el Árbol de la Tormenta, Falon. Has ascendido conmigo a la morada de los dioses».

El fiana tira de un chal gris de musgo que cae de una rama cercana, lo ajirona y empieza a confeccionarse una prenda con la que cubrirse la cintura.

«Deberías estar con los demás, Falon», repite con tono tremendo. «He venido aquí a crearle un nuevo sentido a mi vida. Y debo hacerlo sola».

«Estoy aquí para protegerte. No volveré sin ti».

«No podemos volver hasta que se ponga la luna».

«Hasta entonces, pues». Se ata la prenda a la cintura con una correa de sarmiento. «Has estado aquí ya, imagino».

«No en esta vida».

«Tus ropas han subido contigo…».

«Sí, están tejidas con hilo de plata». Descubre un resplandor de ojos en las sombras trémulas, un cintilar de pupilas parpadeando como luciérnagas. Falon lo percibe un momento después y se dispone a protegerla. «Duendes», dice ella deteniéndolo con la mano. «Son inofensivos. Sólo curiosos. No ven con frecuencia los cuerpos de luz de la gente aquí arriba».

Falon observa que hay muchos humanoides menudos escabulléndose a través de la fosfórica oscuridad. «¿Qué hacemos aquí?».

«Ya lo sabes».

«Magia para nuestro pueblo». Busca aprensivamente las frías alturas del dosel del bosque, donde rayos oblicuos de luz escarchada iluminan un tumulto de ramas retorcidas y sarmentosas. «Pero no nos has dicho de qué magia se trata».

«La magia del sacrificio, Falon». Atraviesa la cortina de flores colgantes para hallarse otra vez bajo el ocaso malva y se detiene a mirar la sierra.

«¿Sacrificio?». Esta palabra tensa la boca de Falon y los fieros mechones anaranjados de su bigote se erizan. «¿Es esta la razón de venir sola? ¿Para sacrificarte?». Una conmoción de mariposas rojas zigzaguea tras él por los rasgados cortinajes, cuando el guerrero sigue a su reina al espacio abierto. «¿Vas a sacrificar tu vida?».

«Sí». Empieza a caminar de vuelta hacia las peñas, mirando aún la sierra púrpura donde las estrellas cintilan como espuma. «No aparecías aquí en mi visión, Falon. Y eso significa que no deberías estar. No quiero que interfieras, ¿entiendes?».

«He jurado proteger tu vida, Hermana Mayor». Protector, mira de lado a lado percibiendo movimientos veloces, ratescos, en la densa hierba, donde el terreno humea con penachos de vapor como si aún estuviese enfriándose desde el día primordial. No sabe si el frío que muerde hondo en su carne es viento o pánico. «No importa la magia que puedas conseguir para nuestro pueblo. No puedo permitir que mueras sacrificándote».

Ella se detiene y lo mira, gentil. Cada cabello de sus cejas, cada una de sus pestañas ámbar rutila con el brillo extraño de esta atmósfera. «Falon, no se trata de morir, sino de sacrificarle mi vida a él».

Alza su rostro joven hacia un hombre gigantesco que desciende de los montes deslizándose; su capa azul flota afelpada y translúcida como el humo de las estrellas de lo alto y todos los cielos parecen arrastrados tras él. Es más grande que el ruc y cada uno de sus pasos cubre laderas enteras de esparcidas breñas. El ala oblicua de su sombrero chasquea con su andar vigoroso.

A la primera mirada, Falon reconoce la barba salvaje, rayada de sombras, y el rostro aquilino del dios ciclópeo. «¡El jefe de los dioses del norte!».

«Espérame en el bosque, Falon». Irrumpe en la hierba esmeraldina y agita los brazos con lentitud ritual.

Falon la sigue como una sombra, doblado de miedo. «¿Sabe que usamos su ojo para llegar hasta aquí?».

Ygrane se detiene y contempla airada a su guerrero. «No volverás a susurrar eso otra vez. Ni una vez más. No deberías estar aquí. Vuelve al bosque».

«Ha tenido que vernos ya…».

«Vete de todos modos». Continúa ascendiendo por la ladera herbosa y duendes alados, grandes como libélulas, saltan al aire brillante que la rodea. Ella los aparta, lanzando uno al camino de Falon. Este se enreda en el pelo rojo del fiana y la transparencia de sus alas se hace fugazmente visible mientras intenta liberarse, una personita de un dedo de altura con grandes ojos pacíficos. Un aleteo y parte el ente desnudo.

«¡Hermana Mayor, espera!». Se precipita a su lado. Esto es un sueño, se dice a sí mismo recordando a Ygrane en el círculo de las espadas, dormida. Pero la precisión cromática de la vista y el mordisco del viento alpino asesinan esta esperanza. Con miedo genuino, croa: «¡Es el dios de nuestros enemigos!».

«Espera aquí, Falon». Le dirige una mirada firme, grave, y él se detiene. «Deberías estar con los demás. No quiero que interfieras. Los vientos del tiempo se perturban fácilmente. ¿Lo entiendes?».

Falon calla. Contempla, más allá de ella, el avance del gigante, sus botas de piel de jabalí haciendo crujir la grava de la ladera, justo delante de ellos. Curiosamente, a medida que se aproxima el dios se condensa, y sus colores translúcidos se hacen sólidos. En unos instantes, está ante ellos. Es ahora una cabeza más alto que Falon, pero de talla humana. Una fragancia densa de vendaval y rayo emana de él, y sólo lo imponente de este vaho celestial basta para hacerlos arrodillarse con humildad.

«¡Padre omnividente!», trina Ygrane con sus ojos fijos en las gastadas puntas de las botas del dios. «Soy Ygrane, reina de los celtas…».

«Te conozco», la voz honda del Furor los cerca. «Te he visto en este instante, anteriormente».

«Vengo a ofrecerme…».

«Quieres alianza con las tribus del norte. Ya lo sé. Sé todo esto». Su voz baja, como con un sedimento de guijarros, arrastra una preocupación grave, una profunda infelicidad. «Ya hemos estado en este momento antes. Tú y yo. Tienes que haberlo visto».

«Así es, mi Señor», confiesa la reina.

«Entonces, ¿por qué está aquí? Sabes que no debería estar».

Falon osa lanzar una mirada furtiva a través de sus cejas y vislumbra lo bastante del ceño del Furor como para que su atención se precipite de nuevo al suelo, a los filamentos de hierba rota bajo sus rodillas.

«Vino sin que se le ordenase, mi Señor. Es mi guardia personal. De la Fe, el Fado».

El Furor está exhausto de la magia que ha realizado en la Rama del Cuervo. Le late la cabeza. Toda la fuerza de su gigantesca estructura se ha gastado ligando demonios y ahora sólo quiere irse al Hogar. Pero hay obstáculos y, ante todo, su cerebro doliente, colmado de las sombras del tiempo y la mórbida resaca de la magia.

Además, está el obstáculo del tiempo mismo. Trepar a la Rama del Cuervo y descender otra vez parecería haber requerido unos pocos, esforzados minutos, cuando en realidad han pasado veinte años. Una vez más es Noche Ancestro y, antes de poder volver al Hogar, debe ir al ebrio festival, donde el Mentiroso se burlará de él abiertamente y los demás ocultarán sus chanzas. Si no lo hiciera, su jefatura del Norte Perdurable estaría en peligro. Con todos sus aliados dormidos, tiene que permanecer cerca de sus oponentes.

Y después… después está este extraño obstáculo, esta aberración ante él, Ygrane, monarca de los celtas. Vio esta humana cuando aún se hallaba en la agonía de llamar a los Habitantes Oscuros de la Morada de Niebla. Los vientos del futuro le soplaron imágenes de este encuentro a su mente en trance. Al principio rechazó lo que veía, tomándolo por una borrosa difracción de las corrientes del tiempo. Eso ocurre a menudo en las ramas tormentosas, durante el trance. El tiempo tiene oleajes y remolinos como el viento, y otras veces fluye calmo y hialino, y porta espejismos.

Ver gente en el Gran Árbol es casi siempre una ilusión. Pocos humanos tienen la fuerza electrostática suficiente para proyectar sus ondaformas al Árbol. Los pocos que llegaron fueron viejos magos y hechiceras, y habían pasado la vida tesaurizando energía tan codiciosamente como el Dragón. Esta es demasiado joven para estar aquí por su propia magia. Es algún tipo de sacerdotisa escogida por otros de su especie, otros más viejos que han contribuido con una gran cantidad de poder y se sirven de ella para llegar hasta el dios.

El Furor se aparta el sombrero para pinzarse el nudo de carne entre las cejas, donde tiene clavado el dolor de cabeza. En trance, escuchó a esta mujer suplicar que salvase a su pueblo, que la aceptase como sacrificio, que hiciese de ella lo que apeteciese. Pero él no la quiere. A diferencia de su viejo amigo Cielo Radiante, el Furor no tiene el menor deseo de intimar con los habitantes de las tierras raíz. Aunque los años que pasó entre ellos hicieron crecer en él la admiración hacia los humanos, aún los considera una estirpe inferior, y eso a pesar de su extraordinaria semejanza con los dioses.

«De la Fe, el Fado», gruñe el Furor mirando a los abyectos mortales. La aparición de este otro, este guerrero antiguo, lo perturba. No estaba en el trance. Esto sólo puede significar que los vientos del tiempo se están acelerando, están empezando a agitarse de nuevo y a cambiar el futuro que su magia ha artificiado. Debe apresurarse… a la Noche Ancestro, al Hogar para un reposo y, después, a las tórridas, abrazadoras tierras raíz, al hedor y la humedad del Dragón y, una vez allí, purgar el país de los secuaces de los Señores del Fuego, las tribus extranjeras del sur.

Pero primero, este obstáculo. Este encuentro predicho. Consecuencias devendrán de esta joven reina o no la habría visto en su trance. Le duele la cabeza de un modo tan impío que no puede pensar con claridad lo que todo esto significa y querría, simplemente, estar de camino ya. «No te acepto, reina de los celtas. No tendré mujer terrestre. Deberías saberlo».

«No soy una mujer terrestre, mi Señor», dice Ygrane con respeto, aunque con un tinte de petulancia en la voz. Sin embargo, no alza el rostro todavía. El campo de fuerza del dios tiene una carga tan elevada que, si no se contuviese, el mero hecho de estar cerca de él podría hacer estallar las luces corporales de Falon y la reina en un instante. Pero Ygrane no teme. Ha venido a la vida para este preciso momento, para conseguir el favor del Furor y salvar a su pueblo. «La raza celta es prima de las tribus del norte. Estoy ofreciéndote nuestra alianza».

El Furor deja escapar un suspiro, como un silencio de lluvia vaporosa. «Hemos visto este momento ya, Ygrane. Conoces mi respuesta».

La reina permanece impávida. De un bolsillo de sus ropas extrae una piedra. Es redonda y plana, grande como su mano abierta y con un agujero descentrado de la anchura de un pulgar. Al principio, la piedra parece negra. Pero cuando Ygrane la alza en ofrenda al dios, la luz ensarta el agujero y la muestra negra, pero acaramelada con ámbar, como almíbar.

«Esta es una piedra de afilar», dice Ygrane sentándose sobre sus talones y mirando las polainas de cuero del Furor. «Es muy vieja, de un tiempo en que los celtas y las tribus del norte eran un solo clan». Con su mano libre, toma un bucle de su cabello color albaricoque y lo pasa por el agujero de la piedra, hilvanándolo una y otra vez. «A lo largo de trescientos siglos este movimiento gentil ha dado forma a la piedra. Un millar de vidas diferentes han labrado este emblema. Mil muertes lo han traído a través del tiempo hasta mí».

Después de frotar vigorosamente la piedra perforada con su cabello, toca con su dedo la piedra y hace saltar una chispa. El fuego eléctrico prende la yema de su dedo, y esta arde con un brillo blanco y lento. «Este es el regalo que te hago, en honor a nuestro pasado común», dice ella y osa levantar su lozana mirada verde al tiempo que le presenta la ofrenda.

«¡Un regalo en Noche Ancestro!». Al Furor le rechinan los dientes, pero contiene su ira. No quiere incinerar a esta pequeña astuta bruja, no en Noche Ancestro. Bien podría haberla enviado el Mentiroso, que se proclamaría de inmediato jefe, si su hermano demostrase ser un asesino esta noche santa.

Júbilo posee a Ygrane cuando el jefe de los dioses del norte toma la piedra perforada de sus ígneas manos. Al menos esto ha ocurrido tal como su mentora, la vieja Raglaw, predijo. Guardar la piedra en el mismo bolsillo que contuviera el ojo del dios ha hecho que esta pasara desapercibida al trance del Furor.

Al tomar la ofrenda de esquisto ámbar, el Furor siente debilitarse el dolor que lo tortura dentro del cráneo. Es un regalo auténtico. Porta suficiente potencial eléctrico para aliviar su cuerpo exhausto. Y ahora que lo ha aceptado —como lo exige la tradición— y ha recibido su beneficio, debe corresponder a él.

Una atmósfera de peligro se adensa en el espacio que ocupara el dolor. Corresponder a él. Un regalo tan venerable, que se remonta a tiempos anteriores a su reinado, a los días tempranos de los Antiguos, cuando incluso estos eran jóvenes, exige respeto. Sin embargo, si él le dona un objeto de similar poder, tal como ella justamente espera después de hallar con lucidez no sólo el camino hasta el Gran Árbol, sino incluso hasta su misma presencia, no podrá combatir a su pueblo.

Ygrane mantiene alzado el rostro luminoso y le cintilan sus ojos verdes con anticipación. Un poco más y habrá salvado a su pueblo de una guerra salvaje. Todo lo que necesita es que el Furor reconozca su parentesco con un don personal… un mechón de su barba, el cordón de una bota, cualquier cosa tangible que ella pueda portar a la tierra y convertir en magia.

«¿Fue el Mentiroso quien te envió a mí?», pregunta mirándola de soslayo con su ojo único.

«¡No! Usé la piedra perforada y la magia de las Viejas para trepar hasta aquí. Ellas me dijeron dónde hallarte».

«Las Viejas», murmura en el interior de su barba, aliviado de que no sea esto obra del Mentiroso. Presiona su frente con la piedra y se bebe su gozosa frescura. «No pensé que los celtas siguieran obedeciendo a las Viejas, no en estos tiempos modernos, no bajo los jefes».

El soberbio plano de su mejilla se oscurece cuando Ygrane responde: «Los jefes nos conducen a la guerra. Por eso estoy aquí ahora, ofreciéndome a ti. Las madres no quieren la guerra, especialmente contigo. Somos parientes. Cásame con alguno de tus señores de la guerra en las tierras raíz. Con Horsa… el señor de la guerra sajón que has enviado contra nosotros. Dejemos de matarnos de una vez y que las viejas usanzas florezcan».

«¿Las viejas usanzas?». Se encasqueta de nuevo el sombrero, oblicuo y amenazador sobre su ojo único. «Vuestras costumbres no son las viejas usanzas. Cuando los celtas se separaron de las tribus del norte, fueron al sur, a países tropicales, y allí aprendisteis usanzas extranjeras, ajenas doctrinas: el verbo, Brahmán, logos, y vuestra obsesión por los números y los metales… la misma locura que los Señores del Fuego están empleando para contaminar la Tierra».

«Números… letras…», balbucea Ygrane, mientras pone rápidamente sus pensamientos en orden ante este estallido inesperado.

«Estos dones pueden ser usados por las tribus del norte también».

«¡No!». La explosión de su voz hace saltar a Falon y la reina se sienta más hondo sobre sus ancas. «¿No lo ves, bruja? Esto no son dones. ¡Son veneno! Hacen surgir ciudades. Cubren las tierras raíz de líneas rectas, rompen el flujo de la energía del dragón; transforman a tu pueblo, de las tribus errantes que siempre fuimos, en zombis que habitan cajas y nunca tocan la tierra desnuda. La magia de los Señores del Fuego es el secreto de otros mundos, no de la Tierra. ¡No dejaré que destruyan nuestra Tierra!».

Ygrane inclina la cabeza bajo el impacto de la voz del dios y sumerge sus miedos en este pensamiento: hoy es Noche Ancestro y ella está a salvo de su ira. Él ha aceptado ya el regalo. Pero, es obvio, la presencia de Falon lo perturba, como le ocurre a ella misma. Las extrañas dimensiones del tiempo cambian y se expanden para incluir esta nueva presencia. Trata de sentir desde una hondura mayor de sí misma, de percibir lo que ocurrirá a continuación. Pero en este estado desencarnado es demasiado tenue para notar nada, aparte del viento gélido que desciende de las estrellas.

«Hace tiempo que tu pueblo perdió los viejos caminos de los que es signo esta piedra», asevera el Furor golpeando ligeramente la palma de su mano con el artefacto. «Estáis poseídos por fuerzas ajenas que quieren limpiar la tierra de los bosques primordiales y construir ciudades de acero. Lo he visto. Si no se pone freno ahora, nos esperan terrores que no puedes ni imaginar».

Ygrane nota la falta de amargura en su voz, el tinte de melancolía detrás de su rabia, como si él mismo entendiese ya que su esfuerzo es tardío. Y osa decirle mirándole al rostro de exhaustas sombras: «Estás equivocado. La magia de las tribus del sur ya ha cambiado el mundo. No podemos volver atrás. Pero si avanzamos juntos, como un solo pueblo, podemos servirnos de lo mejor de esta magia para…».

«¡Silencio!». Su voz explota sobre ella e Ygrane se cubre el rostro esperando ser aniquilada. Y aunque su cuerpo de luz tremola, no vuela en pedazos. «Por respeto a Madre y Nevasca, nuestros padres comunes, no te destruiré, reina de los celtas. No esta noche. Mírame».

Ella alza su faz lívida y contempla el núcleo negro de su ojo único.

«Tú eres todo lo que yo quiero destruir», dice con gélida intensidad. «Así que no puedo darte lo que quieres. Ni un pelo de mi cabeza, bruja. Sin embargo…». Empuja hacia atrás el sombrero y se presiona con el pulgar la frente hasta que desaparece la última espina de su dolor. «Sin embargo, en honor de Madre y Nevasca, no retendré mi don. Y aunque sé que lo usarás contra mí, te lo doy con liberalidad. Levántate, Ygrane. Levántate y acepta mi don: un solo recuerdo».

La reina se tambalea al levantarse, mareada, con una sensación de milagro y una inmensa hondura de decepción. La vieja Raglaw ha dicho que Ygrane debe retornar con un objeto del Furor a cambio de la piedra anciana… pero ¿un recuerdo? ¿Basta eso para obrar magia?

«Hace veinte años, antes de que trepase a la Rama del Cuervo de la que ahora desciendo, vi un unicornio». Se acaricia la barba, frotando la piedra perforada contra su turbulenta largura mientras recuerda. «¿Has visto uno alguna vez?».

Ella niega con la cabeza.

«Vienen del sol. Descienden aquí, al Gran Árbol, de vez en cuando. Sólo en rarísimas ocasiones los he visto más abajo, en las tierras raíz, donde descubrí a este. Hace veinte años. No es tanto. Habitualmente vagan por ahí cien o doscientos años antes de volver al otro lado del cielo y a la manada con la que galopan el viento solar».

El Furor extiende la piedra perforada hacia el rostro de Ygrane y una chispa verde salta del objeto a la frente de la mujer. Ve ella entonces el recuerdo: el punto radiante de energía extraterrestre trazando un lento camino sobre el pelaje del Dragón.

«Este recuerdo es el recuerdo de un dios», sentencia el Furor, guardando la piedra en el bolsillo de sus polainas de cuero. «No necesito decirte a ti, una reina-bruja, cuánto poder tiene semejante recuerdo en la mente de un ser inferior. El unicornio vendrá cuando tú lo llames. Y, ya lo verás, es un don a la altura de la piedra que me has dado».

El Furor se aleja caminando breñal abajo, hacia el bosque, camino del festival de Noche Ancestro. Los dioses se divertirán con la vieja piedra, bruñida de sueños humanos. Con esta energía de antaño como juego, habrá menos tiempo para burlas y conspiraciones contra él. Y luego, retornará al Hogar para un descanso. En unos pocos años, estará listo para descender a las tierras raíz, conquistar las Islas Occidentales y ganarse el largo trago del vino áureo de los sueños que Guarda le ofrecerá.

Lejos de allí, en el breñal herboso, Falon permanece con su rostro en el suelo hasta que la reina le pone la mano en el cabello y le ordena levantarse. Las facciones aterrorizadas de Ygrane simulan compostura. «Podemos esperar aquí hasta que la luna se ponga», dice con la voz densa de tragarse las lágrimas. Se arrastra sobre la hierba trémula hasta una roca acampanada que enmudece al viento. «Nos dormiremos entonces. Cuando despertemos, estaremos de vuelta en el círculo de las espadas».

Falon se sienta junto a ella, lo bastante cerca para el abrazo lloroso que siente venir. No dice nada, sólo contempla al rostro pecoso tornarse más y más infantil mientras el significado de lo ocurrido sedimenta en Ygrane. Llegan entonces las lágrimas; él la aprieta contra su pecho, abrazándola con firmeza, contento de poder ser al fin fuerte para ella.

«Le he fallado a nuestro pueblo», solloza la muchacha. «Otra vez… he fracasado».

«No, Hermana Mayor. Has ascendido al Árbol de la Tormenta. Has contemplado el rostro de un dios y aún vives. Y tienes su don».

«Habrá guerra».

«Lo sé».

La vasta luna toca la honda neblina violeta de las montañas, y su rostro accidentado es cobre en la larga luz de su ocaso. Ygrane se aparta y se enjuga las lágrimas con la manga del vestido. «No podemos resistir solos al Furor». No puede llegar a decir el resto: que los druidas tienen razón y que una alianza con los romanos es su única esperanza… y que por ello debe maridar a su señor de la guerra.

Falon sabe lo que piensa y no tiene manera de contradecirle. Es la reina. Por magia o matrimonio, ella es la salvación de su pueblo, que pone en ella y en los jefes su mirada para que lo protejan de los invasores llegados del mar y de los merodeadores de las tierras salvajes. De este destino, ni él, ni siquiera los dioses, pueden librarla.

«Está el unicornio», dice. «Es una criatura mágica. Y es tuyo». Ygrane calla mientras se sumerge en la miseria de su fracaso. El unicornio es para ella sólo un emblema, un signo de esta aventura fabulosa. No detendrá al Furor. No obstante, se recuerda ferozmente a sí misma lo que el dios ha predicho: que usaría contra él la bestia. Y lo hará. Mientras el sueño se insinúa en ella, decide que desafiará al Furor. Le hará desear haberla aceptado. Lo odiará de tal modo, que el dios llegará a desear haberla amado.

‡ ‡ ‡

Atezado por el sol y consumido, el peregrino sigue al unicornio por la faz de la tierra. Raramente se hurta la bestia a su mirada y nunca le permite aproximarse lo suficiente como para que utilice sus prodigiosas capacidades mágicas en la captura. Blanco y fluyente, silente y fluido como mercurio, el Ch’i-lin viaja hacia el oeste por las líneas de falla en la costra de la tierra. Pasta en tremedales de lodo burbujeante y reposa en las terrazas exteriores del planeta, donde la tierra escoriada de los conos volcánicos tiene tantos colores como el crepúsculo.

El peregrino es paciente como sólo los inmortales pueden serlo. Sin necesidad de comida o agua, sostenido por la amplia gracia del sol, posee todo el tiempo del mundo. Mientras evite la garra del Dragón, ningún mal puede sobrevenirle. Al final, capturará a ese unicornio de quijada fría. Su magia sigue desarrollándose mientras acumula más y más poder de la tierra, del Dragón, y se torna más diestro en el uso de su cuerpo de luz plasmática.

Sólo el sueño estorba al peregrino. Por la noche, sin el peso del sol para ancorarlo, se alza más y más alto en el Gran Árbol, hasta el límite desde donde aún puede ver la ígnea órbita y absorber fuerza de ella. A veces, vaga por el Árbol, explorando las ramas superiores mientras grandes seres de energía vienen y van… los dioses. Ni siquiera estos tienen poder sobre el inmortal, pues ellos mismos son entidades perecederas. Y, aunque no tan efímeros como los humanos, son no obstante fugitivos del tiempo.

El peregrino no tiene interés en los dioses, ni en nada terrestre. No hace ningún esfuerzo por contactarlos y ellos, por su parte, lo ignoran, si llegan a verlo siquiera, pequeña y elusiva onda como es. Él contempla sus cuerpos enormes alzarse y caer con el flujo y reflujo de las mareas del sol y la luna, rompiendo a través de la ionosfera en acuáticos rociones de fuego eléctrico, como ballenas en un mar ardiente.

La aurora tira de él hacia la tierra y la persecución del unicornio continúa de nuevo cada día. Fluyen interminables los días. El unicornio sigue lentamente hacia el oeste a través de las elevadas zonas periféricas y el peregrino va tras él, a veces uniéndose a las tropas montadas desplazadas por las guerras, a veces ligando su ondaforma a los animales migratorios que llevan su camino.

El unicornio necesita que el peregrino lo siga. Quiere completar la misión que le encomendaran los Señores del Fuego, esos seres más antiguos que el universo y que lo enviaron a librar al Dragón el segundo de sus cuernos. Pues en ese cuerno hay instrucciones para dirigir al Dragón en la construcción de la máquina cósmica que un día permitirá a los Señores del Fuego retornar a su morada, en las profundidades de las compactas dimensiones del espaciotiempo. El peregrino no es sino un vehículo. La información del cuerno la porta ahora él en su cuerpo energético. Y el unicornio debe hallar el modo de librar el peregrino al Dragón.

Una y otra vez, el unicornio intenta seducir al peregrino, atraerlo a lugares donde el Dragón pueda devorarlo. Pero este es cauteloso. A los ojos del unicornio, resulta una criatura peculiar, extraña en su silencio. De todo el resto de su especie, el unicornio oye un fino gorjeo de pensamientos: comunes apetitos, frecuencias de dolor y la música intoxicada de las plegarias. Pero de este, sólo silencio.

En ocasiones, el unicornio se detiene en el borde sulfuroso de un cráter o entre las flores azufradas del cono de un volcán y alza su larga cabeza hacia los cielos. Durante el día, el inmaculado azul parece una barrera impenetrable. El unicornio siente que nunca podrá culminar la misión encomendada por los Señores del Fuego. Este humano silencioso jamás caerá bajo la garra del Dragón y ambos vagarán sobre esta roca para siempre.

Por la noche, sin embargo, las estrellas lo llaman, el regular acorde argénteo que es el llano galáctico invita a la criatura a unirse a los otros de su especie. Añora la manada. Los lugares solitarios sedujeron una vez al unicornio. Y esa atracción lo apartó de los seres luminíferos de su estirpe para extraviarlo en este mundo húmedo y humoso.

Pero tiene ya bastante de este tórrido lugar. Quiere que el peregrino cumpla con su parte y se entregue al Dragón. Quiere la libertad que resultará de todo esto, el poder incrementado que los Señores del Fuego le han prometido y que ya destila en su cuerpo liviano. Ese poder asciende de las profundidades telúricas, del vasto tesoro del Dragón. El unicornio quiere volar con ese poder, irrumpir a través del azul inconsútil al otro lado del cielo, donde la fuerza es libertad. Y aunque podría partir en cualquier instante, no lo hará hasta que no haya cumplido su misión. Tal es la obstinada naturaleza del unicornio.

Mientras procura que el peregrino dé el paso fatal, el unicornio intenta comunicar con el Dragón para expresarle su gratitud por la fértil energía tomada de él. Varias veces, mientras realiza el esfuerzo, ha estado a punto de ser destruido. Pues el Dragón ansia matar al ladrón y recuperar el poder hurtado por el unicornio. Cuando la criatura solar lo llama con su voz misteriosa, inquietante y dulce, tenue como el perfume, el Dragón latiga. Sus garras brotan violentas a través de las líneas de falla en las placas de roca, despidiendo chorros de telúrico vapor sulfuroso y pavesas de roca ardiente que se pierden centelleando en el cielo.

Frustrado su intento de comulgar con la bestia terrestre, el unicornio se dispone a dejar rastros de su paso entre las calderas y fumarolas del terreno volcánico que cubre sólo ligeramente el interior vital del Dragón. Uno o dos golpes de su cuerno contra las rocas de lava hacen desprenderse finas desconchaduras de marfil que se funden con el calor de la tierra y se filtran hacia el sentir del Dragón. Este es el don del unicornio. Las obleas de su cuerno son, de hecho, piezas de su antena y contienen impresiones realizadas en ella por los Señores del Fuego, cuando le insertaron el segundo de sus cuernos.

El Dragón no está satisfecho con estas virutas de un orden extraño. Quiere otra vez su poder, y más aun, la misma vida del unicornio. Quiere poder para sus cantoensueños. Violento fustiga hacia lo alto, contra la concha, cuando el unicornio se acerca a una fisura, intentando hacerlo caer y devorarlo. Pero el unicornio es ligero como cellisca y desaparece en cuanto percibe las ondas magnéticas que preceden a los temblores. Todo lo que queda son las raspaduras de su cuerno, delicadas simetrías cristalinas que se transforman al instante en sutilísimas radiaciones, apenas audibles en los ruidosos campos energéticos del Dragón.

Sólo poco a poco llega el Dragón a comprender que el unicornio está tendiendo su añagaza al Parásito Azul, ese conflictivo microorganismo que ha succionado su fuerza vital durante más de un siglo. El unicornio conduce repetidamente al parásito a lugares donde queda casi al alcance de los golpes de la bestia ctónica. Como siempre, el Parásito Azul apenas se entretiene un momento a esa distancia. Visos zafiro de inmensa energía llegan justo hasta el radio de sus golpes para retirarse de inmediato como el lamido de una llama.

El Dragón bulle de rabia, pero espacia sus ataques. Con una velada mirada de apreciación, contempla los movimientos del unicornio y el Parásito Azul, buscando hábitos, debilidades. Escucha los rápidos y breves rayos de música que emiten las raspaduras del unicornio. Escucha el tenso silencio que los sigue y se pregunta qué alianza sería posible con esta criatura del vacío. Se lo pregunta y vigila desde allí donde el mundo arde.

El unicornio retrocede danzando e invita al peregrino a acercarse al lago hirviente donde lo espera. El lago, perfectamente redondo, es un ojo del Dragón y el peregrino llega sólo hasta el césped que cubre la plataforma granítica sobre los cenagales y el lago. Se alza contra el viento elemental que sopla desde las aguas ágata, inspira los olores de la bruma y el ocaso, y estudia con fijeza la única belleza que aún reconoce.

El corcel celestial caracolea como pálido fuego; lustroso como un tritón, sus músculos satén serpentean bajo la piel aterciopelada, sus ojos verdes son dos perversas llamas oblicuas y sus piernas, ágiles y repentinas como púas de relámpago. Tan fijamente lo observa el peregrino que la figura de su cuerpo se reforma abandonando su serena radiación y condensándose en el recuerdo de su disfraz mortal. El deseo palpita en él.

A la orilla del lago, hombres grandes cubiertos por capas informes bañan sus caballos, bestias pesadas y anquiboyunas. Carros caravaneros y tiendas redondas ocupan el césped azul sobre el agua crepuscular y anaranjada, bajo la masiva muralla del bosque. Los viajeros de la riba no ven al unicornio, pero perciben al extraño peregrino.

Varios de ellos caminan hacia el pequeño hombre, creyéndolo al principio sólo un niño. Los largos bordones que portan se alzan defensivos cuando, cerca ya, reconocen en la figura a un hombre en nada parecido a cualquiera visto antes. Su pelo, largo, lacio y sable, está atado con raros nudos protuberantes en su redonda cabeza. Un rostro cobrizo con dos incisiones por ojos y unos ralos mechones en el mentón definen un semblante irreconocible para los viajeros, que, sin embargo, es lo bastante benigno como para no hacerlos huir.

«¡Salve, extranjero!», clama uno de los viandantes, y su voz nasal hiere el ensueño del peregrino.

El alquimista parpadea, y la estupenda gracia del deseo y su contención se desvanece. Por un momento, le sorprende hallarse de nuevo en su forma mortal y se inclina reflexivamente ante los extraños. Visten capas amorfas de ropa incolora y gorras que cuelgan desvaídas hacia un lado. Sus rostros quijarudos y su palor cadavérico le intrigan, y opta por no desaparecer de golpe como hiciera en el pasado al verse sorprendido por hombres o animales en sus ensueños.

«¿Quién eres, amigo?».

Por un instante, el peregrino flota desorientado en la estela de su pasión y las palabras extranjeras —Qui esne?— le suenan como su lengua nativa: «Ni lei ma?», «¿Estás cansado?».

«Bu leí», responde él antes de darse cuenta.

«¿Bleys?», preguntan los viajeros… y “Bleys” es lo que a sí mismos se responden, compartiendo entre ellos el nombre y sin que ninguno llegue a reconocerlo.

«Bleys… ¿tú persa?».

Él se inclina de nuevo, deliberada y concienzudamente esta vez, y observa que su aparición viste un largo ropaje negro con un brocado carmesí que figura las garras del Dragón. Para él esto es una expresión clara de la cercanía de la bestia, a la que el unicornio lo estaba conduciendo directamente con su ardiente hermosura, fría como luz de luna.

El peregrino se retrae. Su imagen fluctúa en el violeta del crepúsculo un instante, como reflejo en el agua, y desaparece en el aire vacío. Los viajeros barritan su sorpresa y se escurren hacia el campamento con demente carrera.

Algo más arriba de la ladera herbosa, el peregrino pausa ante una muralla de granito que brota del suelo arcilloso. Su forma física rehíla como fuego fatuo cuando recorre, con el filo de la uña del pulgar, la roca. Al destello de su presencia fantasmal, la piedra le resulta suave y se rinde fácilmente a sus trazos precisos. Mientras escribe, pronuncia en voz alta “Bleys”, complacido con su sonido foráneo. Este, decide, será su nuevo nombre en esta tierra extranjera adonde el unicornio lo ha guiado en su camino al cielo.

Una vez su acto concluido, Bleys se aparta de la muralla granítica y se desangra en el crepúsculo como una mancha de tenues colores vinosos. Las cuatro palabras que ha escarabajeado en la piedra rutilan brevemente con astrales etincelas para oscurecerse luego en las cicatrices rocosas de una inscripción, una declaración del propósito del peregrino: dejar esta tierra y volar a un mundo más verdadero. Ese viaje empieza aquí, en el país de las puestas de sol.