Ygrane

Las ramas heladas de los árboles tintinean como el cristal en el aire cero. Bleys no siente el frío, no deja huella en las estriadas capas de nieve. El unicornio lo espera al otro lado del claro, casi invisible a la luz furiosa que se refleja desde la blanca hondonada del calvijar. Permanece quieto, vuelto hacia atrás, junto a un caballón de nieve en el que, visto desde más cerca, Bleys reconoce el cuerpo abatido de Lailokén.

Bleys duda, se pregunta qué truco es este. Luna tras luna ha seguido al unicornio por estas tierras altas y ni siquiera ha llegado a vislumbrar a Lailokén desde que el fantasma del demonio se desvaneció, en verano. Se aproxima con cautela, temiendo que el Dragón lo aceche allí mismo.

Lailokén parece un espectro. Está envuelto en pieles carambanadas y erizadas de hielo; su piel es de un gris casi incoloro; el pelo y la barba blancos parecen meros matices del banco níveo donde yace. Su rostro tiene el aspecto de una máscara, con los bigotes, la nariz y las cejas escarchadas.

Está moribundo, comprende Bleys. Vivo aún sólo porque el unicornio lo mantiene contra el frío mordiente. El filamento de poder violeta del demonio riela, preparado ya para librarse de esta carcasa congelada.

Tras asegurarse varias veces de que el claro no se halla sobre una fisura en la costra terrestre a través de la cual pueda atraparlo el Dragón, Bleys avanza. Solidifica su ondaforma asumiendo su figura física familiar, pero decide vestir esta vez ropas invernales para no asustar al demonio en su primer encuentro. Además, concentra parte de su poder en la forma de una gema: un rubí oscuro como sangre que se coloca en la cabeza, en la cima de un gorro redondo. Con este, puede transferir fuerza lenta pero firmemente al hombre endeble, en caso de que el demonio esté demasiado débil para un influjo de poder por contacto directo.

El aire inmaculado se serena como los astros en torno a Bleys cuando penetra en el calvero. La nieve se quiebra bajo sus botas de piel. Procede despacio, pausando no sólo para prevenir la presencia del Dragón, sino para hacerse ver por Lailokén y el unicornio. Lo necesitan. El Ch’i-lin no lo habría traído hasta aquí de otro modo. Ni gastaría energía en derretir la nieve alrededor de esta extraordinaria entidad, como hace ahora mientras el alquimista se acerca. Lo necesita para mantener con vida a este siervo de los Señores del Fuego y tal acto le confirma a Bleys que su presa es un aliado de los ángeles.

La fuerza requerida para cuajar esta forma física deja poca energía para la comunicación directa, telepática. Bleys deberá servirse de la lengua bárbara lo mejor que sepa. De hecho, lo prefiere porque así podrá evitar un contacto demasiado íntimo con la mente del demonio. No puede ni imaginar qué peligros abismales acechan en ella. Mantener una respetuosa distancia de este ser cósmico parece lo más prudente, y busca dentro de sí las palabras extranjeras que necesitará para hacerse entender.

‡ ‡ ‡

En la roja alborada, desperté para hallarme al abrigo del unicornio, con mis heridas plenamente curadas. La nieve se había fundido alrededor dejando un círculo amplio y perfecto, y la húmeda hierba arcillosa olía a primavera. La mañana era calma y clara, y podía ver en el campo nivoso el rastro violento de los lobos que me habían atacado la noche pasada. Allí de pie, en la sombra azul de un hondo y seco banco de nieve que el primer golpe de viento se llevaría, había un hombre pequeño y flaco. Vestía una chaqueta negra acolchada, orlada de carmesí, con un cuello duro ajustado a su garganta escuálida y que le rozaba el blando mentón, del que colgaban tenues, largos mechones blancos.

El unicornio se levantó y su resuello olía como el mar. Su eléctrica proximidad disminuyó y me senté para verlo caminar suavemente hasta la nieve y partir al galope bajo la roja oriflama de la aurora. Al irse, retornó mi locura, los alaridos asesinados, el inextinguible dolor, y aquel aullido demasiado grande para poder surgir de mi garganta estrangulada.

Me volví hacia el extraño, enfurecido por su intrusión, y él se acercó a mí. A medida que se aproximaba, noté el color canela de su complexión y los crecientes invertidos de sus ojos diminutos. Sin duda, venía de la lejana Cathay. No había visto un asiático de pura raza desde que mis cohortes y yo expandimos terror y anarquía en el Reino Medio durante el infame periodo de los Estados Beligerantes, un millar de años atrás.

El extraño, cruzados los brazos bajo las mangas, se inclinó y columbré un rubí en la cimera plana de su gorro negro y redondo. Y me sorprendí de que un hombre de apariencia tan frágil hubiera sobrevivido a un viaje tan largo desde su tierra con gema semejante a la vista. Pero en aquel entonces, por supuesto, sabía mejor que nadie que las apariencias no son siempre lo que aparentan.

«Tú me llama Bleys», se presentó el extraño con su peculiar jerga latina. «Yo siendo un errante de un país lejos».

«Han, diría yo», respondí esforzándome con ahínco en impedir que el grumo de mi locura estallase en voz. «Del Reino Medio, lejos al oriente de aquí. Pero Bleys no es un nombre de Han, ¿verdad?».

Bleys se mostró levemente sorprendido. «Um-hum, verdad, verdad. Yo tomo un nombre en Cathay, un nombre en Galia. Nombre Cathay, Yeu Wei. Nombre Galia, Bleys». Tornó a inclinarse como en reconocimiento de mi perspicacia. Luego, con las rendijas de sus ojos bajas, dijo: «Lamento debo preguntar un tipo tan anciano y noble como tú… pero debe preguntar ¿cómo conoces el Han?».

Mi locura macizó mi lengua. «Mi historia es demasiado larga», articulé.

«Este, hombre paciente», replicó Bleys. «Ah, pero no, no puede hablar. Tú malo, ¿hah? Cansado mucho para charla, ¿hah? Quizás este uno puede ayudar. Este uno mucho ayuda para enfermo y cansado. En Cathay antes, este puede ayuda mucho enfermo y mucho cansado».

Lo rechacé con un gesto débil y, luego, incapaz de contener mi insania un instante más, empecé con mi retórica habitual: «¡Voces carmesí! Las voces de los muertos gritan a través de mí a la solitaria Dios. Y, os aviso, ¡Ella llora también! Voces carmesí derraman su sangre a través de mí y la sangre abandona la vida. ¡Nyah! ¡Nyah!». Comencé a chirriar mientras el frío me penetraba más y más, y las palabras se tornaban quebradizas, se rompían en meros sonidos.

El ámbar del rostro de Bleys pareció volverse de pronto más brillante. «Loca cabeza, ¿hah? Loca lengua, ¿hah?», dijo con una amplia sonrisa que revelaba pequeños dientes perlados. «Este puede prueba mejor. Loca cabeza por lo que este mira-ve y aprende, aprende, ¡aprende! ¿Entiende? No, ¿hah? No importa. Este uno usó loca cabeza. No problema. Aquí, este uno hace rápida ayuda para ti, viejo hermano».

Bleys penetró en el círculo de hierba húmeda, me puso sus manos huesudas en la cabeza y con sus duros pulgares presionó las comisuras de mis ojos. Sentí como si un espejo se rompiese entre mis orejas, un millar de fragmentos de sol que tajasen las voces en mi interior y dejasen sólo silencio.

«¡Hah!», exultó Bleys. «Esto más mejor».

Me senté apoyado sobre los codos en la hierba aguanosa y miré hacia arriba, las nubes arreboladas y el silencio del invierno. Silencio… ¡por primera vez en años! Solté incrédulas carcajadas. «¡Has roto la maldición del Furor! En el nombre de Dios… ¿cómo?».

Bleys se encogió de hombros y plegó los brazos sobre su cuerpo. «No gran cosa».

«Pero ¿cómo?», inquirí. No podía imaginar qué tipo de mágica entidad era esta persona… ¿Un carroñero disfrazado, quizás?

«Cierta historia larga, también. Pero primero, mayor hermano dice historia», ordenó antes de sentarse.

Así que se la conté. Mientras el sol se encaramaba a la cresta del bosque circundante, escuchó con avidez; y durante todo ese tiempo, a pesar del viento del alba que hacía crujir las ramas nevadas y de los bancos de nieve que reptaban por el campo abierto hasta los árboles, el frío no llegó a tocarnos. Cuando hube terminado, el vagabundo chino dio una palmada, con fuerza.

«¡Un demonio!», delató su dicha. «¡Ha, ha! ¡Este uno sabe! Te oído hablar. Yo bien mirado ya y este uno sabe tú no ordinario vulgar. No ordinario vulgar duerme junto Ch’i-lin. Deja este te dice: ciertos años este uno cansa de cazar esa criatura. Cansa de cazar por medio mundo. Donde puedo encuentra Ch’i-lin, este uno va… pero nunca cerca bastante».

«¿Ch’i-lin?», pregunté burlón. «Querrás decir el unicornio. Dime, pues, ¿qué te empuja a perseguirlo?».

«Este uno estudia mucho. Estudia… al-qui-mia».

«Alquimia», repetí. «¿Conoces la alquimia?».

Asintió vigorosamente. «Conozco mucho alquimia. Logro inmortal… más mejor camino al cielo. Sí. Demonios no saben qué alquimia. Ángeles saben, Lailokén. Pero ángeles van no. Quedan aquí. Aquí quedan, trabajan sí y sí para más mejor…». Buscó la palabra adecuada.

«Salvación», dije. «Eso es cierto, los ángeles laboran para la salvación de todos y cada uno de nosotros».

«Sí, sí. Sal-va-ción. Ángeles número uno. Mucho iluminados… bodhisattvas. ¿Comprende?».

«Bodhisattvas… sí, aprendí acerca de ellos en la India: los que quieren salvarnos a todos antes de salvarse a sí mismos».

«Sí, sí. Pero este uno no bodhisattva», dijo Bleys tocándose el pecho con el dedo. «Este uno sabe mucho alquimia. Ya encuentra camino a cielo inmortal. Este uno puede ir». Me observó penetrantemente en espera de mi reacción.

«¿Puedes hacerlo?», inquirí, creyendo ya que este hombre extraño y afable que había roto la maldición del Furor podía hacer cualquier cosa.

«Sí. Este uno puede montar Ch’i-lin… uni-cor-nio tú dice. Montar unicornio para viajo a cielo».

«El unicornio te llevará al cielo, si lo capturas. ¿Es eso, Bleys?».

«Ey, mucho corre. Muchos miedo viaje. Este uno no miedo. Este uno caza unicornio como cuando joven. Caza Ch’i-lin, muchos años en altas grandes montañas, al oeste de hogar, al este de esto. Allí Ch’i-lin viene visita. Ch’i-lin tiene dos cuernos. Este uno corta un cuerno, hace bebida para magia alquimia. Magia bebida cambia el cuerpo…». Golpeó su angosto pecho. «Alquimia magia cambia cuerpo no puro en oro. ¿Sí? No oro moneda. Viento-oro. ¿Sí?». Golpeó su flaco pecho otra vez. «Cuerpo oro. No muerte. No enfermo. No hambre».

Lentamente, empecé a entender lo que quería decir: había usado el cuerno del Ch’i-lin para transformarse en oro astral, inmutable, incorruptible, e insubstancial… ¡un cuerpo de luz! «El elixir del cuerno te ha hecho inmortal, ¿cierto, maestro Bleys?». Pregunté, examinando si su forma parecía de algún modo insubstancial.

«Sí, sí. In-mor-tal. Sí, sí. No muerte para este uno. Ey, pero este uno no maestro para ti. Maestro para ninguno este uno».

Mi pecho se infló de risa. «No eres maestro de nadie excepto de ti mismo, ¿eh?», le sonreí malévolo. «Si lo que dices es cierto, Bleys, tú eres el maestro de todo demonio o mortal que busque el camino al cielo».

El diminuto alquimista sacudió la cabeza. «No, no, Lailokén. Este uno no bodhisattva. No puede salva nadie. Salva este uno. Sólo este uno. No avaro, sólo muy pequeño, muy cansado para salva a todos. No puede salva mundo. Ángeles para eso, y este uno sólo uno hombre… pero eso. Este uno hombre, no tipo insecto, no tipo planta, no tipo roca. Uno hombre y mucho trabaja para caza a Ch’i-lin, hace inmortal. ¿Ves? Ayuda ángeles… hace uno menos trabaja ellos».

«Y así, ¿persigues el unicornio por su cuerno?», pregunté. «¿Para hacer tu elixir?».

Cintilaron las hendijas de sus ojos, negras como pedazos de noche mallados de estrellas y sin muestra de blanco. «Largo tiempo hago y bebe e-lixir. Este cuerpo puro oro-magia… cuerpo de luz».

«De modo que lo que veo ante mí… este cuerpo de luz… ¿no puede ser perturbado por el tiempo y los elementos?». Alargué una mano para tocarlo y, como él no pusiera objeción, presioné su pecho con las costrosas, despellejadas yemas de mis dedos. Su esternón era sólido y sus manos habían dejado ya sentir su solidez sobre mi rostro cuando rompió el encantamiento del Furor.

Desató una chirriante carcajada. «Tú ve este uno con ojos de demonio, mayor hermano. Otro gente no ve este uno».

«Y el unicornio… ¿por qué huye de ti?».

«Porque este uno quita cuerno Ch’i-lin, quita para hace alquimia magia. Así, Ch’i-lin corre oeste, y este uno corre detrás. Hoy viene más cerca que nunca. Si mayor hermano ayuda este uno, sí, quizás este uno caza Ch’i-lin, salta lomo y monta camino cielo». Se inclinó sobre mí, centelleantes sus ojos negros y astutamente fruncida la carne que los rodeaba, como si estuviera en su poder dictarle nuevos términos al mismo destino. «Mayor hermano ayuda a este uno y monta con Bleys, monta camino cielo».

«Pero mi carne es mortal», le recordé con tristeza. «Yo no he bebido del elixir de la inmutabilidad».

«Ey, mayor hermano no necesite e-li-xir de cuerna», me aseguró, y sus ojos desaparecieron virtualmente en los pliegues carnosos de su alborozo. «Mayor hermano no hombre. Tú uno demonio, ¿sí?».

«Pero mi cuerpo es el de un hombre».

El gorjeo de su risa trotó a través del campo nevado para retornar del bosque como eco de pájaros. «Lailokén, uno tiempo largo tú piensa tiene cuerpo de hombre. No, no. Lailokén, tú uno demonio. Poder demonio no viene aún, pero poder no marchado. Poder demonio aún contigo… pero tú debe aprende cuerpo de hombre, tú aprende cómo hacer rápido tu poder demonio. Cuando tú aprende este uno cuerpo, tú hace trabajo demonio como antes. Entonces, tú monta uni-cor-nio camino de cielo».

«¿Así lo crees?», inquirí con sorpresa. «Dime entonces, ¿cómo liberaré mis poderes demónicos?».

«Aprende este uno cuerpo». Con su dedo, trazó una línea delante de mi figura desde los genitales hasta la cima de mi cabeza. «Este camino fuerte arriba de cuerpo, mismo para todos los cuerpos. Este uno puede aprende a ti este camino fuerte. Pero mayor hermano me da promesa grande: al poco tú aprende camino fuerte, tú hace fuerte. Fuerte como demonio en cuerpo de hombre. Entonces, al poco tú ayuda a este uno a caza uni-cor-nio. ¿Sí?».

El impacto de estas palabras sigue siendo indescriptible para mí. ¡Aprender a usar mis poderes demónicos como ser humano! ¿Era posible? «Ayúdame», imploré alzando mis sucios y amoratados brazos suplicantes, «y no dejaré de ayudarte. Tienes la palabra de Lailokén».

«Bien, bien», decretó y procedió a levantarse. Tras él, una masa de nubes que encapotaba los bosques del horizonte resplandeció dorada como un nimbo y yo supe, no importaban sus protestas, que había hallado a mi maestro.

‡ ‡ ‡

Desde su escondite entre los árboles nivosos, el unicornio contempla a Bleys y a Lailokén renquear juntos a través del campo helado como dos retorcidos ancianos. Luz de gema tachona el espacio que los envuelve y deslumbra los ojos verdes de la cornada criatura. Torna su vista hacia las alcobas azul-hielo del bosque esperando hallar a los Señores del Fuego. Qué complacidos estarán de que haya conducido a Bleys hasta el demonio visitador y le haya salvado la vida. Sin duda, tal es la razón de que el ángel confrontase al unicornio en la foresta meses atrás, cuando este quiso huir del espectro de Lailokén. El recuerdo del cantoensueño del Dragón elevándose de la tierra a las estrellas lo acosa aún con añoranza por las esplendorosas praderas del sol. Y sin embargo, los radiantes no se han mostrado desde entonces ni una sola vez.

Se levanta un viento límpido y gélido, y a través del calvijar lanza motas centelleantes contra la pared del bosque, donde ramas hirsutas de nieve danzan y crujen. Los dos hombres se agachan allí, bajo los halos blanco-fuego, para recoger leña menuda. Estos seres extraños asustan al unicornio. Desea más que nunca cumplir su cometido y librar Bleys al Dragón. Pero ahora, con el demonio visitador como aliado, el Parásito Azul tiene ventaja y el unicornio teme que Lailokén ayude al alquimista en su cacería.

El unicornio vaga por el laberinto montuoso de árboles en busca de los Señores del Fuego. Los días siguientes, observa desde prudente distancia el tosco refugio que Bleys y Lailokén construyen en una espesura de alisos, bajo la fronda donde rompe el viento. Los observa acurrucarse en esa choza de hielo para pasar la estación, o compartir magia y conocimiento ante un fuego al aire libre que brilla como un ojo rojo y protervo en la pálida, trasnochada faz de aquellas soledades.

Entonces, llega el grito: una llamada reverberante, vasta como el trueno, insistente como el bramar del océano, que rueda por el nivoso horizonte pero a la vez hala desde dentro, como la savia retraída por el toque del invierno. La misteriosa llamada tironea del animal y este no puede sino responder. Arrancado como por una soga del lugar del fuego, fluye hacia el oeste.

No es esta la invocación de los ángeles, lo sabe de inmediato. El tirón de esta subcorriente es demasiado frío, como el reflujo de una marea ártica que, seduciéndolo, lo arrastrase a las profundidades del invierno. El único escape posible es hacia arriba. Debe dejar la piel del Dragón totalmente. Debe dejar la Tierra de un salto y retornar a los campos del sol. Tal es la única forma de romper este lazo misterioso que lo ata al cielo del ocaso. Quién lo llama, pues, es algo que desconoce. Pero lo que sabe muy bien es que, si deja la Tierra para huir de esta llamada, no retornará. El amor de la manada será demasiado fuerte después de tanto tiempo lejos; demasiado familiar y entrañable para volver a este solitario y pavoroso lugar, no importa su lealtad a los Señores del Fuego.

Y así, el unicornio viaja hacia el oeste, la cabeza alta, como si lo hiciera por propia voluntad. Ha de ver quién lo ha encadenado de este modo y por qué. Si fuera necesario, siempre podría abandonar de un salto al Dragón y dejar que los Señores del Fuego continuasen solos su guerra contra los Habitantes Oscuros. Su miedo cede y, calmosamente ahora, desciende los peldaños ebúrneos del horizonte a través del vaho inebriante del crepúsculo, hacia el rojo herido de occidente.

‡ ‡ ‡

¿Podéis oírme aún? En mi locura, pensaba que lo hacíais. El futuro pende como una fúlgida hoja verde del tallo que es el presente, con sus raíces hundidas en el pasado. Yo puedo veros aún, incluso con mayor claridad, ahora que mi dolor se ha apaciguado.

Con mi curación todo se transformó. Todo cambió de una forma prodigiosa e inesperada. Aprendí de Bleys que mi cuerpo no era la prisión física que yo creía. No era una prisión en absoluto sino, más bien, lo que el alquimista Han llamaba la Puerta al “Reino de la Voluntad”; la Puerta a la Voluntad… siete puertas, para ser preciso, y cada puerta que abrimos es una nueva forma de libertad, una senda de ballena en el océano de energía que colma la enormidad del vacío.

Esas siete puertas fueron mi pasaje a la magia, al abrirse cada una de ellas a la revelación. No lastraré este relato con una larga descripción de cada puerta pero sí diré algo pues, como os he confesado, su apertura es lo que hizo de mí un mago.

Los genitales, por supuesto, fueron mi primera puerta: un infierno de hambre, miedo, odio y contienda se disuelve en la luz y el bien y la verdad y el amor de una mujer, una mujer deliciosa, la más deliciosa de todas las mujeres, esa a la que los hombres llaman su alma.

Ah, pero estoy hablando sin sentido, ¿no es así? La vuestra es una era poco acostumbrada a pensar en alegorías. Mas ¿cómo explicar la experiencia de las siete puertas, si no?

Si un hombre abriese solo la primera puerta, se hallaría de pronto en la ribera fragante de una misteriosa y remota soledad que no es sino este mismo mundo alrededor pero desnudo del delirio del deseo, el mundo real donde decisión y azar se encuentran.

Fijaos bien, no he dicho desnudo del deseo, sino del delirio del deseo. Cuando un hombre domina sus genitales, cesa el delirio, cesa su triste voracidad, su bregar demente. De repente entonces, descubre belleza en las cosas más simples, y el deseo encuentra su verdadera talla en beber un vaso de agua clara o en la inmensidad de una puesta de sol o en el mero acto de arreglarse las uñas.

Pasé todo aquel invierno debatiéndome con los nudos y marañas de energía que colgaban entre mis piernas. Sin la instrucción de Bleys, me habría contentado con ignorar aquella parte durmiente de mí mismo y seguir siendo el anciano que yo era. Pero, una vez abatida mi locura y con la insistencia de mi maestro en que comiera y atendiera mi salud adecuadamente, para gran sorpresa mía, descubrí que rejuvenecía y me hacía más fuerte cada día que pasaba. Desde luego, era una cuestión de tiempo el que los mismos apetitos que había usado como íncubo me usaran a mí.

«Si tú gusta va camino cielo conmigo», declaró Bleys, «tú debe abrir primero todas siete puertas. Tú abre toda siete puertas, necesita mucha magia. No preocupa. Lailokén puede hacerlo. Mucha magia dentro cuerpo Óptima hace. Halla camino cielo por todas siete puertas».

Porque el cielo era todo lo que yo había ansiado desde que fuera arrojado al vacío, me concentré con vigor en las disciplinas de Bleys. Aprendí a controlar la respiración y a enfocar los remolinos sutiles del aliento en las zonas más profundas del cuerpo, en las ardientes honduras genitales donde aquellos se enfrían y, simultáneamente, intensifican los fuegos acumulados allí.

Las hojas acariciaron la estrella más baja y las montañas portaron flores en el pelo antes de que aquella deliciosa mujer me dijese sus primeras palabras. «Es bueno vivir», oí a mi alma exclamar cuando ella encontró su voz. Y en verdad lo era. Bleys y yo habíamos construido una humilde pero efectiva cabaña en los bosques altos, cerca de las hayas rojas donde mi madre yacía enterrada. Bajo lluvias suaves, contemplábamos al unicornio cuando visitaba la tumba al crepúsculo y trabajábamos sin descanso en la apertura del resto de las puertas de mi cuerpo. Y todo el tiempo, yo disfrutaba la simple y asombrosa hermosura de la primavera de los bosques de Cos.

Una vez abierto el primer portal, los tres siguientes me rindieron a su turno sus secretos y, mucho después, los tres últimos. Algo nada fácil, por cierto, pero esta historia no trata de mi preparación sino de lo que ocurrió mientras tanto… y estoy llegando a ello por fin.

La primavera desembocó en verano, y el verde del país se rompió en otoño con la hemorragia de sus colores fabulosos. El invierno volvió otra vez con sus nervaduras de plata y el viento del norte por lamento, y luego la primavera otra vez. La vida con Bleys era lo más parecido posible a la vida solo, pues, aparte de los pocos minutos al día que pasaba enseñándome, el resto del tiempo se retraía en sí mismo. Desde la cabaña en el árbol, lo veía acechar entre la maleza, en quietud meditativa, contemplando una falange de hormigas o el garabateo del viento en las hojas mientras esperaba al unicornio.

El unicornio lo recordaba claramente de su tiempo como Ch’i-lin. Venía a nuestra fronda más a menudo de lo que lo hiciera cuando mi madre vivía. Le gustaba caminar directo hacia Bleys, como si no lo percibiese, provocándolo una y otra vez a saltar de su quietud sólo para dejarlo allí, aferrando el vacío, mientras él huía con pasmosa habilidad. Desde luego, no había olvidado que Bleys era quien le arrancó su otro cuerno.

Yo hacía lo que podía para intentar que el unicornio se acercase. Mi inmensa gratitud hacia el alquimista por haberme curado de la locura, por enseñarme el camino para abrir las puertas de mi cuerpo y liberar mis poderes demónicos era tal que casi no me habría importado que hubiese capturado el unicornio y volado con él al cielo dejándome solo otra vez. Pero mis esfuerzos eran vanos: al percibir mi asociación con Bleys, el unicornio me evitaba tanto como a mi maestro.

Ved, yo había cambiado. Cuanto más aprendía acerca de los centros de poder de mi cuerpo, mayor era mi influencia en el mundo alrededor. Con la apertura de mi segunda puerta, la puerta bajo mi ombligo, energía eléctrica empezó a fluir en ascenso a través de mí y yo adquirí de nuevo la fuerza voltaica necesaria para afectar, aunque aún en escasa medida, el despertar del viento y el movimiento de las nubes.

Más tarde, con la apertura de la tercera, la puerta bajo mi esternón, aquel poder eléctrico cargó mis músculos de una fuerza inhumana. Podía mover peñascos y desarraigar árboles, siempre que mantuviera el portal abierto. Se cerró una vez, mientras alzaba un roble arrancado, y el abrupto tirón de la gravedad sacó mis hombros de sus junturas. El dolor me dejó insensible. Por fortuna, el toque mágico de Bleys reparó los tejidos y ligamentos desgarrados en sólo unos pocos días, en lugar de los meses que de otro modo habrían sido necesarios.

Los disparates con mis recuperadas facultades hicieron desaparecer al unicornio. Los dos años que me llevara abrir las tres primeras puertas habían sido los más mágicos y luminosos de mi existencia mortal tras la muerte de Óptima, y me entristeció aquel día de primavera en que debimos dejar nuestra cabaña en el árbol, tachonada de hongos ya, para seguir al unicornio. Pero Bleys, siempre el pragmático, se sirvió de aquella contingencia para ayudarme a abrir la cuarta puerta, el centro del corazón.

El poder eléctrico irradia en líneas de fuerza consciente desde esa puerta. Pude sentir la hondura del mundo cuando al fin se abrió… y fui sentido. Los pájaros aleteaban a través de mi sombra y se posaban en mis hombros. Las mariposas me nimbaban. Y las moscas también, hasta que aprendí a enfocar la fuerza que de mí se vertía en el entorno.

Cuando supe cómo dirigir el flujo de las energías del corazón, pude trazar mi camino hasta todas las criaturas que me rodeaban. Y hasta las cosas también. Bleys disfrutaba escondiendo el rubí de su gorro en lugares secretos: en el interior de una colmena o bajo las piedras del río… hasta que me volví lo bastante diestro para descubrirlo antes de ser salvajemente picado o de empaparme. Pero entonces, me hice hábil también en seguir al elusivo unicornio. Podía sentir su vibración magnética en mi seno, colmando mis pulmones con su fragancia celeste. Una y otra vez, su presencia de ensueño me brizaba hasta el trance y Bleys debía despertarme con un cachete. Qué rudo dolor cada despertar, librado de golpe de aquel rapto imperecedero. Penetré en mi maestro con el flujo de mi corazón y sentí su sagrada impaciencia. Las minúsculas molestias de viajar de paso en paso lo hostigaban burlonas como duendes. Pero, a mayor profundidad aun, experimenté en él algo distinto de tales humores, algo similar a la inmensa tina del cielo con su caldo de energías climáticas cuajando, bullendo, emulsionando, llenas de sombras y luces… y, sin embargo, todo ello contenido en una pureza de simple vacuidad.

‡ ‡ ‡

Tintagel, avanzada la mañana, resplandece como labrado en marfil. Sus legendarios chapiteles y murallas almenadas flotan entre arcos iris de rociones marinos. La espuma de los cachones que revientan en las rocas del acantilado asciende como tenues plumas y el unicornio emerge de la boira salina como enjabonado de nieve. Desciende del cielo para posarse silenciosamente en un aéreo jardín, una torre roma cubierta de arcilla hasta cuya cima conduce un camino espiral.

En el centro de este jardín que el invierno amortaja, el sendero se curva para hallar un peñasco plano de roca azul. Ygrane, una mujer de veintidós inviernos, se alza sobre él vestida de un blanco atavío que llena la brisa del mar. Sus trenzas resplandecen como canela a la intensa luz del sol y sus manos anilladas de plata cintilan con transparentes energías… el lazo que el Furor le dio en posesión hace ahora casi nueve años.

Silente, el unicornio apezuña con sus cascos opalinos la losa del extremo del camino espiral. Sus ojos largos portan la misma luz esmeralda que la reina celta. Observándola sin parpadear, el corcel de frente angulosa avanza por el camino de piedra con paso majestuoso, alzando el cuerno, tironeando del lazo magnético de la reina bruja para demostrar que puede liberarse de él si quiere.

Ygrane mantiene la tensión, e incluso osa tirar más fuerte. Ha llamado al unicornio durante casi una década, con la magia que el Furor le otorgó en el Gran Árbol. Cada vez que visita Tintagel, obra esta magia, nutriendo pacientemente la llamada con su fuerza vital, sintiendo que la conexión se establece, que se crea el contacto, y se tensa. Cientos de veces se ha alzado aquí llamando al unicornio, atrayéndolo a través de los años.

Ahora que la mágica entidad emerge a su mirada, el tiempo se acelera extrañamente. Las nubes en lo alto se desgarran y el sol rueda hacia su refugio meridional, mientras el unicornio completa la espiral del sendero. Cuando se detiene ante la reina con sus ollares exhalando un aliento estival como la fragancia del heno, el mundo desemboca lento en el ocaso. Los verdes y amarillos del crepúsculo rayan el cielo, y se reflejan en el lustroso terciopelo del animal.

En ese primer instante, largo como un día entero, todo el propósito y la historia de la joven reina fluyen a través del unicornio. Pero este no tiene en ellos el mínimo interés. Su mente penetra más aun en el animal humano que lo ha convocado. Ve a través de la cripta de muñecas que son los pensamientos de Ygrane y encuentra, en la cara oscura de su alma, los dioses vivientes que le dan el poder.

Son los Síd, los mismos viejos dioses que sirvieron a la Madre antes que a los jefes. Su rey es Cabeza de Alce, que a sí mismo se llama Alguien Sabe la Verdad. Al igual que el Furor y el resto de los dioses, una vez vivió con su clan en las ramas del Gran Árbol. Pero siglos atrás, los Faunos lo derrotaron y arrojaron a los Síd de las ramas brillantes.

Los dioses heridos huyeron y se arrastraron por la agrietada piel del Dragón, y muchos fueron devorados entonces. El Dragón los habría consumido a todos, pero había demasiados que ingerir al mismo tiempo. Durante ese intervalo vital, ebrio e hinchado el Dragón con su festín, el astuto Cabeza de Alce tuvo tiempo de negociar con la fiera voraz. A cambio de un santuario para los Síd entre los rizos subterráneos de las raíces del Gran Árbol, Cabeza de Alce se comprometió a alimentar regularmente al Dragón.

Desde entonces, los Síd han vivido bajo la tierra, atrayendo con mañas a dioses, gigantes, trolls y humanos a las fauces del Dragón. Ygrane, la reina bruja, es una de sus sacerdotisas. La han dotado de vasto poder para que asista a sus ejércitos, las hordas del dragón, que merodean por las tierras occidentales en busca de sustento para su dracónico señor.

Esta mujer es justo el aliado que el unicornio necesita para librarse de Bleys; la saluda con un relincho como tañido de campanas y una gentil sacudida de cabeza. Ygrane acepta el alegre saludo ofreciendo sus manos a la criatura de oblicua faz. Los anillos argénteos de sus dedos tienen el aroma del trueno y el unicornio la acaricia con el hocico.

Ygrane ha tenido ya durante años la visión de este momento y no le sorprenden los luceros del alba en los penetrantes ojos verdes del animal o en los vaporosos remolinos de su pelaje. Lo que la asombra es la quietud azul que levanta su corazón.

Y de pronto, el unicornio ha partido. Centelleando desaparece en el viento fúlgido, en la alberca de la noche, directo hacia el este para recuperar su ofrenda al Dragón.

‡ ‡ ‡

El unicornio nos guio hacia el oeste, haciéndonos emerger de aquellos bosques fríos, húmedos y laberínticos a un país fluvial de rutilantes metales y cristal. Marismas y arenales vibrantes de garzas, gansos y cisnes gayaban el deslumbrante horizonte. Capturadas en el sortilegio invertido de este paisaje, las aves acuáticas parecían estratos de nubes en el liso azul celestial de los ríos imperturbables, mientras que en las alturas enormes cúmulos se alzaban hombro con hombro como peñascosas montañas flotantes.

El unicornio se entretuvo en los juncales, allá abajo, demasiado lejos para que pudiese verlo, pero lo bastante próximo aún para que lo sintiese en mi corazón. Me detuve a la sombra rocosa del bosque, en la alta terraza sobre las llanuras fluviales, y me apoyé pesadamente en mi bordón. Este país, lo sabía bien, pertenecía a los celtas, gente sagrada para los Síd. La última vez —la primera como hombre— que confrontara a los Síd en la figura de Príncipe Noche Brillante, me las había apañado para inspirar la rabia del Furor.

Bleys leyó mis dudas con acierto. «El unicornio conduce nuevo reino… nuevo problemas».

Asentí y escuché el suspiro pulmonar del bosque tras de mí mientras contrapesaba aquella proximidad familiar, donde habíamos vivido como en el seno de una matriz, y la expansión brillante, irregular a nuestros pies. El unicornio me llevaba más allá de mí mismo, hacia algo inexorable e incierto. Pero ahora, gracias a mi maestro, yo era yo mismo. Había abierto cuatro de mis puertas corporales y de ellas habían surgido potencialidades que no poseía desde mi arrogante periodo como íncubo.

Allí y entonces, en el umbral de un futuro insólito, sin antecedentes en mi extraordinaria vida, decidí que, si el Furor desestimaba mi libertad y me confrontaba otra vez, tropezaría con la ira de un demonio.

‡ ‡ ‡

El unicornio retorna a Tintagel cada vez que es llamado. En la cima del aéreo jardín, del camino espiral, se encuentra con Ygrane. Ahora que no hay recelos mutuos, que no se distorsiona el tiempo como en la primera ocasión, tienen la oportunidad de compartir sus momentos.

Ella toca su cuerno trenzado y un silencio azur la colma de paz incomprensible, del gozo sereno de las cosas agrestes, de una inmóvil, clara inmensidad en la que ya ha ocurrido todo y frente a la cual su breve historia como mujer, e incluso sus historias previas en otras vidas, no son sino rocío de mar. En esta vasta quiescencia, cesa toda preocupación. La crisis de sus gentes, las oscuras amenazas de la guerra, e incluso la muerte de la esperanza y el deseo se cierran en torno a este instante único de dicha.

Mientras Ygrane se deja llevar al rapto, la consciencia del unicornio penetra en ella buscando el contacto con sus dioses, los aliados del Dragón. Están lejos de aquí, más allá del límite tenaz del horizonte, bajo el suelo, en la maraña de raíces del Gran Árbol. El cuerpo de la reina bruja sirve de antena y, mientras ella aferra la propia antena del unicornio, la criatura solar puede sentir, más allá de la cálida oxidación de carbohidratos y aminoácidos del cuerpo humano, la presencia eléctrica de los dioses.

En la lúcida mente del unicornio, estas pasionales entidades de fuerza electromagnética aparecen como lo que son: cuerpos rápidos, furiosos, de pura energía, de todos los colores del sol. A los humanos se les aparecen como humanos y, si el unicornio quisiera, darían al espacio la forma de uno de su manada. Pero el unicornio no los llama para comulgar con ellos de algún modo, sino por el conocimiento que le permitirá nutrir con Bleys al Dragón.

De los dioses subterráneos de los celtas, aprende las fisuras en los acantilados del planeta, puertas falsas cubiertas por engañosas placas de diorita. A un minúsculo ser eléctrico como Bleys, el suelo le parecerá suficientemente sólido pero, si cruza ese terreno, resultará una presa fácil para el Dragón.

Con cada visita al elevado jardín, el unicornio descubre el emplazamiento de una nueva grieta camuflada en los montes circundantes. Y con cada visita, la primavera palpita más y más cerca. El viento porta de los pastizales una vastedad de néctar y las capas de nieve se desvanecen en los páramos malva. El jardín florece y se prolonga el reino del sol.

Al llegar una suave, esplendorosa mañana, tras sentir el tirón vibrante del lazo magnético que lo liga a Ygrane, el unicornio halla el jardín poblado de hierbas recién brotadas: mostaza, talloazul, helechos, nardo, vara de oro, salvia, hisopo, artemisa, hierba cana, perladas siemprevivas, jengibre salvaje, margaritas y cicuta en salvaje abundancia. Pero Ygrane no está.

En el centro del camino espiral, en medio de una conflagración de flores y abejas que vuelan como pavesas alrededor, lo espera una mujer atezada y vieja, vestida con andrajos de piel de ciervo. Su cabello salvaje es hirsuto como el fuego y su rostro escuálido revela labios negros, mejillas ajadas, atravesadas por líneas profundas, y una nariz marchita reducida casi al orificio de una calavera. Es la vieja Raglaw. Durante años ha abrasado su cuerpo haciendo fluir por él corrientes mágicas demasiado poderosas para que la forma humana las soporte y, de vez en cuando, pedazos suyos se desprenden de ella y arden antes de alcanzar el suelo, como estrellas fugaces.

La vista de Raglaw y la ausencia de Ygrane asustan al unicornio, que intenta retroceder. Pero la vieja aguanta firme el lazo magnético y lenta, poderosamente, arrastra más y más cerca a la bestia cornada. Presa del pánico, el animal de luz salta con fuerza pero vacila y cae, mientras su fuerza se desangra en las losas.

Azul y cobre, la roca espiral conduce el poder del unicornio hacia el centro, donde se alza la anciana, convertido su cuerpo calcinado en antena. Recibe la ondaforma de la criatura y la dirige a través de la torre hacia la tierra, donde lo ha ligado a la piel del Dragón. Mientras gira, el planeta atrae ineluctablemente el unicornio hacia el centro.

El sol se desliza rápido en el cielo hacia su retiro septentrional y sus rayos oblicuos se dispersan en abanico por las malvas espesuras y el mar esmaltado de azul. Hacia el ocaso, los ojos oscuros, abismales, de la vieja se fijan en las pupilas verticales de la criatura extraterrestre a través de las últimas pulgadas que aún los separan.

Una mirada predadora tensa las facciones de la arpía. Aferra el cuerno trenzado con una mano de tres dedos y posa su otra garra cerca de la comisura del ojo del unicornio. Ve este un destello de metal ahí y trepida hasta quedarse inmóvil de miedo. La vieja presiona el borde del ojo con una fina hoja de plata y él sabe, por la destreza con la que lo mantiene apresado, que no hay misericordia ni huida posibles.

La vieja pretende sacrificar el unicornio a su señora del muro terrestre, la Bebedora de Vidas, el Dragón. No percibe la azul quietud del cuerno viviente. Esa vigorosa serenidad porta su luz limpiamente a través de ella y de las rocas azules de la torre hacia el suelo. Desde la base, se filtra a la tierra, un salino y fulgente aroma de eternidad.

El Dragón prueba esta rara luz y de inmediato despierta de su absorto cantoensueño. El rayo se arbola en el límpido cielo del ocaso sobre el horizonte del océano y él se alza hacia la ofrenda.

«¡Raglaw!», grita Ygrane entre las altas malvas. Sube desde el foso de la escalera oculto allí, emerge al exterior y pisotea un lecho de primaveras en su prisa por detener a la vieja.

El grito golpea a Raglaw, que afloja su presa un instante, lo suficiente para que el unicornio se le escurra como mercurio.

«¡Wau-wraugh!», brama la vieja con lívido dolor cuando la gravedad del Dragón tira de ella. Ha sentido que perdía a su víctima y, hoscamente, recae a su guarida. El trueno rueda desde el mar y en sus hornacinas tiemblan las estrellas.

Ygrane arranca la hoja de plata de la mano de la anciana, la arroja a las lajas del suelo y tira con fuerza de ella hasta devolverla a su cuerpo, apartar de ella el dolor. «Eres demasiado vieja para los nudos del Dragón», le regaña la reina.

Las cenizas de un visaje humano asienten exhaustas. Su aliento huele a cuero y porta el tinte decadente de todo lo que ya ha muerto en ella; se apoya pesada en la joven reina y ambas se dejan caer sobre las rodillas.

«La gente muere», carraspea Raglaw, condensada en torno a su dolor.

Ygrane la mece. «Yo salvaré a la gente».

«¡Tú!». Una risa hosca, más parecida a un grito de dolor, salta de la masa cartilaginosa en los brazos de Ygrane. «Tú tuviste ya tu oportunidad en el Árbol de la Tormenta».

«Y la agarré, anciana. La agarré… y ahora tenernos el unicornio».

«¡No tenemos nada!». La arpía se endereza y aparta a Ygrane a la distancia de uno de sus huesudos brazos. «Esperábamos que casaras nuestro clan con el del Furor. ¿No somos acaso verdaderos parientes de la Tribu del Norte Perdurable?». Su velluda quijada crepita. «¿No lo somos?».

La reina se encoge de hombros, se desprende de su capa y cubre con ella a la vieja. «El Furor me rechazó. Somos afortunados de tener al unicornio».

«¡Fortuna!». Un vehemente destello de rabia brota de la mirada de la arpía. «¡Pagaste por él la piedra perforada! No existe la fortuna, niña, sino lo que logramos con esfuerzo. ¡Treinta mil años condensados en aquella piedra! Trescientos siglos de magia a cambio de un caballo con un cuerno. Tú, niña… tú, niña patética… no salvarás a nuestra gente con un unicornio».

Ygrane sonríe ante el mero pensamiento. Nunca se le ha ocurrido aprovecharse del unicornio contra sus enemigos. Ayuda a la vieja a levantarse, temerosa de su sombrío saber. «Vamos, abuela. Te llevaré junto al hogar y hablaremos de lo que puede hacerse con el unicornio. Vamos. La brisa marina se hace gélida por la noche».

«Deberías haber casado nuestro clan al del Furor», murmura Raglaw, drenada de todo sentir. «Los romanos no pueden ayudarnos más que el unicornio. No sirve de nada maridar a los romanos».

«Yo no quería casarme…», replica con un susurro Ygrane, mientras conduce a la soñolienta anciana hacia el hueco de la escalera. «Fueron los druidas…».

«Kyner fue… y los cristianos». La vieja cabecea como borracha. «Te endilgaron a los romanos. Y ahora tenemos a nuestro duque, y a nuestra gente abandonando al Dragón por el dios crucificado. ¿Por qué me detuviste?».

«El unicornio es nuestro amigo».

«¿Amigo?». Los huesos de Raglaw crujen bajo el abrazo de Ygrane cuando se endereza para enfrentar a la reina. «¡Niña! El unicornio es presa del Dragón. Alimento para el Dragón. Dar fuerza a la Bebedora de Vidas. Esta es nuestra única esperanza».

En días más tempranos, el seco rostro atortugado de Raglaw inspiraba pánico a su pupila, pero hoy noche la reina siente sólo piedad por esta carcasa de su maestra. «No», dice con la convicción de sus propios poderes misteriosos, «hay una esperanza mayor. ¿No lo has visto en los ojos del unicornio?».

«¿Verlo?». La agotada vieja parpadea, bizquea. «¿Qué? ¿Qué es lo que has visto?».

«Lailokén… el demonio en forma mortal». Ygrane arrebuja a su aturdida compañera en la capa. «Mujer, eres demasiado vieja para esta magia. Casi sacrificas a nuestra mejor esperanza».

«¿Un Habitante Oscuro en un cuerpo humano?». Sus negros labios se tuercen escandalizados. «Imposible, niña. Totalmente imposible. Son demasiado poderosos, y el cuerpo demasiado frágil. Volaría reducido a sus mismos átomos».

«Tú lo viste en los ojos del unicornio». Ygrane toma tiernamente a la anciana y la guía a través de las malvas hacia el agujero en tierra, del que emerge la luz de unos candiles. «Tuviste la mano en su cuerno. Debiste verlo».

«No lo creí». Sacude su andrajosa cabeza, sin aceptarlo aún. «Lo dejé pasar a través de mí, una aparición, un sueño. No puede ser un ente real. ¿Cómo se amoldaría un Habitante Oscuro a una vasija mortal? En un ser mayor, un behemoth, una ballena, aun un troll de montaña, quizás. Son lo bastante grandes para contener fragmentos del cantoensueño del Dragón. Pero no un hombre. Demasiado enano».

«Un hombre, Raglaw», dice la reina penetrando en el toso de luz amarilla y volviéndose para ayudar a la bruja. «No es un sueño».

«Entonces, ¿por qué no lo había descubierto nuestra visión?».

«¿No lo ves, tutora?». Aguanta el frágil peso de Raglaw cuando esta desciende a la escalera del foso. «Lailokén no es como las otras almas. No nos ha sido portado por el viento del tiempo, de vida en vida. Esta es su primera vida. Su única vida. Es un accidente… una equivocación de la magia del Furor. Nadie lo ha visto llegar…».

«Nadie…». La vieja se sienta en la piedra de la escalera para ponderar las palabras de Ygrane. «Entonces, quizás esté bien que me hayas detenido. Debo encontrar a este Lailokén y calibrar por mí misma su utilidad». Se rasca reflexiva el mentón y se desprenden copos de él que brillan como minúsculas pavesas. «Es verdad, joven reina, el tiempo me ha gastado del todo». Suspira tristemente ante su estado demacrado y ofrece una mano de dedos como garfios. «Llévame junto al hogar, mujer… y háblame de la magia que quieres obrar con el unicornio».

‡ ‡ ‡

Bleys y yo descendimos de las agrestes tierras altas, donde yo había pasado toda mi vida mortal, y avanzamos con lentitud hacia el oeste por las seculares vías romanas, a través de tierras de cultivo. Pocas veces se nos apareció el unicornio entre aquellos vergeles y campos de trigo, pero podía sentirlo con los filamentos de poder que irradiaban de mi corazón. Viajaba veloz a través de los montes densamente boscosos que atalayaban los valles agrícolas y la única forma que teníamos de no perderlo era apresurarnos por las vías empedradas.

Aquel país montañoso comprimía las granjas en un dédalo de muretes, setos, vallados, zanjas y serpentinos caballones que separaban los campos. La gente, alta y austera, vivía en cabañas redondas apiñadas en la ladera de los montes: una precaria imitación de aldeas. Atentos a nuestro pasar como espantapájaros, nos observaban remotos con los ojos hundidos de sus escuálidos rostros tristes.

Evitábamos estos apiñados asentamientos con su rojo ganado de colas ahusadas y sus canes extraños, hirsutos como lobos. Al igual que los lobos, estos perros no ladraban, pero mostraban sus dientes feroces, rechinantes, y me mantenían a buena distancia. Camuesas, avellanas y bayas eran mi sustento, y cuando el oeste yacía rizado de nubes escarlata, nos arrastrábamos hasta una hondonada, nos cubríamos de hojarasca y dormíamos hasta que los pájaros nos despertaban.

¿He dicho ya que, aunque Bleys parecía disfrutar del sueño, no tomaba pábulo alguno ni bebía jamás? Era, tal como él afirmaba, un ser de luz. Los pocos viajeros que encontrábamos por el camino no podían verlo. Aun al alcance de mi bastón, permanecía invisible para sus ojos e insubstancial para sus manos.

Mi larga barba plateada y mi rostro ajado me señalaban como anciano y me ganaban el respeto de gran parte de los peregrinos: caldereros itinerantes, emigrantes braceros y los curiosos vagabundos cristianos en sus misiones de salvación por este país mayormente pagano. Pero en ocasiones, las fibras de mi corazón vibraban discordantes y yo estaba seguro de que en la próxima vuelta del sendero toparíamos con algún bandido, algún veterano con cicatrices de las incursiones bárbaras en el este al que le resultaba más agradable usar su gladius para robar a los viajeros que para combatir a los invasores.

A Bleys le gustaba particularmente el encuentro con estos malhechores, pues le daba la oportunidad de enseñarme a proyectar compasión a otros mortales. El propósito consistía en abrir la cuarta puerta del bandolero y saturarlo de mis propias energías, incapacitando su crueldad. Un ejercicio irónico, dado mi oscuro pasado. A veces, como no había dominado todavía estas fuerzas y no podía controlar su intensidad ni su flujo de penetración, las consecuencias eran fatales.

Aquellos bribones que no se aferraban el pecho y caían colapsados, con convulsivos estertores mortales, soltaban sus armas y lloraban. Los dejábamos allí, muertos e insepultos o sollozando por su perfidia, y nos apresurábamos tras el unicornio, cuya prodigiosa belleza seguía tirando de las fibras de nuestros corazones y nos conducía a profundidades cada vez mayores de aquellos montes paganos del oeste.

‡ ‡ ‡

Con Morgeu, la hija de siete veranos que tuvo de su marido Gorlois, Ygrane pasea por un campo de aulagas en un monte sobre un valle de bosque primordial. Ygrane ha prometido a su niña de cabello anaranjado y ojos oscuros que montará el unicornio otra vez. Lo hace por Morgeu, porque quiere complacer a su hija de un modo que su padre el duque no pueda hacerlo. La niña está de visita en el reino de Cymru, el país de la reina celta, donde pasará el verano antes de retornar a Tintagel y la corte romana. Su madre no puede competir con aquellas finezas, pues sus tierras son agrestes y su gente está dispersa en clanes territoriales por los valles y montañas. Pero puede proporcionarle una experiencia a su hija que no está al alcance de nadie más.

La reina llama al unicornio mientras entona una suave canción, como si lo convocase con lo lastimero de su voz. El unicornio emerge de las sombras de los árboles en la ladera que desciende al prado. Rutila como polvo de plata desprendido de la luna diurna que flota sobre la montaña. Cuando su cuerno estriado toca el suelo, su cuerpo musculoso se oscurece, adopta una forma más sólida, y espera, con la cabeza inclinada, a que Morgeu se le suba encima. Entonces, con Ygrane montada tras su hija y aferrada gentilmente a la crin del unicornio, ambas cabalgan por el campo.

El flujo magnético de azul serenidad que se desprende de la crin del animal calma a Morgeu, que es, de otro modo, una niña inquieta, nerviosa. Y, por su parte, lo juguetón y vulnerable de la cría, tranquilizan al unicornio, asustadizo aún tras el ataque de Raglaw. Necesitó Ygrane seis días de constante llamada para hacerlo volver. El unicornio no se dejará engañar otra vez por las astucias de Raglaw. Pero desde el primer contacto con Morgeu, viene con mayor prontitud y permanece más tiempo.

Morgeu no tiene la visión, de modo que la irradiación del unicornio no invoca en ella el rapto seráfico que siente su madre. Aun así, constituye una dicha gloriosa, mayor que cualquiera conocida o que llegará a conocer jamás. Caracoleando en el caballo encantado, su vida la abandona en danzantes remolinos para expandirse por la tierra verde y oro antes de retornar a su cuerpo riente. Días después, todavía recoge fragmentos de su felicidad allí donde va.

Los fiana las observan desde la línea de los árboles; a veces, la reina y su hija, aturdidas de vértigo, se dejan caer delante de ellos y entonces los hombres brincan sobre el unicornio. Ninguno puede tocarlo, pues se desvanece como el humo; en ocasiones, sin embargo, si saltan con excepcional rapidez y con todas sus fuerzas, llegan a rozar su fría sombra undosa y, por unos pocos instantes, los posee una euforia indescriptible. Luego, quedan jadeantes en la hierba acamada, aplastados por sus anhelos y añoranzas, tanto más pesados ahora al haber degustado esa suprema liviandad. Después de dos o tres saltos, no quieren más de esa dicha peligrosa.

Pero Morgeu es insaciable y se escurre una noche de la tienda real. Desapercibida del fiana que su madre envía a vigilarla, corre al campo oscuro y llama al unicornio. En un murmullo, entona la misma, calma canción que Ygrane simula usar y el espectral corcel salta del bosque, fulgurante como fuego de estrella su cuerpo largo, ágil.

Morgeu traza interminables ceros por el campo, hasta que su madre viene a buscarla. No le importan las advertencias de Ygrane: se escapa la noche siguiente, y la otra. Acude cada noche y retorna al alba al campamento como con morcellas en el pelo.

‡ ‡ ‡

Una noche de luna llena y rápidas nubes alborotadas, a tres días de viaje más allá de la última vía romana y de aquella confusión de granjas y almunias, percibí, algo más adelante, hombres vigilantes, peligrosos. La fría claridad que manaba por las majestuosas alamedas parecía decisiva y penetrante, como rayos advirtiéndome que estos no eran los bandidos crueles y rapaces, sanguinarios, cuyo linaje yo humillara anteriormente.

Miré a Bleys y él me devolvió la mirada con la fúlgida oscuridad de sus ojos diminutos, esperando a ver mi reacción. Otra prueba.

Cuidadosamente, sabiendo bien que todo aquello que es sentido siente, extendí los filamentos sensibles de mi corazón. Distinguí seis hombres en la vecindad, emplazados para acordonar un calvero del que la luz de la luna rezumaba como niebla. Avancé a gatas entre ellos, usando mi corazón para sentir sus miradas, pegándome al suelo y permaneciendo quieto cuando notaba que sus ojos se volvían hacia la senda que yo llevaba.

Bleys me seguía, silente como las sombras de luna que ambulaban por la hojarasca. Un ciervo augusto nos observaba desde los árboles masivos, levemente extrañado al vernos reptar de aquel innoble modo. Una lechuza voló callada sobre nosotros, murciélagos devanaron sus remolinos y una mofeta se escurrió, furtiva, entre la hierba densa.

Hubo un instante en que estuve lo bastante próximo a uno de aquellos centinelas para mirarlo a través de una floración de jarillo y ver su calzado de cuero crudo, su par de piernas robustas cubiertas de braccae, pantalones sujetos por tiras cruzadas. Un grueso cinturón le fijaba el puñal y la espada al crys, una túnica de mangas cortas y hasta las rodillas. Contra su hombro macizo, se apoyaba, casual, una lanza. Cuando vi el rostro del hombre, su cabellera hasta los hombros, su mostacho largo y caído, supe de inmediato que era un guerrero celta. Había visto a sus iguales siglo tras siglo en campos de batalla de Europa y sabía demasiado bien que, si me permitía el menor ruido, en un instante me vería ensartado en su lanza.

Por fortuna, Bleys y yo estábamos acurrucados bajo unos álamos, esos famosos árboles parleros cuyas hojas crecen de tal forma, a causa de sus tallos largos y planos, que vibran a cada soplo de brisa entonando un murmullo undoso. Con el susurro de los árboles disfrazando el sonido de nuestros movimientos y con la sensibilidad de mi corazón para advertirme de las miradas de los guardas célticos, guie a mi maestro a través del cordón de centinelas.

Nos mantuvimos pegados a tierra hasta que estuvimos lejos de los guerreros. Para levantarme, hube de apoyarme pesadamente en el bastón, agarrotados los músculos por la ansiedad y el esfuerzo de nuestro avance a gatas. Bleys se me había adelantado presuroso, atraído por la repentina, tangible presencia del unicornio: un silencio reverberante, el murmurio de un campo de fuerza que uno oía con la piel y que bañaba el propio cerebro con las fragantes argucias de la primavera. No habíamos percibido esta maravilla durante varias de las lunas de nuestros vagabundeos; no, al menos, desde que dejáramos nuestra arbórea cabaña en los bosques de Cos.

Renqueé tras mi excitado maestro para no perderlo de vista y tropecé de golpe con él allí donde acababa de detenerse ante una visión espectacular, sobrecogedora.

En una precipitación de sombras nocturnas y fuego lunar, por aquel calvijar entre robles titánicos, el unicornio trotaba en círculos levemente espirales con sus cascos hechos de silencio… y lo montaba una criatura. Aun a la neblinosa luz de la luna, las trenzas largas y rizadas de la niña brillaban como oro rojo, luminosa y ondulante su melena de fuego. Aferrada con una mano a la centelleante crin del unicornio, la pequeña cabalgaba con abandono feliz, inclinada hacia atrás, las rodillas alzadas por encima de la cruz del animal y riendo con un staccato de esporas de gozo.

Tanto nos cautivó esta visión, que olvidamos todo esfuerzo por ocultarnos y, cuando los filamentos atentos de mi corazón se desovillaron ante mis temores, el unicornio nos columbró.

Retrocedió abruptamente y, con un bramido alarmado como clangor de bronce, arrojó la niña al suelo y abandonó el calvijar como el rayo.

Bleys y yo corrimos hasta la criatura. Yacía sobre su espalda en el césped apezuñado y toda vida había huido de ella ya. No podía tener más de siete años. Sin perder un instante, sentí los huesos de su cuello y los hallé incólumes. «Está entera», rechiné, agarrotada la quijada de desazón, inseguro de qué hacer ahora.

«Tú le da fuerza», aconsejó Bleys. «Tú abre tus todas cuatro puertas, Lailokén. Tú da ella fuerza, de tu puerta corazón a su cuerpo».

Hice como decía. Bajo la luz glacial de luna y los susurros difusos del viento entre los árboles, descerré todas las puertas sobre las que tenía control. Gélida energía se alzó del suelo y ascendió por los huesos macizos de mis músculos, pelvis y espina dorsal. El aire vibrante tronó a mi alrededor cuando dirigí esta energía a través de la puerta abierta de mi pecho.

La fuerza de mi corazón llevó el poder viviente hasta el menudo cuerpo a mis pies. Su carne se estremeció desde la raíz y, con una bocanada de líquida respiración y un parpadeo de sus ojos oscuros, despertó.

«¿Eres un ángel?», preguntó con un hilo de voz en arcaico latín.

«No, niña», respondí e intenté una sonrisa. «Sólo vi tu caída y acudí a reanimarte».

Su rostro suave y redondo hizo una mueca de dolor cuando se dispuso a sentarse y yo ayudé su esfuerzo. «¿Dónde están mis guardias? ¿Cómo te dejaron pasar?».

Arrojé una mirada a Bleys, que estudiaba a la muchacha con una frente tan tenazmente fruncida que me provocaba ansiedad. Había permanecido arrodillado junto a ella; ahora me levanté al tiempo que respondía: «Ya nos vamos. Pero antes, pequeña, dime quién eres y cómo has llegado a montar el unicornio».

Clavó en mí sus ojos de antracita, calibrando la magnitud de mi inquisitiva mirada. «Yo soy Morgeu», dijo al fin con aire altivo, «hija de una reina celta y un duque romano. Porque soy noble, el unicornio me obedece». Se levantó tambaleante y me observó airada. «No cometas el error de tratarme como a una niña. Responde a mis preguntas… ahora. ¿Quién eres tú? Y ¿cómo eludiste a mis guardias? ¿Eres un mago?».

«Sigo al unicornio», repliqué advirtiendo que no veía a Bleys a mi lado.

Sus facciones se tornaron malévolas. «Eres pues un mago, ¿no es verdad?». Me contempló de arriba abajo. «Vas vestido como un hombre salvaje, con esas pieles animales raídas, pero hablas como un noble. ¿Cómo te llamas, anciano, y a quién sirves?».

Había tal intensidad de certidumbre en el modo de evaluarme que apenas podía creer que fuese una niña. «Soy Lailokén… y sirvo a Dios».

«Bien, Lailokén, eres un santo varón. Mi madre teme a los de tu ralea porque le roban a la gente. Pero mi padre dice que no hay que temeros, que vuestra piedad es debilidad, porque los mansos no heredarán la tierra sino sólo tumbas en ella».

Divertido a momentos, espantado a otros por la arrogancia y precocidad de esta personita, inquirí: «¿Qué piensas, Morgeu?».

«Pienso que eres un mago, Lailokén», dijo con las manos en las caderas. «Un hombre verdaderamente santo no perseguiría al unicornio. El unicornio acudiría a él».

Asentí con la cabeza. «¿Cómo has llegado a montarlo?».

«Ya te lo dije, soy noble. Soy la hija de una reina celta. Un día, yo seré la reina. El unicornio me obedece».

«Si es así, llámalo para que yo lo vea».

«¿Por qué?». Sus ojos se achicaron suspicaces. «El unicornio te tiene miedo. Huyó cuando te acercaste. Tu intrusión podía haberme matado». Retrocedió de pronto. «Creo que eres un mago… y uno de los malos». Su mano emergió desde debajo de sus ropas talares aferrando un puñal plateado. «Quieto donde estás, Lailokén. Te tomo como prisionero. ¡Guardias!».

El corazón me brincó en su jaula. «¡Morgeu! No soy un peligro. Te he salvado».

«Trataste de robarme el unicornio». Blandió la daga sobre su cabeza, llamando a los guardias, que saltaban ya hacia nosotros a través del claro teñido de luna.

Bleys me indicó con un gesto que me sentase y yo obedecí, dejando reposar mi bastón sobre las rodillas. En unos momentos, estuve rodeado por los guardias y sus lanzas apuntaron a mi pecho. Tal como ocurriera con la joven princesa, ninguno percibió a Bleys.

«No le hagáis daño», ordenó a sus hombres Morgeu y añadió con un dejo de orgullo en la voz suavemente palatal: «Es un galardón para mi madre… un mago que he capturado con mi propia magia».

‡ ‡ ‡

En una placa de diorita entre peñascos negros, sobre los acantilados que enfrentan el mar occidental, pausa el unicornio. Hebras de vapor estelar se enmarañan en lo alto; y abajo, olas de sable terciopelo emergen de la noche rodando, silbando y rompiendo en la playa con estallido de espuma espectral. Muy por debajo de esta quebrada orilla, se estremece el Dragón.

Todos los intentos del unicornio de traer a Bleys hasta este vulnerable lugar han fallado. Muy cauteloso es el alquimista. Al final, el unicornio ha decidido ponerlo a él y al demonio visitador en manos de la reina celta. En su presencia es fuerte el férreo-oscuro aroma del Dragón. Acaso ella pueda culminar la misión encomendada por los Señores del Fuego y permitir al unicornio retornar a la manada.

Frota las rocas ásperas con el cuerno y deposita menudos copos cristalinos en las grietas, donde acabarán por fundirse y filtrarse a la tierra, portando el sabor del unicornio a las profundidades. Alegre, cabriolea en la meseta, nutriéndose de la efusión de fuerza eléctrica liberada cuando el Dragón asciende. Luego, en el último segundo antes de que la garra magnética de la espléndida criatura se haga demasiado poderosa para eludirla, huye de un salto, llevándose consigo la fuerza del Dragón que necesita para vagar por la periferia del mundo.

‡ ‡ ‡

Los hoscos guardias, no viendo peligro en un anciano vestido de pieles ajadas, me permitieron conservar el bordón y marchar entre ellos. Morgeu ocupó una litera portada por dos soldados y se mantuvo detrás de mí para asegurarse de que no cambiaba abruptamente de forma y huía convertido en murciélago o lobo. Lo que habría hecho, si yo me hubiese llegado a transformar, no logro imaginarlo; pero pude sentir en mi nuca, antes incluso de cada una de las veces que la observé furtivamente por encima del hombro, la mirada de la niña, directa, grave y con un palor de muerte. La misteriosa incongruencia de una alerta tan consciente en un rostro tan pueril me confundió y me pregunté asustado qué sobrenatural poder había permitido a la niña montar el unicornio, mientras este eludía a mi hábil maestro a pesar de todo su hondo conocimiento.

Bleys permanecía a mi lado, invisible para todos los ojos menos los míos, y me susurraba ánimo: «Dóblate ahora como sauce, Lailokén. Tu fuerza está en debilidad».

No tuvimos que viajar mucho antes de que la espesura del bosque ralease y el indómito viento del oeste palpitase con rugido bajo y las nuevas salinas del mar. Desde la peña a la que emergimos de la fronda, miramos hacia abajo para divisar una fortaleza, una masiva oscuridad allí coagulada, a pesar de las antorchas que resplandecían en las murallas. Silueteado contra el rostro desfigurado de la luna y las humosas telarañas estelares, el fuerte, con sus niveles espirales en sinuoso ascenso hacia una única y altiva atalaya en la que brillaban los ojos siniestros de las linternas, podría haber sido una serpiente de gruesas adujas.

«Esperarás aquí, mago Lailokén», ordenó Morgeu, y dijo después a los cuatro guardias que me rodeaban: «Vigiladlo bien. Es mucho más de lo que parece. Cuando la luz de la mañana escale el castillo y toque el suelo, traédselo a la reina».

Y con esto partió, y los portadores de su litera la llevaron ladera abajo, a la noche lunada.

‡ ‡ ‡

El druida supremo, Dun Mane, o Crin de Jaco, llamado así por su largo rostro equino, marcha taciturno por el corredor mientras sus ropas verdes y blancas destellan a la luz del sol que se filtra por la columnata. A petición del duque, ha viajado durante tres días para esta audiencia con la reina, una mujer que desprecia, y está molesto porque apenas ha tenido tiempo de reposar antes de ser convocado.

Todas las formalidades se han cumplido, desde luego, murmura para sí mismo, el baño aromático, las ropas frescas, las piezas de arpa y los alimentos, incluso el incienso apropiado, pero… ¡la servicialidad de todo ello! Y la premura, como si fuera un vulgar pastor llegado de los campos para un reposo y que debe ser despachado cuanto antes.

Su barboteo interior se detiene frente a la gran puerta de roble labrada con serpenteos de dragón. Dos de los temibles fiana de la reina la guardan, ferales restos de una gloria perdida, con sus pantalones de piel de carnero y sus botas, el áureo torce de la Madre y espadas de una antigua hechura con aceros lanceolados y pequeñas empuñaduras. Aborrece a estos hombres. Aunque han logrado fama de feroces guerreros incluso entre las huestes del duque, constituyen un permanente estorbo para los druidas, que han abandonado los viejos caminos por la realidad moderna de Roma.

La puerta se abre cuando él se aproxima y enfrenta al capitán de los fiana, de brutesca musculatura y pelo anaranjado, al que llaman Falon. Ninguna emoción muestran sus rudas facciones, pero Dun Mane puede sentir la enemistad que irradia de él. En el pasado, los fiana chocaron a menudo con la guardia del druida supremo cuando este hombre negó a Dun Mane el acceso a la reina. El druida de pelo color hierro y espaldas cargadas no intenta siquiera disimular su rencor; frunce el ceño desafiante ante esa ilegible, azul mirada.

El guardia inclina su cabeza levemente y se aparta, revelando una loggia de aireadas cortinas que la luz del sol torna azafrán. Guirnaldas de frescos capullos, espuela de caballero y nueza, ciñen las columnas y brotan de grandes jarrones de piedra. En medio de un aleteo de sedas diáfanas, undosas al viento, la reina está sentada con las piernas cruzadas sobre un banco de piedra, comiendo granos de uva.

Cada vez que el druida supremo se ha encontrado con ella, lo ha sorprendido la sensación tan grata, tan extrañamente ligera que tiene en su presencia… aunque no haya nada más, aparte de esto, que le guste de la reina. El dolor de espalda a causa del largo viaje en carro se desvanece y lo reemplaza un optimismo que se vierte en él del mismo resplandor del aire circundante. Es el glamour, la recompensa de su devoción a los Síd. En cuanto a eso, es una reina notable: él es el primero en reconocérselo. Ojalá que su humano carácter estuviese tan desarrollado como su glamour y su famosa visión.

Dun Mane se desliza sobre los deteriorados losanges del pétreo suelo de la loggia, obligándose a estar más tieso en presencia de la reina mientras pone atención a cualquier infracción en el comportamiento de Ygrane. ¿Qué clase de sala de audiencias es esta?, se queja en silencio, mofándose de los velos ventosos y de las flores exuberantes. Y mírala ahí sentada con las piernas cruzadas como cualquier costurera de pueblo. ¿Qué es lo que Raglaw ha hecho de ella?

A dos espadas de distancia se detiene, tal como lo exige la tradición, y aguarda. Cercados los ojos de cansancio, afronta la verde y calma mirada de Ygrane, y una vieja comprensión pasa de uno a otro: más allá de sus diferencias, ambos sirven al bienestar del pueblo, con su magia ella y él con su política.

La reina le indica con un gesto displicente que se aproxime y se mete otra uva en la boca. Viste el atavío tradicional de las antiguas reinas, desnuda de cintura para arriba, como los fiana, y su pelo leonado recogido sobre la cabeza en un intrincado moño. Como siempre en el pasado, vuelve a sorprenderle al druida la lúcida complexión de la mujer, arrebolada por el sol y con una ligera pátina broncínea de sus largos vagabundeos al aire libre… tan distinta de las mujeres romanas y su palor de luna. No se extraña Dun Mane, que vive en la corte romana y se ha hecho a las costumbres modernas, de que el duque sea feliz viendo a su esposa sólo en las ocasiones formales. A sus ojos, Ygrane ha de resultar salvaje como una aldeana, con su cabello decolorado por el sol y sus mejillas como el crepúsculo. «¿Uvas?», pregunta, tan infantil su expresión.

«Mi señora…». Le ofrece el formal saludo latino; capta entonces el respingo de desaprobación de su ceja y se dirige a ella como súbdito, llamándola Madre.

«Estas son buenas», dice Ygrane con la boca colmada. «Primera cosecha de los viñedos del Usk. Los vinateros de Glevum pagarán un precio digno este año. Prueba una».

La rechaza con una tensa inclinación, deseando que la reina muestre alguna formalidad en su presencia como reconocimiento, si no hacia su persona, cuando menos hacia su rango.

Ygrane quita de su regazo el bol de vidrio azul lleno de uvas y lo deja en el banco a su lado; luego, hunde los hombros contrita. «¿Estás enfadado por mi parca hospitalidad?».

«En absoluto, Madre». Se inclina de nuevo, esta vez más fluidamente, sintiéndose ligero al dulce viento estival. La relación entre ambos no ha sido cálida desde que él se convirtió en druida supremo, seis años atrás. Su predecesor, Tall Silver, fue, con la vieja Raglaw, el responsable de ello por seleccionar a la reina y sacarla cuando niña de su aldea en la montaña. Tall Silver tenía la visión y a Dun Mane le falta, así que hasta este día no ha podido entender qué vio su mayor en esta persona amigable pero remota. A sus ojos, no es sino una vulgar chica de pueblo superficialmente educada en los modos de la corte. Aborrece su pretendido aire de superioridad y de ahí que se vea sorprendido sin cesar por la ligereza que a menudo siente a su lado. «Tu hospitalidad es impecable; tu arpista, la mejor que he escuchado…».

«Pero te he traído aquí con prisas, Dun Mane. Sé que estás molesto conmigo». A la luz brillante de la mañana, ve ella los finos hilos plateados de sus patillas, su rostro afeitado al estilo romano. «Te pido disculpas por ello. Habrías descansado más después de tan larga excursión, si hubiera sabido que venías. Ahora estás aquí y yo he sido llamada. Así que es la única vez que puedo verte antes de partir. No quería que tu tedioso viaje hubiera sido en vano».

Dun Mane toca la banda de cuero verde de su cabeza, luego su corazón y ofrece después su mano de nudillos azulados. La reina la estrecha brevemente, siempre impaciente con el ritual, y él se sienta en el banco de madera que Falon coloca frente a Ygrane. La informalidad de la mujer le permite al menos ser directo, y pregunta: «¿Llamada? ¿Por quién, Madre?».

«Mis amigos», dice y toma otro grano de uva, comiendo con despreocupación, cómodamente, como si no hubiera pasado ni un día desde su último encuentro, cuando en realidad han transcurrido cuatro meses.

El largo rostro cetrino de Dun Mane se aproxima. «¿Los faerïe?».

«Dijiste que no los llamase de este modo delante de ti».

«No cuando estamos acompañados, por supuesto. Los cristianos son muy susceptibles a ello, Madre. Y cada vez más de los nuestros se hacen cristianos en estos días. Las viejas costumbres no tienen lugar entre las nuevas. Tal es la dirección que ha tomado el mundo. Pero tú eres de otro tiempo, de otra vida, y entre nosotros podemos llamarlos lo que son».

«Voy a los montes para la luna del solsticio, Dun Mane. Tengo que partir pronto para llegar cuando oscurezca». Un surco frunce su frente. «A menos, por supuesto, que hayas venido a buscarme. ¿Son los jefes o es mi marido quien te envía?».

Él la mira directamente a los ojos, aun más molesto por la impaciencia de la mujer y satisfecho por la magnitud de su propia autoridad. «Ambos. Los jefes han convocado otro consejo de guerra. Te quieren presente y no aceptan excusas esta vez. Y el duque te llama a Tintagel. Los piratas atacan en mayor número cada vez. Te necesita a su lado».

«Enviaré una partida armada al poderoso duque. Y Falon me representará entre los jefes en el consejo de guerra».

Los surcos en el largo rostro de Dun Mane se tensan entre sus apagados ojos acero. «El duque te quiere en persona, Madre. Exige que te encuentres con él en Maridunum para el consejo de los jefes».

«Tendrá mis guerreros. Yo me llevo mi hija a los lagos para la luna del solsticio».

El druida junta las palmas de sus manos apologéticamente, pero por dentro se relame. Ha odiado siempre, sobre todo, la obstinada indiferencia con que la reina afronta sus responsabilidades y se alegra cada vez que halla la ocasión de ejercer su autoridad para obligarla a cumplir sus funciones. «El duque quiere también a Morgeu en Tintagel».

«¿Por qué?». Ygrane rompe su postura de piernas cruzadas y su indignación la pone casi en pie. «El verano está aún en su plenitud. Acordamos que permanecería conmigo hasta el otoño».

El druida agita las manos como desvalido. «El duque considera que es tiempo de que su hija aprenda estrategias bélicas. La quiere en su salón de mando».

Ygrane exhala con tajante desacuerdo. «Tiene siete años».

«El mismo duque tenía siete cuando fue llamado al salón de mando por su padre, el viejo conde».

La reina siente el orgullo en la voz del hombre y le disgusta. En su ansiedad por conservar el poder, los druidas se someten satisfechos a sus aliados romanos, los mismos romanos llamados invasores antes del tiempo de Tall Silver y del matrimonio que él, personalmente, resolvió entre ella y el duque.

Dun Mane, envalentonado por el silencio de la reina, que él toma por sumisión, añade: «Madre, sus intenciones son correctas. Estos son tiempos de guerra…».

La voz de la mujer se tensa de ira: «Sé que estos son tiempos de guerra, Dun Mane. Tal es mi dolor como reina».

«Desde luego…». La mirada de su rostro asurcado simula ser sincera. Cree que, en los seis años que se ha visto forzado a trabajar con ella, ha llegado a conocerla tan bien… toda su hosca pasión contra la modernidad y su pueril devoción a los viejos caminos. Por un tiempo, antes de la alianza, hubo realmente una razón política para su arcaico primitivismo. Los clanes lo admiraron, entonces. Pero ahora, desde la alianza, el estilo romano ha llegado hasta la almunia más lejana del país y todo granjero, todo pastor, quiere más bienes y armas romanos. La reina ha perdido todo predicamento, pero él se obliga a seguir tratándola con cordialidad por respeto a su posición, aunque no a su confundida persona. «Sólo quiero decir, Madre, que todos debemos hacer sacrificios personales para contribuir al esfuerzo bélico… incluso la joven Morgeu. Tenemos que pensar en el pueblo».

«El pueblo, ¿verdad?». Una voz como el roce de la piel de serpiente lo fustiga desde detrás y la vieja Raglaw irrumpe a través del vuelo de las cortinas de seda.

Dun Mane arroja una mirada furtiva por encima del hombro y vislumbra, entre los etéreos velos, a la niña Morgeu saltando por el patio entre varios fiana, cabrioleando sobre un hermoso caballo blanco, velludo como un mastín. Distraído por la presencia de la vieja encapuchada, no percibe el cuerno frontal del corcel antes de que la cortina retorne a su lugar.

«El pueblo servirá a quien lo alimente», dice la vieja sentándose junto a la reina con sonido crepitante. «Exactamente igual que el Dragón».

El rostro voluminoso del supremo druida porta una mirada de tristeza cuando se vuelve hacia la bruja bajo su gris capuz. «Dama Raglaw, desde la alianza de nuestra reina con el duque, los romanos han alimentado y protegido a nuestro pueblo mucho mejor que el Dragón».

«Tristemente verdad», reconoce Raglaw volviendo la capucha hacia la reina, «porque no hemos nutrido como se debe al Dragón. Hemos retenido las ofrendas de la Bebedora de Vidas, las únicas que podrían otorgarnos la protección necesitada».

Con voz seca y llena de conmiseración, el druida añade: «La magia de los Síd no ha hecho sino decaer desde que los dioses romanos los enterraron hace cuatrocientos años, tras la matanza de los antiguos druidas en Mona».

«Míseramente cierto…», concede la vieja, inclinado el capuz. «La magia pasa, como ascuas retraídas en sí, que abandonan sus formas vacías a la fría oscuridad en la que hubo resplandor».

«La magia pasa mientras nuestros dioses se disuelven en la tierra», dice Dun Mane. «El nuevo dios, el dios crucificado de los romanos, es diferente… un dios, tres faces».

«Es un dios del desierto», protesta la reina. «¿Cómo puede nadie, en la Tribu del Norte Perdurable, honrar semejante figura?».

«Clanes enteros se han pasado a este dios del desierto», puntualiza Dun Mane, ansioso de infligir humildad a esta joven arrogante. «El jefe Kyner dice que sólo el dios cristiano puede detener las hordas del Furor».

La voz de la reina chasquea airada: «¿Abandonas tú a los Síd por el dios crucificado, Dun Mane?».

«¿Yo?». El druida supremo la mira asombrado. «Por supuesto que no. Sólo te advierto de que muchos de tus súbditos se han convertido ya… y muchos más lo harán».

«Gracias, Dun Mane, por tu perspicacia», dice Ygrane en tono de fría despedida. «Puedes irte ya».

El druida se esfuerza por contener la rabia ante tan ruda expulsión. «Entonces, ¿vendrás a Maridunum… con tu hija, para encontrarte con tu marido y con los jefes?», pregunta, orgulloso de que su voz siga calma y razonable mientras siente que aniquila todos los falsos sueños de la mujer.

La reina torna su rostro de forma que sus ojos verdes parecen ensancharse; la ira del druida se evapora. Algo liviano y dulce en la brisa estival canta a través de las cortinas soleadas, calmándolo y haciendo imposible la cólera. Asiente, amigable, cuando Ygrane dice: «Sí, sí, volveremos a vernos en Maridunum. Decidiré entonces entre los jefes si mi presencia es necesaria en Tintagel».

«Gracias, Madre». Dun Mane se levanta, toca la banda de su cabeza, pero no ofrece su mano. Se inclina y parte ligero de pies, con el manteo de sus ropas verdes y blancas, mareado casi por la oleada de alivio inexplicablemente feliz.

«¿No ha sido demasiado glamour para él?», pregunta Raglaw cuando Falon cierra la puerta tras el druida supremo.

«Sólo quería que se fuera. Su amor por los romanos me enferma. Oírle hablar de los dioses romanos, de cómo echaron bajo tierra a nuestros Síd y luego sus alabanzas al nuevo dios… necesitaba el glamour para no pegarle». Se levanta y se estira; su mente va por delante, calibrando lo que queda de día ahora que ha sido convocada lejos de aquí. «Hay todavía pócimas que elaborar mientras el unicornio está a mano. Me ocuparé de ello. ¿Has visto ya al Habitante Oscuro y al alquimista que acaban de llegar?».

El capuz se mueve negativamente una vez. «Estoy cansada, Ygrane. Pero hallaré la fuerza… Ellos son la mejor esperanza para nuestro pueblo».

Ygrane hace amago de confortar a su instructora, pero la anciana alza su puño correoso. «Ve al unicornio ahora. Hay poco tiempo, si hemos de irnos tan pronto a Maridunum. Guarda tu glamour para los tipos como Dun Mane».

Ygrane lo concede con un pequeño abrazo; siente los huesos de la bruja moverse laxos cuando la estrecha, como si estuviesen unidos no ya por los tendones sino por la mera voluntad de la anciana. «Ven», le dice. «Únete a nosotros al sol».

«Sí… el sol», sisea suavemente Raglaw y se pone en pie. «Dejemos que el sol me toque otra vez, antes de que me desvanezca en algo mejor».

‡ ‡ ‡

Los guardias celtas no querían intercambiar palabra conmigo, pues temían mis sortilegios, y pasé el resto de aquella noche dormitando junto al fuego del campamento mientras Bleys, encorujado a mi lado, se abandonaba a un sueño profundo. Los guerreros me vigilaron por turnos, dispuestas las lanzas a atravesarme a la primera indicación de diabluras. Yo los ignoré. En mi mente, mientras me hundía y emergía del sueño, retorné a la increíble visión de aquella arrogante criatura que montaba el unicornio, vertiginosa y despreocupada como un espíritu que sabe que la muerte es sólo ilusión.

Por la mañana, me alcé sobre las cenizas del fuego nocturno y contemplé la fortaleza militar y los erosionados promontorios de pura roca que, más allá de las olas batientes, miraban ciegos la neblinosa isla zafiro de Mona. Las masas de piedra roja de los baluartes y las murallas de piedra amarilla y anaranjada se elevaban sobre la exuberancia de la hierba esmeralda y la austeridad del océano, y reconocí este lugar de mis tiempos como demonio. Entonces se llamaba Segontium y, con Maridunum lejos al sur, señalaba el extremo occidental de la conquista del Imperio en Britania. Yo había infligido más de una pesadilla en las salas de piedra de estos puestos de avanzada, hostigando a los conquistadores recién cristianizados con visiones de lascivia y del fuego del infierno, tal como era mi costumbre en mi vida anterior.

Aunque los romanos abandonaron esta fortaleza más de medio siglo atrás, el portalón de madera aún permanecía intacto y los fosos defensivos eran todavía profundos; sin embargo, cuando cruzamos el angosto puente de tablas sobre el foso, observé que las acanaladuras de limpieza en el fondo, los “rompetibias” donde tropezaban los atacantes, se habían cubierto de arbustos espinosos. Los celtas no eran tan meticulosos como los romanos y eso no presagiaba nada bueno en su choque con el Furor.

Entramos en Segontium por un estrecho portillo en el portalón principal y atravesamos la plaza donde barracones en forma de L acuartelaban a varios centenares de hombres, la mayoría de los cuales emergió de sus cubículos para ver al supuesto mago que Morgeu había capturado aquella noche. Una sola mirada al escuálido anciano vestido de pieles andrajosas fue suficiente para casi todos y enseguida retornaron a sus tareas en las cuadras y barracones.

Estos edificios de madera habían caído en un estado de miserable abandono desde mi última visita y las paredes de chilla podridas se habían reparado con un trenzado de cañas. La via praetoria, la carretera que empezaba en la puerta frontal, había rendido la mayor parte de su enguijarrado a la muralla de la fortaleza, quedando reducida a un camino sucio, lleno de rodadas y charcos legamosos. Formando con ella un ángulo recto, la via principalis estaba en mejores condiciones y conservaba mucha de su augusta grandeza al penetrar en el área central, una plaza pavimentada y flanqueada por columnatas. Los edificios centrales eran allí imponentes incluso en su decadencia y, aunque los techos rojos mostraban rudos parches de madera donde faltaban las tejas y las parras que escarabajeaban las paredes se enmarañaban hasta estrangularse, aquellos sugerían aún un clima más soleado y una antigua gloria.

Pasamos junto al tribunal, la larga sala desde donde el comandante arengaba a las tropas, y yo miré más allá de su agrietada y desportillada fachada hacia el aedes, el altar que amansionaba a la deidad. En lugar de la estatua del emperador, los celtas habían erigido una escultura de piedra, una mujer fuerte, fiera en su desnudez y de colmillos inmisericordes, que lucía un collar de cráneos, aferraba una espada con una mano y, con la otra, una cabeza cortada de la que manaba la vida.

«Kali», dijo Bleys rompiendo el silencio que mantuviera desde el día anterior. «La Negra una… Reina Demonio. Este uno conoce ella de tiempo de Indus. Kali viene de tan lejos ese sitio».

«De más lejos aún», le contradije. «En mis tiempos como demonio, muchos siglos atrás, vi a las tribus blancas del norte portar el culto de la ogresa caníbal a través de este mar a las islas occidentales. Allí aún es la cerda sagrada que se come sus lechones. Señor, ¡qué deidad! Incluso el Furor la conoce como Hel, las fauces que consumen toda vida. Es el cosmos, la realidad física, el cuerpo rabioso del universo que genera a los mortales sólo para destrozarnos».

«¡Cállate tus encantamientos, mago!», me gritó un soldado en britónico. «¡Calla o pierde la cabeza!».

Guardé silencio, pero Bleys continuó: «Mira-ve». Bajo la espeluznante estatua, en la base toscamente labrada, aparecía Morrígan. «Mismo nombre niña cae del Ch’i-lin, ¿sí?».

«El nombre de la princesa es Morgeu…».

«Lailokén…», me tiró de la desgarrada manga. «Este un bruja lugar. ¿Tú ves una mujer, uno niño en una parte? Sólo guerreros».

Lo que pretendía que hiciese con tal información no podía ni imaginarlo y no estaba dispuesto a preguntárselo bajo la mirada ceñuda de aquellos guardias, que sospechaban ya que estaba maldiciendo a su diosa.

Mi escolta me guio alrededor del principia, la basílica central con su elegante escalinata de piedra y sus columnas. Pasamos después ante nuevos edificios de madera sobre pilares, los graneros del fuerte, para alcanzar una segunda calle transversal y marchamos junto a talleres dormidos hasta una pérgola de brillantes capullos. Una vez allí, los guardias desaparecieron y me quedé a solas con Bleys.

Penetramos en un exuberante jardín de viejos y sinuosos árboles frutales contra un espaldar que se extendía sobre un amplio, largo muro de antigua albañilería. Dioses muertos retozaban en la piedra labrada, arrojando sus furtivas miradas desde detrás de ramas frondosas y desde el zócalo bajo los arcos de las parras. Los fúlgidos ojos del cielo miraban a través de las hojas anchas y arrojaban una luz líquida sobre las cajas de semillas, los montones de compost y los lechos de hierba floreciente.

El unicornio se hallaba ante nosotros, en una vereda entre setos, elegante como la nieve. Bleys avanzó hacia él y la esbelta criatura huyó de lado, su cola y su crin convertidas en trazos de cirro. Danzó hasta más allá de las pérgolas y emparrados, y ardió como una estrella en un campo verdeante de luz impía.

Más hacia el interior del jardín, entre rutilantes masas de flores, la niña Morgeu ocupaba una silla alta. Una cintilante flotadura de esporas llenaba el aire tras ella, donde la silueta de una mujer alta, de hombros anchos, cocía algo en una caldera sobre el brasero. Humos envolvían turbulentos la silueta y una serena fragancia de mirto y agujas de pino coloreaba el umbrío reducto.

La mujer en sombras estaba seccionando una densa espirea, la reina del prado, cuyos penachos florales vagaban con la brisa matutina mientras la cortaba. Pedazos seleccionados cayeron a la poción bullente y los vapores disminuyeron hasta revelar la sorprendente belleza de aquel rostro y aquella figura. Morena, lustrosa, con una nariz fuerte y una ancha quijada, tenía el aire lejano de una leona. Fijó en mí sus ojos verdes con una ardiente alegría glacial, como con gozo tras una larga separación. Portaba aquel cabello suyo de bronce intrincadamente trenzado sobre la cabeza y su verde y ceñida gwn, una camisa celta de seda, la cubría hasta los tobillos y le dejaba desnudos los pechos.

Aparté la mirada, temeroso de no ser yo quién para verla expuesta de aquel modo, y Morgeu se burló de mí con su risa rutilante. «Mira, madre», dijo en britónico, «debe de ser un cristiano, después de todo. No puede soportar la vista de tu feminidad».

Con firme y elegante autoridad, la mujer respondió: «Morgeu, vete ahora».

«¡Madre! Es mi presa».

«Vete ya, cariño», repitió sin apartar de mí sus verdes ojos lemúridos. «Y no trates de espiarnos desde las pérgolas o, por la Bondadosa Madre de todos nosotros, sabrás lo que es tener las nalgas demasiado doloridas para cabalgar en una semana».

Con una petulante sacudida de la cabeza, la niña saltó de su asiento y caminó resuelta hacia el extremo del jardín, deteniéndose ante mí lo justo para crispar sus ojos y dilatar amenazadoramente las aletas de su nariz.

«Te pido que disculpes la impertinencia de mi hija, Lailokén», me dijo la mujer con voz amable y en un latín de acento gaélico, la mirada aún fija en mí. Cuando me aproximé, pude comprobar que lo que yo tomara por una fría alegría al saludarme era, de hecho, una tristeza intensamente aguda, como si yo fuera un destino fatal al que ella diese la bienvenida. «Posee toda la arrogancia de su padre romano y nada de la céltica hospitalidad del pueblo de su madre», continuó, indicándome un banco de piedra junto a diversos trípodes de ardientes braseros y fragancias borbollantes. «Ven, por favor, siéntate un instante conmigo. Y tu evanescente compañero también».

Miré a Bleys sorprendido, pero él seguía con la vista fija en la reina mientras algo parecido a una expresión de admiración le pintaba su rostro ancho y curtido.

«¿Es mi atavío lo que os ofende?», inquirió la reina señalando su gwn y los jóvenes pechos fértiles, colmados de su propia luz rosada. «Es costumbre de mi pueblo vestir así en verano. Pero resulta evidente, incluso de noche, que vosotros dos sois de tribus muy lejanas y distintas». De una mesa cubierta de redomas de cristal coloreado y flores cortadas, tomó una prenda diáfana, coralina, y se envolvió en ella. «¿Visteis el unicornio al llegar?».

«Corrió al campo», respondí.

«Morgeu me dijo que lo asustaste ayer noche». Hablaba mientras se servía de tenazas de madera para sumergir redomas en una pócima destilada; las introducía y sacaba unas cuantas veces y luego las ponía a secar en un soporte especial sobre la mesa. «Eso me sorprendió, porque cada vez que te he visto en mis sueños diurnos, estás con mi unicornio. Esperaba que pudieras aguantarle la cabeza mientras le extraigo una lágrima o dos. La pluma que uso para hacerle parpadear no hace daño, pero lo asusta y derramo más de lo que quisiera».

Bleys se me adelantó entonces. «No ofensa de este uno», dijo. «Nuestra sorpresa, noble dama. Nuestra sorpresa tú ves este uno. Todos ojos no ven Bleys».

«Sí, eres casi tan pálido como la gente de las montañas huecas. Pero no perteneces al pueblo de los elfos, ¿no es así? Pareces ser una clase especial de hombre».

«Bleys mi nombre galo. Este uno viajero del este», se presentó a sí mismo con una profunda inclinación y se situó donde ella le indicaba. Cuando me senté a su lado, añadió: «Este Lailokén mi estudiante, un demonio loco se piensa hombre. Lailokén quiere aprende amor más mejor».

«Ojalá que todos quisiéramos eso». Extrajo la última redoma y arrojó a la pócima un puñado de granos que adensaron el aire con humo escarchado, con aromas de lluvia de húmedos prados y goteantes abetales.

«Perdóname, mi señora», dije inclinando mi bastón hacia los vanecientes vapores y comprobando que el aire estaba vacío de presencias invisibles. «Hace un momento has dicho tu unicornio. ¿Es, pues, tuya la criatura?».

Se sonrojó y tornó su atención a las redomas sobre la mesa, que ordenó ligeramente. «Desde luego, yo no soy la dueña del unicornio. Vino a mí cuando era joven, trayendo profecía consigo». Quitó unas podaderas de la silla junto a la mesa y colocó su asiento de forma que podía observarnos desde las sombras. «Lo considero mío porque, cuando lo llamo, acude». Estaba sentada plácidamente, inclinada hacia un lado, las piernas cruzadas bajo la ropa, y nos sonreía como a dos viejos conocidos. «Pero no es de mí de quien hay que hablar. Es de vosotros. Aquí estáis por fin. Después de todos estos años. Recuerdo haberte visto…» y señaló a Bleys,«… tú fuiste una de las primeras visiones, ¿sabes? Cuando yo era tan joven, no sabía que aquello eran visiones. Recuerdo aquel grueso rubí sobre tu gorro. Tú mirabas desde el bosque. Ayúdame a comprender lo que ya he visto de ti. Cuéntame tu historia».

Bleys se inclinó sin levantarse y se dirigió a las lajas mohosas. A pesar de las limitaciones de su latín, relató nuestra historia con irresistible detalle y con una serena elocuencia que convertía todas las arduas pruebas de mi breve vida mortal y nuestra persecución del unicornio en una legendaria aventura digna de la atención de los bardos.

«¿Y tú?», preguntó mi maestro cuando hubo concluido. «Ahora dice a este uno y Lailokén tu historia».

«Yo soy Ygrane, reina de los celtas», comenzó con su voz liviana, y el aire de melancolía se adensó alrededor. «Mi historia no es tan grande como ninguna de las vuestras, pues todo lo que soy he llegado a serlo por accidente y error. Por accidente de nacimiento, heredé un reino moribundo. Y por error, tomé un marido romano, cuyo vástago os halló en nuestros bosques».

«Debes de haber sido niña…», la interrumpí.

«Sí. Mi matrimonio con el Dux Britanniarum fue un error que cometí de niña. Tenía trece cuando los druidas, mis consejeros, presionados por razones políticas, me urgieron a casarme. Traté de huir poco después. Pero me encontraron y me obligaron a volver. Este es mi vigesimosegundo verano».

Bleys asintió tiernamente y, con una expresión de gran renuencia, dijo: «Perdón… ¿sí? Este uno no encuentra reina en otra tribu. Viaje mucho, ve no reina. Tú mucho especial dama».

Ygrane accedió con un suspiro grave, triste. «Es verdad. En los tiempos de la abuela de la abuela de mi bisabuela, habían pasado ya muchos años desde que los celtas abandonaran los viejos caminos, el culto de la Madre, la Diosa. Es el dominio de los jefes lo que hemos tenido desde entonces. Ahora, aun el poder de los jefes se ha debilitado… minado, habéis de saberlo, por la política de sus magistrados. Los hombres aman el poder. Insabios, los reyes de nuestro pasado emularon la civilización romana. Otorgaron poder a sus administradores. Con el tiempo, estos se negaron a devolver el poder a los verdaderos soberanos. Quisieron para ellos mismos la regencia y la guerra civil ha sido la triste realidad de nuestras vidas durante generaciones. Peor aún, los cristianos enseñan que los viejos caminos son el mal y eso hace que esté perdiendo toda influencia sobre mi pueblo».

«Pierde dioses, pierde magia», añadió Bleys con un cabeceo comprensivo. «En tiempo viejo gente trabaja cerca dioses y dioses comparten fuerza con gente. Para hace magia, fuerza viene abajo de dioses. Demonios van hacen problema con dioses y gente. ¿En, Lailokén?».

Crucé las manos sobre mi pecho, reconociendo mi culpabilidad. «Es como dices, maestro. Lo que llamas dioses son las primeras consciencias, las primeras mentes vivas. Ayudaron a formar los mortales, o por lo menos sus mentes, a partir de los materiales a mano. Pero recuerda que los dioses mismos fueron formados. Los ángeles los hicieron para que les ayudasen en su misión. Juntos, hacen la vida aun más compleja. Nosotros los demonios… seres débiles, en realidad, que somos incapaces de detener la vida y su profusión de formas, nos dedicamos sólo a la creación de enemistad entre los dioses. Para nosotros, ellos no son sino soñadores. Es tan fácil entrar en sus sueños y contaminarlos de celos, odio y violencia, ¿sabes? A cambio de ello, los dioses nos ligan con su magia, extraída de los campos de poder del planeta, y nos lanzan a la destrucción de sus enemigos. Y así, inspiramos y conducimos la guerra entre los dioses… guerra que desangra a sus creaciones. Y con el tiempo, sí, los mundos de los dioses y mortales se han vuelto muy, muy distantes».

«Pero…», dijo Bleys tornando su alegre atención hacia Ygrane, «pero tú hace mucha magia, tú ve Bleys. Los dioses aún dan a ti poder».

«Así es», admitió ella. «Y no pongo en duda que los Daoine Síd me han bendecido, eligiendo mi alma para esta vida. Yo era una niña común en un remoto clan de montaña, separada de los demás por el don de la visión, que me viene de anteriores vidas. He tenido visiones de la Diosa y del pueblo pálido y del caballo del cuerno desde antes que pudiera hablar. Toda mi vida he visto pequeños fragmentos del futuro. Cuando los druidas oyeron hablar de mí, me tomaron de mi familia, se me llevaron y me educaron para ser una reina. Me he servido desde entonces de mi don para aconsejar a las tribus. Y por este poder de los dioses, por esta visión, te veo ahora, Bleys de la dorada luz, invisible al mortal… como te vi con Lailokén en la llama del trance, muchas veces, donde todo lo que es ordinario y cotidiano se vuelve profundo y profecía».

«Este don engañoso uno», dijo Bleys alzando una tenue ceja al tiempo que me miraba. «Profecía, seis puerta poder, Lailokén. Tú ves tú mismo. Duro tiempo abre seis puerta».

«Engañoso, sí… es engañoso», confesó la reina. «Puedes estar seguro, puesto que lo que ves no puede cambiarse sino con terrible sufrimiento. Lo que se ve ya es verdad… y cambiar la verdad exige una verdad más grande. El tiempo que aguarda a mi tribu es tan hórrido; os aseguro que preferiría no haberlo visto en absoluto. Aun mi propia gente, o muchos de ellos, me sacarían los ojos por lo que he visto. Los cristianos, quiero decir. Su fe prohíbe la profecía y condena a una eternidad de sufrimiento a todos los profetas y a los que obran magia».

«¿Es esa la tristeza que percibo en ti, mi señora?», me atreví a preguntar.

Me dirigió una mirada doliente. «Siendo niña, cuando los druidas vinieron a llevárseme de mi madre, lloré. Era feliz en mi humilde hogar, allá en las montañas. Nuestros suelos eran de tierra prensada, comíamos bayas en verano y caldo de raíces en invierno, pero yo no tenía ninguna preocupación. Los faerïe jugaban conmigo y la Diosa era mi amiga. Lloré amargamente al dejar aquellos setos y arboledas donde, por vez primera, conocí la felicidad con los elfos. Pero los druidas me contaron una historia. Dijeron que era una historia muy antigua, cuyo tiempo de cumplirse había llegado. Una mujer celta amada de los Síd se casaría un día con un rey extranjero, y un niño les nacería a ambos que crecería para ser un gran rey y salvaría a sus dos pueblos de la tragedia». Sonrió levemente, como si calibrase lo absurdo del cuento. «Dicen que yo soy esa mujer… y que el salvador será mi hijo».

Sentí erizárseme todo el vello del cuerpo. «M-mi madre me dijo lo mismo», balbucí. «Me habló de una reina destinada a maridar su enemigo y a dar a luz un noble rey que nos uniría».

Abatió la cabeza cansinamente. «Yo lo creí una vez. Los druidas se sirvieron de esa historia para sacarme de casa. Desde entonces, he vivido en estas viejas fortalezas romanas adonde el pálido pueblo aborrece acudir. Para lograr provechos políticos, los druidas me casaron con Gorlois, duque de la Costa Sajona». Con una mirada de doliente ironía alzó el rostro. «Yo era joven, por supuesto, y me hallaba desorientada por mi nueva vida, una vida de sirvientas y hermosas ropas suaves. Mis visiones se hicieron más raras. Poco después estuve casada, y grávida con un hijo. Y entonces vi… y lo que vi me hizo llorar, y lo he estado llorando desde entonces. Gorlois no es el predestinado… y Morgeu…». Torció el gesto y su voz se volvió fría. «Morgeu es la hija de su padre. Él ha instigado y alimentado su arrogancia. La niña no tiene la visión. Oh, yo podría tratar de disciplinarla, por el momento, pero carezco de la gracia o la fuerza para hacerla distinta del alma egoísta y soberbia que ella es. No será la salvadora de nadie».

«Seguro tú tiene nueva visión», la consoló Bleys. «Tú mira-ve otra vez».

«Lo he hecho», admitió, dejando partir con un parpadeo el aire remoto de sus ojos. «He mirado, mi querido Bleys. Y he visto, pero no he podido creerlo. Otros que ven mejor que yo me aseguran que es verdad. Quisiera creer. Quisiera un destino. Pues esa historia ha de ser verdad… o mi cómoda vida envuelta en estas finas ropas y habitando antiguos palacios está vacía, es una broma».

«Y así, me halláis como me veis. Mi vida la llena sólo el esperar y esperar… esperar algo que acaso nunca llegará a ocurrir». Dirigió una mirada a la mesa. «Paso el tiempo haciendo estas pociones, aguas especiales que portan encantamientos. Las hago para mi pueblo. Los granjeros las usan para sus cosechas y rebaños; las mujeres, como bálsamos curativos. Me volvería loca sin este trabajo».

«Sin duda», intervine elevando la voz, «los hombres de esta fortaleza te son leales».

«Sí», confirmó alzando con orgullo su cuadrado mentón de leona. «Son mis fiana. Provienen de todas las tribus. Les disgustan las riñas políticas y contienda civil de todos esos pequeños jefes y magistrados. Aborrecen las guerras que nos han dividido y debilitado frente a nuestros enemigos, y buscan en mí el retorno a los viejos tiempos. Pero son mi propia gente y no el lejano amor de aquella historia que se llevó mi infancia».

La sinceridad y la tristeza de esta hermosa joven despertó una profundidad de sentimiento en mí que no había experimentado desde mis primeros días en este mundo. Me recordaba la fervorosa presencia de mi madre. Cuando Óptima me sonrió, sentí el amor por primera vez… y me volví humano. Cuando esta reina me miraba como si me conociera —y yo sabía que de algún modo era así gracias a su visión mágica—, yo sentía renovarse aquel amor, y mi humanidad despertaba con él otra vez.

Bleys me aferró la rodilla con mano fuerte, leyéndome los pensamientos en la ávida intensidad de mi mirada. «Nosotros un tipo, tres de nosotros. Nosotros un tipo magia. Sabemos magia, y ¿para qué? Sabemos magia para poder rompe límites. Para este uno y Lailokén, Bleys usa magia rompe límite. Cazamos unicornio y montamos camino cielo. Tú ayudas, Ygrane, tú viene también. Ayuda caza unicornio y viene montas con nosotros camino de cielo».

Sonrió ella con tristura y sacudió la cabeza. «No, Bleys. Estos límites son mi vida. Soy una reina. Si abandono eso, abandono a todo mi pueblo. No hay cielo para una reina a menos que ese cielo pertenezca a su pueblo».

«Bien dicho, mi señora», respondí con sincera y creciente admiración.

Pero, reflejando la tristeza de la mujer en su propio, antiguo rostro, Bleys movió la cabeza. «¿Por qué tú no salva ti misma? No puede salva otro. Todos iguales ante muerte. Todo rango, todo poder grande ilusión. Mundo-matriz va y va y va. Mundo-matriz hace sólo problema».

«Aun así», dijo Ygrane bajando con deferencia su verde mirar, «estoy atada por las ilusiones del amor a servir a mi pueblo. Mi vida le pertenece. No puedo irme contigo… pero puedo serte útil. Puedo ayudarte a partir, quizás».

«¿Tú hace esto por nosotros?», preguntó Bleys, no queriendo o no pudiendo disimular la esperanza en su voz.

«Es verdad lo que tú dices. Pertenecemos a una misma clase, nosotros tres». Se levantó con una gracia tan boyante que nos puso en pie sin quererlo. «Os diré el secreto del unicornio, que os asegurará vuestra ascensión al cielo. Pero no ahora. Por ahora, basta con que sepáis sólo que el unicornio os quiere entregar al Dragón. Sabréis, por supuesto, que os ha traído hasta mí para que yo os sacrifique a la gran bestia telúrica».

Bleys la observó en silencio, calibrando su propósito. Torpemente, inquirí: «¿Adoras al Dragón, mi señora?».

«Mis dioses, los Daoine Síd, habitan bajo la tierra, donde el Dragón los protege. A cambio, lo alimentan. Querrán que os sacrifique».

Los finos ojos de Bleys se achicaron aun más, hasta no ser más que dos tensas hendijas. «Tú no sacrifica este uno. Nosotros un tipo, tres de nosotros».

«Sí, Bleys, somos una sola clase de seres, nosotros tres. No lo niego. Pero ten cuidado, los Síd te quieren para el Dragón. Y el unicornio, asimismo, tiene la esperanza puesta en ofrecerte a la Bebedora de Vidas».

‡ ‡ ‡

Al final del largo salón donde los comandantes romanos arengaron a sus tropas un día hay una capilla que la reina ha dedicado a la Bebedora de Vidas. La estatua que hay allí es la de Morrígan, la diosa de fieros colmillos con el collar de cráneos humanos: una antigua personificación del Dragón. Ygrane se sienta en su pedestal, se apoya en la espinilla de la ogresa caníbal y escucha el atabaleo de los cascos de caballo en el enguijarrado del patio cercano. Los sonidos ajetreados de la partida a caballo de Dun Mane, que se prepara para retornar a Maridunum con Morgeu y Raglaw, reverberan en mudos ecos a través de los corredores de piedra. La colman de tristura, pues había esperado pasar más tiempo con su hija, instilar en ella algo de sus artes mágicas antes de devolverla a la influencia severa y marcial de su padre el duque.

Estas preocupaciones maternas se dispersan cuando la estatua a sus espaldas empieza a vibrar, indicando la llegada de los Daoine Síd. Leves como polillas, entran en el santuario con un aroma de lluvia. Traen un revuelo de fuegos fatuos, un parpadeo de llamas anaranjadas que preña el aire de la inconsolable solitud de su exilio del Gran Árbol, esa melancolía que acosa siempre a los desposeídos. Entonces, una de las muchas chispas que llenan la cámara se separa de pronto de la neblina crepuscular que forma la presencia del grupo y asume forma humana.

Gradualmente, la figura de Príncipe Noche Brillante se concreta en el aire y el Síd se inclina, respetuoso, ante la reina. Vestido con capa y pantalones verdes, túnica dorada y botas amarillas, el príncipe derrocha el gesto regio y desenvuelto de un jefe élfico. Con un movimiento de la cabeza, lanza hacia atrás sus largos bucles castaños y encara a Ygrane con verdes ojos oblicuos, que revelan su parentesco con los de la mujer. «Hermana, tenemos que hablar».

«Con alegría, hermano. Pero ¿por qué has venido con legión tan poderosa?».

«Venimos a llevarnos al llamado Bleys…». Pausa un instante y la mira con penetrante hondura. «Para alimentar al Dragón».

Los ojos de la reina muestran momentánea alarma, pero su voz permanece tranquila. «Comprendo la necesidad del Dragón, pero no debemos desperdiciar a Bleys. Es el instructor del Habitante Oscuro. Nos hace falta para que enseñe a Lailokén cómo usar sus poderes en un cuerpo humano».

El príncipe frunce el ceño impaciente. «Hermana, he estado con Lailokén desde que llegó a nuestros dominios. He visto a los Señores del Fuego, que laboraron día y noche para meterlo en un cuerpo. Los he visto, algo que muy pocos dioses han hecho, y puedo decírtelo: son seres sorprendentes. A Lailokén lo han hecho entero. No necesita las enseñanzas de ese hombre, no importa el poder de su luz corporal».

«Y yo digo que sí. Los Señores del Fuego adaptaron Lailokén a una forma humana, pero ellos mismos no son humanos, ¿no es así? Le hace falta un buen maestro, alguien que le enseñe cómo usar sus poderes demónicos de acuerdo con sus límites humanos».

«¿Y qué del Dragón? ¿Qué de Morrígan?».

«El Dragón beberá las vidas de los secuaces del Furor».

Noche Brillante exhala un escéptico suspiro. «Ojalá fuera así, hermana».

«Será así, hermano. Lo he visto».

«Lo que tú ves se lo llevan los vientos del tiempo, a veces para aquí, a veces para allí. Si fallamos esta vez, el Dragón nos devorará».

«Sea. No debemos fallar. Por eso necesito a Bleys. Te lo aseguro: sin él, Lailokén carecerá de destreza para afirmarse contra el viento del tiempo. Necesitamos al Habitante Oscuro en plena posesión de sus poderes, si queremos tener alguna esperanza de hacernos un lugar en el nuevo mundo que está por venir».

«No quisiera que ese lugar estuviese en el vientre fundido del Dragón».

«Tampoco yo, hermano. Pero los Daoine Síd me han dado poder para que actúe como reina». Alza su cuadrado mentón con gesto de autoridad. «Debo ser libre para dirigir las cosas tal como crea conveniente. Y tú no has de oponerte a mí».

El príncipe parece ofendido y las luces como polillas que colman la cámara se oscurecen hasta un hondo rojo-ocaso. «Has negado a Morrígan el unicornio. Ahora retienes a Bleys. Hermana, déjame que te pregunte: ¿cuánto tiempo más podremos mostrarnos avaros con el Dragón sin que se vuelva contra nosotros?».

«Confía en mí, hermano. Tengo una visión para Lailokén. Confía… él redimirá nuestra alianza con los romanos».

«Pero los romanos no existen ya. Las carcasas que dejaron atrás son sólo sombras de los conquistadores que nos echaron del Gran Árbol. Son britones», los nombra con frialdad, «una de las viejas tribus que nos sirvieron tiempo atrás y que ahora siguen al dios crucificado. Son desleales».

«Han aprendido mucho de los romanos, mucho en el terreno de la guerra. Los necesitamos para que contengan al Furor».

El príncipe pasea airado y las chispas a su alrededor se rusentan hasta un tono casi púrpura. «Los Daoine Síd preferirían volver al Gran Árbol a lomos de romanos y britones. No queremos alianza con el dios crucificado. Tenemos más en común con el Furor que con estos invasores del Sur Radiante».

Ygrane alza una asombrada ceja ante esta explosión. «Y sin embargo, son los Señores del Fuego los que enseñaron su magia a las tribus del Sur Radiante y nos han dado a Lailokén. Sin duda, los Señores del Fuego recuerdan que los celtas conquistaron un día el Sur Radiante y vivieron allí. Sin duda recuerdan que los Daoine Síd aprendieron mucho de la magia de las tribus meridionales. Y ¿no es esta precisamente la razón por la que el Furor me rechazó cuando me ofrecí a él?».

Noche Brillante se detiene y se pasa ambas manos por su esplendoroso cabello, tratando de contener la gran confusión de su mente. Ha de hacer algo. El Dragón está vorazmente ansioso de alimentar su cantoensueño. Sin embargo, sabe que Ygrane tiene razón y que él debe esperar. Pero ¿cómo? No hay tiempo. Su ira recae sobre aquel que les ha empujado a semejante desesperación: «El Furor está loco. Está obsesionado con la pureza del Norte Perdurable. Cree que ensuciamos esa pureza. Nosotros, que un día dominamos desde la tundra hasta el Indus, cuando él no era más que un diosecillo que se arrastraba por las tierras raíz. ¿Cómo llegó a semejante poder?, te pregunto. ¡Dándole un pedazo de sí mismo a un troll! ¿Y ahora se atreve a decir que nosotros somos la mácula y que hay que purgarnos de esta tierra? ¿Qué autoproclamada santidad cree que le da derecho a someternos a estas monstruosas purgas de sangre? Te lo digo ahora, hermana: me alegro de que no te aceptase».

Ygrane le sonríe afectuosa. «¿A pesar de que tengamos tanto en común con él, hermano?».

Noche Brillante hincha sus carrillos tratando de expulsar de un soplo toda su confusión. «He dicho una tontería. Desde nuestro exilio del Gran Árbol, hemos perdido todo lo que un día compartimos con los Nómadas de la Caza Salvaje. El Furor quiere destruirnos, hacer lo que los Faunos no pudieron. No es un pariente, ya no. Pero… temo al dios crucificado».

«Y con razón, hermano», dice, la voz conciliadora. La mirada salvaje en los ojos del elfo le preocupa. Entiende su desesperación, su desesperación por hacer algo, alguna cosa que le ayude a él y a su pueblo; y reza con secreta introversión que su visión los guíe a través de estos tiempos temibles. Y sin embargo, no le mentiría a él más que a sí misma, de modo que continúa: «No debemos olvidarlo nunca: los Señores del Fuego no son terrestres. La magia que enseñaron al Sur Radiante, la magia que el dios crucificado porta hacia el norte desde los vientos arenosos del desierto, la magia que llaman el Verbo es peligrosa. Lo transforma todo. Y esto lo descubrimos nosotros mismos durante nuestro tiempo en el sur, cuando aprendimos runas y números. Nos cambió, y hasta tal punto que el Furor, nuestro antiguo pariente, ahora nos rechaza. La magia del Verbo lo cambia todo. El mismo dios crucificado lo admite, pues afirma que, si nos aliamos a él, no moriremos, sino que seremos plenamente transformados».

El príncipe hace un suave sonido de aceptación y empieza a desvanecerse. «Hermana, estos cambios nos asustan. El viejo ha sufrido tanto cambio ya… ¿podrá resistir otro?».

«Nuestro señor es un superviviente. Alguien Sabe la Verdad nos guio a través del tiempo de las Madres y sobrevivió el cambio al tiempo de los Jefes. Superará este cambio también. Llévale mis parabienes, hermano Noche Brillante, y dile a nuestro señor que con el Habitante Oscuro por aliado Morrígan pronto volverá a beberse las vidas de nuestros enemigos».

Las motas crepusculares en el santuario se oscurecen, se tornan púrpuras y ultrapúrpuras más allá de la vista, dejando que la cámara se ilumine otra vez con el cande resplandor de la luz del alba.

‡ ‡ ‡

Los soldados nos condujeron al principia, un edificio masivo con columnatas azules de madera, escalinatas de piedra y suelos de cromáticos mosaicos con escenas de los extranjeros dioses romanos. La mayoría de las estancias que vi estaban desnudas, oscuras y húmedas; vacías como el día en que las legiones se retiraron. El baño de mármol, sin embargo, era luminoso y la claridad de la mañana penetraba por una lucerna en la cúpula. La cámara estaba limpia y bellamente acondicionada, con varios espejos argénteos de cuerpo entero, paños azafrán, arcas de ropa y bancos de madera labrados con los intrincados relieves celtas.

Mientras la música dolorosa de un joven arpista me serenaba, lavé mi cuerpo de toda la mugre acumulada en mi largo viaje y examiné en los espejos mi figura. Parecía una cigüeña, con mi plumoso pelo blanco bien derramado por debajo de las alas de mis escápulas. Levanté mi espesa barba enmarañada para revelar clavícula, costillas y esternón, tan estriados como la coraza de un legionario romano. Mi rostro era afilado como pico de grulla. Mis brazos y piernas, tan largos, eran delgados y nudosos como mi bastón.

Al cabo de un rato, un soldado añoso y de rasgos severos vino a lavarme el cabello y la barba con un mejunje herbáceo, jabonoso y mucilaginoso, que olía a marchitos pastizales. Bleys observaba entretenido mientras el soldado bregaba paciente, armado de tijeras y de un peine de bronce, para desanudar y peinar mis largos mechones.

Cuando hubo acabado, mi melena de plata y mi barba recortada acentuaron los ángulos de mi rostro, dotándolo de algo del imponente aspecto patriarcal de Jove mismo: una figura que despertó la sofocada risilla de Bleys. Por último, recibí una túnica azul-medianoche, sandalias de cuero color moca y un manto negro con bordados carmesíes que sólo realzaron el efecto.

Satisfecho tras un fino banquete de salmón asado, tarta de venado y pan de avellanas, volví con Bleys al jardín. Pero la reina se había ido. Cuando pregunté por ella, se me informó de que Ygrane había sido llamada al sur para lanzar sus fiana contra los incursores bárbaros que se habían concentrado a lo largo de la Costa Sajona. Nos tomó, hasta cierto punto, por sorpresa saber que debíamos encontrarnos con ella en la fortaleza de Maridunum y que tendríamos que viajar hasta allí en compañía de su hija, la princesa Morgeu.

‡ ‡ ‡

El unicornio se alza, liviano y muscular como niebla, en el túnel del bosque. Flores dispersas y frutos caídos arden en la penumbra, exóticas conchas lavadas por un insólito mar. Espera la llamada de Ygrane. Ahora debe ir allí donde ella conduce a Bleys. Para cumplir su misión ha de confiar en esta humana cuyos dedos anillados de plata tienen el aroma del trueno. Pero ¿dónde lo está guiando… y por qué?

Un arroyo cercano murmulla con perdurable portento. Sucesos ligados a consecuencias derivan hacia otras consecuencias, más profundas, más extrañas. El unicornio quiere volver al hogar, a los campos del sol. Del Dragón ha tomado ya suficiente energía. Ha visto todo, y aun más de lo que deseaba, de las vidas parásitas que pueblan la piel del Dragón. Por qué permanece constituye una pregunta inmensa; en especial después de que Raglaw casi lo matara. La sabiduría que necesita para entenderlo no cabría en su cráneo.

A pesar de ello, el unicornio continúa aquí. Desde su primer encuentro con los Señores del Fuego, ha aprendido de sí mismo que es una criatura obediente, y de un orden mucho mayor que las pequeñas vidas que infestan el planeta. De este conocimiento se desprende una responsabilidad de la que no puede huir. Ha sido elegido. De toda la manada, sólo él ha sido elegido. Por el honor de su estirpe, debe permanecer y completar el trabajo que ha sido enviado a consumar.

Pero ¿dónde están los Señores del Fuego con sus alas suaves de luz? ¿Dónde sus ojos vigilantes? El unicornio mira y ve piezas azules de cielo recortadas por las hojas y las ramas en su jaula de viento. Escucha y oye sólo el interminable augurio del arroyo en su carrera hacia una hondura que se lo beberá entero.

‡ ‡ ‡

«No tendrás nunca el unicornio», me amenazó la princesa mientras cabalgaba junto a ella en un fogoso corcel negro, que exigía toda la atención de mis sentidos. Nunca había montado una bestia semejante hasta aquel día y no estaba acostumbrado a la terca obstinación del caballo. Como esto ocurría en un tiempo antes de que existiesen los estribos, mis débiles piernas no podían impedir el zarandeo y zangoloteo que las hacía danzar. La musculosa excitación del animal al mínimo giro del viento y roce del tamo de la avena que crecía al borde del camino ponía a prueba mi determinación; y sólo Bleys, montado detrás de mí e infundiéndome ánimo con sus estimulantes susurros, me permitía dominar la bestia.

«Yo no quiero el unicornio», le respondí con sinceridad. Pero, no deseando enfrentar su mueca burlesca, volví la vista hacia las laderas cubiertas de arbustos, el mar centelleante allá abajo, las gaviotas volando en círculos y, más allá de todo ello, el perfil de Mona purpurando el horizonte bajo castillos de nubes estivales.

«Tú me dijiste que lo estabas persiguiendo», presionó Morgeu. «¿Eres un mentiroso?».

«Estaba persiguiendo el unicornio… y me llevó a ti. Esta razón debiera bastar para que seamos amigos». Miré alrededor en busca del guardián de la niña, algún adulto autoritario que pudiera salvarme del descaro de la jovencita. Pero los guardias a caballo estaban atentos sólo a los matorrales junto al camino y al centelleo de los árboles en las laderas superiores. Muchos cabalgaban detrás, guardando la carreta cubierta de piel de jabalí que portaba las provisiones de la fortaleza.

«Si hemos de ser amigos», dijo entonces, gélidos los ojos como guijarros pulidos, «has de darme un regalo».

«Ya tienes el regalo de la amistad de Lailokén», repliqué apaciblemente y traté de apartar mi caballo del suyo.

Pero ella era mucho mejor jinete que yo y se mantuvo a mi lado. «Pruébame tu amistad, Lailokén», insistió, ceñuda como uno de los demonios que colman los templos del país de Bleys. «Dame un regalo, te digo. Algo simple. Por ejemplo, ese tosco y feo bastón que llevas ahí». Alargó la mano y cogió el Bastón del Árbol de la Tormenta que un soldado había sujetado a mi silla de montar.

«Devuélveme eso, joven damita…». Empecé a decir alto, demasiado alto, asustando a mi montura, que empezó a cabriolear hacia delante. Morgeu fustigó las ancas de la bestia con un golpe punzante del bastón y esta se lanzó a una desbocada carrera. Caí al frente, agarrándome al cuello, y vi el suelo pasar como un borrón fugaz debajo de mí. Por fortuna, la vía romana era buena y el empedrado se había hecho tan a conciencia que aún se mantenía firme después de cincuenta años. Si aquel hubiera sido uno de los muchos sucios e irregulares senderos que conocía, bien podría haberme roto mi juncoso cuello.

Penetré desesperado en el animal con la fuerza de mi corazón, intentando calmar a la asustada criatura. Bleys bramó instrucciones. Pero, antes de que lograra dominar mi propio miedo, un guerrero montado me alcanzó, se hizo con mis riendas, diestro, y detuvo por mí al bridón. Me volví en la silla, preparado para enfrentar las desdeñosas carcajadas de Morgeu.

Para mi sorpresa, vi su rostro perverso estremecerse de miedo. En la carreta, acababa de levantarse una pestaña de la cobertura de piel de jabalí revelando una mano retorcida de dos dedos y un rostro espantosamente surcado, deformado, agrietado y devastado como un tablón a la intemperie. La temible aparición regañó a la niña y se desvaneció tras dejar caer de nuevo la pestaña de piel. Morgeu, temblorosa la quijada, entregó el bastón a un guardia cercano y se retiró a una posición tras de la carreta.

Con el bordón otra vez en mis manos, el resto de la jornada continuó sin incidentes. Morgeu se mantuvo a distancia y yo no volví a ver el rostro ajado de la vieja hasta tarde aquella noche. Sólo después de cenar y de gozar del arpa y de historias heroicas, tras apagar las hogueras y disponernos a dormir bajo la vigilancia de una luna blanco-sudario, vino a mí la bruja.

Un roce arañil me sacó del primer sueño bajo una manta desde los días del amor de mi madre, y expulsé con un parpadeo la onírica ilusión de que estaba mirando el semblante aracnoide de mi viejo amigo Ojanzán. «Ven conmigo, mago», me susurró la arpía con un aliento agridulce a manzanas podridas. «Ven a pasear conmigo a través de la noche».

Hablaba en britónico, una lengua celta que mi mente demónica apenas podía recordar de tiempos tan lejanos. Mi soñolienta memoria repasó los recuerdos de cuando ayudé a Roma en su primer avance desde la Península Itálica, donde los celtas habían castigado a los primeros romanos hasta llevarlos al borde de la extinción. Para el momento en que hube revivido en mí aquella antigua lengua céltica, la bruja se había disuelto en la noche lunar.

Me senté y busqué a Bleys con la mirada. Permanecía profundamente dormido junto a los rescoldos de las hogueras. Cogí mi bordón y no quise perturbarlo.

Al borde del camino, junto a un saúco frondoso, hallé a la anciana sentada sobre sus cuartos traseros, observando el mar allá abajo y su cintilante colección de pulidos anzuelos.

«¿Quién soñó el existir de las aguas?», preguntó.

Me acuclillé junto a ella y escruté su deformado perfil; sus facciones estaban contraídas, como reducidas a escoria, su cabellos eran meras telarañas al resplandor de la noche. «¿Despertaste a estos viejos huesos para un juego de adivinanzas?».

«Oh, esto no es un juego, Lailokén… ni tus huesos son viejos como parecen». Su voz crepitó y siseó al surgir de los frágiles pulmones. «Soy la vieja Raglaw, la guardiana espiritual de la reina. Y tú eres el demonio Lailokén, que destrozó a los romanos, y antes de ellos a los aqueos, y aun antes a los asirios de Niniveh, y antes todavía a los caldeos de Babilonia». Y con una sonrisa carente de todo rastro de humor, mostró sus dientes como clavos a la noche. «Así que ahora que sabemos quiénes somos, dime, Lailokén: ¿quién soñó el existir de las aguas?».

«Dios».

Volvió hacia mí su rostro demacrado, sus ojos como húmedas chispas en las cuencas hundidas, su nariz como la negra protuberancia en el cráneo de una momia. «Y ¿a quién sirves tú vestido con estos andrajos de carne mortal? Dime la verdad, demonio».

«Sirvo a Dios. Siempre La he servido, y lo mejor que supe, desde que el cielo nos arrojó al exterior».

«Resuélveme, pues, este enigma, demonio Lailokén: ¿Qué bien hallan los mortales en la Tierra que Dios jamás puede hallar?».

Bregué con el acertijo en busca de una extraña solución, de un ensalmo, pero al final hube de admitir: «No tengo idea, anciana. Lo que los mortales hallan, así lo halla Dios».

«Piensa en ello, entonces», aconsejó, «pues aún no has captado lo que es ser verdaderamente mortal». Devolvió su atención a las aguas hilvanadas de luna. «Ya te vendrá».

Bufé de exasperación. «Dices que esto no es un juego y sin embargo me hablas como si fuera un niño».

Una risa desdeñosa chisporroteó desde la hondura de su colapsado pecho. «¿Y no lo eres, Lailokén? ¿Han visto tus ojos mortales más de doce inviernos?».

«No, pero poseo un conocimiento mayor que todos tus inviernos, anciana dama, aun si fueses tan vieja como esos faraones sepultados a los que tanto te pareces».

«Bah… conocimiento. ¿Es así como esperas servir a Dios… con tu conocimiento? ¿Qué eres, un demonio o un escriba? Mira ahí, Lailokén». Alzó su huesudo mentón a la oscuridad, borrando el poniente de las constelaciones. «Esa isla es Mona mam Cymru, la Madre de Nuestro País. Un día, alimentó a toda esta tierra… y no sólo a base de grano y ganado, no. Nos alimentó de conocimiento, pues allí habitaban los druidas, los nobles de nuestro pueblo, que sabían los caminos secretos de la tierra y el cielo, y el alfabeto de los árboles, y las historias orales de los héroes más antiguos y de las mujeres más sabias. Y yo te pregunto: ¿de qué sirvió todo aquel conocimiento bajo la espada romana? Los invasores los asesinaron a todos y su conocimiento no vale ahora más que el balbucir del viento entre los álamos. Conocimiento… ¡bah!».

La arpía se giró de golpe y me apuñaló el pecho con uno de sus dedos siniestros. «Abre esto», carraspeó. «Vamos, Lailokén. Ábreme tu corazón. Sé que sabes lo que quiero decir. Abre esto ahora y siente lo que has de sentir».

¿Qué razón tenía para resistirme a ella? Suavemente, liberé el flujo de energía de la puerta de mi corazón, que penetró en ella como si la bruja fuera humo. Con temible rapidez, mi fuerza vital se derramó a través de su ser vaporoso, como alguien que quisiera descender por una escalera oscura y no hallase sino vacío. Sólo que, en lugar de precipitarme a las profundidades, caí hacia el cielo. La sensación era tan extraña, que me desmadejé en risas. Llevado por incontenibles carcajadas, me disolví en el viento que se alzaba desde el mar. Ascendí a través de las copas de los árboles lunadas, ofuscada la visión, remontándome sobre los valles oscuros en vuelo precipitado, rayado de estrellas, más alto que el tiempo.

Una visión más vasta se abrió y contemplé los años extendidos ante mí como un tapiz serpenteante y viviente. La presciencia no era un don que poseyera, ni siquiera como demonio, y me asustaba. El tiempo es ciego. Pero para mi enhadada atención, se tornó de pronto radiante y danzó como las sombras luminosas de un fuego palpitante. Las llamas escupían pavesas enteras de historia humana donde cada color parpadeante iluminaba un linaje y destellaban generaciones; cada matiz portaba una vida, pintaba escenas y experiencias de esa vida y de las muchas vidas implicadas en ella… Y todo este panorama esplendoroso viboreaba turbulento como velos de óleo ígneo sobre las aguas.

Es difícil describirlo porque nada de ello ocurrió secuencialmente, del modo en que acostumbramos a experimentar los eventos. Un omnitiempo hervía ante mí. Pasado y futuro. Vi a través de treinta siglos o más, desde las primeras ciudades de adobe en el Éufrates hasta las torres de vidrio y acero de vuestra era. Vi todo de una vez, como me ocurriera en otro tiempo, cuando estaba en el clímax de mi locura, en las tierras altas de Cos.

El vuelo cesó, caí en picado y, mientras retornaba a través de las copas de los árboles a las líneas difusas de mi cuerpo, aquellas dimensiones misteriosas se contrajeron más allá de mi memoria llevándose los miles de millones de vidas que habían resplandecido ante mí. Traté con frenesí de retener lo que pudiese. Y, de forma natural, mi mayor atención recayó en las imágenes ardientes cercanas a mi propia, pequeña vida.

Horribles batallas bramaban por todas partes y cada uno de sus momentos era cruel como la masacre a la que yo sobreviviera a costa de mi cordura: miembros mutilados, hombres gritando, caballos salvajes bajo una espuma de sangre, montados por arqueros con petos de bronce y máscaras de cuero. Silbaban las flechas desgarrando el espacio, hundiéndose hasta las plumas en torsos bárbaros. Y allí estaba el Furor, bañado en sangre, tenso de malicia su ojo único, su barba pesada y sus mechones ensortijados volando en las alas de un viento tempestuoso, y las venas de su rostro febril palpitando como cadenas de azul acero.

Aparté mi mirada de su ira fatal y vi el tocón de un roble titánico tajado en rueda inmensa, más alta que la estatura de un hombre. La rueda cayó de lado y se transformó en una mesa grande, a la que se sentaron reyes en toda su magnificencia. ¿Era uno de ellos el monarca al que yo estaba destinado a servir? Después, la tabla redonda partió y vi murallas de piedra, el resplandor de humeantes antorchas y hogueras, trincheras lodosas provistas de picas y lanzas, y más caballeros bajo sus yelmos ferales portando curvos arcos persas. Y vi músicos y juglares, también camellos, y un elefante. Y un joven rey imberbe, con cabello negro-cuervo y ojos amarillos y un crucifijo de jade en el hoyo de su clavícula.

Entonces vi la cólera aullante del Furor enfrentar al joven rey cristiano de los ojos gentiles, dorados. Sus dos rostros me miraron desde los polos opuestos de mi destino, furioso uno, afectuoso el otro y suplicante. Y en ese espacio, experimenté la inmensa finalidad que divide la violencia y el amor, y que había hecho de mí el eje viviente entre ambas realidades, predestinado a mantenerlas separadas.

Con un golpetazo físico, me hallé otra vez en la jaula de mi cráneo, contemplando con ojos saltones la máscara maliciosa de Raglaw.

‡ ‡ ‡

«¿Viste?», resolló. «¿Viste?».

«Vi guerra…».

«¿Viste al rey?».

Asentí y casi me desmayé, desvaídos los músculos de cansancio.

Sus garras aferraron mi barba y alzaron mi rostro hasta el húmedo calor de su aliento. «¡Ese es el rey! ¡Lo has visto! ¡Solitario como un acantilado en esta orilla del parasiempre! ¡Ese es el rey que puede oponerse al espanto por un amor que aviva los siglos! ¡Ese es el rey! ¡Recuérdalo, demonio! ¡Recuérdalo porque debes hallárselo a la reina, a Ygrane, antes de que la espada inextinguible nos encuentre!».

«¿Hallarlo?», balbuceé confuso. «¿Quién es? No lo conozco. ¿Dónde lo hallaré?».

Una risa desdeñosa surgió del hoyo de su boca con un sonido chisporroteante. «¿Dónde? ¡Oh, loco! Te he mostrado algo mejor que tu caprichoso conocimiento. He llenado de visión tu corazón y te he enseñado cómo se construyen las estaciones. ¡Te he mostrado el destino! Ve ahora… apresúrate, pequeño hombre. ¡Ve! ¡El evento mortal te aguarda! Y si fracasas, no sólo tú te extinguirás, sino todo el futuro que has visto. ¡Ve!».

La macilenta, simiesca presencia de la vieja se agitó ante mí como fuego negro y yo desafié mi cuerpo exhausto huyendo de allí a cuatro patas, arrastrando conmigo mi bordón. No aminoré mi carrera hasta que estuve otra vez en el campamento y el centinela nocturno me recibió con un gesto de su cabeza desde su puesto bajo el pulgar de la luna.

Bleys yacía quieto, con el cuerpo encogido. Lo sacudí vigorosamente y, cuando volvió en sí, le solté la retahíla de lo que había ocurrido. Me acarició las trémulas manos y sonrió benigno. «No nombres lo que tú ves», murmuró y giró para ponerse a dormir de nuevo. «Encuentra verdad en milagro».

«Pero el rey cristiano de los ojos amarillos», carraspeé sin resignarme a dar por terminada la conversación. «La vieja dice que debo encontrarlo. Tiempo atrás, mi madre me habló de un rey… nacido del amor de dos enemigos…».

«Tú lo encuentra, tú sigue camino-ballena por océano de energía», susurró soñoliento. «Hace trabajo puerta. Sólo esto camino a país de Voluntad. Hace trabajo puerta…».

«Espera, maestro», supliqué, y noté que el centinela me observaba con curiosidad, pensando que le decía sandeces a los restos de la hoguera. Me volví de espaldas a él e imploré a Bleys: «Antes de que vuelvas a dormirte, dime: ¿qué bien halla el mortal en la Tierra que Dios nunca podrá hallar?».

«Tú debe saberlo… hah…». Suspiró y se abrazó a sí mismo; entonces susurró en un tono audible apenas: «Un maestro digno de él».

‡ ‡ ‡

Morgeu se estremece en sueños, gira sobre el jergón de paja que le han dispuesto bajo un dosel de ramas de pino; se sorprende al ver a Raglaw, caído el capuz sobre la espalda, de pie junto a ella. En la oscuridad, la faz combusta de la vieja tiene el lustre azabache de la armadura del escarabajo.

«Quieta, niña».

«Vieja…». Morgeu se frota el sueño de los ojos con la manga de su camisón y arroja una mirada en busca de su guardia.

«Dormidos, todos». En las cuencas arrasadas de los ojos de la vieja cintilan como puntas de aguja. «Estamos solas, tú y yo».

«¿Por qué me despiertas, vieja?». Morgeu se sienta, y su faz pálida, redonda, afronta sin temor la firme mirada del negro caparazón insectil.

«Esta es la última vez que nos encontramos, tú y yo, tiempo futuro y tiempo pasado, que aquí se intersectan, en este oscuro momento. Sólo nuestro pleito vivo, niña… y nos vive».

Morgeu, asustada por el discurso de la anciana, vuelve a mirar alrededor en busca de su guardia. La hirsuta cabeza del centinela está inclinada, el mentón contra el pecho, y él dormido frente a un fuego extinto cuyas ascuas brillan penumbrosas como rubíes.

Una densa magia enmudece las llamas, adensa la oscuridad. La niña ha experimentado esta atmósfera misteriosa en otras ocasiones, siempre con su madre y con la vieja. En los primeros tiempos que empezó a sentirla, acostumbraba a escabullirse de la cama para hallar a las dos brujas hablándoles a rápidos y furiosos rostros que se conformaban en el fuego, o realizando extrañas acrobacias con centellas en los bosques o, una vez, desnudas ambas —la vieja, un esqueleto con andrajos de carne; mármol fluido, su madre—, bailando ante un hombre velludo y gigante con la cabeza de un alce; no una máscara, sino el rostro vivo de un alce, con ojos atentos y expresivos labios negros. Tras estas ocasiones, cada vez que siente esta extraordinaria carga de magia en la noche, se acurruca más y más honda en la cama.

«¿Qué quieres de mí, vieja?».

«Quiero tocar el futuro en ti, niña». Una mano deformada como el nudo de una rama, armada sólo de índice y pulgar, emerge de debajo de sus ropas hacia el rostro de la pequeña. «Tranquila. Voy a sentir el viento del tiempo en ti».

Su palabra se hace realidad y, al toque de la anciana, el interior de Morgeu se hiela como escarchado de pronto por un viento glacial. Abre la boca para gritar, para alertar a la guardia, pero ni un gemido emerge. El toque de la bruja la ahueca, la deja vacía y muda. Y en ese vacío, las imágenes se atorbellinan.

Ve a su padre, ve su fornida figura volando por los aires, sus rasgos severos contraídos en algo más que un rictus de guerra, una mirada febril que no ha conocido todavía en el rostro del duque: miedo. Bárbaros con estrafalarias armaduras de cráneos irrumpen a través de los remolinos del humo. Lailokén está acuclillado ante behemoths negros como la pez, de visajes monstruosos: faces quitinosas de cangrejos e insectos pero extraña, protervamente sabios.

De esta turbulenta visión surge una mujer blanca como un cadáver, con rostro lunar, ojos como dos punzadas negras y melena salvaje como fuego. Es ella misma crecida: una hechicera de cuento de hadas en verdes ropajes satinados.

La mujer blanco-hueso de labios rojo-sangre mira atrás, hacia ella, a través de los años, con el relámpago de una amenaza en sus ojos atezados. Morgeu se apoca antes de comprender que la hechicera está mirando, a través de ella, a la anciana.

El rostro arruinado de Raglaw boquea de sorpresa, y gránulos de su nariz y sus mejillas se desprenden en finos penachos humosos. «Eres fuerte…», gruñe con involuntario candor, esforzándose con todo su crispado poder en doblegar a una invisible vehemencia.

La voz de la hechicera se abre en la joven Morgeu, dolorosamente fúlgida, llena del destello esmeralda de su poderosa magia. «Querías tocar el futuro, Raglaw… abortarme con tu garra. Pero me he hecho demasiado fuerte. Ahora es el futuro quien te toca a ti. Y por la mano de tu presa, te asesino, te asesino, te asesino con la misma fuerza que tú habrías empleado en asesinarme a mí».

La vieja, reducida a una estupefacta y furiosa mirada, sacude su mano extendida tratando de librarla de una garra invisible. Las descarnadas yemas de los dedos puestos ante el rostro de Morgeu se carbonizan, se desvanecen dejando un rastro de ceniza negra. Con un rugido horrísono, Raglaw se tambalea hacia atrás; la maza de su mano ha perdido los dos dedos y arde como las ascuas.

Al instante se quiebra el sortilegio. La niña Morgeu se levanta en busca de la hechicera de cuento que será ella misma. Pero se ha ido, y la vieja se ha ido; y la noche incólume se devana en las alturas, disuelta ya la atmósfera de misterio. En su lugar, hay un excitado resplandor, la estela estremecida del espectáculo.

Ve crecer la luz del fuego. Las chispas saltan otra vez creando los velos de las llamas. El centinela sacude la cabeza y la levanta, como rescatándose a sí mismo del sueño. El júbilo colma el cuerpo de la niña de una sensación aterciopelada, como el calor del vino aguado que ha probado en la mesa de su padre.

El recuerdo de su padre volando aterrorizado por el aire humeante le hace sentir sus rodillas de algodón y se deja caer de nuevo en el camastro. No comprende todo lo que ha presenciado, pero sabe sin lugar a dudas que el duque está en peligro. El miedo por su padre penetra peligroso en su ignorancia y en el asombro terrible ante lo que ha visto.

Y, niña una vez más, yace sobre su espalda y mira a través del dosel del pino, irresistiblemente despierta en el torbellino de vastos y cambiantes sentimientos, con sus ojos negros como dos gotas desprendidas de una noche sin estrellas.

‡ ‡ ‡

La bruja permaneció en la carreta todo el resto del viaje y no volví a verla hasta la tarde gris y lluviosa en que llegamos a Maridunum, una ciudad amurallada empinada sobre un calmo río. Dentro ya de la ciudad, saltó de la carreta, ágil como una rata, y me observó desmontar.

«¡Recuerda al rey!». Con un manteo excitado de sus ropas negras, estampó sus pies en las húmedas losas del pavimento.

Para evitar su férvida mirada, me calé el capuz como si quisiera protegerme de la niebla chispeante. Todo aquel incómodo viaje, me había sentido acosado por la tremenda profecía de la vieja: Si fracasas, no sólo tú te extinguirás…

Vi a Morgeu trotar por delante, luego desmontar de un salto grácil que hizo revolotear su capa como un par de alas azules. Con su pelo rojo como llamarada que la persiguiese, pasó apresurada junto a los guardias, dejó atrás el delfín de la fuente del patio y corrió hacia un edificio grande, de antigua hechura, flanqueado por robles tiesos como obeliscos.

«Un plato delicioso en el que servir la muerte», crepitó Raglaw desde debajo de su caperuza. «Puedes estar seguro, constituirá un problema fatal para tu rey… es decir, si consigues salvarlo antes del Furor. Pero para salvar, debes hallar. ¿Has pensado en esto? ¡Ahora pon buena cara, Lailokén!».

Bleys me hizo un gesto y me apresuré tras él, contento de apartarme de la vieja bruja loca. «¿Oíste lo que me dijo?», pregunté a mi maestro.

«Profetas mucho truco», replicó Bleys indiferente, caminando directo hacia la mansio, la estructura más grande y más antigua de la ciudad. Allí, Morgeu había superado ya las escaleras de mármol con unos pocos brincos y había desaparecido a través del vestíbulo. «Mucho truco para entender».

La mansio, con sus dos pisos, cuatro alas y sus pórticos de los que colgaban sarmientos, dominaba las pequeñas casas techadas de paja de la ciudad. Estas irradiaban a partir del vértice formado por la espléndida mansión, creando espiras irregulares de arbóreas avenidas, calles empedradas y veredas llenas de rodadas. Niños y canes revoloteaban por el ajetreado patio y los soldados trataban de ahuyentarlos de los caballos. Matronas que habían nutrido sus ánforas en la fuente no se entretenían a comadrear en la plaza bajo el orvallo y, protegidas las cabezas con los velos de las túnicas, se daban prisa en volver a sus hogares.

Me demoré tras mi maestro, el rostro alzado, refrescado por las agujas heladas de la lluvia mientras me bebía con la vista aquel lugar, mi primera ciudad real como ser humano. Ni una sola persona de la pequeña turba que se había acercado a saludar a nuestra partida me prestó especial atención. Los caballerizos se hicieron cargo de los animales, los vinateros ofrecieron refresco en odres de cuero a los guardias exhaustos, y un puñado de oficiales romanos ataviados con sus capas características y sus corazas de cuero sobredoradas holgazaneaban en el umbral de una taberna y observaban a los celtas con perezoso interés.

«Hombres de Gorlois», siseó una voz junto a mí, y tuve a Raglaw encima otra vez. «Gorlois… el padre de Morgeu…».

Retrocedí veloz de la bruja sombría, pero ella fue más rápida y me aferró el antebrazo.

«Vamos a ver a la reina juntos», cortó mi protesta con su voz quebrada, «tú y yo… antes de que te vayas…».

«¿Irme?».

«Has de partir de inmediato, en cuanto hayas visto a la reina». Su risa áspera ante mi aturdimiento me hirió los oídos. «¿Has olvidado ya? Hay que encontrar un rey para Ygrane».

«Pero su marido… Gorlois…», tartamudeé perplejo.

Un chorro caliente de aliento agrio me abofeteó cuando la vieja exhaló su silenciosa carcajada. «Ygrane es una reina celta. Deberías saberlo, Lailokén: puede tener todos los maridos que desee. Aunque, en realidad, ella desea sólo uno… y no al orgulloso Gorlois, por cierto. Pero ven, la reina nos espera, y también el duque, que tiene la cura para mis huesos doloridos. Debemos apresurarnos».

La garra férrea de Raglaw me arrastró tras ella y mis pies bailotearon confusamente al tratar de seguirla mientras la bruja se escabullía escaleras arriba, cruzaba el pórtico, dejaba atrás los centinelas armados y avanzaba por el amplio vestíbulo de la mansio. En las hileras de pilares acanalados, se alternaban atentos guardias romanos y celtas. Bleys caminaba invisible entre ellos, inspeccionando sus armas y percibiendo la oscura pátina del uso en sus mangos y empuñaduras. Con un gesto de su cabeza, me indicó el extremo opuesto del vestíbulo, donde una ornada enseña del águila se apoyaba contra un asta recorrida por densos símbolos oghámicos. Aquí, las tradiciones celta y romana podrían haberse unido claramente para impredecibles caminos.

Las puertas altas, lacadas de rojo, tras los estandartes unidos, se abrieron de golpe y un hombre robusto con ojos caprinos, los carrillos de un bulldog y la ausencia de un cuello irrumpió en el vestíbulo. Rubicundo, con pelo corto mosqueado y duro como las cerdas del puerco, parecía más un hombre que luchara con peñascos, un zapador de trincheras, que un duque. Sin embargo, portaba la coraza de bronce repujada con dos serpientes entrelazadas y el nudo de seda púrpura sobre el hombro izquierdo, que lo identificaba como noble. Bajo el brazo y sobre su cadera, cargaba a Morgeu, que pateaba el aire y gritaba de júbilo.

Ygrane los observaba silenciosa desde el interior de la cámara, alta y de hombros anchos pero con una expresión desdichada en sus fuertes rasgos. Cuando descubrió a Raglaw, su mirada desembocó en espanto y supe que el dolor estaba sobre nosotros.

«Has aguardado ya demasiado mientras les rompía el lomo a los piratas», le decía a Morgeu aquel bulldog de ojos diminutos. «Ahora puedo llevarte a una vuelta en barco, niña. Y después, un festín en la playa. ¿Qué te parece?». La lanzó por los aires, la cazó tomándola por las axilas y la depositó gentilmente en el suelo.

De pronto, todo desenfado cayó de su pesado rostro cuando nos miró y vio a la anciana. «¡Tú, bruja!». Su voz tonante bulló en ecos por el techo abovedado. «¿Osas desafiarme? Dije que, si volvía a poner los ojos en ti, te cortaría la cabeza… Y, ¡por Dios que lo haré!».

«Hazlo pues, Gorlois», lo espoleó Raglaw y se quitó la caperuza. «Devuélveme al Mundo Superior». Sus brazos leprosos, descarnados como varas, se extendieron hacia él de un modo extraño y angular, como en una danza ritual.

Gorlois se detuvo, leyendo locura en la bufonesca contracción de sus miembros mientras ella avanzaba desafiante.

«¿Qué detiene tu mano?», se mofó la vieja. «¿Es mi magia otra vez la que hace que yo, ya en las fauces de la muerte, tenga menos miedo de morir que tú, poderoso guerrero? ¡Cobarde!».

Cantó el metal cuando el noble arrancó de la vaina su espada.

«¡Gorlois!», gritó Ygrane.

Con un silbido rasante, la espada se difuminó en un arco asesino que tajó limpiamente el cuello macilento de la vieja. El cuerpo se derrumbó hacia delante y chorros de sangre fustigaron el rostro endurecido de Gorlois dejando en él franjas carmesíes. La cabeza cayó hacia atrás y rodó hasta mis pies. La faz agostada de Raglaw me contempló desde un charco creciente de sangre, con sus magros labios moviéndose aún, boqueando las palabras: «Encuentra al rey…».

Los fiana, que habían dejado sus puestos en cuanto la espada de Gorlois golpeó a la bruja, desenvainaron sus aceros. Pero Ygrane los detuvo alzando los brazos. «¡No!», se impuso con voz potente, ordenando a sus guardias retroceder. «Raglaw ha escogido su muerte. Yo la oí. Ha vuelto al Mundo Superior por propia voluntad». Su voz se quebró un poco y tuvo que cerrar los ojos.

«¡Enviada por mi hoja a su infierno pagano!», gruñó Gorlois y limpió la sangre de su espada en la ropa de la vieja. Desde detrás de él, Morgeu observaba con rutilante intensidad.

«Toma tus hombres, Gorlois, y vete», exigió Ygrane. Le brillaban los ojos de ira y de lágrimas. «Tu trabajo aquí ha acabado». Luego, en una voz más suave, añadió: «Morgeu, a tus habitaciones».

Gorlois dirigió una mirada dura a su mujer. «No acepto órdenes tuyas, Ygrane. Mi hija y yo nos vamos a navegar».

«No, Gorlois», dijo Ygrane con firmeza. «Morgeu atenderá los lamentos fúnebres por Raglaw con el resto de mi gente. Si quieres quedarte, tú y tus hombres haréis lo mismo. Esta no es la Costa Sajona. Estamos en Cymru, donde yo soy la ley… de acuerdo con los estatutos de nuestra alianza, marido».

La quijada de Gorlois se torció hacia un lado, vehemente. «No participaré en tus ritos paganos, mujer. Ya sabes eso».

«Entonces reúne a tus hombre y márchate… ahora». La reina dijo estas palabras sin alzar la voz, aunque esta tenía la fuerza de un grito.

Los ojos caprinos de Gorlois se tensaron y durante unos segundos se enzarzaron en un duelo callado con los de su mujer. Luego rompió su inmovilidad bruscamente y escupió a la cabeza tronchada; hizo un gesto con la espada a sus soldados para que lo siguieran y pasó como una tormenta junto a mí, como si yo no existiera. Morgeu, que lo siguió unos instantes con los ojos, arrojó una agria mirada a su madre.

«A tus habitaciones», le dijo Ygrane a la niña con frialdad.

Morgeu se precipitó al interior de la morada; la reina siguió inmóvil hasta que el último soldado romano hubo partido y el estandarte del águila se hubo perdido de vista escaleras abajo. Sólo entonces, con las mejillas pálidas, dijo a sus fiana en britónico: «Hermanos, habéis visto cómo he perdido a la celadora de mi espíritu. Hemos perdido su magia. Pero, es siempre el camino de los sabios… es siempre el camino…». Llamó una sonrisa orgullosa a su rostro infausto, «… que nuestra Raglaw haya encontrado su propio celador y a nosotros nos haya dejado un nuevo sabio. Está ante vosotros: el demonio-visitador Lailokén».

Me quedé aturdido, momentáneamente absorto, mientras los fiana me aclamaban. Todos ellos conocían mi historia, y lo bastante bien para que en pocos días arpistas de todo el país cantasen “Las Penas de Lailokén”, llevando a través de Cymru las nuevas del Habitante Oscuro hecho hombre por los angélicos Annwn, los Señores del Fuego. Por medio de aquel reconocimiento de la rema, iba a conquistar inmediato renombre.

La muerte de la vieja Raglaw les parecía a Ygrane y a su pueblo algo predestinado, algo congruente con mi abrupta llegada, como si una gran entidad hubiese fundido su género y su piel para transformarse de bruja en mago. Este tránsito creaba para ellos el ritmo de la leyenda y cantaban mi nombre en elegiaca cadencia, diciendo adiós a Raglaw y dándome a mí la bienvenida en la misma exhalación de voz.

Fue el glamour de la reina lo que templó el frío de muerte de aquella cámara ensangrentada. Pude ver el brillo azul de su influencia satinando el aire.

Me indicó que me pusiese a su lado y caminé dubitativo alrededor del cuerpo descabezado de Raglaw, buscando desesperadamente a Bleys con la mirada, buscando seguridad. Pero el viejo chino se apoyaba impasible en un pilar, negándose a encontrar mis ojos, con las manos ocultas en las mangas.

«Todo el respeto y la deferencia debidos a Raglaw deben rendirse ahora a este hombre», dijo Ygrane exhausta. Se oprimió la boca con el dorso de su mano para contener el temblor de sus labios. Ninguno de los fiana se atrevió a mirarme. Todos los ojos caían sobre la reina; y vi por primera vez, a través de la inmensa devoción que le profesaban, la verdadera majestad de la mujer. Ni palabras ni música podrían haber logrado la quietud en la que mantenía la estancia. Si hubiera llorado, habría traicionado la fe celta en el Mundo Superior más allá de la vida y yo sentí que su reino se habría desmoronado en ese instante. Pero no lloró. Cuando su mano descendió, su rostro brillaba con tan regia claridad que podría haber hecho surgir ángeles de un pozo.

Puso una mano firme en mi hombro y habló con una certeza que sus hombres necesitaban oír tras el asesinato de su celadora por mano romana. «Así como Raglaw fue la puntada que cosió los viejos caminos a los nuevos, este hombre nos unirá como la cicatriz que habitó la aguja. Y será conocido entre nosotros y en todo el mundo por el nombre de este lugar donde los honores y deberes de Raglaw han pasado a él. Desde ahora, ya no será más Lailokén, el demonio-visitador. En su lugar, será el celador de nuestro espíritu y lo llamaremos nuestro Hombre de Maridunum: Myrddin».

De los reunidos, brotó el grito triunfante de “¡Myrddin!” y yo parpadeé a la asamblea sorprendido. No estaba preparado para un salto tan repentino como aquel, que me convertía en una personalidad preeminente… Yo, que durante eras había trabajado en lugares oscuros y de un modo tan subrepticio.

La reina se tornó y Bleys y yo la seguimos a la sala central. Miré hacia atrás, entumecido, y vi que los fiana habían retirado ya el cuerpo de Raglaw y que trabajadores vestidos con calzones de piel se afanaban en limpiar el carnaje y quemar incienso para fumigar la atmósfera de la reciente violencia.

Guiados por Ygrane, caminamos silenciosos junto a las largas mesas de los banquetes, cámaras en las que pendían tapices azafrán y desde las que se filtraba música de arpa y un plañidero cantar, pasamos junto a las estancias de cartografía donde escribas garabateaban ajetreados, relegando al olvido la sangre que habíamos dejado sólo pasos atrás. Por fin, la reina nos condujo por una escalera abajo que, entre los vapores del fondo, llevaba a los baños. Sirvientes se cruzaban en los pasillos portando rollos para los escribas y bandejas de suculentos manjares para las cámaras donde sonaba la música. La muerte de Raglaw parecía no tener más consecuencia para ellos que el paso de una nube que velase un instante el rostro del sol.

«Hoy celebramos una victoria militar sobre los piratas», explicó Ygrane percibiendo mi confusión. Su voz había reconquistado la compostura. «Y ahora, honraremos al mismo tiempo el paso al Mundo Superior de la sabia Raglaw… y la llegada del mago Myrddin. Mucho tienen los escribas que registrar».

A través de un corredor abovedado de mármol veteado de azul, alcanzamos una galería abierta adoselada por una pérgola de rosas, que dominaba un parque de setos floridos. Juncales orlaban lagunas sobre las que se derramaban los sauces y un césped verdeante se extendía hasta el muro lejano y las obras defensivas que guardaban la ciudad. Más allá de las murallas, montes ondulantes cubiertos de hierba se sucedían hasta la línea tapizada del horizonte. Nos sentamos junto a una mesa de pizarra cuyas sillas enfrentadas tenían espaldares labrados con los serpenteos de un dragón. Hermosas sirvientas vestidas con camisas verdemar nos ofrecieron vino de peras, salmón ahumado y pan negro con mermelada de pasas. Bleys permaneció junto a una balaustrada adornada con caballos de mar y observó la lluvia gentil motear las pilas en que se bañaban las aves.

Bebí el vino y mordisqueé el pan para responder a la obligada hospitalidad de la reina. «Mi señora», empecé en tono de grave duda, «debo decirte que yo no soy digno de reemplazar a Raglaw como celador de tu espíritu».

«Myrddin, que no haya falsa modestia entre tú y yo, por favor». Ygrane volvió su perfil leonino hacia la cadena de árboles que bordeaba el jardín y noté de pronto qué agobiado y cansado parecía su rostro al resplandor de aquella luz. «Supongo que no tendrás duda de que Raglaw te apreció en tu justa medida. Fue la última celadora real y, antes de ello, reina. Poseía lo que llamamos el ojo fuerte, pues podía ver una profundidad de las cosas más grande que la mayoría. Cuando los druidas me trajeron aquí, fue de ella de quien aprendí a entender lo que veía».

Su voz, desapegada y débil, derivó hacia un susurro: «Su muerte no es, como debes de haber pensado, del todo inesperada. Habría querido pasar al Mundo Superior con la caída de las hojas. Ambas lo vimos. Pero hoy nos ha sorprendido a todos haciendo que su muerte fuese un desafío para el duque… como si se tratase de una vida por otra. Ha sido su último acto de magia… para mí».

«Pero, no lo entiendo», repuse. «¿Por qué la ha matado Gorlois?».

«Eran enemigos, desde luego», respondió la reina con tono obvio. «Raglaw le recordaba su lugar y nunca le permitió olvidarse de que en estas tierras es un extranjero. Ya te lo he dicho, fueron los druidas los que organizaron mi matrimonio con Gorlois como salida política, cuando su reino estaba bajo la terrible amenaza de los piratas sajones. Con la armada romana lejos de nuestras islas desde mucho tiempo atrás, los bárbaros tenían pleno dominio de sus costas y estaban seguros de poder alzar pronto su cabeza en una pica. El que ninguna de las familias romanas que quedaban en Britania pudiese emplear sus fuerzas para ayudarlo sin poner en peligro sus propios dominios constituyó una ofensa para él. Le obligó a actuar por sí mismo. Los druidas le ofrecieron fuerzas celtas, si aceptaba casarse con su reina».

«¿Por qué?», pregunté confundido. «¿Qué ventaja hallabas casándote con el arrogante invasor?».

«¿Puede haber otra razón que el poder?», replicó amargamente la reina. «Con tantas de nuestras tribus convertidas al cristianismo, los druidas tenían razones más que suficientes para querer una alianza con los romanos. Casarme con un duque cristiano que necesitaba nuestras huestes, que protegiese sus intereses, era la mejor opción. Los romanos de la Costa Sajona han renunciado a enviar misioneros a nuestro país; y, desde luego, el olvido de las viejas costumbres se ha hecho más lento aquí, en Cymru».

Devolvió su mirada a los robles y perennes magnolias. Era su melancolía, quizás, lo que la hacía tan bella. En su rostro brillaba una sabiduría nacida del sufrimiento.

«No te equivoques respecto a mí, Myrddin», continuó la reina. «Sé que esta vida no es la mía, que no soy sino una efigie fabricada por los druidas que me controlan. Pero aun siendo lo que ellos han hecho de mí, tengo un alma. Es mi pueblo. Lo que pueda hacer para ayudar a mi gente, lo haré. Como reina, me complace preservar la cultura de mi pueblo, pero como mujer…», se detuvo. «No le he dicho esto a nadie; sólo Raglaw lo sabe… lo sabía». Pausó para contemplarme intensamente. «Ella habría matado al unicornio, lo habría sacrificado al Dragón. Pero la detuve, porque creo que hay un camino mejor. Sí, el Dragón, fortalecido por el sacrificio del unicornio, nos habría ayudado a derrotar a los invasores en una o dos batallas. Pero yo tengo un plan más vasto, y Raglaw lo confirmó con su visión… una visión que compartió contigo, Myrddin».

«El rey…», murmuré. «Me mostró el rey que engendrará al salvador».

«Sí. Es el consorte de mi destino».

«Pero ¿y Gorlois? No parece un hombre capaz de tolerar a un rival».

El verde de los ojos de Ygrane pareció oscurecerse. «Yo… yo anhelo amor, Myrddin, un amor verdadero. No una solución política. Gorlois nunca me ha querido, ni yo a él, como es evidente para todo el mundo. Sufrí una noche de sus lúbricas atenciones cuando no tenía más de quince años y concebí a Morgeu. Desde entonces le he permitido el uso de mis soldados y mis fortalezas, pero no de mi cuerpo». Depositó en mí un peso implorante de esperanza y cogió mi mano con fuerza. «Myrddin, ahora ya no quiero creer que la historia que he visto tantas veces en mis visiones es falsa, una trampa cruel que abocará a una vida de inútil miseria. ¿Por qué permitiría Dios semejante cosa? Puedo soportar el sufrimiento, te lo aseguro, si hay utilidad en él. Sólo quiero hacer realidad la antigua historia que me sacó de mi hogar simple en las montañas. Quiero que halles para mí mi verdadero amor, aquel que mis visiones me han predestinado. Raglaw misma dijo que era un hombre real. Ella lo vio y no dejó de mostrártelo. Quiero que partas ahora y lo encuentres».

«¿Yo?». Mi incrédula voz brotó de la garganta antes de que pudiese siquiera pensar. «Yo soy un demonio. ¿Qué sé yo de amor? Todo lo que he llegado a conocer es el amor de mi madre; nunca el amor del que estás hablando».

«No son tan diferentes», dijo Ygrane con afectuosa confianza, buscando en mi rostro un destello de comprensión. «Para cumplir mi destino, sé que probablemente deberé encontrar otro marido entre los romanos. Pero sueño esta vez con un verdadero marido, un hombre bondadoso, no un bruto como Gorlois, ni tampoco un campeón de hombres en los campos de batalla; sueño con un hombre gentil, uno que ni hable demasiado alto ni ignore el mal. Imploro a mis dioses un alma gemela que sea siempre para mí lo que la armonía a la música, al alma la virtud, la prosperidad al estado…».

«Y el Primer Pensamiento al universo», concluí el antiguo y famoso símil, al tiempo que arrojaba una suplicante mirada a Bleys.

«Este uno sabe qué tú quiere. Ygrane. En India, tal uno llama Gandharva… hombre-mujer…», intervino Bleys, rompiendo su silencio.

«¡No!», protesté, dando por sentado que creía que el rey de los ojos amarillos que yo viera era un fenómeno sexual de algún tipo. «No un hermafrodita, pues tales mortales existen. Eso sería un desastre…».

Bleys me miró de soslayo. «Tú no entiende, Lailokén… Myrddin, hah. Esta reina no busca varón mujeril. Esta quiere hombre para mujer… verdadero Gandharva».

Lo entendí entonces, aunque apenas podía creer que estuviésemos teniendo aquella conversación momentos después de la muerte sanguinaria de Raglaw. Muerte y sexo, las entrelazadas serpientes de la vida mortal, tensaron sus adujas en torno a mí. «Ah, sí, desde luego, un hombre que puede servir tanto como dominar, el ideal mismo de la virilidad en la imaginación femenina», dije, algo sarcástico. Suspiré entonces y moví sin esperanza la cabeza. «Lo mismo podría tratar de robar la luz del alba. Nada sé de semejante amor. Y esto no es falsa modestia, majestad. ¿Cómo puedo encontrar para ti lo que ni yo mismo conozco?».

«¿Y qué hay del amor que sientes por tu maestro?», insistió la reina.

«Sí, pero con Bleys es diferente», repliqué. «No fueron amor, armonía y virtud los que nos unieron. Él busca sólo el unicornio y le basta creer que yo puedo ayudarle a capturar la milagrosa criatura. En cuanto a mí, mi propio interés me lleva a querer aprender de él cómo expresar mis poderes naturales a través de esta pobre estructura mortal. Ya ves, como tus druidas y romanos, todos buscamos poder… no amor».

El rostro de la reina se iluminó. «Favor por favor, entonces. Ambos tendréis el poder que buscáis: yo puedo ayudaros a capturar el unicornio». Dirigió a Bleys una sonrisa esperanzada y luego a mí. «Ayer noche, Raglaw acudió a mí en trance. Me dijo que te había otorgado una visión del tiempo por venir, tal como ella y yo habíamos acordado tras convencerla de que no sacrificase el unicornio. Aseguró que, en ese rapto profético, habías visto el hombre que es mi destino, el verdadero rey que será mi amado y el padre de la esperanza de nuestro pueblo… mi Gandharva, como Bleys lo llama».

La revelación se dilató en torno a mi visión del joven rey con ojos amarillos y el pelo de la negrura de los cuervos, y murmuré: «Sí, quizás la anciana me mostró un hombre, pero…», fruncí el ceño. «Mi señora, el hombre que Raglaw me mostró era un cristiano».

«Sí, Lailokén. Así ha de ser… para que se cumpla la profecía». Me apretó la mano y se recostó en el asiento con una mirada de frágil satisfacción. «Amor es lo que busco, Myrddin. Un amor que he conocido en otras vidas, pero no en esta. La fe no supone un obstáculo para mí. ¿No me he entregado ya a un cristiano, y por razones políticas? ¿Por qué no, pues, hacerlo por amor y por la salvación de mi pueblo?».

«Mas ¿te corresponderá en el amor?», me extrañé. «¿Basta la profecía para inspirar amor? Ambos sabemos que el viento del tiempo cambia y que lo que hemos visto no es necesariamente lo que será».

Un intenso arrebol iluminó desde dentro su rostro. «¿No te das cuenta, Myrddin? Raglaw se dejó morir hoy porque lo que te mostró está destinado. Se apartó para permitir tu avance. Si hallas este hombre y lo traes a mí, seré plena en el sentido más profundo que una mujer puede conocer. Si en la mente de Dios estamos destinados a encontrarnos, él me ama ya».

‡ ‡ ‡

El Dragón se enrosca sobre sí mismo, escuchando los cantoensueños que se filtran en la tierra desde las profundidades estelares. La música de sus otros yos, de los Dragones de otros mundos, es al mismo tiempo rápida y calma, y abre dichas amorosas en el líquido de su cerebro. Arrobado por este gozo, querría cantar con la dulzura que proviene de una fuerza grande, pero le falta poder. Y semejante falta supone un absorbente dolor.

La mente introvertida, el Dragón se siente desgarrado y solo. Los cantoensueños tañidos en los vientos estelares viajan directos a través del centro deseante de su carencia. Las estrellas caen por el vacío. Los demás están tan lejos. Debe alcanzarlos de algún modo, debe absorber fuerza de sus propios confines escabrosos para poder cantar con suficiente energía y participar en el génesis interminable del Dragón.

Pero, de momento, se enrosca sobre sí mismo en su propio círculo mortal, escuchando, anhelante. Las estrellas caen por el vacío. Las galaxias giran en sus ventosas espirales. Y el Dragón sueña la primera canción, la primera música de los Señores que encendió en la Tierra el fuego.