Capítulo II

La ilusión de la muerte

La humanidad está hipnotizada por la idea de la muerte. El vulgar empleo de esta palabra denota la ilusión.

En labios de quienes debieran tener mayor conocimiento oímos expresiones como las de «la implacable guadaña de la muerte», «tronchada en la flor de su edad», «desaparecido para siempre», «todo acabó para él», «pérdida irreparable», etc., al hablar de una persona que acaba de marcharse de este mundo, como si diesen a entender que ha dejado de existir y ya no es nada.

Sobre todo en el mundo occidental predominan estas pesimistas y escépticas ideas, a pesar de que la religión cristiana allí prevaleciente describe las delicias del cielo en tan vigorosos y atractivos términos que todos sus fieles deberían desear el tránsito a tan feliz y dichosa vida.

Si los cristianos creyeran sinceramente lo que su esotérica religión les enseña y promete, en vez de lamentarse amargamente y vestirse de luto cuando alguno de sus deudos y allegados muere con las debidas disposiciones, habrían de entonar cantos de júbilo y engalanarse floridamente por haber pasado el ser querido a la dichosa, feliz y bienaventurada vida celeste.

La generalidad de las gentes, no obstante la fe que profesan, temen la muerte, les espanta su imagen y les conturba su recuerdo con invencible terror.

Sin embargo, quienes conocen la ilusión de la muerte no experimentan tan siniestras emociones; y aunque naturalmente sientan la temporánea separación del ser amado, saben que no lo han perdido para siempre, sino que tan sólo pasó a otra fase de vida y que nada de él se ha aniquilado.

Relata una secular fábula índica que al notar una oruga la languidez anunciadora del fin de su estado reptante y el principio de su largo sueño de crisálida, reunió a sus compañeras y les dijo: «Triste es pensar en el forzoso abandono de esta vida que tan halagüeñas venturas me prometía. Segada por la guadaña de la muerte en la flor de mi existencia, soy un ejemplo de la crueldad de la Naturaleza. ¡Agur! mis buenas amigas, ¡agur! para siempre. Mañana ya no existiré.» Acompañada por las lágrimas y lamentaciones de las amigas que rodeaban su lecho de muerte, la oruga pasó a su otro estado. Una vieja oruga exclamó tristemente: «Nuestra hermana nos ha dejado. Su destino es también el nuestro. Una tras otra nos abatirá la guadaña destructora como a la hierba de los prados. La fe nos mueve a esperar otra-vida, pero acaso sea una vana esperanza. Ninguna de nosotras sabe nada de cierto sobre otra vida. Lamentamos el común destino de nuestra raza.» Después se marcharon todas tristemente.

Bien claro se echa de ver la ironía de esta fábula y nos sonreímos de que la oruga ignore la gloriosa vida que le espera cuando despierte del sueño de la muerte y se metamorfosee en policromada mariposa. Pero no hemos de sonreírnos, porque todos tenemos la misma ilusión que la oruga.

Esta secular fábula simboliza en unas formas inferiores de vida la ignorancia e ilusión de la humanidad.

Todos los ocultistas reconocen en los tres estados de oruga, crisálida y mariposa una imagen de la transformación que aguarda a cada ser humano.

Porque la muerte para el hombre no es más que el estado de crisálida para la oruga.

En ninguno de ambos casos cesa la vida por un solo instante, sino que persiste mientras la Naturaleza efectúa sus transformaciones.

Aconsejamos al lector que se asimile la moraleja de esta fábula índica que de siglo en siglo y de generación en generación aprenden los niños hinduistas.

Estrictamente hablando, desde el punto de vista oriental no existe la muerte.

Este nombre es una mentira y su idea una ilusión nacida de la ignorancia.

No hay muerte. Sólo hay vida con muchas fases y modalidades, a una de las cuales llaman «muerte» los ignorantes.

Nada muere realmente aunque todo experimenta un cambio de forma y actividad.

Así dice el Bhagavad Gita:

«Nunca nació el espíritu ni nunca dejará de ser. Nunca hubo tiempo en que no fuera, pues sueños son el principio y el fin. Sin nacimientos ni muertes ni mudanzas permanece el espíritu por siempre. La muerte no lo toca, aunque parezca muerta la casa en que mora.»

Los materialistas arguyen frecuentemente contra la inmortalidad del alma diciendo que todo en la naturaleza se disuelve y destruye.

Si así fuese resultaría lógico inferir de ello la muerte del alma; pero en verdad no hay nada semejante porque nada muere realmente.

Lo que llamamos muerte o destrucción, aun del más insignificante ser inanimado, no sé más que un cambio de forma o condición de su energía y actividades.

Ni siquiera el cuerpo muere en el estricto sentido de la palabra. El cuerpo no es una entidad sino un agregado de células que sirven de vehículo a ciertas modalidades de energía que las vitalizan.

Cuando el alma deja el cuerpo, las células se disgregan en vez de agregarse como antes.

La unificante fuerza que las mantenía agregadas retiró su poder y se manifiesta la actividad inversa.

Ha dicho acertadamente un autor: «Nunca está el cuerpo más vivo que cuando muerto.» Y ha dicho otro autor: «La muerte no es más que un aspecto de la vida, y la destrucción de una forma material es el preludio de la construcción de otra.»

Así vemos que el silogismo de los materialistas carece de premisa mayor y por tanto ha de ser forzosamente falsa la conclusión de todo razonamiento en él fundado.

Pero ni los ocultistas expertos ni nadie que esté algún tanto espiritualizado tomarían en serio el argumento de los materialistas, aunque fuera cien veces más lógico.

Porque han educido y actualizado sus superiores facultades psíquicas y espirituales que les dan a conocer que el alma no perece cuando se disgrega el cuerpo.

Cuando el individuo es capaz de desprenderse temporáneamente de su cuerpo físico y actuar efectivamente en los planos ultraterrenos, le parece fútil y absurda toda discusión especulativa sobre la vida después de la muerte:

Si un individuo que no ha llegado todavía a la etapa de desenvolvimiento psíquico y espiritual en que se tiene prueba sensoria de la supervivencia del alma, demanda una prueba de ella, digámosle que en vez de fijar su mirada mental en el exterior la enfoque, en su interior y allí hallará la prueba deseada.

Porque, como nos enseña la filosofía, el mundo interno es mucho más real que el mundo externo de los fenómenos.

En efecto, el hombre no tiene un positivo conocimiento del mundo exterior, pues todo cuanto posee es el informe que el interno le proporciona de las impresiones recibidas del exterior.

El hombre no ve el árbol que mira, sino tan sólo la imagen invertida del árbol retratada en su retina.

Además, su mente ni siquiera percibe esta imagen, sino sólo el vibratorio informe de los nervios cuyos filamentos terminales excitó la imagen.

Así no hemos de avergonzarnos de aprovechar las reservas acopiadas en las intimidades de la mente donde permanecen muchas profundas verdades.

En las regiones subconsciente y superconciente de la mente está el conocimiento de muchas fundamentales verdades del universo, entre ellas las dos siguientes: 1.º, la certidumbre de la existencia de una suprema Potestad que compenetra y mantiene el universo; ZQ, la certidumbre de la inmortalidad de nuestro verdadero ser, del íntimo Yo que ni el fuego abrasa ni el agua ahoga ni el aire aventa.

La vista mental enfocada en nuestro interior hallará siempre el Yo con la certeza de su indestructibilidad.

Desde luego que esta prueba es muy diferente de la que requieren objetos de materia física; pero ¿qué importa?

La verdad buscada pertenece a la interna vida espiritual y no a la externa física, y así por dentro y no por fuera se ha de buscar al alma.

La mente concreta sólo puede relacionarse con objetos físicamente materiales; la mente superior, subjetiva o intuicional, se relaciona con objetos psíquicos y espirituales.

La mente concreta se relaciona con el cuerpo y la intuitiva con el alma de las cosas. Por lo mismo, hemos de buscar el conocimiento respectivo en la región apropiada de nuestro ser.

Dejad que el alma hable por sí misma y escucharéis su sonoro, armónico, vigoroso y esplendente canto, que dice: «No hay muerte, no hay muerte, no hay muerte. No hay más que vida, y esta vida es ETERNA.» Tal es el canto del alma. Escuchadlo en el silencio, porque únicamente así podrán llegar a vuestro oído sus vibraciones.

Es el canto de Vida negador de la muerte. No hay muerte. Sólo hay eterna, sempiterna vida.