VIII

A la mañana siguiente Manuel y Beatriz estaban absortos en sus respectivas tareas cuando oyeron un golpe, sereno pero firme, en la puerta. Disgustado por la interrupción, Manuel se levantó para ver quién era.
—Si no me equivoco, vos sois Manuel ben Isaac ibn Yatom —dijo el visitante con voz casi inaudible a causa del tempestuoso viento.
—En efecto.
—Permitidme presentarme: Álvaro de Molina, portador de un encargo de su majestad, el rey Alfonso.
—Tened la bondad de entrar, don Álvaro. ¿Me dejáis vuestra capa? —se brindó Manuel mientras trataba de cerrar la puerta luchando con las ráfagas de viento.
—No, gracias —dijo el hombre, aunque se desató la capa forrada mientras permanecía en el umbral—. No quiero interrumpir vuestro trabajo. Sólo vengo a informaros del contenido de la orden del rey.
Álvaro metió la mano en su raída capa y extrajo un rollo de pergamino estampado con el sello real.
—Como podréis leer aquí, me ha sido confiada la traducción del Régimen de Salud de Maimónides, del romance al latín.
—¿Al latín?
—Como lo oís, al latín. Los monjes cistercienses de la isla de Tambo quieren que sus hermanos al otro lado de los Pirineos conozcan los consejos del gran erudito judío, y así se lo han pedido al rey. Nuestro soberano, con su habitual sapiencia y magnanimidad, ha dado su consentimiento, pues siempre ha tenido en gran estima a la congregación de eruditos de la isla. Aislados como están, siempre se han mantenido al margen de los litigios que perturban las relaciones entre la Iglesia y la Corona, y nunca han manifestado una abierta oposición al deseo de Alfonso de difundir el conocimiento entre sus súbditos en lengua vernácula. El prior del monasterio me ha escogido a mí para llevar a cabo esta misión porque los monjes profesan una rígida regla que virtualmente les prohíbe el más mínimo contacto con el mundo exterior. Puesto que una vez fui postulante a la Orden y poseo los conocimientos lingüísticos necesarios, se consideró adecuado que me encargara de la tarea, tomando en cuenta que eso requiere una estrecha colaboración entre vos y yo. Ni que decir tiene que me felicito de antemano por el provecho que sacaré de nuestra cooperación.
—Sí, sí, por supuesto— refunfuñó Manuel, molesto, y apenas disimulando su estupefacción.
—Veo que esta visita os sorprende. Espero que sea una sorpresa agradable… Ahora lo dejaré para que penséis en los cambios que deberéis introducir en vuestro modus operandi,pero mañana vendré de nuevo para establecer los detalles de nuestro plan de trabajo. ¡Que tengáis un buen día, don Manuel!
Álvaro de Molina se ató la capa mientras Manuel abría la puerta por donde entraron las ráfagas de lluvia y de viento. Agachando la cabeza contra la fuerza de los elementos, Álvaro salió apretando el paso mientras atrás quedaba Manuel forcejeando para cerrar la puerta.
—No entiendo nada —dijo pensando en alta voz mientras regresaba a la mesa donde estaba Beatriz—. Absolutamente nada. Cuando haya concluido la versión romance, nada impedirá que los monjes la traduzcan al latín en el retiro de su monasterio. ¿Por qué han propuesto a Álvaro para esta tarea? ¿Para estar seguros de que lo hago correctamente?
—Es posible —convino Beatriz circunspecta.
—Probablemente, algunos clérigos recelosos han sembrado la duda en Alfonso para que desconfíe de su traductor judío. Después de todo, nada sería tan fácil como omitir adrede cualquier consejo vital, o traducir mal un pasaje tergiversándolo con el fin de perjudicarlo.
—Por aborrecible y perversa que parezca la idea, es posible.
—Claro que es así, y como el clero está irritado por el hecho de que muchos judíos disfrutamos del mecenazgo real, quizás Alfonso haga esto para apaciguar a un puñado de eruditos cristianos, permitiéndoles gozar de estas concesiones relativamente menores.
—Menores tal vez para él, pero no para ti —matizó Beatriz pertinentemente, como una madre animando a su preocupado hijo para que confíe en ella.
—No, ciertamente, no para mí. No puede agradarme la perspectiva de tener a un enviado de la Iglesia juzgándome, fiscalizándome y resollando en mi nuca.
—Tal vez sea mejor que me lleve la copia a casa para que don Álvaro y tú podáis trabajar juntos aquí.
—¡Ni hablar! Nuestro nuevo colaborador tendrá que adaptarse a nosotros, no nosotros a él. Le daremos mi versión final a medida que la vayas copiando, y de ese modo él podrá luchar con mi traducción donde quiera y como le dé la gana. Un encuentro semanal será suficiente para despejar cualquier duda que pudiera surgir.
—¿No sería mejor darle mi copia en limpio para que trabaje con ella?
—¿Y arriesgarnos a que pueda estropearla deliberadamente? Eso nos obligaría a hacer otra copia, cosa que entrañaría un retraso y, por consiguiente, el enojo del rey.
—Tal vez lo estás juzgando demasiado a la ligera. A lo mejor no es tan malintencionado como supones. Además, esa colaboración también pudiera resultar beneficiosa para ti.
—Como creo haberte dicho, yo trabajo mejor solo —repuso Manuel bruscamente, poniéndose a la defensiva.
—Sí, ya lo sé —replicó Beatriz pacientemente—, pero como esta situación ha sido impuesta desde arriba, debes hacer lo posible para sobrellevarla. Incluso es probable que se pueda aprender algo de los eruditos cristianos… ¡quién sabe! Vamos, sigamos el excelente consejo del sirviente Moisés, y bebamos un vaso de vino para que te animes.

 

Álvaro de Molina resultó ser un hombre de pocas palabras. Seco como un viejo pergamino, su chupada cara era macilenta y arrugada; los ojos, hundidos en sus cuencas, lúgubremente espectrales. Sólo cuando tuvo el manuscrito en sus manos empezó a vivir. Devoró el texto con una peculiar intensidad, absorbiéndolo, penetrándolo, comprendiéndolo, y luego, gracias a un maravilloso resorte oculto, rápidamente lo trasladó al latín en un estilo impecable y suntuoso. Con sumo cuidado, releyó su versión, verificándola paso a paso en busca de errores, cambiando una o dos palabras, siempre aspirando a la máxima precisión, puliendo el texto hasta que fluyó con la transparente naturalidad de un arroyo de montaña. Entonces, satisfecho de su traducción, se sentó cómodamente con una leve sonrisa dibujándose en los crispados labios, y recuperó su habitual impasibilidad.
A pesar de su inicial animosidad, y sin dejar de dudar de su buena fe, Manuel apreció enseguida la maestría y la erudición de Álvaro. No hizo ninguna pregunta ociosa, y todas sus observaciones resultaron juiciosas:
—Vos empleáis la frase «aguas corrientes» en el pasaje que alude a los peces comestibles. Por ejemplo, aquí: «Los peces pequeños, cuya carne es blanca y sólida, y tiene buen sabor, y que proceden del mar o de las aguas corrientes». Yo la he reemplazado por «ríos que fluyen». Es el único significado posible, y así la frase queda en clara aposición respecto a «mar».
Y siguió argumentando:
—Considerad este otro pasaje, mi joven colega: «Comparar el aire de las ciudades con el aire de las tierras áridas y de los bosques equivale a comparar las aguas turbias con las aguas claras y dulces». ¿Por qué empleáis «tierras áridas» pudiendo decir «desiertos»? ¿Y por qué «aguas claras y dulces» cuando aquí la acepción es «puras»?
—Sin embargo, en el original árabe aparece así —se justificó Manuel.
—Pero también debemos tomar en consideración el espíritu de nuestras lenguas en Occidente —fue la réplica sensata de Álvaro.
Beatriz casi no trabajaba durante los encuentros semanales de ambos traductores. Fascinada por el rigor incisivo de Álvaro, no quería perderse ni una palabra de sus discusiones. Pero en cuanto se iba, ella y Manuel se permitían bromear a sus expensas, rutina que se había implantado entre ellos gracias al notable talento de Beatriz para remedar las peculiaridades de quienes la rodeaban. El mayor afán de Manuel era verla recuperar el gusto por la vida, esa viveza que él sabía latente en ella, sólo reprimida por el dolor del luto. Así que la animaba a imitar a su colega mientras él se retorcía de risa con cada una de sus breves comedias. Con asombroso realismo, Beatriz se puso un fajo de pergaminos debajo del sobaco, se encorvó hasta quedar cargada de espaldas, como Álvaro, y empezó a andar a paso de lobo por la habitación, levantando de vez en cuando el hombro izquierdo en un tic. Se detuvo, y haciendo que Manuel se sentara a la mesa, se inclinó sobre su hombro. Alzó el índice, e ingeniándoselas para que pareciera tan artrítico como el de Álvaro, reprodujo aquella voz salida del día del Juicio Final: «Aquí transitamos por esa delgada línea que separa la fidelidad al original de las exigencias de la lengua de destino».
En connivencia con la alegría compartida de Manuel, como hubiera podido hacerlo con un hijo adolescente o un hermano menor, Beatriz estaba chispeante de ingenio, simpática, segura. Pero el espectáculo de sus ojos destellantes de regocijo, toda la vibración de su ser, producía en Manuel emociones de otra índole. Y Beatriz parecía totalmente ajena a esos sentimientos.
—¿Crees que Álvaro ríe alguna vez? —le preguntó ella cuando cesaron las carcajadas de Manuel.
—Lo dudo.
—Parece un hombre solitario, mustio. ¿Quién sabe por qué dejó el monasterio? Cualquiera diría que es capaz de adaptarse admirablemente a la vida monástica.
—No tengo ni idea —replicó Manuel— y, para serte franco, tampoco me importa.
—Es como si ese hombre desperdiciara la vida.
—Exactamente como estás haciendo tú con la tuya. ¿Acaso no anhelas encontrar a alguien que… que… —Manuel vaciló buscando las palabras más adecuadas— que cuide de ti, y que… que te ame?
—Claro que sí. Pero para eso necesito otro Benito, y Benito era único.
—Pero ¿por qué tiene que ser una réplica de Benito? ¿No puede ser alguien distinto, aunque no por eso menos bueno y cariñoso?
—¿Alguien como tú? —preguntó Beatriz en son de burla para impedir que se inmiscuyera en su intimidad, y de nuevo prorrumpió en risas burlescas. Pero a Manuel le pareció que esta vez la broma era a costa de él.
—No es un tema para bromear —dijo tajante, poniéndose repentinamente serio.
Espantada por el mal genio que había nublado su rostro, Beatriz tartamudeó:
—Yo… yo… no entiendo. ¿He dicho algo que te ha molestado?
Manuel asintió silenciosamente.
—¿No estarás pensando que…? O quizá sí lo estés pensando… ¡No! ¡Es imposible! ¿Me tomas el pelo?
Manuel levantó los ojos hasta hacerlos coincidir con los de ella. Su expresión no admitía dudas, tan inmenso era el amor que transmitía.
—Pero esto es bastante ridículo —prosiguió Beatriz, ahora con más tacto—. ¿Qué es lo que buscas en una viuda que, aparte de tener unos cuantos años más que tú, es la madre del hijo de otro? Tú podrías buscarte una moza garrida, guapa y que sea virgen, con la cual formarías una buena pareja, y un hogar feliz con tus propios hijos.
—Las mozas guapas me aburren. Y, además, ¿qué derecho tienes a decidir lo que me hará feliz? Yo soy el único que puede juzgar eso.
—Por supuesto —admitió Beatriz mimándolo maternalmente—. Lo único que trato de decirte es que no soy una buena compañera para ti.
—No veo por qué no.
—Piensa en un par de botas. Cuando te calzas un par nuevo, al principio la piel está dura, pero con el calor y el movimiento de los pies se vuelven flexibles y gracias al uso llegan a amoldarse a tus pies. Pero ¿qué pasaría si tratases de caminar con unas botas de segunda mano que ya tienen la forma del pie de su anterior propietario? Antes de que hayas caminado un par de leguas, te saldrán ampollas y te sangrarán los pies. Y si, a pesar de todo, insistes en el empeño, las botas de segunda mano estarán desgastadas antes de que llegues a tu destino.
—No me gusta tu analogía. Es como si te asignaras un papel que no se corresponde con tu verdadero carácter.
—Bueno, tal vez no sangrarías ni te saldrían ampollas, pero a buen seguro yo sería una vieja mientras que tú aún te conservarías fuerte y viril.
—Todos envejecemos. ¿Qué diferencia puede haber en unos pocos años?
—Como tan correctamente has observado, no tengo derecho a hablar por ti, pero sí por mí. Le tengo miedo al sentimiento de posesión y a los celos, lo sé muy bien por haberlos sufrido. Benito me amaba con toda la pasión de su juventud, y él justificaba sus celos argumentando que eran la otra cara de su auténtico y perdurable amor: estarás de acuerdo en que era una persuasiva, y casi lisonjera, interpretación de los hechos. Yo lo amaba no menos apasionadamente, no menos exclusivamente de lo que él me amaba a mí, pero mientras no me dio motivos, nunca sentí la punzada de los celos. Lamentablemente, no puedo decir lo mismo de Benito, aunque yo, al igual que él, jamás le di motivos para que dudara de mi fidelidad. Pero, como ves, él estaba menos… ¿cómo decirlo?… menos… seguro de sí mismo, sí, eso es, menos seguro de sí mismo que yo. Al principio, me reía de sus sospechas, pero en cuanto empecé a trabajar asiduamente en el Estudio General, sus acusaciones empezaron a ser cada vez más absurdas. Pronto comprendí que su comportamiento obedecía, al menos en parte, a su orgullo herido, a la humillación que le infería su incapacidad para mantenerme, y yo se lo perdonaba porque lo amaba y porque ése era su único defecto. Desde que murió, a menudo me he preguntado si con el tiempo se habría calmado o si, por el contrario, el dolor que me causaba hubiera sido capaz de dar al traste con el amor que nos unía.
—Pero ¿qué harás conmigo… con nosotros?
Al cabo de un silencioso momentode meditación, Beatriz continuó como si no hubiera oído aquella pregunta:
—Algunos suelen decir que una viuda, o un viudo, adopta inconscientemente las características del cónyuge fallecido. No creo que sea lo que me está pasando. Simplemente he llegado a la comprensión cabal de la causa real de sus celos y, a partir de ahí, a la convicción de que yo, la más débil de nosotros dos, fácilmente podría llegar a verme dominada por ese rasgo de carácter.
—¿Tú, la más débil?
—A la larga, sí. Incluso suponiendo que entre nosotros llegara a existir alguna clase de vínculo, yo envejecería y perdería la esencia de mi femineidad, mientras que tú estarías aún en la flor de la vida. Cada vez que te viera echándole el ojo a otra mujer en su plenitud, me consumiría y mis celos estropearían en poco tiempo todo lo que durante años hubiera podido nacer entre nosotros. Embarcarse en semejante aventura puede ser absolutamente descabellado.
—Odio tu lucidez.
—No me extraña. Todavía eres lo bastante joven como para obrar sin pensar en las consecuencias, mientras que los años y la experiencia me han enseñado que lo que tú llamas «lucidez», y yo denomino realismo, no es más que la habilidad para ver más allá de las fantasías y los espejismos del momento.
—Bien, pero prescindamos de todo eso, recupera el ímpetu juvenil que yo te ofrezco, acéptalo junto con mi amor.
—Tomarlo sin dar nada a cambio finalmente sólo puede conducir a un clima de amargura y recriminaciones. Yo no puedo devolverte tu amor, ni tampoco la ofrenda que me haces de tus años, con todo lo que eso implica. Ya me has dado bastante, pues sin tu comprensión, tus delicadas atenciones y tu energía, no habría podido recuperar la alegría de vivir, la capacidad de reír de nuevo.
—Ha sido mi amor, no mi comprensión ni mis atenciones, lo que ha hecho que vuelvas a vivir.
—Sea lo que sea, te doy las gracias.
—No tienes por qué hacerlo. Ver la risa en tus ojos iluminados es todo cuanto necesito.
—Así sea —sonrió Beatriz dulcemente mientras recogía plumas y papeles disponiéndose a regresar a su casa.
¿Fue Manuel capaz de advertir cuán frágil era su vivaracha fachada? ¿Adivinó que detrás de esa apariencia había un alma semejante a un gigantesco témpano de hielo que, en primavera, se separa del glaciar y navega a la deriva, dejando que sólo su punta se derrita bajo el sol? ¿Sería capaz de comprender que sólo la irresistible fuerza de la vida de un recién nacido impediría que se desintegrase deshaciéndose en la nada?