VI

Las conchas crujían bajo los pies de Beatriz mientras subía por el arenoso sendero que iba desde la orilla del mar hasta la casita abandonada que había alquilado. Cual si la mano de un artista los hubiera matizado, el severo gris de los muros de granito combinaba no sólo con el azul plomizo del mar y del cielo, sino también con la superficie de las rocas carcomidas y como picadas de viruela por los elementos que bramaban a lo largo de la costa noroeste de España. Aprovechando que era un día excepcionalmente espléndido y soleado, Beatriz dejó la puerta y las contraventanas abiertas de par en par para eliminar el olor a humedad, a moho y a falta de vida que impregnaba la pequeña estancia vacía. Firme en su resolución, se abroqueló contra el recuerdo de aquella otra morada, tan llena de amor, que había dejado atrás, en Sevilla. La imagen de sus paredes recientemente enjalbegadas, el diminuto patio siempre soleado que Benito llenó de exuberantes plantas, todo eso había quedado detrás del muro que ella levantó para suprimir el pasado. Sólo así podría evitar la punzada de la nostalgia y mantenerse incólume…
Con los pocos ahorros que le quedaban, compró en el mercado los enseres indispensables para vivir: una cama sencilla con un limpio jergón, sábanas y almohadas de burda tela, cacharros de barro y una vieja arca atacada por el moho pero aún utilizable, un banco y un par de taburetes (pues no se resignaba a pensar en términos de una sola persona) que puso a ambos lados de la chimenea. De momento, bastaba con eso hasta que pudiera adquirir algo mejor…
Beatriz y Manuel acordaron que ella trabajaría en la casa de él, quien iría a avisarle cuando tuviera preparada la versión para que la copiara. Mientras tanto, ella pasaba el tiempo recorriendo sola las vastas playas blancas, donde su único interlocutor era el susurro de las olas que iban a morir en la orilla sembrada de conchas. Si Benito hubiera estado allí, enseguida se habrían despojado de sus ropas para zambullirse. Alborozados en medio del agua fría, se habrían sumergido, arremolinándose y jugando a salpicarse con la espuma del mar. Pero nadar sola le apetecía tan poco como cualquier otro placer de la vida que antes hubiera disfrutado con él. Un pescado fresco, aliñado con aceite de oliva y asado con hierbas y especias al fuego de la chimenea, carecía de sazón si no podía compartirlo con él; y arrebujarse en un bello mantón con un contoneo de hombros, como hacía la muchacha en casa de Ana, tampoco le divertía si no suscitaba su admiración. Ahora, cuando descubría alguna peculiaridad o amaneramiento en las personas que la rodeaban, su afición a burlarse imitándolas ya no se avivaba como antes, pues no había nadie a quien pudiera mostrarle sus dotes miméticas, nadie con quien reírse traviesamente a costa de algún inocente. A lo mejor algún día podría entretener a su hijo con su despliegue de muecas y gestos. Tal vez un día… pero sólo algún día, pues llegaría el momento en que él querría compartir esas bromas con la compañera de su vida… Era curioso, pero siempre pensaba en su hijo como si fuera a nacer varón, como si la porción de Benito destinada a prolongarse en la criatura sólo pudiera perpetuarse en caso de ser niño. Sin embargo, ¿no permanecería una hija a su lado hasta el final, sirviéndole de consuelo en su solitaria postrimería? El desgarrador chillido de las gaviotas revoloteando alrededor era el contrapunto ideal de su añoranza y su soledad. Sólo el leve palpitar del corazón que llevaba en las entrañas le daba ánimos para llevar a cabo la trivial gesticulación de que estaba hecha la vida. «¡Crece! —ordenó para sus adentros—. ¡Crece para que llenes este doloroso vacío! ¡Crece, y no te atrevas a mirar atrás!»
En medio de su tragedia, daba gracias a su buena estrella que no la había abandonado por completo, pues, aunque no quería más favores de su recién descubierta familia, era agradable saber que tanto Ana, con su inmenso corazón, como Isaac con su buen carácter fingidamente brusco, estarían allí en caso de ineludible necesidad. Y también estaría Manuel, como un alegre hermano menor, ahora atento pero discreto por consideración a la aflicción que ella trataba de disimular. ¡Cuánta vitalidad desplegaba, con el altruismo de su juventud intacto y la inocencia que aún no sabe de las miserias y las heridas de la vida! En el arco que describe una existencia humana, ella se encontraba a medio camino entre él y sus padres, pero enfrentada a la juvenil inexperiencia de Manuel, cuán vieja se sentía, cuán infinitamente vieja y triste…
A veces, cuando despertaba en medio de la noche, entre tinieblas, presa de pánico ante el abismo frente al que se tambaleaba, desataba las amarras que oprimían su corazón, aflojando el nudo que se formaba en su garganta, y entonces daba rienda suelta a los sollozos. Pero sólo se desahogaba de noche, cuando los suspiros del viento se mezclaban con el susurro del mar. Jamás se habría permitido exponer su fragilidad a la luz del día.

∗ ∗ ∗

El interior de la casita de campo de Ibn Yatom ofrecía el mismo aspecto de jovial desorden que la casa de Santiago de Compostela, el alegre caos de una familia que vivía sin normas demasiado estrictas. Los avíos de pesca estaban amontonados en un rincón: redes rojas, amarillas y azules que Juan había dejado enredadas después de su última pesquería. Arrumbados en otra esquina, unos juguetes de madera, desechados y astillados; y desparramados por doquier, raídos cojines, viejas prendas colgando en vacilantes perchas. Pero cerca de la ventana que daba al mar, por donde entraba un poco de la mortecina luz estival, relucía un amplio espacio despejado. Allí había una larga mesa de caballete sobre la cual estaban dispuestos, en impecable orden, varios mazos de papel, folios de pergamino, tinteros herméticamente cerrados con corchos y un gran surtido de plumas. En la otra punta, se alineaban en perfecto orden numerosos diccionarios y manoseadas gramáticas de lomos encuadernados en cuero estampado y dorado. Donde estaban los utensilios de escribir, había un puesto para Beatriz.
—Espero que os encontréis cómoda aquí —dijo Manuel cuando le dio la bienvenida en su primera mañana de trabajo. En sus palabras había un matiz de circunspección, una mesura que trataba de conjugar tanto el respeto que le debía en virtud de su edad y su viudez como la autoridad que emanaba de él por tratarse de su superior—. Perdonad que el banco esté así. Los niños siempre estaban saltando encima y acabaron rompiendo el respaldo. Busqué un carpintero en la aldea, para que hiciera otro, pero es un holgazán. Tenía la esperanza de que si lo apremiaba un poco lo tendría listo a tiempo para evitaros molestias en la espalda.
Sonriendo a medias, Beatriz le agradeció sus atenciones mientras se sentaba entre los cojines que él le había destinado en el largo asiento de madera. Tras entregarle unos papeles, Manuel le preguntó:
—¿Sabéis algo del Régimen?
—Lo conozco de oídas, y me parece recordar que Maimónides lo escribió a petición del hijo de Saladino.
—Así es. Al parecer, el príncipe al-Malik al-Afdhal era un joven bastante disoluto, cuya excesiva inclinación a los placeres de la mesa y de la cama tuvieron desastrosas consecuencias para su salud. Realmente, la obra de Maimónides es una guía para la preservación de la salud basada en el principio de mente sana en cuerpo sano. Es una joya literaria en la que se entrelazan lo físico y lo espiritual, lo terapéutico con lo filosófico. Al principio pensé que el rey había ordenado traducirlo a la lengua vernácula sólo como una prueba más de su insaciable sed de conocimiento y de su suprema aspiración, a saber, que la mayoría de sus súbditos tengan acceso a la sabiduría. Pero se rumorea que no goza de la salud que correspondería a un hombre de su edad. No tengo ni la menor idea de qué es lo que padece, pero sea lo que sea, lo más seguro es que en esta obra encuentre su panacea. Especulaciones aparte, este libro es un auténtico tesoro, una obra maestra de precisión y concisión.
Mientras él hablaba, Beatriz se inclinó para examinar las hojas depositadas ante ella en la mesa. Manuel agregó:
—Aquí está el borrador preparado para ser copiado. Hace un rato he añadido algunas correcciones al margen, lo más legibles que pude. Si no entendéis algo, por favor, no dudéis en interrumpirme. Y si encontráis errores ortográficos o gramaticales, tenéis permiso para enmendarlos.
Beatriz aprobó brevemente con la cabeza, se remangó el sobrio vestido y cogió cuatro hojas de pergamino en blanco. Las separó en dos pares, juntando los anversos hacia dentro, y entonces puso un par encima del otro, encarando los reversos. De esta manera, una vez dobladas las hojas en octavo, las planas afrontadas tendrían el mismo matiz cuando se abriera el libro. Con serena precisión, trazó amplios márgenes que luego perforó practicando pequeños orificios a lo largo de las dieciséis páginas para marcar la distancia entre las líneas que rayaría. Dejó medio dedo de ancho entre cada línea, menos de lo que había dejado en el poema de Alfonso, pues consideró que esa anchura era la indicada para la naturaleza del texto. Rápidamente regló las dieciséis páginas, pasando el lápiz plomo tenuemente, pero de forma visible. Entonces se enderezó un momento mientras se preguntaba qué pluma iba a usar. Aunque los dramáticos cambios que había vivido amenazaban con sepultar su pasado en el olvido, evocó a Alfonso elogiando las delgadísimas líneas que adornaban su caligrafía. Puesto que esta traducción era un encargo suyo, Beatriz escogió la pluma de cuervo y, tras comprobar meticulosamente el corte en la extremidad del cañón y la agudeza de la punta, la hundió en el tintero que Manuel había destapado. En ese momento, una sombra de pesar pasó fugazmente por su semblante. Le hubiera gustado copiar aquel manuscrito exclusivamente destinado a su soberano con la brillante tinta que había usado en su primer poema, pero la poca que le quedaba no alcanzaba… Suspirando para sí, sacudió la pluma en el borde del tintero escurriendo las gotas que sobraban, y sólo entonces puso manos a la obra.
«Nuestro propósito en este capítulo —transcribió rápidamente, pero con exactitud— es exponer las…» Aquí vaciló, pues la palabra «normas» estaba tachada. En una anotación marginal, leyó: «sentencias», vocablo que insertó en lugar de «normas», y luego prosiguió: «… que son más fáciles de recordar».
«Acertada modificación» pensó Beatriz, pues uno recuerda mejor una «sentencia» que una «norma». Entonces siguió: «Entre otras está la afirmación de Hipócrates: "La preservación de la salud consiste en abstenerse de la gula y evitar el abatimiento debido al trabajo excesivo". Obsérvese cómo Hipócrates resume el régimen general de salud en dos sentencias, de modo que el individuo no se harte ni trabaje tanto que se vea privado de las ventajas del movimiento y del ejercicio.»
Beatriz continuó copiando y el cálamo corría con soltura mientras Manuel, en el otro extremo de la mesa, vertía pausadamente al romance las frases árabes del original de Maimónides. Así trabajaron en silencio hasta que al mediodía Manuel se levantó, estiró los brazos, y dijo:
—Lo mejor que podemos hacer es seguir el consejo del «Sirviente», como nuestro autor se llama a sí mismo. Como dice aquí —agregó—: «Los movimientos del cuerpo y el ejercicio físico son insustituibles». Salgamos, pues, a dar un paseo, respiremos el aire fresco del mar, y después seguiremos trabajando.
—Sólo me falta hacer una corrección aquí antes que se seque la tinta.
Diestramente, Beatriz quitó una M con una esponja humedecida y la reemplazó por una N con tanta pulcritud que el cambio apenas era visible.
—Al enmendar los errores, ¿no deberíais usar más bien el raspador para evitar borrones?
—No, a menos que me vea obligada a hacerlo por temor a estropear el pergamino.
—¡Siempre hay una trampa! —sonrió Manuel—. ¿Por dónde vais? —prosiguió jovialmente, disimulando su curiosidad mientras atisbaba por encima del hombro de Beatriz echándole un vistazo a su caligrafía—. ¡Ah, sí, ya veo, qué encantador es ese pasaje en el que dice que si un hombre velara por sí mismo como cuida de su cabalgadura, se libraría de muchas enfermedades graves! ¡Qué elegante manera de decirle al príncipe que debería comer menos y hacer más ejercicio, y, además, copiado con igual elegancia —añadió convencido de que la confianza depositada en la copista estaba plenamente justificada.
—También vuestra versión está a la altura del pasaje —correspondió Beatriz mientras se ponía en pie dándose un masaje en la cintura dolorida por las agujetas.
—No soy digno de ese elogio. Cuando el original está bien escrito, la traducción fluye por sí sola.
—Sólo si es obra de un traductor sensible.
—Es una larga tradición familiar. Lo llevamos en la sangre —comentó Manuel conduciéndola a la playa por un estrecho sendero.
—Entonces, ¿por qué en vez de trabajar aquí no está en Toledo o en el Estudio General, donde se traducen tantas obras árabes bajo la dirección personal del rey?
—Porque mi casa y mi familia han encontrado una patria aquí, en Galicia, y los amo demasiado para dejarlos. Ya bastante errabundos han sido los Ibn Yatom, dispersos a los cuatro vientos entre disturbios y guerras. Por muy inhóspito que sea este clima, ya era hora de echar raíces. Por eso ninguno de nosotros quiere instalarse en Córdoba. Pero tengo otros motivos para trabajar aquí. Lo hago mejor en soledad. Todas las conversaciones que tanto complacen a mis colegas acerca de las técnicas de traducción, me irritan sobremanera. O se nace con talento para penetrar en el alma del autor, para asumir su embozo igual que un actor adopta el disfraz del personaje que interpreta, o no se nace con esa aptitud. Eso es algo que ningún aprendizaje ni ninguna disertación pueden enseñar.
—Es absolutamente cierto. Yo también puedo distinguir entre el trabajo de un traductor nato y el de aquel que simplemente domina un idioma. Y de algopodéis estar seguro: el rey Alfonso no tendrá que corregir vuestra traducción. El significado de cada frase está tan claro como el agua…
—Igual que en el original —rectificó Manuel con juvenil candor.
—… y vuestra prosa en romance es señorial y fluida.
Al oír ese homenaje a su pericia, él sonrió modestamente.
—En el Estudio General —continuó Beatriz—, solía oír a los traductores quejándose amargamente de las dificultades que entraña transformar la lengua vernácula en lenguaje literario, así que el rey insistía en que lo hicieran. Constantemente tenía que estar enmendando sus versiones y hubo casos en que llegó a ordenar que volvieran a trasladarlo todo, de punta a cabo, hasta que la traducción quedara clara, precisa y refinada. Lo cual, dicho sea de paso, exasperaba a sus colegas.
—Existe una verdadera dificultad con los términos científicos —dijo Manuel—, pero hay que encontrar la solución. Hace aproximadamente un siglo, uno de mis ancestros trabajó en Toledo en la traducción de unos tratados árabes de matemáticas. Y cuando no encontraba una palabra equivalente en romance, simplemente empleaba la voz árabe en su forma original. Por ejemplo: el vocablo «algoritmo». [ 5 ]
—Una vez yo copié la obra titulada El astrolabio redondo,en la cual se explicaba la construcción del instrumento. Había sido traducida por el rabí Zag y él también mezclaba palabras árabes en la versión al romance, aclarando a continuación su significado.
—Esa suerte de paráfrasis es muy acertada e indudablemente exige un indispensable rigor científico, aunque suelen ser algo incómodas. Yo disfruto inventando neologismos.
—No todo el mundo está dotado para eso.
Entonces pasearon en afable silencio, pues el respeto profesional que se profesaron mutuamente había mitigado con creces la inicial rigidez en sus relaciones de trabajo. Igualando sus vigorosas zancadas con los breves pasos de Beatriz, Manuel aspiró el tónico y poderoso aire con toda la fruición de su mocedad. Era un día hermoso y soleado, los botes de los pescadores rutilaban como puntos de luz en la mar bonancible, los niños chapoteaban en la apacible orilla: unos construyendo castillos de arena y otros derrumbándolos entre retozos y risas. De mala gana, volvieron a la casa y reanudaron sus respectivas tareas.
Así transcurrieron las semanas, día tras día. Durante los paseos matinales, Manuel y Beatriz limitaron sus charlas casi exclusivamente a asuntos relacionados con el trabajo, un intercambio de ideas que era ameno, pero impersonal. Cada atardecer, en cuanto declinaba el sol, Beatriz regresaba sola a su casa, pero cuando llegaba el fin de semana, Manuel siempre la invitaba a pasar el sabbath en el hogar de Ibn Yatom. Consecuente consigo misma, a veces incluso de manera agresiva, ella rehusaba ir para que tales visitas no fueran a interpretarse como un síntoma de dependencia de la familia. Conduciéndose como la dueña y señora de su casa, por muy modesto y sin hijos que fuera su hogar, Beatriz no toleraba la idea de dar esa imagen de la pobre viuda solitaria. Sin embargo, para no contrariar a Manuel ni a sus padres, alguna que otra vez aceptaba la apremiante invitación. Pero la mayoría de los sábados se quedaba en casa para continuar su trabajo argumentando que, cuando naciera el niño, tendría que interrumpirlo por algún tiempo, y no quería retrasarse. Jamás admitiría que, de hecho, apenas tenía otra cosa que hacer salvo trabajar para llenar su soledad…
A medida que pasaban los meses y su vientre crecía, su ritmo de trabajo disminuyó paulatinamente, pero no por ello dejó de realizar tenazmente su tarea. Por las mañanas, si no llovía y hacía buen tiempo, seguían dando sus paseos, pero cuando el viento invernal empezó a bramar agitando la mar, levantando encrespadas olas y soplando chubascos tierra adentro, ella tuvo que reducir sus salidas. Por temor a que diera un traspié en el camino o a que sufriera cualquier otro accidente, Manuel adquirió la costumbre de acompañarla a su casa cada vez que se desencadenaba un temporal. Pero hacia al final de su embarazo se negaba a dejarla sola en Combarro insistiendo en llevarla a su casa de Santiago para que descansara durante el sabbath. A regañadientes, ella consintió. Aquel sábado por la mañana, cuando la experimentada Ana percibió que a su parienta le había bajado el vientre, señal de que estaba a punto de parir, no hubo manera de que la dejara volver con Manuel a su trabajo. A partir de ese instante, Ana asumió un riguroso control y, a pesar de su intransigente noción de la independencia, Beatriz se lo agradeció en el alma.