XXVII

Con suma atención, Beatriz permanecía ante el rey esperando su fallo. Cuando la tocó, ella sintió una nueva energía en la yema de los dedos que él deslizaba, uno tras otro, por la hendidura de su mentón. Aquel tanteo, ese interrogativo temblor, la vacilación que ella siempre había experimentado, se transformaban ahora en una clara insistencia. Era exactamente como había previsto Manuel, justo como ella había empezado a temer. Con suave y contenida pasión, aunque sin dejar de ser exigente, Alfonso le acarició la frente despejada, las mejillas, y luego el cuello y los hombros. Inmóvil, neutral en su incertidumbre, ella ni le correspondía ni lo rechazaba. Cuando sus seductoras manos intentaron acariciarle los pechos, Beatriz sofocó el parpadeante anhelo de abandonarse a la inconfesada atracción que él siempre había ejercido sobre ella. Pero ahora debía reaccionar… De pronto, de la candente intensidad en que estaban empeñadas sus íntimas fuerzas para sobrevivir, brotó un destello de clarividencia que la iluminó. Lentamente dio un pequeño paso atrás. Pequeño pero firme.
—¿Acaso no te gusto como amante?
—No me desagradáis, señor.
—Entonces, ¿por qué retrocedes así? Una fatal acusación pende sobre ti, y yo, sólo yo, poseo el poder de anularla. ¿Tan repulsivo te resulto que prefieres morir antes que corresponder a la pasión que despiertas en mí? ¿No te da miedo ofenderme?
—Más miedo me da ofender a Dios, señor.
Alfonso también dio un paso atrás y la miró estupefacto.
—«No cometerás adulterio» —murmuró Beatriz.
—Pero no eres tú quien está violando ese mandamiento, soy yo.
—Señor, en conciencia, no puedo ser cómplice de vuestro pecado. Eso sí que equivaldría a hacer el trabajo del diablo. Sería como si yo, y no Satán como una vez supusisteis, os arrastrase a la tentación, lo cual sería una grave ofensa a los ojos de Dios.
—Quieres decir que a causa de tu preocupación por el bien de mi alma, animada de una casi santa piedad…
—Piedad cristiana…
—Cualquiera que sea la clase de piedad que desees, ¿estás dispuestas a arriesgar tu vida?
—Si fuera preciso para asegurar mi salvación en la otra vida, sí, señor. Del mismo modo que quisisteis salvar mi alma, ahora es mi solemne obligación hacer cuanto esté a mi alcance para impedir que pongáis en peligro la vuestra.
—Podemos confesarnos, cumplir penitencia y nuestros pecados serán perdonados.
—No, señor. El sacramento de la penitencia no nos concede el derecho de pecar a voluntad.
—¡Por todos los santos del cielo, esas monjas han llevado a cabo su misión con absoluto e insufrible celo!
—He sido una súbdita obediente y receptiva.
—No lo dudo, con tu vida en juego —refunfuñó Alfonso irónicamente mientras la sometía a un intenso escrutinio, tan interrogativo como penetrante. Como siempre, sin pestañear, ella le sostuvo la mirada confiando en la aparente sinceridad de su fe y pureza de alma. ¡Con cuánta pasión él la deseaba en ese momento, cuán desesperadamente anhelaba dominar entre sus brazos a aquella encarnación de la virtud! Pero para hacerlo tenía que mancillarla, arrastrarla a la perdición. Imponiéndole su soberana voluntad, insistiendo en que cediera, se veía obligado a manchar esa nueva piedad que la aureolaba, constriñéndola a convertirse en cómplice de la violación de un mandamiento común a ambas religiones, a su antigua fe y a la nueva de él. Ahora la culpabilidad de estar pecando ya no recaía sobre el supuesto agente del diablo, sino sobre él, por arrastrar a una neófita en la transgresión.
Mientras la contemplaba, grandiosa en su indefensión, confiada a pesar de su desamparo, el rey se preguntó si, a fuerza de preocuparse por su salvación en el más allá, no le habría negado la realización de su felicidad en el más acá. No sólo la había privado del amor y del derecho a vivir entre los suyos, en el seno de la familia que había encontrado, sino que la estaba obligando a traicionar sus creencias ancestrales. Y puesto que el que traiciona una vez, puede hacerlo de nuevo, él sería el único responsable de ponerla en aquella despreciable senda. ¿Se volvería contra él ese peso en la balanza del Juicio Final? ¿Qué la inclinaría a su favor con más fuerza: ganar su alma para Cristo o preservarla en su verdadera esencia, en su integridad espiritual, inmarcesible? ¿Acaso no era aquélla la imagen suya que él amaba? Judía o cristiana, ella era una y la misma persona. Si la poseía, con toda su vibrante fuerza vital, empañaría el ideal que él había creado en su sensibilidad poética, sólo para ser acariciado en pensamientos. Algo tenía que haber que ni siquiera un rey como él pudiera alcanzar, pues una vez alcanzado, perdería todo valor. El ruego de piedad cristiana y la coherencia intrínseca de la imagen de ella que él había creado luchaban contra su deseo, su pasión por poseerla. Era este mundo en conflicto con el otro. El palpable placer oponiéndose a intangibles conceptos y creencias. La realidad concreta enfrentada a abstractos ideales, chocando violentamente como dos ejércitos en una batalla campal. Las ideas antagónicas de Alfonso reñían furiosamente en su conciencia, en una colisión de principios cuyo impacto era ensordecedor. Era una ensordecedora, vertiginosa lucha entre lo sagrado y lo profano…
Viendo que se tambaleaba, Beatriz apoyó una mano en el brazo del rey para calmarlo. Ese gesto restableció su equilibrio, pero el fragor de sus ideas en pugna siguió inalterado. Sólo la procedencia de ese estruendo pareció cambiar. Ya no se originaba dentro de su cabeza. Aquel ruido venía de otra parte, y era el resultado de otra clase de lucha muy diferente…
Un guardia llegó corriendo:
—¡Los moros, señor, los moros! ¡Nos tienen rodeados!
En un instintivo y violento impulso, Alfonso agarró a Beatriz por los hombros, le dio la vuelta y la empujó rudamente hacia la salida de la Huerta del Rey.
—¡Vete! —le ordenó—. ¡Sé libre! ¡Vete con quienes te aman y ámalos!
Beatriz no se detuvo a pensar. ¡A casa! ¡Correr hacia la seguridad del hogar! Y corrió dejándose llevar por el instinto. Pero cuando llegó a las puertas del dominio real, se encontró con una partida de moriscos rebeldes, armados hasta los dientes, inquietos, vigilantes, apostados a lo largo del camino que conducía a la ciudad. Beatriz no se atrevió a aventurarse más allá de la puerta del jardín. Pero, por otra parte, si los insurgentes llegaran a averiguar el paradero de Alfonso, cosa que podían adivinar de un momento a otro, cuando las tropas que saqueaban el palacio no lo encontraran, unirían refuerzos para lanzar un ataque masivo sobre la Huerta del Rey.
Atrapada, Beatriz no rebasó la puerta y buscó un lugar donde esconderse. ¡Cuán acogedores parecían ahora los muros del convento! Pero se opuso a la tentación. Había ganado su libertad porque se encontró en el improbable punto de intersección entre la inveterada indecisión de Alfonso y la inherente sed de venganza de los moros. Era mejor enfrentarse a una amenaza anónima y generalizada que a un único peligro personal. Mientras permanecía allí, tratando desesperadamente de esconderse en el jardín, alcanzó a ver un movimiento entre la vegetación plantada dos metros por debajo del nivel del suelo. Un bulto de apariencia humana, alguien astutamente escondido, extendió una mano hacia ella. Un dedo le hacía señas desde allá abajo. ¿Cristiano o muslim? ¿Enemigo o amigo? Quienquiera que fuese, también estaba ansioso por ocultarse. ¿Sería un espía? Tal vez. Al ver que ella no reaccionaba, el desconocido asomó la cabeza, fugazmente, por encima de las plantas. ¡Salah! ¡Inocente y humilde Salah! Experimentando un indecible alivio, Beatriz corrió precipitadamente a lo largo del sendero y saltó a esconderse entre los lozanos y frondosos arbustos del señorío de Salah.