XXII

Una inquietante corriente oculta perturbaba el ambiente de la Huerta del Rey, de suyo tan tranquilo, cuando a la mañana siguiente dos centinelas armados condujeron a Beatriz hasta el pabellón. Escuchando atentamente aquel rumor de sigilosa actividad, poco a poco distinguió aisladas briznas sonoras: amortiguadas voces de mando, el eco sordo de marchas militares, algún que otro ruido de armas. ¿Para qué tanta vigilancia encubierta? Nunca antes había presenciado semejante actividad en aquel apartado lugar de accesos tan bien custodiados, y ahora no veía ningún motivo que la justificara, a menos que… (la idea la estremeció desequilibrándola con la fuerza de un ariete), a menos que hubieran dispuesto una discreta vigilancia para evitar que ella, sospechosa de hechicería, perjudicara al rey con algún maleficio…
Alfonso no estaba allí esperándola como todos los domingos cuando trabajaban juntos; sin embargo, por tratarse de un día laborable, no le sorprendió. Esperó sentada en el banco de mármol, inmóvil, con la espalda erguida, pacientemente al principio, pero cada vez más extrañada a medida que la sombra del gnomon se desplazaba en el reloj solar, como si aquella tardanza estuviera concebida adrede para desconcertarla. Con el paso de las horas, su aprensión aumentaba. Célebre por su inconstancia, el rey muy bien podía haber cambiado de plan… Pero ella no dejó traslucir ninguna señal de ansiedad cuando Alfonso entró en el pabellón majestuosamente, en medio de un ir y venir de soldados, en un estrépito de armas, espantando a los pájaros que en su ilimitada libertad podían remontarse hacia el cielo.
Tras ordenar a la escolta que se retirara, el rey giró sobre los talones situándose frente a Beatriz. La cicatriz debajo de su ceja enrojeció:
—Vamos a ver, viuda Beatriz, ¿qué tenéis que decir en vuestra defensa?
La lucidez de la copista se tambaleó como una peonza antes de caer:
—Con el debido respeto, señor, no os entiendo.
—Yo tampoco entiendo nada. ¡Pero, demonios, juro que acabaré entendiéndolo! ¿Qué pasó entre vosotros dos para que don Álvaro se viera impulsado a presentar tan drásticos cargos?
—Nada de nada, majestad. Tal vez ésa sea la causa.
—Explicaos.
—Señor, don Álvaro es un hombre solitario en el ocaso de su vida. Pretendía de mí un cierto afecto humano para mitigar la fría aridez de su existencia. Los cargos que ha presentado contra mí son su venganza por mi incapacidad para acceder a lo que él deseaba.
—Es decir, aquello que también Manuel quería y a lo cual accedisteis.
—Señor, Manuel, espontáneamente, empezó a darme el mismo vivificante vigor que Álvaro quería que le diera a él, como si bastara pedirlo para que esa regeneradora fuerza fluyera de Manuel hacia mí, y de mí hasta él. Manuel tenía un don de gentes que comunicó calor a mi alma yerta, devolviéndome el deseo de vivir que había perdido a raíz de la muerte de Benito. Él me cuidó, me infundió un nuevo soplo de vida, amándome como un artista a su obra de arte. Andando el tiempo, señor, su amor suscitó el mío. Esto fue lo que Álvaro codició.
—Eso explica su pretensión, su afán de desacreditar a vuestro pariente. Todo muy lógico y claramente expuesto. Ni la menor señal de brujería en todo esto. Pero… ¿y conmigo, qué habéis hecho conmigo? ¿Por qué vuestra presencia turba tanto mi alma, provocando un sentimiento que ninguna otra mujer en el reino, por muy bella y seductora que fuera, había despertado en mí? Alguna fuerza oculta, algo semejante a un encantamiento, me arrastra hacia vos como si me hubieran privado de mi libre albedrío. ¿Cómo no ver la mano del diablo en tan inexplicable portento? —Bruscamente, su tono de voz pensativo se endureció—: A veces hay un grano de verdad en las creencias populares, ¿sabéis?
Beatriz estaba al borde del pánico. Aquella vacilación tan insensata no podía ser seria; quizás ocultaba la intención de atormentarla simplemente para divertirse. En un esfuerzo por dominar el temblor de su voz, se aferró al borde del banco hasta que los nudillos de sus manos sudorosas se pusieron blancos:
—Eso, señor, sólo corresponde a vos juzgarlo.
—A menudo os he visto como la encarnación de una tentación enviada para ponerme a prueba. Pues bien, viuda Beatriz, no sucumbiré ante esa tentación, venga de donde venga. Simplemente, quedaréis como una imagen para ser acariciada, no como una mujer digna de ser poseída. Puede que las aguas bautismales rompan el hechizo. De no ser así, ya veríamos… Y ahora, manos a la obra.
Beatriz respiró hondo para tranquilizarse, controlando su alteración y concentrándose en la tarea que tenía ante sí. La vibrante lectura de Alfonso la ayudó a calmarse, y a medida que ella seguía el texto se hacía cada vez más evidente que, aunque no se hubiera esmerado en estudiar gallego durante su estancia en Combarro, inconscientemente había aprendido muchísimo. Esta vez apenas hizo falta explicarle las Cantigas, y ambos las recitaron rápidamente de principio a fin, una tras otra, milagro tras milagro, hasta que Alfonso se calló abruptamente. Poniendo un dedo debajo de la hendidura de Beatriz, un dedo estremecido de pasión, le levantó la barbilla, y le dijo:
—¿Podéis llegar a creer sinceramente en todos estos milagros?
—Señor, si tanta gente sabia cree en ellos, ¿quién soy yo para poner en duda su veracidad? Por inexplicable que parezca, toda vez que una idea se manifiesta, incrementa la fe de quienes la concibieron, se repite y se introduce poco a poco en la mente de los demás, brotando, propagándose y esparciéndose igual que una simiente diseminada por el viento que comienza a florecer confirmando su verdad.
—Lo mismo podría decirse de la acusación de Álvaro. Una vez repetida ante un auditorio receptivo, también empezaría a aceptarse como una verdad.
—Tal vez sea así, señor, pero como supremo juez del reino coincidiréis conmigo en que se precisa una gran prudencia por parte del auditorio cuando lo que está en juego es la vida de un ser humano.
Alfonso aparentó ignorar su comentario. El interrogatorio continuó:
—¿Seriáis capaz de creer en el misterio de la inmaculada concepción y en el de la trinidad, artículos de fe en los que hay que creer sin recurrir a la razón? No seréis considerada una fiel cristiana hasta que no lo hagáis.
—A fuerza de devoción, piedad y oración, ardo en deseos de que la fe me inspire.
Alfonso la escudriñó con una especie de fascinación dubitativa que ya antes ella había vislumbrado en sus ojos, pero ahora un destello interrogativo, casi de desconfianza, emanaba de su mirada. Abruptamente le quitó el dedo del mentón liberando su cabeza de aquella posición forzada, y volvió a ocuparse de las Cantigas.
—Vuestro gallego ha mejorado tanto que creo que podréis continuar con un mínimo de ayuda por mi parte. Algún que otro encuentro de vez en cuando será suficiente para aclarar cualquier duda que pudiera surgir, así como para velar por vuestra instrucción religiosa.
A una breve señal suya, aparecieron dos guardias:
—Acompañad a la viuda Beatriz al convento —ordenó mirándola detenidamente mientras ella, con gestos deliberadamente lentos, metía en su carpeta de piel el fajo de poemas que él le había llevado. Cuando se levantó e hizo la reverencia, él creyó detectar un sutil sometimiento en sus hombros alicaídos y en la cabeza gacha, lo que indicaba una nueva humildad. Después de todo, quizás era sincera, pensó cambiando de opinión una vez más, igual que una veleta a merced de los caprichosos vientos de marzo, a menos que se tratara de una diabólica mascarada…
Los guardias condujeron a Beatriz a lo largo del estrecho sendero sin solar, pero bien allanado, que bordeaba el huerto. Mientras avanzaban bajo el etéreo dosel de flores, cuyos pálidos rosas y puros blancos se extendían como velos vestales entre las ramas de los árboles frutales, el ruido de obras en construcción, poleas rechinando, cinceles golpeando, aumentaba sin cesar. Al salir de la delicada sombra del vergel, Beatriz vio aparecer una edificación a medio acabar: estaban erigiendo un campanario sobre un truncado alminar contiguo a una antigua mezquita, en cuya cúpula destellaba ahora una cruz. La mezquita convertida en capilla había sido incorporada en el lado oriental del recinto amurallado hacia cuya ala meridional la conducían los guardias, quienes se abrieron paso apartando a puntapiés los escombros de la torre esparcidos en el camino. Unas cuantas zancadas a lo largo del muro bastaron para llegar a una oscura puerta de madera maciza con clavos de hierro que, nada más llamar, se abrió sin esfuerzo. Evidentemente, los estaban esperando.
Beatriz se detuvo un momento en el zaguán, y una diminuta monja oculta detrás de la gran puerta volvió a cerrarla despacio, con un chirrido de goznes, y luego corrió los cerrojos silenciosamente. Sin mirar a Beatriz, la tornera se escabulló, pero volvió poco después. Siempre sin mirarla ni siquiera de reojo, la monja la condujo a través de una puerta de cuarterones muy pulida. Una espesa y sombría alfombra amortiguó el ruido de sus pasos, y de pronto se encontró en medio de una gran sala bien iluminada. Allí, contra un fondo de paños de Arras, estaba la abadesa. Su mano izquierda, tan tersa que hubiera podido ser de marfil, reposaba sobre una Biblia abierta en un facistol.
Mujer de gran belleza, el velo que enmarcaba su rostro resaltaba la delicadeza de sus facciones elegantemente cinceladas. Sus claros ojos azules eran francos y espontáneos, su presencia irradiaba serenidad, y con todo, era moderadamente autoritaria. Ni amistosa ni hostil, la mirada que posó sobre Beatriz expresaba más bien un enjuiciamiento en suspenso. Era como si estuviera dispuesta a dejarse convencer, siempre que la viuda adujera la prueba de su inocencia.
—Su majestad, nuestro amado rey don Alfonso, me ha puesto al corriente de los pormenores de vuestro caso —dijo dulcemente mientras sus dedos, blancos como la cera, se deslizaban sobre las realzadas iluminaciones de las doradas páginas de la Biblia para luego acariciar las discretas piedras preciosas engastadas en el cinto que ceñía su hábito—. No es frecuente entre nosotras admitir catecúmenas, pero en vista de la larga tradición de buena voluntad que nuestro soberano ha manifestado hacia esta casa, al igual que antes hiciera su padre, una renovada benevolencia de la cual nos ha dado generosas pruebas en el día de hoy, sería descortés desoír su petición de que os otorguemos protección e instrucción.
—Estoy profunda y humildemente agradecida —murmuró Beatriz inclinando la cabeza y bajando los ojos en actitud contrita.
—De más está decir que a la más mínima indisciplina de cualquier clase, y repito, de cualquier clase, seréis expulsada. Mi más ferviente esperanza es que entréis en esta casa decidida a renunciar no sólo al pecado, sino también al mal, volviendo al buen camino y abrazando la única y verdadera fe por amor a nuestro Salvador, nuestro Señor Jesucristo. Mi fiel asistenta, sor Teresa, se encargará de enseñaros los rudimentos de nuestra santa doctrina cristiana. Esa será la instrucción elemental, previa a una educación y un examen más a fondo, que correrá a cargo de nuestro sacerdote oficiante y confesor, el padre Isidoro, antes de vuestro bautismo. No obstante, para aclarar cualquier dificultad de comprensión que tengáis referente a los misterios de la fe católica, no sólo está el padre Isidoro, sino también el rey en persona, tal y como ha ordenado. Podéis rezar en la capilla junto con el resto de nuestras hermanas a las horas canónicas, pero hasta que no estemos convencidas de la pureza de vuestras intenciones, permaneceréis confinada en vuestra celda, sola. Allí podréis seguir copiando el manuscrito del rey, pero en vuestras horas de ocio os dedicaréis a meditar sobre los artículos de fe, a orar, y a la devoción de Nuestra Señora, la Santa Virgen, y de Nuestro Señor Jesucristo. Se os dará de comer, se os entregará ropa de cama, vestidos y velas, de acuerdo con vuestra condición. Hoy estáis dispensada de acudir al rezo de la hora nona, pero sor Teresa os acompañará a cantar las vísperas. ¡Plegue a Dios que el amor de nuestro Señor Jesucristo os inspire las virtudes de la fe y la humildad! —dijo haciendo la señal de la cruz sobre la cabeza de Beatriz, y añadió—: La hermana Agnes os conducirá a vuestra celda.
A una casi imperceptible señal de la abadesa, la tornera que le había abierto la puerta a Beatriz, salió de la nada. Siempre torciendo los ojos, se hizo cargo de ella y la sacó a la galería, ahora desierta entre la hora sexta y la nona, momento en que las monjas solían retirarse a orar en la quietud del silencio. Doblando a la izquierda, la monja siguió por debajo de la arquería que bordeaba el refectorio, más que caminando casi corriendo con sus rechonchas piernas, y Beatriz tuvo que avivar el paso para seguirla. Al llegar a la esquina donde el ala sur del claustro coincidía con el ala oeste, la monja se detuvo ante una pequeña y humilde puerta, de cuya cerradura sobresalía una torcida y herrumbrosa llave. Después de mucho manipularla con sus gordos y desmañados dedos, consiguió que la atascada llave girara, empujó la puerta y le indicó a Beatriz que entrara. Entonces la puerta se cerró detrás de ella, y Beatriz volvió a sentir el tejemaneje de la tornera tratando de encajar la llave en la cerradura hasta que la hizo girar.
Al pasar bruscamente de la luz a la oscuridad, Beatriz tuvo que esperar un rato para que se aclararan las manchas multicolores que se arremolinaban en su retina. Poco a poco, los límites del espacio donde iba a vivir empezaron a emerger de las sombras. Aquello era tan estrecho, y el techo tan bajo, que más que una celda conventual parecía un trastero. En la pared del fondo, habían echado un montón de paja, fresca, lo cual la alegró, sobre un mohoso jergón a cuyos pies yacía una áspera manta de indescifrable color y un par de toscos vestidos grises. Encima del jergón, en un nicho, había un agrietado orinal, un aguamanil y una palangana de estaño abollada, cubierta con una andrajosa toalla; también había una vela en un candelero de hierro, y una caja de madera con yesca, pedernal y eslabón. Su mano tembló mientras hería el pedernal con el eslabón para sacar chispas, prender la yesca y encender la vela. Lentamente dio una vuelta sobre sí misma con la vela en la mano hasta que la trémula luz iluminó una mesita de caballete formando ángulo con el jergón. Encima del mueble había un puñado de velas de sebo medio usadas y, debajo, un escabel toscamente acabado que cojeaba debido al desigual embaldosado. Alzando los ojos, contempló el oscuro crucifijo clavado en el muro, envuelto en el demoníaco juego de luz y sombra que proyectaba la oscilante llama de la vela. Era como si la agonizante efigie de Cristo hubiera sido puesta allí a modo de reconvención, para amonestarla ¿otal vez inspirarla? mientras trabajaba…
Beatriz dejó sobre la mesa el manuscrito de Alfonso, las plumas y los tinteros. Entonces dio otra vuelta con la vela, iluminando los muros de arriba abajo, en busca de una ventana o algún ojo de buey a través de los cuales pudieran entrar el aire y la luz en el reducido aposento. Pero aparte de la rendija que separaba el carcomido batiente de la combada hoja de la puerta, a través de la cual entraba algún que otro hilo de luz, allí no había ninguna abertura que diera al exterior. Con un nudo en la garganta, ahogada por la desesperación, se dejó caer en la paja que ahora era su cama. Pero… ¿por cuánto tiempo? ¿Hasta que la luz de su vista empezara a fallar a causa de copiar noche y día a la débil luz de una vela humeante? ¿O hasta que el fétido aire le pudriera los pulmones provocándole una fiebre letal? ¿Era ésta la materialización de la cristiana misericordia del rey: una larga, aunque no por ello menos segura, manera de deshacerse de ella? ¿Había arriesgado tanto, había llegado tan lejos, sólo para acabar pudriéndose en lo que más bien parecía un confinamiento en un calabozo? Día tras día su fuerza podía menguar hasta hacerle perder las ganas de luchar. Pero tenía que luchar. Como decía el sirviente Moisés, no era del todo seguro que lo que ella temía pudiera suceder. Podía resistir el proceso de decadencia, dominarlo y mantenerlo a raya hasta… hasta… ¿hasta cuándo?
Estaba a punto de alinear sus utensilios de escritura sobre la mesa cuando oyó el crujido de la llave, esta vez girando suavemente en la cerradura. En el umbral apareció una encorvada silueta recortándose contra la luz, un pobre hombre contrahecho, giboso y retorcido, que cojeaba con una pierna más corta que la otra. Igual que la hermana Agnes, tampoco la miró. Dejando en el suelo una bolsa de herramientas, sacó de allí un martillo y un escoplo, y, con una destreza que su tullido cuerpo desmentía, practicó al nivel de los ojos una pequeña abertura cuadrada en la puerta, silbando tenuemente mientras trabajaba. Cuando terminó, se detuvo un momento para enjugarse la saliva que caía por la comisura de los labios, y luego recogió las herramientas y se alejó cojeando.
Beatriz se asomó a mirar por el ventanillo, presa de emociones encontradas. Había deseado aire y luz. Y ahora, como si algún poder invisible la hubiera complacido, aire y luz le habían sido otorgados, pero no gratuitamente. Junto con estos vitales elementos había irrumpido el espectro de un peligro acaso mayor que la oscuridad y la falta de aire: la constante vigilancia, a todas horas, día y noche.
Cuando tocaron la campana anunciando la hora nona, el brillante y vibrante tañido rompió la modorra de la siesta. Al sentir movimiento en la galería, Beatriz imaginó a las monjas saliendo de las celdas y dormitorios situados a lo largo del ala norte y oeste del claustro, cerrando suavemente las puertas, intercambiando sigilosas conversaciones mientras caminaban, de una en una o de dos en dos, a la sombra de la arquería que corría alrededor del patio hasta la capilla que estaba en el ala oriental del recinto. Al principio, se abstuvo de fisgar por el ventanillo. Del mismo modo que la hermana Agnes y el carpintero habían rehuido su mirada por miedo a que un destello de sus pupilas o su aliento pudieran hechizarlos, lo más probable era que las otras monjas también se mostraran cautas con ella. En tal sentido, sólo de ella dependía no dar pie para que tergiversaran sus actos.
Entonces se dejó caer otra vez en el montón de paja y concentró todas sus facultades en el papel que debía interpretar. Fingir humildad y acatamiento no le costaba trabajo, pero no bastaba con eso. Era su natural vivacidad lo que tenía que reprimir, la luz de la curiosidad brillando en sus ojos; y todo ello, sin dejar de observar atentamente lo que ocurría a su alrededor para adoptar los gestos y actitudes indispensables a la hora de encarnar su personaje. Incluso en ese punto debía ser muy prudente. Si aprendía muy rápidamente, dirían que contaba con la ayuda del diablo para infiltrarse mejor en aquella casa y corromper las almas de las virtuosas cristianas que allí moraban; si lo hacía demasiado lentamente, en el mejor de los casos dirían que no era receptiva y, en el peor, que lo hacía de mala gana. Cualquiera de las alternativas era peligrosa, y ese simple hecho la obligaba a buscar, y a mantener, un equilibrio sobre el filo de la navaja.
Apenas había dormitado un rato cuando se despertó con la llave rechinando de nuevo en la herrumbrosa cerradura. Ante ella, ocupando prácticamente todo el espacio de la minúscula celda, había una monja de gran estatura mirándola fijamente, con unos ojos fríamente grises y ligeramente inyectados en sangre, hundidos en una cara tan pequeña que no guardaba proporción con su descomunal cuerpo. Beatriz se precipitó a sus pies asumiendo la apariencia de humildad que antes adoptara en presencia de la abadesa: la cabeza gacha, la mirada contrita, juntando las palmas de las manos en actitud de fervor y encogimiento.
—Yo soy sor Teresa —dijo la mujer apenas despegando los delgados labios, con una ampolla temblándole en la comisura. Tanto del tono de su voz como de su porte emanaba una amedrentadora severidad. En ese momento volvió a sonar la campana del convento, esta vez llamando a vísperas.
—¡Vamos! —le dijo la monja empujándola con apremio, pero al ver a las hermanas que acudían a la capilla desde todas partes, unas cruzando el jardín, otras apresurándose a lo largo de la arquería, se detuvo en seco. Sólo cuando todas las monjas entraron en el santuario, condujo a Beatriz a través del vacío claustro. Imitándola minuciosamente, Beatriz se arrodilló y se persignó al entrar en la capilla. Entonces su catequista la llevó, no a los bancos delanteros donde estaban las otras hermanas en ordenadas hileras frente al altar, sino aparte, hacia el rincón más oscuro y retirado del templo, como si fuera una apestada.
Beatriz se felicitó, pues al instante aquella nueva humillación quedó milagrosamente compensada por las voces de las monjas elevándose al unísono. Mientras cantaban sus alabanzas gloriándose en el Señor, la cúpula devolvía el eco puro y seráfico de sus voces en mística resonancia. Aquel himno inefable la enalteció espiritualmente, conmoviéndola con tanta piedad que experimentó infinito alivio mientras unas apacibles lágrimas resbalaban por sus mejillas. Sin que nadie se lo pidiera, aquella auténtica emoción dio testimonio de su fe en aquel poder tan exquisitamente exaltado. Un poder que ella podía denominar con cualquier nombre, o con ninguno, pues lo que importaba era la devoción que le inspiraba. El papel que pensaba representar tal vez iba a resultarle más fácil de lo que había imaginado si lo sentía de veras, tan siquiera en parte.