III

Cada primavera, desde que se tenía memoria, una alfombra de sanguíneas anémonas diseminaba sus sedosos pétalos sobre un montículo, al pie de un solitario ciprés que crecía en las agostadas tierras cordobesas. Durante generaciones, infinidad de consejas se tejieron en torno a esas flores escarlatas que, año tras año, siempre por la misma época, aparecían alrededor del desamparado árbol, altivo en medio de tanto aislamiento. Algunos creían que bajo ese montículo yacía la tumba de un santón musulmán, y cogían una o dos flores para protegerse contra el mal de ojo. Otros, suponiendo que allí estaba enterrado un mártir cristiano, nada más abrirse las primeras flores, traían a un cura para que hiciera la señal de la cruz sobre el túmulo. Pero desde que aquella región fue reconquistada por el rey Fernando, se propagó otra versión según la cual era la sangre de los guerreros árabes allí caídos lo que fertilizaba aquel suelo y alimentaba su eclosión de flores.
Los únicos que sabían la verdad hacía mucho que habían emigrado a otras comarcas. Con la sagacidad que los hacía célebres, barruntaron la conmoción que alteraría la región cuando los cristianos desafiaron a los muslines disputándoles esas posesiones, y se refugiaron en las tierras del norte. No se equivocaron en sus presentimientos. Después de su partida, dos siglos de sangrientas luchas asolaron al-Andalus en un interminable enfrentamiento de ejércitos rivales que avanzaban y retrocedían, retrocedían y avanzaban, al ritmo de una danza macabra. Ahora, con casi toda España de nuevo en manos cristianas, el redoble del tambor de guerra había cesado. Pero cuando Manuel ibn Yatom contempló aquellos estériles páramos extendiéndose hasta el horizonte, aquel sinfín de áridos terrones, paisaje sólo roto, aquí y allá, por los esqueléticos restos de algún árbol chamuscado, comprendió que si el rey Fernando había llevado la paz a las devastadas tierras de Andalucía, era su hijo, Alfonso, quien tenía que devolverles la prosperidad.
«¿Y tantos títulos de propiedad para esto?», pensó Manuel alicaído mientras examinaba con su vista de lince el panorama desolador. No en balde el rey, corrigiendo una injusticia histórica, había devuelto a las familias sus derechos sobre aquellas tierras ancestrales. Una de las disposiciones de la real concesión estipulaba que los descendientes de los antiguos propietarios debían poblarlas y cultivarlas para garantizar que florecieran como en los días del gran Da'ud. «La cláusula no es injusta», admitió Manuel de mala gana. Sin duda, otros menos afortunados, o más codiciosos que él, se aprovecharían ávidamente de la oferta. Pero él no. Un regio don de otra clase le había caído en suerte…
Volviendo grupas, Manuel salió del camino hacia la mancha de color que fulguraba contra el tono terroso de los campos abandonados. Entonces se detuvo bruscamente. Al pie del ciprés había una delicada silueta envuelta en un manto oscuro, cabizbaja, como meditando. Desmontó a poca distancia de la mujer y se acercó despacio para no perturbarla. Pero ella parecía ajena a su presencia, tensa, encerrada en sí misma, inmóvil. Manuel rodeó el montículo hasta situarse frente a ella. Entonces dio un paso atrás y, en consideración a su recogimiento, asumió una postura de reverencia. Pensativo, se agachó para recoger una anémona escarlata, conmovedora en su fragilidad, y durante un rato la hizo girar entre el pulgar y el índice. Luego, en un cuchicheo apenas audible, empezó a rezar el Cadish, la oración fúnebre de los judíos.
Al oír el murmullo, apacible en su quietud, la mujer levantó la cabeza. Con una extraña intensidad, se fijó en el movimiento de los labios de Manuel y, junto con él, calladamente, en su boca se fueron dibujando las antiguas y entrañables palabras. «Amén», musitó ella al final y, furtivamente, como si se avergonzara, se enjugó las lágrimas que empañaban sus ojos.
—No era mi intención interrumpir vuestro duelo —dijo abrupta y tensa hasta volverse quebradiza.
—En realidad no estoy de luto. Simplemente presentaba mis respetos a mis antepasados.
—¿Están enterrados aquí?
—Eso dice la tradición familiar.
La tristeza de la mujer, su apocada mirada, centelleó fugazmente a la vida:
—¿Acaso se trata de la familia Ibn Yatom?
—¡Oh, sí! Pero… ¿cómo lo sabe?
—El nombre de Da'ud ibn Yatom es legendario en Andalucía. Se cuentan muchas cosas de él, intrigantes cuentos de misteriosas plantas y vivificantes drogas que perduran en la memoria popular.
—¿Habéis venido aquí a rezar por semejantes remedios milagrosos?
—Es demasiado tarde para eso. No. Una inusitada intuición me trajo hasta aquí. Una corazonada me dijo que si, a pesar de los estragos del tiempo, la vida persiste en este montículo, eso significa que aquí yacen aquellos secretos, que aquí vive el espíritu de Ibn Yatom.
—Vuestra intuición no os ha engañado, pero no creo que mis antepasados hubieran querido que su sepulcro fuera santificado como un santuario.
—No he venido aquí buscando a Dios ni para pedir ningún milagro divino.
—Entonces, ¿habéis venido en busca de aquellos secretos perdidos hace tanto tiempo?
—Tal vez, en cierto modo… Cuando el futuro ya no nos reserva nada, uno indaga en el pasado en busca de cualquier hilo que pueda conducirnos a algún lugar— la voz se le anudó poco a poco, desvaída y desolada.
—Pues, bien, ¡os deseo buena suerte en su búsqueda! —dijo Manuel a la ligera mientras se disponía a irse. Había algo perturbador en la insólita y casi enigmática conducta de aquella mujer insondable. Evidentemente, Manuel no se sentía inclinado a prolongar aquella conversación.
—¡No! ¡Esperad! —gritó ella en un tono de urgencia compulsivo—. Esperad un momento. Amira, ¿os suena ese nombre?
—¿Amira? ¿Y por qué habría de recordarlo?
—¿No recordáis a ningún miembro de vuestra familia que haya mencionado la rama que se estableció en Sevilla?
—Bueno, sí, ahora que lo pienso mejor, mi abuelo desvariaba sobre nuestro antepasado Hai, quien tenía una hermanastra. Al parecer, ella murió durante una epidemia de peste en Sevilla, junto con todos los suyos, y esa plaga puso fin a esa rama de la familia hace muchas generaciones.
—Eso es lo que cuentan, pero no fue así. Hubo uno que sobrevivió, del cual yo desciendo.
—¿Es eso cierto? —preguntó Manuel, cortésmente incrédulo y no poco receloso.
—Dejadme explicaros.
Fría y desapasionadamente, pero con claridad y precisión, la mujer rastreó para Manuel el vínculo perdido. Según le contó, justo antes de que la peste se propagara, Amira había dado a luz a un niño. Extenuada tras el parto, lo confió a una nodriza que se lo llevó a su aldea, en las afueras de la ciudad, hasta que ella estuviera en condiciones de atenderlo. Cuando corrió la voz de que la peste se había declarado, la campesina se negó a regresar a Sevilla; sin embargo, en cuanto pasó la epidemia, volvió a la casa de Amira para devolverle el niño. Pero no encontró a ningún sobreviviente.
A juzgar por los retazos de información recogidos en la familia durante años, parece que la ama de cría cogió todo lo valioso que encontró en la casa, incluyendo las doce fuentes de oro que el califa Abderramán había enviado discretamente a Da'ud en sus segundas nupcias con Djamila, y ese tesoro fue el que heredó su hija Amira. Por lo visto, la campesina se desprendió de las fuentes, una tras otra, para pagar los gastos de manutención del niño hasta que alcanzó la edad de trece años. Para entonces, sólo quedaba una fuente. Sin más medios para mantenerlo, dejó al niño a cargo de los rabinos de Lucena, junto con la última fuente, cosa que no sólo serviría para identificarlo, sino también para recordarle a la comunidad judía la solemne obligación de cuidarlo como merecía un descendiente del ilustre Da'ud. A pesar de las vicisitudes que el niño afrontó a lo largo de su vida, no obstante las tribulaciones soportadas por sus descendientes durante muchos años de anarquía, desde entonces la última fuente había permanecido celosamente guardada en el seno de la familia.
Una vez concluido el relato, la mujer se agachó para desatar el impecable fardo que estaba a su lado. De entre sus pertenencias, sacó la fuente de oro:
—Aquí está, ¿lo veis? La inscripción lleva el nombre del califa como donante, y los nombres de la pareja, Da'ud ben Ya'kub ibn Yatom y su segunda esposa, Djamila bat Bahya ibn Kashkil.
—Veo que leéis árabe —advirtió Manuel deslizando un versado dedo sobre el escrito grabado mientras entornaba los avezados ojos para examinar la inscripción.
—Es una tradición en nuestra familia que, tanto hombres como mujeres, reciban una excelente educación que incluye el estudio del árabe.
A pesar de su asombro al descubrir la fuente, Manuel seguía desconfiando. Un objeto tan antiguo y valioso muy bien podía haber pasado por innumerables manos a lo largo de los años. Sería preciso que la mujer aportara más pruebas que confirmaran su versión. Y también había otras preguntas…
—Lo que contáis es sumamente interesante, pero hay algo que no entiendo. Si los rabinos de Lucena conocían la identidad del niño, ¿por qué no se lo comunicaron a Hai o a sus hijos, Natan y Amram?
—A menudo me he hecho la misma pregunta, pero como todo contacto con la rama principal de la familia se interrumpió hace mucho tiempo, no sé nada de su situación, ni en aquel entonces ni ahora; de modo que mi pregunta sigue sin respuesta. Lo único que se me ocurre pensar es que las turbulencias de aquellos tiempos dificultaron la comunicación entre ellos.
—Es verdad que dijeron que Amram desapareció de Granada sin dejar rastro, y que Natan abandonó Córdoba repentinamente —comentó Manuel sin mucha convicción—, pero aun así…
En el rostro de Manuel era evidente el escepticismo, y la mujer enseguida lo tranquilizó:
—Por favor, no penséis que he venido aquí a presentar una falsa reclamación de las tierras de Ibn Yatom que deben ser devueltas a sus antiguos propietarios.
—Entonces ¿qué buscáis aquí? —la apremió Manuel.
—Como ya os dije, busco un vínculo con el pasado, algo sólido sobre lo cual cimentar mi futuro. En cuanto supe que el rey exhortó a la gente a que regresara a las fincas antiguamente perdidas, me pareció lógico que algún miembro de la familia viniera a tomar posesión de sus tierras ancestrales. La existencia de esta sepultura, y una corazonada, me trajeron al lugar indicado.
—¿Y ahora que lo habéis encontrado…?
—No estoy segura —murmuró la mujer, otra vez imprecisa, distante—, aunque siempre he querido descubrir la verdad sobre las milagrosas curaciones que el gran Da'ud dijo haber realizado.
—Me temo que no os podré ayudar en eso. Es mi padre, y no yo, quien ha continuado la tradición médica en la familia.
—¿Dónde lo puedo encontrar?
—¡Oh, a muchas, muchas leguas de aquí! A decir verdad, en el otro extremo de España —respondió Manuel tratando de desanimarla—. Es un modesto médico rural que atiende a los peregrinos en el Camino de Santiago de Compostela.
—¿Un judío atendiendo a peregrinos cristianos?
—En aquella región no hay nadie capaz de hacer ese trabajo, y resulta demasiado difícil saber dónde está. A veces ni siquiera nosotros lo sabemos a ciencia cierta.
—Eso no me preocupa. Lo buscaré a lo largo del Camino. [ 3 ] Partiré enseguida.
—¿Sola? ¿Haréis sola un viaje tan largo?
Como una tortuga, cuya cabeza retráctil se esconde dentro del caparazón cuando niños traviesos la amenazan con algún objeto peligroso, así se refugió la mujer en sí misma, tensa y hermética como al principio.
—Soy perfectamente capaz de arreglármelas sola —dijo apresuradamente mientras guardaba la fuente en su fardo y volvía a atarlo con rápidos y precisos movimientos.
—Pero en la condición de recién descubierto pariente que me atribuís, no puedo permitir que hagáis un viaje tan largo sin compañía. No me gustaría que os ocurriera nada malo en el camino.
—No quiero convertirme en una rémora para vos, ni para nadie en la familia. Mi deseo es encontrarme con vuestro padre y hablar con él sobre las curaciones relacionadas con el nombre de Ibn Yatom, porque a lo mejor viajando al pasado puede que encuentre un camino que me conduzca al futuro. En este momento, pasado y futuro son para mí callejones sin salida. No se me ocurre tomar ninguna otra dirección.
—¿Dónde está vuestra casa?
—No puedo regresar allí.
—¿Huís tal vez de la justicia?
—No en el sentido estricto de la palabra.
Perdiendo la paciencia ante las cautelosas respuestas de la mujer, Manuel la abordó sin rodeos:
—Vamos a ver. Si sois quien decís ser, y queréis que yo admita nuestro vínculo de parentesco, tendréis que manifestar hacia mí la misma confianza que yo deposito en vos. Para empezar, ¿cómo os llamáis?
—Beatriz.
—Yo soy Manuel. Y, ahora, decidme: ¿por qué estáis aquí sola y no podéis regresar a vuestra casa?
Como para continuar su camino dependía en gran medida de la buena voluntad de aquel joven bienintencionado, Beatriz se irguió, miró fijamente sus francos ojos grises y empezó a hablar tan fría, precisa y desapasionadamente como antes, aunque con una nueva intensidad:
—Porque en Sevilla se ha declarado una epidemia. Lo que Amira no hizo, o no pudo hacer, yo lo llevé a cabo. Mi esposo, Benito, trabajaba en el puerto, así que tenía que ser una de las primeras víctimas, por no decir la primera. Inmediatamente reconocí los síntomas e hice cuanto pude por él hasta que murió. Procuré que tuviera un entierro digno, aunque discreto, y luego huí de la ciudad antes de que dieran la señal de alarma y cerraran las puertas.
Las lágrimas que Manuel había visto brillar en sus ojos en forma de aceitunas cuando Beatriz movía los labios oyendo el Cadish,fueron una prueba decisiva a su favor; más que ninguna otra justificación, aquellas lágrimas confirmaban la veracidad de su relato. Y la franqueza al revelar las circunstancias de su fuga de Sevilla aumentó la confianza de Manuel en su buena fe.
—Habéis dado pruebas de una gran entereza en vuestra trágica pérdida. Estoy seguro de que la familia hará todo lo que esté en sus manos para ayudaros.
—No necesito limosnas —objetó Beatriz bruscamente mientras reaparecía en ella esa rigidez a punto de astillarse—. No estoy en la indigencia, y la educación que mi padre me dio me permite ganarme la vida.
—¿Y cómo os la ganáis?
—Como una experimentada copista que ha trabajado en el Estudio General de Sevilla. Tarde o temprano, espero encontrar trabajo en la Universidad de Salamanca.
—Pues bien, eso no será necesario —se ofreció Manuel espontáneamente—. Dentro de poco necesitaré un copista.
—¿Eso significa que no pensáis establecerse en estas tierras?
—De ninguna manera. Solamente he venido para ver en qué estado se encuentran para informar a mi padre. Soy traductor y el rey acaba de ordenarle a don Mosca, uno de sus médicos de cámara, que me encargue la traducción del árabe al romance del Régimen de Salud de Maimónides, para uso exclusivo del monarca. Podéis creerme, nos pagarán bien.
—Os agradezco vuestra oferta, pero me niego a depender de ningún miembro de la familia.
—Ni yo aspiro a manteneros —contraatacó Manuel en respuesta a su acérrimo afán de independencia—. Se trata de un trabajo que hay que hacer por orden del rey, y los honorarios saldrán de la bolsa real, no de la mía. Si no os beneficiáis de esta munificencia, otro lo hará. Pero debéis hacer lo que creáis mejor. Necesito uno o dos días para inspeccionar estas fincas, y luego podremos irnos juntos al norte. Como el itinerario hasta Santiago de Compostela pasa por Salamanca, si finalmente decidís desestimar mi propuesta, allí podréis pedir informes sobre la colocación. Y ahora, cabalguemos hasta Córdoba para procurarnos comida y un albergue decente donde pasar la noche.